Capítulo 27

Emily cayó. Barbara dejó caer el arma. Sin embargo, en lugar de ver la sangre y los intestinos de la inspectora desparramados sobre la cubierta, sólo vio el agua de la espuma que continuaba elevándose a cada lado del barco. Había fallado el disparo.

Fogarty saltó e incorporó a la inspectora.

– ¡Está bien! -gritó-. ¡Jefa! ¡Está bien!

Barbara tomó posesión de los controles del barco.

Ignoraba cuánto tiempo había pasado. Se le antojaban varias eternidades. Dio media vuelta al barco a tal velocidad que casi volcó. Mientras Fogarty desarmaba a Emily, exploró las aguas en busca de la niña.

Mierda, pensó. Oh, Dios. Por favor.

Y entonces la vio, unos cuarenta metros a estribor. No se debatía, sino que flotaba. Un cuerpo flotante.

– ¡Allí, Mike! -gritó, y aceleró el motor.

Fogarty saltó por la borda en cuanto estuvieron lo bastante cerca de la niña. Barbara apagó el motor. Tiró los chalecos salvavidas y los almohadones de los asientos al agua, donde se menearon como malvaviscos. Y después, rezó.

Daba igual que su piel fuera oscura, que su madre la hubiera abandonado, que su padre la hubiera dejado vivir durante ocho años en la creencia de que estaban solos en el mundo. Lo que importaba era que se trataba de Hadiyyah: alegre, inocente, enamorada de la vida.

Fogarty la alcanzó. Hadiyyah flotaba cabeza abajo. Le dio la vuelta, la cogió por debajo de la barbilla y nadó hacia la lancha.

La visión de Barbara se nubló. Giró en redondo hacia Emily.

– ¿En qué estabas pensando? -chilló-. ¿En qué cojones estabas pensando? ¡Tiene ocho años, ocho jodidos años!

Emily miró a Barbara. Alzó una mano como para ahuyentar las palabras. Sus dedos se engarfiaron hasta formar un puño. Por encima del puño, sus ojos se entornaron poco a poco.

– No es una mocosa paqui -insistió Barbara-. No es un rostro sin nombre. Es un ser humano.

Fogarty llegó con la niña al costado del barco.

– Hostia -masculló Barbara, mientras izaba el frágil cuerpo a bordo.

Mientras Fogarty subía al barco, Barbara extendió a la niña sobre la cubierta. Sin apenas respirar, sin pensar en su utilidad o inutilidad, empezó la reanimación cardiopulmonar. Alternaba el beso de la vida con masajes cardíacos, sin perder de vista el rostro de Hadiyyah. Le dolían las costillas a causa de las sacudidas. Cada vez que respiraba, el pecho le quemaba. Gimió. Tosió. Golpeó el pecho de Hadiyyah con el canto de la mano.

– Apártate de ahí.

Era la voz brusca de Emily. A su lado, en su oído.

– ¡No!

Barbara cerró su boca sobre la de Hadiyyah.

– Basta, sargento. Apártese. Yo me ocuparé de ello.

Barbara no hizo caso. Fogarty, todavía con la respiración entrecortada, la cogió del brazo.

– Deje a la jefa, sargento -dijo-. Es una experta.

Barbara permitió que Emily se ocupara de la niña.

Emily trabajó como siempre trabajaba Emily Barlow: con eficiencia, consciente de que había un trabajo que hacer, sin permitir que nada se entremetiera en su forma de hacerlo.

El pecho de Hadiyyah exhaló un suspiro monumental. Empezó a toser. Emily la puso de costado, y su cuerpo sufrió una convulsión, antes de devolver agua de mar, bilis y vómito sobre la cubierta del valioso Hawk 31 de Charlie Spencer.

Hadiyyah parpadeó. Parecía estupefacta. Después, dio la impresión de que veía por primera vez a los tres adultos inclinados sobre ella. Con expresión perpleja, paseó la vista de Emily a Fogarty, y después descubrió a Barbara. Le ofreció una sonrisa beatífica.

– El estómago me dio un vuelco -dijo.


La luna había salido ya cuando llegaron por fin a la dársena de Balford, que estaba inundada de luz. Y también de espectadores. Cuando el Sea Wizard rodeó la punta donde el Twizzle se encontraba con el canal de Balford, Barbara vio a la multitud. Los curiosos hormigueaban alrededor del amarradero del Hawk 31, conducidos por un hombre calvo cuya coronilla reflejaba más luces de las que eran normales o necesarias en el pontón.

Emily manejaba el timón. Forzó la vista por encima de la proa.

– Fantástico -dijo, en tono de desagrado.

En el asiento trasero de la lancha, Barbara tenía abrazada a Hadiyyah, envuelta en una manta enmohecida.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Ferguson -dijo Emily-. Ha telefoneado a la prensa.

Los medios estaban representados por fotógrafos provistos de luces estroboscópicas, periodistas armados de libretas y grabadoras, y una furgoneta de la ITV dispuesta a recabar material para el telediario de las diez. Junto con el superintendente Ferguson, todo el mundo se precipitó hacia los pontones que se alzaban a ambos lados del Sea Wizard, mientras Emily apagaba los motores y dejaba que la inercia de la lancha la arrastrara hacia el embarcadero.

Se elevaron voces exaltadas. Se dispararon flashes. Un cámara se abrió paso a codazos entre la muchedumbre.

– ¿Dónde está ese tipo, maldita sea? -gritó Ferguson.

– ¡Mis asientos! -chilló Charlie Spencer-. ¿Qué cono han hecho con los asientos de mi barco?

– ¿Puede concederme unos minutos, por favor? -gritaron diez periodistas al unísono.

Todo el mundo examinaba el barco en busca de la celebridad, por desgracia ausente, a la que habían prometido traer encadenada, con la cabeza gacha y humillada, justo a tiempo de evitar un desastre político. Pero se quedaron sin ella. Sólo había una niña temblorosa que se aferró a Barbara hasta que un hombre delgado de piel oscura, de intensos ojos negros, se abrió paso entre tres agentes de policía y dos adolescentes curiosos.

Hadiyyah le vio.

– ¡Papá! -gritó.

Azhar la cogió de los brazos de Barbara. La apretó contra él como si fuera su única esperanza de salvación, tal como debía ser.

