25

El paquete de Carruthers esperaba a McCaleb en su casilla de correo. Era tan grueso como una guía telefónica. Se lo llevó al barco, lo abrió y esparció los documentos sobre la mesa del salón. Encontró el resumen más reciente de la investigación Kenyon y empezó a leer; quería conocer los últimos hechos y luego volver atrás y empezar desde el principio.

La investigación del asesinato de Donald Kenyon era una operación conjunta del FBI y la policía de Beverly Hills. Pero el caso estaba en vía muerta. Los federales al mando, dos agentes de la unidad de investigaciones especiales de Los Ángeles llamados Nevins y Uhlig, habían concluido en el informe más reciente, fechado en diciembre, que lo más probable era que Kenyon hubiera sido ejecutado por un asesino a sueldo. Existían dos teorías acerca de quién había contratado al sicario. La primera suponía que una de las dos mil víctimas de la quiebra del banco de ahorro y préstamos no había quedado satisfecha con la sentencia de Kenyon, o temía que eludiera la acción de la justicia una vez más, y por eso había contratado los servicios de un profesional. De acuerdo con la segunda teoría, el asesino trabajaba para el socio silencioso que había forzado a Kenyon a robar a la entidad financiera. El presunto socio, cuyo nombre Kenyon se había negado a revelar, tampoco había sido identificado por el FBI, según ese último informe.

McCaleb encontró interesante la explicación de la segunda teoría, porque indicaba que el gobierno federal quizá daba crédito a la afirmación de Kenyon según la cual había sido forzado a desviar fondos del banco a una segunda parte. La demanda del financiero había sido desatendida durante el juicio por la fiscalía, que se había referido a esta segunda parte como el fantasma de Kenyon. Tras el asesinato, un documento del FBI sugería que el fantasma quizás existiera.

Nevins y Uhlig concluían el informe con un breve perfil del sujeto desconocido que había contratado al asesino. El perfil se ajustaba a las dos teorías: una persona rica, con capacidad para ocultar su pista y permanecer en el anonimato y con conexiones con el crimen organizado o quizá parte del mismo.

Al margen del informe que insuflaba vida al fantasma de Kenyon, lo segundo que interesó a McCaleb fue la sugerencia de que el contratante, y por consiguiente también el asesino, estaban relacionados con el crimen organizado tradicional. El crimen organizado tradicional en la jerga del FBI quería decir la Mafia. Y por más que los tentáculos de la Mafia eran omnipresentes, el sur de California no era un feudo en el que ejerciera gran influencia. Había muchos delitos perpetrados por el crimen organizado en la región, pero los gángsteres de las películas no eran los principales responsables. Probablemente, había más mañosos asiáticos o rusos que descendientes de italianos operando en el sur de California.


McCaleb ordenó cronológicamente los documentos y volvió a empezar por el principio. La mayoría eran informes de rutina y actualizaciones de aspectos de la investigación que fueron reenviados a los supervisores de Washington. En un rápido repaso por los documentos, encontró el informe de las actividades del equipo de vigilancia en la mañana del asesinato. Lo leyó fascinado.

En el momento del disparo había cuatro agentes en la furgoneta de seguimiento. Era el momento del cambio de turno, las ocho de la mañana de un martes. Dos agentes salían y otros dos entraban. El agente que controlaba los micrófonos se quitó los cascos y se los pasó a su sustituto. Sin embargo, el sustituto era un remilgado que aseguraba que en una ocasión un compañero le había contagiado piojos al cambiarse unos auriculares de casco. Así que se tomó su tiempo para poner sus propios protectores de espuma en los auriculares y luego roció los cascos con un desinfectante, todo ello sin parar de defenderse de las pullas de los otros agentes. Cuando por fin se puso los auriculares, oyó casi un minuto de silencio, luego el ahogado intercambio de frases y por último un disparo en la casa de Kenyon. El sonido llegó amortiguado, porque no se habían instalado dispositivos de escucha en la entrada principal, suponiendo que si Kenyon intentaba fugarse no lo haría por la puerta delantera. Los micros habían sido situados en las áreas en las que se desarrollaba la vida doméstica.

