27

McCaleb ocupó el asiento del pasajero en el Volkswagen de Graciela durante el trayecto a la planta del Times, en el valle de San Fernando. Apenas dijo nada, su mente recorría los acontecimientos de la noche anterior como un ancla que se arrastra por un fondo de arena sin encontrar nada a lo que aferrarse.

Después de haber notado la mancha de humedad en la moqueta, había vuelto al aparcamiento y había descubierto que el camino que habían seguido hasta allí también estaba húmedo. Era una noche fresca y seca, y demasiado temprano para que el rocío se hubiera formado. El intruso estaba mojado cuando entró en el barco. El hecho de que la luz hubiera brillado en su cuerpo indicaba que probablemente llevaba un traje de neopreno. La pregunta era por qué, y McCaleb no conocía la respuesta.

Antes de salir, había ido al barco de Buddy Lockridge para ver si su vecino estaba allí. Encontró a Buddy, despeinado como era habitual, sentado en el puente de mando y leyendo un libro titulado Hocus. McCaleb se interesó por si había dormido en el barco y él contestó que, en efecto, así había sido. Cuando le preguntó porque no había contestado el teléfono, Buddy le respondió que no había sonado. McCaleb lo dejó estar. O bien Lockridge estaba tan borracho que no lo había oído o él había marcado mal el número.

Le dijo a Lockridge que no lo necesitaba como chófer ese día, pero que quería contratar sus servicios como submarinista.

– ¿Quieres que te limpie el casco?

– No, quiero que busques en el casco. Y debajo. Y por todos los muelles de alrededor.

– ¿Buscar? ¿Buscar qué?

– No lo sé. Lo sabrás cuando lo veas.

– Lo que tú quieras, pero se me rasgó otra vez el traje de neopreno cuando limpiaba ese Bertram. En cuanto lo cosa, iré a comprobarlo.

– Gracias. Ponlo en mi cuenta.

– Claro. Oye, ahora tu amiga va a ser tu chófer.

Estaba mirando a Graciela, que se hallaba detrás de McCaleb, en la popa del Following Sea. McCaleb se volvió un momento hacia ella.

– No, Buddy. Sólo hoy. Va a presentarme a algunas personas. ¿Te parece bien?

– Claro, perfecto.


En el coche McCaleb tomó un sorbo de café de la taza que se había traído y miró por la ventana, todavía atribulado por el hecho de que Lockridge no hubiera contestado a su petición de auxilio. Estaban en el paso de Sepúlveda, al otro lado de las montañas de Santa Mónica. El grueso del tráfico de la 405 iba en sentido contrario.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Graciela.

– En esta noche, supongo. Trato de entenderlo. Buddy se va a sumergir bajo el barco hoy, quizá descubra qué estaba haciendo ese tipo.

– Bueno, ¿estás seguro de que quieres ir al Times hoy? Podemos cambiar el día.

– No, ya estamos en camino. Siempre viene bien hablar con el máximo posible de gente. Aún no sabemos qué significa todo eso de ayer. Hasta que lo hagamos, deberíamos seguir insistiendo.

– Me parece bien. Dijo que también podremos hablar con algunos de los amigos de Glory que trabajaban allí.

McCaleb asintió y se agachó hacia el maletín del suelo, engrosado con todos los documentos y cintas que había acumulado. Había decidido no dejar nada del caso en el barco, por si volvía a entrar alguien. Y su Sig-Sauer P-228 también contribuía al peso del maletín. Salvo el día de su encuentro con Bolotov, no la había llevado desde su retiro del FBI. Pero mientras Graciela se duchaba, él la había sacado del cajón y había puesto el cargador. No había metido bala en la recámara, siguiendo las mismas normas de seguridad que había practicado en el FBI. Para hacer sitio a la pistola había tenido que deshacerse de su botiquín. Su idea era estar de regreso en el barco para cuando tuviera que tomar más pastillas.

Hurgó en la pila de papeles hasta que encontró el bloc y lo abrió por la página del cronograma que había elaborado a partir del expediente de asesinato del departamento de policía. Leyó la parte superior y encontró lo que buscaba.

