19

McCaleb había acudido con tanta frecuencia al despacho de la brigada de homicidios durante la semana que el recepcionista se limitó a devolverle el saludo sin acompañarle ni efectuar ninguna llamada. Jaye Winston estaba en su mesa, usando una taladradora de tres agujeros en una pila de documentos que luego pasó por las anillas de una carpeta abierta. La cerró y miró a su visitante.

– ¿Te has acercado?

– Eso parece. ¿Te has puesto al día con los papeles?

– En lugar de cuatro meses de retraso, sólo llevo dos. ¿Qué ocurre? No esperaba verte hoy.

– Aún estás enfadada porque me guardé aquello.

– Es agua pasada.

Ella se arrellanó en la silla, miró a McCaleb y esperó una explicación de su visita.

– Acabo de descubrir algo que creo que merece ser investigado -dijo.

– ¿Es sobre Bolotov, otra vez?

– No, es otra cosa.

– No te conviertas en el niño que grita que viene el lobo, McCaleb. -Winston sonrió.

– No lo haré.

– Entonces, cuéntame.

Puso las manos en el escritorio y se inclinó sobre él para poder hablar en un tono confidencial. Todavía quedaban muchos compañeros de Winston en la sala, trabajando en sus casos y tratando de cerrar temas antes del fin de semana.

– A Arrango y Walters se les coló algo -dijo McCaleb-. A mí también la primera vez, pero lo he visto esta mañana cuando echaba un segundo vistazo al material. Es algo que hay tomarse muy en serio. Creo que cambia las cosas.

Winston frunció el ceño y lo miró con seriedad.

– Déjate de rodeos. ¿Qué es lo que se les pasó?

– Será mejor que te lo enseñe. -Se agachó, abrió el maletín de piel, extrajo la copia del vídeo de la cámara de vigilancia y se lo dio a ella-. ¿Podemos ir a ver esto?

– Supongo que sí.

Winston se levantó y lo condujo a la sala de vídeo. Puso en marcha los equipos y metió la cinta después de mirarla y comprobar que no era una de las que le había dado a McCaleb el miércoles.

– ¿Qué es esto?

– Es el vídeo de la cámara de vigilancia del minimercado.

– No el que yo te di.

– Es una copia. Tengo a alguien trabajando con la otra.

– ¿Qué quieres decir? ¿Quién?

– Un técnico que conozco de mi etapa en el FBI. Sólo quiero mejorar algunas de las imágenes, nada importante.

– Entonces, ¿qué vas a enseñarme?

La cinta estaba reproduciéndose.

– ¿Dónde está el botón de pausa?

Winston señaló un botón de la consola y McCaleb mantuvo el dedo preparado. En la cinta, Gloria Torres se aproximaba al mostrador y sonreía a Kang. Entonces vino el disparo que la hizo caer hacia delante. McCaleb congeló la imagen y sacó un bolígrafo del bolsillo para señalar la oreja izquierda de Gloria.

– Está muy sucio, pero en una ampliación se ve que lleva tres pendientes en esta oreja -dijo. Después golpeando con el bolígrafo cada uno de los puntos, agregó-: Una luna creciente, un aro y, colgando del lóbulo, una cruz.

– Bueno. No se ve muy bien, pero creeré tu palabra.

McCaleb volvió a pulsar el botón. Detuvo la cinta cuando el cuerpo de Gloria rebotaba hacia atrás, y la cara se volvía hacia la izquierda.

– Oreja derecha -dijo, utilizando el boli para señalar-. Sólo la otra luna creciente.

– Muy bien, ¿y qué significa?

Hizo caso omiso de la pregunta y pulsó el botón de avance. La pistola fue disparada. Gloria fue arrojada contra el mostrador y luego rebotó hacia el asesino. Este la sostuvo y disparó al señor Kang mientras retrocedía hasta quedar fuera de cámara.

– Baja a la víctima fuera del campo de la cámara.

