Lockridge y McCaleb tomaron una sucesión de autopistas desde Whittier hasta que alcanzaron la autopista del valle de Antelope, que finalmente les conduciría al extremo nororiental del condado. Durante la mayor parte del tiempo, Lockridge conducía con una mano y sostenía la armónica con la otra. A McCaleb no le daba mucha sensación de seguridad, pero al menos les ahorraba la charla insustancial.
Al pasar por Vasquez Rocks, McCaleb estudió la formación rocosa y localizó el lugar donde se había hallado el cadáver que al final le llevaría a conocer a Jaye Winston. La formación inclinada e irregular, consecuencia de un levantamiento tectónico, era hermosa a la luz de la tarde. El sol incidía en las rocas del frente en un ángulo bajo y dejaba las grietas en la más completa oscuridad. Tenía un aspecto hermoso y peligroso a la vez. Se preguntó si sería eso lo que atrajo a Luther Hatch.
– ¿Has estado alguna vez ahí, en Vasquez Rocks? -preguntó Buddy después de ponerse la armónica entre las piernas.
– Sí.
– Es un lugar bonito. Se llama así por un forajido mexicano que se refugió en las grietas después de robar un banco hace cien años. Hay muchos escondites aquí, nunca lo encontraron y se convirtió en una leyenda.
McCaleb asintió. Le había gustado la historia. Pensó en que sus historias de los lugares eran muy diferentes. Siempre había cadáveres y asesinatos de por medio. No leyendas ni héroes.
Se habían adelantado a la marea de vehículos que salían de la ciudad a la hora punta y apenas pasaba de las cinco cuando llegaron a Lancaster. Atravesaron muy despacio una urbanización llamada Conjunto Residencial Desert Flower, buscando la casa en la que había vivido James Cordell. McCaleb vio un buen trozo de desierto, pero pocas flores y tampoco había muchas casas que justificaran el calificativo de conjunto residencial. Las construcciones eran de estilo colonial con tejados rojos abovedados y ventanas y puertas de arco en la fachada. Había decenas de urbanizaciones iguales diseminadas por el valle de Antelope. Las viviendas eran grandes y razonablemente atractivas. La mayoría habían sido compradas por familias que huían de los gastos, la delincuencia y la masificación de Los Ángeles.
Por lo visto, los promotores del Conjunto Residencial Desert Flower habían ofrecido a los compradores tres planos diferentes. En consecuencia, McCaleb advirtió que cada tres casas se repetía el mismo modelo y que incluso había edificios gemelos uno al lado del otro. Le recordó algunos de los barrios construidos en el valle de San Fernando después de la Segunda Guerra Mundial.
La sola idea de vivir allí le deprimió. Y no fue por nada que hubiera visto, sino porque el lugar se hallaba muy distante del océano y de la inyección de vitalidad que éste le proporcionaba. Sabía que no aguantaría mucho tiempo en una urbanización de ese estilo. Se secaría y el viento lo arrastraría como a esas plantas rodadoras que se cruzaban con ellos en la calle.
– Ésta es -dijo Buddy.
Señaló el número escrito en un buzón y McCaleb asintió. Aparcaron y McCaleb vio que el Chevy Suburban que había visto en el vídeo estaba estacionado en la entrada, bajo una canasta de baloncesto. Había un garaje abierto con un coche aparcado a un lado y el otro lleno de bicicletas, cajas, una mesa de trabajo y objetos desordenados. Al fondo había una tabla de surf puesta en vertical. Era una de las viejas tablas grandes y a McCaleb le hizo pensar que quizás alguna vez James Cordell había conocido el océano.
– No sé cuánto tardaré -dijo.
– Va a hacer mucho calor aquí fuera. Podría ir contigo. No diré nada.
– Ya empieza a refrescar, Buddy. Pero si tienes calor pon el aire acondicionado. Date una vuelta, seguramente habrá niños vendiendo limonada por aquí cerca.
