Recuperado tras una siesta de una hora durante la cual no tuvo ningún sueño que pudiera recordar, McCaleb se preparó un sándwich de pan blanco y queso de barra. Abrió una lata de Coca-Cola y volvió a la mesa de la cocina para revisar el caso de Gloría Torres.
Empezó con el vídeo de la cámara de vigilancia del Sherman Market. Lo había visto ya dos veces en compañía de Arrango y Walters, pero decidió que necesitaba verlo de nuevo. Puso la cinta y la miró a velocidad normal, luego dejó lo que le quedaba de sándwich en el fregadero. Ya no podía comer más: se le había cerrado el estómago.
Rebobinó y volvió a reproducir la grabación, esta vez a velocidad lenta. Los movimientos de Gloria parecían lánguidos y relajados. McCaleb casi se encontró a sí mismo dispuesto a devolverle la sonrisa. Se preguntó en qué estaría pensando. ¿Era la sonrisa para el señor Kang? McCaleb lo dudaba. Era más bien una sonrisa secreta, una sonrisa interior. Supuso que estaba pensando en su hijo y supo entonces que al menos era feliz en ese postrer momento de conciencia.
El vídeo no le aportó ideas nuevas, sólo reavivó su desprecio por el asesino. Introdujo a continuación la cinta de la escena del crimen y leyó la documentación, medición y cuantificación de aquella carnicería. El cadáver de Gloria, por supuesto, no estaba allí y la mancha de sangre donde ella había caído era mínima, gracias al buen samaritano. Sin embargo, el dueño de la tienda estaba doblado en el suelo tras el mostrador, y la sangre lo rodeaba por completo. A McCaleb le hizo pensar en la anciana que había visto en la tienda el día anterior. La mujer estaba en el lugar en el que su marido había caído. Eso requería cierta clase de valor, una clase de valor que McCaleb no creía poseer.
Después de apagar el vídeo, se puso con la pila de informes. Arrango y Walters no habían producido tanta documentación como Winston. McCaleb trató de no conceder demasiada importancia a este hecho, pero no pudo evitarlo. Su experiencia le decía que el volumen de un expediente de homicidio reflejaba no sólo la profundidad de la investigación, sino también el compromiso de los detectives. McCaleb creía que existía un vínculo sagrado entre la víctima y el investigador, y eso era algo que todos los policías de homicidios comprendían. Algunos se lo tomaban muy en serio, otros no tanto, como una medida de supervivencia psicológica. Pero estaba presente en todos ellos. No importaba si profesaban una religión o no, si creían que las almas de los que habían partido los vigilaban. Incluso quienes creían que todo termina con el último aliento se sentían comprometidos con las víctimas. Sentían que habían susurrado su nombre en el último instante, pero sólo ellos lo oían. Sólo ellos lo sabían. Ningún otro crimen implicaba un pacto semejante.
McCaleb dejó a un lado los gruesos protocolos de las autopsias de Torres y Kang para leerlos al final. Sabía que, del mismo modo que con el expediente de Cordell, las autopsias proporcionarían pocos detalles destacables más allá de lo que ya era obvio. Repasó rápidamente los informes preliminares y pasó a un fino fajo de hojas de declaraciones de testigos. Cada uno de ellos conocía una parte del todo: el empleado de una gasolinera, la conductora de un coche que pasaba, una empleada de la imprenta del Times que trabajaba con Gloria. También había resúmenes de los investigadores, informes complementarios, dibujos de la escena del crimen, informes de balística y un registro cronológico de los viajes y llamadas realizados por los detectives a cargo del caso. Lo último de esa porción de la pila era la transcripción de la comunicación al 911 del nunca identificado buen samaritano, el hombre que entró en la tienda después de los disparos y trató de salvarle la vida a Gloria. El testigo hablaba inglés con dificultad mientras notificaba a toda prisa los hechos, pero rehusó que le pasaran con un castellano hablante.
testigo: Tengo que irme. Me voy. La chica malherida. El hombre marchó en coche. Un coche negro, como una camioneta.
operador: Señor, por favor, no cuelgue… ¿Señor? ¿Señor?
Eso era todo. Se había ido. Había mencionado el vehículo, pero no había proporcionado descripción alguna del sospechoso.
A continuación de esta transcripción había un informe de balística que identificaba los proyectiles recuperados durante la operación quirúrgica de Gloria Torres y la autopsia de Chan Ho Kang. Eran Federal FMJ de nueve milímetros. El arma volvió a identificarse como la HK P7 a partir de un fotograma del vídeo de la cámara de vigilancia.
