Capítulo 14

En plena noche Stonehaven quedaba a escasos veinte minutos de Aberdeen en dirección sur; sobre todo con un loco al volante.

– Por muy pronto que lleguemos no habrá resucitado -dijo Rebus al conductor.

Y bien muerto estaba; en el baño de una pensión con derecho a desayuno, con un brazo colgando de la bañera, estilo Marat. El clásico corte de venas en las muñecas en sentido longitudinal. El agua de la bañera parecía fría, pero Rebus no se acercó demasiado, pues el brazo yerto había regado el suelo de sangre.

– La patrona no sabía que era él quien estaba en el cuarto de baño -le informó Lumsden-. Sabía que había alguien que llevaba mucho tiempo dentro, y como no contestaban fue a buscar a uno de los «muchachos»… los trabajadores del petróleo a los que atiende. Dice que pensaba que el señor Kane era también del petróleo. Bien, un huésped abrió la puerta y se encontraron con esta escena.

– ¿Y no hay nadie que haya visto u oído nada?

– El suicidio suele ser un asunto silencioso. Ven conmigo.

Cruzaron pasillos estrechos y subieron dos plantas hasta el dormitorio de Tony El. Estaba bastante aseado.

– La patrona pasa la aspiradora y cambia toallas y sábanas dos veces por semana. -Había una botella de whisky barato con el tapón puesto y con la quinta parte de su contenido, y un vaso vacío al lado-. Mira esto.

Rebus dirigió la mirada hacia el tocador. Todo un instrumental: jeringuilla, cuchara, algodón, mechero y una bolsita de plástico con polvo marrón.

– Me han dicho que la heroína vuelve a estar muy de moda -comentó Lumsden.

– No le he visto señales en los brazos -dijo Rebus, pero Lumsden afirmó con la cabeza, contradiciéndole, y él volvió al cuarto de baño a comprobarlo.

Sí, un par de pinchazos en la cara interna del antebrazo. Regresó a la habitación y se encontró a Lumsden sentado en la cama hojeando una revista.

– No hacía mucho que se drogaba -dijo Rebus-. Hay pocos pinchazos en los brazos. Y no hay navaja.

– Mira esto -dijo Lumsden, mostrándole la revista. Una mujer con una bolsa de plástico en la cabeza a quien penetraban por detrás-. No falta gente morbosa.

Rebus cogió la revista: Snuff Babes. En la contraportada leyó que «se preciaba» de estar editada en Estados Unidos. Aparte de ser ilegal, era el porno más duro que Rebus había visto en su vida. Páginas y más páginas de asesinatos ficticios con sexo incluido.

Lumsden sacó del bolsillo una bolsita de pruebas con un cuchillo manchado de sangre. Pero no uno corriente, era un Stanley.

– A mí no me parece un suicidio -dijo Rebus en voz baja.

Y a continuación explicó por qué: la visita a Tío Joe, la razón por la que su hijo recibía aquel apodo y la circunstancia de que Tony El había sido matón a sueldo de Tío Joe.

– La puerta estaba cerrada por dentro -arguyó Lumsden.

– Y no había sido forzada cuando yo llegué.

– ¿Entonces?

– Entonces, ¿cómo entró el «muchacho» de la patrona?

Llevó a Lumsden al cuarto de baño y examinaron la puerta: con un destornillador se abría y cerraba fácilmente por fuera.

– ¿Quieres que lo llevemos como homicidio? -preguntó Lumsden-. ¿Crees que ese Stanley se presentó aquí, mató al señor Kane, le arrastró pasillo adelante hasta el baño y allí le cortó las venas? Hay media docena de habitaciones en el trayecto y dos pisos… ¿No crees que alguien hubiera oído algo?

– ¿Les has preguntado?

– John, te he dicho que nadie vio nada.

– Y yo te digo que esto lleva la firma de Joseph Toal.

Lumsden meneaba la cabeza sin dar crédito. La revista enrollada asomaba por el bolsillo de la chaqueta.

– Yo lo único que veo es un suicidio. Y por lo que me has contado, me alegro de que el cabrón la haya palmado y punto.


Volvió en el mismo coche patrulla, contraviniendo de nuevo el límite de velocidad.

Ahora estaba completamente despierto. Paseó de arriba abajo por la habitación y se fumó tres cigarrillos. Tras las ventanas catedralicias la ciudad dormía. Aún funcionaba el canal de pago para adultos, y la otra opción era un partido de balonvolea en una playa de California. Por distraerse, sacó las octavillas de la manifestación. Eran deprimentes. En el mar del Norte la caballa y otras especies estaban ya «comercialmente extintas», y otras, entre ellas el eglefino, congénere del bacalao y base de la alimentación de aquella zona, habrían desaparecido a finales del milenio. Entretanto había en la zona cuatrocientas instalaciones petrolíferas que en su momento serían excedentes y si se optaba por hundirlas con sus metales pesados y productos químicos… adiós peces.