– ¿Qué estás diciendo, que lo hace a propósito?

– Exacto.

– ¿Por qué?

McCaleb abrió de nuevo la cartera, sacó el listado de pertenencias y se lo dio a Winston.

– Este es el listado de los objetos de la víctima. Lo rellenaron en el hospital. Recuerda, que ella aún estaba viva. Llevaron sus pertenencias allí y se las entregaron a un agente de patrulla. Este es su informe. ¿Qué es lo que falta?

Winston revisó la página.

– No sé, es sólo una lista de… ¿el pendiente de la cruz?

– Eso es. No está. Se lo llevó él.

– ¿El patrullero?

– No, el asesino. El asesino se llevó el pendiente.

En el rostro de Winston se instaló una expresión de desconcierto. No seguía la lógica de McCaleb, porque no había tenido las mismas experiencias ni había visto lo que él había visto. No entendía de qué se trataba.

– Espera un momento -dijo ella-. ¿Cómo sabes que se lo llevó? Podría haberse caído y perderse.

– No. He hablado con la hermana de la víctima y también con el hospital y con los de la ambulancia.

Sabía que estaba exagerando su investigación en este aspecto, pero necesitaba atraer a Winston. No podía ofrecerle una vía de escape ni una oportunidad para que llegara a una conclusión distinta de la suya.

– La hermana dice que el pendiente tenía un cierre de seguridad. Es poco probable que se cayera. Y en cualquier caso no lo encontraron ni en la camilla ni en la ambulancia, ni tampoco en el hospital. El asesino se lo llevó, Jaye. Además, si tenía que caerse, a pesar del cierre de seguridad, se hubiera caído cuando le dispararon. Ya viste el impacto en la cabeza. Si el pendiente tenía que soltarse, habría sido entonces. Pero no fue así. Se lo quitaron.

– Bueno, bueno, ¿y qué si se lo llevó? No estoy diciendo que lo crea, pero ¿qué significaría eso?

– Significa que todo cambia. Significa que no se trataba de un atraco. Ella no era una víctima inocente anónima que entró en el lugar equivocado en el momento equivocado. Significa que era un objetivo. Ella era la presa.

– Oh, venga. Ella… ¿Qué pretendes, convertir esto en un caso de asesino en serie?

– No pretendo convertir esto en nada. Es lo que es. Y lo ha sido desde el primer momento. Sólo que vosotros (es decir, nosotros) no vimos de qué se trataba.

Winston se separó de McCaleb y caminó hasta la esquina de la sala, sacudiendo la cabeza. Luego regresó con él.

– De acuerdo, dime qué ves aquí, porque yo no lo veo. Me encantaría ir al departamento de policía y decirles a esos dos capullos que la cagaron, pero yo no lo veo como tú.

– Muy bien, volvamos al pendiente. Como te he dicho, he hablado con la hermana. Me dijo que Glory Torres siempre llevaba ese pendiente en concreto. Jugaba con los otros, los cambiaba, utilizaba combinaciones distintas, pero nunca la cruz. La cruz la llevaba siempre, todos los días. Tenía las connotaciones religiosas obvias, pero, a falta de una descripción mejor, era también un amuleto de la suerte. ¿Me sigues hasta aquí?

– Hasta aquí.

– Muy bien, supongamos ahora que el asesino se la llevó. Como he dicho, hablé con el hospital y el departamento de bomberos, y no ha aparecido por ninguna parte. Así que supongamos que él se la llevó.

Él abrió las manos y las levantó para dar a entender que esperaba una respuesta. Winston asintió a regañadientes.

– Así que mirémoslo desde dos ángulos diferentes. ¿Cómo? ¿Y por qué? Lo primero es sencillo. Recuerda el vídeo. Él le dispara y deja que rebote en el mostrador para volver a sus brazos. Luego la baja al suelo, fuera de cámara. Entonces pudo llevarse la cruz sin ser visto.

