Capítulo 28

Fue después de medianoche cuando Barbara regresó por fin al hotel Burnt House. Estaba agotada, pero no tanto como para que le pasara desapercibida una leve brisa procedente del mar. Acarició sus mejillas cuando bajó del Mini, y se encogió de dolor cuando su caja torácica le informó de lo mucho que la había maltratado durante el día. Por un momento, se quedó inmóvil en el aparcamiento y respiró el aire cargado de sal, con la esperanza de que sus supuestas propiedades medicinales la curaran del todo.

A la luz plateada de una farola vio los primeros hilillos de niebla, tanto tiempo esperados, que por fin se acercaban a la orilla. Aleluya, pensó al ver las frágiles plumas de vapor. Nunca le había alegrado tanto el regreso de los temidos veranos húmedos de Inglaterra.

Recogió el bolso y se arrastró hasta la puerta del hotel. Se sentía abrumada por el caso, pese a que, o tal vez por ello, había sido la causante de su conclusión. No tenía que buscar muy lejos para encontrar el motivo de sentirse tan acabada. Había visto el motivo muy de cerca, y también lo había oído.

Lo había visto en los rostros de los Malik, cuando intentaban asimilar la enormidad de los crímenes que su amado hijo había cometido contra su propio pueblo.

Para sus padres, había representado el futuro, su futuro y el futuro de la familia, que se extendía hacia el infinito, y cada generación lograba más éxitos que la anterior. Había sido la promesa de su seguridad en la vejez. Había sido la base sobre la que habían erigido la mayor parte de sus vidas. Todo eso había quedado destruido con su huida, mejor dicho, con el motivo de su huida. Lo que habían esperado de y para su único hijo había desaparecido para siempre. En lugar de sus esperanzas quedaba la ignominia, un desastre familiar transformado en una pesadilla permanente y una desgracia muy real, debido a la culpabilidad de su nuera en el asesinato de Haytham Querashi.

Lo había oído en la serena respuesta de Sahlah a la pregunta que le había formulado a espaldas de sus padres. ¿Qué harás ahora?, quiso saber. ¿Qué harás… acerca de todo lo ocurrido? De todo, Sahlah. No era asunto suyo, por supuesto, pero al pensar en tantas vidas arruinadas por la codicia de un hombre y la necesidad de una mujer de cimentar su posición de superioridad, Barbara ansiaba alguna indicación de que alguien iba a salir bien librado del desastre. Me quedaré con mi familia, contestó Sahlah, con una voz tan segura y decidida que no cabían dudas acerca de su resolución. Mis padres no tienen a nadie más, y los niños van a necesitarme, dijo. ¿Y qué necesitas tú, Sahlah?, pensó Barbara. Pero no formuló la pregunta en voz alta, tan extraña para una mujer de aquella cultura.

Suspiró. Se dio cuenta de que, cada vez que creía empezar a entender a los seres humanos, pasaba algo que le demostraba su error. Como en los últimos días. Había empezado fascinada por una diva del DIC; había terminado descubriendo que su ídolo tenía los pies de barro. Y al final del día, Emily Barlow no era tan diferente de la mujer a la que acababan de detener por asesinato, pues las dos no buscaban otra cosa que los medios, por estériles y destructivos que fueran, de organizar su mundo.

La puerta del hotel se abrió antes de que Barbara pudiera apoyar la mano en el pomo. Se sobresaltó. Todas las luces de la planta baja estaban apagadas. No se había dado cuenta de que alguien estaba esperando su llegada oculto en las sombras, sentado en la vieja silla del portero que había dentro de la entrada.

Oh, Dios. Treves no, pensó con desesperación. La idea de otra ronda de cuchicheos y secretitos con el hotelero se le antojaba insoportable. Entonces, vio el brillo de una camisa blanca impecablemente lavada, y un momento después oyó su voz.

– El señor Treves se negó en redondo a dejar la puerta abierta para que pudieras entrar -dijo Azhar-. Le dije que te esperaría y cerraría la puerta con llave. No le gustó la idea, pero no se le ocurrió otra forma de rechazarla que acudir al insulto directo, en lugar de sus acostumbradas maniobras oblicuas. Estoy convencido de que piensa contar el dinero de la caja por la mañana.

