Capítulo 14

Como había sido la última comensal de la noche, fue fácil para Basil Treves atrapar a Barbara. Lo hizo cuando la sargento atravesaba el salón de los huéspedes, tras haber decidido cambiar el café por un paseo a lo largo de la cumbre del acantilado, donde esperaba encontrar alguna brisa marina errante.

– ¿Sargento? -siseó como una serpiente Treves. El hotelero se había puesto el chip de 007-. No quise molestarla durante la cena. -Un destornillador en la mano de Treves indicaba que había realizado algún ajuste en la televisión de pantalla grande, en la que Daniel Day-Lewis estaba jurando eterna fidelidad a una mujer de abundantes senos, antes de lanzarse por una cascada-. Pero ahora que ha terminado… Si tiene un momento…

En lugar de esperar la respuesta, tomó el codo de Barbara entre el índice y el pulgar y la guió con firmeza por el pasillo hasta la recepción. Se deslizó detrás del mostrador y extrajo una hoja impresa por ordenador del cajón inferior.

– Más información -dijo con aire conspirador-. Pensé que era mejor no comentarla con usted mientras estaba con…, bien, con otra gente, ya me entiende. Como en este momento está libre… Está libre, ¿verdad?

Miró por encima de su hombro, como esperando que Daniel Day-Lewis surgiera del salón y acudiera en rescate de Barbara, con el rifle de chispa preparado.

– Libre es mi primer apellido.

Barbara se preguntó por qué aquel hombre odioso no hacía algo para cuidar su piel. Fragmentos de tamaño respetable estaban enredados en su barba, como si hubiera hundido la cara en un plato lleno de migas mojadas.

– Excelente -dijo Treves. Paseó la vista a su alrededor, por si alguien estaba escuchando, pero no vio a nadie. Aun así, decidió proceder con cautela. Se inclinó sobre el mostrador para hablar en tono confidencial y compartir el olor a ginebra de su aliento-. Registros de llamadas telefónicas -exhaló-. Puse un sistema nuevo el año pasado, gracias a Dios, así que llevo un registro de las llamadas de larga distancia de todos los huéspedes. Antes, todas las llamadas se canalizaban por la centralita, y teníamos que llevar un registro manual y controlar el tiempo, de las llamadas, no de los registros. Un método bizantino y muy poco preciso. Le aseguro, sargento, que se producían escenas muy desagradables a la hora de pagar las llamadas.

– ¿Ha localizado las llamadas al exterior del señor Querashi? -dijo Barbara en tono alentador. Se descubrió bastante impresionada. Eccema o no, el hombre estaba demostrando ser una mina de oro-. Brillante, señor Treves. ¿Qué tenemos?

Como siempre, el hombre se hinchaba cuando la sargento utilizaba el plural. Dio vuelta a la hoja sobre el mostrador para que quedara de cara a Barbara. Ésta vio que había rodeado con un círculo dos docenas de llamadas telefónicas. Todas empezaban con dos ceros. Era una lista de llamadas al extranjero, comprendió.

– Me he tomado la libertad de llevar nuestra investigación un poco más lejos, sargento. Espero no haberme excedido. -Treves cogió un lápiz de un soporte hecho a base de conchas marinas pegadas a una antigua lata de sopa. Lo utilizó para señalar mientras hablaba-. Estos números son de Pakistán: tres de Karachi y otro de Lahore. Eso está en el Punjab, por cierto. Estos dos son de Alemania, los dos de Hamburgo. No he telefoneado a ninguno. En cuanto vi el código internacional, comprendí que sólo necesitaba el listín telefónico. Los códigos del país y la ciudad están anotados aquí.

Parecía algo decepcionado por aquella admisión final. Como mucha gente, daba por sentado que el trabajo policial implicaba intriga y misterio, cuando no peleas a puñetazos, tiroteos y largas persecuciones en coche, en las que camiones y autobuses chocaban entre sí cuando los malos efectuaban arriesgadísimas maniobras entre el tráfico urbano.

– ¿Éstas son todas sus llamadas? -preguntó Barbara-. ¿Las de toda su estancia?

– Todas las llamadas de larga distancia -la corrigió Treves-. No hay registros de las llamadas locales que hizo, por supuesto.

Barbara se encorvó sobre el escritorio y empezó a examinar el listado página a página. Vio que las llamadas de larga distancia habían sido pocas y muy espaciadas durante los primeros días de la estancia de Querashi, y a un solo número de Karachi. Durante las últimas tres semanas, sin embargo, las llamadas internacionales se habían incrementado, hasta triplicarse en los últimos cinco días. La inmensa mayoría se habían hecho a Karachi. Sólo había telefoneado cuatro veces a Hamburgo.

Reflexionó sobre esta circunstancia. Entre los mensajes telefónicos dejados para Haytham Querashi durante sus ausencias del Burnt House, no había ninguno de un país extranjero, porque sin duda la competente Belinda Warner habría informado de ello a su superiora, la tarde en que había investigado las papeletas telefónicas. Por lo tanto, o siempre localizaba a la persona a quien llamaba, o no dejaba el mensaje de que le devolvieran la llamada cuando no la encontraba. Barbara observó la duración de cada una de las llamadas y vio confirmada esta última interpretación: la llamada más larga había durado cuarenta y dos minutos, y la más corta trece segundos, tiempo insuficiente para dejar a alguien un mensaje.

Pero lo que Barbara consideraba intrigante era la acumulación de llamadas tan cerca del día de su muerte, y estaba claro que debía localizar a los titulares de esos números. Consultó su reloj y se preguntó qué hora sería en Pakistán.

