10

Había más luz natural en el salón que abajo en el camarote donde había instalado su despacho. McCaleb decidió trabajar allí. También disponía de una televisión con vídeo incorporado. Despejó la mesa de la cocina, la limpió con una esponja y papel de cocina y puso la pila de informes y expedientes que Winston le había dado. Sacó una libreta de formato legal y un lápiz bien afilado de un cajón y también se los llevó a la mesa.

Decidió que la mejor manera de proceder era examinar el material por orden cronológico. Eso significaba empezar por el caso Cordell. Fue apartando de la pila los informes relativos al asesinato de Gloria Torres. Entonces tomó los informes restantes y los clasificó en pequeñas pilas: investigación inicial e inventario de pruebas, entrevistas de seguimiento, pistas que no conducían a ningún sitio, informes varios y resúmenes detallados y semanales.

Cuando trabajaba para el FBI, siempre despejaba la mesa por completo y extendía en ella todos los documentos de un caso. Los casos los remitían los departamentos de policía de todo el Oeste. Algunos eran paquetes gruesos y otros finos expedientes. Siempre pedía las cintas de vídeo de la escena del crimen. El tamaño del paquete variaba, pero el contenido era siempre el mismo. A McCaleb le producía una mezcla de asco y fascinación. Al leer se sentía enfadado y vengativo, todo ello mientras permanecía sólo en el despacho, con la chaqueta en el colgador y la pistola en el cajón. Se olvidaba de todo salvo de lo que tenía delante. Su mejor trabajo lo hacía en el escritorio. Como agente de campo, era uno de tantos, pero sentado ante una mesa pocos podían comparársele. Y cada vez que abría uno de esos paquetes y la caza del mal se iniciaba de nuevo sentía un secreto estremecimiento. Cuando empezó a leer en el salón del barco volvió a experimentar esa particular sensación.


A James Cordell la vida le sonreía. Una familia, una buena casa, coches, salud y un trabajo lo bastante bien pagado para que su mujer se dedicara a ser madre a tiempo completo de sus dos hijas. Era ingeniero de una empresa privada contratada por el estado para el mantenimiento del sistema de acueductos que transportaban el agua de deshielo de las montañas del centro del estado hasta las presas que abastecían el sur de California. Vivía en Lancaster en el noreste del condado de Los Ángeles, lo cual le permitía llegar en una hora y media a cualquier punto de la línea de conducción del agua. En la noche del 22 de enero regresaba a casa después de un largo día de inspeccionar el segmento de Long Pine del acueducto de hormigón. Era día de cobro y se detuvo en una agencia del Regional State Bank, a un kilómetro y medio de su casa. Su nómina había sido depositada automáticamente y necesitaba efectivo, pero le dispararon en la cabeza y lo abandonaron en el cajero automático antes de que la máquina terminara de escupir el dinero. Fue su asesino quien se llevó los billetes nuevecitos de veinte dólares en cuanto salieron de la ranura.

Lo primero en lo que reparó McCaleb al leer los informes iniciales del crimen fue que se había ofrecido a la prensa una versión edulcorada de los hechos. Las circunstancias que describía el artículo del Times que Keisha Russell le había leído el día anterior no concordaba del todo con los informes. El artículo explicaba que el cadáver de Cordell se había encontrado quince minutos después de los disparos. Según el informe del crimen, Cordell fue encontrado casi inmediatamente por un cliente que había aparcado en el estacionamiento del banco, justo cuando otro vehículo -casi con toda seguridad el del asesino- salía a toda velocidad. El testigo, identificado como James Noone, llamó enseguida para pedir ayuda desde un teléfono móvil.

Como la llamada fue realizada desde un móvil, el operador del 911 no obtuvo de manera automática la dirección exacta desde la que se efectuaba. Tuvo que tomar la dirección a la vieja usanza -a mano- y se las arregló para trasponer dos de los números cuando envió a una unidad de emergencias médicas a la dirección que Noone le había proporcionado. En su declaración, Noone afirmaba que había observado impotente como una ambulancia pasaba con la sirena puesta hacia una dirección situada a siete manzanas de allí. Tuvo que llamar y explicarle de nuevo lo ocurrido a otro operador. La ambulancia fue enviada entonces al lugar correcto, pero cuando llegó Cordell ya había muerto.