El equipo de guardia nocturna aún no se había marchado y en la furgoneta continuaban las chanzas. Después de oír el disparo, el agente que llevaba los auriculares pidió que se callaran. Escuchó con atención durante varios segundos, mientras otro agente se ponía los auriculares. Lo que ambos oyeron fue que alguien en la casa de Kenyon decía claramente junto a un micrófono: «No te olvides de los cannoli

Los dos agentes se miraron y coincidieron en que no era la voz de Kenyon. Acto seguido anunciaron la emergencia y corrieron hacia la casa poniendo al descubierto su escondite. Llegaron momentos después de que Donna Kenyon abriera la puerta principal para encontrar a su marido tendido sobre el suelo de mármol, con la cabeza en un charco de sangre. Los agentes pidieron refuerzos al FBI y avisaron a la policía local y a una ambulancia antes de registrar la casa y los alrededores. El asesino había huido.

McCaleb continuó con una transcripción de la última hora de la cinta grabada en la casa de Kenyon. La calidad del sonido había sido mejorada por los técnicos del laboratorio del FBI, pero aun así había palabras ininteligibles. Se oían los ruidos de las hijas que desayunaban y la charla matinal normal entre el matrimonio y las niñas. Entonces, a las siete y cuarenta, las niñas y la madre se marcharon.

La transcripción anotaba que se produjeron nueve minutos de silencio hasta que Kenyon hizo una llamada a la casa de su abogado, Stanley LaGrossa.


LaGrossa: ¿Sí?

Kenyon: Soy Donald.

LaGrossa: Donald.

Kenyon: ¿Seguimos?

LaGrossa: Sí, si hablas en serio.

Kenyon: Sí. Te veo en tu despacho.

LaGrossa: Conoces los riesgos. Nos vemos allí.


Transcurrieron ocho minutos más y entonces otra voz desconocida fue captada en la casa. Parte de la escueta conversación se perdió mientras Kenyon y el desconocido caminaban por la casa y entraban y salían del área de recepción de los dispositivos de escucha. Al parecer, la conversación se había desarrollado mientras en la furgoneta del FBI se intercambiaban parsimoniosamente los cascos.


Kenyon: ¿Qué es…?

Desconocido: ¡Cállate! Haz lo que te digo y tu familia vivirá, ¿entendido?

Kenyon: No puede entrar aquí y…

Desconocido: ¡Te he dicho que te calles! Vamos, por aquí.

Kenyon: No le haga daño a mi familia. Por favor, yo…

Desconocido: (ininteligible)

Kenyon:… hacer eso. Yo no lo haría y él lo sabe. No lo entiendo. Él…

Desconocido: ¡Cállate! No me interesa.

Kenyon: (ininteligible)

Desconocido: (ininteligible)


El informe mencionaba que hubo otros dos minutos de silencio antes del intercambio de frases final:


Desconocido: Muy bien, mira a ver quien…

Kenyon: No… Ella no tiene nada que ver en esto. Ella…


Entonces había sonado el disparo e instantes después el micrófono 4, oculto en un estudio con una puerta que daba al jardín trasero, captó las últimas palabras del hombre.


Desconocido: No te olvides de los cannoli.


La puerta del estudio fue hallada abierta: el asesino había escapado por allí.

McCaleb leyó de nuevo la transcripción, cautivado por el hecho de que se trataba de los últimos momentos y las últimas palabras de la vida de un hombre. Hubiera deseado tener una cinta para aprehender mejor la sensación de lo que había sucedido.

El siguiente documento que leyó explicaba por qué los investigadores sospechaban de la participación de la Mafia. Era un informe de criptología. La cinta de la casa de Kenyon había sido enviada al laboratorio para mejorarle la calidad y la transcripción fue remitida a criptología. El análisis se centró en la última frase, aparentemente incongruente, pronunciada después de que Kenyon hubiera sido abatido. La frase («no te olvides de los cannoli») fue procesada mediante el ordenador de criptología para ver si coincidía con algún código conocido, había sido utilizada previamente en informes del FBI o por si coincidía con una referencia artística o literaria. El resultado fue claro.

En El padrino, película que había inspirado a una legión de matones de la auténtica Mafia, un capo de la familia Corleone, Peter Clemenza, recibe la misión de llevar a un traidor a la familia a las praderas de Nueva Jersey y matarlo. Cuando por la mañana sale de casa para cumplir su misión, la mujer de Clemenza le dice que pase a comprar pasta. Mientras el gordo Clemenza avanza con dificultad hacia el coche en el que se halla el hombre al que le han encargado matar, la mujer le grita: «No te olvides de los cannoli

A McCaleb le gustaba la película y recordó la escena. Capturaba con claridad la esencia de la vida de los gángsteres de ficción: brutalidad sin compasión ni culpa junto con valores familiares y lealtad. Entendió por qué el FBI había concluido que el asesinato de Kenyon estaba relacionado con la Mafia. La frase tenía la audacia y la brillantez de un guión de la vida mafiosa. Podía imaginarse a un asesino de sangre fría adoptándola como la firma de su trabajo.

