Capítulo 16

La posibilidad de que existiera un testigo del asesinato de Querashi fortaleció y dio un nuevo enfoque a la investigación. La inspectora Barlow empezó a llamar a los móviles de sus hombres.

– Desde ahora, todas las personas que tuvieron alguna relación con Querashi son testigos en potencia de su asesinato. Quiero saber la coartada de todo el mundo, y quiero que se pueda corroborar. Investigad a todas las personas que estuvieron en el Nez aquella noche.

Por su parte, Barbara llamó a la oficina de huellas dactilares de Londres, y utilizó su escasa influencia para que el S04 examinara las huellas encontradas en el Nissan. Sabía que la identificación no estaba garantizada. Sólo se produciría si alguien previamente detenido y fichado en alguna parte del país había dejado sus huellas en el coche. En tal caso, darían un paso adelante al conseguir una identidad, algo concreto, no meras especulaciones.

Barbara hizo la llamada. Como a muchos servicios de apoyo, al personal de huellas dactilares no le gustaba nada que oliera a interferencia de otra rama de la familia legal, de modo que utilizó la agitación racial en la ciudad para ayudar a su causa.

– Estamos sentados sobre un barril de pólvora -terminó-, y necesitamos su ayuda para apagarlo.

El S04 comprendía. Todo el mundo quería que colgaran una identidad a sus huellas antes de que el sol se pusiera el primer día de una investigación. Pero la sargento también debía comprender que un equipo de trabajo tan especializado como el S04 sólo podía ocuparse de un número limitado de encargos por día.

– No podemos permitirnos un error -salmodió el jefe del departamento-, sobre todo cuando la inocencia o la culpabilidad pueden depender de una conclusión a la que haya llegado este departamento.

Claro, claro, claro, pensó Barbara. Le dijo que hiciera cuanto estuviera en su mano y volvió con Emily.

– Tengo menos influencias de las que pensaba -dijo con sinceridad Barbara-. Harán lo que puedan. ¿Qué pasa?

Emily estaba hojeando el contenido de una carpeta.

– La foto de Querashi -dijo, y la sacó. Barbara comprobó que era la misma fotografía publicada en la portada del Tendring Standard. Querashi parecía solemne e inofensivo al mismo tiempo-. Si Trevor Ruddock dice la verdad sobre Querashi y sus inclinaciones, existe la posibilidad de que alguien le viera en el mercado de Clacton. Y si alguien más le vio, es posible que alguien haya visto a nuestro testigo en potencia con él. Quiero a ese testigo, Barb. Si Ruddock está diciendo la verdad.

– Sí -dijo Barbara-. Tenía motivos suficientes para matar a Querashi, y aún no he comprobado su coartada. Quiero echar un vistazo a la tarjeta de fichar de la semana pasada. Y también quiero hablar con Rachel. Da la impresión de que muchos caminos conducen a ella. Es curioso, si quieres saber mi opinión.

Emily dio su aprobación al plan. Ella se encargaría del aspecto homosexual del caso. Además de la plaza del mercado y Fahd Kumhar, otros caminos parecían converger en Clacton. No quería pasarlos por alto.

– Si existe, ese testigo es la clave -dijo.

Se separaron en la franja de asfalto que constituía el aparcamiento de la vieja comisaría. A un lado, un cobertizo de metal acanalado acogía al agente de la policía científica. Estaba sentado en un taburete, en mangas de camisa y con un pañuelo azul atado alrededor de la cabeza para contener el sudor. Al parecer, estaba cotejando el contenido de unas bolsas de pruebas con un libro de registro. La temperatura estaba alcanzando cotas suficientes para freír beicon en el suelo. Pobre tipo, pensó Barbara. Le ha tocado lo peor.

Barbara descubrió que, durante el rato que había pasado en la comisaría, el Mini había absorbido tanto calor, incluso con todas las ventanillas bajadas, que costaba respirar en su interior. El volante quemaba, y el asiento del coche siseó al entrar en contacto con la fina tela de sus pantalones. Consultó su reloj y se asombró al ver que aún no era mediodía. No le cabía la menor duda de que a las dos se sentiría como un asado de domingo requemado.

La joyería Racon estaba abierta cuando llegó. Al otro lado de la puerta principal, Connie Winfield y su hija estaban inmersas en su trabajo. Al parecer, se dedicaban a preparar para el escaparate un nuevo envío de collares y pendientes, porque estaban sacando piezas de bisutería de una caja de cartón y utilizaban alfileres para montarlas sobre un biombo antiguo hecho de terciopelo crema.

Barbara las observó un momento sin delatar su presencia. Tomó nota de dos detalles. Entre las dos poseían la intuición artística necesaria para dotar de atractivo y seducción a los expositores de joyas. Y trabajaban en lo que se le antojó un silencio poco amistoso. La madre dirigía miradas ominosas a la hija. La hija contraatacaba con expresiones altivas, que daban cuenta de su indiferencia hacia el desagrado de la madre.

Las dos mujeres se sobresaltaron cuando Barbara dijo buenos días. Sólo Connie habló.

– Dudo que venga a comprar algo.

Dejó lo que estaba haciendo y se acercó al mostrador, donde un cigarrillo se estaba consumiendo en un cenicero. Tiró la ceniza y se llevó el cigarrillo a la boca. Miró a Barbara con ojos hostiles.

– Me gustaría hablar con Rachel -dijo Barbara.

