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McCaleb levantó un dedo al taxista e hizo otra llamada. Primero pensó en telefonear a Jaye Winston, pero decidió esperar. En su lugar se comunicó con Graciela Rivers en el número de la sala de urgencias del Holy Cross que ésta le había dado. La enfermera accedió a encontrarse con él para una comida temprana, pese a que McCaleb le explicó que no había conseguido gran cosa. Ella le pidió que la aguardara en la sala de espera de urgencias a las once y media.

El hospital se hallaba en una zona del valle de San Fernando llamada Mission Hills. De camino, McCaleb miró el paisaje por la ventana: centros comerciales y estaciones de servicio. El taxista buscaba la 405 para dirigirse al norte.

McCaleb conocía el valle de San Fernando a partir de los muchos casos en los que había participado. La mayoría de ellos habían sido sometidos a su examen sólo a través de documentos, fotos y cintas de vídeo de cadáveres abandonados junto al muro de contención de la autovía o en las laderas que bordeaban los llanos del norte. El Asesino del Código había actuado cuatro veces en el valle de San Fernando antes de desvanecerse como la niebla marina de la mañana.

– ¿Qué es usted, policía?

McCaleb apartó la mirada de la ventana y se fijó en el conductor por el espejo. El taxista lo estaba mirando.

– ¿Qué?

– ¿Es usted policía o algo así?

McCaleb negó con la cabeza.

– No.

Miró de nuevo por la ventana mientras el taxista subía una de las rampas de acceso a la autovía. Pasaron junto a una mujer que sostenía un cartel en el que pedía dinero. Otra víctima esperando ser víctima de nuevo.


McCaleb se sentó en una silla de plástico de la sala de espera, frente a una mujer herida y su marido. La mujer se quejaba de un dolor interno y mantenía los brazos cruzados sobre el estómago. Estaba encorvada, protegiendo la herida. El marido se mostraba atento, preguntándole repetidamente cómo se sentía y yendo a la ventanilla de recepción para preguntar cuánto duraría la exploración, pero McCaleb oyó que le preguntaba dos veces en voz baja:

– ¿Qué vas a decirles?

La mujer volvió el rostro en las dos ocasiones.

A las once y cuarto, Graciela Rivers se abrió paso a través de las puertas dobles de la sala de urgencias. Ella sugirió que fueran a la cafetería del hospital, porque sólo disponía de una hora. A McCaleb no le importó, puesto que aún no había recuperado el gusto por la comida desde el trasplante. Comer en el hospital no sería distinto de hacerlo en el Jozu de Melrose. La mayoría de los días no le importaba lo que comía y en ocasiones se olvidaba de hacerlo hasta que un dolor de cabeza le recordaba la necesidad de cargar combustible.

La cafetería estaba casi vacía. Llevaron las bandejas a una mesa próxima a una ventana, con vistas a una gran cruz blanca rodeada de césped.

– Es mi única oportunidad de ver la luz del día -dijo Graciela Rivers-. En las habitaciones de urgencias no hay ventanas, así que siempre busco una.

McCaleb asintió, comprensivo.

– Hace tiempo, cuando trabajaba en Quantico, teníamos las oficinas bajo tierra. En el sótano. No había ventanas, siempre había humedad, y en invierno hacía frío incluso con la calefacción encendida. Nunca veía el sol. Al cabo de un tiempo te afecta.

– ¿Por eso se trasladó?

– No, por otras razones. Pero me imaginaba que tendría una ventana. Me equivocaba. Me metieron en un armario en la OC. Diecisiete pisos por encima del suelo, pero sin ventanas. Creo que por eso vivo en el barco ahora. Me gusta sentir el cielo cerca.

– ¿Qué es la OC?

– Perdón, la oficina de campo. Estaba en Westwood. En ese edificio federal tan grande, al lado del cementerio de los veteranos.

Ella asintió.

– ¿De veras se crió en Catalina, como decía el diario?

