Capítulo 4

– ¿Quiere que la ayude a acostarse, señora Shaw? Son más de las diez, y el doctor me encargó que velara por su descanso.

La voz de Mary Ellis se aflautaba cuando utilizaba aquel tono recatado que le daban ganas a Agatha Shaw de arrancarle los ojos. No obstante, logró reprimirse, y se volvió poco a poco. Había estado examinando los tres caballetes que Theo le había preparado en la biblioteca. Sobre ellos descansaban representaciones de Balford-le-Nez en el pasado, el presente y el futuro. Los había estudiado durante la última media hora, como medio de controlar la rabia que sentía desde que su nieto le había informado de que su pleno municipal, planificado con tanto cuidado y convocado especialmente, se había ido al garete. Hasta el momento había sido una noche de rabia estupenda, y su ira había ido en aumento durante la cena, a medida que Theo describía paso a paso la reunión y su interrupción.

– Mary -dijo-, ¿tengo aspecto de qué necesite ser tratada como una chica de anuncio por senilidad terminal?

Mary reflexionó sobre la pregunta con una concentración que arrugó su cara cubierta de lunares.

– ¿Perdón? -dijo, y se secó las manos en los costados de su falda. La falda era de algodón, de un color azul pálido y anémico. Sus palmas dejaron manchas de humedad sobre la tela.

– Soy consciente de la hora -aclaró Agatha-. Y cuando esté dispuesta a retirarme, te llamaré.

– Pero es que son casi las diez y media, señora Shaw…

La voz de Mary enmudeció, y sus dientes mordieron el labio inferior, como transmitiendo el resto del comentario.

Agatha lo sabía. Detestaba que la manipularan. Se dio cuenta de que la muchacha quería marcharse, sin duda con la intención de permitir que algún gamberro con la cara también llena de granos accediera a sus dudosos encantos, pero el hecho de que no dijera lo que pensaba le dio ganas de atormentarla un poco más. Era culpa de la chica. Tenía diecinueve años, edad suficiente para expresarse sin ambages. A su edad, Agatha ya llevaba un año enrolada en el servicio femenino de la marina y había perdido al único hombre que amó en su vida en un bombardeo sobre Berlín. En aquellos tiempos, si una mujer era incapaz de decir lo que pensaba, existían muchas posibilidades de que no pudiera volver a intentarlo. Porque existían muchísimas posibilidades de que no hubiera una próxima vez.

– ¿Sí? -la alentó Agatha con tono plácido-. Y como son casi las diez y media, Mary…

– Pensé… si querría… Es que sólo he de quedarme hasta las nueve. Lo acordamos, usted y yo, ¿verdad?

Agatha esperó más. Mary se retorció, como si un ciempiés le estuviera subiendo por el muslo.

– Es que… Como se está haciendo tarde…

Agatha enarcó una ceja.

Mary cayó derrotada.

– Llámeme cuando esté preparada, señora.

Agatha sonrió.

– Gracias, Mary. Lo haré.

Volvió a su contemplación de los caballetes, mientras Mary Ellis desaparecía en las entrañas de la casa. En el primero, Balford-le-Nez en el pasado estaba representado por siete fotografías tomadas a lo largo del período de cincuenta años que marcó su apogeo como centro de vacaciones popular, entre 1880 y 1930. En el centro de las fotos había una ampliación del primer amor de Agatha, el parque de atracciones, y como pétalos de aquel carpelo surgían otras fotos de otros lugares que habían atraído a los visitantes en el pasado. Casetas de baño portátiles alineadas a lo largo de Princes Beach; mujeres provistas de parasoles que paseaban por una concurrida High Street; curiosos agrupados ante el extremo exterior de una red que un barco langostero estaba depositando sobre la playa. Aquí estaba el famoso hotel Pier End, y allí la distinguida terraza eduardiana que dominaba el Paseo Marítimo de Balford.

Malditos aceitunos, pensó Agatha. De no ser por ellos y sus arrogantes exigencias de que todo Balford les lama el trasero porque uno de su raza ha recibido su merecido… De no ser por ellos, Balford-le-Nez estaría un paso más cerca de convertirse en la playa de moda que había sido en otro tiempo, y que volvería a ser. ¿De qué protestaban los paquis? ¿De qué se habían lamentado ante el pleno municipal, destruyendo sus planes?

– Para ellos, es una cuestión de libertades civiles -había dicho Theo durante la cena, como si el maldito idiota les estuviera dando la razón.

– Tal vez tendrías la bondad de explicarme eso -había pedido Agatha a su nieto.

Lo dijo con voz glacial. Notó al instante la expresión de incomodidad que apareció en la cara de Theo. Era demasiado sentimental para el gusto de Agatha. Su creencia en el juego limpio, la igualdad de los hombres y el derecho de cualquiera a la justicia no eran atributos que hubiera heredado de ella, desde luego. Sabía lo que había querido decir con la frase «una cuestión de libertades civiles», pero quería obligarle a explicarla. Lo quería porque tenía ganas de pelearse. Ansiaba un buen combate cuerpo a cuerpo, y si no podía lograrlo en su estado actual, atrapada en el interior de un cuerpo que amenazaba con fallarle en cualquier momento, se conformaría con una disputa verbal. Una buena discusión era mejor que nada.

Theo no aceptó su desafío, y tras reflexionar, Agatha tuvo que admitir que su negativa quizá podía interpretarse como un signo positivo. Necesitaba endurecerse si iba a encargarse del timón de Empresas Shaw después de su muerte. Tal vez su piel se estaba endureciendo ya.

– Los asiáticos no confían en la policía -dijo Theo-. Creen que no reciben el mismo trato que los blancos. Quieren que la ciudad no piense en otra cosa que en la investigación, para presionar al DIC.

– Me parece que si desean ser tratados con equidad, lo cual debe significar que desean ser tratados como sus conciudadanos ingleses, deberían pensar en actuar por una vez como sus conciudadanos ingleses.

– Los blancos han convocado montones de manifestaciones durante muchos años -dijo Theo-. Los disturbios contra los impuestos, las protestas contra los deportes sangrientos, el movimiento contra…

– No estoy hablando de manifestaciones -interrumpió Agatha-. Estoy hablando de ser tratados como ingleses cuando decidan comportarse como ingleses. Y vestirse como ingleses. Y venerar lo inglés. Y educar a sus hijos como ingleses. Si un individuo decide emigrar a otro país, no debería esperar que el país se pliegue a sus caprichos, Theodore. Te aseguro que les habría dicho esto, si hubiera estado en el pleno municipal en tu lugar.

