Capítulo 13

Rachel Winfield no fue directamente al parque de atracciones. Se detuvo en el extremo del muelle que daba a tierra, entre el hotel End Pier, cuyas ventanas y puertas estaban tapiadas para protegerlas del mar, y la hilera de autos de choque que había a cada lado de la entrada del parque. Era la hora de cenar, y las actividades del día se habían calmado un poco. Las atracciones todavía funcionaban, y los pitidos y ruidos ensordecedores de los juegos electrónicos aún ahogaban los gritos de las gaviotas, pero lo avanzado de la hora había reducido el número de buscadores de placeres, y los timbrazos y campanilleos de las máquinas tragaperras, billares romanos y otros juegos de azar eran intermitentes en aquel momento.

Era la hora perfecta para hablar con Theo Shaw.

Aún estaba en el muelle. Rachel lo sabía porque había visto su BMW, aparcado en el lugar acostumbrado, detrás del Lobster Hut, una pequeña cabaña a rayas amarillas y verdes situada al otro lado del hotel abandonado, que nunca había vendido langostas y, probablemente, nunca lo haría. Miró el letrero pintado a mano de la cabaña (HAMBURGUESAS, PERRITOS CALIENTES, PALOMITAS DE MAÍZ, DONUTS), y mientras observaba a una pareja mayor que compraba palomitas de maíz, se mordisqueó el labio y trató de pensar en todas las ramificaciones de lo que se disponía a hacer.

Tenía que hablar con él. Quizá Theo había cometido errores en su vida, y no acudir al rescate de Sahlah en cuanto Haytham Querashi había muerto era uno de ellos, pero en el fondo no era mala persona. Rachel sabía que, al final, lo arreglaría todo. Al fin y al cabo, era lo que la gente hacía cuando estaba enamorada.

Cierto, Sahlah se había equivocado al ocultar a Theo la noticia de su embarazo. Y aún se había equivocado más al acceder a casarse con un hombre estando embarazada de otro. Theo echaría cuentas tan bien como cualquiera, y si Sahlah se hubiera casado con Haytham Querashi y dado a luz, como supuesto fruto del matrimonio, antes de transcurridos ocho o nueve meses… Bien, Theo habría sabido que el niño no era de Haytham, ¿y qué habría hecho entonces?

La pregunta verdadera, claro, era qué había hecho tres días antes, el viernes por la noche, en el Nez. Pero era una pregunta a la que Rachel no quería contestar, y rezaba para que la policía no lo hiciera.

Es una cuestión de amor, se dijo con tozudez. No es una cuestión de odio y asesinato. Si Theo había utilizado la violencia contra Haytham, cosa que no creía ni por un instante, Haytham lo había provocado, sin duda. Se habrían proferido acusaciones. Se habrían hecho comentarios desagradables. Y después, en un instante terrible, se habría descargado un golpe colérico, un golpe del que se había derivado la terrible situación en que Sahlah se encontraba.

Rachel no podía soportar la idea de que Sahlah se sometiera a un aborto. Sabía que era la angustia del momento lo que empujaba a su amiga en aquella dirección. Como Haytham había muerto, y Sahlah pensaba que no existía otra solución factible a sus problemas, quería actuar de una forma que lamentaría toda su vida, y Rachel lo sabía.

Las chicas como Sahlah (sensibles, creativas, protegidas de los avatares de la vida, bondadosas y carentes de malicia) no superaban los abortos con tanta facilidad como pensaban. Sobre todo, no superaban los abortos cuando adoraban a los padres de sus bebés. Sahlah estaba loca si pensaba que interrumpir el embarazo era la única opción que le quedaba. Y Rachel se lo iba a demostrar.

¿Qué había de malo en que Sahlah terminara casada con Theo Shaw? Era cierto que sus padres estarían cabreados durante una temporada, cuando descubrieran que se había fugado con un inglés. Tal vez se negarían a dirigirle la palabra durante unos meses. Pero cuando el niño naciera, su nieto, el hijo o hija de su adorada hija, todo sería perdonado. La familia se reconciliaría.

Pero la única forma de que esto sucediera era que Rachel Winfield avisara a Theo de que la policía tal vez intentara relacionarle con el asesinato de Haytham Querashi. La única forma de que esto sucediera era que Theo se deshiciera del maldito brazalete antes de que la policía lo relacionara con él.

