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El ruido distante de contenedores vacíos que eran descargados de un barco en el vecino puerto de Los Ángeles despertó a McCaleb antes del alba. En la cama, con los ojos cerrados pero bien despierto, se imaginó el proceso. La grúa alzaba con delicadeza el contenedor del tamaño de la caja de un camión y éste se balanceaba sobre el barco para luego posarse en el muelle; pero el hombre de tierra daba demasiado pronto la señal de dejarlo caer y la enorme caja de acero se precipitaba desde un metro de altura y producía el mismo ruido que una bomba sónica, cuyo eco se extendía por los puertos deportivos vecinos. En la imaginación de McCaleb el hombre de tierra siempre reía.

– Gilipollas -dijo por fin McCaleb, renunciando al sueño e incorporándose. Era la tercera vez que ocurría lo mismo en el último mes.

Se fijó en el reloj y se dio cuenta de que había dormido más de diez horas. Caminó, muy despacio, hasta la proa y se duchó. Después de secarse, tomó la lectura matinal de las constantes vitales y las píldoras y gotas prescritas. Lo anotó todo en la gráfica de progreso y sacó la cuchilla de afeitar. Estaba a punto de enjabonarse la cara cuando se miró en el espejo.

– ¡A la mierda!

Se afeitó el cuello para tener un aspecto limpio y lo dejó ahí, después de decidir que no era plan afeitarse dos o tres veces al día durante el resto de su vida o mientras estuviera tomando prednisona. Nunca antes se había dejado barba, en el FBI no se lo hubieran permitido.

Después de vestirse, cogió un vaso alto lleno de zumo de naranja, la agenda y el teléfono inalámbrico y fue a sentarse en la silla de pescar de popa mientras salía el sol. Entre trago y trago de zumo miraba con ansiedad el reloj en espera de que fueran las siete y cuarto, la hora que consideraba idónea para llamar a Jaye Winston.

Las oficinas de homicidios del departamento del sheriff estaban en Whittier, al otro extremo del condado. Desde allí, la brigada de detectives investigaba todos los asesinatos cometidos en el condado de Los Ángeles y en las diversas ciudades a las que el departamento proporcionaba servicios de seguridad. Una de esas ciudades era Palmdale, donde James Cordell había sido asesinado.

McCaleb consideraba una locura cubrir un trayecto de una hora en taxi hasta las oficinas de la brigada de homicidios sin saber antes si Winston iba a estar allí cuando él llegara, de manera que había preferido la opción de la llamada de las siete y cuarto a la de la visita sorpresa con una caja de dónuts.

– ¡Capullos!

McCaleb miró en derredor y vio a uno de sus vecinos, Buddy Lockridge, de pie en el puente de mando de su velero, un Hunter de casi siete metros llamado Double-Down. El barco de Buddy estaba a tres amarraderos del Following Sea. Lockridge iba en bata, tenía el pelo de punta por un lado y sostenía una taza de café humeante. McCaleb no necesitó preguntarle a quiénes estaba llamando capullos.

– Desde luego -dijo-, no es la mejor manera de comenzar el día.

– La cuestión es que no deberían permitirles hacer todo eso de noche -dijo Lockridge-. Es un incordio. Joder, se oye desde aquí a Long Beach.

McCaleb se limitó a asentir.

– He hablado con el capitán de puerto. Ya sabes, les he pedido que escriban una queja a las autoridades portuarias, pero les importa una mierda. Estoy pensando en hacer circular una petición. ¿Tú la firmarías?

– Sí. -McCaleb miró el reloj.

– Ya sé que crees que es una pérdida de tiempo.

– No, es sólo que no sé si servirá de algo. El puerto tiene un horario de veinticuatro horas. No van a dejar de desestibar, sólo porque un grupo de gente que vive en sus barcos del puerto deportivo firme una queja.

– Sí, ya sé. Esos capullos… ¡Ojalá un día les caiga encima una de esas cajas! Así se iban a enterar.

Lockridge era una rata de los muelles. Surfista entrado en años y playero empedernido, vivía en su velero. No tenía muchos gastos ni preocupaciones, y salía adelante gracias a trabajos ocasionales en el puerto deportivo como amarrar barcos o limpiar cascos. Ambos hombres se habían conocido un año antes, poco después de que Lockridge atracara su embarcación en el puerto deportivo. McCaleb se despertó con un concierto de armónica en plena noche. Cuando se levantó y fue a investigar, siguió el sonido hasta un Lockridge borracho, tirado en el puente de mando del Double-Down. Tocaba la armónica siguiendo una melodía, que sólo oía él gracias a unos auriculares. Pese a la protesta de McCaleb de esa noche, con el tiempo los dos habían trabado amistad, sobre todo por el hecho de que no había nadie más que viviera en un barco en esa zona del puerto. Cada uno de ellos era el único vecino a tiempo completo del otro, y Buddy cuidó del Following Sea mientras McCaleb permaneció en el hospital. También se ofrecía a menudo a llevar a McCaleb a la verdulería y al centro comercial, ya que Terry tenía prohibido conducir. A cambio, el ex agente del FBI invitaba a cenar a su compañero una vez a la semana. Solían hablar de su afición compartida por el blues, discutían acerca de los barcos de motor en oposición a los veleros y en ocasiones sacaban los archivos de McCaleb y resolvían sobre el papel algunos casos. Lockridge siempre se sentía fascinado por los detalles de las historias de McCaleb acerca del FBI y sus investigaciones.

– Tengo que hacer una llamada ahora, Bud -dijo McCaleb-. Hablamos después.

– Claro, haz tu llamada, cuida de tus asuntos. -Saludó y desapareció por la escotilla hacia la cabina de su barco.