McCaleb salió antes de empezar una discusión. No estaba dispuesto a que Lockridge entrará en la investigación y ésta se convirtiera en un asunto de aficionados. Al subir por el camino de acceso se fijó en el Suburban. La parte de atrás estaba llena de herramientas y había diversos objetos en los asientos delanteros. Se sintió excitado. Quizá tuviera suerte, porque parecía que nadie había tocado el vehículo.
La viuda de James Cordell se llamaba Amelia. McCaleb lo sabía por los informes. Supuso que era ella quien le abrió la puerta de arco de la entrada antes de que llegara. Jaye Winston le había dicho que llamaría antes para allanarle el camino.
– ¿Señora Cordell?
– ¿Sí?
– Soy Terry McCaleb. ¿Ha llamado la detective Winston para decirle que vendría?
– Sí, llamó.
– ¿Es un mal momento?
– ¿Cuál es un buen momento?
– He elegido mal mis palabras, lo siento. ¿Tiene un rato para que hablemos?
La viuda era una mujer de baja estatura, pelo castaño y facciones pequeñas. Tenía la nariz roja y McCaleb se dijo que o bien estaba resfriada o había estado llorando. Se preguntó si la llamada de Winston habría sido el desencadenante del llanto.
Le invitó a entrar, guiándolo hasta una sala de estar muy ordenada. La mujer se sentó en el sofá y McCaleb ocupó una silla enfrente de ella. Entre ambos, en una mesita de café, había una caja de pañuelos de papel. El sonido de la televisión llegaba procedente de otra habitación. Al parecer daban dibujos animados.
– ¿Es su compañero el que espera en el coche? -preguntó ella.
– Eh…, mi chófer.
– ¿Quiere entrar? Hará mucho calor ahí fuera.
– No, él está bien.
– ¿Es usted investigador privado?
– Técnicamente, no. Soy un amigo de la familia de la mujer que mataron en Canoga Park. No sé si la detective Winston le dijo que trabajaba en el FBI. Tengo experiencia en esta clase de casos. El departamento del sheriff, como probablemente sabe, y el Departamento de Policía de Los Ángeles no han conseguido avanzar mucho en la investigación en las últimas semanas. Yo trato de hacer lo posible para ayudar.
Ella asintió.
– En primer lugar, siento lo que le ocurrió a su marido y a su familia.
La mujer torció el gesto y asintió de nuevo.
– Ya sé que poco importa la opinión de un extraño, pero la acompaño en el sentimiento. Por lo que he leído en los informes del sheriff, James era una buena persona.
Ella sonrió.
– Gracias -dijo-. Me hace gracia que lo llame James. Todo el mundo lo llamaba Jim o Jimmy. Y tiene razón era un buen hombre.
McCaleb asintió.
– ¿Qué quiere preguntarme, señor McCaleb? En realidad, yo no sé nada de lo que ocurrió. Eso es lo que me desconcertó de la llamada de Jaye.
– Bueno, para empezar… -Se agachó, abrió el maletín y sacó la foto que Graciela le había llevado al barco el día que se conocieron. Se la tendió a Amelia Cordell-. ¿Puede mirarla y decirme si reconoce a la mujer o si piensa que puede ser alguien a quien su marido conociera?
La viuda tomó la foto y la examinó con la cara seria. Sus ojos hacían pequeños movimientos, como si no quisiera perder detalle de la imagen. Al final negó con la cabeza.
– No, ¿es la mujer que…?
– Sí, era la víctima del segundo atraco.
– ¿El niño es su hijo?
– Sí.
– No lo entiendo. ¿Cómo iba mi marido a conocer a esta mujer? ¿Está insinuando que quizás ellos…?
– No. No, no estoy insinuando nada, señora Cordell. Sólo trato de contemplar… Mire, para serle franco, señora Cordell, han surgido algunos datos en la investigación que indican que posiblemente (y quiero subrayar «posiblemente») había algo más de lo que a primera vista parecía.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiere decir que posiblemente el atraco no era el motivo. O no era el único motivo.