– ¿Estás olvidando una cosa?

– ¿Qué es?

– El buen samaritano. Le envolvió la cabeza. Quizá se lo llevó.

– He pensado en eso. No hay que descartarlo, pero es menos probable que fuera él. El buen samaritano es aquí el elemento de azar. ¿Por qué iba a llevárselo?

– No lo sé, ¿por qué iba a llevárselo el asesino?

– Bueno, como he dicho ése es un interrogante, pero fíjate en el objeto que se llevó. Un icono religioso, un amuleto de la suerte. Ella lo llevaba todos los días. Era una firma de su personalidad, su significado personal era más importante que el valor monetario.

McCaleb esperó un momento. Acababa de cavar la zanja. Faltaba que ella cayera en la trampa. Winston se resistía, pero McCaleb no había perdido de vista sus habilidades como investigadora. Iba a entender lo que él estaba diciendo; estaba seguro de convencerla.

– Alguien que conociera a Gloria hubiera sabido el significado que tenía el pendiente para ella. De similar manera, alguien que estuviera cerca de ella, que la hubiera estudiado durante unos días o durante un periodo más largo también se hubiera enterado.

– Estás hablando de un acoso.

McCaleb asintió.

– En la fase de adquisición, él la vigila. Aprende sus hábitos, prepara su plan. También busca algo. Algo para llevarse y recordarla.

– El pendiente.

McCaleb asintió de nuevo. Winston empezó a pasearse por la pequeña sala, sin mirarle.-Tengo que pensar en esto. He de… vamos a un sitio en el que podamos sentarnos.

Ella no esperó una respuesta. Abrió la puerta y salió. McCaleb sacó la cinta, agarró el maletín y siguió a Winston hasta la sala de reuniones en la que habían hablado del caso por primera vez. La estancia estaba vacía, pero olía como un McDonald’s. Winston rebuscó hasta que vio la papelera debajo de la mesa y la sacó al pasillo.

– Se supone que no se puede comer aquí -dijo mientras cerraba la puerta y se sentaba.

McCaleb tomó asiento frente a ella.

– Muy bien, y ¿qué pasa con mi víctima? ¿Cómo encaja en esto James Cordell? Para empezar es un hombre, y la otra víctima una mujer. Además, no hubo sexo. A esa mujer no la tocó nadie.

– Nada de eso importa -dijo McCaleb con rapidez. Ya había previsto la pregunta. Durante el trayecto desde el puerto con Buddy Lockridge no había hecho otra cosa que pensar en las posibles preguntas y sus respuestas-. Si tengo razón, encajaría en lo que llamamos el modelo de asesinato por poder. Básicamente, el individuo está haciendo esto porque no logra salirse con la suya. Es su forma de obtener placer y su manera de tocarle las narices a la autoridad e impresionar a la sociedad. Proyecta sus frustraciones con una situación concreta (problemas en el trabajo, con las mujeres en general o con su madre en particular, lo que sea) en la policía, en los investigadores. Al pellizcarles recibe la inyección de autoestima que necesita. Obtiene una sensación de poder. Y puede tratarse de poder sexual aunque no haya manifestaciones sexuales obvias o físicas en el crimen real. ¿Recuerdas al Asesino del Código hace unos años? ¿O Berkowitz, el Hijo de Sam, que asesinaba en Nueva York?

– Claro.

– Lo mismo ocurría con ellos dos. No había sexo en ninguno de los crímenes, pero todo se trataba de sexo. Mira a Berkowitz. Disparaba a la gente (hombres y mujeres) y salía corriendo. Pero volvía días después y se masturbaba allí mismo. Supusimos que el Asesino del Código hacía lo mismo, pero si lo hacía los servicios de vigilancia no lo vieron. Lo que estoy diciendo es que no tiene por qué ser obvio, Jaye, eso es todo. No siempre se trata de chiflados que graban sus nombres en la piel de las víctimas.