Su nieto dobló la servilleta con gran precisión y la dejó perpendicular al borde de la mesa, como Agatha le había enseñado.

– No me cabe duda, abuela -dijo con ironía-. Y luego te hubieras lanzado de cabeza en pleno tumulto y golpeado algunas cabezas con tu bastón.

Empujó la silla hacia atrás y se acercó a la suya. Apoyó una mano sobre su hombro y la besó en la frente.

Agatha le apartó, irritada.

– Déjate de tonterías. Además, Mary Ellis aún ha de traer el queso.

– No quiero esta noche. -Theo se encaminó hacia la puerta-. Iré a buscar los bocetos al coche.

Cosa que había hecho, y ahora estaba de pie ante él. El Balford-le-Nez del presente estaba plasmado en toda su decrepitud en el caballete central: los edificios abandonados de la fachada marítima, con ventanas tapiadas y arquitrabes de madera cuya pintura se descascarillaba como piel quemada por el sol; la moribunda High Street, donde cada año cerraba sus puertas por última vez una tienda; la mugrienta piscina cubierta, cuyo hedor a moho y madera podrida no podía ser captado por la lente de una cámara. Y al igual que en el boceto del Balford del pasado, entre las fotos del Balford presente había una del parque de atracciones, que Agatha había adquirido, que Agatha había renovado, que Agatha Shaw había restaurado y rejuvenecido, como un dios que insuflara vida en su Adán personal, para convertir el puerto recreativo en una promesa muda a la ciudad costera donde Agatha había pasado su vida.

El Balford del futuro debía dar un significado a esa vida y a su inminente final: hoteles reamueblados, negocios atraídos hacia la costa por la garantía de alquileres de terrenos bajos y caseros comprometidos con la reurbanización y la restauración, edificios ennoblecidos, parques replantados (y parques grandes, no pedazos de hierba del tamaño de un sobre, que algunas personas dedicaban a madres asiáticas de nombres impronunciables) y atracciones añadidas a la fachada marítima. Había planes para un centro recreativo, para una piscina cubierta remozada, para pistas de tenis y squash, para un nuevo campo de criquet. Era el Balford-le-Nez posible, y por este objetivo luchaba Agatha Shaw, en busca de una pizca de inmortalidad.

Había perdido a sus padres durante los bombardeos alemanes. Había perdido a su marido a los treinta y ocho años. Había perdido a tres de sus hijos por carreras que les habían alejado a distintas partes del globo, y a un cuarto en un accidente de coche a manos de una esposa escandinava de carácter débil. Muy pronto había aprendido que la mujer prudente albergaba expectativas humildes y se guarda sus sueños para ella, pero en los años finales de su vida se había descubierto tan cansada de la sumisión a la voluntad del Todopoderoso como ansiosa por rebelarse contra esa voluntad. Había abrazado su última causa como un guerrero, y estaba decidida a librar la batalla hasta el final.

Nada iba a detener el proyecto, y mucho menos la muerte de un extranjero al que no conocía, pero necesitaba que Theo fuera su mano derecha. Necesitaba que Theo fuera perspicaz y fuerte. Le quería insondable e invencible, y lo último que necesitaban sus planes para Balford era el apoyo tácito de su nieto al descarrilamiento de dichos planes.

Aferró su bastón de tres puntas con tal fuerza que su brazo tembló. Se concentró tal como le había enseñado su terapeuta. Era de una crueldad indecible tener que decir con anterioridad a cada pierna lo que debía hacer. Ella, que había montado a caballo, jugado al tenis, al golf, pescado y navegado, no tenía otro remedio que decir: «Primero la izquierda, después la derecha. Ahora la izquierda, luego la derecha», sólo para llegar a la puerta de la biblioteca. Apretaba los dientes cada vez que pronunciaba las palabras. De haber tenido paciencia para cuidar perros, de haber poseído un fiel y afectuoso perrito galés, y de haber podido llevar a cabo el esfuerzo requerido, habría pateado al animal de pura frustración.

Encontró a Theo en la sala de estar que antes se utilizaba por las mañanas. Hacía tiempo que la había convertido en su guarida, y para ello la equipó con un televisor, una cadena estéreo, libros, muebles viejos y cómodos y un ordenador personal, mediante el cual se comunicaba con los desarraigados sociales del mundo que compartían su pasión particular: la paleontología. Agatha lo consideraba una excusa de adulto para revolcarse en el barro. Pero para Theo era una vocación a la que se entregaba con la dedicación que la mayoría de los hombres reservaban para perseguir órganos genitales femeninos. De día o de noche, tanto le daba a Theo. Cuando tenía una hora libre, partía en dirección al Nez, donde los acantilados erosionados habían vomitado dudosos tesoros desde que el mar roía la tierra.

Aquella noche no estaba sentado ante el ordenador. Tampoco estaba utilizando su lupa para estudiar un fragmento de piedra deforme («Es un diente de rinoceronte, abuela», decía con paciencia) rapiñado en los acantilados. Estaba hablando por teléfono en voz baja y apresurada, vertiendo frases a toda prisa en el oído de alguien que, al parecer, no quería escucharle.

Captó las palabras «Por favor. Por favor. Escúchame», antes de que él se volviera hacia la puerta y, al verla, colgara el receptor como si no hubiera nadie al otro extremo de la línea.

Agatha le estudió. La noche era casi tan sofocante como había sido el día, y dado que la sala estaba situada en el lado oeste de la casa, había padecido el calor del sol durante mucho más rato. Por lo tanto, existía al menos una explicación para el hecho de que Theo tuviera la cara congestionada y su piel blanca presentara un aspecto húmedo y grasiento. Pero la otra explicación, supuso, estaba sentada en algún sitio con un teléfono silencioso en su palma húmeda, preguntándose sin duda por qué el «Escúchame» había concluido la conversación, en lugar de alargarla.

Las ventanas estaban abiertas, pero la sala era inhabitable. Hasta las paredes parecían tener ganas de sudar a través de su papel William Morris antiguo. La confusión de revistas, periódicos, libros y, sobre todo, la confusión de piedras («No, abuela, sólo parecen piedras. En realidad, son dientes y huesos, y fíjate en esto, es un fragmento de colmillo de mamut», diría Theo) conseguía que la sala fuera aún más insoportable, como si elevaran su temperatura otros diez grados. Y, pese al esmero con que su nieto las limpiaba, impregnaban el aire de un fecundo olor a tierra muy inquietante.