Probablemente, los peces estuvieran, de todos modos, condenados por los nitratos y fosfatos de las alcantarillas y los fertilizantes agrícolas que se vertían al mar. Se sentía peor que nunca y tiró las octavillas a la papelera, pero una fue a parar al suelo y la recogió. Anunciaba la convocatoria de una marcha de protesta el sábado y un concierto para recaudar fondos con figuras como los Dancing Pigs. La echó también a la papelera y decidió comprobar si tenía mensajes en el contestador de casa. Había dos llamadas de Ancram, exaltado y casi furioso, y una de Gill, diciéndole que llamase a cualquier hora. Eso hizo.

– Diga.

Hablaba como si tuviera la boca pegada.

– Perdona que sea tan tarde.

– John. -Miró la hora-. Es tan tarde que ya es pronto.

– Me decías en el mensaje…

– Sí, sí. -Parecía como si tratara de incorporarse en la cama, bostezando exageradamente-. Examinaron en Howdenhall ese bloc de notas con el ESDA, el método electrostático.

– ¿Y?

– Un número de teléfono.

– ¿De dónde?

– El prefijo es de Aberdeen.

Rebus sintió que un estremecimiento le recorría la espina dorsal.

– ¿De quién en concreto?

– Es el teléfono público de una discoteca. Espera, tengo el nombre apuntado… del club Burke's.

Ding-dong.

– ¿Te sugiere algo?

«No me va a sugerir… -pensó-; ahora resulta que estoy aquí trabajando en dos casos como mínimo.»

– ¿Un teléfono público, dices?

– Sí. Lo sé porque llamé, y no debe de estar lejos de la barra, a juzgar por el jaleo.

– Dame el número. -Gill se lo leyó-. ¿Algo más?

– Las huellas que había eran sólo de Fergie. Nada de interés en el ordenador, salvo que tenía un par de triquiñuelas fiscales.

– Atente a lo principal. ¿Y en el local del negocio?

– Nada de momento. John, ¿estás bien?

– Muy bien. ¿Por qué?

– Es que te noto… No sé, como lejano.

Rebus esbozó una sonrisa.

– Estoy aquí. Duerme un poco, Gill.

– Buenas noches, John.

– Buenas noches.

Decidió llamar a Lumsden a la comisaría. Eran las tres de la madrugada y estaría allí.

– Deberías estar en el país de los sueños -comentó Lumsden.

– Es que antes se me olvidó preguntarte una cosa.

– ¿Qué?

– Referente al club ese en que estuvimos, donde Michelle Strachan conoció a Johnny Biblia.

– ¿Burke's?

– Es que he pensado si es totalmente legal -añadió Rebus.

– Más o menos.

– ¿En qué sentido?

– Han pisado en alguna ocasión terreno resbaladizo y hubo algo de droga en el local, pero los dueños hicieron limpieza y creo que lo solucionaron.

– ¿Quiénes son los dueños?

– Dos yanquis. John, ¿a qué viene esto?

Rebus se inventó rápidamente una mentira.

– Porque el que pegó el salto en Edimburgo llevaba en el bolsillo un librillo de fósforos de Burke's.

– Es un lugar muy concurrido.

Rebus emitió un sonido de aceptación.

– Y los dueños, ¿cómo dijiste que se llamaban?

– No lo he dicho.

El tono era cauteloso.

– ¿Es un secreto?

Carcajada.

– Qué va.

– ¿O es que no quieres que los moleste?

– Santo Dios, John… -Suspiró de un modo exagerado-. Erik, con k final, Stemmons y Judd Fuller. No veo para qué tienes que hablar con ellos.

– Ni yo, Ludo. Sólo quería saber sus nombres. Ciao, baby -añadió en un mal remedo del acento norteamericano.

Colgó sonriendo y miró el reloj. Las tres y diez. College Street quedaba a cinco minutos de allí a pie. ¿Estaría aún abierto? Cogió el listín de teléfonos y comprobó el número: el mismo que le había dado Gill. Llamó y no contestaban. Decidió dejarlo… de momento.

Una espiral que se estrechaba: Alian Mitchison…, Johnny Biblia…, Tío Joe…, el cargamento de droga de Fergus McLure.

Beach Boys: God Only Knows [10], y More Trouble Every Day [11] de Zappa y The Mothers. Cogió la almohada del suelo, escuchó un minuto, la volvió a poner en la cabecera y se puso a dormir.