Tras finalizar la lectura inicial del resto de los informes, a McCaleb se le ocurrió que faltaba un cronograma. A diferencia del caso Cordell, en el cual había un único testigo, el caso Torres contaba con diversos testigos menores y diferentes marcas de tiempo. Todo indicaba que los detectives no se habían sentado para situar los datos en un cronograma. No habían recreado la secuencia de incidentes que constituían la integridad del caso.
McCaleb reflexionó acerca de esta cuestión durante un momento. ¿Por qué faltaba? ¿Sería de utilidad un cronograma, una secuencia exacta de los hechos? Quizá de entrada no. En términos de identificar a un asesino ofrecería poca ayuda. Y eso era lo único que importaba, al menos inicialmente. No obstante, el análisis secuencial del caso podría haberse elaborado más tarde, cuando el polvo se hubo asentado, por así decirlo. McCaleb había aconsejado muchas veces a los investigadores que acudían a él que elaborasen un cronograma. Este podía servir para desmontar coartadas falsas, encontrar contradicciones en las declaraciones de los testigos o, simplemente, para proporcionar al detective un mejor control y un conocimiento más preciso de lo ocurrido.
McCaleb sabía muy bien que estaba quejándose a toro pasado. Arrango y Walters no podían permitirse el lujo de entrar en el caso dos meses después de los hechos. Quizá la idea del cronograma se perdió. Ellos tenían otras preocupaciones y otros casos que resolver.
McCaleb se levantó y fue a la cocina para encender la cafetera. Se sentía otra vez fatigado pese a que sólo llevaba despierto noventa minutos. Apenas había tomado café desde el trasplante. La doctora Fox le había dicho que evitara la cafeína y cuando se había saltado el consejo y se había permitido una taza de café en ocasiones le había causado palpitaciones. Pero deseaba mantenerse alerta y terminar el trabajo, de modo que decidió correr el riesgo.
Cuando el café estuvo listo, se sirvió una taza con leche y azúcar. Se sentó de nuevo y se reprendió en silencio por haber buscado razones para excusar a Arrango y Walters. Deberían haber encontrado el tiempo para trabajar el caso a conciencia. McCaleb estaba enfadado consigo mismo por el hecho de haber considerado otra posibilidad.
Tomó el bloc y empezó a leer de nuevo los informes de los testigos, anotando la hora exacta de cada hecho y un breve resumen de lo que cada declaración aportaba al caso. Luego superpuso las horas indicadas por los otros documentos relacionados con el crimen. Durante la hora que duró el proceso llenó tres veces la taza de café sin casi pensar en ello. Cuando hubo acabado, había elaborado una cronograma que ocupaba dos páginas de su bloc. Al examinar su trabajo se dio cuenta del problema: la secuencia era inexacta salvo en un par de referencias y contenía claros conflictos, si no incongruencias.
22.01: Fin del turno B, imprenta del Los Angeles Times, planta de Chatsworth. Gloria ficha la salida.
22.10 (aprox.): Gloria sale con Annette Stapleton, compañera de trabajo. Charlan en el aparcamiento durante unos cinco minutos. Gloria se va en su Honda Civic azul.
22.29: Gloria en la gasolinera Chevron de Roscoe con Winnetka. Compra con tarjeta de crédito en el autoservicio: 14,40 $. El empleado Connor Davis recuerda a Gloria como una clienta nocturna habitual que preguntaba los resultados de los partidos que él escuchaba por radio. Tiempo establecido por la tarjeta de crédito.
22.40 – 22.43 (aprox.): Ellen Taaffe, que se dirige al este por Sherman Way con las ventanas bajadas, oye una detonación al pasar por el Sherman Market. Mira, pero no ve nada extraño. Dos coches en el aparcamiento. Los carteles de ofertas en las ventanas de la tienda impiden divisar el interior del local. Al mirar, oye otra detonación, pero tampoco observa nada anormal. Hora de los disparos determinada por Taaffe con base al inicio del boletín informativo de la KFWB, que empezó a las 22.40.
22.41.03: Un hombre no identificado, con acento español, llama al 911 y comunica que en el Sherman Market han disparado a una mujer y necesita ayuda. No espera a la policía. ¿Inmigrante ilegal?
22.41.37: Gloria Torres recibe un disparo mortal; hora de la cámara de seguridad de la tienda.
