22

El día había transcurrido bien. Raymond había pescado dos barracudas y una lobina blanca. El primer pez fue el más grande y el que causó mayor emoción, a pesar de que el segundo picó mientras estaban comiendo y casi arrastró al agua la desatendida caña. Regresaron al barco cuando caía la tarde. Graciela insistió en que Raymond descansase un rato antes de cenar y se lo llevó al camarote de proa. McCaleb aprovechó para limpiar el equipo de pesca con la manguera de popa. Cuando Graciela volvió y estuvieron solos, sentados en cubierta, sintió un deseo casi físico de disfrutar de una cerveza fría.

– Ha sido maravilloso -comentó Graciela respecto a la salida al espigón.

– Estoy contento. ¿Cree que se quedarán a cenar?

– Por supuesto. Raymond quiere quedarse también a dormir. Le encantan los barcos. Y creo que quiere ir a pescar otra vez mañana. Ha creado un monstruo.

McCaleb asintió, mientras pensaba en la noche por venir. Transcurrieron unos minutos de cómodo silencio mientras contemplaban las actividades que se desarrollaban en el puerto. Los sábados siempre eran días de mucho ajetreo. McCaleb no paraba de mirar. El hecho de tener invitados le hacía estar más pendiente del ruso, aunque sabía que las probabilidades de que se presentase Bolotov eran mínimas. Había tenido la mejor baza en el despacho de Toliver. Si hubiera pretendido lastimarle, podría haberlo hecho entonces. Pero el hecho de pensar en Bolotov provocó que el caso entrara en sus pensamientos. Recordó una pregunta que había preparado para Graciela.

– Déjeme preguntarle algo -dijo-. Vino aquí el sábado, pero el artículo sobre mí se publicó una semana antes. ¿Por qué esperó una semana?

– De hecho no esperé. Yo no leí el artículo. Un amigo del periódico de Glory me llamó y me contó que lo había visto y que se preguntaba si no sería usted el receptor del corazón. Entonces fui a la biblioteca y lo leí. Vine al día siguiente.

McCaleb asintió. Ella consideró que era su turno de preguntar.

– Esas cajas de ahí abajo…

– ¿Qué cajas?

– Las que están apiladas debajo del escritorio. ¿Son sus casos?

– Son archivos antiguos.

– He reconocido algunos de los nombres. El artículo mencionaba algunos. Yo recuerdo a Luther Hatch. Y al Asesino del Código. ¿Por qué lo llamaban así?

– Porque él (si es que era un hombre) nos dejaba mensajes firmados siempre con el mismo número.

– ¿Qué significaba?

– Nunca lo descubrimos. Ni los mejores hombres del FBI ni los especialistas en criptología de la Agencia Nacional de Seguridad consiguieron descifrarlo. Personalmente, creo que no significaba nada en absoluto. No era un código, sólo otra forma de molestarnos, de hacernos dar vueltas como un perro que quiere morderse la cola… Nueve-cero-tres, cuatro-siete-dos, cinco-seis-ocho.

– ¿Ése es el código?

– Ése es el número. Como digo, no creo que se tratara de un código.

– ¿En Washington pensaban lo mismo?

– No, nunca se rindieron. Estaban convencidos de que significaba algo. Pensaron que podía tratarse de su número de la Seguridad Social desordenado. Imprimieron todas las combinaciones posibles y obtuvieron cientos de miles de nombres. Los comprobaron todos en los ordenadores.

– ¿Buscando qué?

– Fichas policiales, coincidencias con los perfiles… fue una caza de gansos por todo lo alto. El Sudes no estaba en la lista.

– ¿Qué es el Sudes?

– Sujeto desconocido. Es como los llamamos antes de identificarlos. Nunca atrapamos al Asesino del Código.

McCaleb oyó el débil sonido de una armónica y miró hacia el Double-Down. Lockridge estaba abajo practicando Spoonful.

– ¿Fue el único caso suyo en que ocurrió eso?

– ¿Que nunca capturamos al culpable? No. Por desgracia, hubo muchos que se escaparon. Pero el caso del Asesino del Código era algo personal. Me envió cartas a mí. Me odiaba por alguna razón.

