McCaleb no se puso con las notas y los registros bancarios que le había dado Amelia Cordell hasta el final del día. Cansado de revisar papeles, repasó con rapidez las notas, y nada de lo que la viuda había consignado despertó su interés. Los extractos bancarios evidenciaban que a Cordell le depositaban la nómina cada miércoles. Durante los tres meses de los cuales McCaleb tenía constancia, Cordell había retirado dinero del mismo cajero en el que eventualmente sería asesinado. Esto confirmaba que, como la parada nocturna de Gloria Torres en el Sherman Market, Cordell había seguido una pauta definida, y este hecho apoyaba la teoría de que el asesino había vigilado a sus víctimas, en el caso de Cordell durante un mínimo de una semana, pero probablemente más.
McCaleb estaba mirando los extractos de la tarjeta de crédito cuando percibió que el barco se hundía levemente. Levantó la cabeza y vio que Graciela subía por la popa: una agradable sorpresa.
– Graciela -dijo al tiempo que salía a recibirla-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿No recibiste mi mensaje?
– No, yo… uf, no he escuchado el contestador.
– Bueno, te había llamado para avisarte de que venía. He escrito algunas cosas sobre Glory, como me pediste.
McCaleb estuvo a punto de quejarse ante la perspectiva de revisar más papeles, pero optó por decirle que le agradecía que lo hubiera tenido listo tan pronto.
Advirtió que ella llevaba una bolsa en bandolera. Se la agarró.
– ¿Qué hay en la bolsa? No habrás escrito tanto, ¿no?
Ella lo miró y sonrió.
– Son mis cosas. Estaba pensando en quedarme a dormir otra vez.
McCaleb se estremeció, aunque sabía que el hecho de que se quedara a dormir no significaba necesariamente que fueran a compartir el mismo lecho.
– ¿Dónde está Raymond?
– Con la señora Otero. También lo llevará al colegio mañana. Me he tomado el día libre.
– ¿Cómo es eso?
– Así podré ser tu chófer.
– Ya tengo alguien que me lleva. No hace falta que te tomes…
– Ya lo sé, pero quiero hacerlo. Además, te he concertado una cita en el Times con el jefe de Glory. Y quiero acompañarte.
– Muy bien, el trabajo es tuyo.
Ella sonrió y McCaleb la condujo hasta el salón.
Después de que McCaleb bajara la bolsa al camarote, abriera una botella de tinto y le sirviera una copa, se sentó con ella en la popa y empezó a explicarle los nuevos acontecimientos relacionados con el caso. Cuando le habló de Kenyon, los ojos de Graciela se abrieron de par en par. Se resistía a aceptar la idea de que existía una conexión entre su hermana y el estafador asesinado.
– No se te ocurre nada, ¿verdad?
– No, no tengo ni idea de cómo ellos pudieron… -No terminó la frase.
McCaleb sacudió la cabeza y se arrellanó en la silla del despacho. Ella abrió el bolso y sacó la libreta en la que había detallado las actividades de su hermana. Aunque ninguna anotación le pareció significativa a McCaleb en una primera lectura, le dijo a Graciela que la información podría ser útil en un futuro, puesto que el caso continuaba evolucionando.
– Es sorprendente cuánto ha cambiado todo -dijo él-. Hace una semana la investigación estaba estancada. Ahora cabe la posibilidad de que la motivación sea patológica o incluso que esté implicado un asesino profesional. El azar pasa ahora al tercer lugar.
Graciela bebió un trago de vino antes de hablar.
– Eso lo complica todo, ¿verdad? -dijo con un hilo de voz.
– No, sólo significa que nos estamos aproximando. Hay que abrirse a todas las posibilidades y examinarlas antes de descartarlas… Lo único que quiere decir todo esto es que estamos más cerca.
Después de contemplar la puesta de sol, Graciela condujo hasta un restaurante italiano de Belmont Shores, en Long Beach. A McCaleb le gustó la comida y disfrutaron de la intimidad de uno de los tres reservados con asientos circulares. Durante la cena, McCaleb había tratado de cambiar de tema, notando que Graciela seguía deprimida por el cariz que había tomado la investigación. Le contó algunos chistes malos que recordaba de sus días en el FBI, pero apenas logró arrancarle una sonrisa.
