La niebla del sábado por la mañana era espesa y McCaleb la sintió como una suave caricia en la nuca. Se había levantado a las siete para poder usar varias máquinas a la vez en la lavandería de la zona comunitaria del puerto y lavar toda la ropa de cama. Luego se puso manos a la obra con la limpieza del barco para que estuviera impecable cuando llegaran los invitados. Pero mientras trabajaba le costaba concentrarse en las tareas domésticas.
Había hablado con Jaye Winston al regresar del desierto la tarde anterior. Cuando le explicó que faltaba una foto en el Suburban de Cordell, ella aceptó, aunque a regañadientes, que la pista de McCaleb podía ser sólida. Una hora después fue Winston quien llamó para decir que se había organizado una reunión a las ocho de la mañana del lunes en el Star Center. Estarían presentes ella, su capitán y algunos detectives del sheriff. Tampoco faltarían Arrango y Walters, ni Maggie Griffin del FBI. Griffin era la agente que había sustituido a McCaleb en el PDCV de la oficina de campo de Los Ángeles. McCaleb sólo la conocía por referencias, pero su reputación era buena.
Y ése era el problema. El lunes a primera hora McCaleb se convertiría en el centro de todas las miradas y la mayoría de los asistentes a la reunión, si no todos, serían escépticos. Y en lugar de prepararse para el compromiso o llevar a cabo investigaciones adicionales, McCaleb se disponía a ir a pescar al espigón con una mujer y un niño. Había pensado seriamente en cancelar la visita de Graciela y Raymond, pero al final no lo hizo. Era cierto que necesitaba hablar con Graciela, pero más allá de esta necesidad, sentía que deseaba estar con ella. Y eso era lo que había llevado los caminos paralelos de sus inquietudes a una intersección: se sentía culpable por dejar de lado la investigación y también por sentirse atraído por una mujer que había acudido a él en busca de ayuda.
Cuando hubo terminado con la colada y la limpieza general, fue al centro comercial del puerto deportivo. En la tienda de comestibles compró lo necesario para la cena. En la tienda de artículos de pesca compró un cubo de cebos vivos, eligió gambas y calamares, y una caña pequeña que había pensado regalar a Raymond. De vuelta al barco, puso la caña en uno de los orificios de la borda, vació el cubo en el vivero de cebos y guardó la comida en la cocina.
A las diez había terminado y el barco estaba preparado. Al no ver el descapotable de Graciela en el aparcamiento, decidió ir a averiguar si Buddy estaría libre el lunes por la mañana. Antes, sin embargo, fue a la verja para asegurarse de que Graciela y el niño podrían entrar en el puerto.
McCaleb, siguiendo las normas de conducta del puerto, no subió al Double-Down, sino que llamó a Lockridge y aguardó en el muelle. La escotilla principal del barco estaba abierta, así que sabía que Lockridge estaba levantado. Al cabo de medio minuto, el cabello desordenado de Buddy asomó por la escotilla seguido de su cara arrugada. McCaleb supuso que se había pasado buena parte de la noche bebiendo.
– Hola, Terry.
– Hola, ¿estás bien?
– Tan bien como siempre. ¿Qué pasa, vamos a alguna parte?
– No, hoy no. Pero te necesito el lunes por la mañana temprano. ¿Puedes llevarme al Star Center? Tendríamos que salir a las siete.
Buddy pensó si podía hacer un hueco para la cita en su agenda repleta y asintió.
– Cuenta conmigo.
– ¿Estarás bien para conducir?
– Claro. ¿Qué pasa en el Star Center?
– Es sólo una reunión. Pero tengo que llegar a tiempo.
– No te preocupes por nada. Salimos a las siete. Pondré el despertador.
– Muy bien, ah y otra cosa. Estate alerta por aquí.
– ¿Por lo del tipo de la fábrica de relojes?
– Sí, no creo que se presente, pero nunca se sabe. Tiene tatuajes en los dos brazos, y son dos brazos fuertes. Si lo ves lo reconocerás.
– Estaré alerta. Parece que tienes un par de visitas ahora.
