9

En el verano de 1993 el cadáver de una mujer había sido hallado en un gran afloramiento de arenisca conocido como Vasquez Rocks, en el valle de Antelope, en el norte del condado de Los Ángeles. El cuerpo llevaba allí varios días. La descomposición impidió que se certificara la agresión sexual, pero se dio por hecho que ésta se había producido. El cuerpo estaba vestido, pero las bragas estaban del revés y la blusa mal abotonada: un claro indicio de que la mujer no se había puesto la ropa ella misma o que lo había hecho bajo coacción. La causa de la muerte fue un estrangulamiento manual, el método más utilizado en los homicidios sexuales.

La detective Jaye Winston dirigió la investigación del asesinato de Vasquez Rocks. No se produjo ningún arresto rápido, y Winston se preparó para un camino largo y difícil. Ambiciosa, pero no cegada por un ego desmesurado, uno de los primeros movimientos de la detective fue solicitar ayuda al FBI. Su petición fue remitida a la unidad de asesinos en serie y ella cumplimentó una encuesta del Programa de Detención de Criminales Violentos.

McCaleb y Winston se conocieron gracias al PDCV. La información sobre el caso que ella envió a la sede central del FBI en Quantico fue remitida al trastero que McCaleb tenía por oficina en Los Ángeles. Fiel al mejor estilo burocrático, el paquete había recorrido el país antes de llegar a un destino situado muy cerca de su origen.

A través de la base de datos del PDCV -la cual comparaba los resultados de una encuesta de ochenta preguntas acerca de un asesinato en particular con el resto de encuestas archivadas-, del estudio de la escena del crimen y de las fotos de la autopsia, McCaleb relacionó el caso de Vasquez Rocks con un asesinato ocurrido un año antes en la zona del paso de Sepúlveda, en Los Ángeles. Un método similar, el abandono del cuerpo vestido en un terraplén y otros pequeños detalles y coincidencias: todo encajaba. McCaleb creía que se hallaban ante otro asesino en serie que actuaba en la cuenca de Los Ángeles. En ambos casos se determinó que la mujer había desaparecido dos o tres días antes de su muerte. Eso significaba que el asesino la había mantenido cautiva y con vida durante ese periodo, probablemente para servirse de ella en sus horrendas fantasías.

Conectar los casos era sólo un primer paso. Obviamente, los siguientes serían identificar y capturar al asesino. Sin embargo, no había por dónde empezar. A McCaleb le llamaba la atención el largo intervalo entre los dos crímenes. Habían transcurrido once meses desde que el Sujeto Desconocido, como se denominaba oficialmente al asesino en los documentos del FBI, había sentido el impulso imperioso de actuar y había dado rienda suelta a sus fantasías secuestrando a la segunda mujer. Para McCaleb, esto significaba que el suceso estaba tan sólidamente implantado en la mente del criminal que podía alimentar su vida de fantasía durante casi un año. Los estudios del FBI acerca de perfiles de asesinos en serie indicaban que este intervalo se reduciría cada vez más y que el asesino tendría que buscar sangre fresca más pronto.

McCaleb elaboró un perfil para Winston, pero ambos sabían que serviría de muy poco. Hombre blanco, de veinte a treinta años, con un trabajo de escasa importancia, el Sujeto Desconocido también tendría un historial de agresiones sexuales o comportamiento anómalo. Si esto había acarreado largos periodos de encarcelación, podía sesgar el rango de edad determinado para el sujeto.

La historia de siempre. Los perfiles del PDCV casi siempre eran precisos, pero rara vez conducían a establecer un sospechoso. El perfil que se le proporcionó a Winston se adaptaba a cientos, quizá miles de personas del área de Los Ángeles. De manera que una vez agotadas las vías abiertas de investigación, sólo cabía esperar. McCaleb tomó nota del caso en su agenda y continuó con su trabajo en otros asuntos.

