23

El despacho de detectives del Star Center estaba lleno de agentes cuando McCaleb entró el lunes por la mañana a las ocho en punto. Sin embargo, el recepcionista, que hacía sólo tres días le había dejado pasar sin acompañarle a la brigada de homicidios, le dijo que debía esperar al capitán. Esto desconcertó a McCaleb, pero antes de que pudiera reflexionar el recepcionista ya estaba hablando por teléfono. En cuanto colgó, McCaleb vio salir al capitán Hitchens de la sala de reuniones en la que había estado con Jaye Winston el viernes. El capitán cerró la puerta tras de sí y se acercó a McCaleb. El se dio cuenta de que las persianas de la sala de reuniones estaban bajadas. Hitchens le hizo una seña para que le siguiera.

– Terry, acompáñeme.

McCaleb lo siguió hasta su despacho y Hitchens le pidió que se sentara. A McCaleb le daba mala espina el tratamiento excesivamente cordial. Hitchens se sentó tras su mesa, cruzó los brazos y se inclinó hacia delante con una sonrisa en el rostro.

– Y bien, ¿dónde ha estado?

McCaleb miró el reloj.

– ¿Qué quiere decir? Jaye Winston organizó el encuentro a las ocho. Pasan dos minutos.

– Me refiero al domingo, al sábado. Jaye estuvo llamándole.

McCaleb comprendió de inmediato lo que había sucedido. El sábado, mientras él limpiaba el barco, había llevado el teléfono y el contestador al armario que había junto a la mesa de navegación. Luego se había olvidado por completo. Se había perdido las llamadas al barco y los mensajes que hubieran dejado mientras ellos estaban en el espigón. El teléfono y el contestador seguían en el armario.

– Maldición -le dijo a Hitchens-. No he comprobado el contestador.

– Bueno, hemos estado llamando. Podría haberse ahorrado un viaje.

– ¿Se ha cancelado la reunión? Creía que Jaye quería…

– La reunión no se ha cancelado, Terry. Pero han surgido algunas cosas y creemos que es preferible que llevemos esta investigación sin complicaciones externas.

McCaleb se lo quedó mirando unos segundos.

– ¿Complicaciones? ¿Lo dice por lo del trasplante? ¿Jaye se lo ha contado?

– No tuvo que contármelo. Pero es por varios motivos. Mire, vino aquí y agitó las cosas. Nos dio varias ideas, buenas ideas. Vamos a seguir sus sugerencias y seremos muy diligentes en nuestra investigación, pero en este momento debo poner fin a su participación. Lo siento.

Algo no se había dicho, pensó McCaleb mientras el capitán hablaba. Ocurría algo que no comprendía o que al menos no sabía. Buenas ideas, había dicho Hitchens. De repente, McCaleb lo entendió. Si Winston no había podido localizarle durante el fin de semana, tampoco habría podido hacerlo Vernon Carruthers desde Washington.

– Mi amigo de Armas de Fuego y Herramientas encontró algo, ¿qué es capitán?

Hitchens levantó las manos con las palmas hacia fuera.

– No voy a hablar de eso. Le he dicho que le estamos muy agradecidos por el impulso inicial, pero permita que lo manejemos nosotros a partir de ahora. Le comunicaremos lo que suceda y si todo sale bien, le daremos crédito en nuestros registros y en los medios de comunicación.

– No necesito crédito. Sólo necesito formar parte de esto.

– Lo siento, pero desde aquí seguiremos nosotros.

– ¿Y Jaye está de acuerdo?

– No importa si ella está de acuerdo o no. Por lo que yo sé, el jefe de detectives soy yo, y no Jaye Winston.

El tono era lo bastante enojado como para que McCaleb concluyera que Winston no estaba de acuerdo con Hitchens. Era bueno saberlo. Quizá la necesitase. Al mirar a Hitchens, McCaleb decidió que no iba a volver tan tranquilo a su barco y abandonar. De ningún modo. Y el capitán también tenía que ser lo bastante listo para darse cuenta.