La mujer lo miró sin comprender y McCaleb se dio cuenta de que seguía interpretando mal sus palabras.
– Señora Cordell, de ningún modo trato de insinuar que su marido y esa mujer mantuvieran algún tipo de relación. Lo que digo es que en algún sitio, en algún momento, su marido y ella se cruzaron en el camino del asesino. Ése es el tipo de relación al que me refiero, pero es una relación entre las víctimas y el asesino. Es probable que su marido y la otra víctima se cruzaran con el asesino en puntos diferentes, pero tengo que contemplar todas las posibilidades, y por eso le he mostrado la fotografía. ¿Está segura de que no la reconoce?
– Completamente.
– ¿Tenía su marido algún motivo para pasar algún tiempo en Canoga Park durante las semanas anteriores al asesinato?
– No, que yo sepa.
– ¿Tenía algo que ver con el Los Angeles Times? Más concretamente, ¿tenía algún motivo para ir a la planta del periódico en Chatsworth?
De nuevo la respuesta de la mujer fue negativa.
– ¿Había algún problema con el trabajo? ¿Algo que pudiera haber querido explicar a un periodista?
– ¿Cómo qué?
– No lo sé.
– ¿Ella era periodista?
– No, pero trabajaba con periodistas. Quizá sus caminos se cruzaron allí con el del asesino.
– Bueno, no lo creo. Si algo preocupaba a Jimmy, me lo hubiera contado. Siempre lo hacía.
– Muy bien, entiendo.
McCaleb pasó los siguientes quince minutos interrogando a la señora Cordell acerca de la rutina de su marido y sus actividades en los días previos al asesinato. Tomó tres páginas de notas, pero ya en el momento de escribirlas le parecieron de escasa ayuda. Todo indicaba que Jimmy Cordell era un hombre muy trabajador, que pasaba la mayor parte de su tiempo libre con la familia. En las semanas anteriores a su muerte sólo había trabajado en secciones del acueducto situadas en la parte central del estado y su mujer no creía que hubiera pasado ni un momento en el sur. Ella no creía que hubiera estado en el valle de San Fernando, ni en otras partes de la ciudad antes de Navidad. McCaleb cerró su bloc.
– Le agradezco su tiempo, señora Cordell. Lo último que quería preguntarle era si había echado en falta alguna pertenencia de su marido.
– ¿Alguna pertenencia? ¿Qué quiere decir?
Amelia Cordell llevó a McCaleb hasta el Chevy Suburban. Ya habían hablado de la ropa y las joyas de su marido, y ella le había asegurado que no le habían quitado nada, tal como el vídeo del cajero automático atestiguaba. Sólo quedaba el Suburban.
– ¿No ha entrado nadie? -preguntó mientras lo abría.
– Yo lo traje desde la oficina del sheriff. Es la única vez que lo he conducido. Jimmy lo compró sólo para trabajar. Decía que si empezábamos a usarlo para otras cosas, no podría deducir los gastos. Yo no lo usaba porque es demasiado alto para estar subiendo y bajando todo él tiempo.
McCaleb asintió y entró al gran familiar por la puerta abierta del conductor. El asiento trasero estaba echado hacia delante y la zona de carga llena de equipamiento topográfico, una mesa de dibujo plegable y herramientas varias. McCaleb rápidamente descartó todo ello. Buscaba algo de carácter personal, no material de trabajo.
Se concentró en la parte delantera del vehículo. Una pátina de polvo lo cubría todo. Al parecer Cordell conducía por el desierto con la ventana bajada. Abrió con un dedo el bolsillo de la puerta y vio que estaba repleto de recibos de estaciones de servicio y una libreta de espiral en la cual Cordell anotaba el kilometraje, las fechas y los destinos de sus trayectos. McCaleb sacó la libreta y pasó las páginas para ver si mencionaba algún viaje a la zona oeste del valle de San Fernando, en particular a Chatsworth o Canoga Park. Nada. Todo indicaba que Amelia Cordell estaba en lo cierto respecto a su marido.