En marzo del año siguiente -ocho meses después del último asesinato- McCaleb vio la nota, releyó el expediente y llamó a Winston. Casi nada había cambiado. Todavía no había pistas ni sospechosos. McCaleb urgió a la investigadora del departamento del sheriff a iniciar una vigilancia de los dos lugares donde habían aparecido los cadáveres, así como de las dos tumbas. El agente del FBI explicó que el asesino estaba a punto de completar el círculo. Sus fantasías se estaban agotando y el impulso de volver a recrear la sensación de poder y control sobre otro ser humano crecería y sería cada vez más incontrolable. La sospecha de que el Sujeto Desconocido había vestido los cadáveres después de los dos primeros asesinatos era una prueba clara de la batalla que se libraba en su mente. Una parte de él se avergonzaba de lo que había hecho y de un modo inconsciente trataba de taparlo vistiendo a las víctimas. Este dato sugería que, transcurridos ocho meses del ciclo, el asesino se hallaría devorado por una tremenda agitación psicológica. El impulso de realizar su fantasía otra vez y la vergüenza que ello conllevaría eran los dos bandos de una batalla por el control. Una manera de aplacar temporalmente la urgencia de matar sería volver a visitar los lugares de los anteriores asesinatos en un esfuerzo por proporcionar más combustible a su fantasía. McCaleb tenía la corazonada de que el asesino volvería al lugar donde había dejado los cadáveres o bien que visitaría las tumbas. Ello le acercaría a las víctimas y le ayudaría a conjurar la necesidad de matar de nuevo.

Winston se mostró reticente a ordenar una operación de vigilancia en varios puntos sobre la base de la corazonada de un agente del FBI, pero McCaleb ya había recibido la aprobación para realizar una operación de vigilancia con otros dos agentes. También apeló a la profesionalidad de Winston y le dijo que si se negaba, siempre se preguntaría si la vigilancia habría tenido éxito, sobre todo si el Sujeto Desconocido volvía a actuar. Con esa amenaza sobre su conciencia, Winston acudió a su teniente y al Departamento de Policía de Los Ángeles y se formó un equipo conjunto de vigilancia de las tres fuerzas del orden. Mientras planeaba los detalles de la operación, Winston reparó en que, por una coincidencia, las dos víctimas habían sido enterradas en el mismo cementerio de Glendale y que sus tumbas sólo estaban separadas por unos cien metros. Al oír esto, McCaleb predijo que si el Sujeto Desconocido iba a aparecer lo haría en el cementerio.

Acertó. En el curso de la quinta noche de vigilancia, McCaleb, Winston y otros dos detectives ocultos en un mausoleo que ofrecía vistas de las dos tumbas vieron que una furgoneta se detenía ante el cementerio. Un hombre bajó del vehículo y saltó la verja. Se acercó a la tumba de la primera víctima cargado con algo bajo el brazo, se quedó inmóvil durante diez minutos y luego se dirigió a la tumba de la segunda víctima. Sus movimientos evidenciaban un conocimiento previo de la localización de los sepulcros. En la segunda tumba desenrolló lo que resultó ser un saco de dormir y lo extendió sobre la losa. Se sentó sobre el saco y se apoyó contra la lápida. Los detectives no molestaron al hombre, se limitaron a grabar su visita con una videocámara provista de infrarrojos. El hombre no tardó en desabrocharse los pantalones y empezar a masturbarse.

Antes de que volviera a la furgoneta, ya lo habían identificado gracias a la matrícula. Se trataba de Luther Hatch, un jardinero de North Hollywood de treinta y ocho años que había salido en libertad un año antes tras cumplir nueve años de condena por violación en la prisión de Folsom.

El sujeto dejó de ser desconocido. Hatch se convirtió en un sospechoso. Si se le restaban los años que pasó en la cárcel encajaba a la perfección en el perfil del PDCV. Lo vigilaron las veinticuatro horas del día durante tres semanas -en el curso de las cuales visitó dos veces el cementerio de Glendale-, hasta que finalmente una noche los detectives entraron en acción cuando el sospechoso intentaba obligar a una mujer joven, que salía de la galería de Sherman Oaks, a subir a su furgoneta. En el vehículo, los agentes encontraron cinta aislante y trozos de cuerda de un metro veinte de largo. Obtenida una orden de registro, los investigadores desmantelaron el apartamento y la furgoneta de Hatch y descubrieron cabello, restos de tejidos y fluido seco que posteriormente los análisis de ADN relacionaron con las dos víctimas de asesinato. Hatch, al que la prensa no tardó en bautizar como el Hombre del Cementerio, ocupó su lugar en el panteón de asesinos múltiples que tanto fascinan al público.