– Debía ser duro cuando te dedicabas a esto -dijo ella mientras apartaba el plato de ñoquis a medio terminar-. Tratar con esa clase de gente todo el tiempo tenía que ser… -No terminó.
Él se limitó a asentir con la cabeza. No creía que tuvieran que volver sobre ese tema otra vez.
– ¿Crees que alguna vez lo superarás?
– ¿El trabajo?
– No, lo que te hizo. Como la historia que me contaste. La Poza del Diablo. Todo lo que te pasó. ¿Podrás superarlo?
Él pensó un momento. Sentía que había muchas cosas en juego en su respuesta. Graciela estaba cuestionándole acerca de la fe e iba a tomar una decisión. McCaleb sabía que era importante que su respuesta fuese sincera, pero también debía ser la adecuada. Por sí mismo, tenía que ser sincero.
– Graciela, lo único que puedo decirte es que espero poder superarlo. Quiero restituirme. A qué, no estoy seguro. Pero he estado vacío durante mucho tiempo y quiero llenarme. Siento que es una idea demasiado extraña para expresarla con palabras, pero ésta ahí. Quiero que lo sepas. No sé si responde a lo que necesitabas saber sobre mí. Pero espero y deseo tener lo que creo que tú tienes.
No estaba seguro de estar explicándose. Se deslizó por el asiento hasta que estuvo a su lado. Se inclinó y la besó en la mejilla, cerca de la oreja. Luego, protegido por el mantel de cuadros rojos, puso su mano en la rodilla de ella y la subió lentamente por el muslo. Era una caricia propia de un amante, pero estaba desesperado por aferrarse a ella. No quería perderla y le faltaba confianza en sus propias palabras. Tenía que tocarla de algún modo.
– ¿Podemos irnos? -preguntó ella.
Él la miró un momento.
– ¿Adónde?
– Al barco.
Él asintió.
De vuelta en el barco, Graciela lo condujo al camarote y le hizo el amor sin vacilaciones. Mientras se movían a un ritmo lento, McCaleb sentía que su corazón golpeaba con tanta fuerza en su pecho que el latido parecía hacer eco en sus sienes, una sensación palpitante que lo alentaba. Estaba seguro de que ella también la sentía, bombeando contra su propio pecho, la cadencia de la vida.
Al final, le recorrió un estremecimiento y hundió su cara en el cuello de ella. Una risa breve, cortante, como un grito ahogado, escapó de su garganta y confió en que ella lo tomase por una tos o un intento de tomar aire. Suavemente, descargó el peso de su cuerpo sobre ella y hundió la cara en la delicada onda de cabello que ella tenía sobre la oreja. La mano de Graciela descendió por su espalda, para luego volver a subir y detenerse, suave y cálida, en su cuello.
– ¿Qué es tan gracioso? -susurró ella.
– Nada… Me siento feliz, nada más.
Terry apretó con más fuerza su cara contra Graciela y le habló al oído. Su nariz se llenó del perfume de ella, y al mismo tiempo su corazón y su cabeza se colmaron de esperanza.
– Tú eres la que me va a sacar del pozo -dijo-. Eres mi oportunidad.
Ella levantó los brazos, le rodeó el cuello y lo atrajo hacia sí. No dijo ni una palabra.
McCaleb se despertó en plena noche. Había estado soñando que buceaba y no tenía necesidad de salir a la superficie a tomar aire.
Estaba tendido boca arriba, rodeando con el brazo la espalda desnuda de Graciela. Sentía el calor del contacto. Pensó en incorporarse para mirar el reloj, pero no quería romper el hilo invisible de su roce. Estaba cerrando los ojos para recuperar el sueño, cuando lo despertó el inconfundible sonido de la puerta corredera al ser abierta lentamente. Entonces cayó en la cuenta de que algo -un sonido- lo había despertado. Sintió una fría punzada en el corazón y se puso alerta. Había alguien en el barco.