– Señor Treves -dijo, como paso previo a sacarse de encima al hombre-, es usted una absoluta maravilla.

El hotelero se llevó una mano al pecho, la viva imagen de la humildad.

– Es una satisfacción para mí ayudarla, sargento. Pídame lo que quiera, lo que sea, y me esforzaré al máximo. Y con absoluta discreción, por supuesto. Puede confiar en eso. Sea información, pruebas, recuerdos, testimonios visuales…

– En cuanto a eso… -Barbara decidió que era el mejor momento para extraer al hombre la verdad sobre su paradero la noche en que Querashi murió. Pensó que debía hacerlo sin que se diera cuenta-. El viernes pasado por la noche, señor Treves…

Fue al instante toda atención, con las cejas enarcadas y las manos enlazadas bajo el tercer botón de la camisa,

– ¿Sí, sí? ¿El viernes pasado por la noche?

– Vio marchar al señor Querashi, ¿verdad?

En efecto, dijo Treves. Estaba en el bar sirviendo coñacs y oportos. Vio a Querashi bajar la escalera, reflejado en el espejo. Pero ¿no había informado ya a la sargento al respecto?

Por supuesto que sí, se apresuró a tranquilizarle. Se refería a las demás personas que había en el bar. Si el señor Treves estaba sirviendo coñacs y oportos, parecía lógico concluir que los estaba sirviendo a otros huéspedes. ¿Era así? Y en tal caso, ¿alguno de los demás salió al mismo tiempo que Querashi, tal vez con la intención de seguirle?

– Ah.

Treves apuntó un índice hacia el cielo, mientras asimilaba las preguntas. Dijo que las únicas personas que habían abandonado el bar cuando Querashi salió del Burnt House fueron la pobre señora Porter con su andador, muy lenta para seguir a pie a nadie, y los Reed, una pareja anciana de Cambridge que había ido al Burnt House para celebrar su cuarenta y cinco aniversario de bodas.

– Tenemos una oferta especial para cumpleaños, bodas y aniversarios -confesó-. Me atrevería a decir que querían tomar champán y chocolatinas.

En cuanto a los demás huéspedes, se quedaron en el bar y el salón hasta las once y media. Podía dar fe de todos y cada uno, afirmó. Estuvo con ellos toda la noche.

Estupendo, pensó Barbara. Se quedó complacida al comprobar que acababa de proporcionarse una coartada sin darse cuenta. Le dio las gracias, dijo buenas noches y subió la escalera con el listado de llamadas bajo el brazo.

Ya en la habitación, se dirigió sin más hacia el teléfono. Descansaba sobre una de las dos mesitas de noche, junto a una lámpara polvorienta en forma de pina. Con el listado en el regazo, Barbara marcó el primer número de Alemania. Varios clics, y la comunicación se estableció. Un teléfono empezó a sonar al otro lado del mar del Norte.

Cuando dejó de sonar, tomó aliento para identificarse, pero en lugar de un ser humano, escuchó un contestador automático. Una voz masculina habló en un alemán atropellado. Entendió el número siete y dos nueves, pero aparte de eso y la palabra chüs al final, que tomó por la forma alemana de «adiós», no entendió ni jota del mensaje. Sonó la señal, y dejó su nombre, su número de teléfono y el ruego de que devolvieran la llamada, con la esperanza de que la persona que escuchara el mensaje supiera inglés.

Siguió con el segundo número de Hamburgo y habló una mujer, que dijo algo tan ininteligible como la voz del contestador automático. Al menos, esta vez era un ser humano real, y Barbara no estaba dispuesta a dejarlo escapar.

¡Dios, ojalá hubiera aprendido idiomas en el instituto! Lo único que sabía decir en alemán era Bitte, zwei Bier [7], lo cual no parecía muy adecuado a la situación. Puta mierda, pensó, pero se contuvo lo suficiente para decir:

Ich spreche… Quiero decir… Sprechen vous… No, no es así… Ich bin ein llamando desde Inglaterra… ¡Joder! ¡Cojones!

Al parecer el estímulo fue suficiente, porque la respuesta llegó en inglés, y las palabras fueron sorprendentes.

– Al habla Ingrid Eck -dijo la mujer, con un acento tan pronunciado que Barbara casi esperó oír Das Deutschlandlied sonando al fondo-. Aquí la policía de Hamburgo. Wer ist das, bitte? ¿En qué puedo ayudarla?

¿Policía?, pensó Barbara. ¿La policía de Hamburgo? ¿La policía alemana? ¿Por qué cono llamaba desde Inglaterra un paquistaní a la policía alemana?

– Lo siento -dijo-. Soy la sargento detective Barbara Havers. New Scotland Yard.

– ¿New Scotland Yard? -repitió la mujer-. Ja! ¿A quién desea hablar en este lugar?

– No estoy segura -dijo Barbara-. Estamos investigando un asesinato, y la víctima…

– ¿Es una víctima alemana? -preguntó al instante Ingrid Eck-. ¿Hay algún ciudadano alemán implicado en un homicidio, por favor?

– No. Nuestra víctima es asiática. Paquistaní, en realidad. Un tipo llamado Haytham Querashi. Telefoneó a este número dos días antes de que le mataran. Intento localizar a la persona con quien habló. ¿Puede ayudarme?

– Oh. Ja. Entiendo.

Habló con alguien en un alemán muy rápido, y Barbara sólo entendió las palabras «Inglaterra» y mord. Contestaron varias voces, guturales como los carraspeos de media docena de hombres con las narices cargadas de mocos. Las esperanzas de Barbara aumentaron cuando oyó la pasión con que hablaban, pero murieron cuando la voz de Ingrid sonó de nuevo.