La experiencia y las corazonadas de McCaleb habían ayudado a Winston a resolver el caso, uno de los éxitos de los que todavía se hablaba en Quantico y Los Ángeles. La noche en que arrestaron a Hatch, el equipo de vigilancia salió a celebrarlo. En un momento de calma, Jaye Winston se acercó a McCaleb en el bar y le dijo:

– Te debo una. Todos te debemos una.


Buddy Lockridge se había vestido de negro de la cabeza a los pies para su trabajo de chófer de Terry McCaleb, como si ambos fueran a ir a un nightclub de Sunset Strip. También llevaba un maletín de cuero negro. De pie en el muelle, junto al Double-Down, McCaleb miró la estampa de su amigo sin decir nada durante un buen rato.

– ¿Qué pasa?

– Nada, vamos.

– ¿Ocurre algo?

– No, es sólo que me sorprende que vayas tan bien vestido para pasarte el día sentado en el coche. ¿Vas a estar cómodo?

– Claro.

– Pues, en marcha.

El coche de Lockridge era un Ford Taurus de siete años, muy bien conservado. Durante el trayecto a Whittier, Lockridge trató por tres maneras distintas de averiguar qué era lo que McCaleb estaba investigando, pero éste no le contestó ni una sola vez. Por fin, McCaleb logró desviar la línea de interrogatorio sacando a colación el viejo debate sobre los méritos de los veleros frente a los barcos de motor. Tardaron poco más de una hora en llegar al Star Center del departamento del sheriff. Lockridge estacionó el Taurus en un hueco del aparcamiento de visitantes y apagó el motor.

– No sé cuánto tardaré -dijo McCaleb-. Espero que te hayas traído algo para leer o una de tus armónicas.

– ¿Estás seguro de que no quieres que entre contigo?

– Mira, Bud, quizás esto sea un error. Yo no necesito un compañero, sólo alguien que me lleve, eso es todo. Ayer me gasté más de cien dólares en taxis y pensé que ese dinero te podría venir bien a ti, pero si no vas a parar de hacerme preguntas…

– Vale, vale -le cortó Lockridge. Levantó las manos en señal de rendición-. Me sentaré aquí y leeré mi libro. Se acabaron las preguntas.

– Bueno, hasta luego.

Cuando McCaleb entró en las oficinas de la brigada de homicidios, Jaye Winston ya lo esperaba en la zona de recepción. La detective era una mujer atractiva algo mayor que McCaleb. Tenía una media melena rubia cortada recta, era delgada y llevaba un vestido azul y una blusa blanca. Hacía casi cinco años que McCaleb no la veía, desde la noche en que habían celebrado la detención de Luther Hatch. Se dieron la mano y Winston condujo a McCaleb a una sala de conferencias con seis sillas en torno una mesa ovalada. En una mesita más pequeña, situada contra una pared, McCaleb vio una cafetera de dos jarras. La sala estaba vacía. Sobre la mesa había una gruesa pila de documentos y cuatro cintas de vídeo.

– ¿Quieres café? -preguntó Winston.

– No, gracias.

– Empecemos, entonces. Dispongo de veinte minutos.

Se sentaron uno a cada lado de la mesa. Winston señaló la pila de papeles y los vídeos.

– Es todo tuyo. He hecho copia del material después de que llamaras esta mañana.

– Vaya, ¿estás de broma? Gracias.

McCaleb acercó la pila con las dos manos, como quien se lleva el bote de la mesa de póquer.

– Llamé a Arrango -explicó Winston-. Me dijo que no trabajara contigo, pero le explique que tú eras el mejor agente que había conocido nunca y que te debía una. Se puso hecho una furia, pero ya se le pasará.

– ¿Aquí está también el material de la policía?

– Sí, nos hacemos copia de todo. No he recibido nada de Arrango en las últimas dos semanas, pero probablemente es porque no hay nada nuevo. Creo que está todo actualizado. El problema es que hay muchos papeles y vídeos, pero todo junto no aporta nada de momento.