Pese a las palabras, había una sonrisa en su cara.

Barbara lanzó una risita.

– Y lo hará en tu presencia, sin duda.

– Sin duda -dijo Azhar. Cerró la puerta y dio vuelta a la llave-. Ven -dijo.

La condujo hasta el salón a oscuras, donde encendió una lámpara junto a la chimenea y se situó detrás de la barra. Sirvió dos dedos de Black Bush en un vaso y lo empujó hacia Barbara. Él se sirvió una limonada. Después, se acomodó con ella en una mesa y dejó los cigarrillos a su disposición.

Barbara se lo contó todo, de principio a fin. No calló nada. Todo sobre Cliff Hegarty, Trevor Ruddock, Rachel Winfield, Sahlah Malik. Le contó el papel que Theo Shaw había jugado y cómo encajaba Ian Armstrong. Contó cuáles habían sido sus sospechas iniciales, adonde les habían conducido y cómo habían terminado en la sala de estar de los Malik, cuando detuvieron a alguien de quien nunca habían sospechado su culpabilidad.

– ¿Yumn? -dijo Azhar, algo confuso-. ¿Cómo es posible, Barbara?

Barbara se lo dijo. Yumn había ido a ver al hombre asesinado, y lo había hecho sin que la familia Malik lo supiera. Había ido en chador, tal vez obedeciendo a la tradición, o por la necesidad de disfrazarse, y regresado sin que nadie hubiera reparado en su ausencia. Un buen vistazo a la estructura de la casa, especialmente a la posición del camino particular y el garaje en relación a la sala de estar y los dormitorios de arriba, demostraba que debió serle fácil coger uno de los coches sin que el resto de la familia se enterara. Y si lo había hecho cuando los niños estaban acostados, cuando Sahlah estaba ocupada con sus joyas, cuando Akram y Wardah estaban rezando o en la sala de estar, nadie se habría dado cuenta. AI fin y al cabo, ¿cómo habría podido fracasar Yumn en algo que la policía consideraba la sencillez personificada, vigilar a Haytham Querashi el tiempo suficiente para averiguar que iba con regularidad al Nez, coger una Zodiac y dirigirse al promontorio la noche en cuestión y colocar un hilo de alambre en la escalera, para enviarle a la muerte?

– Sabíamos desde el principio, y dijimos desde el principio, que una mujer podía haberlo hecho -dijo Barbara-. No nos dimos cuenta de que Yumn tenía un móvil y la oportunidad de poner en práctica el plan.

– ¿Qué necesidad tenía de matar a Haytham Querashi? -preguntó Azhar.

Barbara explicó eso también. Pero cuando se explayó sobre la necesidad de Yumn de deshacerse de Querashi, con el fin de mantener atada de pies y manos a Sahlah, Azhar no pareció muy convencido. Encendió un cigarrillo, inhaló y examinó la punta antes de hablar.

– ¿Vuestro caso contra Yumn se apoya en esto? -preguntó con cautela.

– Y en el testimonio de la familia. No estaba en casa, Azhar. Afirmó que estaba en su habitación con Muhannad, cuando Muhannad se hallaba a kilómetros de distancia, en Colchester, un dato que ya ha sido confirmado, por cierto.

– Pero para un buen abogado defensor, el testimonio de la familia será pan comido. Lo atribuirán a confusión sobre las fechas en cuestión, a animosidad hacía una nuera difícil, al deseo de la familia de proteger a quien la defensa presentará como el verdadero asesino: un hombre que ha huido a Europa. Aunque Muhannad sea detenido y devuelto a Inglaterra para ser juzgado por el tráfico de inmigrantes ilegales, la condena será menor que por asesinato premeditado. Eso dirá la defensa, para demostrar que los Malik tienen motivos para cargar el muerto a otra persona.

– Pero ellos ya le han repudiado.

– Sí -admitió Azhar-, pero ¿qué jurado occidental comprenderá el impacto que ser expulsado de la familia tiene para un asiático?