Bajó la visera del acompañante y encontró dos mapas doblados. McCaleb los sacó y los abrió sobre el capó del coche. Uno era un mapa de estaciones de servicio de la parte central de California y el otro, un mapa de inspección en el que se veía el acueducto y sus numerosas carreteras de acceso. McCaleb buscó sin éxito alguna anotación extraña. Volvió a doblar los mapas y los devolvió a su sitio.
Sentado en el asiento del conductor, McCaleb escrutó el vehículo. Se fijó en el retrovisor y le preguntó a Amelia Cordell si en alguna ocasión su marido había colgado algo allí, algún adorno. Ella dijo que no lo recordaba.
En la guantera y la consola central había más papeles, cintas de música, varios bolígrafos, rotuladores y lápices, así como varias cartas abiertas. A Cordell le gustaba la música country. Todo parecía en orden y a McCaleb no se le ocurría nada.
– ¿Sabe si tenía alguna pluma o lápiz que le gustara particularmente? ¿Quizás alguno que le regalaran?
– No creo. Nada que yo recuerde.
McCaleb sacó la goma que sujetaba las cartas y examinó los sobres: correo departamental, avisos de reuniones, informes sobre problemas en el acueducto que Cordell debía revisar. McCaleb volvió a poner la goma elástica y dejó otra vez las cartas en la guantera. Amelia Cordell lo observaba en silencio.
En un pequeño contenedor entre los asientos vio un busca y unas gafas de sol. Cordell volvía a casa de noche cuando se detuvo en el cajero automático. Eso explicaba porque no llevaba las gafas, pero no el buscapersonas.
– Señora Cordell, ¿sabe por qué está aquí el busca? ¿Cómo es que no lo llevaba consigo?
Ella reflexionó un momento.
– Normalmente no lo llevaba en el cinturón en viajes largos porque decía que era incómodo. Decía que se le clavaba en los riñones. Varias veces se lo olvidó en el coche y perdió llamadas. Por eso lo sé.
McCaleb asintió. Seguía allí sentado pensando en qué revisar a continuación cuando la puerta delantera derecha se abrió de repente y se asomó Buddy Lockridge.
– ¿Qué pasa?
McCaleb tuvo que entrecerrar los ojos, porque le cegaban los rayos de sol que pasaban sobre los hombros de Buddy.
– Ya casi estoy, Buddy. ¿Por qué no esperas en el coche?
– Se me estaba poniendo el culo cuadrado. -Miró a la señora Cordell, que permanecía de pie detrás de McCaleb-. Disculpe, señora.
McCaleb estaba molesto por la intromisión, pero presentó a Lockridge como su ayudante a Amelia Cordell.
– Bueno, ¿qué estamos buscando?
– ¿Nosotros? Sólo busco algo que no está aquí, ¿por qué no esperas en el coche?
– Ya veo, algo que se han llevado.
Bajó la visera del asiento del pasajero, que McCaleb ya había examinado previamente sin encontrar nada.
– Ya he mirado eso, Buddy, ¿por qué no…?
– ¿Qué había ahí, una foto? -Señaló el salpicadero.
McCaleb no vio nada.
– ¿De qué estás hablando?
– ¿No ves el polvo, allí? Parece una foto, o algo así. A lo mejor guardaba un pase para el párking.
McCaleb volvió a mirar, pero seguía sin ver aquello a lo que Lockridge se refería. Se movió hacia la derecha y se inclinó hacia Buddy. Entonces volvió la cabeza para mirar el salpicadero y lo vio.
