– Se había olvidado, ¿no? -Su rostro mostraba una sonrisa franca.
– No…, es decir, casi me he olvidado durante las últimas cinco horas. Me he perdido en todos estos papeles que he estado revisando. O sea que he olvidado ir al mercado y…
– Bueno, no pasa nada. Podemos quedar otro día…
– No, no, ¿está de broma? Vamos a cenar. ¿Él es Raymond?
– Sí.
Graciela se volvió hacia el niño, que, vergonzoso, se ocultaba tras ella, en la popa. Tenía el pelo oscuro, ojos castaños y piel morena, y parecía pequeño para su edad. Vestía pantalones cortos y una camisa a rayas, y llevaba un jersey en la mano.
– Raymond, él es el señor McCaleb, el hombre del que te he hablado. Este es su barco, vive aquí.
McCaleb se adelantó y se agachó para saludarlo. El niño llevaba un coche patrulla de juguete en la mano derecha y tuvo que cambiárselo a la izquierda. Entonces se dieron la mano. McCaleb sintió una tristeza inexplicable al ver al niño.
– Llámame, Terry -dijo-. Encantado de conocerte, Raymond. He oído hablar mucho de ti.
– ¿Se puede pescar desde este barco?
– Claro que sí. Si quieres, un día te llevaré.
– Me gustaría mucho.
McCaleb se enderezó y sonrió a Graciela. Estaba preciosa. Se había puesto un vestido de verano, similar al que llevaba la primera vez que se acercó al barco, uno de esos que la brisa marina gusta de ceñir a la figura. Ella también cargaba con un jersey. McCaleb, con sus bermudas, sandalias y una camiseta que ponía Robicheaux’s Dock amp; Baitshop, se sintió un poco cohibido.
– ¿Sabéis qué? -dijo-. Allí encima del depósito del puerto hay un restaurante muy agradable. Se come bien y la vista de la puesta de sol es fantástica. ¿Por qué no cenamos allí?
– Perfecto -dijo Graciela.
– Me cambiaré en un momento y, Raymond, tengo una idea. ¿Por qué no ponemos una caña en la popa y pruebas a pescar algo mientras yo voy adentro y le enseño a Graciela algunas cosas en las que he estado trabajando?
La cara del niño se iluminó.
– Vale.
– Muy bien, entonces, a prepararlo.
McCaleb los dejó allí y entró. Sacó la caña más ligera que tenía y un carrete del estante superior del salón, abrió la caja de aparejos que guardaba bajo la mesa de navegación y extrajo un sedal de acero ya preparado con un anzuelo del ocho y una pesa de plomo. Ató el sedal al carrete y luego fue a buscar calamar congelado a la nevera de la cocina. Con un cuchillo afilado cortó un trozo de la aleta y pasó el anzuelo.
Regresó a la popa con la caña y el carrete y le pasó el aparejo a Raymond. Agachado detrás del niño con los brazos a su alrededor, le enseñó a lanzar el anzuelo al centro del canal navegable. Entonces le explicó cómo mantener el dedo en el hilo y cómo darse cuenta de cuándo picaban.
– ¿Estás preparado, ya? -preguntó cuando hubo concluido su rápida lección.
– Ajá. ¿Hay peces aquí entre los barcos?
– Claro, he visto un banco de viejas de California nadando justo donde tienes el sedal.
– ¿Viejas de California?
– Es un pez con rayas amarillas. A veces lo verás nadando en el agua. Estate atento.
– Muy bien.
– ¿Te importa si le ofrezco a tu madre algo de beber?
– Ella no es mi madre.
– Ah, sí, yo… Lo siento, Raymond. Quería decir Graciela. ¿Estás bien?
– Estoy bien.
– Vale. Si pica uno, da un grito y empieza a enrollar el sedal.
Puso un dedo en el costado del niño y lo subió por su fina caja torácica. El padre de McCaleb le había hecho lo mismo a él cuando sostenía una caña de pescar y tenía las axilas desprotegidas. Raymond soltó una risita y se zafó, sin apartar la vista ni un momento del lugar donde el sedal desaparecía bajo la oscura superficie del agua.
Graciela siguió a McCaleb al salón y él cerró la puerta corredera para que el niño no les oyese. La cara del ex agente debía de estar colorada por la metedura de pata con el niño, y ella se dio cuenta.