– Gracias -dijo de todo corazón-. Gracias, Barbara.


La agente Belinda Warner se encargó de las provisiones de café durante las siguientes horas. Había mucho que hacer.

Primero, había que ocuparse del superintendente Ferguson, y Emily lo hizo a puerta cerrada. Por lo que Barbara oyó, la reunión fue un cruce entre una pelea de osos y una discusión apasionada sobre el papel de las mujeres en la policía. Consistió en voces exaltadas que proferían acusaciones insidiosas, protestas indignadas e imprecaciones airadas. La mayor parte se centró alrededor de la exigencia del superintendente de saber qué debía informar a sus superiores sobre «su monumental metedura de pata, Barlow», a lo que Emily contestó que le importaba una mierda lo que informara, siempre que no lo hiciera en su despacho y la dejara proseguir con la caza de Malik. La reunión terminó cuando Ferguson salió de estampida, jurando a Emily que se preparara para afrontar severas medidas disciplinarias, al tiempo que Emily gritaba que era él quien debía prepararse para afrontar una acusación por acoso sexual, si osaba continuar entrometiéndose en su trabajo.

Barbara, que esperaba con el resto del equipo en la sala de conferencias, al lado del despacho de Emily, sabía que la carrera de la inspectora jefe dependía en gran parte de ella, como el futuro profesional de Barbara dependía de Emily Barlow.

Ninguna de las dos había hablado una palabra sobre aquellos momentos a bordo del Sea Wizard, cuando Barbara había tomado el control de la lancha. De la misma forma, el agente Fogarty había permanecido mudo al respecto. Había recogido las armas al regresar a la dársena. Las había guardado en el VRA, y había partido al instante, de vuelta a su patrulla o donde se encontrara cuando le habían ordenado presentarse en la dársena. Se despidió de ellas con un cabeceo.

– Sargento, jefa, buen trabajo -dijo a modo de despedida, y dejó a Barbara con la clara impresión de que no iba a decir ni palabra sobre lo sucedido en alta mar.

Barbara no sabía muy bien qué hacer, porque le resultaba insoportable pensar en lo que había averiguado, sobre ella y sobre Emily Barlow, durante aquellos breves días en Balford-le-Nez.

Había una manada de asiáticos… aullando como hombres lobo.

Uno de esos matrimonios acordados por papá y mamá.

Son asiáticos. No les gustaría quedar en ridículo.

Desde el primer momento había tenido ante ella la realidad, pero su ciega admiración por la inspectora la había empujado a negarla. Ahora, sabía que la ética profesional le exigía revelar lo que había visto, sin querer verlo, en Emily Barlow desde el principio.

Pero una acusación de Barbara sería contrarrestada con una serie de acusaciones mucho más graves por parte de la inspectora. Empezaban con insubordinación, y terminaban con asesinato frustrado. Una palabra de Emily a Londres, y Barbara estaba acabada en el DIC. No se podía apuntar y disparar contra un superior con un arma cargada, y luego esperar que pasara por alto aquel breve momento de locura.

No obstante, cuando Emily se reunió con el equipo, su rostro no traicionó sus intenciones. Entró en la habitación con aire resuelto, y su manera de repartir directrices reveló a Barbara que estaba concentrada en el trabajo, no en el desquite.

Había que implicar a la Interpol. El DIC de Balford se pondría en contacto con él mediante el Met. La petición era muy simple: no era necesario solicitar ninguna investigación al Bundeskriminalamt de Alemania. Bastaba una sola detención, lo más sencillo del mundo, puesto que había más de una nación implicada.

Pero Interpol pediría que enviaran informes a Alemania. Emily indicó a varios miembros del equipo que empezaran a redactar dichos informes. A otros se les ordenó trabajar en el procedimiento de extradición.

Otros debían reunir material para que la oficina de prensa los utilizara por la mañana. Otros más recibieron instrucciones de reunir datos (informes de actividades, transcripciones de interrogatorios, material forense) para entregar a la acusación, en cuanto la policía detuviera a Muhannad Malik. En aquel momento, Belinda Warner entró en la habitación con otra bandeja de café e informó a Emily de que el señor Azhar quería verla a ella y a la sargento.

Azhar había desaparecido con su hija casi en el mismo momento en que la había rodeado entre sus brazos. Se había abierto paso a empujones entre la multitud que invadía el pontón, sin hacer caso de las fotos que le sacaban para los periódicos del día siguiente. Había cargado a Hadiyyah hasta su coche y se habían ido, mientras la policía reunía las piezas que su primo Muhannad había desordenado.

– Llévale a mi despacho -dijo Emily. Por fin, miró a Barbara-. La sargento Havers y yo nos reuniremos con él allí.

«La sargento Havers y yo.» Barbara miró a Emily. Intentó descifrar el significado oculto de aquellas palabras, pero la mirada de Emily no traicionaba nada. La inspectora giró sobre sus talones y salió de la sala de conferencias. Barbara la siguió, a la espera de una señal.

– ¿Cómo se encuentra la niña? -preguntó Barbara a Azhar cuando se encontraron con él en el despacho de la inspectora.

– Bien -dijo el hombre-. El señor Treves tuvo la amabilidad de prepararle una sopa. Ha comido y se ha bañado, y la he acostado. Un médico la ha examinado. La señora Porter le hará compañía hasta que yo vuelva. -Sonrió-. Se ha llevado la jirafa a la cama con ella, Barbara. La roñosa. «Pobre animalito», dijo. «No tuvo la culpa de que la pisotearan, ¿verdad? No sabe que está hecha un desastre.»

– ¿Quién lo sabe?-contestó Barbara.

Azhar la miró durante largo rato y después cabeceó lentamente, antes de volverse hacia Emily.

– Inspectora, no tengo ni idea de lo que Barbara le habrá contado sobre nuestra relación, pero temo que haya malinterpretado su relación con mi familia. Somos vecinos en Londres. De hecho, ha tenido la bondad de hacerse amiga de mi hija durante la… -Vaciló, desvió la vista, volvió a mirar a Emily-. Durante la ausencia de su madre. Aparte de eso, apenas nos conocemos. Ella no tenía ni idea de que yo venía a la ciudad para ayudar a mi familia en un asunto policial. Del mismo modo, no tenía ni idea de que mi experiencia no se limita al campo de la universidad, porque nunca se lo dije. Por consiguiente, cuando usted le pidió que la ayudara durante sus vacaciones, no podía saber…

– ¿Qué yo qué? -dijo Emily.

