Capítulo 7

Emily Barlow estaba enchufando el cable de un ventilador cuando Barbara llegó a su oficina. La inspectora estaba a cuatro gatas debajo de la mesa sobre la que descansaba el ordenador. El monitor mostraba un formato que Barbara reconoció incluso desde la puerta. Era HOLMES, el programa que sistematizaba las investigaciones criminales de todo el país.

La oficina ya parecía una sauna, pese a que su única ventana estaba abierta de par en par. Tres botellas vacías de Evian revelaban lo que había hecho Emily hasta el momento para combatir el calor.

– El maldito edificio ni siquiera se refresca durante la noche -dijo Emily a Barbara, mientras salía de debajo de la mesa y presionaba el botón de máxima velocidad del ventilador. No pasó nada.

– ¿Qué…? ¡Joder! -Emily fue a la puerta y gritó-: ¡Billy, pensaba que este maldito trasto funcionaba!

La voz incorpórea de un hombre contestó.

– Yo sólo dije «Pruebe, jefe». No prometí nada.

– Magnífico.

Emily volvió hacia el aparato. Pulsó el botón de parada, y luego cada una de las posiciones. Descargó el puño sobre la caja de plástico del motor. Por fin, las hojas del ventilador iniciaron una desganada rotación.

Ni siquiera llegaron a crear una brisa, mientras masajeaban letárgicamente el aire estancado de la habitación.

Emily meneó la cabeza, irritada, y sacudió el polvo de las rodilleras de sus pantalones grises.

– ¿Qué tenemos? -preguntó, moviendo la cabeza en dirección a la mano de Barbara.

– Mensajes telefónicos recibidos por Querashi durante las seis últimas semanas. Basil Treves me los dio esta mañana.

– ¿Algo útil?

– Hay un montón. Sólo he examinado una tercera parte.

– Mierda. Los habríamos conseguido hace dos días si Ferguson se hubiera mostrado un poco más colaborador y hubiera estado menos interesado en echarme a la calle. Dámelos. -Emily cogió la colección de mensajes y gritó en dirección al pasillo-: ¡Belinda Warner!

La agente vino corriendo. Su uniforme azul ya estaba mojado de sudor, y su pelo le colgaba lacio sobre la frente. Emily la presentó a Barbara. Le dijo que examinara los mensajes («Organiza, coteja, toma nota e infórmame»), y se volvió hacia Barbara. Dedicó a su compañera un detenido escrutinio.

– ¡Santo Dios! -dijo-. Qué desastre. Ven conmigo.

Bajó como una exhalación la estrecha escalera y se detuvo en el rellano para abrir del todo una ventana. Barbara la siguió. En la parte posterior del edificio Victoriano, cuya construcción era bastante irregular, lo que en otro tiempo habría sido un comedor o una sala de estar había sido reconvertido en una combinación de gimnasio y vestuario. En el centro había diversos aparatos, que incluían una bicicleta estática, una máquina de remar y un sofisticado módulo de pesas de cuatro posiciones. Una serie de taquillas ocupaban una pared, y la de enfrente tenía dos duchas, tres lavabos y un espejo. Un corpulento pelirrojo, vestido con un chándal completo, se afanaba en la máquina de remar, con el aspecto de un candidato en potencia para la unidad de cuidados intensivos de cardiología. No había nadie más en la sala.

– Frank -ladró Emily-, te estás pasando.

– He de perder catorce kilos antes de la boda -resolló el hombre.

– ¿Y qué? Compórtate a la hora de comer. Deja las patatas y el pescado fritos.

– No puedo, jefa. -Aumentó el ritmo-. Marsha cocina. No quiero ofenderla.

– Aún se ofenderá más si caes fulminado antes de que te lleve al altar -replicó Emily, y se dirigió a una de las taquillas. Giró la cerradura de combinación, sacó una pequeña bolsa de esponja y abrió la marcha hacia un lavabo.

Barbara la siguió, inquieta. Se había hecho cierta idea de lo que iba a suceder, y no le gustaba mucho.

– Em, creo que no… -empezó.

– Está muy claro -replicó Emily.

Abrió la bolsa y rebuscó en su interior. Dejó en el borde del lavabo un frasco de base de maquillaje líquida, dos estuches del tamaño de su palma y un juego de pinceles.

– No querrás…

– Tú mira. Limítate a mirar. -Emily volvió a Barbara hacia el espejo-. Pareces el infierno en una mañana de enero.

– ¿Y qué aspecto quieres que tenga? Un tío me pegó una paliza. Me rompió la nariz y tres costillas.

– Y yo lo siento mucho -dijo Emily-. No existe nadie que se lo mereciera menos, pero no hay excusa, Barb. Si vas a trabajar para mí, has de tener buen aspecto.

– Em, joder. Nunca me pongo esa mierda.

– Tómalo como otra experiencia vital. Ven. Mírame. -Barbara vaciló, dispuesta a protestar de nuevo-. No vas a reunirte con los asiáticos así. Es una orden, sargento.

Barbara se sentía como un buey fileteado a punto de ser convertido en hamburguesas, pero se sometió a los cuidados de Emily. La inspectora procedió con rapidez y seguridad, y terminó en menos de un minuto. Retrocedió y contempló su obra con ojo crítico.

– Estarás a la altura -dijo-. Pero ese pelo, Barb. No tiene salvación. Parece que te lo cortaste tú misma en la ducha.

– Bien… sí -admitió Barbara-. Me pareció una buena idea en aquel momento.

Emily puso los ojos en blanco, pero no hizo comentarios. Guardó los cosméticos. Barbara aprovechó la oportunidad para examinar su apariencia.

– No está mal -dijo.

Los morados seguían en su sitio, pero se habían reducido mucho de color. Y sus ojos, que siempre consideraba porcinos, aparecían de un tamaño aceptable. Por lo demás, no aterrorizaría a niños inocentes.

– ¿De dónde has sacado esas cosas? -preguntó, en referencia al maquillaje de Emily.

– De Boots -contestó la inspectora-. Has oído hablar de Boots, supongo. Venga. Espero un informe sobre la autopsia, y también confío en que llegue algo del forense.

El informe ya había llegado. Estaba en el centro del escritorio de Emily, y el ventilador, en su lucha contra la atmósfera asfixiante, agitaba las páginas. Emily lo cogió y examinó, mientras se pasaba los dedos por el pelo. El informe había llegado acompañado de otro juego de fotografías. Barbara se ocupó de ellas.

Plasmaban el cadáver, desnudo y antes del análisis anatómico. Barbara comprobó que la paliza había sido brutal. Había contusiones evidentes en su pecho y hombros, aparte de las que había visto en las anteriores fotografías de su cara. No obstante, las marcas eran muy irregulares, y ni su tamaño ni su forma sugerían puñetazos.

Mientras Emily seguía leyendo, Barbara meditó. Debieron utilizar un arma contra Querashi, pero ¿de qué clase? No estaba claro que hubiera sido un puño, o varios puños. Una marca podía ser obra de un gato mecánico, otra de una tabla, una tercera de una pala, una cuarta del tacón de una bota. Todo lo cual sugería una emboscada, más de un asaltante y un combate mortal.