– Aquí Ingrid otra vez. Siento terror de no poder ser de ayuda.

¿Terror?, pensó Barbara, antes de corregir mentalmente, «Temo».

– Voy a deletrearle el nombre -dijo-. Los nombres extranjeros suenan raro cuando se oyen por primera vez, ¿verdad? Si lo viera escrito, tal vez usted lo reconocería. U otra persona, si pasa la voz.

Poco a poco, con al menos cinco pausas para hacer correcciones, Ingrid copió el nombre de Haytham Querashi. Dijo en su creativo y chapurreado inglés que lo haría correr por la comisaría, pero New Scotland Yard no debía abrigar grandes esperanzas de recibir una respuesta útil. Muchos centenares de personas trabajaban en la Polizeihochhaus de Hamburgo, en una u otra división, y era imposible saber si la persona que había hablado con el paquistaní vería el nombre. La gente empezaba sus vacaciones de verano, la gente estaba sobrecargada de trabajo, la gente se fijaba más en los problemas de Alemania que en los de Inglaterra…

Para que luego hablen de la unidad europea, pensó Barbara. Pidió a Ingrid que hiciera lo máximo posible, dejó su número y colgó. Se secó la cara sudorosa con el borde de su camiseta, y pensó en lo improbable que sería encontrar a alguien que hablara inglés en sus siguientes llamadas telefónicas. Debía ser bastante más de medianoche en Pakistán, y como no sabía ni una palabra de urdu, para poder explicar a un asiático dormido el motivo de que hubiera interrumpido su sueño con el timbre del teléfono, Barbara decidió buscar la colaboración de alguien que hiciera el trabajo por ella.

Subió la escalera y recorrió el pasillo hasta la parte del hotel en que estaba la antigua habitación de Querashi. Se detuvo detrás de la puerta tras la cual había oído la televisión la noche anterior. Azhar y Adiyyah tenían que ocuparla. Era impensable que Basil Treves hubiera renunciado a su odiosa filosofía de «juntos pero no revueltos», alojando a los asiáticos en la parte del hotel donde la delicada sensibilidad de sus huéspedes ingleses pudiera verse herida por una presencia extranjera.

Llamó con suavidad y dijo el nombre de Azhar, y luego volvió a llamar. La llave giró en la cerradura, y Azhar apareció ante ella ataviado con una bata marrón y un cigarrillo en la mano. Detrás de él, la habitación estaba casi a oscuras. Un pañuelo azul grande cubría una lámpara de mesa, pero había luz suficiente para que pudiera leer, por lo visto. Había un documento encuadernado tirado junto a su almohada.

– ¿Hadiyyah está dormida? ¿Puedes venir a mi habitación? -preguntó Barbara.

Azhar pareció tan sorprendido por la petición, que Barbara se ruborizó al darse cuenta de lo que había dicho.

– Necesito que llames a algunos teléfonos de Pakistán -se apresuró a decir, y explicó cómo los había obtenido.

– Ah. -Azhar consultó el reloj de oro que ceñía su delgada muñeca-. ¿Tienes idea de qué hora es en Pakistán, Barbara?

– Tarde.

– Pronto -la corrigió el hombre-. Extremadamente pronto. ¿No sería mejor esperar a una hora más razonable?

– Cuando se trata de un asesinato, no. ¿Harás las llamadas por mí, Azhar?

El hombre miró hacia atrás. Barbara vio la pequeña figura de Hadiyyah acurrucada en la segunda cama. Dormía abrazada a un enorme muñeco de trapo.

– Muy bien -dijo Azhar, y volvió al interior de la habitación-. Me cambiaré en un momento…

– Olvídalo. No hace falta que te vistas. Tardaremos menos de cinco minutos. Vámonos.

No le concedió la posibilidad de protestar. Se alejó por el pasillo en dirección a la escalera. Detrás de ella, oyó que la puerta de Azhar se cerraba, y después el ruido de la llave al girar en la cerradura. Le esperó en el descansillo.

– Querashi telefoneó a Pakistán al menos una vez al día durante las últimas tres semanas. Quien recibiera las llamadas recordará algo, si se ha enterado de su muerte.

– La familia ha sido informada -dijo Azhar-. Aparte de ellos, no se me ocurre a quién pudo telefonear.

– Eso es lo que hemos de averiguar.

Barbara abrió la puerta de su habitación y entraron. Recogió del suelo su ropa interior, los pantalones morunos y la camiseta que había utilizado el día anterior. Los tiró dentro del ropero con un «Perdona el desorden», y le condujo hasta la mesita de noche, sobre la cual descansaba el listado impreso por ordenador.

– Ponte cómodo -dijo.

Azhar se sentó y miró el listado un momento, con el cigarrillo en la boca, mientras un hilo de humo se elevaba sobre su cabeza como una serpiente cimbreante. Dio unos golpecitos con los dedos debajo de uno de los números y, por fin, miró a Barbara.

– ¿Estás segura de que quieres que haga estas llamadas?

– ¿Por qué no iba a estarlo?

– Militamos en bandos opuestos, Barbara. Si las personas a las que voy a llamar sólo hablan urdu, ¿cómo sabrás que te cuento la verdad sobre la conversación?

Tenía razón. Antes de ir a buscarle, no había reflexionado mucho sobre la prudencia de buscar la colaboración de Azhar. No lo había pensado en absoluto. Se preguntó por qué.