Mientras leía el informe preliminar, a McCaleb le costaba juzgar si el retraso en la llegada del personal sanitario había tenido alguna consecuencia. La herida en la cabeza de Cordell era devastadora, y aunque la ambulancia hubiera llegado diez minutos antes probablemente nada habría cambiado. Difícilmente hubieran podido salvar a Cordell.

Sin embargo, el fallo del 911 era el tipo de noticia que gusta a la prensa. Alguien del departamento del sheriff -probablemente el supervisor de Jaye Winston- había decidido no mencionar ese dato.

La metedura de pata era una cuestión marginal que tenía poco interés para McCaleb. Lo que de verdad le interesaba era que había al menos un testigo parcial, así como una descripción del vehículo. Según la declaración de Noone, una mole negra casi lo machacó cuando entraba en el aparcamiento. Describió al vehículo que huía como un Jeep Cherokee de los nuevos. Sólo tuvo una visión fugaz del conductor, un hombre que describió como blanco y con el pelo gris o una gorra gris en la cabeza.

No se mencionaba a ningún otro testigo en los informes preliminares. Antes de seguir con los informes complementarios y el protocolo de la autopsia, McCaleb decidió mirar los vídeos. Puso en marcha la tele y el vídeo y, en primer lugar, puso la cinta de la cámara de vigilancia del cajero automático.

Como ocurrió con la cinta del Sherman Market, había un indicador de tiempo en la parte inferior de la imagen, distorsionada porque había sido captada mediante una lente de ojo de pez. El hombre que McCaleb supuso que era James Cordell entró en el encuadre y colocó su tarjeta bancaria en la ranura del cajero. Tenía la cara muy cerca de la cámara, lo cual bloqueaba la visión del entorno. El error de diseño era evidente; a no ser que el propósito real de la cámara no fuera grabar atracos, sino las caras de los artistas del fraude que usaban tarjetas robadas o falsas.

Mientras Cordell marcaba su número secreto, dudó un instante y miró por encima de su hombro derecho. Su cabeza siguió algo que pasaba detrás de él: el Cherokee que entraba en el estacionamiento. Terminó su transacción mientras en su rostro aparecía una mirada nerviosa. A nadie le gusta ir a un cajero por la noche, ni siquiera cuando el lugar está bien iluminado y se halla en un barrio con un bajo nivel de delincuencia. La única máquina que McCaleb usaba se hallaba dentro de un centro comercial abierto las veinticuatro horas, donde siempre estaba presente la seguridad y el elemento disuasorio que proporcionaba la multitud. Cordell miró con nerviosismo por encima de su hombro izquierdo, saludó con la cabeza a alguien que no aparecía en la imagen y volvió a mirar a la máquina. El aspecto del recién llegado no le había alarmado en absoluto. Obviamente, el asesino todavía no se había colocado el pasamontañas. A pesar de su calma exterior, los ojos de Cordell se centraron en la ranura por la que salía el dinero, mientras su mente probablemente repetía un silencioso mantra: «Venga, venga.»

Entonces, casi de inmediato la pistola apareció en la imagen, pasó sobre su hombro y casi acarició su sien izquierda antes de que el asesino apretara el gatillo y se llevara la vida de Cordell. El chorro de sangre empañó la lente de la cámara y el hombre se derrumbó hacia delante y a su derecha, aparentemente chocó contra la pared contigua al cajero y luego cayó hacia atrás.

Entonces el asesino entró en escena y se llevó el dinero en el instante en que la ranura lo entregaba. McCaleb detuvo la cinta en ese momento. En pantalla había una imagen completa del asesino enmascarado. Llevaba el mismo mono oscuro y el mismo pasamontañas que el asesino de la cinta de Gloria Torres. Como Winston había dicho, no era necesario el informe de balística. Sólo serviría como certificación científica de algo que Winston supo y que en ese momento McCaleb sabía de manera visceral. Se trataba del mismo hombre. La misma ropa, el mismo modo de actuar, los mismos ojos brutales tras el pasamontañas.