– ¿Qué hacía con la gente que…?

– El Asesino del Código era poco común. Mataba de maneras muy diversas y no seguía ningún patrón discernible. Hombres, mujeres, incluso un niño pequeño. Disparaba, acuchillaba, estrangulaba. No había por dónde agarrarlo.

– ¿Entonces cómo sabía que se trataba de él cada vez?

– Nos lo decía. Dejaba cartas con el código en la escena del crimen. No importaba quiénes eran las víctimas. Para él no eran más que objetos que le permitían ejercer su poder y plantárselo en la cara a la autoridad. Era un asesino con un complejo relacionado con la autoridad. Hubo otro asesino, el Poeta. Era un viajero; actuó en todo el país hace algunos años.

– Lo recuerdo. Se escapó aquí en Los Ángeles, ¿no?

– Sí. También era un asesino con complejo respecto a la autoridad. Al estudiar las fantasías y los métodos vemos que muchos de estos tipos son muy parecidos. El Poeta obtenía placer viéndonos desorientados a su alrededor. Con el Asesino del Código ocurría lo mismo. Le gustaba burlarse de los policías en cada ocasión.

– ¿Y luego simplemente dejó de actuar?

– O bien murió o fue a la cárcel por algún otro motivo. O se trasladó a otro lugar y empezó una nueva rutina. Pero esto no es algo que esta gente pueda dejar de hacer.

– ¿Y qué hizo en el caso de Luther Hatch?

– Mi trabajo, nada más. Oiga, podríamos hablar de cualquier otra cosa, ¿no cree?

– Lo siento.

– Está bien. Yo sólo… No sé, no me gustan estas viejas historias.

Tenía intención de hablarle de su hermana y de los últimos acontecimientos, pero no parecía el momento adecuado. Dejó pasar la oportunidad.


Para cenar, McCaleb preparó hamburguesas y filetes de barracuda. Raymond se mostró entusiasmado por comer lo que él mismo había pescado, aunque luego no le gustó el sabor demasiado fuerte de la barracuda. Si bien a Graciela tampoco le convenció, McCaleb no creía que fuese malo.

La comida fue seguida por otro paseo hasta la heladería y luego una visita a las tiendas de Cabrillo Way. Cuando volvieron al barco había oscurecido y el puerto deportivo había recobrado la calma. Graciela le dio a Raymond la mala noticia.

– Raymond, ha sido un día muy largo y quiero que te vayas a dormir -le dijo con dulzura-. Si te portas bien, mañana antes de irnos podrás pescar otra vez.

El niño miró a McCaleb, en busca de una confirmación o bien una posibilidad de apelar.

– Graciela tiene razón, Raymond -dijo-. Por la mañana te llevaré otra vez allí. Pescaremos algo más, ¿vale?

El niño aceptó malhumorado y Graciela se lo llevó a la cama. Su última petición fue llevarse la caña consigo a la habitación. Nadie puso objeciones. McCaleb había asegurado el anzuelo en uno de los anillos de la caña.

McCaleb tenía dos calefactores en el barco y había puesto uno en cada camarote. Sabía que por la noche refrescaba, no importaba cuántas mantas se pusiera uno.

– ¿Y usted? -le preguntó Graciela.

– Yo estaré bien. Usaré mi saco de dormir. Probablemente estaré más caliente que nadie.

– ¿Está seguro?

– Seguro.

Los dejó allí y subió a esperar a Graciela. Sirvió lo que había quedado de pinot noir de su primera visita en el vaso de ella. Sacó el vaso de vino y una lata de Coca-Cola a la popa. Ella se reunió con él al cabo de diez minutos.

– Hace frío aquí -dijo.

– Sí. ¿Cree que él estará bien con el calefactor?

– Sí, está bien. Se durmió en cuanto puso la cabeza en la almohada.

Le pasó el vaso de vino y brindó con la lata de Coca-Cola.

– Gracias -dijo ella-. Raymond lo ha pasado bien hoy.