– Nuestro objetivo es el mismo, ¿verdad? -contestó-. Los dos queremos llegar hasta el fondo de la verdad sobre la muerte de Querashi. Te considero incapaz de hacer algo para ocultar la verdad, una vez sepas que es la verdad. Con franqueza, no me pareces esa clase de persona.

El hombre la miró, con una expresión entre pensativa, sorprendida y perpleja.

– Como quieras -dijo por fin, y descolgó el auricular. Barbara sacó los cigarrillos del bolso, encendió uno y se acomodó sobre el taburete del tocador. Colocó un cenicero al alcance de ambos.

Azhar utilizó sus largos dedos para echar hacia atrás un mechón de pelo negro que había caído sobre su frente. Dejó el cigarrillo en el cenicero.

– Está sonando. ¿Tienes un lápiz? -Un momento después-: Es un contestador, Barbara. -Frunció el entrecejo mientras escuchaba. Tomó nota en el listado. No dejó ningún mensaje, una vez finalizada la grabación. Colgó-. Este número… -Tachó uno de la lista-. Es una agencia de viajes de Karachi. World Wide Tours. El mensaje comunica su horario de atención al público, que no funciona entre medianoche y las siete de la mañana.

Sonrió y cogió su cigarrillo.

Barbara echó un vistazo al listado.

– La semana pasada telefoneó cuatro veces. ¿Qué deduces? ¿Planes para la luna de miel? ¿La gran evasión de su matrimonio?

– Debía estar preparando el transporte para su familia, Barbara. Querrían estar presentes en su boda con mi prima. ¿Quieres que continúe?

Barbara asintió. Azhar marcó el número siguiente. Al cabo de pocos momentos, estaba hablando en urdu. Barbara oyó la voz al otro extremo de la línea. Las palabras, al principio vacilantes, no tardaron en adquirir un tono perentorio y apasionado. La conversación se prolongó durante varios minutos, con algunas expresiones inglesas cuando no había traducción en urdu. Oyó que mencionaban su nombre, así como «New Scotland Yard», «Balford-le-Nez», «Hotel Burnt House» y «Policía de Essex».

– ¿Y bien? -dijo cuando Azhar colgó-. ¿Quién era? ¿Qué han…?

Azhar levantó una mano para detener su interrogatorio y marcó el tercer número.

Esta vez habló durante más tiempo, y tomó notas mientras la voz masculina del otro extremo de la línea impartía la información. Barbara ardía en deseos de arrebatar el auricular a Azhar y formular las preguntas que le venían a la cabeza, pero se armó de paciencia y esperó.

Azhar, sin hacer el menor comentario, hizo la cuarta llamada, y esta vez Barbara reconoció lo que parecía ser su prólogo habitual: una disculpa por telefonear a una hora tan intempestiva, seguida por una explicación en la que el nombre de Haytham Querashi salía a colación más de una vez. Esta última conversación fue la más larga de todas, y al concluir, Azhar concentró su atención en el listado, hasta que Barbara habló.

Su expresión era tan sombría, que Barbara se sintió presa del nerviosismo. Ella le había proporcionado un elemento que podía ser de vital importancia en la investigación. Podía hacer con él lo que le diera la gana, incluyendo mentir sobre su importancia, o revelarlo, con los comentarios incendiarios correspondientes, a su primo.

– ¿Azhar? -dijo.

El hombre volvió a la realidad. Cogió un cigarrillo de los suyos. Después la miró.

– La primera llamada fue a sus padres.

– ¿Es el primer número del listado?

– Sí. Están… -Hizo una pausa, como si buscara una palabra o una frase-. Están destrozados por su muerte, como puedes comprender. Querían saber en qué fase se encuentran las investigaciones. Les gustaría recuperar el cuerpo. Creen que no pueden llorar la muerte de su hijo mayor como deberían ser sin tener su cuerpo, y han preguntado si tienen que pagar a la policía para recuperarlo.

– ¿Pagar?

Azhar continuó.

– La madre de Haytham está bajo cuidados médicos, pues sufrió un colapso cuando le informaron de su muerte. Sus hermanas están confusas, su hermano no ha dicho una palabra desde el sábado por la tarde, y la abuela paterna intenta mantener unida a la familia, pero su corazón está debilitado a causa de una angina de pecho, la tensión es muy grande, y un ataque fuerte puede matarla. La llamada telefónica les ha asustado a todos.

Clavó los ojos en ella.

– El asesinato es algo muy desagradable, Azhar -dijo Barbara-. Lo siento, pero es muy duro para todos los afectados. Mentiría si te dijera que el horror termina cuando detenemos a alguien. Nunca desaparece.

El hombre asintió. Se frotó la nuca con aire ausente. Por primera vez, Barbara reparó en que sólo llevaba el pantalón del pijama debajo de la bata. Su pecho estaba desnudo, y su piel oscura parecía bruñida a la luz de la lámpara.

Barbara se levantó y caminó hasta la ventana. Oyó música procedente de un sitio inconcreto, las notas vacilantes de alguien que practicaba el clarinete en una de las casas situadas sobre el acantilado, a cierta distancia.

– El siguiente número es de un mullah -dijo Azhar-. Es un líder religioso, un hombre santo.

– ¿Cómo un ayatollah?

– Inferior. Es un líder religioso local, y sirve a la comunidad en la que creció Haytham.

Habló con tal seriedad que Barbara se volvió para mirarle. Vio que su expresión también era seria.

– ¿Qué quería del mullah? ¿Tenía que ver con el matrimonio?

– Con el Corán -dijo Azhar-. Quería hablar del mismo párrafo que había marcado en el libro. El párrafo que te traduje durante nuestra reunión de esta tarde.