22.42.55: El buen samaritano entra en la tienda y ayuda a Gloria; hora de la cámara de seguridad de la tienda.
22.43.21: Ellen Taaffe usa el teléfono de su coche para llamar al 911 e informar de posibles disparos. Le dicen que ya han sido notificados. Su nombre y número son remitidos a los detectives.
22.47: Llegada de la ambulancia. Gloria es transportada al centro médico de Northridge. Se certifica la muerte de Chan Ho Kang.
22.49: Llegada de la policía a la escena del crimen.
Volvió a leerlo todo. Sabía que el homicidio era una ciencia inexacta, pero el cronograma le preocupaba. Según el primer informe de la investigación, los detectives habían fijado la hora real de la secuencia de los disparos en los sesenta segundos transcurridos entre las 22.40 y las 22.41. Al decidir esto, los detectives habían utilizado la única fuente que sabían exacta e incuestionable: el registro del departamento de emergencias. La primera llamada que informaba de los disparos -la del buen samaritano- se había recibido a las 22.41.03. Basándose en esto y en la declaración de Ellen Taaffe, quien afirmaba haber escuchado los disparos algo después del inicio del boletín informativo de la KFWB, los detectives llegaron a la conclusión de que los asesinatos se habían producido después de las 22.40 y antes de las 22.41.03, cuando llamó el buen samaritano.
Esta horquilla horaria, por supuesto, se contradecía con la hora (22.41.37) que mostraba la cinta de la cámara de vigilancia al iniciarse los disparos.
McCaleb revisó de nuevo los informes, con la esperanza de haberse saltado alguna página que explicara esta discrepancia. No había nada. Tamborileó la mesa durante unos instantes mientras recapitulaba. Miró el reloj y vio que eran casi las cinco. Parecía poco probable que alguno de los detectives siguiera en comisaría.
Volvió a estudiar el cronograma que había elaborado en busca de una explicación. Su mirada se clavó en el segundo aviso a emergencias. Ellen Taaffe, la mujer que había escuchado los disparos, había llamado desde el teléfono del coche a las 22.43.21 y le dijeron que ya estaban al corriente.
Pensó en ello. Los detectives habían utilizado su información para fijar el inicio de los disparos a las 22.40, el inicio del boletín de noticias. No obstante, cuando llamó al 911, ya sabían de los disparos. ¿Por qué había tardado más de dos minutos en hacer la llamada? ¿Y le preguntaron alguna vez si había visto al buen samaritano?
McCaleb pasó rápidamente la pila de informes hasta que localizó la declaración de la testigo Ellen Taaffe. Una sola hoja con una firma bajo una declaración de cinco líneas. La declaración no decía nada respecto al tiempo transcurrido entre que oyó los disparos y efectuó la llamada al 911. Sí mencionaba que creía haber visto dos coches aparcados ante la tienda, pero que no podía identificar el tipo de vehículos ni recordaba si había alguien en su interior.
Miró el recuadro de información personal. Taaffe tenía treinta y cinco años y estaba casada. Vivía en Northridge y era ejecutiva en una empresa de selección de personal especializado. Regresaba en coche a su casa después de ver una película en Topanga Plaza cuando oyó los disparos. Los números de teléfono de su domicilio y de su trabajo constaban en los datos del testigo. McCaleb se acercó al teléfono y marcó el número de la oficina. Contestó una secretaria que le corrigió la pronunciación del apellido y le dijo que la había pillado saliendo.
– Soy Ellen Taaffe -dijo una voz.
– Sí, hola, señora Taaffe. Usted no me conoce. Me llamo McCaleb. Estoy investigando el asesinato de hace dos meses en Sherman Way, el que usted denunció a la policía.
McCaleb oyó que la respiración de ella se aceleraba de un modo que revelaba que la llamada le había molestado.
– No entiendo, ya hablé con los detectives. ¿Es usted policía?
– No, yo… Yo trabajo para la familia de la mujer que murió allí. ¿Es un mal momento?
– Sí, me estaba yendo. No quiero encontrarme con todo el tráfico y, francamente, no sé qué más puedo decirle. Se lo conté todo a la policía.
– Será un minuto. Sólo tengo que hacerle unas preguntas rápidas. La mujer tenía un hijo pequeño y trato de detener al individuo que la mató.
Oyó que la respiración de la mujer se aceleraba de nuevo.
– De acuerdo, intentaré ayudar. ¿Cuáles son las preguntas?
– Vamos allá. La primera, ¿cuánto tiempo esperó desde que oyó los disparos y llamó al 911 desde el teléfono del coche?