McCaleb pulsó de nuevo el botón y la reproducción continuó. El asesino se llevó los billetes de la máquina. Mientras lo hacía parecía estar diciendo algo, pero su cara no estaba frente a la cámara como en el caso de los disparos del Sherman Market. Esta vez daba la impresión de estar hablando para sus adentros más que para la cámara.

El atracador se movió con rapidez hacia la izquierda de la pantalla y se agachó para recoger algo que quedaba fuera de la imagen: los casquillos. Acto seguido desapareció de la imagen por la derecha. McCaleb miró durante unos instantes. La única figura era el cuerpo inerte de Cordell en el suelo, bajo la máquina; el único movimiento, el del charco de sangre que iba creciendo en torno a su cabeza. Buscando la parte más baja, la sangre se deslizó por una juntura de las baldosas y empezó a formar una línea que avanzaba hacia el bordillo.

Un minuto después un hombre se agachó junto al cuerpo de Cordell. Era James Noone: llevaba gafas de montura delgada y era calvo en la parte superior de la cabeza. Tocó el cuello del hombre herido, y miró a su alrededor, quizá para asegurarse de que él mismo estaba a salvo. Entonces se levantó de un salto y salió de la imagen, probablemente para hacer la llamada de auxilio desde el teléfono móvil. Transcurrió otro medio minuto antes de que Noone regresara al encuadre de la cámara, mientras aguardaba ayuda. El tiempo pasaba y Noone no cesaba de mirar a uno y otro lado, al parecer temeroso de que el atracador, si no estaba en el coche que había salido huyendo, pudiera andar cerca. Finalmente, su atención se centró en la calle. Su boca se abrió en un grito silencioso y se echó las manos a la cabeza, mientras presumiblemente veía pasar la ambulancia a toda velocidad. Entonces desapareció de nuevo de la imagen.

Momentos después hubo un salto en la cinta. McCaleb miró el reloj y vio que habían transcurrido siete minutos. Dos médicos se situaron con rapidez uno a cada lado de Cordell. Comprobaron el pulso y las pupilas. Le abrieron la camisa y uno de ellos le auscultó con un estetoscopio. Una tercera persona llegó rápidamente con una camilla con ruedas, pero uno de los dos primeros lo miró y le hizo un gesto negativo con la cabeza. Cordell estaba muerto.

Segundos después la pantalla se quedó en blanco.

Tras una pequeña pausa, casi respetuosa, McCaleb puso la cinta de la escena del crimen. Era obvio que había sido grabada con una cámara llevada a mano. Empezaba con algunas tomas del entorno del banco y la calle. En el aparcamiento había dos vehículos: un polvoriento Chevy Suburban blanco y un pequeño coche apenas visible a su lado. McCaleb supuso que el Suburban pertenecía a Cordell. Era grande y resistente, cubierto de polvo a causa de los trayectos por las carreteras de montaña y desierto que discurrían junto al acueducto. Seguramente, el otro coche pertenecía al testigo, James Noone.

La cinta mostraba entonces el cajero automático y hacía un barrido hacia abajo, hacia la acera manchada de sangre. El cadáver de Cordell estaba tendido en el lugar donde el personal sanitario lo había encontrado, sin cubrir, con la camisa abierta y el pecho pálido expuesto.

Durante los siguientes minutos la grabación registraba distintas áreas de la escena del crimen. Primero un perito medía y fotografiaba la escena, luego los investigadores del forense trabajaban sobre el cuerpo, lo envolvían en una bolsa de plástico y se lo llevaban en una camilla. Por último, el perito y un experto en huellas se acercaban para buscar concienzudamente pruebas y huellas. Una secuencia mostraba al perito usando una pequeña aguja metálica para extraer la bala de la pared contigua al cajero.

Finalmente, había un regalo inesperado para McCaleb. El operador de la cámara grababa la primera declaración de James Noone. El testigo había sido llevado al extremo de la propiedad del banco y cuando apareció el cámara se hallaba de pie junto a una cabina telefónica, hablando a un ayudante del sheriff uniformado. Noone era un hombre de unos treinta y cinco años. En comparación con el agente era bajo y fornido, y se había puesto una gorra de béisbol. Estaba nervioso, todavía bajo los efectos de lo que había presenciado y visiblemente frustrado por el error de la ambulancia. La cámara se presentó a media conversación.