El ruso, pensó. Bolotov lo había encontrado y había venido a cumplir su amenaza. Sin embargo, pronto desechó la posibilidad y recuperó su instintiva convicción de que el ruso no sería tan estúpido.
Rodó hasta el borde de la cama y alcanzó el inalámbrico del suelo. Pulsó la tecla de marcado rápido del número de teléfono del barco de Buddy Lockridge y esperó respuesta. Quería que Lockridge mirara el Following Sea y preguntarle si todo estaba en orden. Por un instante pensó en Donald Kenyon y en cómo alguien lo había obligado a caminar hasta la puerta de su propia casa y lo había matado con una bala de fragmentación. Y se dio cuenta de que quienquiera que estuviese allí, seguramente no contaba con la presencia de Graciela en el barco. De repente, supo que no importaba lo que sucediese en los próximos minutos, el intruso no debía llegar a ella.
Después de cuatro timbrazos, Lockridge aún no había contestado y McCaleb decidió no perder más tiempo. Se levantó de un salto y se dirigió a la puerta cerrada del camarote; se fijo en los números iluminados del reloj: eran las tres y diez.
Mientras abría silenciosamente la puerta, pensó en su pistola. Estaba en el cajón de abajo de la mesa de navegación. El intruso se hallaba más cerca del arma que McCaleb y quizá ya la había encontrado.
Visualizó la cubierta inferior, pensando en qué podría servirle de arma, pero no se le ocurrió nada. La puerta ya estaba abierta de par en par.
– ¿Qué pasa? -susurró Graciela detrás de él.
McCaleb volvió a la cama rápidamente, pero sin hacer ruido. Le tapó la boca a Graciela y susurró:
– Hay alguien en el barco. -Sintió que el cuerpo de ella se tensaba-. No saben que estás aquí. Quiero que te metas debajo de la cama y que te quedes ahí en silencio hasta que yo vuelva.
No se movió.
– Hazlo, Graciela.
Ella empezó a moverse, pero McCaleb la detuvo.
– ¿Llevas esprái o algún arma en el bolso?
Graciela negó con la cabeza. McCaleb la empujó hacia el lado de la cama más cercano a la pared y volvió a la puerta.
Al subir en silencio las escaleras, McCaleb vio la corredera entreabierta. Había más luz en el salón que abajo y su visión mejoró. De repente, la luz que entraba por la puerta trazó la silueta de un hombre; parecía reflejarse en la figura. McCaleb no distinguía si el intruso estaba mirándolo o se hallaba de espaldas, vuelto hacia el puerto.
Sabía que el sacacorchos que había usado para abrir el vino de Graciela estaba arriba, en la encimera de la cocina, justo a la derecha de la escalera. Podía llegar a él con facilidad. Sólo tenía que decidir si iba a usarlo contra alguien mejor armado.
Se dijo que no tenía alternativa. Al llegar al último escalón se estiró para agarrar el sacacorchos. El escalón crujió y McCaleb vio que la silueta se tensaba: adiós al factor sorpresa.
– ¡Quieto, cabrón! -gritó mientras agarraba el sacacorchos y se movía hacia la oscura figura.
El intruso corrió hacia la puerta, pasó de costado y utilizó una mano para cerrar tras de sí. McCaleb perdió unos segundos preciosos tratando de abrir y el hombre ya estaba corriendo por el muelle cuando él todavía no había bajado del barco.
Aunque instintivamente sabía que no podría alcanzar al desconocido, saltó al muelle de todos modos y fue tras él lo más deprisa que pudo. El aire frío de la noche le curtía la piel y la madera áspera de las planchas de la dársena le pinchaba los pies descalzos.
Mientras corría por la pasarela inclinada oyó que se encendía el motor de un coche. Abrió la verja de un golpe y corrió hacia el aparcamiento justo cuando un vehículo aceleraba hacia la salida, con los neumáticos rechinando al perder adherencia sobre el frío asfalto. McCaleb lo vio marcharse. Estaba demasiado lejos para leer la matrícula.
– ¡Mierda!
Cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz; una técnica de autohipnosis para tratar de grabar en su memoria el máximo de detalles de lo que acababa de presenciar. Un coche rojo, pequeño, importado, suspensión gastada. Pensó que el automóvil le resultaba familiar, pero no lograba situarlo.
McCaleb se agachó y puso las manos en sus rodillas, al tiempo que sentía una náusea y su corazón parecía acelerar para cambiar de marcha. Se concentró en respirar a fondo y logró disminuir el ritmo de latidos.
Sintió una luz en sus párpados cerrados. Abrió los ojos y miró el haz de una linterna que se aproximaba. Se trataba del guardia de seguridad del puerto deportivo que llegaba en su coche de golf.
– ¿Señor McCaleb? -preguntó la voz desde detrás de la linterna-. ¿Es usted?
Sólo entonces McCaleb cayó en la cuenta de que estaba desnudo.
No faltaba nada ni habían revuelto nada. Al menos McCaleb no lo notó. Nada parecía fuera de lugar. El maletín que había dejado sobre la mesa de navegación contenía todo lo que él recordaba. Encontró el grueso fajo de documentos que había guardado en el armario de la cocina por la mañana donde lo había dejado. McCaleb inspeccionó la puerta corredera y encontró arañazos de un destornillador. También sabía que el ruido se oía con más intensidad en el exterior de la puerta que en el barco. Había tenido suerte. Por algún motivo el ruido u otra cosa lo había despertado.
Ante la atenta mirada del guardia de seguridad, Shel Newbie, McCaleb terminó de revisar todos los cajones y armarios del salón y no echó en falta nada.
– ¿Y abajo? -preguntó Newbie.
– No tuvo tiempo -dijo McCaleb-. Lo oí en cuanto abrió la puerta. Supongo que lo asusté antes de que hiciera lo que había venido a hacer.
McCaleb no mencionó la posibilidad de que el intruso no hubiera venido a robar nada. Pensó en Bolotov de nuevo, pero pronto descartó la idea. La figura que había visto escurrirse de lado por la puerta era demasiado pequeña para ser el ruso.
– ¿Puedo subir? Podría hacer café.
McCaleb se volvió hacia la escalera. Allí estaba Graciela. Cuando había vuelto al camarote para vestirse, le había dicho que sería mejor que se quedara abajo.
– ¿Quiere que llame a la División del Pacífico? -preguntó Newbie.
McCaleb negó con la cabeza.
– Probablemente era un gamberro de los muelles que quería robarme el Loran o la brújula -dijo, aunque evidentemente no lo creía-. No quiero que venga la policía. Estaríamos levantados toda la noche.
– ¿Está seguro?
– Sí, gracias por su ayuda, Shel. Se lo agradezco.
– Lo hago encantado. Entonces, supongo que me voy. Tendré que escribir un informe de incidencia. Por la mañana quizá quieran presentar una denuncia al departamento de policía.
– Sí, está bien. Es sólo que no tengo ganas de que vengan aquí ahora. Esa carrera me ha dejado agotado. Mañana está bien.
– De acuerdo, pues.
Newbie saludó y se marchó. McCaleb esperó unos segundos y luego miró a Graciela, que seguía en la escalera.
– ¿Estás bien?
– Sí, sólo un poco asustada.
– ¿Por qué no vuelves abajo? Yo iré enseguida.
Graciela regresó al camarote. McCaleb cerró la puerta corredera y accionó la cerradura para verificar que aún funcionaba. Funcionaba. Se estiró para bajar del estante de las cañas de pescar el mango de madera del arpón y lo puso en la puerta a modo de cuña para mantenerla cerrada. Para esa noche serviría, pero tendría que replantearse la seguridad de la embarcación.
Cuando hubo terminado con la puerta y se sintió razonablemente confiado en la seguridad, McCaleb se miró los pies descalzos en la moqueta del salón. Por primera vez se dio cuenta de que el suelo estaba húmedo. Entonces recordó que las luces del puerto se habían reflejado en el cuerpo del intruso cuando éste se hallaba junto a la puerta.