– No esperé nada, llamé de inmediato. Crecí rodeada de pistolas. Mi padre era agente de policía y a veces lo acompañaba al campo de tiro. Sabía que lo que había oído era un disparo. Llamé de inmediato.
– Verá, estoy viendo los informes de la policía y aquí dice que usted cree haber oído los disparos hacia las diez cuarenta, pero no llamó hasta las diez cuarenta y tres. No…
– Lo que no han puesto en esos informes es que me saltó el contestador. Llamé enseguida, pero me contestó una grabación. Todas las líneas del 911 estaban ocupadas y me pusieron en espera. No sé cuánto tiempo. Fue exasperante. Y cuando por fin entró mi llamada me dijeron que ya estaban informados de los disparos.
– ¿Cuánto tiempo cree que estuvo en espera?
– Acabo de decirle que no estoy segura. Quizás un minuto. Quizá menos, quizá más. No lo sé.
– De acuerdo. El informe dice que escuchó usted un disparo y miró por la ventana a la tienda. Entonces oyó otro disparo. Vio dos coches en el aparcamiento. La siguiente pregunta es, ¿vio a alguien en el exterior?
– No, no había nadie. Ya se lo dije a la policía.
– Parece que el interior de la tienda estaba iluminado, quizá vio si había alguien en los coches.
– Si había alguien en alguno de los coches, no recuerdo haberlo visto.
– ¿Alguno de los coches era un todoterreno, como un Cherokee?
– No lo sé. La policía ya me lo preguntó, pero mi atención estaba en la tienda. Miré por encima de los coches.
– ¿Cree que eran de color oscuro o claro?
– No lo sé. Acabo de decirle que ya he hablado de eso con la policía. Ellos tienen todos…
– ¿Escuchó un tercer disparo?
– ¿Un tercer disparo? No, sólo dos.
– Pero se produjeron tres disparos. Así que no sabe si oyó los dos primeros o los dos últimos.
– Eso es.
McCaleb consideró esto durante un instante, y concluyó que sería imposible determinar con seguridad si ella había oído los dos primeros disparos o los dos últimos.
– Señora Taaffe, eso es todo. Muchas gracias por su ayuda y disculpe las molestias.
La breve conversación ayudó a esclarecer la cuestión del retraso en la llamada al 911, pero aún no sabía a qué se debía el desfase entre el aviso del buen samaritano y la hora que mostraba la cinta de la cámara de vigilancia. McCaleb volvió a consultar su reloj. Ya eran más de las cinco. Todos los detectives se habrían marchado ya, pero decidió probar de todos modos.
Para su sorpresa, cuando llamó a la división de West Valley le dijeron que tanto Arrango como Walters estaban en el despacho. Decidió probar con Walters, ya que el día anterior le había parecido más receptivo a su situación. Walters contestó al tercer timbrazo.
– Soy Terry McCaleb… por lo de Gloria Torres.
– Sí, sí.
– Supongo que ya sabe que tengo los expedientes de Winston, del departamento del sheriff.
– Sí, no nos ha hecho ninguna gracia. También hemos recibido una llamada del maldito Times, una periodista. Eso no estuvo bien. No sé con quién ha estado hablando…
– Mire, su compañero me colocó en una posición en la que tenía que buscar información de donde pudiera sacarla. No se preocupe por el Times. No publicarán nada, porque no hay nada que publicar. Al menos de momento.
– Y mejor que siga así. Es igual, estoy muy ocupado. ¿Qué quiere?
– ¿Tiene un caso?
– Sí. No paran de matar gente en este valle.
– Bueno, mire, no quiero molestarle. Sólo tengo una pregunta que quizá pueda contestarme.
McCaleb esperó. Walters no dijo nada. Parecía distinto que el día anterior. McCaleb se preguntó si Arrango estaría sentado por allí cerca, escuchando. Decidió seguir adelante.
– Quería saber algo acerca de la hora -dijo-. Cuando empiezan los disparos, el reloj del vídeo de la tienda marca las -consultó rápidamente su cronograma-, veamos, las veintidós cuarenta y uno treinta y siete. Luego tenemos que según los registros el buen samaritano telefoneó a las veintidós cuarenta y uno cero tres. ¿Ve a lo que voy? ¿Cómo iba a llamar el tipo treinta y cuatro segundos antes de que empezaran los disparos?
– Es muy sencillo. El reloj de la cámara de vigilancia iba adelantado.