– No te olvides de los cannoli -dijo McCaleb en voz alta.

De repente pensó en algo, y sintió una pequeña descarga eléctrica.

– No te olvides de los cannoli -repitió.

Fue a buscar su maletín de piel y rebuscó hasta encontrar el vídeo del asesinato de James Cordell. Puso la cinta y empezó a reproducirla. Después de hacerse una composición de lugar acerca de en qué punto de la cinta estaba, pasó a velocidad rápida hasta el momento del disparo y volvió a la velocidad normal. McCaleb tenía la vista clavada en el hombre del pasamontañas y cuando éste empezó a hablar en la cinta silenciosa, McCaleb habló con él en voz alta.

– No te olvides de los cannoli.

Repitió el proceso una vez más. Sus palabras coincidían con los labios del asesino. Estaba seguro. Sintió que la excitación le desbordaba. Era una sensación que sólo se experimentaba cuando se llevaba una inercia, cuando uno realizaba sus propios descubrimientos. Cuando uno se aproximaba a la verdad oculta.

Sacó del maletín la cinta del asesinato de Gloria Torres, la puso en el reproductor y repitió el proceso varias veces. Las palabras coincidían con los labios del asesino una vez más.

– No te olvides de los cannoli -volvió a decir McCaleb en voz alta.

Fue al armario que había junto a la mesa de navegación y sacó el teléfono. Aún no había escuchado los mensajes que se habían acumulado durante el fin de semana, pero estaba demasiado acelerado para hacerlo en ese momento. Marcó el número de Jaye Winston.

– ¿Dónde has estado? ¿Ni siquiera escuchas el contestador? -preguntó ella-. He tratado de llamarte todo el fin de semana y todo el día para explicártelo. No fue idea mía…

– Ya sé que no fuiste tú. Fue Hitchens. Pero no te llamo por eso. Sé lo que te han dicho los del FBI. Sé que tenéis la conexión con Donald Kenyon. Tienes que conseguir meterme de nuevo.

– Eso es imposible. Hitchens ya ha dicho que no debería ni hablar contigo. ¿Cómo voy a…?

– Puedo ayudarte.

– ¿Cómo? ¿Con qué?

– Sólo contéstame esto. Dime si tengo razón. Esta mañana Gilbert Spencer y un par de agentes de campo (apostaría a que eran Nevins y Uhlig) aparecieron y te dieron la noticia de que la bala que mandaste a Washington coincidía con la que utilizaron con Kenyon, ¿sí?

– Hasta aquí, pero eso no es un gran…

– No he terminado. Después te ha dicho que el FBI querría examinar tu caso y el del departamento de policía, pero que en principio no hay ninguna conexión salvo el arma. Dice que, al fin y al cabo, el asesinato de Kenyon es obra de un profesional y que vosotros estáis investigando dos atracos. No sólo eso, su asesino utilizó una Devastator con Kenyon y vuestro hombre utilizó otra cosa. Federáis. Eso respalda la teoría del FBI de que el asesino profesional del caso Kenyon se deshizo de su arma en algún sitio y que el atracador de los otros dos casos la recogió. Fin de la conexión. ¿Qué tal lo he hecho hasta aquí?

– En el clavo.

– Muy bien, entonces tú le pides a Spencer información sobre el caso Kenyon para poder hacer tus propias comprobaciones, pero la cosa no funciona tan bien.

– Dijo que el caso Kenyon estaba (cito) en un punto sensible y que sólo nos proporcionaría la información estrictamente necesaria.

– ¿Y Hitchens estuvo de acuerdo en eso?

– Se dejó llevar.

– ¿Y alguien sirvió los cannoli?

– ¿Qué?

McCaleb pasó los siguientes cinco minutos explicándole la conexión de los cannoli, leyéndole la transcripción de los micrófonos de la casa de Kenyon y las conclusiones del informe de criptología. Winston aseguró que Gilbert Spencer no había mencionado ninguno de estos datos durante la reunión matinal. McCaleb había estado en el FBI y sabía cómo funcionaba. A la menor oportunidad se barría a la policía local y a partir de ese punto el FBI asumía el caso.