– Sé en lo que está pensando. Y lo único que voy a decirle es que no se meta en un lío. Si nos encontramos con usted por el camino, habrá problemas.

McCaleb asintió.

– Está bien.

– Ya está avisado.


McCaleb pidió a Lockridge que diera una vuelta por el aparcamiento. Necesitaba un teléfono enseguida, pero antes quería ver si podía hacerse una idea de quién estaba en la sala de reuniones de la que había salido Hitchens. Sabía que Jaye Winston, obviamente, estaba allí, y probablemente también Arrango y Walters, pero sospechaba que, si era cierta su corazonada y Vernon Carruthers había encontrado algo en el programa Drugfire, habría allí alguien más del FBI además de Maggie Griffin.

Mientras avanzaban lentamente por el aparcamiento, McCaleb se fijaba en los parabrisas de los vehículos estacionados. Por fin en la tercera fila, vio lo que estaba buscando.

– Para un momento, Bud -dijo.

Se detuvieron tras un Ford LTD azul metalizado. En la cara interior del parabrisas, del lado del conductor, descubrió el delator código de barras. Era un vehículo del FBI. Un lector de láser situado a la entrada del garaje del edificio federal en Westwood comprobaba el código de barras y levantaba la barrera para permitir la entrada fuera de horas de oficina.

McCaleb bajó y se acercó al Ford. No había marcas exteriores que le ayudasen a identificar al agente que lo había conducido, pero quienquiera que fuera se lo había puesto fácil. Al conducir hacia el este para asistir a la reunión, el conductor se había servido de la visera para protegerse del sol y la había dejado baja. McCaleb nunca había conocido a ningún agente del FBI que no guardase la tarjeta del gobierno para comprar gasolina sujeta al visor. Aquél no era la excepción. McCaleb miró la tarjeta, apuntó el número de serie y volvió al coche de Lockridge.

– ¿Qué pasa con el coche? -preguntó Buddy.

– Nada. Vámonos.

– ¿Adónde?

– Busca un teléfono.

– Tendría que haberlo adivinado.

Cinco minutos más tarde se hallaban en una estación de servicio que contaba con una fila de teléfonos en la pared lateral. Lockridge aparcó junto a los teléfonos, bajó la ventanilla para tratar de oír algo y apagó el motor. Antes de salir, McCaleb sacó la billetera y le dio veinte dólares.

– Ve a llenarlo. Creo que vamos a volver al desierto.

– Mierda.

– Has dicho que tenías el día disponible.

– Sí, pero ¿a quién le apetece ir al desierto? ¿No hay ninguna pista que apunte hacia la playa?

McCaleb se limitó a reírse y salió del coche con la agenda en la mano.

Llamó a la oficina de campo de Westwood y pidió que le pasaran con el garaje. Contestaron al cabo de doce timbrazos.

– Garaje.

– Sí, ¿quién es?

– Roofs.

– Ah, hola -dijo McCaleb recordando al hombre-. Rufus, soy Convey de la quince. Tengo una pregunta que quizá tú puedas contestar.

– Dispara.

La familiaridad que McCaleb había aplicado a su voz funcionó. Se acordaba de Rufus y no le había impresionado nunca por su inteligencia.

– He encontrado una tarjeta de gasolina en el suelo que tendría que estar en algún coche. ¿Quién lleva el ochenta y uno? ¿Puedes mirarlo?

– Ah, ¿el ochenta y uno?

– Sí, Rufus, ocho uno.

Se produjo un silencio mientras el hombre al parecer buscaba en un listado.

– Bueno, es del señor Spencer. Él tiene el ochenta y uno.

McCaleb no contestó. Gilbert Spencer era el segundo agente en la jerarquía en Los Ángeles. Al margen de su puesto, McCaleb nunca lo había considerado de los mejores para llevar un equipo de investigación. No obstante, el hecho de que estuviera reunido con Jaye Winston y su capitán y a saber quién más en el Star Center fue un mazazo. Empezaba a formarse una idea más clara de por qué lo habían apartado del caso.

– ¿Y?