– Está bien -dijo sin darle tiempo a disculparse-. Ocurrirá muchas veces ahora.
Él asintió.
– ¿Va a quedarse con usted?
– Sí, soy la única familia que tiene, pero eso no importa. He estado cerca desde que nació. Perder a su madre y luego a mí, sería demasiado. Quiero que se quede conmigo.
– ¿Dónde está su padre?
– Quién sabe.
McCaleb asintió y decidió abandonar ese tipo de preguntas.
– Estará muy bien con usted -dijo-. ¿Quiere un vaso de vino?
– Eso sí que estaría muy bien.
– ¿Blanco o tinto?
– Lo que usted tome.
– Ahora no tomo alcohol. Hasta dentro de un par de meses.
– Ah, entonces no abra una botella sólo para mí. Puedo tomar un…
– Por favor, quiero hacerlo. ¿Qué le parece tinto? Tengo alguna buena botella y si lo abro al menos podré olerlo.
Ella sonrió.
– Recuerdo que Glory hacía lo mismo cuando estaba embarazada. Se sentaba a mi lado y me decía que sólo quería oler el vino que yo tomaba. -La sonrisa se tornó triste.
– Era una buena persona -dijo McCaleb-, puedo decirlo por el niño. Eso es lo que quería que viera, ¿no?
Ella asintió. McCaleb fue a la cocina y sacó una botella de tinto del botellero. Era un Sanford pinot noir, uno de sus preferidos. Cuando él lo estaba abriendo, Graciela se acercó. Él percibió una ligera fragancia de perfume. Vainilla, pensó. Sintió un escalofrío. No era tanto por estar cerca de ella como por sentir que algo despertaba en él después de un prolongado letargo.
– ¿Tiene hijos? -preguntó ella entonces.
– Yo no.
– ¿Ha estado casado alguna vez?
– Sí, una.
Le sirvió una copa y observó cómo lo degustaba. Sonrió e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
– Está bueno. ¿Cuánto tiempo hace?
– ¿Qué, que estuve casado? Bueno, me casé hace diez años. Duró tres años. Ella era agente y trabajábamos juntos en Quantico. Entonces, cuando no funcionó y nos divorciamos, teníamos que seguir trabajando juntos y eso…, no sé, lo llevábamos bien, pero no era agradable, ¿sabe? Por entonces mi padre enfermó aquí, y yo les di la idea de enviar a alguien de la unidad a Los Ángeles de manera permanente. Se lo vendí como un movimiento de recorte presupuestario. Me refiero a que, de todos modos, me pasaba el tiempo viajando a California. Muchos de nosotros viajábamos. Se me ocurrió que podrían poner una unidad aquí y ahorrarse algo de dinero. Accedieron y obtuve el puesto.
Graciela asintió; se volvió y observó a Raymond, al otro lado de la puerta de cristal. Estaba mirando fijamente el agua, donde esperaba que estuvieran los peces.
– ¿Y usted? -preguntó McCaleb-. ¿Estuvo casada alguna vez?
– Una vez, también.
– ¿Niños?
– No.
Aún estaba mirando a Raymond. Seguía sonriendo, pero la conversación la estaba poniendo tensa. McCaleb sentía curiosidad por ella, pero decidió dejarlo estar.
– Por cierto, estuvo muy bien con él -dijo ella señalando a Raymond con la cabeza-. Hay que mantener un equilibrio. Uno tiene que enseñarles, pero también dejar que descubran por sí mismos. Fue bonito lo que hizo con él.
Ella lo miró y él se encogió de hombros para dar a entender que había sido cuestión de suerte. Acto seguido, tomó la copa de Graciela y se la acercó a la nariz para disfrutar del aroma del vino, luego se la devolvió, se sirvió el café que quedaba y añadió leche y azúcar. Brindaron copa contra taza y ambos bebieron.
– Perdón -dijo ella-. Me siento muy mal tomando vino delante de usted.
– No se sienta mal, me encanta que le guste.
El silencio se apoderó de la sala. Los ojos de ella se posaron en las pilas de informes y cintas de vídeo de la mesa de la cocina.
– ¿Qué quería mostrarme?