– Me alegro.

Él hizo chocar su lata con el vaso de vino. Sabía que en algún momento necesitaría hablar con ella de la investigación, pero no quería estropear el momento y decidió aparcar el tema una vez más.

– ¿Quién es la niña de la foto de su despacho?

– ¿Qué niña?

– Parece la foto de un anuario o algo así. Está pegada a la pared en la habitación de Raymond.

– Oh, es sólo… es alguien que quiero recordar. Alguien que murió.

– ¿De un caso o alguien que conocía?

– Un caso.

– ¿El Asesino del Código?

– No, mucho antes de eso.

– ¿Cómo se llamaba?

– Aubrey-Lynn.

– ¿Qué ocurrió?

– Algo que no debería pasarle a nadie. No hablemos de eso ahora.

– Está bien, lo siento.

– No pasa nada. Debería haber sacado la foto antes de que viniera Raymond.


McCaleb no se metió en el saco de dormir, sólo se lo tendió sobre el cuerpo y se acostó boca arriba con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Sabía que debería estar cansado, pero no lo estaba. En su mente se agolpaban pensamientos muy diversos, desde los más mundanos a los que desgarraban el alma. Pensaba en el calefactor del camarote del niño. Sabía que era seguro, pero se preocupó de todos modos. La charla del día también reaparecía en un hilo reflexivo acerca de su padre en el lecho del hospital. Una vez más lamentó no haber llevado al viejo a morir en su casa. Recordó que había salido en el barco después de la ceremonia en Descanso Beach y había circunvalado Catalina, esparciendo las cenizas poco a poco para que duraran hasta completar la vuelta a la isla.

Pero esos recuerdos e inquietudes no eran más que distracciones para no pensar en Graciela. La velada había acabado en un mal tono después de que ella sacara a relucir a Aubrey-Lynn Showitz. El recuerdo le había hecho perder el ritmo a McCaleb y había dejado de hablar. Estaba encaprichado con Graciela. Le gustaba y había albergado la esperanza de que la velada acabara con ellos dos juntos. Pero la intromisión de recuerdos macabros había estropeado el momento.

Estaba subiendo la marea y McCaleb sentía que el barco se mecía con suavidad. Exhaló con fuerza, con la esperanza de expulsar así sus demonios. Se reacomodó. Una costura que corría por el centro de la improvisada cama le molestaba. Pensó en levantarse e ir a buscar un zumo de naranja, pero temía que si se bebía un vaso no hubiera bastante para el desayuno de Raymond y Graciela.

Al final, decidió bajar a controlarse las constantes vitales. El viejo truco para matar el tiempo. Era una forma de ocuparse en algo, y con un poco de suerte se cansaría y podría dormir.

Había dejado una luz nocturna encendida para que Raymond encontrara el lavabo si se levantaba. Optó por no encender la luz del techo y se quedó allí de pie en la penumbra, con el termómetro debajo de la lengua. Miró su reflejo impreciso y advirtió que las bolsas de los ojos se estaban haciendo más profundas.

Tenía que inclinarse sobre el fregadero y sostener el termómetro cerca de la luz nocturna para leerlo. Al parecer tenía unas décimas de fiebre. Sacó la tablilla del gancho y anotó la fecha y 37,2 en lugar de una barra inclinada. Mientras devolvía la tablilla al gancho, oyó que se abría la puerta del camarote principal.

No había cerrado la puerta. Miró hacia el oscuro pasillo y vio la cara de Graciela que se asomaba tras la puerta. Hablaron en susurros.

– ¿Está bien?

– Sí, ¿y usted?

– Estoy bien, ¿qué está haciendo?

– Estaba tomándome la temperatura. No había manera de dormir.

– ¿Tiene fiebre?

– No… Estoy bien.

Asintió y se dio cuenta de que sólo llevaba unos bóxers. Plegó los brazos y levantó una mano para rascarse la barbilla, pero en realidad sólo trataba de ocultar la fea cicatriz del pecho.