– ¿Sobre lo de librarse de los opresores?

Azhar asintió.

– Pero su interés no se centraba en la «ciudad de opresores», como mi primo pensaba. Deseaba comprender la definición de la palabra «desvalidos».

– ¿Quería saber qué significa «desvalido»? ¿Y telefoneó a Pakistán para averiguarlo? Eso es absurdo.

– Haytham sabía lo que significaba «desvalido»,

Barbara. Quería saber cómo aplicar la definición. El Corán ordena a los musulmanes luchar por la causa de los desvalidos. Deseaba hablar de cómo se reconoce que un hombre está desvalido o no.

– ¿Porque quería luchar contra alguien? -Barbara volvió al taburete. Se dejó caer sobre él, acercó el cenicero y apagó el cigarrillo-. Puta mierda -masculló, más para ella que para Azhar-. ¿En qué se habría metido?

– La otra llamada fue a un muftí -continuó Azhar-. Es un especialista en ley islámica.

– ¿Cómo un abogado?

– Algo por el estilo. Un muftí es un hombre que proporciona interpretaciones legales de la ley islámica. Está preparado para dictar lo que se llama una fatwa.

– ¿Qué es eso?

– Algo cercano a un informe legal.

– ¿Qué quería de ese tipo?

Azhar vaciló, y Barbara comprendió que habían llegado a la causa de la solemnidad que había aparecido antes en su expresión. En lugar de contestar al instante, el hombre apagó su cigarrillo en el cenicero. Por segunda vez, se apartó el pelo de la frente. Estudió sus pies. Como su pecho, estaban desnudos. Como sus manos, eran delgados. Muy arqueados y sin vello. Podrían haber sido de mujer.

– Azhar -dijo Barbara-. No me la juegues ahora, ¿eh? Te necesito.

– Mi familia…

– También te necesita. De acuerdo. Pero todos queremos llegar al fondo del asunto. Sea asiático o inglés el asesino, no queremos que la muerte de Querashi quede impune. Ni siquiera Muhannad puede desearlo, diga lo que diga sobre proteger a su pueblo.

Azhar suspiró.

– En el muftí, Haytham buscaba una respuesta sobre el pecado. Deseaba saber si un musulmán, culpable de un pecado grave, seguiría siendo musulmán y, por consiguiente, seguiría perteneciendo a la comunidad global de los musulmanes.

– Quieres decir: ¿seguiría siendo un miembro de su familia?

– Miembro de su familia y miembro de la comunidad global.

– ¿Qué le dijo el muftí?

– Habló de usul al-figh: las fuentes de la ley.

– ¿Cuáles son?

Azhar levantó la cabeza para mirarla a los ojos.

– El Corán, el Sunna del Profeta…

– ¿El Sunna?

– El ejemplo del Profeta.

– ¿Qué más?

– El consenso de la comunidad y el razonamiento analógico: lo que tú llamarías deducción.

Barbara buscó su paquete de cigarrillos. Sacó uno y ofreció a Azhar el paquete. El hombre cogió la caja de cerillas del tocador, le ofreció fuego, y lo aplicó luego a su cigarrillo. Volvió a sentarse en el borde de la cama.

– Una vez habló con el muftí, debieron llegar a alguna conclusión, ¿verdad? Encontraron una respuesta a su pregunta. ¿Puede continuar siendo musulmán un musulmán culpable de un pecado grave?

Azhar contestó con otra pregunta.

– ¿Cómo puede vivir alguien desafiando alguno de los principios del islam, y aún afirmar que es musulmán, Barbara?

«Los principios del islam.» Barbara dio vueltas a la frase en la cabeza, y la relacionó con todo lo que había averiguado hasta el momento sobre Querashi y sobre la gente con quien se había puesto en contacto. Al hacerlo, vio la inevitable relación entre la pregunta y la vida de Querashi. Y experimentó una oleada de agitación cuando el comportamiento del asiático empezó a cobrar sentido.

– Antes, cuando estabas en el jardín, dijiste que el Corán prohíbe expresamente la homosexualidad.

– Sí.

– Pero él quería casarse. De hecho, se había comprometido a casarse. Estaba tan comprometido que su familia ya había hecho los preparativos para asistir a la ceremonia, y él ya había planificado la noche de bodas.

– Parece razonable llegar a esa conclusión -admitió con cautela Azhar.

– Por lo tanto podemos deducir que, después de esta conversación con el muftí, Haytham Querashi decidió empezar a vivir guiándose por los principios del islam. A enmendarse, de hecho. -Barbara profundizó en el tema-. ¿Podemos llegar a la conclusión de que había estado en guerra consigo mismo sobre esto, sobre enmendarse, desde que llegó a Inglaterra? Al fin y al cabo, se había comprometido en matrimonio, pero aún se sentía atraído hacia los hombres, a los que había jurado renunciar. Al sentirse atraído hacia ellos, debía sentirse atraído hacia los lugares que frecuentaban, y hacia más de uno. Se topó con un tío en la plaza del mercado de Clacton y se fue con él. Salieron durante un mes o así, pero no quería llevar una doble vida, era demasiado arriesgado, y trató de liquidar la relación. Sólo que le liquidaron a él.

– ¿La plaza del mercado de Clacton? -preguntó Azhar-. ¿Qué tiene que ver la plaza del mercado de Clacton con todo esto, Barbara?

Barbara se dio cuenta de su metedura de pata. Estaba tan dominada por su deseo de relacionar los hechos y especulaciones reunidos hasta el momento que, sin querer, había proporcionado a Azhar una información que sólo obraba en poder de Trevor Ruddock y los investigadores. Al hacerlo, había cruzado una línea.