McCaleb advirtió que Lockridge estaba mirando por encima de su hombro. Se volvió y miró hacia el Following Sea. Graciela estaba de pie en la popa y ayudaba a Raymond a subir a bordo.
– Tengo que irme, Bud. Te veo el lunes.
Graciela vestía vaqueros descoloridos y sudadera y se había puesto una gorra de los Dodgers. Llevaba una bolsa en bandolera y un carrito de la compra. Raymond iba con tejanos y un suéter de los Kings. También llevaba una gorra de béisbol y cargaba con un coche de bomberos de juguete y un peluche viejo que a McCaleb le pareció un corderito.
McCaleb recibió a Graciela con un abrazo indeciso y estrechó la mano de Raymond, después de que el muchacho se guardara el peluche bajo el sobaco izquierdo.
– Encantado de veros, chicos -dijo-. ¿Preparado para pescar hoy, Raymond?
El niño parecía demasiado tímido para responder. Graciela le codeó ligeramente en el hombro y el niño asintió con la cabeza.
McCaleb se hizo cargo de las bolsas, los invitó a pasar al barco y, ya que no lo había hecho en su primera visita, los acompañó en un recorrido por la embarcación. Por el camino dejó el carro de la compra en la cocina y puso la bolsa en la cama del camarote principal. Le dijo a Graciela que ésa era su habitación y que las sábanas estaban recién lavadas. Luego mostró a Raymond la cama superior de la litera de proa. McCaleb había puesto la mayoría de los archivadores debajo del escritorio y la pieza parecía lo bastante ordenada para el niño. En la litera había una barrera para evitar que el pequeño se cayera al suelo mientras dormía.
Luego les mostró el lavabo. McCaleb le dijo a Raymond que en los barcos lo llamaban letrinas.
– ¿Y por qué?
– La verdad es que no lo he preguntado nunca.
Les enseñó a utilizar el pedal que accionaba la cisterna. Advirtió que Graciela miraba la gráfica de temperaturas del gancho y le explicó de qué se trataba. Ella señaló la marca del jueves.
– ¿Tuvo fiebre?
– Un poco. Bajó enseguida.
– ¿Qué dijo el médico?
– No se lo he dicho todavía. Me bajó y estoy bien.
Ella lo miró con una mezcla de preocupación y, pensó él, fastidio. Entonces cayó en la cuenta de que, probablemente, para ella era muy importante que sobreviviera. No querría que el último regalo de su hermana fuera en vano.
– No se preocupe -dijo-. Estoy bien. Lo único que pasa es que corrí demasiado ese día. Me eché una buena siesta y me bajó la fiebre. Desde entonces he estado bien. -Señaló las marcas que seguían a la lectura de la fiebre.
Raymond tiró de su pantalón y le preguntó:
– ¿Dónde duermes, tú?
McCaleb miró fugazmente a Graciela y se volvió hacia la escalera antes de que ella notara que empezaba a ruborizarse.
– Vamos arriba. Te lo enseñaré.
Cuando estuvieron en el salón, McCaleb le mostró a Raymond que la mesa de la cocina se convertía en una cama. El niño pareció complacido.
– Bueno, vamos a ver qué habéis traído.
Empezó a vaciar el contenido del carro de la compra. Habían acordado que ella prepararía la comida y él la cena. Graciela había ido a una charcutería; al parecer iban a comer bocadillos de pan de barra.
– ¿Cómo sabía que los bocadillos de pan de barra eran mis favoritos? -preguntó.
– No lo sabía -contestó Graciela-, pero también son los preferidos de Raymond.
McCaleb se agachó y volvió a hacerle cosquillas a Raymond, y el niño retrocedió entre risas.
– Bueno, por qué no me acompañas a reunir el equipo mientras Graciela prepara los bocadillos para llevar. ¡Los peces nos están esperando!
– ¡Vale!
Mientras conducía al niño a la popa, se volvió para mirar a Graciela y le guiñó un ojo. En cubierta le mostró a Raymond la caña que le había comprado. Cuando el niño cayó en la cuenta de que el equipo era un regalo, se agarró del mástil como si fuera una cuerda lanzada por un equipo de rescate. En lugar de sentirse bien, McCaleb se entristeció. Se preguntaba si alguna vez había habido un hombre en la vida del niño.