– Oh, nada en concreto. Es sólo que no quería hablar delante de Raymond.
McCaleb buscó al niño con la mirada. Lo estaba haciendo bien. Tenía la vista fija en el punto donde se hundía el sedal. McCaleb deseaba que pescara algo, pero era poco probable. Bajo la hermosa superficie del puerto deportivo, el agua estaba muy contaminada. Los peces que sobrevivían allí eran animales con el instinto de supervivencia de las cucarachas.
Miró de nuevo a Graciela.
– Pero quería que supiera que me entrevisté con la detective del sheriff esta mañana. Ella fue mucho más amable que los tipos del departamento de policía.
– ¿Ella?
– Jaye Winston. Es muy profesional. Habíamos trabajado juntos antes. Bueno, me dio copias de todo el material de los dos casos. Me he pasado el día examinándolo. Es un montón.
– ¿Y?
Le hizo un resumen lo mejor que supo, tratando de ser delicado con los detalles referidos a su hermana. No le dijo que tenía en el barco una cinta de vídeo del asesinato de Gloria.
– En el FBI hablábamos de hacer una batida completa -dijo al concluir su resumen-. Eso significa que no hay que dejar nada sin tocar, nada al azar. Mi conclusión es que la investigación del asesinato de su hermana no fue una batida completa, pero tampoco hay nada que salte a la vista como un gran error en lo que sí se hizo. Hubo algunos desaciertos, quizá algunas suposiciones precipitadas, pero no necesariamente equivocadas. La investigación fue lo bastante concienzuda.
– Lo bastante concienzuda -repitió ella, mirando al suelo mientras hablaba.
McCaleb se dio cuenta de que no había elegido muy bien sus palabras.
– Quiero decir que…
– O sea que ese tipo va a seguir libre -dijo a modo de afirmación-. Supongo que debería haber sabido que era eso lo que iba a decirme.
– Bueno, yo no estoy diciéndole eso. Winston, en el departamento del sheriff, al menos sigue dedicada al caso. Y yo tampoco he terminado, Graciela. No estoy diciendo eso. Yo también tengo un interés en esto.
– Lo sé. No pretendía ser antipática con usted. No es culpa suya. Me siento frustrada.
– Lo comprendo, pero no quiero que se sienta así. ¿Por qué no seguimos hablando después de una buena cena?
– De acuerdo.
– Espéreme ahí fuera con Raymond mientras yo me cambio.
Después de ponerse un par de Dockers limpios y una camisa hawaiana con un estampado de rodajas de piña voladoras, McCaleb los llevó al restaurante. No se preocupó por enrollar el sedal de Raymond. Puso la caña en una de las argollas de la borda y le dijo al chico que la revisarían cuando volvieran.
Comieron en una mesa situada de modo que les brindaba una espléndida vista del sol que empezaba a ponerse entre el bosque de mástiles. Graciela y McCaleb pidieron pez espada asado y Raymond comió pescado con patatas fritas. McCaleb trató repetidamente de atraer a Raymond a la conversación, aunque con escaso éxito. La charla entre él y Graciela giró en torno a las diferencias entre vivir en una casa y hacerlo en un barco. McCaleb le explicó a Graciela lo pacífico y reparador que era flotar en el agua.
– Y es mejor aun cuando estás ahí -dijo, señalando en dirección al Pacífico.
– ¿Cuánto tardará en tener el barco listo? -preguntó Graciela.
– No mucho. En cuanto esté arreglado el segundo motor, lo tendré preparado para navegar. El resto es pura cosmética. Puedo hacerlo en cualquier momento.
En el camino de regreso, después de la cena, Raymond se adelantó andando deprisa por el espigón, con un helado en una mano y una linterna en la otra, el jersey azul puesto, la cabeza oscilando mientras buscaba con el haz de luz los cangrejos que escalaban el muro. El cielo se había oscurecido casi por completo. Al llegar al barco, ya sería la hora de irse para Graciela y Raymond, y McCaleb sintió que ya los estaba perdiendo.
Cuando el chico estuvo lo suficientemente alejado de ellos, Graciela volvió a sacar el tema de la investigación.
– ¿Qué más puede hacer ahora?
– ¿En el caso? Por un lado tengo una pista que quiero seguir, algo que puede habérseles pasado por alto.