Mierda, pensó. Tuvo ganas de rebobinar la cinta, de tragarse las palabras «plaza del mercado de Clacton». Pero ya no podía desdecirse. Su única esperanza residía en contemporizar. Sin embargo, contemporizar no se contaba entre sus talentos. Oh, estar en la compañía del inspector detective Lynley, pensó Barbara. Con su facilidad de palabra les habría sacado del atolladero en un periquete. Para empezar, nunca les habría metido en él, pues no tenía la costumbre de pensar en voz alta delante de sus colegas. Pero ésa era otra cuestión.

Decidió hacer caso omiso de la pregunta, y dijo de la manera más pensativa posible:

– Quizá pensaba en otra persona cuando habló con el muftí, por supuesto.

Entonces, se dio cuenta de que tal vez se había acercado mucho a la verdad.

– ¿Quién? -preguntó Azhar.

– Sahlah. Tal vez descubrió algo sobre ella que enfrió sus deseos de casarse. Tal vez buscaba en el muftí una manera de romper el contrato matrimonial. Si una mujer cometiera un pecado grave, algo que, si llegara a saberse, la expulsaría del islam, ¿sería motivo suficiente para anular el contrato matrimonial?

Azhar parecía escéptico, y después meneó la cabeza.

– Anularía el contrato, pero ¿qué pecado grave podría haber cometido mi prima Sahlah, Barbara?

Theo Shaw, pensó Barbara. Pero esta vez hizo gala de prudencia y no dijo nada.


El timbre de la puerta sonó en plena discusión. La voz de Connie había alcanzado un tono tan estridente, que si Rachel no hubiera estado en la puerta de la sala de estar, no lo habría oído. El repique de dos notas (la segunda estrangulada como siempre, como un pájaro derribado de un disparo en mitad de un gorjeo) llegó en el momento en que su madre estaba tomando aliento.

Connie hizo caso omiso de la llamada.

– ¡Contéstame, Rachel! -gritó-. Contéstame, y deprisa. ¿Qué sabes de este asunto? Mentiste a la detective de la policía, y ahora me estás mintiendo a mí y no pienso permitirlo, Rachel Lynn. Te lo aseguro.

– Han llamado a la puerta, mamá -dijo Rachel.

– Connie. Soy Connie, no lo olvides. A la mierda la puerta. No se abrirá hasta que me contestes. ¿Qué te llevabas entre manos con el tío que murió en el Nez?

– Ya te lo he dicho. Le di el recibo, para que viera lo mucho que Sahlah le quería. Ella me dijo que estaba preocupada. Pensaba que él no la creía, y yo pensé que si veía el recibo…

– Chorradas -chilló Connie-. ¡Memeces! Si eso es la verdad, yo soy Caperucita. ¿Por qué no se lo dijiste a la policía cuando te lo preguntó, eh? Pero ya sabemos la respuesta, ¿verdad? No lo dijiste porque no habías inventado una buena explicación hasta ahora. Bien, si esperas que me crea esa estúpida historia de tener que demostrar a una aceituna el eterno amor del capullo de su prometido, yo…

El timbre volvió a sonar. Tres veces seguidas. Connie se precipitó a abrir la puerta, que fue a estrellarse contra la pared.

– ¿Qué? -ladró-. ¿Qué cojones quieres? ¿Quién cono eres tú? ¿Sabes qué hora es, por cierto?

Una voz joven, masculina. Cautamente deferente.

– ¿Está Rachel, señora Winfield?

– ¿Rachel? ¿Qué quieres de mi Rachel?

Rachel fue a la puerta y se puso detrás de su madre. Connie intentó impedir con la cadera que pasara.

– ¿Quién es este mamón? -le preguntó Connie-. ¿Por qué aparece a las…? ¡Vete a la mierda! Tú, ¿sabes qué hora es?

Rachel vio que era Trevor Ruddock. Estaba al abrigo de las sombras, para que ni la luz de la casa ni la luz de las farolas le descubriera. Tampoco podía hacer gran cosa para esconderse. Su aspecto era aún peor que de costumbre, porque la camiseta estaba sucia, con agujeros alrededor del cuello, y sus téjanos debían llevar tanto tiempo sin lavar que podrían haber andado solos.

Rachel intentó escabullirse de su madre. Connie la cogió por el brazo.

– Aún no hemos terminado, señorita.

– ¿Qué pasa, Trev? -preguntó Rachel.

– ¿Conoces a este tío? -preguntó Connie, incrédula.

– Es evidente -replicó Rachel-. Como ha preguntado por mí, es probable que le conozca.

– ¿Podemos hablar un momento? -suplicó Trevor. Trasladó su peso de un pie al otro, y sus botas, sucias y sin anudar, arañaron el peldaño delantero de cemento-. Sé que es tarde, pero esperaba… Necesito hablar contigo, Rachel, ¿vale? En privado.

– ¿Sobre qué? -preguntó Connie, encrespada-. ¿Qué tienes que decir a Rachel Lynn que no puedas decir delante de su madre? ¿Quién eres, además? ¿Por qué no te conozco, cuando Rachel y tú os conocéis lo bastante bien para que te presentes a las once y cuarto?

Trevor paseó la vista entre Rachel y su madre. Miró a Rachel de nuevo. Su expresión proclamaba: «¿Quieres que ella se entere?» Connie la leyó como si poseyera el don de la telepatía.

Sacudió el brazo de Rachel.