McCaleb levantó la mirada y vio a Graciela de pie en el umbral del salón. Ella también tenía una mirada triste en el rostro, a pesar de que les sonreía. McCaleb decidió que tenían que desprenderse de esas emociones.
– Muy bien -dijo-. Cebo. Hemos de llenar un cubo, porque tengo la impresión de que no van a parar de picar hoy.
Sacó la cubeta y la red sumergible del compartimento adjunto al vivero de cebos y luego enseñó a Raymond a hundir la red en el pozo y sacar el cebo. Puso un par de redes llenas de gambas y calamares en el cubo y luego encomendó la tarea a Raymond. Entonces entró a buscar la caja de los avíos de pesca y un par de cañas más para él y Graciela.
Cuando estaba dentro y él niño no podía oírles, Graciela se le acercó y lo abrazó.
– Eso ha sido muy bonito -dijo ella.
– Él le sostuvo la mirada unos segundos antes de decir nada.
– Creo que quizá sea mejor para mí que para él.
– Está tan entusiasmado -dijo Graciela-. Está ansioso por pescar algo. Ojalá lo haga.
Caminaron por el muelle principal del puerto, pasaron las tiendas y el restaurante y, después de atravesar un aparcamiento, llegaron al canal principal. Era un camino de grava aplastada que conducía a la boca del canal y el rompeolas, un espigón de rocas que se adentraba en el Pacífico trazando una curva de unos cien metros de longitud. Fueron avanzando con cuidado de una roca a otra hasta que cubrieron aproximadamente la mitad de la longitud del espigón.
– Raymond, éste es mi lugar secreto. Creo que deberíamos intentarlo justo aquí.
No hubo objeciones. McCaleb descargó el equipo y empezó a disponerlo todo para pescar. Las rocas seguían húmedas por el embate nocturno de las olas. McCaleb había traído toallas y buscó rocas planas para sentarse. Extendió las toallas y les dijo a Graciela y a Raymond que se sentaran. Él abrió la caja de avíos, sacó el tubo de crema solar y se lo tendió a Graciela. Entonces empezó a poner cebo en las cañas. Decidió reservar el calamar para el anzuelo de Raymond, porque pensaba que era el cebo más adecuado y quería que el niño fuese el primero en pescar algo.
Transcurridos quince minutos los tres anzuelos estaban en el agua. McCaleb había enseñado al niño a lanzar la caña y dejar el carrete abierto para que el calamar se moviera con él en la corriente.
– ¿Qué voy a pescar? -preguntó Raymond con la mirada fija en el sedal.
– No lo sé. Hay muchos peces por aquí.
McCaleb se sentó en una roca junto a Graciela. El niño estaba demasiado nervioso para sentarse y esperar. Pasaba de roca en roca con la caña, ansioso.
– Tendría que haber traído una cámara -susurró Graciela.
– La próxima vez -dijo McCaleb-. ¿Ha visto eso?
Estaba señalando al horizonte. La silueta azulada de una isla se distinguía al otro lado del agua en la lejana bruma.
– ¿Es Catalina?
– Sí.
– Es extraño. No me acostumbro a la idea de que haya vivido en una isla.
– Bueno, lo hice.
– ¿Cómo es que su familia terminó aquí?
– Eran de Chicago. Mi padre era jugador de béisbol. Una temporada (eso fue en 1950) estuvo a prueba con los Cubs. En primavera entrenaban en Catalina, porque los Wrigleys eran los dueños del equipo y de media isla. Así que vinieron aquí.
»Mi padre y mi madre eran novios desde la facultad. Ya se habían casado cuando a él le surgió la oportunidad en los Cubs. Jugaba de shortstop y segunda base. Es igual, el caso es que aunque vino aquí, no consiguió entrar en el equipo. Pero le encantó el sitio. Consiguió un empleo con los Wrigleys y se trajo a mi madre. -Su plan era dejar la historia en este punto, pero ella quería saber más.