– Lo único que digo es que tenía una oportunidad.

– Sí, ya lo entiendo, señor. Estoy seguro que será una de las cosas que examinen.

– Quiero decir que alguien debería investigar cómo esto ha podido… y el caso es que estamos a ¿qué, un kilómetro del hospital?

– Somos conscientes de ello, señor Noone -le dijo con paciencia el agente del sheriff-. Ahora, si podemos dejar esto de lado un momento. ¿Podría decirme si vio algo antes de encontrar el cadáver? Algo anormal.

– Sí, vi al tipo. Al menos, eso creo.

– ¿A qué tipo?

– Al atracador. Lo vi huir en coche.

– ¿Puede describirlo, señor?

– Claro, un Cherokee negro. De los nuevos. No uno de esos que parecen una caja de zapatos.

El agente parecía un poco confundido, pero McCaleb entendió que Noone estaba describiendo el modelo Grand Cherokee. Él mismo tenía uno.

– Estaba aparcando y pasó a toda velocidad. Casi choca conmigo -dijo Noone-. El tipo era un cabrón, le toqué el claxon. Luego aparqué y me encontré a este hombre. Llamé desde mi teléfono móvil, pero la cagaron.

– Sí señor. ¿Puede moderar su lenguaje? Esto puede ser leído en un tribunal algún día.

– Oh, lo siento.

– ¿Podemos volver al coche? ¿Vio la placa de la matrícula?

– Ni siquiera estaba mirando.

– ¿Cuánta gente iba en el vehículo?

– Creo que sólo el conductor.

– ¿Hombre o mujer?

– Hombre.

– ¿Puede describírmelo?

– No lo estaba mirando. Sólo trataba de no estrellarme contra él.

– ¿Blanco? ¿Negro? ¿Asiático?

– Ah, era blanco. Estoy seguro de eso, pero no podría identificarlo ni nada por el estilo.

– ¿Qué me dice del color de pelo?

– Era gris.

– ¿Gris?

El agente lo dijo sorprendido. Un atracador entrado en años no parecía algo habitual para él.

– Eso creo -dijo Noone-. Todo pasó muy deprisa, no puedo estar seguro.

– ¿Qué me dice de una gorra?

– Sí, quizás era una gorra.

– ¿Se refiere al gris?

– Sí, una gorra gris, pelo gris. No estoy seguro.

– De acuerdo, ¿algo más? ¿Llevaba gafas?

– Eh… No lo recuerdo o no lo vi. No estaba mirando a ese tipo, sabe. Además el coche tenía cristales oscuros. En el único momento en que lo vi fue a través del parabrisas y sólo durante un segundo, cuando se me venía encima.

– Muy bien, señor Noone. Es una ayuda. Necesitaremos que preste una declaración formal y los detectives tendrán que hablar con usted. ¿Le importa?

– Sí, pero qué van a hacer. Yo quiero ayudar. Yo he tratado de ayudar. No me importa.

– Gracias, señor, voy a buscar a un agente que le lleve a la comisaría de Palmdale. Los detectives hablarán con usted allí. Se reunirán con usted lo antes posible, y me aseguraré de que sepan que los está esperando.

– Muy bien, de acuerdo. ¿Y qué pasa con mi coche?

– Alguien le traerá de nuevo aquí cuando hayan terminado.

La cinta finalizaba aquí. McCaleb la extrajo y pensó en lo que hasta entonces había visto y oído. El hecho de que el departamento del sheriff no hubiera mencionado el Cherokee negro a la prensa era curioso. Tendría que hablar con Jaye Winston sobre ese particular. Tomó nota de ello en el bloc en el que había estado escribiendo preguntas y acto seguido empezó a revisar el resto de los informes sobre Cordell.

El inventario de pruebas de la escena del crimen se reducía a una sola página, que además estaba casi en blanco. La bala extraída de la pared, media docena de huellas dactilares del cajero y fotografías de una marca de neumático, posiblemente del coche del asesino y el vídeo de la cámara de seguridad, nada más.

Unidas con un clip al informe, había fotocopias de las fotos de la huella y una imagen congelada de la cinta del cajero con la pistola en la mano del atracador. Un informe complementario del laboratorio afirmaba que, en opinión del técnico, la huella llevaba en el asfalto varios días, y por tanto no era relevante para la investigación.