– Em -dijo con aire pensativo-, teniendo en cuenta su aspecto espantoso, tendría que haber señales de pelea en todo el nido de ametralladoras, dentro y fuera. ¿Qué encontró allí la policía científica? ¿Había manchas de sangre, o algo utilizado para golpearle?

Emily levantó la vista del informe.

– Nada. Nada de nada.

– ¿Encontraron algo en lo alto del Nez? ¿Arbustos pisoteados, tierra derrumbada?

– Tampoco.

– ¿Y en la playa?

– Tal vez quedó algo en la arena, pero la marea se ocupó de ello.

¿Era posible que se hubiera producido una lucha a muerte y que sólo quedaran huellas en el cuerpo? Y aunque se hubiera producido una lucha en la playa, ¿era práctico asumir que todos los rastros de la emboscada se los había llevado la marea? Barbara pasó revista a estas preguntas mientras examinaba el estado del cadáver. Tenía muchas contusiones, pero su inconsistencia la impulsó a pensar en otra posibilidad.

Cogió un primer plano de la pierna desnuda de Querashi, y luego una ampliación de una parte de esa pierna. Un rotulador marcaba la zona de carne sobre la que el patólogo deseaba llamar la atención de la policía. En la espinilla había un corte de la anchura de un pelo.

En comparación con las contusiones y arañazos de la parte superior del cuerpo, un corte de cinco centímetros en la pierna parecía insignificante, pero unido a lo que Emily y ella ya sabían sobre el lugar de los hechos, el corte se convertía en un detalle intrigante sobre el que valía la pena reflexionar.

Emily dejó caer el informe sobre su escritorio.

– No aporta gran cosa a lo que ya sabíamos. La rotura de cuello le mató. En principio, no se detecta nada importante en la sangre. Dice que volvamos a analizar las ropas. En especial los pantalones.

Emily pasó por detrás de su escritorio y tecleó un número de teléfono. Esperó mientras se frotaba la nuca con un pañuelo que sacó del bolsillo.

– Qué calor -murmuró, y al cabo de un momento dijo-: IJD Barlow al habla. ¿Eres Roger? Hummm. Sí. Fatal, pero tú al menos tienes aire acondicionado. Pásate por aquí, si quieres saber lo que es bueno. -Arrugó el pañuelo y lo tiró-. Escucha, ¿tienes algo para mí? Sobre el asesinato del Nez, Roger… ¿Te acuerdas? Ya sé lo que dijiste, pero el patólogo del Ministerio del Interior nos ha aconsejado que volvamos a analizar los pantalones… ¿Qué? Venga, Rog. Hazlo por mí, ¿de acuerdo? Lo comprendo, pero prefiero no esperar a que mecanografíen el informe. -Puso los ojos en blanco-. Roger… Roger… Maldita sea. ¿Quieres conseguirme la maldita información? -Cubrió la bocina y habló a Barbara-. Un montón de prima donnas. Ni que las hubiera entrenado Joseph Bell [3].

Se puso a escuchar de nuevo, y cogió una libreta en la que empezó a escribir. Interrumpió a su interlocutor dos veces, una para preguntar cuánto tardaría, y otra para preguntar si había forma de saber si las lesiones eran muy recientes. Colgó con un brusco «Gracias, Rog».

– Una de las perneras de los pantalones tenía un corte -informó a Barbara.

– ¿Qué clase de corte, y dónde?

– A unos doce centímetros de la parte inferior. Un desgarrón recto. Ha dicho que era reciente, porque los hilos estaban rotos, pero no desgastados o alisados, como si hubieran lavado los pantalones poco antes.

– El patólogo te ha pasado una foto de la pierna -dijo Barbara-. Hay un corte en la espinilla.

– ¿Qué coincide con el desgarrón de los pantalones?

– Apostaría cualquier cosa por ello.

Barbara le tendió las fotografías. Las tomadas en el Nez el sábado por la mañana estaban sobre el escritorio de Emily. Mientras la inspectora examinaba las fotos del cadáver, Barbara apartó las fotos de Querashi en el nido de ametralladoras y se concentró en las que plasmaban el lugar de los hechos. Vio el lugar donde la víctima había dejado el coche, en lo alto del acantilado, tocando uno de los postes blancos que delimitaban el aparcamiento. Tomó nota de la distancia entre el coche y el café, y desde el coche al borde del acantilado. Y después, reparó en lo que había visto sin registrarlo en su mente, después de ver por primera vez anoche aquellas mismas fotos. Tendría que haberlo recordado por sus pasadas visitas al Nez en compañía de su hermano: una escalera de cemento que tallaba un corte diagonal en la cara del acantilado.

Comprobó que, al contrario del parque de atracciones, la escalera del Nez no había sido remozada. Las barandillas estaban oxidadas y descuidadas, y los mismos peldaños no estaban en buen estado, debido a que el mar del Norte continuaba erosionando el acantilado. Tenían grietas bastante profundas. Tenían melladuras peligrosas. Al mismo tiempo, revelaban la verdad.

– La escalera -dijo en voz baja Barbara-. Joder, Em. Debió caerse por la escalera. Por eso el cuerpo estaba tan contusionado.

Emily levantó la vista de las fotos del cadáver.

– Fíjate en estos pantalones, Barb. Fíjate en esta pierna. Joder. Alguien empleó un alambre para hacerle caer.


– Puta mierda. ¿Encontraron algo por el estilo en el lugar de los hechos? -preguntó Barbara.

– Se lo preguntaré al oficial responsable de las pruebas -contestó Emily-, pero es un lugar abierto al público. Aunque hubieran encontrado un alambre, cosa que dudo, cualquier abogado decentillo daría una explicación lógica.

– A menos que quedaran fibras de los pantalones de Querashi en él.

– A menos -admitió Emily. Tomó nota.

Barbara examinó las demás fotografías del lugar.

– El asesino debió trasladar el cuerpo de Querashi al nido de ametralladoras después de que cayera. ¿Había alguna señal, Em? ¿Pisadas en la arena? ¿Alguna indicación de que el cuerpo había sido arrastrado desde el pie de la escalera? -Adivinó la respuesta sin necesidad de ayuda-. Imposible. Por culpa de la marea.

– Exacto. -Emily buscó en un cajón de su escritorio y sacó una lupa. Examinó la foto de la pierna de Querashi. Pasó el dedo por encima del informe de la autopsia-. Aquí está. El corte tiene cuatro centímetros de largo. Se lo hizo poco antes de su muerte. -Dejó el informe a un lado y miró a Barbara, pero la expresión de su cara indicaba que lo que veía en realidad era el Nez, el Nez en la oscuridad, sin una luz que guiara al paseante desprevenido y le revelara el alambre tendido a lo largo de la escalera para provocar la caída fatal-. ¿Qué tamaño de alambre estamos buscando? -fue su pregunta retórica. Echó un vistazo al ventilador, que continuaba sus anémicos esfuerzos-. ¿Un alambre eléctrico?