La cuestión estaba clara. Tenía que avisarle. Tenía que empujarle, con delicadeza, a hacer lo que era mejor para su amiga, y antes de que pasara otro día. Tampoco era que Theo Shaw necesitara empujoncitos. Quizá hubiera vacilado durante los últimos días por culpa de lo ocurrido a Haytham, pero no dudaría en cumplir su deber cuando averiguara que el aborto era inminente.

De todos modos, Rachel seguía insegura. ¿Y si Theo no estaba a la altura de las circunstancias? ¿Si no cumplía con su obligación? A menudo, los hombres huían en dirección contraria cuando la responsabilidad se interponía en su camino, y ¿quién podía afirmar sin lugar a dudas que Theo Shaw no haría lo mismo? Sahlah creía que la había abandonado, porque de lo contrario le habría hablado del niño. ¿Verdad?

Bien, se emperró Rachel, si Theodore Shaw no aceptaba sus obligaciones para con Sahlah, Rachel Winfield intervendría. El último piso de los Clifftop Snuggeries aún seguía en venta, y la cuenta de ahorros de Rachel aún contenía el dinero necesario para la adquisición. Si Theo no se portaba como debía, si los padres de Sahlah la repudiaban como resultado, Rachel proporcionaría un hogar a su amiga. Y juntas criarían al hijo de Theo.

Pero eso no era probable que sucediera, ¿verdad? En cuanto Theo se enterara de las intenciones de Sahlah, actuaría con decisión.

Una vez exploradas todas las ramificaciones, Rachel se puso en marcha. No tuvo que ir muy lejos. Dentro del salón recreativo, vio que Theo Shaw estaba hablando con Rosalie la Vidente.

Era un signo muy positivo, decidió Rachel. Pese a que su conversación no parecía una consulta, pues en lugar de la palma de la mano, las cartas del tarot o la bola de cristal, Rosalie parecía estar leyendo el pedazo de pizza que descansaba en un plato sostenido sobre su regazo, aún existía la posibilidad de que Rosalie estuviera brindando a Theo el beneficio de su experiencia con los seres humanos, entre bocado y bocado de pizza.

Rachel esperó hasta que la conversación terminó. Cuando Theo cabeceó, se levantó, tocó el hombro de Rosalie y caminó en su dirección, Rachel respiró hondo y cuadró los hombros. Movió el cabello para que ocultara su cara lo máximo posible, y avanzó a su encuentro. Llevaba el brazalete de oro, observó preocupada. Bien, no lo llevaría mucho más tiempo.

– He de hablar contigo -dijo sin más preámbulos-. Es muy importante, Theo.

Theo desvió la vista hacia el reloj cuya esfera imitaba la cara de un payaso, montado sobre las puertas del salón recreativo. Rachel temió que tuviera una cita, así que se apresuró a continuar.

– Es sobre Sahlah -dijo.

– ¿Sahlah?

Su voz era cautelosa, reservada.

– Sé lo vuestro. Sahlah y yo no tenemos secretos. Somos muy buenas amigas. Desde que éramos pequeñas.

– ¿Te ha enviado ella?

Rachel se alegró de su tono ansioso, y lo interpretó como otro signo positivo. Estaba claro que deseaba estar con su amiga. En tal caso, Rachel sabía que su trabajo iba a ser más sencillo de lo que había pensado.

– No exactamente.

Rachel paseó la vista a su alrededor. Sería malo que les. vieran juntos, sobre todo si la policía acechaba en las cercanías. Ya estaba metida en un buen lío, por haber mentido a la detective de la mañana y huido después de la tienda. Su situación empeoraría si la pillaban hablando con Theo mientras llevara en la muñeca el brazalete de oro.

– ¿Podemos hablar en algún otro sitio? En otro sitio más discreto, quiero decir. Es muy importante.

El hombre frunció el entrecejo, pero colaboró, y movió la mano en dirección al Lobster Hut y el BMW aparcado cerca del local. Rachel le siguió hasta el coche, al tiempo que miraba con nerviosismo hacia el paseo Marítimo, casi esperando que, teniendo en cuenta su mala suerte, alguien la viera antes de ponerse al abrigo de miradas indiscretas.

Pero eso no sucedió. Theo desconectó el sistema de alarma del coche y subió. Abrió la puerta del pasajero para que Rachel entrara. La muchacha miró alrededor y se sentó. Se encogió cuando el tapizado recalentado arañó su piel.

Theo bajó las ventanillas. Se volvió en su asiento.

– ¿Qué pasa?

– Has de deshacerte de ese brazalete -soltó sin más Rachel-. La policía sabe que Sahlah lo compró para ti.