– ¿No le telefoneó? ¿No le pidió ayuda?

Barbara cerró los ojos un instante. Era un lío de mierda.

– Azhar, no pasó así -dijo-. Os mentí a los dos sobre mi aparición en Balford. Vine para ayudarte.

Parecía tan perplejo que Barbara deseó que la tierra se la tragara, antes que dar más explicaciones, pero se contuvo.

– No quería que te metieras en líos. Pensé que, si estaba aquí, te mantendría alejado de ellos. A ti y a Hadiyyah. Es evidente que fracasé. Al menos, en el caso de Hadiyyah. La cagué por completo.

– No -dijo Emily-. Nos llevó hasta el mar del Norte, sargento. Justo donde necesitábamos ir para descubrir la verdad.

Barbara, sorprendida, le dedicó una mirada de agradecimiento, embargada por un inmenso alivio. No habría ajuste de cuentas. Lo que había pasado entre ellas en el mar podía olvidarse. Las palabras de Emily revelaron a Barbara que la inspectora había aprendido mucho de la experiencia, que no iba a informar a su superior.

Hubo un momento de silencio. Oyeron la actividad del resto del equipo, enfrascado en reunir información, una tarea que les mantendría en pie hasta muy tarde, pero se percibía cierta alegría en su actividad, la actividad de hombres y mujeres conscientes de que un trabajo difícil estaba llegando a su conclusión.

Emily se volvió hacia Azhar.

– Hasta que interroguemos a Malik, sólo podemos esbozar los detalles de lo sucedido. Usted podría ayudarnos, señor Azhar. Tal como yo lo veo, Querashi topó por casualidad con la red de ilegales cuando vio a Muhannad en Parkeston la noche que fue al hotel Castle. Quiso participar en la trama. Amenazó con hablar si no le daban su parte del botín. Muhannad le dio largas. Querashi engatusó a Kumhar con la promesa de que iba a acabar con el tráfico de ilegales. Instaló a Kumhar en Clacton como parte de su plan para que los Malik pagaran. Pero las cosas no salieron como él esperaba. Lo eliminaron.

Azhar meneó la cabeza.

– No es posible.

Emily se encrespó.

Volvemos a la normalidad, pensó Barbara.

– Después de lo que Kumhar contó sobre Muhannad, no pensará que Malik es inocente del asesinato. Ese hombre arrojó a su hija al mar.

– No niego la implicación de mi primo, pero se equivoca con respecto al señor Querashi.

Emily frunció el entrecejo.

– ¿En qué?

– En no tener en cuenta su religiosidad. -Azhar indicó una silla del despacho-. ¿Me permite? Descubro que estoy más cansado de lo que suponía.

Emily asintió. Todos se sentaron. Barbara anheló, una vez más, el consuelo de un cigarrillo, y confió en que a Azhar le pasara lo mismo, porque sus dedos erraron hacia el bolsillo de su camisa, como con la idea de sacar un paquete de cigarrillos. Tendrían que conformarse con un paquete de caramelos que Barbara desenterró de las profundidades de su bolso. Le ofreció uno. Azhar lo aceptó con un cabeceo de agradecimiento.

– Había un pasaje marcado en el Corán del señor Querashi -explicó Azhar-. Hablaba de luchar por los desvalidos entre…

– El pasaje que nos tradujo Siddiqi -interrumpió Emily.

Azhar continuó en voz baja. Como la sargento Havers podía confirmar, el señor Querashi había hecho varias llamadas a Pakistán desde el hotel Burnt House, en los días anteriores a su muerte. Una fue a un mullah, un hombre santo musulmán al que pidió una definición de la palabra «desvalido».

– ¿Qué tiene que ver con esto? -preguntó Emily.

Desvalido, como indefenso, dijo Azhar. Sin fuerza ni eficacia. Una palabra que podría definir a un alma carente de amigos recién llegada a este país, y que se encuentra atrapado en una esclavitud que parece no tener fin.

Emily asintió con cautela, pero su expresión dubitativa reflejaba que Azhar debería convencerla del peso de sus comentarios.

La otra llamada telefónica fue a un muftí, continuó Azhar, un especialista en leyes. En este hombre buscó la respuesta a una sola pregunta: ¿un musulmán, culpable de un pecado grave, podría seguir siendo un musulmán?

– La sargento Havers ya me ha contado todo esto, señor Azhar -señaló Emily.

– Entonces ya sabe que no es posible seguir siendo musulmán y vivir desafiando los principios del islam.

Eso era lo que Muhannad estaba haciendo. Eso era lo que Haytham deseaba terminar.

– ¿Y no lo estaba haciendo también Querashi? -preguntó Barbara-. ¿Qué me dices de su homosexualidad? Dijiste que está prohibida. Quizá llamó al muftí para hablar de su alma, no de la de Muhannad.

– Es posible -admitió Azhar-, pero si tenemos en cuenta todo lo que hizo, no parece probable.

– Si hay que creer a Hegarty -dijo Emily a Barbara-, Querashi intentaba seguir con su doble vida después del matrimonio, dejando de lado el islam. Quizá no le preocupaba mucho su alma.

– La sexualidad es poderosa -reconoció Azhar-. A veces más poderosa que los deberes personales o religiosos. Lo arriesgamos todo por ella. Nuestras almas. Nuestras vidas. Todo lo que tenemos y todo lo que somos.

Barbara sostuvo su mirada. Angela Weston, pensó. ¿Fue así, la desesperada resolución de desafiar todo cuanto sabía, conocía y respetaba hasta ese momento, con tal de poseer lo inalcanzable?

Azhar continuó.

– Mi tío, un hombre devoto, no debe saber nada sobre las intrigas de Muhannad. Sugiero que un registro a fondo de su fábrica y un escrutinio minucioso de los papeles de sus empleados asiáticos se lo demostrará.

– No estará insinuando que Muhannad estaba solo en ese negocio -dijo Emily-. Ya oyó antes a Kumhar. Había tres hombres. Un alemán y dos asiáticos. Puede que haya más.