Theo se alejó del teléfono en dirección a la gran mesa de roble. Estaba cubierta por una fina capa de polvo, porque no permitía que Mary Ellis aplicara un paño a su superficie y desordenara los fósiles que había agrupado en bandejas de madera individuales. Había una vieja butaca con respaldo en forma de globo delante de la mesa. La giró hacia ella.

Comprendió que le estaba facilitando un asiento, bien a su alcance, para que no tuviera que andar demasiado. Le entraron ganas de pellizcarle los lóbulos de las orejas hasta que aullara de dolor. No estaba dispuesta a ir a la tumba, pese a que ya estuviera cavada, y podía pasar perfectamente sin gestos cariñosos reveladores de que los demás anticipaban su fallecimiento inminente. Decidió permanecer de pie.

– ¿Y el resultado final? -preguntó, como si su conversación no se hubiera interrumpido.

Theo enarcó las cejas. Utilizó su dedo índice engarfiado para secar el sudor de su frente. Desvió la vista hacia el teléfono, y luego la miró.

– No me interesa en absoluto tu vida amorosa, Theodore. No tardarás en averiguar que es un oxímoron. Rezo cada noche para que desarrolles la presencia de ánimo suficiente para no dejarte arrastrar por la nariz o por el pene. Por lo demás, lo que hagas en tus ratos libres es una cuestión entre tú y quienquiera que comparta el goce momentáneo de experimentar la fusión de vuestros fluidos corporales. Aunque con este calor, el que alguien pueda pensar en el coito…

– Abuela…

El rostro de Theo estaba colorado.

Dios mío, pensó Agatha. Tiene veintiséis años y la madurez sexual de un adolescente. Imaginó con un estremecimiento cómo sería recibir sus febriles achuchones. Al menos, su abuelo (pese a todos sus defectos, uno de los cuales fue caer fulminado a la edad de cuarenta y dos años) sabía cómo tomar a una mujer y rematar la faena. Un cuarto de hora era todo cuanto necesitaba Lewis, y en noches muy afortunadas para ella, ejecutaba el acto en menos de diez minutos. Agatha consideraba el coito un requisito medicinal del matrimonio: para conservar la salud, era necesario que todos los jugos corporales fluyeran.

– ¿Qué nos prometieron, Theo? -preguntó-. Insististe en que se convocara otro pleno especial, por supuesto.

– De hecho, yo…

Siguió de pie, al igual que ella, pero cogió uno de sus preciosos fósiles y le dio vueltas en la mano.

– Tuviste la presencia de ánimo de exigir otra reunión, ¿verdad, Theo? No permitiste que estos aceitunos se os subieran a las barbas sin hacer nada, ¿verdad?

Su expresión de incomodidad fue la respuesta.

– Dios mío -dijo la mujer. Era igual que la descerebrada de su madre.

Bien a su pesar, Agatha necesitaba sentarse. Se acomodó en la butaca de respaldo en forma de globo y se sentó como le habían enseñado de niña, con la espalda bien tiesa.

– ¿Qué demonios te pasa, Theodore Michael? -preguntó-. Y siéntate, por favor. No quiero salir con tortícolis de esta conversación.

Theo dio vuelta a una vieja butaca para estar de cara a ella. Estaba tapizada en un tono color vino desteñido, y sobre su asiento exhibía una mancha en forma de rana, sobre cuyo origen Agatha no quiso especular.

– No era el momento -dijo su nieto.

– No era… ¿qué?

Le había oído muy bien, pero mucho tiempo atrás había descubierto que la clave para doblegar a los demás a su voluntad consistía en obligarlos a examinar la suya, con tal diligencia que acababan rechazando su idea primitiva en favor de la de ella.

– No era el momento, abuela.

Theo se sentó. Se inclinó hacia ella, con los brazos desnudos apoyados en sus piernas, cubiertas de hilo color cervato. Conseguía que las arrugas parecieran haute couture. Agatha pensaba que tal sentido de la moda era impropio de un hombre.

– El consejo estaba muy ocupado intentando controlar a Muhannad Malik. Cosa que no consiguió, por cierto.

– La reunión no la había convocado él.

– Y como el problema se refería a la muerte de un hombre y a la preocupación de los asiáticos por la forma en que la policía llevaba el caso…

– Su preocupación. Su preocupación -se mofó Agatha.

– No era el momento, abuela. No podía hacer exigencias en mitad del caos. Sobre todo exigencias sobre reurbanización.

Agatha golpeó la alfombra con el bastón.

– ¿Por qué no?

– Porque me pareció que llegar al fondo del asesinato del Nez era un tema más importante que buscar fondos para la renovación del hotel Pier End. -Alzó la mano-. No, espera un momento, abuela. No me interrumpas. Sé que este proyecto es importante para ti. Para mí también lo es. Y es importante para la comunidad. Sin embargo, has de comprender que es absurdo invertir dinero en Balford si no va a quedar comunidad.

– No estarás insinuando que los asiáticos poseen la fuerza suficiente, o incluso la temeridad, para destruir la ciudad. Sería como degollarse con su propio cuchillo.

– Estoy insinuando que, a menos que la comunidad sea un lugar donde los futuros visitantes no deban temer que alguien les acose debido al color de su piel, el dinero que invirtamos en nuestra reurbanización es dinero tirado.

La estaba sorprendiendo. Por un momento, Agatha adivinó la sombra de su abuelo en él. Lewis habría pensado exactamente lo mismo.

– Hummm… -rezongó.

– Sabes que tengo razón. -No era una pregunta, observó Agatha, sino una afirmación, muy al estilo de Lewis-. Dejaré pasar unos días, hasta que la tensión se apacigüe, y convocaré otra reunión. Así es mejor. Ya lo verás. -Echó un vistazo al reloj en forma de carricoche que descansaba sobre la repisa de la chimenea y se levantó-. Y ya es hora de que te vayas a la cama. Voy a buscar a Mary Ellis.

– Llamaré a Mary Ellis cuando esté preparada, Theodore. Deja de tratarme como…

– Basta de discusiones.

Se encaminó a la puerta.

Agatha habló antes de que pudiera abrirla.

– ¿Vas a salir?

– He dicho que voy a buscar…

– Pregunto si vas a salir de casa, no de la habitación. ¿Vas a volver a salir esta noche, Theo? -Su expresión la informó de que había ido demasiado lejos. Incluso Theo, por maleable que fuera, tenía sus límites. Indagar demasiado en su vida privada era uno de ellos-. Te lo pregunto porque albergo mis dudas sobre la prudencia de tus correrías nocturnas. Si la situación en la ciudad es como tú insinúas, tensa, yo diría que nadie debería salir de casa, y menos después de anochecer. No volverás a coger el barco, ¿verdad? Ya sabes lo que opino sobre navegar de noche.