McCaleb miró a Winston de cerca, receloso de hablar por ella. Pero la detective parecía entender su teoría.

– Pero no es sólo eso -siguió McCaleb-. Hay otro factor aquí. También obtiene placer con la cámara.

– ¿Le gusta que veamos cómo lo hace?

McCaleb asintió.

– Esa es la última vuelta de tuerca. Creo que le gusta la cámara. Le gusta que su trabajo y sus éxitos sean documentados, vistos y admirados. Incrementa el riesgo para él y por tanto incrementa su poder reflejado. La compensación. Y ¿qué hace para llegar a esa situación? Creo que busca un objetivo (elige su presa) y luego lo vigila hasta que conoce su rutina y sabe cuándo esa rutina lo lleva a un lugar donde hay cámaras. El cajero, la tienda. Le gusta la cámara. Le habla. Le hace guiños. La cámara eres tú, el investigador. Te está hablando y se corre de ese modo.

– Entonces, quizá no elija a la víctima -dijo Winston-. Quizá no se preocupe por eso. Sólo por la cámara. Como Berkowitz. No le importaba a quién mataba, sólo salía a matar.

– Pero Berkowitz no se llevaba ningún souvenir.

– ¿El pendiente?

McCaleb asintió.

– Eso lo convierte en algo personal. Creo que las víctimas fueron elegidas.

– Ya lo has pensado todo, ¿no?

– No todo. No sé cómo las elige ni por qué. Pero, sí, he estado pensando en eso. Durante la hora y media que hemos tardado en llegar. El tráfico estaba fatal.

– ¿Hemos?

– Tengo un chófer. No puedo conducir todavía.

Ella no dijo nada. McCaleb lamentó haber mencionado el chófer: estaba revelando una debilidad.

– Hemos de empezar otra vez -dijo McCaleb-, porque pensábamos que las víctimas eran elegidas al azar. Suponíamos que escogía el lugar y no la víctima, pero creo que es al contrario. Las víctimas fueron seleccionadas. Eran sus presas. Objetivos específicos que fueron adquiridos, seguidos y acosados. Hemos de estudiarlos a fondo. Tiene que haber un punto de intersección. Algo en común. Una persona, un lugar… un momento, algo que los relacione entre sí o con nuestro sujeto desconocido. Encontraremos…

– Espera un momento, espera un momento.

McCaleb se detuvo, dándose cuenta de que había ido levantando la voz a medida que se animaba.

– ¿Qué objeto le quitaron a James Cordell? ¿Estás diciendo que el dinero del cajero es un recuerdo?

– No sé qué le quitaron, pero no fue el dinero. Eso sólo formaba parte del espectáculo del atraco. El dinero no era una propiedad simbólica. Además, lo cogió del cajero, no de Cordell.

– Entonces, ¿no estás corriendo mucho?

– No, estoy seguro de que se llevó algo.

– Lo hubiéramos visto. Está todo grabado en vídeo.

– Nadie vio lo de Gloria Torres y también estaba en vídeo.

Winston se volvió en la silla.

– No lo sé. Todavía me parece un… Déjame preguntarte algo, y trata de no tomártelo como algo personal, pero… ¿no es posible que estés buscando lo que siempre buscaste cuando trabajabas en el FBI?

– ¿Quieres decir que estoy exagerando? ¿Qué estoy tratando de volver a lo que hacía antes y que ésta es mi manera de hacerlo?

Winston se encogió de hombros. No quería decirlo.

– No lo he buscado, Jaye. Está aquí. Es lo que es. Seguro que el pendiente podría significar otra cosa. Y podría no significar nada en absoluto, pero si hay algo que conozco en este mundo son esta clase de cosas. Esta gente. La conozco. Sé cómo piensa y cómo actúa. Lo siento aquí, Jaye. El mal está aquí.