– ¿Qué?
Él le explicó el estudio geográfico que había hecho y cómo éste le había conducido a Mikail Bolotov. Cuando notó que ella se animaba, rápidamente la frenó.
– Este tipo tiene una coartada. Es una pista, pero puede que no lleve a ninguna parte. También estoy pensando en acudir al FBI para que se impliquen en el estudio balístico.
– ¿Cómo es eso?
– El hombre puede haber actuado antes en otro lugar. Utiliza una pistola muy cara. El hecho de que no se haya desecho de ella entre las dos acciones significa que se aferra a esa arma, de manera que quizá la haya usado antes. Hay algunas pruebas balísticas. El FBI podría conseguir algo con las balas si se las llevo.
Ella se abstuvo de realizar comentarios, y McCaleb se preguntó si su sentido común le decía que esa posibilidad era muy remota. Continuó.
– También estoy pensando en volver a entrevistar a un par de testigos desde un ángulo ligeramente distinto. En especial al hombre que vio parte del asesinato del desierto. Y eso requerirá bastante diplomacia. Me refiero a que no quiero ofender a Winston ni hacerle sentir que se equivocó, pero me gustaría hablar personalmente con ese hombre. Es el mejor testigo. Me gustaría hablar con él y quizá también con un par de testigos de cuando su hermana fue…, bueno.
– No sabía que hubiera testigos. ¿Había más gente en la tienda?
– No, no me refiero a testigos directos, pero una mujer que pasaba oyó los disparos. En los informes también citan un par de personas con las que su hermana trabajó esa noche en el Times. Me gustaría hablar con ellos personalmente para ver si recuerdan algo más de aquella noche.
– Puedo ayudarle a prepararlo. Conozco a casi todos sus amigos.
– Bien.
Caminaron en silencio durante unos segundos. Raymond seguía por delante.
– Me pregunto si me haría un favor -dijo por fin Graciela.
– Claro.
– Glory iba a ver a una señora del barrio. La señora Otero. También le dejaba a Raymond cuando yo no podía quedarme con él. Glory pasaba sola a verla para hablarle de sus problemas. Me preguntaba si hablaría usted con ella.
– Eh… No sé… quiere decir, ¿cree que podría saber algo de esto o es como para consolarla?
– Es posible que pudiera ayudar.
– ¿Cómo iba a poder ayudar…? -Entonces lo entendió-. ¿Está hablando de una médium?
– Una espiritualista. Glory confiaba en la señora Otero. Decía que estaba en contacto con los ángeles y Glory lo creía. Y ha llamado, me ha dicho que quiere hablar conmigo y, no sé, bueno pensé que podría acompañarme.
– No sé. La verdad es que no creo en esa clase de cosas. ¿Cómo van a existir ángeles allá arriba cuando la gente hace lo que vemos aquí abajo?
Ella no dijo nada y él interpretó su silencio como un veredicto.
– ¿Qué le parece si me lo pienso y le contesto?
– Bueno -dijo ella por fin.
– No se ofenda.
– Lo siento. Lo he metido en esto y sé que es una gran intrusión en su vida. No sé en qué pensaba. Supongo que pensé que usted…
– Mire, no se preocupe. Lo hago por mí tanto como por usted, ¿vale? Pero no pierda la esperanza, como le he dicho aún quedan cosas por hacer. Voy a hacerlas y Winston tampoco va a olvidar este asunto. Deme unos días. Si me quedo estancado, quizás entonces vayamos a ver a la señora Otero. ¿De acuerdo?
Ella asintió, pero McCaleb notó que estaba decepcionada.
– Ella era tan buena -dijo Graciela al cabo de un rato-. Tener a Raymond le cambió todo. Enderezó su vida, se vino a vivir conmigo y puso en orden sus prioridades. Iba a clases matinales en la universidad, por eso tenía ese empleo nocturno. Era lista y quería pasar al otro lado, ser periodista.
Él asintió en silencio. Sabía que a Graciela le hacía bien hablar de ese modo.