– Ah, gracias, Rufus. ¿Es el ochenta y uno, sí?

– Sí, es el coche del señor Spencer.

– Muy bien, le llevaré la tarjeta.

– No sé. No veo su coche aquí ahora mismo.

– Vale, no te preocupes. Gracias, Rufus.

McCaleb colgó el teléfono e inmediatamente levantó de nuevo el auricular. Llamó a Vernon Carruthers a Washington utilizando su numero de tarjeta de llamadas. Era casi la hora de comer allí, y esperaba que no hubiera salido.

– Vernon al habla.

McCaleb exhaló un suspiro.

– Soy Terry.

– Tío, ¿dónde te habías metido? Quise despertarte el sábado y esperas dos días para llamarme.

– Lo sé, lo sé. La cagué. Pero he oído qué tienes algo.

– Un pleno.

– ¿Qué, Vernon, qué?

– He de tener cuidado. Me da la sensación de que aquí hay una lista de gente que tiene que saberlo y tú…

– Y yo no estoy en la lista. Sí, ya lo sé. Acabo de comprobarlo. Pero este coche es mío, Vernon, y nadie va a llevárselo sin mí. Así que dime qué es lo que encontraste para que el segundo del agente especial al mando en la oficina de campo de Los Ángeles haya salido de su despacho, quizá por primera vez este año.

– Claro que voy a decírtelo. Tengo veinticinco casos abiertos. ¿Qué van a hacerme? ¿Despedirme para luego tener que pagarme tarifas de testigo para que testifique en todos los casos que tengo?

– Dímelo entonces.

– Bueno, esta vez has acertado de pleno. Procesé con el láser la bala que me envió esa Winston y obtuve un ochenta y tres por ciento de coincidencia con un fragmento de buen tamaño que sacaron de la cabeza de un tal Donald Kenyon en noviembre. Por eso está ese chalado del asistente del agente especial allí.

McCaleb silbó.

– Joder, no me silbes en el oído.

– Lo siento. ¿Era una Federal FMJ, la de Kenyon?

– No, en realidad era una bala de fragmentación. Una Devastator. ¿La conoces?

– Es la que le dispararon a Reagan en el Hilton, ¿no?

– Eso es. Lleva poca carga en la punta. Se supone que la bala tiene que fragmentarse, pero no funcionó con Reagan. Tuvo suerte. Kenyon, no.

McCaleb trató de pensar en el significado de todo ello. La misma arma, la HK P7, se había utilizado en tres asesinatos: Kenyon, Cordell y Torres. Pero entre Kenyon y Cordell la munición había cambiado de una de fragmentación a una hardball. ¿Por qué?

– Y ahora recuerda -dijo Carruthers- que yo no te he dicho nada.

– Ya lo sé. Pero explícame esto. Después de conseguir el resultado, ¿fuiste a Lewin o hiciste algunas averiguaciones antes?

Joel Lewin era oficialmente el jefe de Carruthers.

– Me estás preguntando si tengo algo para enviarte a ti, ¿verdad?

– Exacto. Necesito lo que puedas mandarme.

– Ya está en camino. Lo puse en el correo prioritario el sábado, antes de que el ventilador empezara a esparcir la mierda por aquí. Imprimí todo lo que salía en el ordenador. Te mandé todos los internos. Debería llegarte hoy o mañana. Vas a tener que invitarme a un crucero de pesca de primera por ésta, tío.

– Cuenta con eso.

– Y nada de lo que sabes te lo he dicho yo.

– Tranquilo, Vernon. No tenías ni que decirlo.

– Ya lo sé, pero me hace sentir mejor.

– ¿Qué más puedes contarme?

– Esto es todo. Me lo han quitado de las manos. Lewin se hizo cargo de todo y de ahí pasó a las altas esferas. Tuve que decirle por qué empecé la investigación. Así que saben que estabas metido en esto. No les dije el motivo.