Theo la miró desde el umbral. Una vez más, el aspecto de Lewis: las facciones que se resolvían en una máscara apacible, bajo la cual no se leía absolutamente nada. ¿Cuándo había aprendido a disimular así?, se preguntó. ¿Por qué lo había aprendido?

– Voy a buscar a Mary Ellis -dijo. Y se fue sin contestar a sus preguntas.


Permitieron que Sahlah estuviera presente en la discusión porque, a fin de cuentas, el muerto era su prometido. De lo contrario no habría sido invitada, y ella lo sabía. No era costumbre de los hombres musulmanes que conocía conceder mérito a lo que una mujer podía decir, y aunque su padre era un hombre bondadoso, cuya ternura se manifestaba a menudo sólo con una leve presión de sus nudillos contra la mejilla de Sahlah cuando pasaba a su lado, en lo tocante a convenciones era musulmán hasta la médula. Rezaba con devoción cinco veces al día. Había iniciado su tercera lectura del Corán. Tomaba medidas para que una parte de los beneficios de su negocio fuera a parar a los pobres. Y ya había seguido dos veces los pasos de millones de musulmanes que habían recorrido el perímetro de La Meca.

Esta noche, si bien Sahlah había recibido permiso para escuchar la discusión de los hombres, su madre se limitaba a llevar comida y bebida desde la cocina a la sala delantera, en tanto la cuñada de Sahlah había desaparecido. Lo había hecho por dos motivos, naturalmente. Uno era un tributo a la haya: Muhannad insistía en la interpretación tradicional del recato femenino, por lo cual no permitía que ningún hombre, salvo su padre, mirara a su esposa. El otro era su naturaleza: si se hubiera quedado abajo, su suegra le habría ordenado que la ayudara a cocinar, y Yumn era la foca más perezosa de la Tierra. En consecuencia, había recibido a Muhannad a su manera habitual, cubriéndole de halagos como si su mayor deseo fuera limpiarle las botas con el fondillo de sus pantalones, y luego había desaparecido en el piso de arriba. Su excusa era que debía vigilar a Anas, por si tenía otra de sus horribles pesadillas. La verdad era que se estaba entreteniendo con unas cuantas revistas de modas occidentales, que Muhannad nunca le permitiría llevar.

Sahlah estaba sentada bien alejada de los hombres, y en deferencia a su sexo no comía ni bebía. Tampoco tenía hambre, si bien se moría de ganas de tomar el lassi que su madre servía a los demás. Con el calor, la bebida de yogur serviría para refrescarla.

Como era su costumbre, Akram Malik dio las gracias a su mujer cuando dejó platos y vasos delante de su invitado y su hijo. Ella tocó su hombro un instante, dijo «Salud, Akram» y salió de la sala. Sahlah se preguntaba a menudo cómo era posible que su madre se sometiera a su padre en todas las cosas, como si careciera de voluntad propia. Cuando lo preguntaba, Wardah se limitaba a explicar: «Yo no me someto, Sahlah. No es necesario. Tu padre es mi vida, como yo soy la suya.»

Existía un vínculo entre sus padres que Sahlah siempre había admirado, aunque nunca lo había entendido por completo. Parecía surgir de una mutua tristeza inexpresable de la que ninguno hablaba, y se manifestaba en la sensibilidad con que se trataban y hablaban. Akram Malik nunca alzaba la voz, pero tampoco lo necesitaba. Su palabra era la ley para su esposa, y se suponía que también lo era para sus hijos.

Pero Muhannad, cuando era adolescente, había llamado a Akram «viejo pedorro» a sus espaldas. Y en la peraleda que había detrás de la casa, arrojaba piedras contra las paredes y pateaba los troncos de los árboles para liberar la furia que sentía siempre que su padre frustraba sus deseos. No obstante, procuraba que Akram nunca fuera testigo de su rabia. Para éste, Muhannad era silencioso y obediente. El hermano de Sahlah había pasado la adolescencia esperando el momento oportuno, obedeciendo los dictados de su padre, consciente de que, mientras concediera prioridad absoluta a los intereses familiares, el negocio y la fortuna de la familia serían suyos al final. Entonces, su palabra sería la ley. Sahlah sabía que Muhannad aguardaba con ansia ese día.

Pero en aquel momento se enfrentaba a la indignación muda de su padre. Además del alboroto que había causado en la ciudad aquel día, había traído a Taymullah Azhar no sólo a Balford, sino a su propia casa, lo cual constituía el acto de desafío más grave contra su familia. Pues aunque era el hijo mayor del hermano de Akram, Sahlah sabía que Taymullah Azhar había sido expulsado de su familia, y ser expulsado significaba que estaba muerto para todo el mundo. Incluida la familia de su tío.

Akram no estaba en casa cuando Muhannad había llegado con Taymullah Azhar, y desechó el imperioso «No lo hagas, hijo mío» de Wardah, musitado con una mano cariñosa apoyada en su brazo.

– Le necesitamos -dijo Muhannad-. Necesitamos a alguien de su experiencia. Si no empezamos a propagar el mensaje de que no permitiremos que el asesinato de Haytham sea barrido bajo la alfombra, la ciudad continuará su vida como si nada hubiera pasado.

Wardah había parecido preocupada, pero no dijo nada más. Después del primer momento, cuando le reconoció sobresaltada, no volvió a mirar a Taymullah Azhar. Se limitó a asentir (la deferencia hacia su marido traducida de manera automática en deferencia hacia su único hijo) y se retiró a la cocina con Sahlah, a la espera del momento en que Akram volviera a casa para solucionar la sustitución de Haytham en la fábrica de mostaza.

– Ammi -había preguntado en voz baja Sahlah, mientras su madre empezaba a preparar la comida-, ¿quién es ese hombre?

– No es nadie -replicó con firmeza Wardah-. No existe.

No obstante, estaba claro que Taymullah Azhar existía, y Sahlah se enteró de su nombre (y supo al instante quién era, debido a los últimos diez años de cuchicheos entre los primos más jóvenes) cuando su padre entró en la cocina al regresar a casa y Wardah salió a su encuentro, para hablarle del visitante que había llegado con su hijo. Intercambiaron unas palabras susurradas. Los ojos de Akram traicionaron su única reacción cuando supo la identidad del visitante. Se entornaron al instante detrás de sus gafas.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Por Haytham -contestó su mujer.