– Eso no habría provocado el corte -señaló Barbara.

– A menos que estuviera despellejado -dijo Emily-, algo probable, porque la oscuridad lo habría ocultado.

– Humm. Supongo que sí. ¿Qué me dices de un hilo de pescar? Algo fuerte, pero también fino. Y flexible.

– No está mal -admitió Emily-. O una cuerda de piano. O el que utilizan para las suturas. O cordel del usado para atar cajas.

– En otras palabras, casi cualquier cosa fina, fuerte y flexible. -Barbara mostró la bolsa de pruebas que contenía objetos encontrados en la habitación de Querashi-. Échale un vistazo. Es de la habitación que tenía en el Burnt House. Los Malik quisieron entrar, por cierto.

– Apuesto a que sí -fue el comentario críptico de Emily. Se calzó unos guantes de látex y abrió la bolsa-. ¿Le has dicho al oficial encargado de las pruebas que lo registrara?

– Nada más entrar. Por cierto, me ha dicho que te comunique que no le haría ascos a un ventilador para el calabozo.

– Ni en sueños -murmuró Emily. Pasó las páginas del libro encuadernado en amarillo descubierto en la mesita de noche de Querashi-. Así que no fue un crimen pasional. Ni una pelea imprevista. Fue un asesinato premeditado desde el primer momento, planeado por alguien que sabía adonde iba Querashi cuando salió del Burnt House el viernes por la noche. La misma persona con la que se había citado en el Nez, posiblemente. O alguien que conocía a esa persona.

– Un hombre -dijo Barbara-. Como el cuerpo fue trasladado de lugar, tuvo que ser un hombre.

– O una mujer y un hombre conchabados -señaló Emily-. O una mujer sola, si el cuerpo fue arrastrado desde la escalera al nido de ametralladoras. Una mujer habría podido hacerlo.

– Pero ¿para qué moverlo? -preguntó Barbara.

– Para retrasar el descubrimiento, diría yo. Aunque…, si ése era el objetivo, ¿por qué dejó el coche patas arriba? Era como un letrero indicador de que algo raro pasaba. Cualquiera que lo encontrara se habría dado cuenta, y habría observado cualquier anomalía en las cercanías.

– Tal vez la persona que registró el coche tenía prisa y no se preocupó de que alguien pudiera darse cuenta. -Barbara vio que Emily pasaba el dedo por la página del libro señalada con el punto de raso. La inspectora dio unos golpecitos con la uña sobre la parte marcada entre paréntesis-. O tal vez el registro fue una simple excusa para encontrar el cadáver.

Emily alzó la vista. Apartó un cabello errante de su frente.

– Volvemos a Armstrong, ¿eh? Joder, Barb, si está implicado en esto, los asiáticos destruirán la ciudad.

– Pero encaja, ¿verdad? Ya sabes a qué clase de juego me refiero. Finge ir a dar una vuelta, se topa con el coche, «Oh, Dios mío», exclama, «¿qué es esto? Parece que alguien ha puesto este coche patas arriba. Me pregunto qué más encontraré en la playa».

– De acuerdo, encaja -concedió Emily-, pero por los pelos. Piensa en lo complicado de la trama: sigue a Querashi desde el día de su llegada, se aprende de memoria sus movimientos, elige la noche adecuada, coloca el alambre, se esconde hasta el momento de la caída, traslada el cadáver, registra el coche, y vuelve a la mañana siguiente antes de que aparezca alguien en el lugar de los hechos, con el fin de fingir que él ha encontrado el cadáver. ¿Te parece razonable?

Barbara se encogió de hombros.

– ¿Estaba muy desesperado por recuperar su empleo?

– Yo he hablado con ese tío, y estoy dispuesta a jurar que no es suficientemente listo o astuto como para imaginar un plan tan minucioso.

– Pero vuelve a ser jefe de producción de la fábrica, ¿verdad? Tú misma dijiste que trabajaba muy bien antes de que Querashi hiciera acto de aparición. En ese caso, motivos no le faltaban, ¿verdad?

– ¡Mierda! -Emily seguía pasando las páginas del libro-. Cojonudo. Sánscrito. Da igual. -Se precipitó hacia la puerta-. ¡Belinda Warner! -gritó-. Encuentra a alguien capaz de descifrar paquistaní.

– Árabe -dijo Barbara.

– ¿Qué?

– La escritura es árabe.

– Da igual. -Emily extrajo los condones, las dos llaves de latón y el maletín de piel de la bolsa de pruebas-. Espero que sea una llave de banco -comentó, indicando la llave más grande con una etiqueta que llevaba escrito el número 104-. A mí me parece la llave de una caja de seguridad. Tenemos Barclays, Westminster, Lloyds y Midland. Aquí y en Clacton.

Tomó nota.

– ¿Estaban sus huellas dactilares en el coche? -preguntó Barbara a Emily mientras escribía.

– ¿De quién?

– De Armstrong. Ordenaste requisar el Nissan, ¿verdad? Has de saberlo. ¿Estaban sus huellas, Em?

– Tiene una coartada, Barb.

– Estaban en el coche, ¿verdad? Y tiene un móvil. Y…

– ¡He dicho que tiene una coartada! -gritó Emily.

Arrojó la bolsa de las pruebas sobre su escritorio. Se dirigió a una pequeña nevera que había junto a la puerta. La abrió y sacó una lata de zumo. La tiró a Barbara.

Barbara nunca había visto a Emily extenuada, pero tampoco la había visto nunca sometida a una enorme presión. Por primera vez fue consciente, y mucho, de que no estaba trabajando con el inspector Lynley, cuyos modales suaves siempre habían alentado a sus subordinados a discutir sus puntos de vista con absoluta libertad, y con tanta pasión como el tema mereciera. La inspectora era una persona diferente. Barbara sabía que debía recordar en todo momento aquel hecho.

– Lo siento -dijo-. Tiendo a propasarme.

Emily suspiró.

– Escucha, Barb. Te quiero en el caso. Necesito alguien a mi lado. Pero es absurdo perseguir a Armstrong. Además, me estás agobiando, y para eso ya tengo a Ferguson. -Emily abrió su lata y bebió-. Armstrong anunció que sus huellas estaban en el coche porque había echado un vistazo al interior. Lo encontró con la puerta abierta, y pensó que alguien podía tener problemas.

– ¿Le crees? -Barbara formuló la pregunta con delicadeza. Su posición en el caso era débil. Quería conservarla-. Porque pudo ser él quien registró el coche.

– Pudo ser -dijo Emily con voz inexpresiva, y dedicó su atención de nuevo a la bolsa de las pruebas.

– ¡Jefa! -gritó una voz femenina desde algún lugar del edificio-. Un tipo llamado Kayr al Din Siddiqi, de la Universidad de Londres. ¿Ha oído, jefa? Si le envía por fax lo que sea, se lo traducirá del árabe.