– Annette Stapleton -dijo.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿La conoces? Me gustaría hablar con ella.

– Era amiga de Glory. Vino un día a ver a Raymond y también estaba en el funeral. ¿Cómo la conoces?

– Su nombre está en el material de la policía. Ella y tu hermana charlaron en el aparcamiento esa noche. Yo quiero hablar de otras noches. Ya sabes, ver si tu hermana estaba preocupada por algo. La policía nunca pasó mucho tiempo con Stapleton. Recuerda que desde el principio pensaron que se trataba de un asesinato casual.

– Palurdos.

– No sé, me cuesta culparles. Llevan un montón de casos y éste parecía lo que alguien quiso que pareciera.

– Sigo sin ver la excusa.

McCaleb se calló. No sentía una particular necesidad de defender a Arrango y Walters. Volvió a pensar en la noche pasada y llegó a una conclusión positiva: al parecer había levantado bastantes olas para producir la respuesta de alguien, aunque no sabía cuál había sido exactamente esa respuesta.

Llegaron a la planta del Times diez minutos antes de su cita con el superior de Gloria, un hombre llamado Clint Neff. La planta era un enorme local en la esquina de Winnetka con Prairie, en Chatsworth, en el extremo noroccidental de Los Ángeles, un barrio de oficinas, almacenes y viviendas de clase media alta. El edificio del Times parecía construido de vidrio ahumado y plástico blanco. Terry y Graciela se detuvieron ante una garita de vigilancia y tuvieron que esperar mientras un hombre uniformado llamaba y confirmaba su cita. Sólo entonces levantó la barrera. Después de aparcar, McCaleb sacó el bloc y dejó el maletín, que se había vuelto demasiado pesado para acarrearlo. Se aseguró de que Graciela cerraba el coche antes de alejarse.

Unas puertas de apertura automática les franquearon el paso hasta un vestíbulo de dos plantas, de mármol negro y azulejos de terracota. Sus pasos hacían eco en el suelo. Era un local frío y austero: los críticos habrían dicho que no muy diferente de la cobertura que el diario hacía de la comunidad.

Un hombre de pelo blanco con un uniforme de pantalón y camisa azules salió de un pasillo para darles la bienvenida. El parche ovalado cosido sobre su uniforme les informó de que se llamaba Clint antes de que él mismo tuviera ocasión de hacerlo. Del cuello le colgaban unos protectores para los oídos iguales a los que lleva el personal de tierra de los aeropuertos. Graciela se presentó a sí misma y luego a McCaleb.

– Señora Rivers, lo único que puedo decirle es que aquí todos lo sentimos mucho -dijo Neff-. Su hermana era una buena muchacha, una gran trabajadora y una excelente amiga para nosotros.

– Gracias.

– Si me acompañan, podemos sentarnos un momento y les ayudaré en lo que pueda.

Los condujo por un pasillo, caminando por delante de ellos y hablando por encima del hombro.

– Probablemente su hermana ya se lo dijo, pero aquí es donde se imprimen todos los diarios para la edición metropolitana, y la revista de la tele y la mayoría de los especiales que se insertan en todas las ediciones.

– Sí, lo sé -dijo Graciela.

– Sabe, no sé en qué puedo ayudarle. Les he dicho a algunos empleados que quizá también querrían hablar con ellos. Todos estarán encantados de atenderles.

Llegaron a un tramo de escalera y subieron.

– ¿Sigue Annette Stapleton en el turno de noche? -preguntó McCaleb.

– Eh… la verdad es que no -dijo Neff. Estaba sin aliento por subir la escalera-. Nettie se asustó mucho después de lo que le ocurrió a Gloria y no la culpo. Una cosa así… Ahora trabaja durante el día.

Neff se encaminó por otro pasillo hasta unas puertas dobles.

– ¿Está aquí hoy?

– Sí. Pueden hablar con ella si…; lo único que les pido es que hablen con los empleados en los descansos. Nettie, por ejemplo, hace un corte a las diez y media. Quizá ya hayamos terminado para entonces, así que podrán hablar con ella.

– No hay problema -dijo McCaleb.