– Pero mi tío no. No dudo de que Muhannad tuviera socios en Alemania, y aquí también. No cuestiono la palabra del señor Kumhar. Es posible que el proyecto estuviera en pie desde hacía años.

– Pudo concebirlo en la universidad, Em -señaló Barbara.

– Con Rakin Khan -admitió Emily-. El señor coartada. Fueron juntos a la universidad.

– Apuesto a que los antecedentes de Klaus Reuchlein nos confirmarán que los tres compartían una historia -añadió Barbara.

Azhar se encogió de hombros, como aceptando la teoría.

– Fuera cual fuera la génesis de este plan, Haytham Querashi la descubrió.

– Con Hegarty, como él mismo nos dijo -señaló Barbara-. Aquella noche en el hotel Castle.

– Como musulmán, el deber de Haytham era ponerle fin -explicó Azhar-. Recordó a Muhannad que su alma inmortal estaba en peligro, y por el peor motivo posible: el ansia de dinero.

– A propósito, ¿qué hay del alma inmortal de Querashi? -insistió Barbara.

Azhar la miró sin pestañear.

– Creo que él ya había solucionado ese problema, justificando su comportamiento de alguna manera. Nos resulta fácil justificar nuestra lujuria. La llamamos amor, la llamamos buscar un alma gemela, la llamamos algo más poderoso que nosotros. Nos mentimos diciendo que tal vez obtendremos lo que deseamos. Llamamos a nuestro comportamiento responder a las demandas del corazón, preordenado por un Dios que estimula apetitos en nosotros que han de ser satisfechos. -Levantó las manos con las palmas hacia arriba, en un gesto de aceptación-. Nadie es inmune a esta especie de autoengaño, pero Haytham debió considerar gravísimo el pecado de Muhannad. Su pecado sólo le afectaba a él. La gente puede hacer el bien en una parcela de su vida, aunque esté haciendo el mal en otra. Los asesinos aman a sus madres; los violadores adoran a sus perros; los terroristas vuelan grandes almacenes, y luego vuelven a casa para mecer a sus hijos y dormirlos.

Es posible que Haytham Querashi luchara por la liberación de la gente esclavizada por Muhannad, al tiempo que seguía siendo un pecador en una parcela de su vida que dejaba en la penumbra. De hecho, Muhannad organizó por un ludo Jum'a, y por otro se comportó como un gángster.

– Jum'a le salvaba la cara -arguyo Emily-. Tenía que exigir una investigación sobre el asesinato de Querashi a causa de Jum'a. De lo contrario, todo el mundo se habría preguntado por qué.

– Pero si Querashi quería poner fin al proyecto de Muhannad -dijo Barbara-, ¿por qué no lo denunció y pidió la intervención de la policía? Lo habría podido hacer de una manera anónima. Habría servido a la misma causa.

– Pero también habría servido para destruir a Muhannad. Habría ido a la cárcel. Le habrían expulsado de su familia. Supongo que Haytham no deseaba esto. En cambio, buscó un compromiso, con Fahd Kumhar como garantía de obtenerlo. Si Muhannad hubiera puesto fin a su trama gangsteril, no se habría vuelto a hablar más de ello. En caso contrario, Fahd Kumhar habría denunciado públicamente el tráfico de ilegales. Supongo que ése era el plan. Y le costó la vida.

Móvil, medios, oportunidad. Lo tenían todo. Excepto al asesino.

Azhar se levantó. Volvía al hotel Burnt House, dijo. Hadiyyah estaba durmiendo como una bendita cuando se había marchado, pero no quería que despertara sin encontrar a su padre al lado.

Las saludó con un movimiento de cabeza. Caminó hasta la puerta del despacho. Entonces, se volvió, vacilante.

– He olvidado por completo el motivo de mi visita -dijo a modo de disculpa-. Hay una cosa más, inspectora.

Emily compuso una expresión de cautela. Barbara vio que un músculo se agitaba en su mandíbula.

– ¿Sí? -dijo.

– Quería darle las gracias. Habría podido continuar. Podría haber capturado a Muhannad. Gracias por parar el barco y salvar a mi hija.

Emily asintió, tirante. Desvió la vista hacia un archivador. Azhar salió del despacho.


Emily parecía muerta de cansancio. El incidente ocurrido en el mar las había agotado a ambas, pensó Barbara. Las palabras de gratitud de Azhar, tan erradas de destinatario, sólo podían haber añadido más peso a la conciencia de la inspectora, además de las otras cargas que ya soportaba. Había descubierto su verdadero carácter en el mar del Norte. Aquella revelación de su faceta más tétrica y sus inclinaciones básicas tenía que haber sido muy dolorosa.

– Todos maduramos con el trabajo, sargento -le había dicho en más de una ocasión el inspector detective Lynley-. De lo contrario, lo mejor es entregar la tarjeta de identificación y marcharse.

– Em -dijo Barbara, con el propósito de aliviar su carga-, todos perdemos los papeles alguna vez, pero nuestros errores…

– Lo que pasó allí no fue un error -dijo Emily en voz baja.

– Pero tú no querías que se ahogara. No pensaste. Nos dijiste que tiráramos los chalecos salvavidas. No te diste cuenta de que no llegarían hasta ella. Eso fue lo que pasó. Todo lo que pasó.

Emily dejó de inspeccionar los archivadores. Miró con frialdad a Barbara.

– ¿Quién es su oficial superior, sargento?

– ¿Mi…? ¿Qué? ¿Quién? Tú, Em.

– No me refiero aquí. En Londres. ¿Cómo se llama?

– Inspector Detective Lynley.

– Lynley no. Por encima de él. ¿Quién es?

– El superintendente Webberly.

Emily cogió un lápiz.

– Deletréelo.

Barbara sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal. Deletreó el apellido de Webberly y contempló a Emily mientras lo escribía.

– ¿Qué pasa, Em?-preguntó.

– Lo que pasa es la disciplina, sargento. Más en concreto, lo que pasa es lo que sucede cuando apuntas un arma a un oficial superior, cuando decides obstruir una investigación policiaca. Eres la responsable de que un asesino haya escapado de la justicia, y tengo la intención de que pagues por ello.

Barbara se quedó anonadada.