– Estuve allí hasta los dieciséis. Luego me fui a vivir con mi madre a Chicago… Es curioso, cuando era niño todo el tiempo que pasé en la isla lo hice deseando irme. Ahora sólo pienso en volver.

– ¿Qué haría allí?

– No lo sé. Tengo un amarradero que me dejó mi padre. Quizá no haga nada, puede que me limite a sentarme al sol con una cerveza en la mano.

McCaleb sonrió y ella le devolvió la sonrisa.

– Si ya tiene el amarradero, ¿por qué no se va?

– El barco no está listo, ni yo tampoco.

Ella asintió.

– ¿Era de su padre, el barco?

Otro dato del periódico. Obviamente le había contado demasiado de sí mismo a Keisha Russell. No le gustaba que la gente supiera tantas cosas de él con semejante facilidad.

– Vivía en el barco. Cuando murió me quedó a mí. Yo lo dejé en el dique seco durante años. Ahora precisa muchos arreglos.

– ¿Echa de menos a su padre?

McCaleb sonrió, pero no abrió su corazón. La conversación se fue apagando y empezaron a comerse los sándwiches. McCaleb no había previsto que la cita girara en torno a él. Después de unos cuantos mordiscos, empezó a ponerla al día de lo acontecido en la no del todo exitosa mañana. Omitió explicar que había visto la cinta del asesinato de su hermana, pero compartió su corazonada acerca de que los asesinatos de Torres y Kang estaban relacionados con al menos otro incidente. Le contó que intuía que ese otro incidente podía ser el atraco y asesinato narrados en los artículos que Keisha Russell le había leído.

– ¿Qué hará ahora? -preguntó ella cuando él finalizó su relato.

– Dormir una siesta.

Ella lo miró con curiosidad.

– Estoy molido -dijo McCaleb-. No había estado yendo de un lado a otro ni pensando tanto desde hace mucho tiempo. Iré a descansar al barco. Mañana empezaré de nuevo.

– Lo siento.

– No, no lo siente -dijo él con una sonrisa-. Estaba buscando a alguien con un motivo para involucrarse en esto. Yo tengo el motivo y estoy involucrado, pero tengo que empezar poco a poco. Siendo una enfermera, espero que lo entienda.

– Lo hago. No quiero que se lastime a sí mismo. Eso haría la muerte de Glory todavía más…

– La comprendo.

Permanecieron en silencio durante unos instantes antes de que McCaleb retomara la conversación.

– Su intuición acerca de la policía era cierta. Creo que están en un compás de espera, atentos por si ocurre algo, probablemente que el tipo vuelva a actuar. Indudablemente no están trabajando el caso, la investigación está paralizada hasta que suceda algo que la active.

Ella sacudió la cabeza.

– No están trabajando en el caso, pero no quieren que usted lo intente. ¡Eso tiene mucho sentido!

– Es una cuestión de territorialidad. Es así como se juega el juego.

– No es un juego.

– Lo sé. -Lamentó no haber escogido otra palabra.

– Entonces, ¿qué puede hacer?

– Bueno, por la mañana, cuando haya recuperado fuerzas, probaré con el departamento del sheriff. Conozco a la detective al mando de este otro caso que creo que está relacionado. Se llama Jaye Winston. Trabajamos juntos hace mucho tiempo. Fue bien y espero que eso me abra la puerta y llegue un poco más lejos que con la policía.

Ella asintió, pero no pudo disimular su decepción.

– Graciela -dijo McCaleb-, no sé si esperaba que alguien se limitara a venir y resolver el caso como quien saca una llave y abre una puerta, pero las cosas no funcionan así. Eso ocurre en las películas, y esto es real. Durante todos mis años en el FBI, la mayoría de los casos se resolvieron por un pequeño detalle, algo insignificante que al principio se pasó por alto o no pareció importante, y luego se convirtió en la clave de todo. Pero a veces hace falta tiempo para llegar hasta ahí, para encontrar ese pequeño detalle.