Winston lo miró de una manera extraña, y McCaleb supuso que se había pasado al ser tan ferviente en la respuesta a las dudas de la detective.

– El gran familiar de Cordell, el Chevy Suburban, no estaba en el vídeo. ¿Lo examinasteis? No he visto nada en la documentación que me pasaste…

– No, no lo tocamos. Dejó la billetera abierta en el asiento y salió sólo con la tarjeta para ir al cajero. Si el asesino hubiera entrado en el Suburban se habría llevado la cartera. Cuando la vimos allí, no nos preocupamos.

McCaleb negó con la cabeza.

– Todavía lo estás mirando como un atraco -dijo-. La decisión de no examinar el coche habría sido correcta si se hubiera tratado en realidad de un atraco. Pero ¿y si no era eso? Él no habría entrado en el Suburban para llevarse algo tan obvio como la cartera.

– ¿Entonces, qué?

– No lo sé. Alguna otra cosa. Cordell usaba mucho ese coche. Conducía todo el día junto al acueducto, sería como una segunda casa para él. Seguramente había muchos objetos de carácter personal dentro apetecibles para el asesino. Fotos, cosas colgadas del retrovisor, quizás un diario de viaje, lo que sea. ¿Dónde está el Suburban? Alégrame el día y dime que aún está en el depósito.

– No. Se lo entregamos a su esposa un par de días después del asesinato.

– Posiblemente ya lo hayan vaciado y vendido.

– En realidad, no. La última vez que hablé con la mujer de Cordell (hace sólo un par de días) me dijo que no sabía qué hacer con el Suburban porque era demasiado grande para ella y además dijo que le daba mal rollo. No usó estas palabras, pero ya me entiendes.

McCaleb sintió una descarga de adrenalina.

– Entonces subiremos allí, miraremos el Suburban y hablaremos con ella para averiguar qué se llevó.

– Si es que se llevó algo.

Winston torció el gesto. McCaleb sabía a qué se enfrentaba. Ya tenía que tratar con un capitán que, después de los fiascos de la hipnosis y de Bolotov, probablemente pensaba que se dejaba controlar con excesiva facilidad por una persona ajena a la investigación. No iba a estar dispuesta a volver al capitán con la nueva teoría de McCaleb a no ser que estuviese completamente convencida de su solidez. Y McCaleb sabía que nunca sería sólida. Nunca lo era.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó-. Yo estoy en el coche y listo para marchar. ¿Vas a subir o vas a quedarte en la acera?

Ya había pensado que él no estaba obligado por preocupaciones como un empleo, un rol, la inercia ni nada más. Si Winston no subía al coche con él, McCaleb se iría solo. Al parecer, ella se daba cuenta de lo mismo.

– No -dijo ella-. La cuestión es qué vas a hacer tú. Tú no tienes que comerte toda esta mierda como yo. Después de lo de la hipnosis, Hitchens ha estado…

– ¿Sabes qué, Jaye? No me importa nada de eso. Sólo me importa una cosa, encontrar a ese tipo. Así que, mira, tú te sientas aquí y me das unos días. Yo volveré con algo. Iré al desierto, hablaré con la mujer de Cordell y echaré un vistazo al familiar. Encontraré algo con lo que puedas presentarte ante el capitán. Y si no me tragaré mi teoría y no te molestaré más.

– Mira, no se trata de que estés molestando…

– Ya me entiendes. Tienes juicios, otros casos. Lo último que necesitas es tener que revisar uno viejo. Sé cómo funciona. Quizá venir aquí hoy haya sido prematuro. Debería haber subido a hablar con la viuda, pero como es tu caso y tú me has tratado como una persona, quería hablarlo contigo antes. Ahora dame tu bendición y algo de tiempo y yo subiré al desierto por mi cuenta. Ya te contaré lo que consiga.

Winston guardó silencio durante un buen rato, hasta que finalmente asintió.

– Muy bien, tú ganas.

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