El informe de balística identificaba el proyectil: una Federal FMJ de nueve milímetros, ligeramente aplastada. Una fotocopia de una página de la autopsia con un dibujo cenital del cráneo estaba grapada al legajo. La trayectoria de la bala en el cráneo también estaba trazada en el dibujo. El proyectil había entrado por la sien izquierda, después había descrito una voltereta en línea recta sobre el lóbulo frontal y había salido por la región temporal izquierda. La trayectoria tenía una amplitud de dos centímetros y medio. Al leer esto, McCaleb se dio cuenta de que a buen seguro había sido una suerte que la ambulancia llegara tarde. Si hubieran conseguido salvar a Cordell, probablemente éste se habría pasado la vida conectado a una máquina, en uno de esos centros médicos que no eran más que almacenes de vegetales.

El informe de balística contenía, asimismo, una imagen procesada de la pistola. Aunque la mayor parte del arma quedaba oculta por la mano enguantada del asesino, los expertos del departamento del sheriff la habían identificado como una Heckler amp; Koch P7, una nueve milímetros con cañón de diez centímetros y acabado niquelado.

La identificación del arma alimentó la curiosidad de McCaleb. La HK P7 era una pistola bastante cara, costaba alrededor de mil dólares en el mercado legal, y no era la clase de arma que suele verse en los crímenes cometidos en las calles. Supuso que Jaye Winston habría dado por sentado que la pistola también había sido robada. McCaleb hojeó los informes complementarios que quedaban con la seguridad de que Winston también habría recopilado las denuncias de robos en las cuales se mencionara una HK P7. Al parecer la pista no la había llevado a ninguna parte. Es cierto que muchos robos de armas no se denunciaban porque el propietario no estaba autorizado a poseerla. De todos modos, como sin duda había hecho antes Winston, McCaleb revisó la lista de los robos denunciados -sólo cinco en los últimos dos años- para ver si algún nombre o dirección llamaban su atención. Ninguno lo hizo. Los cinco que Winston había recopilado eran casos abiertos sin sospechosos: un callejón sin salida.

Después de la lista de robos había un informe que detallaba todas las sustracciones de Grand Cherokees negros denunciadas en el condado durante el último año. Al parecer, a Winston también le había resultado contradictorio que se utilizara un modelo tan caro en un crimen con escaso beneficio económico. McCaleb consideró sensato suponer que el coche era robado. Había veinticuatro Cherokees en la lista, pero ningún otro informe que indicara un seguimiento. Tal vez, se dijo, Winston había cambiado de opinión después de conectar el caso Cordell con el asesinato de Torres y Kang. La descripción del buen samaritano del vehículo que huyó del tiroteo de la tienda bien podía corresponder a un Cherokee, y ya que eso sugería que el atracador no se había deshecho de él, quizá no había sido robado.

El protocolo de la autopsia era lo siguiente. McCaleb pasó las hojas con rapidez. Sabía por experiencia que el noventa y nueve por ciento del informe de una autopsia estaba dedicado a la minuciosa descripción del procedimiento, la identificación de las características de los órganos de la víctima y del estado de salud en el momento de la muerte. Por lo general, a McCaleb sólo le interesaba el resumen, pero en el caso de Cordell incluso esa parte carecía de relevancia, pues la causa de la muerte era obvia. Localizó el resumen de todos modos y asintió con la cabeza al leer lo que ya sabía. Una lesión cerebral masiva había provocado el fallecimiento de Cordell a los pocos minutos de recibir el disparo.

Apartó el informe de la autopsia. La siguiente pila de papeles guardaba relación con la teoría de Winston de los strike-3, es decir, la idea de que el asesino era un ex convicto que se enfrentaría a una cadena perpetua sin posibilidad de condicional en el caso de ser condenado otra vez. Winston había acudido a las oficinas estatales de libertad condicional de Van Nuys y Lancaster y había obtenido los expedientes de atracadores a mano armada en libertad condicional que fueran de raza blanca y tuvieran en su haber dos condenas por delitos graves. La nueva ley colocaba a todos ellos ante la amenaza de una cadena perpetua si eran detenidos otra vez. Había setenta y uno asignados a las dos oficinas de libertad condicional más cercanas a los escenarios de los atracos con víctimas mortales.

