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Amelia Cordell, tal y como había prometido, había ocupado buena parte del fin de semana en realizar un ejercicio de memoria y rellenar cuatro páginas de un bloc con todo aquello que recordaba de los viajes de su marido en los dos meses anteriores a su muerte, el 22 de enero. Lo tenía listo en la mesa de café cuando llegó McCaleb.

– Le agradezco el tiempo que ha dedicado a esto -le dijo.

– Bueno, espero que le sirva de ayuda.

– Yo también. -McCaleb se sentó en silencio durante un momento-. Por cierto, ¿le ha llamado Jaye Winston o alguien del departamento del sheriff últimamente?

– No, nadie desde que Jaye me llamó el viernes para decirme que podía hablar con usted.

McCaleb asintió. Le alentó saber que Jaye no había vuelto a llamar para invalidar su plácet. Se trataba de un hecho más que le hacía pensar que no compartía la decisión del capitán de apartar a McCaleb del caso.

– ¿Y algún otro?

– No, ¿cómo quién?

– No lo sé. Sólo era curiosidad por saber si, ya sabe, si están dando un seguimiento a la información que les di. -McCaleb se dio cuenta de que era mejor cambiar de tema-. Señora Cordell, ¿tenía su marido un despacho en casa?

– Sí tenía un pequeño estudio, ¿por qué?

– ¿Le importa que eche un vistazo?

– Bueno, no, pero no estoy segura de con qué va a encontrarse. Sólo guarda archivos del trabajo y lleva la contabilidad.

– Bueno, por ejemplo, si tenían ustedes extractos de las tarjetas de crédito, me ayudaría a establecer dónde estuvo él en determinados momentos de enero y febrero.

– No estoy segura de querer darle nuestros extractos bancarios.

– Bueno, lo único que puedo hacer es asegurarle que sólo estoy interesado en las localizaciones de las facturas y quizás en los artículos que compró. No en el número de sus tarjetas.

– Lo sé, disculpe. Ha sido una estupidez por mi parte. Usted es el único que parece interesarse por Jim. No sé por qué desconfío.

McCaleb se sintió incómodo por no ser completamente franco con la mujer y decirle que había perdido la bendición oficial. Se levantó para poder empezar y no tener que pensar en ello.

El despacho era pequeño y en gran parte utilizado como almacén de equipo de esquí y cajas de cartón. No obstante, al fondo de la habitación había una mesa de escritorio con dos cajones y dos archivadores.

– Lo siento, está desordenado. Y yo todavía tengo que acostumbrarme a llevar los números. Jim siempre se ocupaba de eso.

– No se preocupe. ¿Le importa si me siento y hecho un vistazo?

– No, en absoluto.

– Hum, podría traerme un vaso de agua.

– Claro, ahora se lo traigo. -Se dirigió a la puerta, pero se detuvo en el umbral-. No quiere agua, ¿verdad? Sólo quiere que le deje solo y no tenerme por aquí merodeando.

McCaleb esbozó una sonrisa y bajó la vista a la desgastada moqueta verde.

– Le traeré el agua de todos modos, y luego le dejaré solo.

– Gracias, señora Cordell.

– Llámeme Amelia.

– Amelia.

McCaleb pasó la siguiente media hora examinando los cajones y los papeles que había sobre la mesa. Trabajaba deprisa, porque sabía que probablemente el paquete de Carruthers le estaría esperando en su casilla postal de la oficina del capitán de puerto.

En el escritorio, McCaleb tomó algunas notas en el bloc que Amelia ya había empezado y apiló los documentos y tarjetas de crédito que quería llevarse para examinarlas después; hizo un inventario para que Amelia Cordell tuviera constancia.

El último cajón que examinó fue el de uno de los archivadores metálicos. Estaba casi vacío y había sido utilizado por Cordell para archivar documentación del trabajo, del seguro y de la inmobiliaria. Había un grueso expediente del seguro médico, con facturas que se remontaban a la fecha del nacimiento de sus hijas y papeles relativos al tratamiento por una pierna rota. La dirección de uno de los médicos que le atendió era de Vail, Colorado, lo cual indujo a McCaleb a suponer que se había fracturado el hueso en un accidente de esquí.

McCaleb abrió una carpeta negra con una bonita funda de piel y vio que contenía documentos relativos a las últimas voluntades de marido y mujer. No observó nada extraordinario. Cada cónyuge era beneficiario del otro, y las niñas seguían en la línea sucesoria en el caso de fallecimiento de los dos padres. McCaleb no perdió mucho tiempo con eso.

La última carpeta que miró tenía una escueta etiqueta que ponía «Trabajo»: contenía varios registros, incluidas evaluaciones de actuaciones y diversas comunicaciones de la oficina. McCaleb revisó los informes laborales y comprobó que los jefes de Cordell lo tenían en gran estima. Anotó algunos de los nombres de los supervisores firmantes a fin de entrevistarlos más tarde. Luego revisó el resto de la correspondencia, pero nada le interesó. Vio copias de memorandos interoficinas, así como cartas de recomendación, de agradecimiento por haber presidido la donación anual de sangre de la empresa de ingeniería y por su trabajo voluntario en un programa que proporcionaba comidas de Acción de Gracias a los necesitados. Había también una carta de dos años atrás en la que su supervisor elogiaba a Cordell por haberse detenido a ayudar a los heridos en un choque frontal en Lone Pine. La carta no especificaba los detalles de lo que Cordell había hecho. McCaleb guardó todo de nuevo en la carpeta y devolvió ésta al archivador.