– Adelante, y buena suerte. A mí también me gustaría hablar con esa desgraciada, pero no le he arrancado ni una sola palabra. Pruébelo. Ardo en deseos de oír lo que ha de decir.

Barbara no tenía la intención de permitir que la madre estuviera presente en el interrogatorio.

– ¿Puedes salir a la calle, Rachel? -preguntó-. ¿Damos un paseo?

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó Connie-. No he dicho que estuviera libre para largarse. Tenemos trabajo. Dígale lo que sea aquí, mientras desempaquetamos.

Rachel colgó el collar que sostenía sobre uno de los seis florones del biombo. Por lo visto, Connie se dio cuenta de lo que implicaba su reacción.

– Rachel Lynn -dijo-, ni te atrevas a pensar…

– Podemos pasear hasta el parque -dijo Rachel a Barbara-. No está lejos, y un descanso me irá bien.

– ¡Rachel Lynn!

Rachel no le hizo caso. Salió a la acera. Barbara oyó que Connie ladraba el nombre de su hija una vez más, para luego gritarlo en tono suplicante, cuando se encaminaron hacia Balford Road.

El parque en cuestión era un cuadrado de césped, agostado por el sol, situado un poco más allá de St. John's Church. Una verja de hierro forjado, recién pintada de negro, lo rodeaba, pero la puerta estaba abierta. Un letrero daba la bienvenida a todo el mundo, y denominaba al lugar PARQUE FALAK DEDAR. Un nombre musulmán, observó Barbara. Se preguntó si era indicativo de la integración de la comunidad asiática en Balford-le-Nez.

Un sendero de gravilla que bordeaba el césped las condujo hasta un banco, al que un laburno cargado de cascadas de flores amarillas proporcionaba sombra. Una fuente manaba en el centro del parque, la talla en mármol níveo de una muchacha con velo, que vertía el agua de una jarra en un estanque que formaba una concha a sus pies. Después de arreglar su falda transparente, Rachel dedicó su atención a la fuente, pero no a Barbara.

Barbara contó a la muchacha el motivo de su presencia: saber dónde se encontraba el viernes pasado por la noche.

– Hace cuatro noches -recordó a Rachel, por si la joven fingía haber perdido la memoria. Implicaba que cuatro noches no era un período de tiempo lo bastante dilatado para nublar los recuerdos.

Rachel captó la indirecta.

– Quiere saber dónde estaba cuando Haytham Querashi murió.

Barbara admitió que aquél era su propósito.

– Tu nombre ha surgido más de una vez en relación a este caso, Rachel -añadió-. No quería decirlo delante de tu madre…

– Gracias -dijo Rachel.

– … pero da mala espina que el nombre de una salga a relucir durante la investigación de un asesinato. ¿Fumas?

Rachel negó con la cabeza y volvió a mirar la fuente.

– Salí con un chico llamado Trevor Ruddock. Trabaja en el parque de atracciones, pero supongo que ya lo sabe. Anoche me dijo que usted había hablado con él.

Pasó la mano sobre el dibujo de su falda, una cabeza de pavo real camuflada con habilidad entre los remolinos de color de la tela.

Barbara alteró su posición para sacar la libreta del bolso. Pasó las páginas hasta encontrar las notas de su entrevista con Trevor Ruddock. Mientras lo hacía, vio que Rachel observaba el movimiento por el rabillo del ojo. La mano de la muchacha dejó de acariciar la falda, como si de pronto hubiera comprendido que cualquier movimiento era susceptible de traicionarla.

Barbara repasó las notas para refrescar su memoria y se volvió hacia la chica.

– Trevor Ruddock afirma que estuviste con él. Los detalles son un poco vagos. Y son los detalles lo que me interesa. Quizá puedas ayudarme a llenar los huecos.

– No veo cómo.

– Muy sencillo. -Barbara alzó el lápiz con expresión expectante-. ¿Qué hicisteis?

– ¿Qué hicimos?

– El viernes por la noche. ¿Adonde fuisteis? ¿A cenar? ¿A tomar un café? ¿Al cine? ¿A un bar de copas?

Rachel pellizcó con dos dedos la cabeza del pavo real.

– Me está tomando el pelo, ¿verdad? -Su tono era amargo-. Imagino que Trev le dijo adonde fuimos.

– Tal vez -admitió Barbara-, pero me gustaría saber tu versión, si no te importa.

– ¿Y si me importa?

– Allá tú, pero no es una buena idea cuando hay por medio un asesinato. En ese caso, lo mejor es decir la verdad. Porque si mientes, la bofia siempre quiere saber el motivo. Y no para de dar el coñazo hasta que lo consigue.

Los dedos de la chica pellizcaron la falda con más violencia. Si el pavo real camuflado hubiera sido auténtico, pensó Barbara, estaría exhalando su último suspiro.

– Rachel -la urgió Barbara-. ¿Tienes algún problema? Porque siempre puedo dejar que vuelvas a la tienda, si necesitas pensar antes de hablar. Puedes preguntar a tu madre qué deberías hacer. Ayer, tu madre parecía muy preocupada por ti, y estoy segura de que si supiera que la policía anda preguntando dónde estabas la noche del crimen, te daría todos los consejos habidos y por haber. ¿No me dijo tu madre anoche que tú…?

– De acuerdo. -Al parecer, Rachel no necesitaba que Barbara arrojara más luz sobre el tema de su madre-. Lo que él dijo es verdad. ¿De acuerdo? ¿Es eso lo que quería oír?