Poco a poco, desde los atracos y asesinatos, Winston y otros agentes del sheriff habían visitado a los integrantes de la lista. De acuerdo con los informes, habían interrogado a casi todos los sospechosos. Sólo siete de los setenta y uno no habían sido localizados, lo cual probaba que habían violado la condicional y probablemente habían abandonado la región, o quizá seguían ocultos en el área y estaban cometiendo atracos a mano armada e incluso asesinatos. Se dictaron órdenes de búsqueda y captura para todos ellos en las redes informáticas de los cuerpos de seguridad de toda la nación. Casi el noventa por ciento de los hombres contactados disponían de coartada. Los ocho restantes habían sido descartados por otras vías de investigación, sobre todo porque su envergadura no se correspondía con el torso del hombre del vídeo.

Dejando de lado los siete hombres que faltaban, la investigación de strike-3 estaba estancada. Winston, al parecer, confiaba en que apareciera uno de los siete y fuera relacionado con los crímenes.

McCaleb siguió con el resto de los informes acerca de Cordell. Había dos entrevistas de seguimiento con James Noone en el Star Center. Su relato no difería del inicial y su descripción del conductor del Cherokee no mejoró.

También había un dibujo de la escena del crimen y cuatro entrevistas de campo con hombres que conducían Cherokees negros. Habían sido parados en Lancaster y Palmdale, en el curso de la hora posterior al asesinato del cajero automático, por agentes del sheriff alertados por radio de la utilización de un vehículo de ese modelo en el crimen. La identificación de los conductores fue procesada por el ordenador y se les dejó marchar después de comprobarse que no tenían antecedentes. Los informes fueron enviados a Winston.

Finalmente, McCaleb leyó el último informe archivado por Winston. Era breve y conciso.

«No hay más pistas ni sospechosos en este momento. El agente investigador espera en este punto información adicional que pueda conducir a la identificación de un sospechoso.»

Winston estaba contra la pared. Permanecía a la espera. Necesitaba sangre fresca.

McCaleb tamborileó la mesa y pensó en todo lo que acababa de leer. Aprobaba los movimientos realizados por Winston, pero trataba de determinar qué se le había pasado por alto y qué más se podría hacer. Le gustaba la teoría de los strike-3 y compartía la decepción de la detective al no ser capaz de seleccionar un sospechoso de la lista de setenta y uno. El hecho de que la mayoría de los hombres hubieran sido descartados por sus coartadas le preocupaba. ¿Cómo era posible que tantos canallas con dos condenas fueran capaces de dar cuenta exacta de su paradero en dos noches diferentes? El siempre había desconfiado de las coartadas en sus investigaciones: sabía que basta con un mentiroso para proporcionar una coartada.

McCaleb dejó de tamborilear la mesa cuando se le ocurrió algo. Desplegó la pila de informes en la mesa en forma de abanico. No necesitaba volver a revisarlos, porque sabía que lo que buscaba no estaba en la mesa. Se dio cuenta de que Winston no había cruzado sus diversas teorías desde una perspectiva geográfica.

Se levantó y salió del barco. Buddy Lockridge estaba sentado en el puente de mando, remendando un traje de neopreno, cuando apareció McCaleb.

– ¿Eh tienes trabajo?

– Un tipo de la fila de los millonarios quiere que le limpie el Bertram. Es el sesenta, por allí. Pero si necesitas ir a algún sitio, puedo hacerlo cuando quiera. Es de los que viene un fin de semana de cada mes.

– No. Sólo quería saber si me podías prestar un Thomas Brothers. El mío está en el coche y no quiero quitarle la lona.

– Sí, claro. Está en el Taurus.

Lockridge hurgó en su bolsillo, sacó las llaves y se las tendió a McCaleb. En su camino hacia el Taurus, McCaleb echó un vistazo a la fila de los millonarios: un muelle con espacios de doble ancho para que cupieran los yates más grandes que echaban amarras en el puerto deportivo de Cabrillo. Localizó el Bertram 60, un barco espléndido. Y sabía que le habría costado a su dueño, quien probablemente no lo utilizaba más de una vez al mes, al menos un millón y medio de dólares.