– Lo sé, lo sé. Es sólo que me siento frustrada porque no se hiciera más antes.

– Sí, cuando… -Iba a decir «cuando la sangre estaba fresca».

– ¿Qué?

– Nada. Es que en la mayoría de los casos cuanto más tiempo pasa más difíciles son de resolver.

McCaleb sabía que no la ayudaba nada contándole la realidad de la situación, pero quería que estuviera preparada para un eventual fracaso. Había tenido un día bueno, pero no tanto. Se dio cuenta de que al aceptar el caso sólo había preparado a Graciela Rivers para la desilusión. Su egoísta sueño de redención sería otra dolorosa dosis de realidad para ella.

– A esos hombres simplemente les da igual -dijo ella.

McCaleb se fijó en su aspecto abatido. Sabía que estaba refiriéndose a Arrango y Walters.

– A mí no me da igual.

Terminaron de comer en silencio. Después de que McCaleb apartara su bandeja, miró a Graciela, que observaba a través de la ventana. Incluso con su uniforme blanco de poliéster y el pelo recogido, Graciela Rivers le removía algo. Tenía una tristeza que él deseaba mitigar de algún modo. Se preguntó si ya existiría antes de la muerte de su hermana. Con la mayoría de la gente ocurre así. McCaleb incluso había percibido la presencia de la tristeza en los rostros de algunos bebés. Los acontecimientos de sus vidas parecían simplemente confirmar la desdicha que acarreaban.

– ¿Murió aquí? -preguntó él.

Ella asintió y le devolvió la mirada.

– Primero la llevaron a Northridge, allí la estabilizaron y luego la trasladaron aquí. Yo estaba con ella cuando la desconectaron de la máquina.

McCaleb sacudió la cabeza.

– Tuvo que ser muy duro.

– Todos los días veo morir gente en urgencias. Incluso bromeamos para aliviar la tensión, decimos que son 3D. Duro de doblar. Pero cuando se trata de tu propia… Yo ya no bromeo más.

McCaleb observó el rostro de ella mientras cambiaba de velocidad y se alejaba del punto problemático. A alguna gente no le entra la quinta marcha para salir a escape.

– Hábleme de su hermana.

– ¿Qué quiere decir?

– En realidad, he venido para eso. Cuénteme cosas de ella, eso me ayudará. Cuanto más unido a Gloria me sienta, mejor lo haré.

Graciela permaneció un momento en silencio, con la boca curvada en una mueca, mientras pensaba en el modo de definir a su hermana en pocas palabras.

– ¿Hay cocina en ese barco suyo? -preguntó por fin.

La pregunta pilló a McCaleb desprevenido.

– ¿Qué?

– Si hay cocina. En el barco.

– Claro. ¿Por qué me pregunta sobre mi barco?

– ¿Quiere conocer a mi hermana?

– Sí.

– Entonces tiene que conocer a su hijo. Todo lo bueno que tenía mi hermana está en Raymond. Basta con que lo conozca a él.

McCaleb asintió despacio al comprender.

– Bueno, entonces qué le parece si llevo a Raymond a su barco esta noche y le preparamos la cena. Ya le he hablado de usted y del barco. Quiere verlo.

McCaleb pensó un instante y dijo:

– ¿Qué le parece mañana? De este modo le podré explicar cómo ha ido mi visita al departamento del sheriff. Quizá tenga algo positivo que contar.

– Mañana está bien.

– Y no se preocupe por cocinar. Yo me ocuparé de la cena.

– Usted está trabajando en esto, yo quería…

– Sí, sí. Pero puede reservarse para una noche en su casa. Mañana viene a mi barco y yo me haré cargo de la cena, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -dijo ella, todavía con el ceño fruncido, pero convencida de que no lograría hacerle cambiar de opinión. Sonrió y agregó-: Allí estaremos.