Se miraron el uno al otro en silencio. McCaleb se dio cuenta de que había mantenido la mano en la barbilla demasiado tiempo. Dejó caer los brazos a los costados y miró a Graciela en el momento en que los ojos de ella se fijaban en su pecho.

– Graciela…

No terminó la frase. Ella había abierto la puerta muy despacio y él vio que llevaba un camisón de seda rosa qué le llegaba a las caderas. Estaba hermosa. Por un momento ambos se quedaron quietos y se miraron el uno al otro. Graciela seguía sosteniendo la puerta, como para mantener el equilibrio frente a los ligeros movimientos del barco. Un momento después ella dio un paso hacia el pasillo. Él avanzó hacia ella y pasó con suavidad la mano por su costado y luego por la espalda. Con la otra mano, le acarició la garganta y luego la movió a la parte de atrás del cuello y la atrajo hacia sí.

– ¿Puedes hacer esto? -susurró ella con la cara contra el cuello de McCaleb.

– Nada va a detenerme -respondió él en otro susurro.

Fueron al camarote y cerraron la puerta. Él dejó sus bóxers en el suelo y se metió en la cama mientras ella se desabrochaba el camisón. Las sábanas y la manta ya tenían su aroma, el toque a vainilla que ya había percibido antes una vez. Él se puso encima de ella y la empujó hacia abajo con un largo beso. Bajó la cara y le besó los pechos. Su nariz encontró el punto, justo debajo del cuello, donde el perfume le había tocado la piel. Se llenó del profundo olor a almizcle de la vainilla y volvió a subir la cabeza para besarla en los labios.

Graciela movió la mano entre los cuerpos de ambos y apretó su mano caliente contra el pecho de él. Él sintió que el cuerpo de la mujer se tensaba y abrió los ojos.

– Espera, Terry, espera -dijo en un susurro.

McCaleb se quedó quieto y se levantó con un brazo.

– ¿Qué pasa? -susurró.

– No creo… No me siento bien, perdona.

– ¿Qué es lo que no está bien?

– No estoy segura.

Ella giró su cuerpo bajo el de él, que no tuvo más remedio que separarse.

– ¿Graciela?

– No es por ti, Terry. Soy yo. Yo… No quiero apresurarme. Tengo que pensar algunas cosas. -Estaba a un lado de McCaleb, sin mirarlo a la cara.

– ¿Es por tu hermana? Porque yo tengo su…

– No, no se trata de eso… Bueno, quizás un poco. Sólo creo que deberíamos pensárnoslo más. -Se le acercó y le acarició la mejilla-. Lo siento. Sé que no está bien invitarte a entrar y luego hacerte esto.

– No pasa nada. No quiero que hagas algo que luego puedas lamentar. Volveré arriba.

Hizo un movimiento hacia los pies de la cama, pero ella le sujetó el brazo.

– No, no te vayas. Todavía, no. Túmbate aquí conmigo. No quiero que te vayas todavía.

Él volvió a subir y colocó la cabeza en la almohada, al lado de la de Graciela. Era una sensación extraña. Aunque obviamente lo había rechazado, no sentía ansiedad por eso. Sabía que llegaría la hora de ellos dos, y podía esperar. McCaleb empezó a preguntarse cuánto tiempo podría quedarse con ella antes de regresar a su saco de dormir.

– Háblame de la niña -dijo ella.

– ¿Qué? -replicó McCaleb confundido.

– La niña de la foto del anuario que hay en tu escritorio.

– No es una historia agradable, Graciela. ¿Por qué quieres conocer esa historia?

– Porque quiero conocerte a ti.

No dijo nada más, pero McCaleb comprendió. Sabía que si iban a convertirse en amantes tenían que compartir sus secretos. Era parte del ritual. Recordó que años antes, la noche en que hizo el amor por primera vez a la mujer que más tarde se convertiría en su esposa, ésta le había explicado que habían abusado de ella cuando era una niña. El hecho de compartir con ella un secreto tan celosamente guardado le había emocionado de un modo más profundo que el acto físico en sí. Siempre recordaba ese momento, lo valoraba incluso después de que el matrimonio se rompiera.