– Pero, Emily, dijiste…

Se quedó sin palabras. ¿Qué había dicho la inspectora, en realidad? «Usted nos llevó hasta el mar del Norte, sargento. Era lo que necesitábamos para descubrir la verdad.» Y la inspectora estaba viviendo aquella verdad. Barbara no había logrado comprenderlo hasta ahora.

– Me vas a denunciar -dijo Barbara con voz hueca-. Joder, Emily. Me vas a denunciar.

– Ya lo creo.

Emily continuó escribiendo con determinación, la viva demostración de aquellas cualidades que Barbara tanto había admirado. Era competente, eficiente e incansable. Había ascendido con tanta rapidez debido a su fuerza de voluntad para utilizar el poder inherente a su cargo. Fueran cuales fuesen las circunstancias, fuera cual fuese el coste. ¿Qué la había impulsado a concluir que ella sería la única excepción a la regla de oro de Emily?, pensó Barbara.

Quería discutir con la inspectora, pero descubrió que no tenía ganas. Además, la expresión inflexible de Emily le dijo que sería inútil.

– Eres una profesional de primera -dijo por fin-. Haz lo que debas, Emily.

– Es lo que pienso hacer, créeme.

– Jefa.

Un agente se había asomado a la puerta de la inspectora. Sostenía un comprobante telefónico en la mano. Su expresión demostraba preocupación.

– ¿Qué pasa? -preguntó Emily. Su mirada se clavó en el papel que sujetaba-. Hostias, Doug, si el jodido de Ferguson ha…

– No se trata de Ferguson -dijo Doug-. Hemos recibido una llamada de Colchester. Parece que llegó a eso de las ocho y el comprobante fue a parar con los demás a comunicaciones. Lo recibí hace diez minutos.

– ¿Qué pasa con él?

– Acabo de devolver la llamada. Atando cabos sueltos. El otro día fui a Colchester, para comprobar la coartada de Malik, ¿recuerda?

– Continúe, agente.

El hombre se encogió al oír su tono.

– Bien, hoy lo volví a hacer cuando intentábamos encontrar su pista.

Los nervios de Barbara se pusieron en tensión. Leyó «cautela» en las facciones del agente. Daba la impresión de que esperaba una condena a muerte tras concluir sus comentarios.

– No todo el mundo estaba en casa en el barrio de Rakin Khan cuando estuve allí en ambas ocasiones, así que dejé mi tarjeta. Ése era el motivo de la llamada telefónica.

– Doug, no me interesa conocer al minuto tus actividades diarias. Ve al grano o lárgate de mi despacho.

Doug carraspeó.

– Él estaba allí, jefa. Malik estaba allí.

– ¿De qué estás hablando? No pudo estar allí. Yo misma le vi en el mar.

– No me refiero a hoy, sino al viernes por la noche. Malik estaba en Colchester. Como Rakin Khan afirmó desde el primer momento.

– ¿Qué? -Emily tiró el lápiz a un lado-. Y una mierda. ¿Te has vuelto loco?

– Esto -indicó el mensaje- es de un tío llamado Fred Medosch. Es viajante de comercio. Tiene una habitación en la casa que hay frente a la de Khan. No estaba en casa la primera vez que fui. Tampoco estaba en casa cuando estuve hoy, siguiendo la pista de Malik. -El agente hizo una pausa y se removió inquieto-. Pero sí estaba en casa el viernes por la noche, jefa. Vio a Malik. En carne y hueso. A las diez y cuarto. En la casa de Khan, con Khan y otro tío. Rubio, gafas redondas, un poco encorvado de hombros.

– Reuchlein -murmuró Barbara-. Puta mierda.

Vio que Emily había palidecido.

– No es posible -masculló.

Doug parecía abatido.

– Su habitación da a la ventana delantera de la casa de Malik. La ventana del comedor, jefa. Aquella noche hacía calor, así que la ventana estaba abierta. Malik estaba allí. Medosch le describió de pe a pa, hasta la coleta. Intentaba dormir, pero aquellos tíos hablaban a voz en grito. Se asomó para ver qué estaba pasando. Fue entonces cuando le vio. He telefoneado al DIC de Colchester. Van a enseñarle una foto de Malik, para asegurarse, pero pensé que a usted le gustaría saberlo enseguida. Antes de que la oficina de prensa anuncie…, ya sabe.

Emily se apartó de su escritorio.

– Es imposible -dijo-. No pudo… ¿Cómo lo hizo?

Barbara sabía lo que estaba pensando. También era lo primero que a ella le había sorprendido. ¿Cómo pudo Muhannad Malik estar en dos sitios a la vez? La respuesta era obvia: no pudo.

– ¡No! -insistió Emily. Doug se esfumó del despacho. Emily se levantó de la silla y caminó hasta la ventana. Meneó la cabeza-. Maldita sea.

Y Barbara pensó. Pensó en todo lo que le habían dicho, Theo Shaw, Rachel Winfield, Sahlah Malik, Ian Armstrong, Trevor Ruddock. Pensó en todo lo que sabía: que Sahlah estaba embarazada, que a Trevor le habían despedido, que Gerry DeVitt había trabajado en las reformas de la casa de Querashi, que Cliff Hegarty había sido el amante del hombre asesinado. Pensó en las coartadas, en quién tenía y en quién no, en lo que significaba cada una y en cómo encajaba cada una en la estructura del caso. Pensó…

– Por Dios.

Se puso en pie de un salto, se apoderó de su bolso con el mismo movimiento, y apenas notó el dolor que laceraba su pecho. Estaba demasiado concentrada en la idea, súbita y horripilante, pero diáfana, que había acudido a su mente.

– Oh, Dios mío. Por supuesto. Por supuesto.

Emily se volvió hacia ella.

– ¿Qué?.

– Él no lo hizo. Participó en el tráfico de ilegales, pero no cometió el crimen. ¡Em! ¿No ves…?

– No me -vengas con monsergas -replicó Emily-. Si intentas librarte del castigo que mereces por tu falta de disciplina cargando el muerto a alguien que no sea Malik…

– Vete al infierno, Barlow -dijo con impaciencia Barbara-. ¿Quieres al auténtico asesino, o no?

– Estás meando fuera del tiesto, sargento.

– Estupendo. No es ninguna novedad. Pero si quieres cerrar este caso, ven conmigo.