– Creo que hubiera sido una buena reportera. Se preocupaba por la gente. Quiero decir… Mírela. Era voluntaria. Después de los disturbios fue a South-Central a ayudar. Cuando el terremoto acudió al hospital sólo para estar en la sala de urgencias y decirle a la gente que todo iría bien. Era donante de órganos. Daba sangre; cada vez que un hospital decía que necesitaban sangre allí estaba ella. Esa sangre tan rara…, bueno, ella era más rara todavía. Algunas veces deseo de verdad haber estado en su lugar, haber sido yo quien entrara en aquella tienda.
McCaleb se acercó y le pasó un brazo por encima de los hombros para consolarla.
– Vamos -dijo él-, piense en toda la gente a la que ayuda en el hospital, y mire a Raymond. Será muy buena para él. No puede pensar en quién era más valioso ni en cambiarle el destino a otra persona. Lo que le ocurrió a ella no debería haberle ocurrido a nadie.
– Lo único que sé es que para Raymond tener a su propia madre sería mejor que tenerme a mí.
No había manera de argumentar con ella. Movió el brazo y le puso la mano en el cuello. No lloraba, aunque tenía aspecto de estar al borde del llanto. McCaleb quería consolarla, pero sabía que sólo había una forma de proporcionarle consuelo.
Casi habían llegado a su muelle. Raymond aguardaba en la verja de seguridad, que como era habitual permanecía abierta cinco centímetros. El resorte estaba oxidado y la puerta nunca se cerraba sola.
– Tenemos que irnos -dijo Graciela cuando alcanzaron al niño-. Se está haciendo tarde y tú has de ir a la escuela mañana.
– ¿Y la caña de pescar? -protestó Raymond.
– El señor McCaleb se cuidará de eso. Ahora dale las gracias por la pesca y por la cena y el helado.
Raymond extendió la manita y McCaleb se la estrechó de nuevo. Estaba fría y pegajosa.
– Llámame Terry. Y mira, pronto iremos a pescar de verdad. En cuanto tenga el barco arreglado. Saldremos al océano y pescaremos uno bien grande. Conozco un sitio al otro lado de Catalina. En esta época del año pescaremos percas manchadas. A montones. Iremos, ¿vale?
Raymond asintió en silencio, como si adivinase que eso nunca ocurriría. McCaleb sintió un escalofrío de tristeza. Miró a Graciela.
– ¿Qué tal el sábado? El barco aún no estará listo, pero podéis venir aquí por la mañana y pescar desde el espigón. Podéis quedaros a dormir si queréis. Hay mucho sitio.
– Sí -gritó Raymond.
– Bueno -dijo Graciela-, ya veremos cómo va lo que queda de semana.
McCaleb asintió, reparando en el error que acababa de cometer. Graciela abrió la puerta del pasajero del Rabbit descapotable y el niño entró. Ella se reunió con McCaleb después de cerrar la puerta.
– Lo siento -dijo él en voz baja-. Supongo que no tenía que haber hecho la propuesta delante de él.
– Está bien -dijo ella-. Me gustaría venir, pero tengo que arreglar algunas cosas, así que esperemos a ver. A no ser que necesite una respuesta ahora mismo.
– No, está bien. Dígame algo.
Ella dio un paso hacia McCaleb y le tendió la mano.
– Muchas gracias por esta noche -dijo-. Raymond ha estado callado casi todo el tiempo, pero creo que ha disfrutado y yo estoy segura de haberlo pasado bien.
McCaleb le estrechó la mano, pero luego ella se le acercó, levantó la cabeza y lo besó en la mejilla. Cuando se retiraba se llevó la mano a la cara.
– Pincha un poco -dijo con una sonrisa-. ¿Va a dejarse barba?
– Me lo estoy pensando.
Por alguna razón la respuesta la hizo reír. Rodeó el coche y McCaleb la siguió para aguantarle la puerta. Cuando estuvo sentada, levantó la mirada.
– Sabe, debería creer en ellos -dijo.
Él la miró.
– ¿En los ángeles?
Graciela asintió y él imitó el gesto. Ella puso en marcha el coche y se alejó.
De regreso al barco, McCaleb caminó hasta la popa. La caña seguía en la argolla y el sedal en el mismo lugar del agua donde Raymond lo había lanzado. Al enrollar, McCaleb notó que no había pescado nada, pero cuando el hilo salió a la superficie vio el anzuelo y el plomo. El cebo no estaba: algo allá abajo se lo había llevado.