– Lo que quiero oír son los hechos, Rachel. ¿Dónde estuvisteis Trevor y tú el viernes por la noche?

– Donde él dijo que estuvimos. En una cabaña de la playa. Donde vamos casi todos los viernes por la noche. Porque no hay nadie por allí después de anochecer, y nadie ve a quién ha elegido Trevor Ruddock para que se la chupe. Ya está. ¿Es lo que quería saber?

La muchacha volvió la cabeza. Había enrojecido hasta la raíz del pelo. La luz del día, cruel y despiadada subrayaba cada una de sus deformidades faciales con brutal precisión. Al verla sin estorbos, ni oculta por las sombras ni de perfil, Barbara no pudo evitar pensar en un documental que había visto en la BBC, una exploración de lo que constituye la belleza para el ojo humano. La simetría era la conclusión de la película. El Homo sapiens está genéticamente programado para admirar la simetría. Si tal era el caso, pensó Barbara, Rachel Winfield no tenía la menor oportunidad.

Barbara suspiró. Tuvo ganas de decir a la muchacha que no tenía por qué vivir de aquella manera. Pero la única alternativa que podía ofrecer era la vida que ella llevaba, y era una vida solitaria.

– De hecho -dijo-, lo que Trevor y tú hicisteis no me interesa, Rachel. Tú has de decidir a quién se lo quieres hacer y por qué. Si al final de una velada con él estás contenta, mejor para ti. Si no, a otra cosa.

– Estoy contenta -dijo Rachel desafiante-. Estoy muy contenta.

– De acuerdo -dijo Barbara-. Entonces, de tan contenta que estabas, ¿a qué hora volviste a casa? Trevor me dijo que fue a las once y media. ¿Qué dices tú?

Rachel la miró. Barbara reparó en el hecho de que se estaba mordiendo el labio inferior.

– ¿Qué va a ser? -preguntó Barbara-. O estuviste con él hasta las once y media, o no.

No añadió el resto, porque sabía que la chica lo entendía. Si Trevor Ruddock había hablado con ella, habría dejado claro que si corroboraba su historia hasta el último detalle, las sospechas recaerían sobre él.

Rachel desvió la vista hacia la fuente. La muchacha que vertía agua era esbelta y graciosa, de facciones perfectas y ojos afligidos. Sus manos eran pequeñas, y sus pies (que apenas asomaban bajo la indumentaria que cubría su cuerpo) estaban bien formados, de una extrema delicadeza, como el resto de su figura. Mientras miraba la estatua, dio la impresión de que Rachel Winfield tomaba una decisión.

– A las diez -dijo, con los ojos clavados en la fuente-. Llegué a casa alrededor de las diez.

– ¿Estás segura? ¿Miraste el reloj? ¿No pudiste equivocarte de hora?

Rachel emitió una breve y cansada carcajada.

– ¿Sabe cuánto se tarda en chuparle la polla a un tío? ¿Cuándo es lo único que desea y lo único que vas a sacar en limpio, de él o de quien sea? Yo se lo diré: muy poco.

Barbara percibió el dolor que asomaba en las patéticas preguntas de la jovencita. Cerró su libreta y pensó en una respuesta adecuada. Una parte de ella le dijo que no era su trabajo repartir consejos, curar heridas psíquicas o verter aceite con generosidad en las aguas turbias del alma. Su otra parte se sentía solidaria con la muchacha. Para Barbara, una de las lecciones más difíciles y amargas de la vida había consistido en llegar a comprender lentamente lo que constituye el amor: darlo y recibirlo a su vez. Aún no había aprendido la lección por completo. Y dada su profesión, a veces se preguntaba si alguna vez lo conseguiría.

– No te pongas un precio tan bajo -dijo por fin. Tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó con la bamba. Tenía la garganta seca, por culpa del calor, del humo y de la tensión de los músculos que luchaban por reprimir lo que no quería sentir y, aún menos, quería recordar sobre su propio precio de saldo y cuándo lo había ofrecido-. Alguien va a pagar ese precio, seguro, porque es un chollo. Pero el precio que tú pagas es muchísimo más alto.

Se levantó sin conceder a la chica la oportunidad de contestar. Dio las gracias a Rachel por su colaboración y se encaminó hacia la salida del pequeño parque. Mientras seguía el sendero hasta la puerta, vio a un joven asiático que pegaba un cartel amarillo en una de las barandillas de hierro forjado. Llevaba un puñado de papeles iguales. Vio que salía a la calle y pegaba otro a un poste de telégrafos.

Leyó el cartel, picada por la curiosidad. Era difícil no fijarse en las grandes letras negras sobre fondo amarillo, y había un nombre masculino en la parte superior: FAHD KUMHAR. Debajo había un mensaje, tanto en inglés como en urdu: EL DIC DE BALFORD QUIERE INTERROGARTE. NO HABLES CON ELLOS SIN REPRESENTACIÓN LEGAL. JUM'A TE LA PROPORCIONARÁ. TELEFONEA, POR FAVOR. A las cuatro frases seguía un número de teléfono local, que se repetía en tiras verticales, que colgaban como flecos de la parte inferior para que los transeúntes pudieran arrancarlas.