Miró a Sahlah con compasión en sus ojos, como convencida de que su hija había llegado a querer al hombre con que le habían ordenado casarse. ¿Por qué no?, comprendió Sahlah. En idénticas circunstancias, Wardah había aprendido a querer a Akram Malik.

– Muhannad dice que el hijo de tu hermano tiene experiencia en estos asuntos, Akram.

Akram resopló.

– Todo depende de cuáles sean «estos asuntos». No habrías debido permitir que entrara en casa.

– Vino con Muhannad. ¿Qué podía hacer?

Todavía estaba con Muhannad, sentado en un extremo del sofá, mientras el hermano de Sahlah ocupaba el otro. Akram estaba en un sillón, con la espalda apoyada contra uno de los almohadones bordados de Wardah. El enorme televisor estaba emitiendo otra película asiática de Yumn. Había apagado el sonido en lugar de cortar la película, antes de escurrirse hacia arriba. Ahora, por encima del hombro de su padre, Sahlah veía a dos jóvenes amantes desesperados que se encontraban en secreto como Romeo y Julieta, pero no en un balcón, sino que se fundían en un abrazo y caían a tierra para dedicarse a sus asuntos en un campo donde el maíz crecía hasta sus hombros y les ocultaba a la vista. Sahlah apartó los ojos y sintió que el corazón latía en su garganta como las alas de un ave atrapada.

– Sé que no te gusta todo lo que ha pasado esta tarde -estaba diciendo Muhannad-, pero logramos que la policía accediera a reunirse con nosotros cada día. Nos mantendrán informados de lo que vaya sucediendo. -Por el tono cortante de su hermano, Sahlah adivinó que le irritaban la desaprobación y el disgusto no verbalizados de su padre-. No habríamos llegado tan lejos si Azhar no hubiera estado presente, padre. Manipuló a la inspectora jefe hasta que ésta no tuvo otro remedio que acceder. Y lo hizo con tanta elegancia que la mujer no se dio cuenta hasta el último momento, cuando ya era tarde.

Dedicó a Azhar una mirada de admiración. Azhar cruzó las piernas, pellizcó la raya del pantalón entre sus dedos, pero no dijo nada. Tenía la vista clavada en su tío. Sahlah nunca había visto a nadie tan sereno en una situación tan violenta para él.

– ¿Y por eso provocaste un altercado?

– La cuestión no es quién lo provocó. La cuestión es que conseguimos un acuerdo.

– ¿Crees que no lo habríamos logrado por nuestros propios medios, Muhannad? Ese acuerdo, como tú lo llamas.

Akram alzó su vaso y bebió un poco de lassi. No había mirado ni una sola vez a Taymullah Azhar.

– Los policías nos conocen, padre. Hace años que nos conocen. La familiaridad provoca que la gente se relaje cuando llega el momento de cumplir su responsabilidad. El que grita más alto se hace oír antes, y tú lo sabes.

Muhannad, debido a su impaciencia y su aversión por el inglés, equivocó la última parte de la frase. Sahlah comprendía sus sentimientos, pues también había sido atormentada por sus compañeras de clase cuando era pequeña, pero sabía que su padre no. Nacido en Pakistán y emigrado a Inglaterra cuando tenía veinte años, sólo había experimentado el racismo en carne propia una vez. Incluso ese episodio de humillación pública en el metro de Londres no había cambiado su opinión sobre la gente que había decidido adoptar como compatriotas. Aquel día, en su opinión, Muhannad había deshonrado a su pueblo. Akram Malik no estaba dispuesto a olvidarlo pronto.

– El que grita más alto es a menudo el que menos tiene que decir -replicó.

La cara de Muhannad se tensó.

– Azhar sabe organizar. Tal como nosotros necesitamos organizamos ahora.

– ¿Qué pasa ahora, Muni? ¿Haytham está menos muerto ahora que ayer? ¿El futuro de tu hermana está menos destrozado? ¿Cómo cambia eso la presencia de un hombre?

– Porque -anunció Muhannad, y el tono de su voz informó a Sahlah de que su hermano había reservado lo mejor para el final- ahora han admitido que fue un asesinato.

Una expresión seria se pintó en el rostro de Akram. Por irracional que fuera, había consolado a la familia, y sobre todo a Sahlah, con la creencia de que la muerte de Haytham había sido un desafortunado accidente. Ahora que Muhannad había averiguado la verdad, Sahlah sabía que su padre debería pensar en términos diferentes. Tendría que preguntar por qué, lo cual tal vez le condujera en una dirección que no deseaba.

– Admitido, padre. A nosotros. Por lo ocurrido en el pleno municipal de hoy y en las calles de la ciudad después. Espera. No respondas todavía. -Muhannad se puso en pie y caminó hasta la chimenea. Sobre la repisa descansaban una serie de fotografías familiares enmarcadas-. Sé que hoy te he irritado. Admito que perdí el control de la situación, pero te pido que pienses en los resultados obtenidos. Y fue Azhar quien sugirió empezar por el pleno municipal. Azhar, padre. Cuando le telefoneé a Londres. ¿Puedes decirme si, cuando hablaste con el DIC, admitieron que era un asesinato? Porque a mí no. Y bien sabe Dios que a Sahlah no le dijeron nada.

Sahlah bajó la vista cuando los hombres la miraron. No era necesario que confirmara las palabras de su hermano. Akram estaba en la sala cuando sostuvo aquella breve conversación con el agente de policía que había venido a informarles de la muerte de Haytham.

– Lamento informar que se ha producido una muerte en el Nez. Parece que el fallecido es un tal señor Haytham Querashi. Sin embargo, necesitamos que alguien identifique el cadáver oficialmente, y tenemos entendido que usted iba a casarse con él.

– Sí -contestó Sahlah con gravedad, aunque por dentro estaba chillando, ¡no, no, no!

– Es posible -dijo Akram a su hijo-, pero has ido demasiado lejos. Cuando uno de los nuestros está muerto, no es tarea tuya ocuparte de su resurrección, Muhannad.

Sahlah sabía que no estaba hablando de Haytham. Estaba hablando de Taymullah Azhar. En teoría, Azhar estaba muerto para toda la familia, en cuanto sus padres así lo habían proclamado. Si alguien le veía en la calle, debía mirar a través de él o desviar la vista. Su nombre no debía ser mencionado. No se debía hablar de su existencia a nadie, aún de la forma más indirecta. Y si se pensaba en él, había que ocupar al instante la mente en otros pensamientos, no fuera que pensar en él condujera a hablar con él, y de ahí a reflexionar sobre la posibilidad de permitirle volver al seno de la familia. Sahlah era demasiado pequeña para ser informada del delito cometido por Azhar y que le había supuesto la expulsión de la familia, y en cuanto la expulsión se había ejecutado, le habían prohibido hablar de él a nadie.