Luego se levantó y observó la habitación. No había nada que despertase su interés. Entonces se fijó en una foto enmarcada colocada sobre el escritorio. Era de la familia Cordell. Se la acercó y la estudió un momento, pensando en lo mucho que aquella bala había hecho añicos. Le hizo pensar en Raymond y Graciela. Se imaginó una foto futura en la que estaban ellos dos y él mismo, sonriendo.

Se llevó el vaso vacío de agua a la cocina y lo dejó sobre la encimera. Entonces entró en el salón y encontró a Amelia Cordell sentada en la misma silla que ocupaba en su anterior visita. Simplemente estaba allí sentada. La televisión seguía apagada y no tenía ningún libro ni ningún diario en las manos. Parecía estar mirando el cristal de la mesa de café, nada más. McCaleb vaciló en el pasillo de la cocina.

– ¿Señora Cordell?

Ella levantó la mirada hacia él sin mover la cabeza.

– ¿Sí?

– He terminado por el momento. -Entró y puso el improvisado recibo sobre la mesa-. Éstas son las cosas que me llevo. Se lo devolveré todo en unos días. Se lo mandaré por correo o bien se lo traeré yo mismo.

La mirada de la mujer se había posado en la lista, tratando de leerla desde un metro de distancia.

– ¿Ha encontrado lo que necesitaba?

– No lo sé todavía. En esta clase de cosas nunca se sabe qué es importante hasta que se vuelve importante, ya sabe a qué me refiero.

– En realidad, no.

– Bueno, supongo que me refiero a detalles. Estoy buscando el detalle revelador. Había un juego cuando yo era niño. No recuerdo cómo se llamaba, pero todavía deben de seguir jugándolo. Tienes un tubo de plástico transparente puesto en vertical. Hay unas cuantas pajitas de plástico que pasan por agujeros por el centro del tubo. Se echan unas canicas que se sostienen con las pajitas. El juego consiste en sacar las pajitas sin que se caiga ninguna canica. Y siempre parece que hay una pajita que cuando la sacas hace que todo se derrumbe. Eso es lo que estoy buscando. Tengo muchos detalles. Estoy buscando el que provoca el derrumbe cuando se saca. El problema es que uno no puede saberlo hasta que empieza a tirar.

Ella lo miró sin comprender, del mismo modo que había estado mirando antes la mesa de café.

– Bueno, ya le he robado mucho tiempo. Creo que voy a marcharme y, como le he dicho, le devolveré todas estas cosas. Y la llamaré si surge alguna cosa. Mi número está en la lista, por si se le ocurre algo más o hay algo que pueda hacer por usted.

Se despidieron. McCaleb ya iba hacia la puerta cuando pensó en algo y regresó.

– Ah, casi me olvido. Había una carta en uno de los archivos en la que agradecían a su marido por detenerse en un accidente cerca de Lone Pine. ¿Lo recuerda?

– Claro, fue hace dos años. En noviembre.

– ¿Recuerda que sucedió?

– Jimmy volvía a casa y se encontró con un accidente. Acababa de producirse y había gente en el suelo y cristales por todas partes. Él llamó a las ambulancias desde el móvil y se detuvo a ayudar a las víctimas. Un niño pequeño murió en sus brazos esa noche. Jimmy lo pasó muy mal.

McCaleb asintió.

– Ésa es la clase de persona que era, señor McCaleb.

Lo único que McCaleb pudo hacer fue repetir un gesto de asentimiento con la cabeza.

McCaleb tuvo que esperar diez minutos a que apareciera Buddy Lockridge en el camino de entrada. Llevaba una cinta de Howlin’ Wolf en el equipo de música. McCaleb subió al coche y bajó el volumen.

– ¿Dónde has estado?

– Conduciendo. ¿Adónde vamos?

– Bueno, he estado esperando. Volvemos al puerto.

Buddy hizo un giro de ciento ochenta grados y puso rumbo a la autopista.

– Oye me dijiste que no hacía falta que me quedara sentado en el coche. Me sugeriste que diera una vuelta y eso he hecho. ¿Cómo se supone que tengo que saber cuánto tiempo vas a tardar si no me lo dices?

Tenía razón, pero McCaleb seguía enfadado y no se disculpó.

– Si esto dura mucho más, tendré que conseguirte un móvil.

– Si esto dura mucho más, quiero un aumento.

McCaleb no respondió. Lockridge subió de nuevo el volumen y sacó la armónica del bolsillo de la puerta. Empezó a acompañar Wang Dang Doodle. McCaleb miró por la ventanilla y pensó en Amelia Cordell y en cómo una bala había acabado con dos vidas.

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