McCaleb se recriminó en silencio por haber perdido los nervios con Arrango después de la sesión de hipnosis. Si no hubiera revelado su verdadera motivación para participar en la investigación, quizás aún formaría parte del equipo. Carruthers no había revelado el secreto, pero Arrango sin duda lo había hecho.

– ¿Estás ahí, Terry?

– Sí, escucha, si descubres algo sobre esto, me avisas.

– Claro, tío. Pero contesta el puto teléfono. Y cuídate.

– Siempre lo hago.

Después de que McCaleb colgase se volvió y casi chocó con Buddy Lockridge.

– Venga, Buddy, déjame pasar. Vámonos.

Empezaron a caminar hacia el coche, que seguía aparcado junto a uno de los surtidores.

– ¿Al desierto?

– Sí. Voy a visitar otra vez a la señora Cordell. A ver si todavía me habla.

– ¿Por qué no iba a…? No importa, no me contestes. Yo sólo soy el chófer.

– Muy bien.


Camino del desierto, Buddy tocaba una armónica en sí bemol, mientras McCaleb utilizaba algunas técnicas de autohipnosis con el objetivo de relajar su mente para recordar mejor lo que sabía del caso de Donald Kenyon. Había sido uno de los últimos de una larga lista de bochornos del FBI.

Kenyon había sido presidente de Washington Guaranty, una sociedad de ahorro y préstamos con respaldo federal y sucursales en los condados de Los Ángeles, Orange y San Diego. Kenyon era un trepa de pelo de oro y lengua de plata que trataba de congraciarse con los grandes inversores mediante chivatazos de la bolsa, hasta que ascendió al despacho del presidente a la asombrosa edad de veintinueve años. Salió en todas las revistas económicas. Era un hombre que inspiraba confianza en sus inversores, en sus empleados y en la prensa. Tanto es así que en los tres años que se mantuvo en la presidencia consiguió desviar la asombrosa cantidad de treinta y cinco millones de dólares de la institución, a través de préstamos ficticios a compañías fantasma, sin que nadie se inmutara. Hasta que quebró la entidad, después de que hubiera sido vaciada a conciencia y Kenyon desapareciera, nadie, incluidos los auditores federales y los organismos de control, se dio cuenta de lo que había ocurrido.

McCaleb recordaba que el caso fue noticia durante meses, por no decir años. Historias de jubilados que lo perdieron todo, historias sobre el efecto dominó de empresas que quebraron, historias de gente que afirmaba haber visto a Kenyon en París, Zúrich, Tahití y otros lugares.

Después de cinco años huido de la justicia, Kenyon fue localizado en Costa Rica por la unidad especializada en fugas del FBI. Allí vivía en un opulento complejo con dos piscinas, dos pistas de tenis, un entrenador personal que se alojaba en la casa y un centro de cría de caballos. El ladrón, que entonces contaba treinta y seis años, fue extraditado a Estados Unidos y compareció ante la corte federal en Los Ángeles.

Mientras Kenyon permanecía en prisión preventiva a la espera de juicio, una brigada especializada en activos y pérdidas le siguió la pista y trabajó seis meses en busca del dinero. Lo que recuperaron no llegaba a los dos millones de dólares.

Ése era el enigma. La defensa de Kenyon argumentaba que no tenía el dinero porque él no se lo llevó, sino que sólo ejerció de testaferro bajo amenaza de muerte para él y su familia. A través de sus abogados, aseguró que lo habían chantajeado para crear empresas fantasma, prestarles millones del banco y luego pasarle el dinero a su chantajista. Pero a pesar de que se enfrentaba a años de cárcel en una prisión federal, Kenyon se negó a dar el nombre del extorsionista que se había llevado el dinero.

Los investigadores federales y los fiscales optaron por no creerle. Basándose en su lujoso tren de vida, tanto mientras dirigía el banco como cuando evadió la justicia, y mencionando el hecho de que tenía algo del dinero -aunque sólo una fracción del total- en Costa Rica, decidieron procesar sólo a Kenyon.