– Belinda Warner -dijo con sequedad Emily-. Esa tía no tiene ni puta idea de mecanografía, pero con el teléfono es mágica. De acuerdo -gritó a su vez, y envió el libro de tapas amarillas a la fotocopiadora. Sacó el talonario de Haytham Querashi de la bolsa de pruebas.

Al verlo, Barbara se dio cuenta de que había otro camino que seguir, aparte del que conducía a la puerta de Ian Armstrong.

– Querashi extendió un talón hace dos semanas -dijo-. Dejó constancia en la matriz. Cuatrocientas libras a nombre de alguien llamado F. Kumhar.

Emily encontró la matriz y frunció el ceño.

– No es una fortuna, pero tampoco una cantidad despreciable. Habrá que localizar a ese tío, o tía.

– Por cierto, el talonario estaba dentro del maletín de piel, cerrado con llave, junto con el recibo de una joyería. Joyería Racon, de la ciudad. El recibo iba a nombre de Sahlah Malik.

– No es normal guardar bajo llave un talonario -comentó Emily-. Al fin y al cabo, sólo Querashi podía utilizarlo. -Lo tiró a Barbara-. Investígalo, y también el recibo de la joyería.

Parecía una oferta generosa, considerando el momento de fricción vivido entre ellas acerca de la posible culpabilidad de Ian Armstrong. Emily aumentó la generosidad con sus siguientes palabras.

– Probaré de nuevo con el señor Armstrong. Entre las dos, es posible que hoy hagamos algún avance positivo.

– De acuerdo -dijo Barbara, y tuvo ganas de dar las gracias a la otra mujer: por ocuparse de su cara apaleada, por permitir que trabajara a su lado, por pensar en ella para participar en el caso. En cambio, dijo-: Si estás segura, quiero decir.

– Estoy segura -dijo Emily con la desenvoltura y confianza que Barbara recordaba-. En lo que a mí concierne, eres uno de los nuestros. -Se puso las gafas de sol y cogió su llavero-. Scotland Yard posee una reputación profesional que los asiáticos van a respetar, y que incluso mi súper debería reconocer. Necesito quitármelos de encima. Necesito quitármelo de encima. Quiero que hagas todo lo posible por lograr que eso suceda.

Emily gritó a sus subordinados que se marchaba para interrogar al señor Armstrong sobre sus movimientos.

– Me llevo el móvil, por si queréis algo -gritó en dirección a la parte posterior del edificio. Se despidió de Barbara con un cabeceo y bajó corriendo la escalera.

Sola en la oficina de la inspectora, Barbara fue tocando los objetos de la bolsa de pruebas. Pensó en las conclusiones que podía extraer de aquellos objetos, si se presentaban combinadas con la deducción de Emily de que habían utilizado un trozo de alambre para asesinar a Haytham Querashi. Una llave que debía ser de una caja de seguridad, un pasaje escrito en árabe, un talonario con un nombre asiático escrito y un recibo de una joyería muy peculiar.

Parecía que lo mejor era empezar por esto último. Si era necesario eliminar detalles en la búsqueda del asesino, siempre era prudente examinar antes los más accesibles. Proporcionaba una decidida sensación de éxito, por irrelevante que fuera el caso.

Barbara dejó el ventilador en marcha. Bajó la escalera y salió a la calle, donde su Mini estaba absorbiendo el calor del día como una lata colocada encima de una barbacoa.

El volante quemaba y los gastados asientos la abrazaron como el apretón de un pariente borracho, pero el motor se puso en marcha con menos coqueterías mecánicas que de costumbre. Descendió la colina y giró a la derecha, en dirección a la calle Mayor.

No tuvo que ir muy lejos. Joyas Originales y Artísticas Racon estaba situada en la esquina de High Street con Saville Lane, y se distinguía por ser una de las tres tiendas que aún parecían funcionar en una fila de siete. La tienda aún no había abierto, pero Barbara llamó con los nudillos a la puerta, con la esperanza de que hubiera alguien en la trastienda, que veía a través de la puerta justo al otro lado del mostrador. Movió el pomo ruidosamente y llamó por segunda vez, con más agresividad, lo cual obró el efecto requerido. Una mujer de formidable peinado y cabello de un tono rojo igualmente formidable apareció en la puerta y señaló el cartel de CERRADO.

– Aún no está todo preparado -anunció, con un aire de decidido buen humor, pero debió darse cuenta de la locura que suponía dar la espalda a una cliente en potencia, teniendo en cuenta el actual clima comercial de Balford, y añadió-: ¿Es urgente, cariño? ¿Necesitas un regalo de cumpleaños o algo por el estilo?

Se dispuso a abrir la puerta.

Barbara exhibió su identificación. Los ojos de la mujer se dilataron.

– ¿Scotland Yafd? -dijo, y por algún motivo echó un vistazo a la trastienda de la que había salido.

– No busco un regalo -dijo Barbara-. Sólo cierta información, señora…

– Winfield -dijo la mujer-. Connie Winfield. Connie de Racon.

Barbara tardó un momento en comprender que la otra mujer no estaba identificando su lugar de origen, como Catalina de Aragón. Se estaba refiriendo al nombre de la tienda.

– ¿Es usted la propietaria, pues?

– En efecto.

Connie Winfield cerró la puerta después de que Barbara entrara y le dio una palmadita. Volvió al mostrador y empezó a ordenar el expositor interior. Estaba cubierto con un paño de franela marrón, que desdobló para dejar al descubierto pendientes, collares, brazaletes y otras fruslerías. No se trataba del material habitual en las joyerías. Todas las piezas eran de diseño exclusivo, que utilizaba con profusión monedas, cuentas, plumas, piedras pulidas y cuero. Los metales preciosos que entraban en la confección eran los tradicionales, oro y plata, pero labrados de una forma original.

Barbara pensó en el anillo que había visto en el maletín de Querashi. Un diseño tradicional con un solo rubí, un anillo que no había comprado aquí, sin duda.

Sacó el recibo que había estado en posesión de Querashi.

– Señora Winfield, este recibo…

– Connie -contestó la otra mujer. Se había desplazado a otra vitrina y estaba sacando a la luz los adornos que contenía-. Todo el mundo me llama Connie. Siempre. He vivido aquí toda mi vida, y nunca he entendido la necesidad de convertirme en señora Winfield para personas que me veían corretear por la calle con los pañales sucios.

– De acuerdo -dijo Barbara-. Connie.

– Hasta mis artistas me llaman Connie. Son los que hacen mis joyas, por cierto. Artistas desde Brighton a Inverness. Vendo sus piezas en consignación, por eso he podido capear la recesión cuando la mayoría de tiendas, me refiero a las tiendas de lujo, no a las verdulerías, las farmacias o las tiendas de artículos de primera necesidad, han tenido que cerrar las puertas durante estos últimos cinco años. Tengo buena cabeza para los negocios, desde siempre. Cuando abrí Racon hace diez años, me dije: Connie, cariño, no inviertas todo tu dinero en existencias. Es como zarpar hacia Puerto Fracaso a toda máquina, si sabe a qué me refiero.