– ¿Con este mamarracho andas liada? ¿Por eso vas rondando por las cabañas de la playa? ¿Te has rebajado hasta el extremo de dejarte sobar por un desgraciado que no vale una mierda?

Los labios de Trevor se agitaron, como si les estuviera impidiendo replicar. Rachel lo hizo por él.

– Cierra el pico, mamá.

Se soltó de la presa de su madre y salió al porche.

– Entra en casa inmediatamente -dijo su madre.

– Y tú deja de hablarme como si fuera una niña -se revolvió Rachel-. Trevor es amigo mío, y si quiere verme, quiero saber por qué. Y Sahlah es amiga mía, y si quiero ayudarla, lo haré. Ningún policía, y tú tampoco, mamá, me obligará a lo contrario.

Connie la miró boquiabierta.

– ¡Rachel Lynn Winfield!

– Sí, ése es mi nombre -dijo Rachel. Oyó que su madre lanzaba una exclamación ahogada ante la audacia de su respuesta. Cogió a Trevor del brazo y se lo llevó en dirección a la calle, donde había dejado su vieja moto-. Terminaremos nuestra discusión cuando haya hablado con Trevor -gritó a su madre.

El estruendo de la puerta al cerrarse de golpe fue la respuesta.

– Lo siento -dijo a Trevor, y se detuvo en mitad del camino-. Mamá está algo alterada. La poli vino a la tienda esta mañana y yo me abrí sin decirle por qué.

– También han venido a verme a mí -dijo Trevor-. Una sargento. Una tía gorda con la cara llena de… -Pareció recordar delante de quién estaba y cómo le sentaría un comentario sobre una cara maltrecha-. Da igual -dijo, y hundió una mano en el bolsillo de los téjanos-. La poli vino. Alguien de la fábrica Malik les dijo que Querashi me había despedido.

– Qué fuerte -dijo Rachel-. No creerán que hiciste algo, ¿verdad? ¿De qué habría servido? El señor Malik sabía que Haytham te despidió.

Trevor sacó las llaves. Les dio vueltas entre los dedos. Rachel comprendió que estaba nervioso, pero no supo por qué hasta que siguió hablando.

– Sí, pero el motivo de mi despido no es lo importante -dijo-. Es el hecho de haber sido despedido. Según ellos, yo me lo podría haber cargado para vengarme. Eso piensan. Además, soy blanco. Él era aceituno. Un paqui. Y como sus coleguis están montando un cirio por los delitos racistas… -Alzó un brazo y se secó la frente-. Mierda de calor -dijo-. ¡Uf! Pensaba que de noche refrescaría un poco.

Rachel le observó con curiosidad. Nunca había visto nervioso a Trevor Ruddock. Siempre se comportaba como si supiera lo que quería, y conseguirlo sólo fuera cuestión de hacer lo necesario. Así había sido siempre con ella: buenos modales y conversación desenvuelta. Definitivamente, conversación desenvuelta. Pero ahora… Era un Trevor que no había visto nunca, ni siquiera en el colegio, donde se había destacado entre los alumnos como un patán descerebrado sin el menor futuro. Incluso entonces, actuaba con seguridad. Lo que no podía solucionar con la mente, lo solucionaba con los puños.

– Sí, hace calor -dijo con cautela, a la espera de ver qué sucedía entre ambos. No podía ser lo que sucedía habitualmente, con su madre hecha una furia y apostada detrás de las cortinas, además de los vecinos, ansiosos por espiar y escuchar a través de sus ventanas abiertas-. No recuerdo una época igual, día tras día de calor sin parar. He leído algo en el periódico sobre el calentamiento global. Tal vez sea eso, ¿verdad?

– Escucha -dijo el joven. Se miró el padrastro que había mordisqueado. Frotó el pulgar contra la camiseta-. Escucha, Rachel, ¿no podemos hablar un momento?

– Estamos hablando.

Trevor señaló la calle con la cabeza.

– Me refiero… ¿Damos un paseo?

Se encaminó hacia la acera. Se detuvo al llegar a la oxidada cancela e indicó, de nuevo con la cabeza, que le siguiera.

– ¿No deberías estar trabajando, Trev? -preguntó Rachel, al tiempo que le obedecía.

– Sí. Ya iré, pero antes he de hablar contigo.

Esperó a que ella se acercara, pero no pasó de su moto. Plantó el trasero en el asiento. Dedicó su atención a los manillares, y sus manos se cerraron sobre ellos cuando continuó.

– Escucha, tú y yo… Me refiero… al viernes pasado por la noche. Cuando se cargaron a Querashi. Estábamos juntos. Te acuerdas, ¿verdad?

– Claro -dijo Rachel, aunque el creciente calor en el pecho y el cuello le dijeron que se estaba ruborizando.

– Recuerdas a qué hora nos separamos, ¿verdad? Subimos a las cabañas alrededor de las nueve. Nos atizamos esa mierda… Era espantosa. ¿Cómo se llama?

– Calvados -dijo Rachel, y añadió inútilmente-: Es un licor de manzana. Para después de comer.

– Bueno, nosotros lo tomamos antes de comer, ¿eh?

A Rachel no le gustaba cuando sonreía. No le gustaban sus dientes. No le gustaba recordar que nunca iba al dentista. Tampoco le gustaba el hecho de que no se bañaba a diario, de que nunca se limpiaba las uñas, y sobre todo, de que siempre procuraba que sus encuentros fueran secretos, empezando bajo el muelle, junto al pilote más cercano al agua, y terminando en aquella cabaña de playa que olía a moho, donde las esteras de ratén dibujaban un reticulado rojo en sus rodillas cuando se arrodillaba delante de él.