No había ninguna necesidad de darse prisa, de modo que no utilizaron la sirena ni las luces. Mientras subían por Martello Road, desde allí hasta Crescent, donde la casa de Emily estaba sumida en la penumbra, desde Crescent hasta el paseo Superior, rodeando la estación de tren, Barbara explicó. Y Emily se resistió. Y Emily discutió. Y Emily, tirante, expuso los motivos por los que Barbara estaba llegando a una falsa conclusión.

Pero, para Barbara, todo había estado desde el principio presente en su mente: el móvil, los medios, la oportunidad. Habían sido incapaces de verlo, cegadas por sus ideas preconcebidas sobre la clase de mujer que se sometía a matrimonios de conveniencia. Habían pensado que sería dócil. Carecería de opinión propia. Cedería a la voluntad de los demás (empezando por el padre, siguiendo por el marido y terminando por los hermanos mayores, si los tenía), y sería incapaz de pasar a la acción, aunque fuera perentorio.

– Es lo que pensamos cuando se trata de matrimonios de conveniencia, ¿verdad? -preguntó Barbara.

Emily escuchaba con los labios apretados. Estaban en Woodberry Way, y pasaban ante los Fiesta y Carlton aparcados ante las casas destartaladas de uno de los barrios más antiguos de la ciudad.

Barbara continuó. Como su cultura occidental era tan diferente de la oriental, los occidentales consideraban a las mujeres orientales ramas de sauce, arrastradas por cualquier viento que azotara el árbol. Sin embargo, los occidentales nunca pensaban que la rama del sauce era flexible y adaptable. Ya podía soplar el viento, que la rama se movía pero no se desgajaba del árbol.

– Nos fijamos en lo más evidente -dijo Barbara-, porque debíamos trabajar con lo evidente. Era lógico, ¿verdad? Buscamos a los enemigos de Haytham Querashi. Buscamos a la gente resentida con él. Y la encontramos. Trevor Ruddock, al que había despedido.

Theo Shaw, que estaba liado con Sahlah. Ian Armstrong, que recuperó su empleo cuando Querashi murió. Muhannad Malik, el que iba a perder más si Querashi contaba lo que sabía. Pensamos en todo. Un amante homosexual. Un marido celoso. Un chantajista. Todo, examinado bajo un microscopio. Pero no pensamos en lo que significaba para la vida de todos los implicados la desaparición de Haytham Querashi. Pensamos que su asesinato sólo estaba relacionado con él. Se interpuso en el camino de alguien. Sabía algo que no debía. Despidió a alguien. Por lo tanto, debía morir. Nunca pensamos que su asesinato no tuviera nada que ver con su persona. Nunca pensamos que podía ser el medio de conseguir algo que no tenía nada que ver con lo que nosotros, como occidentales, como jodidos occidentales, podíamos aspirar a comprender.

La inspectora meneó la cabeza, sin rendirse.

– Estás improvisando. No son más que conjeturas.

Habían atravesado barrios de clase media que servían de frontera entre el Balford viejo y el nuevo, entre los edificios eduardianos decadentes a los que Agatha Shaw pensaba devolver su antigua gloria, y las casas elegantes, caras y sombreadas por árboles, construidas en estilos arquitectónicos que se inspiraban en el pasado. Había falsas mansiones Tudor, pabellones de caza georgianos, mansiones de verano victorianas, fachadas palladianas [9].

– No -contestó Barbara-. Piensa en nosotras. Piensa en nuestros procesos mentales. Nunca le pedimos una coartada. No se la pedimos a ninguna de ellas. ¿Por qué? Porque son mujeres asiáticas. Porque, en nuestra opinión, dejan que sus hombres las dominen, decidan sus destinos y determinen sus futuros. Para colaborar, cubren sus cuerpos. Cocinan y limpian. Hacen reverencias hasta el suelo. Nunca se quejan. Pensamos que carecen de vida propia. Por lo tanto, carecen de opinión, pensamos. ¿Y si nos equivocamos, Emily?

Emily dobló a la derecha por la Segunda Avenida. Barbara la dirigió hasta la casa. Parecía que las luces de la planta baja estaban encendidas. La familia ya se habría enterado de la fuga de Muhannad. Si un concejal del ayuntamiento no les había comunicado la noticia, lo habrían hecho los medios, asediándoles con llamadas telefónicas, ansiosos por recoger la reacción de los Malik ante la huida de Muhannad.

Emily aparcó, examinó la casa un momento sin hablar.

Después, miró a Barbara.

– No tenemos ni una puta prueba. ¿Cómo te propones hacerlo?

Era una buena pregunta. Barbara pensó en sus ramificaciones. Sobre todo, consideró la pregunta a la luz de las intenciones de la inspectora, que pretendía culparla de la fuga de Muhannad. Tenía dos opciones, tal como veía la situación. Podía dejar que Emily se pegara la gran hostia, o hacer caso omiso de sus preferencias más innobles, de lo que en verdad deseaba. Podía vengarse, o asumir su responsabilidad. Podía correspondería de la misma forma, o cederle el coup que salvaría su carrera. La elección era suya.

Deseaba lo primero, por supuesto. Se moría de ganas por apuntarse a la primera opción. Pero sus años con el inspector Lynley le habían enseñado que un trabajo desastroso puede acabar bien, que se puede salir indemne del desastre.

«Puede aprender mucho trabajando con el inspector Lynley», había dicho en una ocasión el superintendente Webberly.

Nunca habían sido las palabras más ciertas que en aquel momento, cuando le proporcionaron la respuesta a la pregunta de Emily.

– Haremos exactamente lo que tú has dicho, Emily. Improvisaremos. Hasta que el zorro salga de su madriguera.

Akram Malik les abrió la puerta. Daba la impresión de que había envejecido años desde que le había visto en la fábrica. Miró a Barbara, después a Emily.

– Por favor -dijo en tono inexpresivo, pero el dolor que destilaban sus palabras bastaba para comprender sus sentimientos-. No me lo diga, inspectora Barlow. Para mí, ya no puede estar más muerto.

Barbara sintió una oleada de compasión por el hombre.

– Su hijo no ha muerto, señor Malik -contestó Emily-. Por lo que sé, se dirige a Alemania. Intentaremos capturarle. Si podemos, pediremos la extradición. Le juzgaremos e irá a la cárcel. Pero no hemos venido para hablar de Muhannad.