Después de coger el plano del coche de Lockridge, devolverle la llave y regresar a su barco, McCaleb se puso a trabajar con los datos del caso Cordell. Empezó con los informes de robos de Cherokees y pistolas HK P7. Numeró cada uno de los robos denunciados y marcó su dirección en la página apropiada del plano-guía. Luego tomó la lista de los strike-3 sospechosos, utilizando el mismo procedimiento para trazar una cruz en el domicilio y lugar de trabajo de cada uno de los hombres. Por último señaló el lugar de los asesinatos.

Le llevó casi una hora, pero cuando hubo terminado, sintió una cautelosa emoción. Un nombre de la lista de setenta y uno destacaba claramente de los demás por su relevancia geográfica en relación con el asesinato del Sherman Market y el robo de una HK P7.

Se trataba de Mikail Bolotov, un inmigrante ruso de treinta años que ya había cumplido dos condenas en prisiones de California por robos a mano armada. Bolotov vivía y trabajaba en Canoga Park. Su casa estaba cerca de Sherman Way, a poco más de un kilómetro del minimercado en el que Gloria Torres y Chan Ho Kang habían sido asesinados. Trabajaba en Winnetka, en una planta de montaje de relojes situada a sólo ocho manzanas al sur y dos al este del minimercado. Por último, y eso fue lo que entusiasmó a McCaleb, el ruso también trabajaba a sólo cuatro manzanas de una casa de Canoga Park donde habían robado una HK P7 en diciembre. Al leer el informe del robo, McCaleb observó que el intruso se había llevado varios regalos del pie de un árbol de Navidad, incluida una HK P7 nueva que había sido envuelta como obsequio del dueño de casa a su esposa: el regalo de Navidad perfecto en Los Ángeles. El ladrón no dejó huellas dactilares ni indicio alguno.

McCaleb leyó todo el informe de la condicional y de los investigadores. Bolotov poseía un largo historial de violencia, aunque no era sospechoso de ningún homicidio ni había tenido ningún problema con la justicia desde su última excarcelación, tres años antes. Acudía a las citas rutinarias que le imponía la condicional y aparentemente se hallaba en el buen camino.

Bolotov había sido interrogado por el asunto Cordell en su lugar de trabajo por dos investigadores de la oficina del sheriff llamados Ritenbaugh y Aguilar. La entrevista se había realizado dos semanas después del asesinato de Cordell, pero casi tres semanas antes de los asesinatos del Sherman Market. Además, al parecer era anterior a que Winston obtuviera las denuncias de los robos de HK P7. McCaleb supuso que éste era el motivo de que se hubiera pasado por alto la localización geográfica.

Durante el interrogatorio, las respuestas de Bolotov habían bastado para eliminar las sospechas, y su jefe le había proporcionado una coartada al declarar que la noche en que James Cordell murió el ruso había trabajado en su turno habitual de dos a diez. Les mostró a los detectives nóminas y tarjetas de fichar que mostraban las horas trabajadas. Eso fue suficiente para Ritenbaugh y Aguilar. Cordell había muerto a las 22.10. Habría sido materialmente imposible que Bolotov llegara de Canoga Park a Lancaster en diez minutos, ni aunque hubiera ido en helicóptero. Ritenbaugh y Aguilar pasaron al siguiente candidato de la lista de strike-3.

– Mierda -dijo McCaleb en voz alta.

Se sentía excitado. Bolotov era una pista que debía verificarse de nuevo, dijeran lo que dijesen su jefe o las nóminas. El hombre era un atracador a mano armada profesional, no un relojero. La proximidad geográfica con los lugares clave relacionados con la investigación exigían que se examinara de nuevo. McCaleb sentía que al menos había conseguido algo con lo que volver a Winston.

Tomó rápidamente unas notas en el bloc y lo apartó. Estaba cansado del trabajo realizado y sentía que empezaba a dolerle la cabeza. Miró su reloj y vio que el tiempo había pasado sin que se diera cuenta. Ya eran las dos. Sabía que debía comer algo, pero no le apetecía nada en particular, de manera que decidió bajar al camarote a echar una cabezadita.

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