Al menos, ahora sabían cuál era la nueva jugada de Muhannad Malik, pensó Barbara. Experimentó una mezcla de satisfacción y alivio al comprender lo que el cartel amarillo le comunicaba sin darse cuenta. Pese a tener buenos motivos para ello, Azhar no había revelado a su primo el desliz verbal de Barbara de la noche anterior. De haberlo hecho, la única ciudad en que se habrían repartido los carteles sería Clacton, y estarían concentrados en las inmediaciones de la plaza del mercado.

Ahora, le debía una. Y mientras caminaba hacia High Street, Barbara no pudo por menos que preguntarse cuándo y cómo le reclamaría la deuda Taymullah Azhar.


Cliff Hegarty no podía concentrarse. En realidad, no era necesaria ninguna concentración para confeccionar el rompecabezas de la pareja de hombres destinado a ser la última oferta de Distracciones para adultos Hegarty. La maquinaria estaba programada para funcionar sola. Lo único que debía hacer era colocar el futuro rompecabezas en la posición correcta, elegir uno del medio centenar de diseños, girar un cuadrante, darle a un interruptor y esperar los resultados. Cosas que formaban parte de su rutina diaria, cuando no estaba tomando pedidos por teléfono, preparando el siguiente catálogo para la imprenta, o envolviendo en un inocente paquete un ejemplar para algún salido de las Hébridas, aficionado a ciertas diversiones de las que prefería mantener ignorante al cartero.

Pero hoy era diferente, y por más de un motivo.

Había visto a los polis. Incluso había hablado con ellos. Dos detectives de paisano, armados con una grabadora, tablillas con sujetapapeles y libretas, habían entrado en la fábrica de mostazas nada más abrir. Otros dos habían llegado al cabo de veinte minutos, también de paisano. Esos dos empezaron a hacer visitas a otras empresas de la zona industrial. Cliff había comprendido que sólo era una cuestión de tiempo, y no mucho, que llamaran a su puerta.

Habría podido marcharse, pero eso no sólo habría aplazado lo inevitable, sino que habría alentado a los polis a presentarse en Jaywick Sands, con el fin de localizarle en casa. No quería eso. Santa mierda, no podía permitirlo, y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para impedirlo.

Por tanto, cuando vinieron en su dirección, tras haber hablado con los fabricantes de velas y los empleados de la colchonería, Cliff se quitó las joyas y bajó las mangas de la camiseta para ocultar el tatuaje de su bíceps, como medidas previas a la entrevista. El odio de los polis por los maricas era legendario. Tal como Cliff lo veía, era absurdo divulgar sus preferencias si existía alguna posibilidad de disimularlas.

Habían exhibido sus identificaciones, presentándose como los agentes detectives Grey y Waters. Grey se encargó de hablar, mientras Waters tomaba notas. Los dos se fijaron en un expositor que contenía consoladores de dos cabezas, máscaras de cuero y anillos de marfil y acero inoxidable para comprimir el pene.

Hay que vivir, tíos, tuvo ganas de decir, pero se mordió la lengua.

Se alegró de que el aire acondicionado funcionara. De lo contrario, habría sudado como un cerdo. Y si bien habrían podido achacarlo en gran parte a que trabajaba dentro de un edificio de acero acanalado, una pequeña parte habría podido interpretarse como nervios. Cuanto menos revelara síntomas de angustia delante de la pasma, mejor.

Sacaron una fotografía y le preguntaron si conocía al tío. Les dijo que sí, que era el tipo muerto en el Nez, Haytham Querashi. Trabajaba en la fábrica de mostazas.

¿Conocía bien a Querashi?, preguntaron a continuación.

Sabía quién era Querashi, si se referían a eso. Le conocía lo bastante para saludarle y decir buenos días o qué calor hace hoy, ¿eh, tío?

Cliff procuró mostrarse lo más distendido posible. Salió de detrás del mostrador para contestar a las preguntas y se quedó con los brazos cruzados debajo del pecho, con la mayor parte del peso trasladado a una pierna. Esta postura ponía de relieve los músculos de sus brazos, pues pensaba que era una buena idea. Un cuerpo musculoso equivalía a masculinidad a los ojos de casi todos los normales. La masculinidad también equivalía a heterosexualidad, sobre todo a los ojos de los ignorantes. Como sabía por propia experiencia, no había tíos más ignorantes que los polis.

¿Conocía a Querashi fuera de la zona industrial?, fue la siguiente pregunta.

Cliff preguntó a qué se referían. Dijo que sí, que conocía a Querashi fuera de la zona industrial. Si le conocía allí, le conocería en otra parte. Después de trabajar no perdía la memoria, ¿eh?

El comentario no les hizo gracia. Le pidieron que explicara hasta qué punto conocía a Querashi.

Les dijo que conocía a Querashi fuera del trabajo igual que le conocía dentro. Si le veía en Balford o en otro sitio, le saludaba, comentaba qué calor hace, decía hola o adiós. Eso era todo.

¿Dónde había visto a Querashi, además de en el trabajo?, le preguntaron.

Cliff comprobó de nuevo que los polis le daban vuelta a todo según les convenía. Odió a los bastardos en aquel mismo instante. Si no pensaba hasta la última sílaba de sus frases, decidirían que era íntimo de Querashi antes de que hubieran terminado.

Conservó la calma y les dijo que no había visto al tipo fuera de la zona industrial. Sólo les estaba diciendo que si le hubiera visto, le habría reconocido y saludado, como saludaba a todos sus conocidos. Él era así.