– Así que la conexión de los cannoli deja claro que no se trataba de un arma tirada que nuestro hombre recogió -dijo McCaleb-. Es el mismo asesino en los tres casos. Primero Kenyon, después Cordell y por último Torres. Puede que los federales no lo supieran al entrar a la reunión, pero si les has dado copia de los archivos y las cintas lo saben ahora. La cuestión es, ¿cómo se relacionan los tres asesinatos?

Winston se mantuvo en silencio un momento antes de expresar su perplejidad.

– Joder, no tengo ni… bueno, quizá no hay relación. Si como dicen los federales es un asesino a sueldo, quizá se trate de tres encargos distintos. ¿Entiendes? Quizá no haya más conexión que el asesino que hizo los tres trabajos.

McCaleb negó con la cabeza y dijo:

– Es posible, supongo, pero nada tiene sentido. O sea, ¿por qué iba a ser Gloria Torres objetivo de un asesino profesional? Trabajaba en la imprenta del periódico.

– Quizá se trate de algo que vio. Recuerda lo que dijiste el viernes sobre la relación entre los dos, Torres y Cordell. Bueno, quizá sea así, sólo que la relación puede ser algo que vieron o algo que sabían.

McCaleb asintió.

– ¿Y qué me dices de los iconos, los objetos que les quitaron a Cordell y Torres? -preguntó más para sí mismo que para Winston.

– No lo sé -dijo ella-. Quizás es un pistolero al que le gusta llevarse souvenirs. Quizá tuviera que demostrar ante su jefe que había matado a la persona correcta. ¿Dice en los informes que le robaran algo a Kenyon?

– Yo no lo he visto.

La mente de McCaleb era un hervidero de posibilidades. La pregunta de Winston le hizo caer en la cuenta de que en su entusiasmo la había llamado demasiado pronto. Todavía tenía una pila de expedientes del caso Kenyon por leer. La conexión que estaba buscando podía estar allí.

– ¿Terry?

– Sí, lo siento, sólo estaba pensando. Mira, deja que te llame más tarde. Tengo que revisar algunas cosas y quizá pueda…

– ¿Qué es lo que tienes?

– Creo que tengo todo o casi todo lo que Spencer se ha guardado.

– Yo diría que eso te va a reconciliar con el capitán.

– Bueno, no le digas nada todavía. Déjame que lo entienda un poco más y te llamo.

– ¿Me lo prometes?

– Sí.

– Entonces, dilo. No quiero que me hagas ningún jueguecito del FBI.

– Oye, que estoy retirado, ¿recuerdas? Te lo prometo.


Una hora y media más tarde McCaleb terminó de revisar los documentos. La adrenalina que le había animado antes se había disipado. Había adquirido un montón de información mientras leía los informes, pero nada que sugiriese una conexión entre Kenyon, Cordell y Torres.

El resto de los documentos del FBI contenía una larga lista de nombres, direcciones e historiales financieros de los dos mil perjudicados por la quiebra del banco de ahorros y préstamo. Y ni Cordell ni Torres figuraban entre los inversores.

El FBI había considerado sospechosos del asesinato de Kenyon a todas las víctimas de la quiebra del banco. Cada uno de los nombres de los inversores fue investigado y se verificaron las fichas policiales y otros datos que pudieran elevarlos a la categoría de sospechosos viables. Alrededor de una docena de inversores fueron considerados a ese nivel, pero fueron descartados por investigaciones posteriores.

Entonces los esfuerzos se habían centrado en la teoría dos, es decir, que el fantasma de Kenyon era real y había ordenado asesinar al hombre que había robado millones para él.

Esta teoría cobró impulso cuando se supo que Kenyon había estado a punto de revelar a quién había entregado los fondos robados. Según la declaración del abogado de Kenyon, Stanley LaGrossa, Kenyon había decidido cooperar con las autoridades con la esperanza de que el fiscal federal pidiera a la juez una rebaja en la condena. LaGrossa aseguró que la mañana en que fue asesinado, habían proyectado reunirse para discutir la forma en que LaGrossa negociaría su cooperación.

McCaleb volvió a leer la transcripción de la llamada de Kenyon a LaGrossa minutos antes del asesinato. La breve conversación entre abogado y cliente parecía respaldar la afirmación de LaGrossa de que su cliente estaba dispuesto a cooperar.