– Todo esto -empezó- se recompuso a partir de los testigos, las pruebas físicas… y el vídeo.

– ¿Qué vídeo?

– Ya llegaré a eso. El caso fue en Florida. Antes de que me enviaran aquí. Secuestraron a una familia entera. La madre, el padre, dos hijas. Los Showitz. Aubrey-Lynn, la niña de la foto, era la pequeña.

– ¿Qué edad tenía?

– Acababa de cumplir quince en las vacaciones. Eran del Medio Oeste, de un pueblecito de Ohio. Y eran sus primeras vacaciones familiares. No tenían demasiado dinero. El padre regentaba un pequeño garaje de automóviles; todavía había grasa bajo sus uñas cuando lo encontraron.

McCaleb dejó escapar el aire en una breve risa: esa manera de reírse de algo que no tiene gracia pero que uno desearía que la tuviera.

– Así que estaban en unas vacaciones de bajo presupuesto y fueron a Disneylandia y todo eso, y luego, por fin, bajaron a Fort Lauderdale y se alojaron en un pequeño motel barato junto a la autovía I-95. Habían hecho la reserva desde Ohio y pensaban que como el lugar se llamaba Brisa Marina estaría cerca del océano.

Se le hizo un nudo en la garganta porque nunca había contado la historia en voz alta; cada detalle del relato le apenaba y lo sentía como una herida interior.

– El caso es que llegaron allí y decidieron quedarse. Sólo iban a permanecer un par de días en la ciudad y el presupuesto no les daba para cambiarse a un hotel de la playa. Así que se quedaron. Y en la primera noche, una de las niñas se fijó en que una camioneta del aparcamiento tenía un remolque con un aerodeslizador. ¿Sabes lo que es un aerodeslizador?

– ¿Esos que llevan una hélice como un avión y van por los pantanos?

– Sí, por los Everglades.

– Los vi en la CNN cuando ese avión se estrelló en el pantano y desapareció.

– Exacto. Esa niña y su familia nunca habían visto ninguno más que en la tele o en las revistas y fueron a verlo. Entonces un hombre (el dueño) se les acercó. Era un tipo amable y dijo a la familia que si querían podía llevarlos a ver la auténtica Florida en un paseo en aerodeslizador.

Graciela puso la cabeza en el cuello de él y apoyó una mano en su pecho. Sabía hacia dónde conducía la historia.

– Y dijeron que sí -continuó McCaleb-. Ellos eran de un pueblecito de Ohio en el que sólo había un instituto. No sabían nada del mundo real. Así que aceptaron la invitación de ese hombre, de ese extraño.

– ¿Y él los mató?

– A todos -contestó McCaleb-. Se fueron con él y nunca regresaron. El padre fue el primero que encontraron. Un cazador de ranas lo descubrió en la hierba un par de días después. Estaba cerca de la rampa en la que botan los aerodeslizadores. Le habían pegado un tiro en la nuca y lo habían arrojado por la borda.

– ¿Qué pasó con las niñas?

– Los sheriffs locales tardaron un par de días en identificar al padre y relacionarlo con el Brisa Marina. Al ver que no había ni rastro de la mujer y las niñas y comprobar que no habían vuelto a Ohio, los sheriffs regresaron a los Everglades con helicópteros y más lanchas. Localizaron los otros tres cadáveres a unos diez kilómetros de la costa, en un lugar que los que usan aerodeslizadores llaman la Poza del Diablo, en medio de ninguna parte. Los cuerpos estaban allí. Les había hecho cosas a las tres. Luego las ató a bloques de hormigón y las tiró por la borda. Aún estaban vivas. Se ahogaron.

– Oh, Dios…

– Dios no estaba por ahí cerca ese día. Los gases de descomposición hicieron que volvieran a salir a la superficie, incluso con los bloques de hormigón.

Tras unos instantes de silencio, continuó:

– Entonces avisaron al FBI y yo fui allí con otra agente llamada Walling. No había de dónde agarrarse. Hicimos un perfil: sabíamos que conocía muy bien los Everglades. En casi ningún sitio hay ni siquiera un metro de profundidad. Pero arrojó a las mujeres a una poza. No quería que las encontraran. Tenía que conocer ese sitio, la Poza del Diablo. Era como el cráter de un meteorito. Tenía que haber estado allí antes para conocerlo.