Cordial, comentó el poli llamado Grey. Para subrayar la frase, paseó la vista por el expositor de artículos.

Cliff no le desafió con un ¿qué significa eso? Sabía que a los polis les gustaba tocar las pelotas, porque te hacía bajar la guardia. Había practicado ese deporte con la pasma más de una vez. Le había bastado una noche a la sombra para comprender la importancia de no perder los papeles.

Cambiaron de tema y le preguntaron si conocía a un tal Fahd Kumhar.

Contestó que no. Admitió que podía conocerle de vista, porque conocía de vista a la mayoría de asiáticos que trabajaban en la fábrica de mostazas. Pero no sabía cómo se llamaban. Sus nombres se me antojan un montón de letras juntadas para producir ruidos, y nunca me acuerdo de ellos, explicó. ¿Por qué no dan a esos tipos nombres normales, como William, Charles o Steve?

Los polis no festejaron su buen humor. En cambio, volvieron a Querashi. ¿Alguna vez había visto a Querashi con alguien, o hablando con alguien en los terrenos de la zona industrial?

Cliff no se acordaba, les dijo. Dijo que tal vez, pero no se acordaba. Todo el día entraba y salía gente de la zona, llegaban camiones, se descargaban mercancías y se embarcaban otras.

Cabía la posibilidad de que Querashi hubiera hablado con un hombre, le dijo Waters, y tras mover la cabeza en dirección al expositor, preguntó a Cliff si Querashi y él habían hecho negocios.

Querashi era marica, añadió Grey. ¿Lo sabía Cliff?

La pregunta fue demasiado directa, como un cuchillo que está a punto de cortar la piel. Cliff cerró su mente al recuerdo de la conversación con Gerry en la cocina, la mañana anterior. Cerró sus oídos internos a las palabras intercambiadas: acusaciones por una parte, y negativas y reproches por otra.

¿Qué ha sido de la fidelidad?

¿Qué ha sido de la fidelidad? Lo único que sé de la fidelidad es lo que dices sobre ella. Hay mucha diferencia entre lo que un tío siente y lo que dice.

¿Fue en la plaza del mercado? ¿Allí ocurrió? ¿Te citaste con él allí?

Vale, de acuerdo. Como quieras.

Y el estruendo de la puerta puso punto final a su amago de conversación.

Pero no podía revelar eso a los polis. No permitiría que aquellos tíos se acercaran a Gerry.

No, les dijo con firmeza. Nunca había hecho negocios con Haytham Querashi, e ignoraba que fuera marica. Pensaba que Querashi iba a casarse con la hija de Akram Malik. ¿Estaban seguros los polis de que iban bien encaminados?

Nunca hay nada seguro en una investigación, hasta que un sospechoso está en el trullo, le informó Grey.

Y Waters añadió que si recordaba algo que considerara útil para la policía…

Cliff les aseguró que pensaría a fondo. Les telefonearía si algo acudía a su cabeza.

Hágalo, dijo Grey. Echó un último vistazo a la tienda. Cuando Waters y él salieron, dijo, pervertido de mierda, en voz lo bastante alta para que Cliff le oyera.

Cliff les vio alejarse. Cuando desaparecieron en el interior de la ebanistería que había al otro lado de la carretera sembrada de baches, se movió por fin. Pasó detrás del mostrador y se derrumbó sobre la silla de madera colocada delante de su escritorio.

Su corazón se había acelerado, pero no se había dado cuenta mientras hablaba con los polis. En cuanto se marcharon, sintió que latía con tal fuerza y velocidad como si fuera a salírsele del pecho y aterrizar sobre el suelo de linóleo azul. Tenía que calmarse, se dijo. Tenía que pensar en Gerry. No debía apartar su mente de Gerry.

Su amante no había dormido en casa la noche anterior. Cliff se había despertado por la mañana y descubierto que su lado de la cama estaba sin tocar, y comprendió al instante que Gerry no había vuelto de Balford. Notó un retortijón en las tripas. Pese al calor que ya apretaba, sus manos y pies se enfriaron como peces muertos cuando pensó en lo que podía significar la ausencia de Gerry.

Al principio, había intentado convencerse de que su compañero había decidido quedarse a trabajar y empalmar con el día siguiente. Al fin y al cabo, estaba intentando terminar el restaurante antes de la siguiente fiesta de la banca. Al mismo tiempo, cuando terminaba su horario laboral, iba a trabajar en la restauración de una casa de Balford. Por lo tanto, Gerry tenía buenos motivos para no estar en casa. Era posible que hubiera ido directamente desde el primer trabajo al segundo, cosa que hacía a menudo, y a veces trabajaba hasta las tres de la mañana si estaba a punto de concluir una fase del segundo proyecto. Pero hasta el momento, nunca había empalmado. Y siempre había telefoneado para avisar de que llegaría tarde.

Esta vez, no había telefoneado. No había ido a casa. Cliff, sentado en el borde de la cama aquella mañana, había buscado pistas en su última conversación con Gerry, detalles que le revelaran su paradero, así como el estado de su corazón y su mente. Debió admitir que, más que una conversación, había sido una disputa, una de aquellas reyertas verbales en que comportamientos pretéritos se convierten de repente en hitos para medir dudas presentes.