La teoría del FBI, subrayada en un informe complementario de la declaración de LaGrossa, era que el silencioso socio de Kenyon había decidido no correr riesgos y eliminarle, o bien que había matado a Kenyon después de saber fehacientemente que su compañero planeaba cooperar con los investigadores del gobierno. El informe complementario apuntaba que los agentes federales y los fiscales aún no habían tenido noticia de la voluntad de acercamiento de Kenyon. Eso significaba que si se había producido una filtración al socio silencioso, venía de la gente de Kenyon, posiblemente incluso del propio LaGrossa.

McCaleb se levantó y se sirvió un vaso de zumo de naranja, vaciando uno de los briks de dos litros que había comprado el sábado por la mañana. Mientras bebía pensó en lo que la información acerca de Kenyon suponía para la investigación. Complicaba las cosas, seguro. A pesar de la primera inyección de adrenalina, se dio cuenta de que básicamente había vuelto al punto de partida, y no estaba más cerca de saber quién y por qué había matado a Gloria Torres que cuando había abierto el paquete enviado por Carruthers.


Mientras enjuagaba el vaso, advirtió que dos hombres se aproximaban bajando por la pasarela principal hacia las dársenas. Iban vestidos con trajes azules casi idénticos. Cuando había alguien en los muelles vestido con traje, normalmente se trataba del empleado de un banco que venía a requisar un barco por falta de pago. Sin embargo, McCaleb reconoció el porte de los dos hombres: venían a por él. Al parecer, habían descubierto a Vernon Carruthers.

Se apresuró a recoger los documentos del FBI. Acto seguido separó la pila de papeles que contenía la lista de nombres, direcciones y otra información acerca de la quiebra de la entidad financiera. Puso este grueso paquete en uno de los armarios superiores de la cocina. El resto de los documentos los guardó en su maletín, que luego colocó bajo la mesa de navegación.

Abrió la puerta corredera del salón y salió a recibir a los dos agentes. Cerró la puerta tras de sí y echó la llave.

– ¿El señor McCaleb? -preguntó el agente más joven. Llevaba bigote, algo osado teniendo en cuenta los criterios del FBI.

– Dejadme adivinar, sois Nevins y Uhlig.

No les hizo ninguna gracia que los identificase.

– ¿Podemos subir a bordo?

– Claro.

El más joven se presentó como Nevins. Uhlig, el agente más mayor, llevaba las riendas de la conversación.

– Si sabe quienes somos, entonces ya sabe porque estamos aquí. No queremos que esto se desordene más de lo necesario, sobre todo teniendo en cuenta sus servicios al FBI. Así que si nos entrega los archivos robados, esto puede terminar aquí.

– ¡Vaya! -dijo McCaleb levantando las manos-. ¿Archivos robados?

– Señor McCaleb -dijo Uhlig-, estamos informados de que está en posesión de archivos confidenciales del FBI. Usted ya no es un agente. No debería tener esos archivos. Como le he dicho, si quiere hacer de esto un problema, podemos convertirlo en un problema para usted. Pero, en realidad, lo único que queremos es que devuelva los expedientes.

McCaleb pasó junto a ellos y se sentó en la borda. Trataba de averiguar cómo lo sabían y volvió a pensar en Carruthers. Era el único modo. Debían de haber acorralado a Vernon en Washington y él lo había delatado. Pero era poco probable que su amigo hubiera hecho eso por mucho que lo hubiesen presionado.

Decidió seguir su instinto y exigir que le contasen la verdad. Nevins y Uhlig sabían que Carruthers había llevado a cabo la comparación balística a petición de McCaleb. Eso no era ningún secreto. Simplemente habrían asumido que Carruthers le habría pasado copias de los archivos informáticos.

– Olvidadlo, chicos -dijo por fin-. No tengo ningunos archivos, ni robados ni sin robar. Vuestra información es incorrecta.

– Entonces, ¿cómo sabía quiénes éramos? -le preguntó Nevins.

– Es fácil. Lo averigüé esta mañana cuando vosotros fuisteis a la oficina del sheriff a decirles que me apartaran del caso.

McCaleb plegó los brazos y miró más allá de los dos agentes, al barco de Buddy Lockridge. Buddy estaba sentado en el puente de mando, bebiendo una cerveza y mirando la escena de los dos federales en el Following Sea.