Quiéreme, quiéreme, habían suplicado los actos de Rachel. ¿A que te hago sentir bien?

Pero eso era antes de que Sahlah necesitara su ayuda. Eso era antes de que viera la expresión de Theo Shaw, que traicionaba su intención de abandonar a Sahlah.

– En cualquier caso -dijo Trevor, al ver que ella no reía de su comentario procaz-, nos quedamos allí hasta las once y media, ¿te acuerdas? Hasta tuve que correr para llegar al trabajo a tiempo.

Rachel meneó la cabeza poco a poco.

– No, Trev. Llegué a casa a eso de las diez.

El joven sonrió, aún concentrado en los manillares. Alzó la cabeza y lanzó una risita nerviosa, pero tampoco la miró.

– Eh, Rachel, no fue así. Ya imagino que no te acuerdas de la hora exacta, porque estábamos bastante ocupados.

– Yo estaba ocupada -corrigió Rachel-. No recuerdo que hicieras gran cosa después de sacarte la polla de los pantalones.

La miró por fin. Por primera vez desde que le conocía, Rachel vio que estaba asustado.

– Rachel -dijo con tono abatido-. Venga, Rachel. Tú recuerdas cómo fue.

– Recuerdo que había oscurecido. Recuerdo que me dijiste que esperara diez minutos mientras subías a la cabaña, la tercera empezando por el final de la fila superior, para… ¿Cómo fue, Trev? Para «ventilarla», dijiste. Yo debía esperar debajo del muelle, y seguirte al cabo de diez minutos.

– No habrías querido entrar con aquel olor -protestó Trevor.

– Y a ti no te habría gustado que te vieran conmigo.

– No es eso -dijo el joven, y por un momento pareció tan indignado que Rachel tuvo ganas de creerle. Quería creer que, en realidad, no significaba nada que la única vez que habían estado juntos en público fuera cenando en un restaurante chino, situado a unos muy convenientes veinte kilómetros de Balford-le-Nez. Quería creer que nunca la besaba en la boca porque era tímido y le faltaba valor. Sobre todo, quería creer que el hecho de haberle rendido homenaje en quince ocasiones, sin sacar nada en limpio de la actividad, aparte de la humillación de anhelar sin ocultarlo algo remotamente parecido a la esperanza de un futuro normal, sólo significaba que él aún no había aprendido a entregarse como ella. Pero no podía creerlo. Por eso, se ciñó a la verdad.

– Llegué a casa alrededor de las diez, Trev. Lo sé porque me sentía vacía por dentro, así que encendí la tele. Hasta sé lo que vi, Trev. La mitad y el final de una vieja película de Sandra Dee y Troy Donahue. Apuesto a que sabes cuál es: son jovencitos, es verano, se enamoran y se hacen la picha un lío. Y al final descubren que el amor es más importante que tener miedo y ocultar quién eres en realidad.

– ¿No se lo puedes decir? -preguntó Trevor-. ¿No puedes decir que eran las once y media? Rachel, los polis te lo van a preguntar, porque dije que estuve contigo esa noche. Y es cierto. Si dices que llegaste a casa a eso de las diez, ¿no te das cuenta de lo que eso significa?

– Significa que tuviste tiempo de darle el pasaporte a Haytham Querashi, supongo.

– Yo no lo hice. Rachel, yo no vi al tío esa noche. Lo juro. Lo juro. Si no confirmas lo que dije, sabrán que he mentido. Y si descubren que he mentido sobre eso, pensarán que también miento sobre mi inocencia. ¿No puedes ayudarme? ¿Qué significa otra hora?

– Una hora y media -corrigió Rachel-. Dijiste las once y media.

– De acuerdo. Una hora y media. ¿Qué significa otra hora y media?

Cantidad de tiempo para demostrar que, al menos, pensaste un poco en mí, se dijo en silencio.

– No mentiré por ti, Trev -dijo en voz alta-. En otro tiempo, tal vez. Pero ahora no.

– ¿Por qué? -La palabra era una súplica. La cogió por el brazo y recorrió con los dedos su piel desnuda-. Rachel, pensaba que lo nuestro era algo especial. ¿No opinas lo mismo? Cuando estamos juntos, es como… Es algo mágico, ¿no crees?

Sus dedos llegaron a la manga de la blusa y se deslizaron por debajo, subieron por el hombro, acariciaron la tirilla del sujetador.

Rachel deseaba tanto las caricias que sintió la humedad como respuesta a la pregunta de Trevor. La sintió entre las piernas, detrás de las rodillas y en el hueco de su garganta, donde su corazón se había alojado.

– ¿Rachel…?

Los dedos rozaron la parte delantera del sujetador.

Así debía ser, pensó ella. Un hombre toca a una mujer y la mujer desea, goza, se derrite…

– Por favor, Rachel. Eres la única que puede ayudarme.

Pero también era la primera y única vez que la había tocado con ternura, en lugar de la estimulación impaciente y apresurada con el propósito de recibir placer sin darlo.

¡Esa chica necesita una bolsa en la cabeza!

¡Pareces el culo de un perro, Rachel Winfield!

La única manera de tirársela será con una venda en los ojos.

Se puso rígida, recordó las voces y cómo las había combatido durante toda su infancia. Apartó bruscamente la mano de Trevor Ruddock.

– ¡Rachel!

Hasta consiguió componer una expresión herida.

Sí. Bien. Ella sabía bien lo que era eso.

– El viernes por la noche llegué a casa alrededor de las diez -dijo-. Y si la policía lo pregunta, pienso decirles eso.

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