Todos los elementos de sus pasados compartidos e individuales habían sido desenterrados, aireados y expuestos, con el fin de proceder a un largo e íntimo examen. La plaza del mercado de Clacton. Los lavabos de caballeros. Cuero y Encaje en el castillo. El interminable trabajo de Gerry en aquella casa pija de Balford. Los paseos enfurecidos de Cliff, sus desplazamientos y sus pintas de Foster en Never Say Die. Había salido a colación quién utilizaba la moto, y también quién sacó la barca, cuándo y por qué. Y cuando las acusaciones se agotaron, siguieron discutiendo a voz en grito sobre qué familia aceptaba que uno de sus hijos era maricón, y qué padre intentaría matar a su hijo si se enterara de la verdad.

Gerry solía rehuir las peleas, pero esta vez no. Cliff se había preguntado por el significado de que su amante, tan dócil y serio por lo general, hubiera alterado sus costumbres y aceptado el reto.

Por tanto, el día había empezado mal, y sólo había hecho que empeorar. Al despertar, había descubierto que Gerry le había dado el salto, y cuando había mirado por la ventana de la tienda, había visto a los polis dar el coñazo a todo el mundo.

Cliff intentó concentrar su mente en el trabajo. Había que atender pedidos, cortar rompecabezas, examinar fotos para calibrar si se convertían en futuros rompecabezas, y decidir si se encargaba una partida de condones de fantasía a Amsterdam. Tenía que ver dieciséis vídeos, como mínimo, y escribir las críticas para Crossdresser's Quarterly. Pero descubrió que sólo podía pensar en las preguntas de los polis, y en si había sido lo bastante convincente para que no se presentaran en Jaywick Sands, con el fin de solicitar la colaboración de Gerry.

La apariencia de Theo Shaw no sugería que hubiera dormido el sueño de los justos, pensó Barbara. Shaw llevaba equipaje debajo de los ojos, casi inyectados en sangre, que le daban un aspecto de conejo albino. Cuando Dominique, la del pendiente de botón en la lengua, anunció la llegada de Barbara a las oficinas del parque de atracciones, lo primero que dijo Theo fue:

– De ninguna manera. Dile…

Pero se había tragado el resto de la frase, cuando vio a Barbara detrás de la chica.

– Quiere ver las tarjetas de fichar, señor Shaw, las de la semana pasada. ¿Las voy a buscar o qué? No quería hacer nada hasta hablar antes con usted.

– Yo me ocuparé de esto -dijo Theo Shaw, y no hizo más comentarios hasta que Dominique volvió a la recepción sobre sus zapatos de plataforma naranja. Después, miró a Barbara, que había entrado en su despacho sin invitación, y se había instalado en una de las dos sillas de roten colocadas ante su escritorio-. ¿Las tarjetas de fichar?

– En singular -repuso Barbara-. La de Trevor Ruddock de la semana pasada, en concreto. ¿La tiene?

En efecto. La tarjeta estaba en el departamento de contabilidad, donde se confeccionaba la nómina. Si a la sargento no le importaba esperar un minuto…

A Barbara no le importaba. Aprovecharía la oportunidad para fisgar en el despacho de Theo Shaw. Sin embargo, el hombre pareció adivinar sus intenciones, porque en lugar de ir a buscar en persona la tarjeta, descolgó el teléfono, marcó tres números y pidió que se la trajeran.

– Espero que Trevor no se haya metido en líos -dijo.

Y una mierda, pensó Barbara.

– Sólo es para confirmar algunos detalles -dijo. Indicó la ventana-. El parque parece más concurrido hoy. Los negocios deben ir bien.

– Sí.

– Eso es bueno para la causa.

– ¿Qué causa?

– La reurbanización. ¿Participan los asiáticos en la reurbanización?

– Qué pregunta más extraña. ¿Por qué la hace?

– Estuve en el parque Falak Dedar. Parece nuevo. Hay una fuente en el centro: una chica con atuendo árabe vertiendo agua. El nombre parece asiático. Me estaba preguntando si los asiáticos participan en sus planes de reurbanización. ¿O tienen sus propios planes?

– Todo el que quiera puede participar -dijo Theo-. La ciudad necesita inversores. No pensamos rechazar a nadie que quiera participar en el proyecto.

– ¿Y si alguien quiere trabajar por su cuenta, en un proyecto propio, con ideas diferentes a las de ustedes? ¿Qué pasaría?

– Lo más sensato es aceptar un plan global -contestó Theo-. De lo contrario, acabaríamos con un batiburrillo arquitectónico, como en la orilla sur del Támesis. He vivido aquí casi toda mi vida, y la verdad, me gustaría evitar que pasara eso.

Barbara asintió. Era un razonamiento lógico, pero también sugería otra parcela en que la comunidad asiática podía entrar en conflicto con los habitantes de Balford-le-Nez. Dejó la silla y se acercó a los planos de la reurbanización, en los que había reparado el día anterior. Quería ver cómo afectaban los planes a determinadas zonas, en especial los terrenos industriales donde Akram Malik había invertido tanto dinero en su fábrica de mostazas. Sin embargo, un plano de la ciudad, colgado en la pared junto a los planos y un dibujo del futuro Balford, atrajo su atención.

El plano indicaba en qué zonas de la ciudad se iba a invertir más dinero. Pero no fue eso lo que interesó a Barbara, sino que tomó nota del emplazamiento de la dársena de Balford. Estaba al oeste del Nez, en la base de la península. Cuando la marea lo permitiera, alguien que saliera de la dársena y remontara el canal de Balford hasta la bahía de Pennyhole tendría fácil acceso al lado este del Nez, donde Haytham Querashi había encontrado la muerte.