Tras dar unos pasos en silencio, Neff se volvió para hablar con McCaleb.

– ¿Así que trabajaba en el FBI?

– Sí.

– Tiene que ser muy interesante.

– A veces.

– Como es que lo dejó, parece usted muy joven.

– Supongo que se puso demasiado interesante.

McCaleb miró a Graciela y le guiñó un ojo. Ella sonrió. McCaleb se salvó del interrogatorio personal por el ruido de la imprenta. Llegaron a las gruesas puertas dobles que apenas contenían el rugido de las máquinas instaladas al otro lado. Neff sacó de un dispensador de la pared dos bolsas de plástico que contenían tapones descartables para los oídos y se las dio a McCaleb y Graciela.

– Será mejor que se los pongan mientras pasamos. Estamos trabajando a tope ahora. Estamos imprimiendo el Book Review. Un millón doscientos mil ejemplares. Los tapones eliminan treinta decibelios, pero aun así no oirán ni sus propios pensamientos.

Mientras ellos abrían las bolsas y se ponían los tapones, Neff se colocó en su sitio los protectores. Abrió la primera de las puertas y caminaron entre la línea de máquinas. El impacto sensorial era tan táctil como auditivo. El suelo vibraba como en un terremoto menor. Los tapones apenas suavizaban el lamento agudo de las imprentas. Un sonido pesado proporcionaba los bajos. Neff abrió una puerta que daba a lo que, evidentemente, era la sala de descanso. Había largas mesas y diversas máquinas expendedoras. Los espacios que quedaban libres en las paredes estaban ocupados por tablones de corcho con anuncios de la empresa y del sindicato, así como avisos de seguridad. El ruido se amortiguó mucho cuando se cerró la puerta. Atravesaron la sala y una segunda puerta los condujo al pequeño despacho de Neff. Éste volvió a colocarse los protectores en torno al cuello y McCaleb y Graciela se quitaron los tapones.

– Mejor se los guardan -dijo Neff-. Hay que salir por donde hemos entrado.

McCaleb sacó del bolsillo la bolsa de plástico y guardó en ella los tapones. Neff tomó asiento tras su escritorio y les indicó dos sillas situadas enfrente. El escay de la silla de McCaleb estaba manchado de tinta. Dudó antes de sentarse.

– No se preocupe -dijo Neff-. Está seca.

Durante los siguientes quince minutos hablaron con Neff de Gloria Torres sin obtener ninguna información útil o destacada. Estaba claro que a Neff le caía bien Glory, pero también que su relación era la típica entre un empleado y su jefe. Se centraba en el trabajo y había poco intercambio de información personal. Cuando le preguntaron si sabía de algo que pudiera haber preocupado a Glory, Neff negó con la cabeza y dijo que desearía saber algo que sirviera de ayuda. ¿Alguna disputa con otros empleados? De nuevo negó con la cabeza.

Sin ninguna esperanza, McCaleb le preguntó si conocía a James Cordell.

– ¿Quién es? -dijo Neff.

– ¿Y Donald Kenyon?

– ¿El del banco de ahorro y préstamos? -Neff sonrió-. Sí, éramos colegas. En el club de golf. Milken y ese tipo, Boesky, también venían con nosotros.

McCaleb sonrió a su vez y asintió. Estaba claro que Neff no iba a resultar de gran ayuda. Graciela le preguntó quiénes eran los amigos de Glory. McCaleb pensó en la silla manchada de tinta en la que estaba sentado. Sabía de dónde procedía ésta. Quienes se habían sentado antes en la silla probablemente habían sido llamados allí cuando estaban trabajando en las imprentas. Por eso todos vestían uniformes azul marino, para ocultar la tinta.

Se le ocurrió que Glory volvía a casa desde el trabajo cuando la asesinaron. Sin embargo, no llevaba uniforme, se había cambiado. El informe del departamento de policía no mencionaba que los detectives hubiesen encontrado ropa de trabajo en el coche ni que hubieran revisado el contenido de una taquilla.

– Perdón -dijo McCaleb, interrumpiendo a Neff, que explicaba a Graciela lo diestra que era su hermana con la carretilla elevadora que cargaba las bobinas de papel en las imprentas-. ¿Hay una sala de taquillas? ¿Tenía Glory alguna taquilla?