De debajo de los mostradores empezó a sacar expositores de madera pulida en forma de árbol. Estaban dedicados a pendientes, y sus monedas y cuentas tintinearon cuando Connie los depositó sobre el mostrador y los dispuso con destreza para resaltar sus virtudes. Trabajaba con energía, y Barbara se preguntó si la atención que estaba dedicando a aquellos artículos era típica de una actividad matutina, o se debía a una reacción nerviosa ante la visita de la policía.

Barbara dejó el recibo junto a uno de los árboles de pendientes.

– Señora…, Connie, este recibo es de su tienda, ¿verdad?

Connie lo cogió.

– Arriba pone «Racon» -admitió.

– ¿Puede decirme a qué objeto se refiere, y qué significa la frase «La vida empieza ahora»?

– Un momento.

Connie fue a una esquina de la tienda, donde se alzaba un ventilador de pie. Lo conectó, y Barbara experimentó un gran alivio al comprobar que, al contrario que su congénere de la oficina de Emily, funcionaba como cabía esperar de un ventilador. Connie optó por la velocidad intermedia.

Llevó el recibo hasta la caja, junto a la cual descansaba un cuaderno negro, con las palabras JOYAS RACON repujadas en oro. Connie lo abrió.

– AK significa el artista -explicó a Barbara-. Así identificamos las piezas. Es de Aloysius Kennedy, un tipo de Northumberland. No vendo muchas de sus piezas porque salen un poco caras para el tipo de negocio que hacemos en Balford. Pero ésta… -Se humedeció el dedo medio y pasó varias páginas. Recorrió la página con una larga uña acrílica pintada, al parecer, para que hiciera juego con el cabello-. El 162 se refiere al número de depósito. Y en este caso…, sí. Aquí está. Era uno de sus brazaletes. Oh, era encantador. No tengo otro exactamente igual, pero… -asumió su papel de vendedora- puedo enseñarle algo similar, si quiere echarle un vistazo.

– ¿A qué puede referirse «La vida empieza ahora»? -preguntó Barbara.

– Sentido común, supongo -dijo Connie, y lanzó una carcajada demasiado forzada para celebrar su propio chiste, dejando al descubierto unos dientes blancos y diminutos, como de niño-. Habrá que preguntarle a Rache, ¿eh? Es su letra. -Se acercó a la puerta de la trastienda-. Rache, cariñín. Tenemos a Scotland Yard en la tienda, preguntando por un recibo tuyo. ¿Puedes traerme un Kennedy? -Dedicó a Barbara una sonrisa-. Rachel. Mi hija.

– «Ra» de Racon.

– Es usted rápida, ¿verdad?

Se oyeron pasos sobre un suelo de madera en la trastienda. Al instante siguiente, una joven apareció en el umbral. Se refugió en las sombras, con una caja en la mano.

– Estaba examinando el envío de Devon. La artista está trabajando con conchas esta vez. ¿Lo sabías?

– ¿De veras? Dios, esa mujer se niega a escuchar consejos acerca de los gustos del público. Te presento a Scotland Yard, Rache.

Rachel avanzó apenas unos centímetros, pero lo suficiente para que Barbara comprobara la enorme diferencia con su madre. Pese a su cabello flamígero, Connie era una mujer de facciones bonitas, piel sin mácula, pestañas largas y boca delicada. En contraste, daba la impresión de que alguien hubiera creado a su hija a partir de fragmentos descartados de cinco o seis mujeres carentes de todo atractivo.

Sus ojos estaban separados de una forma anormal, y uno de ellos se inclinaba como si la chica sufriera alguna clase de parálisis. La barbilla se reducía a una pequeña protuberancia de carne debajo del labio inferior, casi pegada al cuello. Era evidente que su nariz ocupaba un lugar donde antes no había existido nada. Se trataba de un saliente artificial, y si bien tenía forma de nariz, el puente era insuficiente, de modo que se hundía en su cara como si alguien hubiera presionado con el pulgar un molde de arcilla.

Barbara no sabía a dónde mirar sin que la joven se sintiera ofendida. Se devanó los sesos para recordar lo que las personas con deformidades deseaban del prójimo. Mirar era una torpeza, pero desviar la vista al tiempo que se intentaba hablar con la víctima de tales deformaciones se le antojaba aún más cruel.

– ¿Qué puedes contar a Scotland Yard sobre esto, cariño? -dijo Connie-. Es una pieza de Kennedy, el recibo está escrito con tu letra, y la vendiste a…

Su voz enmudeció cuando leyó el nombre escrito en la parte superior del recibo por primera vez. Alzó los ojos hacia su hija, y ésta sostuvo su mirada. Dio la impresión de que una sutil comunicación pasaba entre ambas.

– El recibo indica que fue vendida a Sahlah Malik -dijo Barbara a Rachel Winfield.

Por fin, Rachel salió a la luz directa de la tienda. Se detuvo a medio metro del mostrador sobre el que descansaba el recibo. Lo miró vacilante, como si fuera un animal alienígena al que fuera mejor no acercarse con excesiva rapidez. Barbara vio que una vena latía en su sien, y mientras examinaba el recibo desde lejos, se rodeó el cuerpo con los brazos y, con la mano que no sujetaba la caja, se rascó el otro brazo ferozmente con el pulgar.

Su madre se acercó y le arregló el pelo mientras chasqueaba la lengua. Tiró un mechón hacia adelante y ahuecó otro. Rachel pareció irritarse, pero no rechazó a su madre.

– Tu madre dice que es tu letra -dijo Barbara-. Por lo tanto, tú debiste hacer la venta. ¿Te acuerdas?

– No fue una venta exactamente. -Rachel carraspeó-. Más bien un trueque. Sahlah hace algunas de nuestras joyas, así que hacemos cambalaches. Ella no…, bien, no tiene dinero propio.

Indicó un expositor de collares étnicos. Eran pesados, con monedas extranjeras y cuentas talladas.

– Así que la conoces -dijo Barbara.

Rachel abordó la situación desde otro ángulo.

– Lo que escribí aquí debía ser una inscripción. «La vida empieza ahora» debía ser una inscripción para la parte interior del brazalete. Pero aquí no hacemos inscripciones. Si alguien quiere una, enviamos el objeto a otro sitio.

Dejó la caja sobre el mostrador y la abrió. Dentro había un objeto envuelto en tela púrpura. Rachel la quitó y depositó un brazalete de oro sobre el mostrador. Era de un estilo que no desentonaba con el de las demás joyas de la tienda. Si bien su propósito era evidente, debido a su forma circular, el diseño era indefinido, como si hubiera sido vertido en un molde maleable capaz de adoptar cualquier forma.

– Es una pieza de Kennedy -dijo Rachel-. Todas son diferentes, pero le dará una idea general del aspecto que tiene el AK-162.