– Usted tiene un barco, ¿verdad, señor Shaw? Amarrado en la dársena.

Shaw compuso una expresión cautelosa.

– Es de la familia, no mío.

– Un yate, ¿verdad? ¿Navega de noche?

– Sí. -Comprendió la intención de Barbara-. Pero no el viernes por la noche.

Eso ya lo veremos, pensó Barbara.

Un caballero a la vieja usanza, que daba la impresión de haber trabajado en el parque de atracciones desde el día que lo construyeron, apareció con la tarjeta de fichar. Entró con andares temblorosos en el despacho, vestido con un traje de hilo, camisa almidonada y corbata, pese al calor, y entregó la carta con un respetuoso:

– Señor Shaw. Un día espléndido, ¿verdad? Como un regalo del Todopoderoso.

Theo le dio las gracias, preguntó por su perro, su mujer y sus nietos, en este orden, y le despidió. Pasó a Barbara la tarjeta.

Vio lo que ya esperaba. Trevor Ruddock había dicho la verdad a medias durante su entrevista con él: la tarjeta indicaba que había aparecido en el trabajo a las once y treinta y seis. Si Rachel decía la verdad, no había estado con ella después de las diez de la noche, y quedaba una hora y media por justificar. Ahora, tenía motivo y oportunidades. Barbara se preguntó si los medios estaban esparcidos sobre su mesa de trabajo, donde construía la araña.

Dijo a Theo Shaw que necesitaba la tarjeta. El hombre no protestó.

– Trevor es un buen chico, sargento. Parece un patán, pero nada más. Puede que cometiera un pequeño robo, pero nunca llegaría al asesinato.

– La gente es sorprendente -replicó Barbara-. Justo cuando piensas que la conoces, hace algo que te obliga a replantearte ese supuesto conocimiento.

Sus palabras hicieron efecto: la nota exacta, el acorde equivocado, un nervio crispado. Lo vio en los ojos de Theo. Esperó a que hiciera algún comentario capaz de traicionarle, pero el hombre se limitó a recitar las frases pertinentes sobre lo contento que estaba de haber podido colaborar en la investigación. Después, la acompañó hasta la puerta.

De nuevo en el parque de atracciones, Barbara deslizó la tarjeta en su bolso. Consiguió esquivar por segunda vez a Rosalie, la Quiromántica Rumana, y se abrió paso entre grupos de niños que esperaban a sus padres para subir a los autos de choque. Al igual que el día anterior, el ruido de la sección cubierta del parque retumbaba en las paredes y el techo. Campanas, silbatos, un órgano de vapor y los gritos componían tal estruendo, que Barbara tuvo la sensación de ser una bola dentro de un billar romano gigantesco. Se alejó de la cacofonía, en dirección a la parte descubierta del parque.

A su izquierda, la noria giraba. A su derecha, los pregoneros invitaban a los transeúntes a arrojar monedas, derribar botellas de leche y disparar escopetas de aire comprimido. Al otro lado, un coche de las montañas rusas se estaba desplomando mientras los pasajeros chillaban. Un tren a vapor en miniatura traqueteaba hasta el final del parque.

Barbara siguió al tren. El restaurante inacabado se cernía sobre el mar, y los trabajadores subidos al tejado le recordaron que deseaba aclarar un punto con el jefe del proyecto, Gerry DeVitt.

Al igual que el día anterior, DeVitt estaba soldando, pero esta vez levantó la vista cuando Barbara pasó por encima de un montón de tubos de cobre y esquivó una pila de vigas de madera. Apagó la llama del soplete y alzó su máscara protectora.

– ¿Qué necesita esta vez? -No habló con rudeza ni impaciencia, pero asomaba cierta irritación en sus palabras. No le agradaba su presencia. Ni tampoco sus preguntas, pensó Barbara-. Dése prisa, ¿quiere? Aún nos queda un montón de trabajo y no tenemos mucho tiempo para las visitas.

– ¿Puedo hablar con usted, señor DeVitt?

– Yo diría que ya lo está haciendo.

– Sí, pero fuera. Lejos del ruido.

Alzó la voz para hacerse oír. Esta vez, los hombres no habían dejado de trabajar.

DeVitt realizó un misterioso ajuste en los depósitos conectados a su equipo. Después, la guió hasta la parte delantera del restaurante, que daba al final del muelle. Rodeó una serie de ventanas prefabricadas apoyadas contra el portal y salió. Al llegar a la barandilla del muelle, hundió la mano en el bolsillo de sus téjanos cortados hasta el muslo y sacó un paquete de chicles. Introdujo uno en su boca y se volvió hacia Barbara.

– ¿Y bien?

– ¿Por qué no me dijo ayer que conocía a Haytham Querashi? -preguntó Barbara.

El hombre entornó los ojos para protegerse de la luz. No fingió entenderla mal.

– Si mi memoria no me engaña, no me lo preguntó -contestó-. Usted quería saber si habíamos visto a una tía árabe en el muelle. No la habíamos visto. Fin de la historia.

– Sin embargo, dijo que ustedes no se mezclaban con los asiáticos. Dijo algo así como que los asiáticos tenían sus costumbres y los ingleses otras. «Mézclelas y habrá problemas» fue su conclusión.