El tráfico en dirección sur por la 405 era intenso y el taxi no lo dejó en el puerto deportivo de San Pedro hasta después de las dos. El vehículo no tenía aire acondicionado y la combinación de los gases de los tubos de escape y el olor corporal del taxista acabaron por provocarle un ligero dolor de cabeza.

Después de subir a bordo del barco, revisó el contestador donde el único mensaje resultó ser el de alguien que colgó sin decir nada. Se sentía mal porque los viajes del día le habían supuesto un desgaste físico superior al que estaba acostumbrado a realizar en los últimos meses. Le dolían los músculos de las piernas y la espalda. Se puso el termómetro, pero no tenía fiebre. La presión y el pulso también eran normales. Lo anotó todo y luego fue al camarote, se sacó la ropa y se metió en la cama sin hacer.

A pesar de su agotamiento físico tenía insomnio y se quedó con los ojos abiertos. En su cabeza se arremolinaban los pensamientos del día y las imágenes del vídeo. Después de una hora tratando de engañarse a sí mismo, decidió levantarse y subir al salón. Sacó la libreta de la americana, que había colgado sobre la silla, y leyó las notas que previamente había tomado. No surgió nada, pero le reconfortó el hecho de iniciar el registro de una investigación.

En una página en blanco anotó algunas ideas adicionales acerca del vídeo, así como un par de cuestiones que quería plantear a Jaye Winston al día siguiente. Asumiendo que los investigadores habían relacionado los casos, deseaba verificar la solidez de la conexión y si los trescientos dólares robados a James Cordell en el primer caso se los habían quitado realmente a él o bien los habían tomado del cajero automático.

Apartó la libreta al darse cuenta de que tenía hambre. Se levantó, echó tres huevos en una sartén, agregó Tabasco y se preparó un sándwich de pan blanco. Después de dar dos mordiscos añadió más Tabasco.

Una vez limpiada la cocina, sintió que la fatiga volvía a hacer mella en él y terminaba por vencerle. Sabía que esta vez sí podría dormir. Se dio una ducha rápida, volvió a controlarse la temperatura y se tomó la tanda de medicamentos de la noche. Vio en el espejo que su barba parecía de dos días, a pesar de que se había afeitado por la mañana: otro de los efectos de la medicación. La prednisona prevenía el rechazo, pero estimulaba el crecimiento del vello. Sonrió a su reflejo, pensando que el día anterior tendría que haberle dicho a Bonnie Fox que se sentía como el hombre-lobo, y no como el monstruo de Frankenstein. Los monstruos empezaban a mezclarse en su mente. Se fue a acostar.

Su sueño fue en blanco y negro. Tras la operación, el color estaba ausente. No sabía qué significado darle a este hecho, y cuando se lo había comentado a la doctora Fox, ésta se había limitado a encogerse de hombros.

En este sueño estaba en el minimercado. Era un personaje del vídeo que Arrango y Walters le habían enseñado. Se hallaba ante el mostrador, sonriendo a Chan Ho Kang. El dueño de la tienda le devolvía la sonrisa de un modo poco amistoso y le decía algo.

– ¿Qué? -preguntó McCaleb.

– No se lo merecía -dijo el señor Kang.

McCaleb miró lo que acababa de comprar, pero antes de saber de qué se trataba sintió el frío círculo de acero en la sien. Se volvió con rapidez y allí estaba el hombre del pasamontañas. McCaleb supo por el modo en que la lógica y el conocimiento acompañan los sueños que el hombre sonreía bajo el pasamontañas. El atracador bajó la pistola y disparó al pecho de McCaleb. La bala alcanzó el círculo de los diez puntos, el del corazón. La bala le desgarró como si él fuera un blanco de cartón y el impacto le hizo retroceder un paso y luego caer a cámara lenta. No sintió dolor, sólo un sentimiento de alivio. Miró al asesino mientras se desplomaba y reconoció los ojos que lo miraban ocultos tras el pasamontañas. Eran sus propios ojos. Le hicieron un guiño y empezó a caer y caer.

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