McCaleb estaba mirando al techo en la oscuridad, pero lo que veía era su personal y horrible versión de lo sucedido en la Poza del Diablo. Era una visión que no olvidaba, siempre al acecho en los más oscuros rincones de su mente.

– Las había desnudado y les había quitado las joyas, todo aquello que pudiera servir para que las identificasen. Pero en la mano de Aubrey-Lynn, cuando lograron abrírsela, había un collar de plata con un crucifijo. De algún modo se lo había ocultado al asesino y se había aferrado a él. Probablemente rezó a su Dios hasta el final.

McCaleb pensó en la historia y en cómo había marcado su propia vida. Todavía oía los ecos al cabo de los años transcurridos, como la llegada de la marea que levantaba el barco con suavidad, casi de un modo rítmico. La historia estaba siempre presente, no necesitaba clavar la foto sobre el escritorio como una postal. Nunca conseguiría olvidar la cara de esa niña. Sabía que su corazón había empezado a morir en el momento en que la vio.

– ¿Lo detuvieron? -preguntó Graciela.

Era la primera vez que oía la historia y ya necesitaba saber que alguien había pagado por el horrible crimen. Necesitaba un cierre. No comprendía, como lo hacía McCaleb, que eso no importaba. Que nunca había un final en una historia así.

– No, nunca lo atraparon. Investigaron a todas las personas que se habían registrado en el Brisa Marina. Había un hombre al que nunca encontraron. Se había registrado con el nombre de Earl Hanford, pero era falso. La pista acababa allí… hasta que envió el vídeo.

Pasó un ángel.

– Lo enviaron al detective jefe del sheriff. La familia tenía una cámara de vídeo y se la llevaron al paseo en aerodeslizador. La cinta empezaba con un montón de escenas de felicidad y risas. Disneylandia, la playa, luego algo de los Everglades. Entonces el asesino empezó a grabarlo… todo. Llevaba una capucha negra así que no pudimos identificarlo. Tampoco se veía nunca una parte de la nave que pudiera ayudarnos. Sabía lo que hacía.

– ¿La viste?

McCaleb asintió. Se separó de Graciela y se sentó en el borde de la cama, dándole la espalda.

– Tenía un rifle. Ellas hicieron todo lo que él quiso. Toda clase de cosas… las dos hermanas… juntas. Otras cosas. Y las mató de todos modos. Él, ah, mierda…

Sacudió la cabeza y se frotó la cara. Sintió la mano cálida de Graciela en su espalda.

– Los bloques a los que las ató no eran lo bastante grandes para llevarlas al fondo. Lucharon por mantenerse a flote y él lo miró y lo grabó. Le excitaba. Se estaba masturbando mientras veía cómo se hundían.

– McCaleb oyó sollozar a Graciela. Se tumbó de nuevo y le pasó un brazo alrededor de los hombros.

– La cinta fue la última noticia que tuvimos de él -dijo-. Está en alguna parte. Otro más.

Miró a Graciela en la oscuridad, no estaba seguro de si ella lo veía.

– Ésa es la historia.

– Siento que tengas que cargar con eso.

– Ahora tú también. Yo también lo siento.

Ella se enjugó las lágrimas.

– Fue entonces cuando dejaste de creer en ángeles, ¿verdad?

Él asintió.


Aproximadamente una hora antes de amanecer, McCaleb se levantó y volvió a su incómoda cama del salón. Habían pasado la noche hablando en susurros, abrazos y besos, pero sin hacer el amor. De vuelta en su saco de dormir, seguía sin poder conciliar el sueño. Su mente repasaba una y otra vez los detalles de las horas que había compartido con Graciela, el tacto de las manos de ella, su piel, la suavidad de sus pechos en sus labios, el sabor de los labios de ella. Y, cuando su mente se alejaba de esos sensuales recuerdos, también pensaba en la historia que le había contado a Graciela y en la forma en que ella había reaccionado.