Diez años de soledad, pensó mientras miraba a su primo. Diez años de vagar solo por el mundo. ¿Cómo los habría vivido? ¿Cómo había sobrevivido sin parientes?

– ¿Qué es más importante, pues?

Muhannad intentaba ser razonable. No quería incurrir aún más en la ira de su padre. No quería que le expulsaran, con una esposa, dos hijos y la necesidad de ganar dinero.

– ¿Qué es más importante, padre? ¿Seguir la pista del hombre que asesinó a uno de los nuestros, o asegurarse de que Azhar está expulsado de por vida? Sahlah es una víctima de este crimen tanto como Haytham. ¿No tenemos una obligación para con ella?

– Muhannad, no necesito lecciones sobre éste ni sobre ningún otro tema -dijo Akram en voz baja.

– No intento darte lecciones. Sólo te estoy diciendo que sin Azhar…

– Muhannad. -Akram cogió uno de los paratkas que su mujer había preparado. Sahlah percibió el olor del buey picado embutido en la pasta. Se le hizo la boca agua-. Esta persona de la que hablas está muerta para nosotros. No tendrías que haberle inmiscuido en nuestras vidas, y mucho menos en nuestra casa. No discuto contigo sobre el crimen que ha sido cometido contra Haytham, tu hermana y toda nuestra familia, si es que fue un crimen.

– La inspectora dijo que era un asesinato, y lo admitió debido a la presión que ejercimos sobre el DIC.

– Esta tarde no ejercisteis presión sobre el DIC.

– Las cosas son así. ¿No te das cuenta?

Hacía un calor sofocante en la habitación. La camiseta blanca de Muhannad se pegaba a su cuerpo musculoso. En contraste, Taymullah Azhar estaba sentado con una calma absoluta, como si se hubiera trasladado a otro mundo.

– Lamento haberte molestado, y quizá habría debido advertirte de que la reunión sería interrumpida…

– ¿Quizá? -preguntó Akram-. Además, lo que ocurrió en la reunión no fue una simple interrupción.

– De acuerdo. De acuerdo. Tal vez me equivoqué.

– ¿Tal vez?

Sahlah vio que los músculos de su hermano se tensaban, pero era demasiado mayor para arrojar piedras contra la pared, y no había troncos de árbol en la sala que pudiera patear. Tenía la cara perlada de sudor, y por primera vez comprendió Sahlah la importancia de que alguien como Taymullah Azhar actuara de intermediario de la familia en futuras discusiones con la policía. La tranquilidad bajo coacción no era el punto fuerte de Muhannad. La intimidación sí, pero era preciso algo más que intimidación.

– Piensa en lo que la manifestación consiguió, padre: una entrevista con la inspectora que dirige la investigación. Y una admisión de asesinato.

– Ya lo veo -reconoció Akram-. Ahora, por lo tanto, darás las gracias oficialmente a tu primo por sus consejos y le despedirás.

– ¡Y una mierda! -Muhannad barrió de un manotazo tres fotos enmarcadas de la repisa, que cayeron al suelo-. ¿Qué te pasa? ¿De qué tienes miedo? ¿Estás tan conchabado con estos jodidos occidentales que ni siquiera eres capaz de pensar en…?

– ¡Basta!

Akram había alterado una de sus normas: había alzado la voz.

– ¡No! Ya estoy harto. Tienes miedo de que uno de esos ingleses asesinara a Haytham. Y si fue así, tendrás que hacer algo al respecto… como cambiar tu opinión sobre ellos. Y no puedes hacerlo, porque hace veintisiete años que juegas a ser un maldito inglés.

Akram se levantó y cruzó la sala con tal rapidez, que Sahlah no se dio cuenta de lo que estaba pasando hasta que su padre abofeteó a Muhannad. Fue entonces cuando gritó.

– ¡Basta! -Oyó el miedo en su voz. Era miedo por los dos, por lo que eran capaces de hacerse, y por la posibilidad de que sus actos dividieran a la familia-. ¡Muni! ¡Abhy-jahn! ¡Basta!

Los dos hombres se quedaron frente a frente, Akram con un dedo amenazador erguido ante los ojos de Muhannad. Era la postura que siempre había adoptado durante la infancia de su hijo, pero con una diferencia. Ahora, alzaba el dedo hacia la cara de su hijo, porque Muhannad le pasaba más de cinco centímetros.

– Todos queremos lo mismo -dijo Sahlah-. Queremos saber qué le pasó a Haytham. Y por qué. Queremos saber por qué. -No estaba muy segura de sus afirmaciones, pero las espetó porque era más importante que su padre y su hermano hicieran las paces que decirles toda la verdad-. ¿Por qué estáis discutiendo? ¿No es mejor seguir el camino que nos conducirá antes a la verdad? ¿No es eso lo que queremos?

Los hombres no contestaron. Arriba, Anas empezó a llorar, y en respuesta, los pies de Yumn recorrieron el pasillo, calzados con sus caras sandalias.

– Es lo que yo quiero -dijo Sahlah en voz baja. No añadió el resto porque no era necesario: yo soy la parte perjudicada, porque iba a ser mi marido-. Muni. Abhy-jahn. Es lo que yo quiero -repitió.

Taymullah Azhar se levantó del sofá. Era más bajo que los otros dos hombres, y más delgado. No obstante, pareció igual que ellos en todos los sentidos cuando habló, pese a que Akram no le miraba.

– Chacha -dijo.

Akram dio un respingo. «Hermano de mi padre.» Afirmaba un lazo de sangre que él no quería reconocer.

– No deseo traer problemas a vuestra casa -dijo Azhar, y contuvo a Muhannad con un gesto cuando quiso interrumpir-. Permite que preste un servicio a la familia. No me verás, a menos que sea necesario. Me alojaré en otro sitio, para que no te veas obligado a quebrar el juramento que hiciste a mi padre. Puedo ayudar porque, cuando es necesario, trabajo con nuestra gente en Londres, siempre que tienen problemas con la policía o el gobierno. Tengo experiencia con los ingleses…

– Y sabemos bien a qué le llevó esa experiencia -dijo Akram con amargura.

Azhar ni se inmutó.

– Tengo experiencia con los ingleses, y podemos utilizarla en esta situación. Te pido que me dejes ayudar. Como no tengo una relación directa con ese hombre o su muerte, hay menos lazos emocionales implicados. Puedo pensar con más lucidez y ver con más claridad. Me ofrezco a ayudaros.