Barbara acarició el brazalete. Era original, y si hubiera visto uno similar entre las pertenencias de Querashi, no lo habría olvidado. Se preguntó si lo llevaba la noche de su muerte. Aunque cabía la posibilidad de que le hubieran quitado el brazalete después de la caída mortal, no parecía probable que el asesino hubiera registrado el coche en su busca. ¿Había muerto por un brazalete de 220 libras? Era posible, pero Barbara no tenía ganas de jugarse la paga del mes por aquella conjetura.

Volvió a coger el recibo y le dedicó un segundo examen. Rachel y su madre no dijeron nada, pero intercambiaron una mirada, y Barbara percibió una tensión que deseó descifrar.

Las reacciones de las mujeres le revelaron que, de alguna manera, estaban relacionadas con el hombre asesinado. Pero ¿de qué manera?, se preguntó. Sabía el peligro de extraer conclusiones precipitadas, sobre todo influidas por algo de tan poco peso como la apariencia personal, pero era difícil ver a Rachel Winfield en el papel de amante de Querashi. Era difícil ver a Rachel Winfield en el papel de amante de nadie. Como ella tampoco poseía una belleza arrebatadora, Barbara sabía el papel que jugaba un aspecto apetecible a la hora de atraer a los hombres. Por lo tanto, parecía lógico concluir que, fuera cual fuese la relación, no era romántica ni sexual. Por otra parte, la joven tenía un cuerpo bonito, cosa que también debía tener en cuenta. Y al abrigo de la oscuridad… Pero Barbara se dio cuenta de que estaba dando rienda suelta a sus pensamientos. La auténtica pregunta era qué hacía el recibo en poder de Querashi, y por qué no estaba el brazalete entre sus pertenencias.

Mientras pensaba en el recibo, miró hacia la caja. Al lado, abierto, había un talonario de recibos no utilizados hasta el momento. Barbara reparó en su color. Eran blancos. Y el recibo encontrado en la habitación de Querashi era amarillo.

Vio en este último papel lo que ya debería haber observado, de no haberse concentrado en el nombre de Sahlah Malik, la frase «La vida empieza ahora» y el precio del objeto. Al final de la página, impresas en letras minúsculas, había cuatro palabras más: «Ejemplar para la empresa.»

– Éste es el recibo de la tienda, ¿verdad? -preguntó a las dos mujeres-. El cliente recibe el original blanco del talonario que hay junto a la caja. La tienda se queda la copia amarilla como comprobante de la venta.

– Ah, nunca nos fijamos en eso -se apresuró a intervenir Connie Winfield-, ¿verdad, Rache? Arrancamos el recibo y entregamos una de las dos copias. Nos da igual cuál se queden, siempre que nos guardemos una para nosotras. ¿No es así, corazón?

Al parecer, Rachel se había dado cuenta del error de su madre. Parpadeó varias veces cuando Barbara se apoderó del talonario de recibos. Los que documentaban ventas anteriores estaban doblados bajo la cubierta del talonario. Barbara los examinó. Todas las copias eran amarillas. Vio que estaban numeradas y pasó las páginas para encontrar el original de la copia que tenía. El número del recibo era el 2395. El 2394 y el 2396 estaban con sus copias amarillas. El 2395 faltaba en ambos colores.

Barbara cerró el talonario.

– ¿Lo guardan siempre en la tienda? -preguntó Barbara-. ¿Qué hacen con él cuando termina la jornada?

– Lo dejamos debajo del cajón de la caja -dijo Connie-. Encaja a las mil maravillas. ¿Por qué? ¿Ha descubierto algo raro? Bien sabe Dios que Rache y yo somos un poquito descuidadas con nuestra contabilidad, pero nunca hemos hecho algo ilegal. -Rió-. No vale la pena falsear los libros de tu propio negocio. No hay nadie a quien puedas engañar. Claro, supongo que podríamos estafar a los artistas si se nos pasara por la cabeza, pero al final se enterarían, porque les rendimos cuentas dos veces al año y tienen derecho a echar un vistazo a los libros. Por lo tanto, es de sentido común, y le aseguro que lo tenemos…

– Este recibo estaba entre las pertenencias de un muerto -cortó Barbara.

Connie tragó saliva y alzó un puño hacia su esternón. Tenía los ojos tan clavados en Barbara que era evidente qué cara no deseaba mirar. No miró a su hija ni siquiera cuando habló.

– Qué curioso, Rache. ¿Cómo crees que pasó? ¿Está hablando del tipo del Nez, sargento? Lo digo porque usted es policía y ese tipo es el único muerto de por aquí que interesa a la policía. Debe de ser él. Ha de ser el muerto. ¿Verdad?

– El mismo -admitió Barbara.

– Qué curioso -repitió Connie-. No podría decir cómo llegó ese recibo a sus manos ni que me dieran dinero. ¿Tú qué dices, corazón? ¿Sabes algo de esto, Rache?

Una de las manos de Rachel se cerró sobre un pliegue de su falda. Barbara observó por primera vez que era una de aquellas faldas asiáticas, las transparentes que se vendían en mercadillos al aire libre de todo el país. La falda no vinculaba exactamente a la muchacha con la comunidad asiática, pero tampoco la desvinculaba de una situación en la que su reticencia a hablar indicaba que estaba implicada, siquiera de refilón.

– No sé nada -dijo Rachel con voz débil-. Tal vez ese tío la recogió en la calle, o algo por el estilo. Lleva escrito el nombre de Sahlah Malik. Quizá la conocía. Quizá tenía la intención de devolvérsela y no pudo.

– ¿Por qué iba a conocer a Sahlah Malik? -preguntó Barbara.

La mano derecha de Rachel saltó sobre la falda.

– ¿No ha dicho que él y Sahlah…?

– La prensa local ha publicado la historia, sargento -intervino Connie-. Rache y yo sabemos leer, y el periódico decía que ese tío había venido para casarse con la hija de Akram Malik.

– ¿Y no saben nada más, aparte de lo que han leído en el periódico? -preguntó Barbara.

– Nada más -contestó Connie-. ¿Y tú, Rache?

– Nada -dijo Rachel.

Barbara lo dudaba. La locuacidad de Connie era demasiado empecinada. Rachel estaba demasiado taciturna. Había buena pesca en el local, pero tendría que volver cuando tuviera un cebo mejor. Extrajo una de sus tarjetas. Escribió el nombre del Burnt House en ella y dijo a las dos mujeres que la telefonearan si se acordaban de algo. Dedicó un último escrutinio al brazalete de Kennedy y guardó el recibo del objeto AK-162 entre sus cosas.

Salió de la tienda, pero se volvió de inmediato. Las dos mujeres la estaban mirando. Sabían algo, y a la larga hablarían. La gente lo hacía en las condiciones adecuadas. Tal vez, pensó Barbara, la visión de aquel brazalete de oro desaparecido encendería una hoguera debajo de las Winfield y les descongelaría la lengua. Necesitaba encontrarlo.


Rachel se encerró en el retrete. En cuanto la sargento desapareció de su vista, salió disparada hacia la trastienda. Corrió por el pasillo creado entre la pared y una fila de estanterías autoestables. El váter estaba al lado de la puerta posterior de la tienda, y cerró la puerta con el pestillo nada más entrar.