Por la mañana no hablaron de lo que había ocurrido en el camarote ni de lo que allí dijeron, ni siquiera cuando Raymond se fue a la popa a mirar en el vivero de cebos y no podía oírles. Graciela parecía actuar como si no se hubiera producido una cita, consumada o no, y McCaleb obró en consecuencia. La primera cosa de la que habló mientras preparaba huevos revueltos para los tres fue del caso.

– Quiero que hagas algo cuando llegues a casa hoy -dijo, mirando por encima del hombro para comprobar que Raymond seguía fuera-. Quiero que pienses en tu hermana y escribas todo lo que recuerdes de sus rutinas. Me refiero a lugares que frecuentaba, amigos a los que veía. Todo lo que recuerdes que hizo desde principio de año hasta el día que entró en esa tienda. Además, quiero hablar con sus amigos y con su jefe en el Times. Sería mejor que lo organizases tú.

– Muy bien. ¿Por qué?

– Porque la perspectiva del caso está cambiando. ¿Recuerdas que te pregunté acerca del pendiente?

McCaleb le contó su convicción de que había sido el asesino quien se había llevado la cruz. También le explicó que el viernes había descubierto que un objeto personal había sido sustraído de la víctima del primer asesinato.

– ¿Qué era?

– Una foto de su esposa y sus hijos.

– ¿Qué crees que significa?

– Que quizá no se tratase de atracos. Tal vez ese hombre del cajero y tu hermana fueron elegidos por alguna otra razón. Cabe la posibilidad de que tuvieran alguna interacción previa con el asesino. Caminos que se cruzan en algún punto, ya sabes. Por eso te estoy pidiendo esto. La mujer de la primera víctima hará lo mismo con su marido. Miraré las dos listas para ver si hay algo en común.

Graciela cruzó los brazos y se recostó en la encimera de la cocina.

– ¿Te refieres a si le hicieron algo a ese hombre para que los matara?

– No. Quiero decir que sus caminos se cruzaron y que algo en ellos atrajo al asesino. No hay una razón válida. Creo que estamos buscando a un psicópata. Es difícil determinar qué puede llamar su atención, por qué escogió a ellos dos entre los nueve millones de personas que viven en este condado.

Ella negó con la cabeza muy despacio, incrédula.

– ¿Qué opina la policía de todo esto?

– No creo que el departamento de policía lo sepa todavía. Y la detective del sheriff no está convencida de verlo de la misma manera que yo. Vamos a hablarlo todo mañana por la mañana.

– ¿Y qué pasa con el hombre?

– ¿Qué hombre?

– El dueño de la tienda. Quizá fue él quien se cruzó en su camino. Quizá Glory no tenía nada que ver en eso.

McCaleb negó con la cabeza.

– No -dijo-. Si él hubiese sido el objetivo, el asesino hubiera entrado y lo habría matado cuando no había nadie más en la tienda. Era tu hermana. Tu hermana y el hombre de Lancaster. Tiene que haber alguna conexión. Hemos de encontrarla.

McCaleb buscó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó una foto que le había dado Amelia Cordell. Era un retrato de un sonriente James Cordell. Le mostró la foto a Graciela.

– ¿Reconoces a este hombre? ¿Es alguien a quien tu hermana pudiera conocer?

Ella agarró la foto y la examinó, pero luego negó con la cabeza.

– No que yo sepa. ¿Es el… hombre de Lancaster?

McCaleb asintió y se guardó de nuevo la foto en el bolsillo. Entonces le dijo a Graciela que llamara a Raymond a desayunar. Cuando ella llegaba a la puerta corredera, McCaleb la detuvo.

– ¿Graciela, confías en mí?

Ella le miró.

– Por supuesto.

– Entonces confía en mí en esto. No me importa que el departamento de policía o los sheriffs no me crean, yo sé lo que sé. Con ellos o sin ellos, voy a seguir por este camino.

Ella asintió y se volvió hacia la puerta y el niño que estaba en la popa.

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