– Entonces…

Se pasó la mano por la cara y examinó el sudor que brillaba en su palma. La noche era tan calurosa como el día. No había ninguna ventana abierta en la casa.

– ¿Podemos entrar? -preguntó Barbara-. Nos gustaría hablar con su familia. Con todos sus miembros.

El hombre retrocedió para dejarlas entrar. Le siguieron hasta la sala de estar. Su mujer estaba trabajando sin demasiado éxito en un bastidor para bordar, que albergaba un complicado dibujo de líneas y curvas, puntos y garabatos, que estaba cosiendo con hilo de oro. Barbara tardó un momento en darse cuenta de que eran palabras árabes para un modelo de bordado similar a los que ya colgaban del techo.

Sahlah también estaba. Tenía un álbum de fotos abierto sobre una mesita auxiliar cubierta con una hoja de cristal. Se dedicaba a sacar fotografías. A su alrededor, sobre la alfombra persa de alegres colores, yacían facsímiles de su hermano, eliminados de las fotografías, como un símbolo de su expulsión del seno familiar. Barbara sintió un escalofrío.

Se acercó a la repisa de la chimenea, donde antes había visto las fotografías de Muhannad, su mujer y sus hijos. La imagen del primogénito y su mujer aún seguía en su sitio, aún no había caído víctima de las tijeras de Sahlah. Barbara la levantó y vio lo que no había observado antes, el lugar donde la pareja había posado para la foto. Estaban en la dársena de Balford, con una cesta de picnic a los pies y las Zodiac de Charlie Spencer alineadas a su espalda.

– Yumn está en casa, ¿verdad, señor Malik? -preguntó-. ¿Podría ir a buscarla? Nos gustaría hablar con todos ustedes.

Los dos ancianos se miraron con aprensión, como si la petición implicara más horrores inminentes. Sahlah fue quien habló, pero dirigió sus palabras a su padre, no a Barbara.

– ¿Quieres que vaya a buscarla, abby-jahn?

Sostenía las tijeras en alto entre sus pechos, la paciencia personificada, mientras esperaba a que su padre le diera instrucciones.

– Perdone -dijo Akram a Barbara-, pero no veo la necesidad de que Yumn pase otro mal trago esta noche. Ahora es viuda; sus hijos no tienen padre. Su mundo se ha derrumbado. Se ha ido a la cama. Si tiene algo que decir a mi nuera, debo pedirle que me lo comunique a mí primero, y yo juzgaré si está preparada para oírlo.

– No pienso hacer eso -replicó Barbara-. Tendrá que ir a buscarla, o la inspectora Barlow y yo tendremos que quedarnos aquí hasta que esté preparada para reunirse con nosotras. Lo siento -añadió, porque sentía compasión por el asiático. Era un hombre atrapado en mitad de una guerra cuyos adversarios eran el deber y la inclinación. Su deber cultural era proteger a las mujeres de su familia. Pero su inclinación de adopción era inglesa: debía hacer lo que era correcto, acceder a una petición razonable de las autoridades.

Ganó la inclinación. Akram suspiró. Cabeceó en dirección a Sahlah. La joven dejó sus tijeras sobre la mesa. Cerró el álbum de fotos. Salió de la sala. Un instante después, oyeron sus pasos en la escalera.

Barbara miró a Emily. La inspectora se comunicó sin palabras. No creas que esto cambia nada entre nosotras, le estaba diciendo Emily. Si me salgo con la mía, estás acabada como policía.

Haz lo que debas, contestó Barbara en silencio. Por primera vez desde su encuentro con Emily Barlow, se sintió libre.

Akram y Wardah esperaron con inquietud. El marido se agachó con rigidez para recoger las fotos mutiladas de Muhannad. Las tiró a la chimenea. La esposa dejó su bordado y clavó la aguja en la tela antes de enlazar las manos sobre el regazo.

Entonces, Yumn bajó la escalera detrás de Sahlah. Oyeron sus protestas, su voz temblorosa.

– ¿Cuánto más deberé soportar en una sola noche? ¿Qué han venido a decirme? Mi Muni no hizo nada. Le han alejado de nosotros porque le odian. Porque nos odian a todos. ¿Quién será el próximo?

– Sólo quieren hablar con nosotros, Yumn -dijo Sahlah, con su voz de cordero degollado.

– Bien, si he de soportar esto, no lo haré sin ayuda. Ve a buscarme un poco de té. Y quiero azúcar de verdad, no esa porquería química. ¿Me has oído? ¿Adonde vas, Sahlah? He dicho que fueras a buscarme un poco de té.

Sahlah entró en la sala de estar, el rostro impasible.

– Te he pedido que… -repitió Yumn-. Soy la mujer de tu hermano. Es tu deber. -Entró en la sala de estar. Concentró su atención en las dos detectives-. ¿Qué más quieren de mí? -preguntó-. ¿Qué más quieren hacerme? Le han expulsado, expulsado, de su familia. ¿Y por qué motivo? Porque están celosas. Los celos las devoran. No tienen hombres, no soportan la idea de que otra mujer tenga uno. Y no cualquier hombre, sino un hombre de verdad, un hombre entre…

– Siéntese -ordenó Barbara a la mujer.

Yumn tragó saliva. Miró a sus suegros, para que la defendieran del insulto proferido. Una extraña no iba a decirle qué debía hacer, comunicaba su expresión. Pero nadie salió en su defensa.

Con dignidad ofendida, caminó hasta una butaca. Si reparó en la importancia del álbum de fotografías y las tijeras depositadas a su lado sobre la mesita auxiliar, no lo demostró. Barbara miró a Akram, y se dio cuenta de que había recogido las fotos del suelo y las había tirado a la chimenea, con el fin de ahorrar a su nuera la contemplación de las ceremonias iniciales que ilustraban la proscripción oficial de su marido.

Sahlah regresó al sofá. Akram se encaminó hacia otra butaca. Barbara se quedó donde estaba, junto a la repisa de la chimenea, mientras Emily permanecía al lado de una ventana cerrada. Parecía tener ganas de abrirla. La atmósfera era asfixiante.

Barbara sabía que, a partir de aquel momento, toda la investigación iba a ser una partida de dados. Respiró hondo y efectuó la primera tirada.