Apretó las manos entre sí para impedir que temblaran, y como no lo logró, las utilizó para girar el grifo del pequeño lavabo triangular. Sentía calor ardiente y frío gélido al mismo tiempo, lo cual no parecía posible. Sabía que existía un procedimiento a seguir cuando sensaciones físicas como ésta se apoderaban de alguien, pero no habría podido decir cuál era ni por dinero. Se lavó la cara con agua, y lo seguía haciendo cuando Connie llamó a la puerta.

– Sal de ahí, Rachel Lynn -ordenó-. Tú y yo hemos de hablar un poco.

– No puedo -dijo Rachel con voz entrecortada-. Me encuentro mal.

– Un huevo -replicó Connie-. O abres la puerta o la derribo a hachazos.

– Tenía ganas todo el rato -dijo Rachel, y levantó la falda para sentarse en el retrete y completar el efecto.

– ¿No has dicho que te encontrabas mal? -La voz de Connie albergaba la nota de triunfo típica de las madres que pillan a sus hijas en una mentira-. ¿No has dicho eso? ¿Qué pasa, Rachel Lynn? ¿Te encuentras mal, estás meando, o qué?

– No me refiero a esa clase de malestar -dijo Rachel-, sino a la otra. Ya sabes. ¿Es que no puedo tener un poco de intimidad, por favor?

Se hizo el silencio. Rachel imaginó a su madre dando golpecitos en el suelo con su pie pequeño y bien formado. Es lo que solía hacer cuando meditaba sobre lo que debía hacer.

– Dame un minuto, mamá -suplicó Rachel-. Tengo el estómago como una piedra. Escucha. ¿No es el timbre de la puerta?

– No juegues conmigo, jovencita. Estaré vigilando el reloj. Y sé el tiempo que se emplea para cada cosa en el váter. ¿Entendido, Rache?

Rachel oyó que los pasos de su madre se alejaban hacia la parte delantera de la tienda. Sabía que sólo había conseguido alejar la amenaza unos minutos, y se esforzó por dar forma a sus pensamientos fragmentados, con el fin de fraguar un plan. Eres una luchadora, Rache, se dijo, con la misma voz interior que había utilizado de niña cuando reunía fuerzas cada mañana para enfrentarse a otra ronda de burlas propinadas por sus despiadadas compañeras de colegio. Piensa. Piensa. Da igual que todo el mundo te abandone, Rache, porque aún te tienes a ti misma, y eso es lo único que cuenta.

Pero no lo había creído así dos meses antes, cuando Sahlah Malik le había revelado su decisión de someterse a los deseos de su padre y casarse con un desconocido de Pakistán. En lugar de recordar que aún se tenía a ella, se había quedado horrorizada al pensar que podía perder a Sahlah. Después, se había sentido desorientada y abandonada. Al final, se había considerado cruelmente traicionada. El suelo sobre el que pensaba haber construido su futuro se había agrietado de una forma repentina e irreparable, y en un instante había olvidado por completo la lección más importante de la vida. Durante los diez años posteriores a su nacimiento, había vivido con la creencia de que el éxito, el fracaso y la felicidad estaban al alcance de su mano mediante el esfuerzo de un único individuo en todo el mundo: Rachel Lynn Winfield. En consecuencia, las rechiflas de sus compañeras de colegio la habían herido, pero sin dejar cicatrices, y había crecido con la idea de forjarse su propio camino. Sin embargo, conocer a Sahlah lo había cambiado todo, y se había permitido considerar su amistad el núcleo de su futuro. Oh, había sido una estupidez, una gran estupidez, pensar así, y ahora lo sabía. No obstante, durante aquellos terribles primeros momentos, cuando Sahlah había revelado sus intenciones con sus modales plácidos y serenos, los mismos modales que la habían convertido en víctima de matones que no se atrevían a alzar la mano contra Sahlah Malik, o a verbalizar un insulto sobre el tono de su piel cuando Rachel Winfield estaba con ella, lo único que pudo pensar Rachel fue ¿qué será de mí?, ¿qué será de nosotras?, ¿qué será de nuestros planes? Estábamos ahorrando dinero para un piso, íbamos a comprar muebles de pino y grandes almohadones mullidos, íbamos a instalar un taller para ti en un rincón de tu dormitorio, para que pudieras crear tus joyas sin que tus sobrinos te molestaran, íbamos a recoger conchas en la playa, íbamos a tener dos gatos, tú ibas a enseñarme a cocinar, y yo iba a enseñarte… ¿qué? ¿Qué demonios iba a enseñarte yo, Sahlah Malik? ¿Qué demonios podía ofrecerte?

Pero no había dicho eso. Había dicho:

– ¿Casarte? ¿Tú? ¿Casarte, Sahlah? ¿Con quién? No… siempre habías dicho que no podías…

– Con un hombre de Karachi. Un hombre que mis padres me han elegido -había dicho Sahlah.

– ¿Te refieres…? No te referirás a un extraño, Sahlah. No te referirás a alguien a quien ni siquiera conoces.

– Así se casaron mis padres. Ésa es la costumbre de mi pueblo.

– Tu pueblo, tu pueblo -se burló Rachel. Había intentado reírse de la idea, para que Sahlah se diera cuenta de lo ridícula que era-. Tú eres inglesa -dijo-. Naciste en Inglaterra. Eres tan asiática como yo. Además, ¿qué sabes de él? ¿Es gordo? ¿Es feo? ¿Lleva la dentadura postiza? ¿Le salen pelos de la nariz y las orejas? ¿Cuántos años tiene? ¿Es un tío de sesenta años con varices?

– Se llama Haytham Querashi. Tiene veinticinco años. Ha ido a la universidad…

– Como si eso le convirtiera en un buen candidato para marido -dijo con amargura Rachel-. Supongo que tendrá montones de dinero. A tu padre le encantaría. Hizo lo mismo con Yumn. ¿A quién le importa el gorila que se meta en tu cama, mientras Akram consiga lo que desea del trato? Es eso, ¿verdad? ¿A que tu padre sacará algo en limpio? Dime la verdad, Sahlah.

– Haytham trabajará en la empresa, si te refieres a eso -dijo Sahlah.

– ¡Aja! ¿Te das cuenta? Tiene algo que Muhannad y tu padre desean, y la única forma de obtenerlo es entregarte a un individuo grasiento al que no conoces. No puedo creer que vayas a hacerlo.

– No me queda otra elección.

– ¿Qué quieres decir? Si dijeras que no quieres casarte con ese tío, tu padre no te obligaría. Te idolatra.

Lo único que has de hacer es decirle que tú y yo tenemos planes, y ninguno consiste en casarte con un capullo paquistaní al que ni siquiera conoces.

– Quiero casarme con él -dijo Sahlah.

Rachel se había quedado boquiabierta.