– Oh, vale -dijo McCaleb como si no hubiera considerado esta posibilidad-. ¿Lo comprobaron?
– Mi compañero lo hizo.
– ¿De verdad? No había constancia de eso en el expediente.
– Mire, hizo una llamada a la compañía de seguridad, lo comprobó y no lo puso en el informe, ¿vale? El tipo que instaló el sistema lo hizo hace más de un año, justo después de que atracaran al señor Kang por primera vez. Eddie habló con él. Ajustó el reloj de la cámara con su propio reloj y no había vuelto desde entonces. Le enseñó al señor Kang a ponerlo en hora por si había un corte de luz o algo así.
– De acuerdo -dijo McCaleb, sin saber muy bien adónde iba la conversación.
– Así que su suposición es tan buena como la mía. ¿Muestra la hora original según el reloj del instalador o bien el viejo lo puso en hora varias veces? De todos modos, no tiene importancia. No podemos fiarnos si se puso en hora con el reloj de una persona cualquiera. Quizás el reloj estaba adelantado, o el reloj de la cámara ganaba un par de segundos cada semana o cada quince días. ¿Quién sabe? Lo que quiero decirle es que no podemos fiarnos, pero sí podemos confiar en el reloj del 911. Sabemos que ésa es la hora exacta y trabajamos con ella.
McCaleb permaneció en silencio y Walters pareció tomárselo como si de algún modo lo estuviera juzgando.
– Mire, el reloj de la cámara es sólo un detalle que no significa nada -dijo-. Si nos preocupáramos por cada detalle que no encaja, aún estaríamos trabajando en nuestro primer caso. Tengo trabajo, ¿qué más quiere?
– Creo que eso es todo. Nunca revisaron el reloj de la cámara de vigilancia, ¿no? Ya sabe, comprobar la hora con la de emergencias.
– No. Volvimos al cabo de una par de días, pero había habido un corte de luz. La línea cayó con el Santa Ana. La hora que mostraba no nos servía de nada.
– ¡Lástima!
– Sí, es una lástima. Tengo que colgar, nos mantenemos en contacto. Si tiene algo, llámenos antes que a Winston o no nos hará ninguna gracia. ¿De acuerdo?
– Les llamaré.
Walters colgó. McCaleb miró el teléfono durante unos segundos, preguntándose cuál debería ser o cuál sería su siguiente movimiento. No estaba consiguiendo nada, pero tenía la norma de volver al inicio cada vez que se encallaba. El comienzo solía ser la escena del crimen, pero este caso era diferente. Podía volver al crimen real.
Volvió a poner la cinta de los asesinatos del Sherman Market y la miró de nuevo a cámara lenta. Estaba sentado agarrando los bordes de la mesa con tanta fuerza que los nudillos y las articulaciones de los dedos empezaban a dolerle. Hasta la tercera vez que reprodujo la cinta no reparó en algo que antes se le había pasado pese a que estaba allí todo el tiempo: el reloj de Chan Ho Kang.
El que el día anterior llevaba su esposa. En el vídeo se veía el reloj cuando Kang se agarraba desesperadamente del mostrador.
McCaleb buscó en el vídeo durante un rato, tirando la cinta hacia delante y hacia atrás hasta que congeló la imagen en el punto en que se veía mejor la esfera del reloj. Obtuvo una visión nítida del fotograma, pero la pantalla de cristal líquido no era legible en la imagen captada por la cámara situada en la parte alta de la pared.
Se quedó sentado mirando la imagen congelada, preguntándose si debería seguir intentándolo. Si podía leer la hora del reloj, quizá consiguiera triangular el momento exacto del crimen comparando el reloj de la cámara con el del 911. Quizás atara un cabo suelto.
Siempre había cabos sueltos, detalles que no encajaban. Y McCaleb no estaba seguro de que mereciera la pena invertir tiempo en atar ése.
Su debate interior se interrumpió. Viviendo en un barco, había aprendido a determinar si las sutiles oscilaciones de su hogar se debían a la ola producida por un barco en el canal navegable o al peso de alguien que subía a bordo. McCaleb sintió que el barco se hundía levemente y de inmediato miró por encima del hombro hacia la puerta corredera. Graciela Rivers acababa de subir a bordo y se estaba volviendo para ayudar al niño que la acompañaba. Raymond. La cena. Se había olvidado por completo.
– ¡Mierda! -dijo mientras apagaba el vídeo y se levantaba para salir a recibir a sus invitados.