McCaleb dividió en dos la pila de informes y empezó a hojearlos. Dos terceras partes del trabajo eran obra del departamento del sheriff y el resto del Departamento de Policía de Los Ángeles. Señaló las cintas de vídeo.

– ¿Qué hay aquí?

– Las dos escenas del crimen y los dos atracos. Arrango me dijo que ya te enseñó el asalto a la tienda.

– Sí.

– Bueno, en el nuestro se ve incluso menos. El asesino entra en la imagen sólo durante unos segundos, lo justo para que sepamos que llevaba un pasamontañas. Pero, de todos modos, está ahí para que la veas si quieres.

– En esa cinta, el tipo se lleva el dinero del cajero o de la víctima.

– Del cajero, ¿por qué?

– Podría servirme para obtener ayuda del FBI, si la necesito. Técnicamente, significa que el dinero fue robado al banco, no a la víctima, y eso es un delito federal.

Winston asintió.

– ¿Cómo relacionasteis los casos, por balística? -preguntó McCaleb; consciente de que el tiempo de ella era limitado, quería obtener el máximo de información posible.

Ella asintió.

– Yo ya estaba trabajando en mi caso cuando al cabo de unas semanas leí la otra historia en el periódico. Me sonó familiar, así que llamé a la policía y nos reunimos. Cuando veas los vídeos, Terry, te darás cuenta. No hay ninguna duda. El mismo modus operandi, la misma pistola, el mismo hombre. Balística sólo confirmó lo que ya sabíamos.

McCaleb asintió.

– Me pregunto por qué recogió los casquillos si sabía que la bala seguiría allí. ¿Qué utilizó?

– Hardballs de nueve milímetros. Federáis. Chaqueta metálica. Recoger los casquillos es sólo una buena práctica. En mi caso, tuvimos que extraer la bala de una pared de hormigón. Probablemente creía (o deseaba) que estaría demasiado destrozada para que sirviera para una comparación balística. Así que recogió los casquillos como un chico aplicado.

McCaleb asintió, percibiendo el desprecio por la presa en la voz de ella.

– Sea como sea, no tiene importancia -continuó Winston-. Como te he dicho, mira las cintas. Estamos tratando con un solo hombre aquí. No nos hacen falta los de balística para saberlo.

– ¿Vosotros o la policía habéis llevado las pruebas más lejos?

– ¿A qué te refieres a Armas de Fuego y Balística?

– Sí. ¿Quién tiene las pruebas?

– Nosotros. En la policía llevan muchos más casos que aquí, así que estuvimos de acuerdo, ya que nuestro asesinato fue el primero, en guardar aquí todas las pruebas. Pedí a Armas de Fuego y Balística que hicieran todas las pruebas precisas, pero no lograron nada. Parece que sólo tenemos estos dos casos. Por ahora.

McCaleb pensó en hablarle del ordenador Drugfire del FBI, pero decidió que todavía no era el momento. Esperaría a volver a ver las cintas y los expedientes antes de sugerirle a ella el procedimiento a seguir.

McCaleb se fijó en que Winston miraba el reloj.

– ¿Estás llevando el caso sola? -preguntó.

– Ahora sí. Yo dirigía el caso y Dan Sistrunk me ayudaba. ¿Lo conoces?

– Ah, era uno de los chicos del mausoleo aquella noche.

– Eso es, estuvo en la vigilancia de Hatch. La cuestión es que trabajamos juntos en esto hasta que se presentaron más casos. Ahora es todo mío. Afortunada de mí.

McCaleb asintió y sonrió. Comprendía el funcionamiento. Cuando una investigación no se resolvía por un equipo de manera rápida, se la quedaba uno de los miembros.

– ¿Te vas a meter en un lío por darme este material?

– No, el capitán sabe lo que hiciste por nosotros con Lisa Mondrian.

Lisa Mondrian era la mujer encontrada en Vasquez Rocks. A McCaleb le extrañó que Winston se refiriera a ella por su nombre. Era raro porque la mayoría de los polis que conocía trataban de despersonalizar a las víctimas. De esta manera era más fácil soportar un trabajo así.

– El capitán era el teniente entonces -estaba diciendo Winston-. Sabe que te debemos una. Hablamos y me dijo que te pasara el material. Espero que podamos pagarte con algo mejor que esto. No sé de qué va a servirte todo esto, Terry. Nosotros estamos a la expectativa.