– Señor Malik -dijo-, ¿puede usted o su mujer decirnos dónde estaba su hijo el viernes por la noche?

Akram frunció el entrecejo.

– Me parece una pregunta absurda, a menos que hayan venido a esta casa con el propósito de atormentarnos.

Las mujeres estaban inmóviles, con su atención fija en Akram. Entonces, Sahlah se inclinó hacia adelante y cogió las tijeras.

– De acuerdo -dijo Barbara-, pero si pensaba que Muhannad era inocente hasta su escapada de esta tarde, debía tener motivos para pensar eso. Y la razón ha de ser que sabía dónde estuvo el viernes por la noche. ¿Me equivoco?

– Mi Muni estaba… -dijo Yumn.

– Me gustaría que nos lo dijera su padre -interrumpió Barbara.

– No estaba en casa -dijo Akram poco a poco-. Lo recuerdo porque…

– Abhy -dijo Yumn-, habrás olvidado que…

– Déjele contestar -ordenó Emily.

– Yo puedo contestar -dijo Wardah Malik-. Muhannad estuvo en Colchester el viernes por la noche. Siempre cena una vez al mes con un amigo de la universidad. Se llama Rakin Khan.

– No, Sus. -Yumn habló con voz aguda. Agitó las manos-. Muni no fue a Colchester el viernes. Debió de ser el jueves. Confundes las fechas por culpa de lo sucedido a Haytham.

Wardah parecía perpleja. Miró a su marido como en busca de ayuda. La mirada de Sahlah se movió lentamente entre ellos.

– Te has olvidado -continuó Yumn-. Es comprensible, considerando lo sucedido. Pero te acordarás…

– No -dijo Wardah-. Mi memoria es muy precisa, Yumn. Fue a Colchester. Telefoneó desde la oficina antes de marchar, porque estaba preocupado por las pesadillas de Anas, y me pidió que cambiara la merienda del niño. Pensaba que tal vez era la comida lo que le perturbaba.

– Ah, sí -dijo Yumn-, pero eso debió de ser el jueves, porque Anas tuvo una pesadilla el viernes por la noche.

– Fue el viernes -insistió Wardah-. Fui de compras, como todos los viernes. Ya lo sabes, porque me ayudaste a guardar las verduras, y tú contestaste al teléfono cuando Muni llamó.

– No, no, no. -Yumn movió la cabeza frenéticamente. Miró a Wardah, después a Akram, y por fin a Barbara-. No estuvo en Colchester. Estuvo conmigo. Aquí, en esta casa. Estábamos arriba, así que te habrás confundido. Estábamos en nuestra habitación, Muni y yo. Abhy, tú nos viste. Hablaste con los dos.

Akram no dijo nada. Su expresión era seria.

– Sahlah. Bahin, tú sabes que estábamos aquí. Te llamé. Pedí a Muni que fuera a buscarte. Fue a tu habitación y te ordenó…

– No, Yumn. No fue así. -Sahlah hablaba con tanto cuidado como si cada palabra estuviera envuelta en una capa de hielo y no quisiera romperla. Dio la impresión de que comprendía lo que cada palabra significaba-. Muni no estaba aquí. No estaba en la casa. Y… -Vaciló. Su rostro estaba apenado, como si comprendiera la importancia de lo que iba a decir, y el efecto devastador que causaría en dos chiquillos inocentes-. Y tú tampoco, Yumn. Tú tampoco estabas aquí.

– ¡Sí! -gritó Yumn-. ¿Cómo te atreves a decir que no estaba? ¿En qué estás pensando, estúpida?

– Anas sufrió una de sus pesadillas -continuó Sahlah-. Fui a verle. Estaba gritando, y Bishr también había empezado a llorar. ¿Dónde está Yumn?, pensé. ¿Cómo puede dormir, con estos berridos en la habitación de al lado? En aquel momento, pensé que sentías demasiada pereza para levantarte. Pero tú nunca eres perezosa en lo tocante a los niños. Nunca.

– ¡Insolente! -Yumn se puso en pie de un salto-. Insisto en que digas que estaba en casa. ¡Soy la esposa de tu hermano! Te exijo obediencia. Te ordeno que se lo digas.

Y ése era el móvil, comprendió por fin Barbara. Sepultado en las profundidades de una cultura tan desconocida para ella, que casi lo había pasado por alto. Ahora lo vio. Vio cómo había insuflado su energía desesperada en la mente de una mujer, que no tenía más que ofrecer a sus parientes políticos que una dote importante y su facilidad de reproducción.

– Pero Sahlah ya no tendría que haberla obedecido nunca más si se casaba con Querashi, ¿verdad? -dijo-. Se iba a quedar sola, Yumn. Obedeciendo a su marido, obedeciendo a su suegra, obedeciendo a todo el mundo, incluso obedeciendo a sus hijos, a la larga.

Yumn no se rindió.

– Sus -dijo a Wardah-. Abhy -dijo a Akram-. Soy la madre de vuestros nietos -dijo a ambos.

La cara de Akram se cerró por completo. Barbara sintió un escalofrío cuando comprendió que, en aquel preciso instante, Yumn había dejado de existir en la mente de su suegro.

Wardah recogió su labor. Sahlah se inclinó hacia adelante. Abrió el álbum de fotografías. Recortó la imagen de Yumn de la primera fotografía. Nadie habló cuando la imagen, separada del grupo familiar, cayó sobre la alfombra a los pies de Sahlah.

– Soy… -Yumn intentó encontrar las palabras-. La madre… -Vaciló. Miró a cada uno de sus familiares. Pero nadie la miró-. Los hijos de Muhannad -dijo, desesperada-. Tenéis que escucharme. Haréis lo que yo os diga.

Emily se movió. Cruzó la habitación y cogió a Yumn del brazo.

– Será mejor que nos acompañe -dijo a la mujer.

Yumn miró hacia atrás mientras Emily la arrastraba hacia la puerta.

– Puta -dijo a Sahlah-. En tu habitación. En tu cama. Te oí, Sahlah. Sé lo que eres.

Barbara espió con cautela la reacción de sus padres, pero leyó en su cara que habían desechado las acusaciones de Yumn. Al fin y al cabo, era una mujer que les había engañado una vez, y no dudaría en engañarles de nuevo.

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