– Por supuesto. ¿Quién iba a meterse en el coche cubierto de tinta? Tenemos…

– ¿Han vaciado ya la taquilla de Glory?

Neff se recostó en la silla y pensó un momento.

– Ya sabe que no podemos contratar a más gente aquí. Aún no nos han dado permiso para sustituir a Glory, y por tanto no creo que hayan vaciado su taquilla.

McCaleb sintió una pequeña descarga de adrenalina. Quizás encontrara una pista.

– Entonces, ¿hay alguna llave? ¿Podemos echar un vistazo?

– Oh, claro. Supongo que sí. Tengo que ir a pedirle la llave maestra al encargado de mantenimiento.

Neff los dejó en su despacho mientras iba a buscar la llave maestra y a llamar a Nettie Stapleton. Puesto que la taquilla de Glory estaba obviamente en el vestuario femenino, Neff había dicho antes de salir que Nettie acompañaría a Graciela. McCaleb tendría que esperar en el pasillo con Neff. A McCaleb no le hacía gracia. No era que no considerase a Graciela capaz de registrar una taquilla, pero él hubiera tratado la taquilla en su integridad, fijándose en las sutilezas de lo que veía, del mismo modo que estudiaba la escena de un crimen sobre el terreno o en vídeo.

Neff pronto volvió con Stapleton y se hicieron las presentaciones. Recordaba a Graciela y le ofreció sus sinceras condolencias. Neff acompañó entonces al séquito escalera abajo, hasta el pasillo que conducía a las taquillas. McCaleb decidió realizar un último intento. Pretendía que lo dejaran entrar si la taquilla estaba vacía. Sin embargo, al aproximarse a la puerta del vestuario de mujeres, oyó el ruido de las duchas. Estaba claro que tendría que esperar fuera.

McCaleb había agotado las preguntas que quería hacerle a Neff y andaba escaso de charla. Mientras esperaban, poco a poco se alejó paseando para ahorrarse una conversación insustancial o un interrogatorio personal. Había más tablones de anuncios en las paredes entre las puertas del vestuario, y McCaleb hizo ver que leía algunas de las notas.

Transcurrieron cuatro minutos de silencio en el pasillo. McCaleb había recorrido todos los tablones de anuncios. Cuando Graciela y Nettie por fin salieron estaba mirando un cartel con un dibujo hecho a mano de una gota de líquido. La gota estaba pintada hasta la mitad de rojo, lo que indicaba que los empleados estaban a mitad de camino de conseguir su objetivo en su contribución al banco de sangre. Graciela se le acercó.

– Nada -dijo ella-. Sólo hay alguna ropa, un frasco de perfume y sus auriculares. Había cuatro fotos de Raymond y una mía enganchadas en la puerta.

– ¿Auriculares?

– Quiero decir protectores para los oídos. Pero nada más.

– ¿Qué clase de ropa? -McCaleb seguía mirando el cartel mientras hablaba.

– Dos uniformes limpios, una camiseta y unos vaqueros.

– ¿Has mirado en los bolsillos?

– Sí, no había nada.

Entonces le golpeó con la fuerza de una bala perforante. Se inclinó hacia delante y se sostuvo en el tablón de anuncios.

– Terry, ¿qué pasa? -preguntó Graciela-. ¿Estás bien?

Él no respondió. Su mente volaba. Graciela le puso la mano en la frente para ver si tenía fiebre. Él la apartó.

– No, no es eso -dijo McCaleb.

– ¿Ocurre algo? -se entrometió Neff.

– No -contestó McCaleb, en voz demasiado alta-. Tenemos que irnos. Tengo que ir al coche.

– ¿Está todo bien?

– Sí -dijo McCaleb, de nuevo en voz demasiado alta-. Todo está bien, pero tenemos que marcharnos. Lo siento.

McCaleb le dio las gracias a Annette Stapleton y caminó por el corredor que creía que conducía a la salida. Graciela lo siguió y Neff les gritó que doblaran a la izquierda en el primer pasillo.

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