Se refería a que estaban esperando que el asesino actuara de nuevo y que, con un poco de suerte, cometiera un error. Por desgracia, a menudo era necesario que se derramara más sangre para resolver los viejos asesinatos.

– Bueno, veré qué puedo hacer. Al menos me mantendrá ocupado. ¿Qué me decías por teléfono del strike-3?

Winston torció el gesto.

– Cada vez tenemos más casos así. Desde que aprobaron la ley strike-3 en Sacramento. Como has estado fuera de juego, no sé si has seguido informado, pero la ley dice que con tres condenas por delitos graves estás eliminado, como en el béisbol. Automáticamente te cae la perpetua sin posibilidad de condicional.

– Sí, lo sé.

– Bueno, con algunos de estos capullos, lo único que logra la ley es que sean más cuidadosos. Ahora eliminan a los testigos cuando antes simplemente atracaban. Se suponía que la ley tenía que ser una amenaza, pero si me preguntas mi opinión, sólo consigue que maten a un montón de gente como James Cordell y los dos de la tienda.

– ¿Crees que es el caso de este tipo?

– Eso me parece. Has visto uno de los vídeos. No muestra ninguna vacilación. Ese cabrón sabía lo que iba a hacer antes de entrar a ese cajero automático o a esa tienda. No quería testigos. Así que ésa es la corazonada que me está guiando. En mi tiempo libre reviso los archivos en busca de hombres con dos o más condenas a sus espaldas. Creo que el hombre del pasamontañas es uno de ellos. Antes era un atracador. Ahora también es un asesino. Evolución natural.

– ¿Y no has tenido suerte todavía?

– Con los archivos, no. Pero o lo encuentro yo o me encontrará él a mí. No es de los que de repente empiezan una nueva vida. Y visto que está matando gente por unos cientos de dólares, yo diría que está decidido a no va a volver a la cárcel bajo ninguna circunstancia. Eso seguro. Volverá a actuar. Lo que me sorprende es que ya hayan pasado dos meses desde la última vez. Pero cuando lo haga espero que la cague aunque sólo sea en un detalle, y si lo hace lo cogeremos. Antes o después lo haremos, te lo aseguro. Mi víctima tenía mujer y dos hijas pequeñas. Voy a coger al hijo de puta que hizo esto.

McCaleb asintió. Le gustaba esa entrega alimentada por la rabia. Su postura era la antítesis de la de Arrango. Empezó a recoger los documentos y cintas y le dijo a Winston que la llamaría después de revisar el material. Le explicó que quizá tardaría algunos días.

– No hay prisa -dijo ella-. Lo que consigas nos servirá.


Cuando McCaleb volvió al Taurus, se encontró a Buddy Lockridge sentado con la espalda en la puerta del conductor y las piernas estiradas sobre el asiento delantero. Estaba practicando un riff de blues con la armónica mientras leía un libro que tenía abierto sobre el regazo. McCaleb abrió la puerta del pasajero y esperó a que Lockridge retirara las piernas. Cuando por fin entró se fijó en el título de la novela: El inspector Imanishi investiga.

– ¿Ya estás? -soltó Buddy.

– Sí, no había mucho que decir. -Puso la pila de informes y cintas a sus pies.

– ¿Qué es todo eso?

– Un material que tengo que revisar.

Lockridge se inclinó y se fijó en la hoja de encima del montón. Era un informe de incidencia.

– James Cordell -leyó en voz alta-. ¿Ese quién es?

– Buddy, estoy empezando a pensar que…

– Vale, vale.

Lockridge captó la indirecta, así que se irguió en el asiento y arrancó el coche. No volvió a hacer preguntas acerca de los documentos.

– ¿Bueno, y ahora, adónde?

– Volvemos a San Pedro.

– Creía que habías dicho que me necesitabas para unos cuantos días. No haré más preguntas, lo prometo. -Había un dejo de protesta en su voz.

– No es eso. Todavía te necesito, pero ahora mismo tengo que volver y revisar parte de este material.

Buddy tiró el libro al salpicadero con desgana, dejó la armónica en el bolsillo de la puerta y puso la primera.

Загрузка...