28

– ¿Qué ha ocurrido ahí dentro? ¿Qué pasa?

McCaleb caminaba deprisa hacia el coche, con la esperanza de que la velocidad le permitiera mantener a raya el terror que sentía y que éste le impidiera pensar. Graciela tenía que trotar para seguirle.

– La sangre.

– ¿La sangre?

– Los dos eran donantes. Tu hermana y Cordell. Estaba ante mis narices. Vi el cartel y me acordé de una carta que leí en casa de Cordell… y simplemente lo supe. ¿Llevas las llaves?

– Escucha, cálmate, Terry. Más despacio.

A regañadientes, Terry empezó a caminar más despacio y ella se puso a su altura y empezó a rebuscar las llaves en su bolso.

– Ahora dime de qué estás hablando.

– Abre el coche y te lo enseñaré.

Llegaron al vehículo. Ella abrió primero la puerta del pasajero y rodeó el automóvil para abrir la suya. McCaleb se metió en el coche y abrió la ventana de Graciela, luego se inclinó y empezó a buscar en el maletín que había en el suelo. Estaba tan repleto que tuvo que sacar la pistola a fin de que hubiera más espacio para revisar los documentos. Graciela entró al coche y empezó a mirar.

– Puedes arrancar -dijo él sin levantar la vista de su tarea.

– ¿Qué estás haciendo?

Sacó los resultados de la autopsia de Cordell.

– Estoy buscando… mierda, sólo es el informe preliminar.

Pasó el protocolo para asegurarse. Estaba incompleto.

– Falta el toxicológico y el análisis de sangre.

Volvió a meter el informe de la autopsia y luego la pistola en el maletín. Se incorporó.

– Vamos a buscar un teléfono. Voy a llamar a su mujer.

Graciela arrancó el coche.

– Muy bien -dijo ella-. Iremos… iremos a mi casa. Pero tienes que decirme en qué estás pensando, Terry.

– Vale, sólo dame un minuto.

Trató de calmar el confuso arroyo de ideas que le daban vueltas por la cabeza e intentó analizar el salto que acababa de dar.

– Estoy hablando de la coincidencia -dijo-. Del vínculo.

– ¿Qué vínculo?

– ¿Qué hemos estado pasando por alto? ¿Qué hemos estado buscando? El vínculo entre los casos. Al principio no había otro vinculo que el azar. Eso es lo que pensaban los policías, y eso es lo que yo pensé la primera vez que conocí el caso. Teníamos dos víctimas sin otra conexión entre sí que el asesino y la posibilidad de que su camino se hubiera cruzado con el de ellos. Esto es Los Ángeles y aquí estas cosas ocurren todo el tiempo. Es la capital de la violencia indiscriminada, ¿no?

Graciela dobló por Sherman Way. Estaban a sólo dos minutos de su casa.

– Sí.

– No, porque entonces averiguamos algo más. Descubrimos un asesino que se lleva iconos personales, y esto sugiere que hay algo más en juego que el encuentro casual del asesino con la víctima. Sugiere una relación más profunda: la determinación, acoso y adquisición de cada víctima.

McCaleb se detuvo. Estaban pasando por el Sherman Market y ambos miraron a la tienda sin pronunciar palabra al pasar junto a ella. McCaleb esperó un rato antes de continuar.

– Entonces, de repente, tenemos otro enfoque, otra capa de la cebolla que se pela. Tenemos el resultado de balística y empieza una partida nueva. Tenemos otro asesinato y lo que parece un profesional, un sicario. ¿Por qué? ¿Cuál podía ser la conexión entre tu hermana, James Cordell y Donald Kenyon?

Graciela no contestó. Estaban en Alabama y pasó al carril de giro.

– La sangre -contestó él-. La sangre tiene que ser el vínculo.

Ella aparcó en el sendero de entrada de su casa y apagó el motor.

– ¿Sangre?

McCaleb miró la puerta del garaje que tenía enfrente. Habló despacio, el terror finalmente le había vencido.

– Durante todo este tiempo he estado pensando en qué vio ella, en qué sabía, en cuál era el camino que había cruzado para acabar asesinada. Lo ves, buscaba en su vida y hacía un juicio. Decidí que ella no tenía nada que otro pudiera querer y que por tanto la razón tenía que estar en otra parte. Pero no lo vi. Se me pasó por alto completamente. Tu hermana era una buena madre, una buena hermana, una buena trabajadora y amiga. Sin embargo, lo que la hacía casi única era la sangre. Eso convertía lo que llevaba dentro en algo muy valioso… para alguien.

Esperó un momento sin decir nada, todavía sin mirarla.

– Alguien como yo.

La oyó exhalar el aire y sintió que todas sus esperanzas de redención se escapaban.

– Me estás diciendo que la mataron por sus órganos. Miras un cartel ahí dentro y puedes decir eso.