– ¿Y entonces nació usted?
– Un poco después.
– Pero sus padres no se quedaron aquí.
– Mi madre se fue. No soportaba la isla. Se quedó diez años y dijo basta. Para alguna gente resulta claustrofóbico… El caso es que se separaron. Mi padre se quedó y quería que yo me quedara. Mi madre volvió a Chicago.
Ella asintió.
– ¿Qué hacía su padre para los Wrigleys?
– Muchas cosas. Trabajó en el rancho de la familia y luego en la casa. Tenían un Chris-Craft de diecinueve metros en la bahía. Consiguió empleo de marinero y eventualmente lo patroneaba para ellos. Al final compró su propio barco y lo alquilaba. También era bombero voluntario.
Ella sonrió y McCaleb le devolvió la sonrisa.
– ¿Y su barco era el Following Sea?
– Su barco, su casa, su negocio, todo. Los Wrigleys le financiaron la compra. Vivió en el barco unos doce años, hasta que se puso tan enfermo que lo llevaron (quiero decir que lo llevé, no tenía a nadie más) al hospital de la ciudad. Murió aquí en Long Beach.
– Lo siento.
– Hace mucho tiempo.
– No para usted.
Él la miró.
– Bueno, supongo que al final llega un momento en que todo el mundo lo sabe. Él sabía que no tenía salvación y sólo quería volver allí. A su barco, a la isla. Yo no le dejé. Yo quería probarlo todo, hasta la última maldita maravilla de la ciencia y de la medicina. Y además, si él hubiera estado allí, hubiera sido difícil para mí ir a verlo. Hubiera tenido que tomar el ferry. Lo obligué a quedarse en el hospital. Murió solo en su habitación. Yo estaba en San Diego, trabajando en un caso. -McCaleb miró hacia el agua y vio que un transbordador se dirigía hacia la isla-. ¡Ojalá le hubiera escuchado!
Ella le puso la mano en su antebrazo.
– No tiene sentido obsesionarse.
McCaleb miró a Raymond. El niño se había calmado y estaba de pie, quieto, mirando el carrete mientras algo tiraba de manera uniforme del sedal. McCaleb sabía que el calamar no tenía tanta fuerza.
– Eh, Raymond, espera. Creo que has pescado algo. -Dejó la caña en el suelo y se acercó al niño.
Recogió el carrete y el sedal se tensó. Casi de inmediato algo tiró de la caña hacia abajo y ésta casi se le escapó de las manos al niño. McCaleb la agarró y la sostuvo derecha.
– ¡Has pescado uno!
– ¡Tengo uno! ¡Tengo uno!
– Recuerda lo que te dije, Raymond. Tira hacia atrás y enrolla el sedal. Te ayudaré con la caña hasta que lo cansemos. Parece que es uno grande. ¿Estás bien?
– ¡Sí!
Empezaron a batallar con la presa. McCaleb, que hacía la mayor parte del trabajo, instruyó a Graciela para que enrollara el sedal de las otras cañas para evitar que se engancharan debido al movimiento del pez. McCaleb y el niño pelearon con su captura durante diez minutos. McCaleb sentía a través de la caña que el pez se iba cansando: iban a ganar la partida. Al final le dejó la caña a Raymond para que concluyera el trabajo él solo.
McCaleb se puso un par de guantes que sacó de la caja de avíos y bajó por las rocas hasta el borde del agua. A pocos centímetros de la superficie vio que el pez luchaba exhausto por escapar del anzuelo. McCaleb se arrodilló en la roca, mojándose pantalones y zapatos, y se inclinó hasta que consiguió agarrar el sedal de Raymond. Tiró con fuerza del pez y lo puso boca arriba, entonces le sujetó la cola con la mano enguantada, justo delante de la aleta trasera. Lo sacó del agua y volvió a escalar por las rocas hasta donde estaba Raymond.
El pez brillaba al sol como metal pulido.
– ¡Es una barracuda, Raymond! -dijo sosteniéndola en el aire-. ¡Mira qué dientes!