Una capa de polvo se había asentado en la protección de plástico del velocímetro y el resto de indicadores. En un lado se apreciaba un rectángulo claramente definido en el que no había polvo. Algo había estado apoyado en el plástico hasta hacía poco. McCaleb se dio cuenta de la fortuna que había tenido. Probablemente nunca lo habría notado. Sólo se apreciaba desde el asiento del pasajero y cuando el sol incidía con un ángulo bajo.
– ¿Señora Cordell? -dijo McCaleb-. ¿Puede dar la vuelta y mirar esto desde el otro lado?
McCaleb esperó. Lockridge se apartó para que la mujer pudiera mirar. McCaleb señaló la silueta en el plástico. Tenía un formato de nueve por trece centímetros.
– ¿Llevaba su marido alguna foto suya o de los niños aquí?
Ella negó con la cabeza lentamente.
– No lo sé. Tenía fotos, pero no sé exactamente dónde las ponía. A lo mejor tenía una ahí, no lo sé. Yo nunca conducía este coche. Siempre íbamos en el Caravan, incluso cuando salíamos solos Jim y yo. Ya le he dicho que no me gustaba treparme aquí.
McCaleb asintió.
– ¿Hay algún compañero de trabajo que pudiera saberlo, que pudiera haberle acompañado en el trabajo o para ir a comer?
De regreso a la ciudad por la autopista del valle de Antelope, se encontraron con una aparentemente interminable cola de coches que pretendían avanzar en sentido contrario: trabajadores que regresaban a casa y gente que salía de la ciudad para pasar el fin de semana. McCaleb, sumido en sus pensamientos, apenas reparó en ellos. No escuchó a Lockridge hasta que repitió lo mismo por segunda vez.
– ¿Perdón?
– Decía que creo que te he ayudado al ver eso.
– Me has ayudado, Buddy. Quizá no lo hubiera visto, pero aun así me gustaría que te hubieras quedado en el coche. Para eso te pago, para que conduzcas.
– Sí, bueno, a lo mejor aún seguirías buscando si me hubiera quedado en el coche.
– Ahora nunca lo sabremos.
– Así que no vas a decirme lo que has descubierto.
– No he descubierto nada Buddy, nada.
Había mentido. Amelia Cordell le había dejado entrar otra vez en la casa y él había llamado a la oficina de la víctima, mientras Buddy aguardaba en el coche. McCaleb habló con el superior de Cordell, quien le proporcionó los nombres y números de los supervisores encargados del mantenimiento del acueducto con los que Cordell había trabajado a primeros de enero. McCaleb llamó entonces a la oficina de Lone Pine y habló con Maggie Mason, que era una de las citadas supervisoras. Explicó que había acompañado a Cordell a comer dos veces en la semana anterior a la muerte de éste. En ambas ocasiones había conducido Cordell.
Sin preguntarle por la relación que mantenía con Cordell, McCaleb preguntó a la mujer si había advertido algo de naturaleza personal en el salpicadero del Suburban. Mason afirmó sin dudar que había una fotografía de la familia de Cordell en el salpicadero. Dijo que incluso se había acercado a mirarla y recordaba que era una foto de la mujer de Cordell con las dos hijas pequeñas del matrimonio en su regazo.
En el camino de regreso, McCaleb sintió que en su interior crecía una mezcla de pavor y excitación. Alguien, en algún sitio, tenía el pendiente de Gloria Torres y la foto de familia de James Cordell. Sabía que la maldad de esos dos asesinatos cobraba forma en una persona que no mataba por dinero, ni por miedo ni por venganza. Era una maldad que iba mucho más lejos. Se enfrentaba a alguien que mataba por placer y para cumplir con una fantasía que lo quemaba como un virus en el interior de su cerebro.
El mal estaba en todas partes. McCaleb lo sabía mejor que nadie, pero también era consciente de que no podía enfrentarse a él en abstracto. Tenía que encarnarse en un cuerpo y respirar, encarnarse en una persona a la que él pudiera dar caza y destruir. McCaleb ya contaba con eso. Sintió que su corazón se enfurecía y una horrible y desconcertante sensación de dicha.