McCaleb se encogió de hombros y marcó el teléfono de Jaye Winston que tenía anotado en su agenda.

– Jaye, soy Terry McCaleb -dijo al cabo de unos segundos-. ¿Te acuerdas de mí?

– Claro -contestó ella casi de inmediato-. ¿Cómo te va, Terry? He oído que tienes un reloj nuevo.

– Sí y funciona bien. ¿Y tú?

– Lo mismo de siempre, lo mismo de siempre.

– Bueno, ¿crees que podrías dedicarme un rato si me paso por ahí esta mañana? Hay un caso tuyo del que quiero hablarte.

– ¿Ahora eres detective privado?

– No, sólo le hago un favor a una amiga.

– ¿Cuál? ¿Cuál es el caso, quiero decir?

– James Cordell. El asesinato del cajero automático del 22 de enero.

Winston emitió un sonido, pero no dijo nada.

– ¿Qué ocurre? -preguntó McCaleb.

– Bueno, es curioso. El caso estaba aparcado, pero eres la segunda persona que me pregunta por él en dos días.

McCaleb maldijo para sus adentros. Sabía quién había llamado.

– ¿Keisha Russell, del Times?

– Premio.

– Es culpa mía. Yo le pregunté por unas noticias sobre Cordell, pero no le dije por qué me interesaba. Por eso te llamó, para ver si se enteraba de algo.

– Eso creí, y me hice la tonta. Bueno, ¿quién es la amiga que te ha metido en esto?

McCaleb volvió a explicar cómo le habían pedido que investigara el asesinato de Gloria Torres y cómo esto le había conducido al caso Cordell. Reconoció que no estaba recibiendo ayuda alguna del Departamento de Policía de Los Ángeles y que Winston constituía su única ruta alternativa al caso. No mencionó el hecho de que el corazón que latía en su pecho había pertenecido a Gloria Torres.

– Y bien, ¿he acertado? -preguntó al final-. ¿Están relacionados los dos casos?

Winston dudó un instante, pero luego confirmó su suposición. También reconoció que su investigación se hallaba en un punto muerto, en espera de nuevos acontecimientos.

– Escucha, Jaye, seré franco contigo. Lo que quiero hacer es pasarme por ahí, quizás echar un vistazo a los expedientes y a lo que tú quieras mostrarme, y así poder decirle a Graciela Rivers que todo lo que se podía hacer se ha hecho o se está haciendo. No trato de ser un héroe ni de dejar a nadie en evidencia.

Winston no dijo nada.

– ¿Qué opinas? -preguntó McCaleb al fin-. ¿Tienes un rato hoy?

– No mucho. ¿Puedes esperar un momento?

– Claro.

McCaleb escuchó la música del teléfono durante un momento. Paseó por la cubierta y miró el agua oscura en la que flotaba su barco.

– ¿Terry?

– Sí.

– Mira, tengo un juicio a las once en el centro. Eso significa que he de salir de aquí a las diez. ¿Te va bien quedar antes?

– Claro. ¿Qué te parece a las nueve o nueve y cuarto?

– Perfecto.

– Hasta ahora, pues, y gracias.

– Mira, Terry, te debo una, y por eso lo hago. Pero no encontrarás nada. Se trata sólo de algún cerdo con una pistola. Es un strike-3, eso es todo.

– ¿Qué quieres decir?

– Tengo una llamada en espera. Hablaremos cuando vengas.


Antes de que McCaleb se preparara para salir, subió al muelle y caminó hasta el Double-Down. El barco era el esperpento del puerto deportivo y Lockridge tenía más pertenencias de las que el velero podía albergar. Guardaba en cubierta sus tres planchas de surf, sus dos bicicletas y su Zodiac inflable, con lo cual la embarcación parecía una venta de garaje flotante.

La escotilla seguía abierta, pero McCaleb no percibió actividad alguna. Llamó y esperó. Iba contra las normas sociales del puerto entrar en una embarcación sin ser invitado. Al fin, los hombros y la cabeza de Buddy Lockridge asomaron por la escotilla. Esta vez, Buddy estaba peinado y vestido.

– Buddy, ¿qué tienes que hacer hoy?

– ¿Qué quieres decir? Lo mismo de siempre, pasar el rato. ¿Qué creías, que iba a dedicarme a actualizar mi currículum?

– Bueno, mira, necesito un chófer para los próximos días, quizá más de una semana. Si te interesa el trabajo, es tuyo. Pago diez dólares por día más comidas. Tendrás que traerte un libro o algo, porque habrás de esperarme.

Buddy terminó de subir a cubierta.

– ¿Adónde vas?

– Tengo que ir a Whittier. Hemos de salir en quince minutos. Después, no lo sé.

– ¿De qué se trata, de una investigación?

McCaleb notaba que la emoción se abría paso en los ojos de Buddy. Pasaba mucho tiempo leyendo novelas policíacas y a menudo le contaba los argumentos a McCaleb. Esta vez iba en serio.

– Sí, estoy investigando algo para alguien. Pero no busco un compañero, Buddy, sólo un chófer.

– Vale, acepto. ¿En qué coche?

– Si vamos en el tuyo, yo pago la gasolina. Si cogemos mi Cherokee, me siento atrás. Tiene airbag en el lado del pasajero. Tú decides. A mí me va bien de las dos maneras.

Bonnie Fox había prohibido a McCaleb conducir hasta por lo menos el noveno mes. Su caja torácica todavía se estaba cerrando. La piel había sanado, pero bajo la cicatriz, el esternón seguía abierto. Un impacto contra el volante o incluso contra un airbag sería fatal, incluso en un accidente a baja velocidad.

– Bueno, me gusta tu Cherokee, pero vamos en el mío -dijo Buddy-. Me sentiría demasiado chófer contigo atrás.

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