– Aún es mi conclusión.

– Pero usted conocía a Querashi, ¿verdad? Le dejó mensajes telefónicos en el hotel Burnt House. Eso sugiere que usted se había mezclado con él.

DeVitt cambió de postura para apoyarse contra la barandilla sobre los codos. Estaba de cara a ella, pero miraba hacia la ciudad. Tal vez absorto en sus meditaciones, tal vez con la esperanza de evitar sus ojos.

– No me mezclé con él. Estaba haciéndole unos trabajillos en una casa de la Primera Avenida. Es donde iba a vivir después de casarse.

– De modo que le conocía.

– Hablé con él una docena de veces, quizá más. Pero eso fue todo. Si eso significa que le conocía, pues le conocía.

– ¿Dónde le conoció?

– En la casa.

– ¿En la casa de la Primera Avenida? ¿Está seguro?

El hombre la traspasó con la mirada.

– Sí, estoy seguro.

– ¿Cómo se puso en contacto con usted?

– No se puso en contacto conmigo. Lo hizo Akram Malik. Me pidió si podía encargarme de la renovación. Le eché un vistazo y pensé que podía hacerlo. El dinero siempre va bien. Conocí a Querashi allí, en la casa, después de haber empezado las obras.

– Pero usted trabaja todo el día aquí, ¿no? ¿Cuándo trabaja en la Primera Avenida? ¿Los fines de semana?

– Y también por las noches.

– ¿Por las noches?

Barbara alzó la voz instintivamente.

El hombre le dirigió una mirada más cautelosa que la anterior.

– Eso he dicho.

Barbara examinó a Gerry DeVitt. Había pasado mucho tiempo desde que había llegado a la conclusión de que una de las peores equivocaciones que puede cometer un investigador es extraer deducciones basadas en la apariencia. DeVitt, debido a su corpulencia y a su profesión, parecía el típico hombre que remataba su jornada laboral con una pinta de cerveza y un polvo con la mujer o la novia. Sí, llevaba un pendiente, el mismo aro de oro del día anterior, pero Barbara sabía que los pendientes, así como los aros que perforaban otras partes del cuerpo, podían significar cualquier cosa en la década actual.

– Creemos que el señor Querashi era homosexual -dijo-. Creemos que quizá iba a encontrarse con su amante en el Nez la noche que murió. Debía casarse al cabo de pocos días, así que quizá fuera al Nez para terminar esa relación de una vez por todas. Si hubiera intentado llevar una doble vida después de casarse con Sahlah Malik, alguien lo habría descubierto a la larga, y tenía mucho que perder.

DeVitt se llevó una mano a la boca. El movimiento fue estudiado, lento y seguro, como para demostrar que aquella nueva información no alteraba sus nervios. Escupió el chicle en la mano y lo tiró al mar.

– No sé nada sobre los gustos de ese tipo -dijo DeVitt-. Hombres, mujeres o animales. No hablamos de eso.

– Salía del hotel varias noches por semana a la misma hora. Estamos bastante seguros de que iba a encontrarse con alguien. Llevaba tres condones en el bolsillo cuando descubrieron el cadáver, con lo cual podemos deducir que la cita era para algo más que tomar un coñac después de cenar en uno de los pubs. Dígame una cosa, señor DeVitt. ¿El señor Querashi iba muy a menudo a la casa de la Primera Avenida para ver los progresos de las obras?

Esta vez captó la reacción: un marcado movimiento del músculo de la mandíbula. El hombre no contestó.

– ¿Trabajaba solo, o le ayudaba alguno de esos tíos?

Barbara indicó el restaurante con un movimiento de la barbilla. Alguien había encendido una radio portátil dentro de la obra. Sobre el ruido de la construcción, alguien empezó a cantar sobre vivir la vida y dar amor, a medida que la música aumentaba su crescendo.

– ¿Señor DeVitt? -le urgió Barbara.

– Solo -contestó.

– Ah.

– ¿Qué significa eso?

– ¿iba con frecuencia Querashi a echar un vistazo a las obras?

– Una o dos veces. Y también Akram. Y su mujer, la señora Malik.

El hombre la miró. Tenía la cara mojada, pero podía ser a causa del calor. El sol estaba ascendiendo en el cielo y se desplomaba sobre ambos, absorbía la humedad por sus poros. Su cara también estaría mojada, pensó Barbara, si no se hubiera aplicado polvos a toda la superficie, en la fase dos de su proyecto de embellecimiento facial.

– Se dejaban caer sin avisar -añadió el hombre-. Yo trabajaba, y si decidían venir a echar un vistazo, ningún problema. -Se secó la cara con la manga de la camiseta-. Si no desea nada más, me gustaría seguir con lo mío.

Barbara asintió, pero cuando el hombre ya se encaminaba hacia el restaurante, volvió a hablar.

– Jaywick Sands, señor DeVitt. Vive ahí, ¿verdad? Llamó a Querashi desde su casa.

– Vivo ahí, sí.

– Hace años que no voy, pero recuerdo que no está lejos de Clacton. Unos minutos en coche, de hecho. Es así, ¿verdad?

DeVitt entornó los ojos, pero quizá era a causa del sol.

– ¿De qué va exactamente, sargento?

Barbara sonrió.

– Sólo intento refrescar mi geografía. En un caso como éste hay miles de detalles. Nunca se sabe cuál es el que va a guiarte hacia el asesino.

Загрузка...