Tras un juicio de cuatro meses en una corte federal, llena a diario con una galería de víctimas que habían perdido los ahorros de toda su vida con la quiebra del banco, Kenyon fue declarado culpable del fraude masivo y la juez Dorothy Windsor lo sentenció a cuarenta y ocho años de prisión.

Lo que ocurrió después resultaría un mazazo más para la reputación del FBI.

Dictada sentencia, Windsor accedió a la petición de la defensa de permitir que Kenyon pasara un tiempo en casa con su familia a fin de prepararse para su ingreso en prisión, mientras sus abogados preparaban las apelaciones. Pese a la tenaz oposición del fiscal, Windsor concedió a Kenyon sesenta días para poner su casa en orden. Transcurrido ese plazo debería presentarse en la cárcel, tanto si se había admitido el recurso como si no. Windsor también ordenó que Kenyon llevase un dispositivo de seguimiento en el tobillo para asegurarse de que no intentaba una vez más eludir la justicia.

Una orden de estas características después de una condena no era inusual. Sin embargo, sorprendía teniendo en cuenta que el condenado ya había mostrado su voluntad de huir de las autoridades y del país.

Pero nunca se sabría si Kenyon había logrado de algún modo influir en un juez federal para obtener ese fallo y planeaba huir de nuevo. El martes siguiente al día de Acción de Gracias, mientras Kenyon disfrutaba del vigésimo primer día de sus dos meses de aplazamiento, alguien entró en la casa que él alquilaba en Maple Drive, Beverly Hills. Kenyon estaba solo, su mujer había salido para llevar a sus dos hijas a la escuela. El intruso encaró a Kenyon en la cocina y luego lo condujo a punta de pistola hasta la entrada alicatada en mármol de la casa. Entonces mató a Kenyon de un disparo, justo cuando el coche de la mujer de éste aparcaba en el camino de acceso. El intruso escapó por una puerta trasera y luego por el camino que discurría por detrás de las mansiones de Maple Drive.

Salvo por la investigación del asesinato y la persecución del culpable, la historia podría haber concluido aquí, o al menos haber entrado en el mundano aburrimiento de una pista estancada. Pero el FBI había puesto a Kenyon bajo una vigilancia ilegal, que incluía dispositivos de escucha instalados en su casa, sus coches y el despacho de su abogado. En el momento de ser asesinado, una furgoneta con cuatro agentes estaba aparcada a dos manzanas de allí.

Los agentes, conscientes de que su presencia era ilegal, corrieron de todos modos a la casa y persiguieron al intruso. El asesino consiguió huir y Kenyon fue trasladado al Cedars-Sinai, donde ingresó cadáver.

Los millones desaparecidos de cuyo robo se acusó a Kenyon nunca se recuperaron. Pero ese detalle se eclipsó cuando salieron a la luz las acciones de los federales. No sólo se vilipendió al FBI por haber emprendido operaciones ilegales, sino que recibió el castigo público por permitir que se cometiera un asesinato ante sus propias narices y desaprovechar la oportunidad de intervenir y evitar el crimen, por no mencionar la captura del asesino.

McCaleb había observado todo esto de lejos. El ya estaba fuera de servicio y en el momento del asesinato de Kenyon se preparaba para su propia muerte. Pero recordaba haber leído algo en el Times, que estaba al frente de la noticia. Recordaba que se mencionó que varios agentes habían sido degradados y que políticos de Washington habían propuesto debatir en el Congreso acerca de las actividades ilegales del FBI. Para añadir más sal a la herida, la viuda de Kenyon había demandado al FBI por intrusión en su intimidad y solicitaba una indemnización millonaria.

La cuestión que McCaleb tenía que responder era si el intruso que había asesinado a Kenyon en noviembre era el hombre que mató a Cordell y Torres dos y tres meses después. Y si se trataba del mismo criminal, cuál era la posible conexión entre el presidente caído de un banco de ahorro y préstamos, un ingeniero de acueductos y la trabajadora de una imprenta.

Al fin, miró a su alrededor y reparó en dónde se hallaba. Habían pasado Vasquez Rocks. En unos minutos más estarían en la casa de Amelia Cordell.

Загрузка...