Por fin la miró.

– Simplemente, lo sé. Eso es todo.

Abrió la puerta.

– Llamaremos a la señora Cordell y nos dirá el tipo sanguíneo de su marido. Será AB con CMV negativo. Exacto. Luego averiguaremos el tipo de Kenyon y también coincidirá. Apuesto lo que sea.

Se volvió para salir.

– No tiene sentido -dijo ella-. Porque me has dicho que Cordell murió en el banco. No le quitaron el corazón. Sus órganos. No es lo mismo. Y Kenyon. Kenyon murió en su casa.

McCaleb salió y luego se inclinó y miró a Graciela. Ella estaba mirando por el parabrisas.

– Con Cordell y Kenyon no funcionó -dijo McCaleb-. El asesino aprendió de ellos. Al final lo logró con tu hermana.

McCaleb cerró la puerta y caminó hacia la casa. Graciela tardó en ponerse a su altura.

Dentro, McCaleb se sentó en un sofá modular de la sala de estar y Graciela le trajo el teléfono desde la cocina. Cayó en la cuenta de que había dejado el número de Amelia Cordell en el maletín; además, el coche estaba abierto y su pistola seguía en el maletín.

Al salir y acercarse al coche, sus ojos rastrearon la calle en busca del vehículo que había visto la noche anterior en el puerto. No vio ninguno que se pareciera ni remotamente, y tampoco había ningún coche aparcado con gente dentro.

De nuevo en la casa, se sentó en el sofá y marcó el número de Amelia Cordell, mientras Graciela se sentaba en la esquina y lo observaba con expresión distante. El teléfono sonó cinco veces antes de que se conectara el contestador. McCaleb dejó su nombre, su número y el mensaje de que necesitaba saber cuanto antes el tipo sanguíneo de James Cordell. Colgó el teléfono y miró a Graciela.

– ¿Sabes si trabaja? -preguntó.

– No, no trabaja, puede estar en cualquier sitio.

Entonces llamó a su propio número para comprobar los mensajes. Había nueve, desde el sábado. Escuchó cuatro mensajes de Jaye Winston y dos de Vernon Carruthers que habían quedado desfasados por los acontecimientos. También estaba el mensaje en el que Graciela le decía que iría a su barco el lunes. De los dos mensajes restantes, el primero era de Tony Banks, el técnico de vídeo. Anunciaba a McCaleb que había concluido su trabajo con la cinta que le había dejado. El otro mensaje era de Jaye Winston, de nuevo. Había llamado esa mañana para contarle a McCaleb que su predicción se había hecho realidad. El FBI estaba implicándose más en las investigaciones de asesinato. Hitchens no sólo les había prometido plena cooperación, sino que había aceptado que Nevins y Uhlig dirigieran la investigación. Jaye estaba frustrada. McCaleb lo sabía sin ninguna duda por el tono de su voz. Él también lo estaba. Colgó y resopló.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Graciela.

– No lo sé. Necesito confirmar esta idea antes de dar el siguiente paso.

– ¿Qué hay de la detective del sheriff? Ella tendrá el informe completo de la autopsia. Ella sabrá el grupo sanguíneo.

– No.

No dijo nada más a modo de explicación. Observó lo que se veía de la casa desde el sofá. Era pequeña, bien ordenada y con muebles bonitos. Había una foto enmarcada de Gloria Torres en el estante superior de un armario chino en el comedor contiguo.

– ¿Por qué no quieres llamarla? -preguntó Graciela.

– No estoy seguro. Yo sólo… quiero entender las cosas un poco más antes de hablar con ella. Creo que será mejor esperar a ver si telefonea la señora Cordell.

– ¿Y si llamas directamente al despacho del forense?

– No, no creo que eso funcionara, tampoco.

Lo que no estaba diciendo era que si se confirmaba su teoría, todos los beneficiados por la muerte de Glory se convertirían en sospechosos. Y eso lo incluía a él. Por consiguiente, no quería solicitar a las autoridades ninguna información que pusiera en marcha la máquina. No hasta que estuviera preparado con unas cuantas respuestas más que le permitieran defenderse.

– ¡Ya lo sé! -dijo de pronto Graciela-. El ordenador del laboratorio. Seguramente podré confirmarlo desde allí. A no ser que su nombre haya sido borrado. Pero lo dudo. Recuerdo haberme encontrado con el nombre de un donante que llevaba cuatro años muerto y seguía en la lista.

Lo que Graciela comentaba carecía de sentido para McCaleb.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó.

Ella miró su reloj y se levantó de un salto.

– Voy a cambiarme y salimos corriendo. Te lo explicaré por el camino.

Graciela desapareció por el pasillo y McCaleb oyó que se cerraba la puerta de un dormitorio.

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