La miró con franqueza. La invitación contenida en sus palabras era inconfundible. Había llegado el momento de hablar sobre su historia, cómo había empezado y cómo había, terminado. Barbara conocería la historia de la mujer de Hunslow, de los dos hijos que había abandonado. Descubriría cómo había conocido a la madre de Hadiyyah, las fuerzas que habían obrado en su interior, hasta impulsarle a aceptar la expulsión de la familia con tal de amar a una mujer prohibida para él.

Recordó que en una ocasión había leído la excusa de ocho palabras que un director de cine había utilizado para explicar la traición a su amor de mucho tiempo en favor de una chica treinta años más joven que él: «El corazón desea lo que el corazón desea.» Pero, desde hacía mucho tiempo, Barbara se había preguntado si lo que el corazón deseaba tenía algo que ver con el corazón.

Pero si Azhar no hubiera seguido los dictados de su corazón, suponiendo que ése fuera el órgano del cuerpo implicado, Khalida Hadiyyah no habría existido. Y eso habría duplicado la tragedia de enamorarse y alejarse de la posibilidad del amor. Tal vez Azhar había actuado bien al elegir la pasión sobre el deber. ¿Quién podía decirlo?

– No va a volver de Canadá, ¿verdad? -preguntó Barbara-. Si es que ha ido a Canadá.

– No volverá -admitió Azhar.

– ¿Por qué no se lo has dicho a Hadiyyah? ¿Por qué dejas que se aferré a la esperanza?

– Porque yo también me he aferrado a la esperanza. Porque cuando uno se enamora, todo parece posible entre dos personas, pese a sus diferencias de temperamento o de cultura. Porque, sobre todo, la esperanza es lo último que se pierde.

– La echas de menos.

Barbara destacó el hecho que asomaba bajo la serenidad de Azhar.

– En cada momento del día. Pero a la larga pasará. Como todo.

Azhar apagó el cigarrillo en un cenicero. Barbara bebió el resto de whisky irlandés. Podría haberse tomado otro, pero consideró aquel deseo una advertencia. Coger una curda no aclararía nada, y la necesidad de coger una curda era una buena señal de que algo en su interior necesitaba aclararse. Pero más tarde, pensó. Mañana. La semana que viene. El mes que viene. Dentro de un año. Esta noche, estaba demasiado agotada para explorar su psique con el fin de comprender por qué sentía lo que sentía.

Se levantó. Se estiró. Se encogió de dolor.

– Sí. Bueno -dijo a modo de conclusión-. Supongo que, si esperamos lo bastante, los problemas se solucionan por sí solos, ¿no?

– O mueren sin que los comprendamos -dijo Azhar. Suavizó sus palabras con su irresistible sonrisa. Era irónica, pero muy cálida, una ofrenda de amistad.

Barbara se preguntó por un momento si deseaba aceptar la ofrenda. Se preguntó si, en realidad, deseaba enfrentarse a lo desconocido y correr el peligro de romperse el corazón, aquel maldito órgano del que no había que fiarse. Después, comprendió que, aunque fuera un arbitro insidioso del comportamiento, su corazón ya estaba comprometido, desde el momento en que había conocido a la hija de Azhar. Al fin y al cabo, ¿qué había de terrorífico en añadir una persona más a la tripulación del barco en el que surcaba la vida?

Salieron juntos del salón y empezaron a subir la escalera en la oscuridad. No volvieron a hablar hasta que llegaron a la habitación de Barbara. Fue Azhar quien rompió el silencio.

– ¿Desayunarás con nosotros por la mañana, Barbara? Hadiyyah tiene muchas ganas. -Como ella no respondió al instante, mientras pensaba complacida en lo que significaría otro desayuno compartido con los asiáticos para la peculiar filosofía hospitalaria de Basil Treves, agregó-: Para mí también sería un placer.

Barbara sonrió.

– Con mucho gusto -dijo.

Y lo dijo en serio, pese a las complicaciones que aportaban a su presente, pese a la incertidumbre que aportaban a su futuro.

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