– ¿Qué quieres…? -La inmensidad de la traición la fulminó. Nunca había pensado que cuatro sencillas palabras podían causar tal dolor, y carecía de armadura para protegerse de él-. ¿Quieres casarte con él? Pero si no le conoces y no le quieres, ¿cómo puedes iniciar una vida a partir de esa mentira?

– Aprenderernos a querernos -dijo Sahlah-. Lo mismo les pasó a mis padres.

– ¿Y a Muhannad también? ¡Qué tontería! No quiere a Yumn. Es un felpudo de puerta. Tú misma lo dijiste. ¿Quieres que te pase lo mismo? Dímelo.

– Mi hermano y yo somos diferentes.

Sahlah había desviado la cabeza al pronunciar estas palabras, y una parte de su dupatta la ocultó a su vista. Se estaba replegando, lo cual enardeció todavía más a Rachel.

– ¿Qué más da? ¿Son muy diferentes tu hermano y este tal Haybram?

– Haytham.

– Como se llame. ¿Tan diferentes son? No lo sabes. Y no lo sabrás hasta que te pegue una buena hostia, Sahlah. Igual que Muhannad. He visto la cara de Yumn después de que tu maravilloso hermano le soltara una hostia. ¿Qué impedirá a Haykem…?

– Haytham, Rachel.

– Vale, tía. ¿Qué le impedirá comportarse así?

– No puedo contestar a eso. Aún no sé la respuesta. Cuando le conozca, lo sabré.

– ¿Así como así?

Estaban en la peraleda, debajo de los árboles, que mediada la primavera reventaban de flores aromáticas.

Estaban sentadas en el mismo banco cojo que habían compartido tantas veces cuando eran pequeñas, cuando sus piernas colgaban sin llegar al suelo y hacían planes para un futuro que nunca llegaría. Era injusto que le negaran lo que le correspondía por derecho, pensó Rachel, que se lo arrebatara la única persona de la que había aprendido a depender. No sólo no era justo, no era leal. Sahlah le había mentido. Había participado en un juego que nunca había pensado llevar a su conclusión.

La sensación de pérdida y traición de Rachel había oscilado levemente, como un terreno que se acostumbra a una nueva posición después de un terremoto. La ira empezó a formarse en su interior, y con la ira llegó su acompañante habitual: la venganza.

– Mi padre me ha dicho que después de conocer a Haytham, tendré libertad para rechazarlo -dijo Sahlah-. No me obligará a casarme por la fuerza.

Rachel leyó el significado oculto en las palabras de su amiga.

– Pero tú no te negarás, ¿verdad? Pase lo que pase, te casarás con él. Lo veo venir. Te conozco, Sahlah.

El banco en que estaban sentadas era viejo. Se apoyaba vacilante sobre el suelo, debajo del árbol, Sahlah capturó una astilla que sobresalía del borde y la levantó con la uña.

Rachel experimentó una creciente sensación de desesperación, además de la necesidad de golpear y herir. Le resultaba inconcebible que su amiga hubiera cambiado hasta tal punto. Se habían visto tan sólo dos días antes de esta conversación. Sus planes para el futuro aún seguían firmes. ¿Qué había pasado para cambiarla tanto? Aquélla no era la Sahlah con la que había compartido horas y días de amistad, la Sahlah con la que había jugado, la Sahlah a la que había defendido de los bravucones de la escuela primaria y la escuela secundaria Wickham-Standish de Balford-le-Nez. Aquélla no era la Sahlah a la que había conocido.

– Me hablaste de amor -dijo Rachel-. Las dos hablamos de amor. También hablamos de sinceridad. Dijimos que en el amor, la sinceridad es lo primero. ¿Verdad?

– Sí. Lo hicimos.

Sahlah estaba mirando hacia la casa de sus padres, como preocupada por si alguien estuviera observando su conversación y la reacción apasionada de Rachel ante la noticia. Se volvió hacia Rachel.

– Pero a veces -dijo-, la sinceridad absoluta, total, no es posible. No es posible con los amigos. No es posible con los amantes. No es posible entre padres e hijos. No es posible entre maridos y mujeres. Y no sólo no es posible siempre, Rachel, sino que no siempre es práctica. Y no siempre es prudente.

– Pero tú y yo hemos sido sinceras -protestó Rachel, asustada por el significado de las palabras de Sahlah-. Al menos, yo siempre he sido sincera contigo. Siempre. En todo. Y tú has sido sincera conmigo. En todo. ¿Verdad? ¿Verdad?

Rachel escuchó la verdad en el silencio de la muchacha asiática.

– Pero yo sé todo sobre… Me contaste…

De pronto, todo eran dudas. ¿Qué le había contado Sahlah, en realidad? Confidencias infantiles sobre sueños, esperanzas y amor. El tipo de secretos, en opinión de Rachel, que sellaban una amistad. El tipo de secretos que había jurado, muy en serio, no revelar a nadie.

Pero no había esperado tal dolor. Jamás había pensado encontrar en su amiga tal determinación, serena e inflexible, de reducir su mundo a escombros. Tal determinación, y todo lo derivado de ella, exigía una respuesta.

Rachel había elegido el único camino que le quedaba expedito. Y ahora estaba padeciendo las consecuencias.

Tenía que pensar en hacer algo. Nunca había creído que una simple decisión pudiera convertirse en un dominó tan significativo, en que las piezas se fueran desplomando hasta no quedar nada.

Rachel sabía que la sargento de policía no la había creído, ni a ella ni a su madre. En cuanto cogió y examinó el talonario de recibos, averiguó la verdad. Lo más lógico era que ahora fuera a hablar con Sahlah. Y en cuanto lo hiciera, todas las posibilidades de un nuevo comienzo con la muchacha asiática quedarían destruidas.

Por lo tanto, no había mucho que pensar. Sólo podía tomar un camino, sin desviarse ni un ápice de él.

Rachel se levantó del retrete y caminó de puntillas hasta la puerta. Descorrió el pestillo en silencio y abrió la puerta unos centímetros, para ver la trastienda y oír lo que pasaba en la tienda. Su madre había encendido la radio y sintonizado una emisora que, sin duda, le recordaba su juventud. La elección de la música era irónica, como si el pinchadiscos fuera un dios burlón que conociera los secretos del alma de Rachel Winfield. Los Beatles cantaban Cant' Buy Me Love. Rachel se habría puesto a reír si hubiera tenido menos ganas de llorar.

Se deslizó fuera del lavabo. Lanzó una mirada apresurada hacia la tienda y caminó con sigilo hacia la puerta posterior. Estaba abierta, con la vana esperanza de crear una corriente de aire con la callejuela asfixiante que corría por detrás de la tienda hasta la también asfixiante calle Mayor. No soplaba la menor brisa, pero la puerta abierta proporcionó a Rachel la huida que necesitaba. Salió a la callejuela y corrió en dirección a la bicicleta. Montó en ella y empezó a pedalear enérgicamente hacia el mar.

Había conseguido que las piezas del dominó se desmoronaran, cierto, pero tal vez había una posibilidad de enderezarlas antes de que todas fueran barridas de la mesa.

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