– Deshonró nuestro apellido -dijo Akram.

– Por eso ya no lo utilizo -replicó Azhar-. Es la única forma de expresar mi arrepentimiento.

– Podría haber cumplido su deber.

– Me esforcé al máximo.

En lugar de contestar, Akram estudió el semblante de Muhannad. Dio la impresión de que estaba formándose una opinión sobre su hijo. Se volvió con brusquedad y miró a Sahlah, sentada en el borde de su silla.

– Jamás deseé que te ocurriera esto, Sahlah. Comprendo tu pena. Sólo quiero acabar con ella.

– Entonces, permite a Azhar…

Akram silenció a Muhannad con un ademán.

– Es por tu hermana -dijo a su hijo-. No dejes que le vea. No me obligues a hablar con él. Y no vuelvas a deshonrar el apellido de esta familia.

Salió de la sala. Sus pasos resonaron con fuerza en cada peldaño.

– Viejo pedorro. -Muhannad escupió las palabras-. Ignorante, rencoroso, pedorro de mierda.

Taymullah Azhar meneó la cabeza.

– Quiere lo mejor para su familia. Es una idea que comprendo muy bien.


Después de que Emily cenara, ella y Barbara se trasladaron al jardín trasero de la casa. Una llamada telefónica del amante de Emily las había interrumpido.

– No puedo creer que hayas cancelado la cita de esta noche -dijo-, sobre todo después de lo que ocurrió la semana pasada. ¿Cuándo te has corrido tantas…?

Emily descolgó el teléfono e interrumpió el contestador automático.

– Hola. Estoy aquí, Gary -dijo. Dio la espalda a Barbara. La conversación había sido breve-. No… no tiene nada que ver con eso. Dijiste que ella tenía migraña y te creí… Estás imaginando cosas… No tiene nada que ver con… Gary, sabes que odio que me interrumpas… Sí, bueno, hay alguien conmigo en este momento, así que no voy a entrar en detalles… Oh, por el amor de Dios, no seas ridículo. Aunque fuera el caso, ¿qué más daría? Convinimos al principio que las cosas irían así… No es una cuestión de control. Esta noche trabajo… Y eso, querido, no es tu problema.

Colgó con suavidad.

– Hombres. Joder. Si no tuvieran lo que nos divierte no valdría la pena tomarse tantas molestias.

Barbara no intentó encontrar una respuesta ingeniosa. Su experiencia con los hombres era demasiado limitada para otra reacción que poner los ojos en blanco, con la esperanza de que Emily interpretara el mensaje como «¿A que es verdad?»

Su reacción pareció satisfacer a la inspectora. Había cogido un cuenco de fruta y una botella de coñac de la encimera, al tiempo que decía:

– Vamos a tomar el aire.

Guió a Barbara hasta el jardín.

El jardín no estaba en mejor estado que la casa, pero casi todas las malas hierbas habían sido arrancadas, y se había trazado un sendero de baldosas curvo hasta un castaño de Indias. Barbara y Emily se sentaron debajo del árbol en unas sillas de lona, con el cuenco de fruta entre ambas, dos copas de coñac que Emily había llenado y un ruiseñor que cantaba en alguna rama elevada sobre sus cabezas. Emily estaba comiendo su segunda ciruela. Barbara mordisqueaba un racimo de uvas.

Al menos, se estaba más fresco en el jardín que en la cocina, y hasta gozaba de una pequeña vista. Transitaban coches por la carretera de Balford, y al otro lado, las luces lejanas de las casas de los veraneantes parpadeaban entre los árboles. Barbara se preguntó por qué la inspectora no sacaba su cama, el saco de dormir, la linterna y la Breve historia del tiempo al jardín.

Emily interrumpió sus pensamientos.

– ¿Sales con alguien, Barb?

– ¿Yo?

La pregunta se le antojó ridícula. Emily no tenía problemas de vista, de modo que podía deducir la respuesta sin necesidad de la pregunta. Basta con mirarme, quiso decir Barbara, tengo el cuerpo de un chimpancé. ¿Con quién voy a salir? Pero su respuesta fue:

– ¿Quién tiene tiempo?

Confiaba en que la respuesta bastaría para obviar el tema.

Emily la miró. Una farola estaba encendida en Crescent, y como la casa de Emily era la última de la fila, un poco de luz llegaba al jardín trasero. Barbara notó que Emily la estaba estudiando.

– Eso me suena a excusa -dijo.

– ¿Para qué?

– Para mantener el statu quo. -Emily tiró el hueso de la ciruela por encima del muro-. Sigues sola, ¿verdad? Bien, no pretenderás estar sola eternamente.

– ¿Por qué no? Tú lo estás. Estar sola no te cohíbe.

– Es cierto, pero hay formas y formas de estar sola -dijo con ironía Emily-. Ya sabes a qué me refiero.

Barbara lo sabía muy bien. Aunque vivía sola, Emily Barlow nunca había estado sin un hombre más de un mes. Porque lo tenía todo: una cara bonita, un cuerpo atractivo, una mente singular. ¿Por qué las mujeres que coleccionaban hombres, por el simple hecho de existir, siempre pensaban que las demás mujeres poseían la misma virtud?

Se moría de ganas de fumar. Empezaba a tener la sensación de que habían pasado días desde el último cigarrillo. ¿Qué hacían los no fumadores para ganar tiempo, para desviar la atención que no les interesaba, para evitar discusiones, o tan sólo para calmar los nervios? Decían «Perdona, pero no quiero hablar de eso», una respuesta poco apropiada si Barbara quería trabajar con la inspectora en un caso de asesinato.

– No me crees, ¿verdad? -preguntó Emily, al ver que Barbara no contestaba.

– Digamos que la experiencia ha alentado mi escepticismo. Y en cualquier caso… -Confió en que la bocanada de aire que había expelido diera la impresión de despreocupación-. Estoy a gusto en mi situación actual.

Emily cogió un albaricoque. Lo hizo rodar en su palma.

– Estás a gusto.

Fue una especie de afirmación pensativa.

Barbara decidió considerar aquellas tres palabras como la conclusión de la conversación. Buscó una forma inteligente de pasar a otro tema. Algo como «hablando de crímenes» habría servido, sólo que no habían hablado del asesinato desde que habían salido de la cocina. Barbara no quería insistir, pues su papel semiprofesional en el caso era más tenue de lo que estaba acostumbrada, pero también quería abordar el tema candente de inmediato. Había venido a Balford-le-Nez para intervenir en una investigación policíaca, no para reflexionar sobre las facetas de la soledad.