Se despertó pronto y sin ganas de desayunar, y fue a dar un paseo. Hacía una mañana espléndida. Las gaviotas picoteaban los restos de la noche pero las calles aún estaban desiertas. Caminó hasta Mercat Cross y tomó después por King Street. Sabía que iba más o menos en dirección de la casa de su tía, pero no era probable que la encontrara todavía en pie. Se vio de pronto ante un viejo edificio, una especie de escuela, con el cartel de ITRG marítimo. Le constaba que ITRG era el Instituto de Tecnología Robert Gordon, y que Alian Mitchison había cursado sus estudios en el ITRC-CSM, y, por otro lado, la primera víctima de Johnny Biblia había estudiado en la Universidad Robert Gordon, pero no sabía qué exactamente. ¿Los habría seguido en aquel edificio? Miró los muros de granito gris. Un primer asesinato en Aberdeen y las siguientes víctimas de Johnny Biblia en Glasgow y Edimburgo. ¿Qué significaba eso? ¿Tenía Aberdeen un significado concreto para el asesino? Había salido con su víctima de un club nocturno, y la acompañó hasta el parque Duthie, pero eso no significaba necesariamente que fuese de la ciudad; podía haberle indicado el camino la propia Michelle. Volvió a sacar el plano, localizó College Street y siguió con el dedo el itinerario desde el Burke's hasta el parque. Un buen paseo por una zona residencial sin que nadie los viera en todo el trayecto. ¿Habrían ido por calles secundarias? Dobló el plano y se lo guardó.

Siguió hasta más allá del hospital y llegó a la explanada, un amplio paseo con varios minigolf, boleras y pistas de tenis. Ya había madrugadores corriendo y paseando al perro. Caminó entre ellos. Unos espolones dividían la playa en pulcras secciones.

Era la parte de la ciudad más limpia que había visto, excepto por las pintadas: un artista que firmaba Zero se había prodigado en una auténtica exposición individual.

Zero el Fiero; un personaje sacado de algún relato… Bang. Dios, hacía años que no pensaba en esos porreros. Anarquía en el aire.

Al final de la explanada, junto al puerto, se alzaban un par de manzanas de viviendas, un pueblo dentro de la ciudad. En el interior de las manzanas se encontraban los correspondientes jardines mustios con cobertizos. Ladraban perros a su paso, y le recordaron las casitas de pescadores de Fife, pintadas de colores pero modestas. Paró un taxi que cruzaba el puerto y puso así fin a los recuerdos.


Había una manifestación ante la sede de T-Bird Oil. La joven con el cabello lleno de trencitas, tan persuasiva la víspera, estaba ahora sentada, cruzada de piernas, en el césped, fumando un pitillo liado, como si fuera su turno de descanso. El que la sustituía en el megáfono no lograba emular su ardor y elocuencia, pero sus compañeros le jaleaban. Puede que fuese lego en eso de las manifestaciones.

Dos policías de uniforme, tan jóvenes como los activistas, parlamentaban con tres o cuatro ecologistas de mono rojo y máscara antigás. Les decían que si se quitaban la máscara antigás la conversación resultaría más fácil, requiriéndoles que desalojaran los terrenos propiedad de T-Bird Oil, es decir, el trozo de césped en la entrada principal. Los manifestantes alegaban algo sobre infracción de las leyes de propiedad. Lo último era añadir conocimientos legales a la defensa del territorio. Una especie de regla de combate sin armas para el recluta.

Le ofrecieron las mismas octavillas del día anterior.

– Ya tengo -dijo Rebus con una sonrisa.

La de las trencitas alzó la vista y entrecerró los ojos como si estuviera haciendo una foto.

En la zona de recepción había un tipo filmando la manifestación tras los cristales. Para la policía o para el archivo de T-Bird Oil. Stuart Minchell le estaba esperando.

– ¿No es increíble? -exclamó-. Me han dicho que hay grupos como éste delante de todas las Seis Hermanas y hasta de empresas más modestas como nosotros.

– ¿Las Seis Hermanas?

– Los grandes del mar del Norte. Exxon, Shell, BP, Mobil… y otras dos que no recuerdo. ¿Listo para el viaje?

– No sé qué decirle. ¿Podré echar una siestecita?

– Puede que no sea muy tranquilo. La buena noticia es que tenemos un avión que va allí y así no tendrá que volar en helicóptero… hoy, al menos. Irá hasta Scatsta, que es una antigua base de la RAF. Así se ahorra la molestia de transbordar en Sumburgh.

– ¿Y queda cerca de Sullom Voe?

– Al ladito. Le recogerán a la llegada.

– Se lo agradezco, señor Minchell.

Minchell se encogió de hombros.

– ¿Conoce las Shetland? -Rebus negó con la cabeza-. Bueno, seguramente no verá gran cosa; lo que atisbe desde el aire. Recuerde que en cuanto despegue ya no está en Escocia y que no es más que un sureño volando millas y millas hacia la nada.


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