– Bueno, vamos a tener que echar un vistazo, entonces, para asegurarnos -dijo Uhlig.

– No, sin una orden de registro y no creo que tengáis una.

– No necesitamos orden después de que nos dé permiso para entrar a mirar.

Nevins se acercó a la puerta del salón y trató de abrirla. McCaleb sonrió.

– La única manera de que entréis ahí es rompiendo la puerta, Nevins. Y eso no va a parecer permiso concedido, si me pides mi opinión. Además, no querréis meteros en eso con un testigo no implicado mirando.

Ambos agentes se volvieron hacia el puerto. Finalmente localizaron a Lockridge, que levantó la lata de cerveza a modo de saludo. McCaleb advirtió que la mandíbula de Uhlig se tensaba.

– De acuerdo, McCaleb -dijo el agente más veterano-. Guárdese los archivos. Pero le voy a decir una cosa, listillo, no se entrometa. El FBI va a hacerse cargo del caso y lo último que necesitamos es que la cague un aficionado sin placa, un hombre de hojalata aficionado que ni siquiera tiene su propio corazón.

McCaleb sintió que esta vez era su mandíbula la que se tensaba.

– Sacad el culo de mi barco.

– Claro. Ya nos vamos.

Ambos saltaron al muelle y se encaminaron hacia la pasarela. Nevins se volvió y dijo:

– Nos vemos, hombre de hojalata.

McCaleb no les quitó ojo mientras los dos agentes trasponían la verja.

– ¿De que iba esta historia? -preguntó Lockridge desde su barco.

Sin dejar de mirar a los agentes, McCaleb le hizo un gesto para que no se acercara.

– Sólo un par de amigos que han venido a visitarme.

Eran casi las ocho de la noche en la costa este. McCaleb llamó a Carruthers a casa. Su amigo le contó que ya le habían interrogado.

– Les dije: «Eh, pasé la información a Lewin. Sí, le di prioridad al paquete porque me lo pidió el ex agente McCaleb, pero no le mandé copia de ningún informe.» No me creyeron, pero me da igual. Estoy bien protegido. Si me quieren echar que me echen. Entonces tendrán que pagarme cada vez que tenga que declarar en alguno de mis casos. Y tengo casos muy voluminosos, no sé si me entiendes.

Estaba hablando como si hubiera una tercera persona escuchando. Y con el FBI, nunca se sabía. McCaleb le siguió el juego.

– Aquí lo mismo. Han venido diciendo que yo tenía unos archivos que no tengo y les he dicho que se largaran de mi barco.

– Sí, has estado bien.

– Tú también, Vernon. Tengo que irme. Cuidado con el mar de popa.

– ¿Qué?

– Guárdate las espaldas.

– Ah, sí. Tú también.


Winston contestó antes de que terminara el primer timbrazo.

– ¿Dónde has estado?

– Ocupado. Nevins y Uhlig acaban de hacerme una visita de cortesía. ¿Les hiciste copia de todo lo que me pasaste a mí la semana pasada?

– Hitchens les dio copia de todo, los archivos, y las cintas.

– Sí, bueno, deben de haber hecho la conexión de los cannoli. Van a por el caso, Jaye. Vas a tener que resistir.

– ¿De qué estás hablando? El FBI no puede venir y quedarse con una investigación de asesinato.

– Encontrarán la manera. No te quitarán el caso, pero se harán cargo. Creo que saben que hay algo más que la pistola que conecta los casos. Son gilipollas, pero son unos gilipollas listos. Supongo que entendieron lo mismo que yo después de ver las cintas. Saben que se trata del mismo asesino y que hay algo que relaciona los tres casos. Han venido aquí para intimidarme, para apartarme. Tú serás la siguiente.

– Si creen que voy a cederles to…

– Tú no tendrás nada que decir. Irán directamente a Hitchens. Y si no está de acuerdo, acudirán a un superior. Yo era uno de ellos, ¿recuerdas? Sé cómo funciona. Cuanto más arriba vas, más presionas.

– ¡Mierda!

– Bienvenida al club.

– ¿Qué vas a hacer?

– ¿Yo? Mañana vuelvo al trabajo. No tengo que rendir cuentas ni al FBI ni a Hitchens. Yo voy por libre esta vez.

– Bueno, quizá seas el único que tiene alguna posibilidad. Buena suerte.

– Gracias, me hará falta.

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