Se decidió por el acercamiento directo, fingiendo que no se había producido ninguna interrupción en la conversación sobre la muerte acaecida en el Nez.

– Es el aspecto racial el que me preocupa -dijo, y por si Emily pensaba que estaba expresando su preocupación por la influencia del mestizaje en su vida social, añadió-: Si Haytham Querashi acababa de llegar a Inglaterra, como afirmó la tele, por cierto, eso sugiere que tal vez no conocía al asesino. Lo cual, a su vez, sugiere el tipo de violencia racial fortuita tan común en Estados Unidos, o en cualquier gran ciudad del mundo, tal como están los tiempos.

– Estás pensando como los asiáticos, Barb -dijo Emily, mientras mordía un trozo de albaricoque. Engulló la fruta con un sorbo de coñac-. Pero el Nez no es lugar adecuado para un acto fortuito de violencia. Por las noches está desierto. Ya viste las fotos. No hay luces, ni en lo alto del acantilado ni en la playa. Si alguien va allí solo, y supongamos por un momento que Querashi fue solo, va por dos motivos. Uno es para pasear solo…

– ¿Había anochecido cuando salió del hotel?

– Sí. No había luna, por cierto. De modo que descartemos el paseo, a menos que pensara ir dando tumbos como un ciego, y adoptemos la teoría de que fue solo para pensar.

– ¿Le acojonaba la idea de casarse? ¿Quería anular el matrimonio, y no sabía cómo?

– Una buena teoría. Y razonable. Pero hemos de pensar en otro detalle. Habían registrado su coche. Alguien lo hizo trizas. ¿Qué te sugiere eso?

Sólo parecía existir una posibilidad.

– Que fue deliberadamente para encontrarse con alguien. Se llevó algo que debía entregar. No lo hizo, tal como habían acordado, y pagó con su vida. Después, alguien registró su coche en busca de lo que debía entregar.

– Pero eso no sugiere un asesinato racial -dijo Emily-. Esos asesinatos son arbitrarios. Éste no.

– Eso no significa que un inglés no lo matara, Em. Por un motivo que no tuviera nada que ver con la raza.

– No me lo recuerdes. Tampoco significa que un asiático no lo matara.

Barbara asintió, pero abundó en su idea.

– Si acusas a un inglés del crimen, la comunidad asiática lo considerará un asesinato racial, porque parece racial. Si eso ocurre, todo estallará. ¿Cierto?

– Cierto. Pese a reconocer que es una complicación para el caso, me alegro de que el coche estuviera revuelto. Aunque el crimen fuera de naturaleza racial, puedo interpretarlo de otra forma hasta saberlo con certeza. Eso me proporcionará tiempo, calmará la situación y me concederá la oportunidad de diseñar una estrategia. De momento, al menos. Suponiendo que pueda mantener alejado del teléfono veinticuatro horas al maldito Ferguson.

– ¿Pudo matarle un miembro de la comunidad de Querashi?

Barbara cogió otro racimo de uvas del cuenco. Emily se reclinó en su silla con la copa de coñac sobre el estómago y la cabeza ladeada para examinar las hojas del castaño que se balanceaban sobre ellas. En algún lugar, escondido entre aquellas hojas, el ruiseñor continuaba cantando.

– No hay que descartarlo -dijo Emily-. Incluso lo considero probable. ¿A quién conocía bien, aparte de los asiáticos?

– Iba a casarse con la hija de Malik, ¿verdad?

– Sí. Uno de esos matrimonios a medida, todo preparado por papá y mamá. Ya sabes a qué me refiero.

– Quizá había problemas en ese sentido. Ella no le atraía. Y viceversa. Ella quería huir, pero él quería quedarse, y ella era su billete. La situación se solucionó de manera permanente.

– Un cuello roto es una medida extrema para terminar una relación -observó Emily-. En cualquier caso, hace muchos años que Akram Malik está integrado en esta comunidad, y por lo que yo sé, idolatra a su hija. Si ella no hubiera querido casarse con Querashi, no creo que su padre la hubiera obligado.

Barbara reflexionó y tomó otra dirección.

– Aún se lleva lo de la dote, ¿verdad? ¿Cuál era la de la hija? ¿Cabe la posibilidad de que Querashi se mostrara muy desagradecido por lo que la familia consideraba un acto de generosidad?

– ¿Y le eliminaron? -Emily estiró sus largas piernas y acunó el coñac entre sus manos-. Supongo que es una posibilidad. Sería impropio de Akram Malik, pero de Muhannad… Creo que ese tío es capaz de actos violentos, pero eso no explica el problema del coche.

– ¿Había indicios de que hubieran cogido algo?

– Estaba completamente destrozado.

– ¿Habían registrado el cadáver?

– Sin la menor duda. Encontramos las llaves del coche entre una mata de perejil que crecía en el acantilado. Dudo que Querashi las tirara allí.

– ¿Había algo en el cadáver cuando lo encontraron?

– Diez libras y tres condones.

– ¿Ninguna identificación? -Emily meneó la cabeza-. ¿Cómo supiste quién era la víctima?

Emily suspiró y cerró los ojos. Barbara tuvo la impresión de que habían llegado por fin a la parte suculenta, la parte que Emily, hasta el momento, había conseguido ocultar a todas las personas ajenas a la investigación.

– Un tío llamado Ian Armstrong lo encontró ayer por la mañana -dijo Emily-. Armstrong le conocía de vista.

– Un inglés -dijo Barbara.

– El inglés -dijo Emily con tono sombrío.

Barbara comprendió el rumbo que habían tomado los pensamientos de Emily.

– ¿Armstrong tiene un móvil?

– Oh, sí. -Emily abrió los ojos y volvió la cabeza hacia Barbara-. Ian Armstrong trabajaba en la empresa de Malik. Perdió su empleo hace seis semanas.

– ¿Haytham Querashi le despidió, o algo por el estilo?

– Peor que eso, aunque es muchísimo mejor desde el punto de vista de Muhannad, teniendo en cuenta lo que hará con la información si averigua que Armstrong descubrió el cadáver.

– ¿Por qué? ¿Cuál es la historia?

– Venganza. Manipulación. Necesidad. Desesperación. Lo que prefieras. Haytham Querashi sustituyó a Armstrong en la fábrica, Barb. Y en cuanto Haytham Querashi murió, Ian Armstrong recuperó su antiguo empleo. ¿Qué te parece como móvil?

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