El hombre tenía la vista clavada en ella, pero su mano derecha rodeó la joya, como en un movimiento inconsciente.

– ¿Qué tienes que ver tú en todo esto?

Era una pregunta que habría preferido no oír. Lo mejor habría sido oírle decir «¡Cojones! Ahora mismo», para luego quitarse el brazalete sin hacer más preguntas. No habría sido nada desagradable que hubiera tirado el brazalete al cubo de basura más cercano, que estaba a tres metros de distancia, rodeado de moscas.

– Rachel -la urgió, al ver que no contestaba-. ¿Qué tienes que ver tú en todo esto? ¿Te ha enviado Sahlah?

– Es la segunda vez que me preguntas eso. -La voz de Rachel sonaba desfallecida, incluso a sus propios oídos-. Siempre estás pensando en ella, ¿verdad?

– ¿Qué está ocurriendo? La policía ya ha pasado por aquí, a propósito, una mujer corpulenta de rostro magullado. Me pidió que me quitara el brazalete para echarle un vistazo.

– No lo harías, ¿verdad, Theo?

– ¿Qué querías que hiciera? No sabía para que lo quería hasta que lo examinó detenidamente y me dijo que estaba buscando uno parecido, que Sahlah afirmaba haber arrojado al mar desde el muelle.

– Oh, no -susurró Rachel.

– Tal como yo lo veo, no puede saber que son el mismo -continuó Theo-. Cualquiera puede llevar un brazalete de oro. No puede demostrar nada porque yo tenga uno.

– Pero ella lo sabe -dijo Rachel con tono abatido-. Sabe lo que hay escrito dentro. Y si vio la inscripción en el tuyo… -Comprendió que aún existía un margen de confianza, y prosiguió con ansiedad-. A lo mejor no miró la parte interna.

Pero la expresión de Theo le dijo que la detective de Scotland Yard no había descuidado el detalle, que había leído aquellas palabras acusadoras, para añadirlas a la información que ya había conseguido, primero de Rachel, y después de Sahlah.

– Tendría que haber telefoneado -gimió Rachel-. A ti y a Sahlah. Tendría que haber telefoneado, pero no podía, porque mi madre estaba delante, quería saber qué estaba pasando y tuve que escapar de la tienda en cuanto la policía se marchó.

Theo se había vuelto a medias para mirarla, pero ahora había desviado la vista hacia Pier Approach, el paseo de cemento que corría paralelo a la playa y la separaba de las tres hileras de cabañas de playa que trepaban a la colina. No parecía tan asustado como Rachel había pensado, sino confuso.

– No entiendo cómo lo localizaron tan deprisa -dijo-. Sahlah no habría… -Se volvió hacia ella y habló en tono ansioso, como si hubiera llegado a una conclusión que explicaba muchas cosas-. ¿Les dijo Sahlah que me lo regaló ella? No, porque dijo que lo tiró al mar. Entonces, ¿cómo…?

Sólo había una posibilidad, por supuesto, y no tardó en imaginarla.

– ¿La detective habló contigo? ¿Por qué?

– Porque…

¿Cómo iba a explicar sus actos de una forma que él los entendiera, cuando ni siquiera ella podía? Sahlah había extraído su propia interpretación de las intenciones de Rachel cuando entregó el recibo de la joyería a Haytham, pero Sahlah no tenía razón. Rachel no había querido hacer daño a nadie. Sólo deseaba lo mejor: que Haytham interrogara a su prometida, como haría cualquier hombre en su lugar, y el resultado sería que la verdad sobre el amor de Sahlah por Theo saldría a la luz. Sahlah se salvaría de un matrimonio que no deseaba. Sahlah sería libre para casarse donde, cuando y con quien quisiera. O para no casarse.

– Haytham tenía el recibo -dijo Rachel:-. La policía lo encontró entre sus pertenencias. Investigan todo lo que está relacionado con él. Por eso vinieron a la tienda y nos preguntaron sobre él.

Theo parecía más confuso que nunca.

– Pero ¿por qué le dio Sahlah el recibo? Eso es absurdo, a menos que cambiara de opinión sobre casarse con él. Porque nadie más sabía…

Entonces comprendió, y ella comprendió que él comprendía. La miró con ojos penetrantes.

El sudor resbalaba desde las sienes de Rachel hasta su mandíbula.

– ¿Qué más da cómo lo consiguió? -se apresuró a contestar-. Puede que Sahlah lo perdiera en la calle. Tal vez lo dejó a la vista, en su casa. Puede que Yumn lo cogiera. Yumn odia a Sahlah. Lo sabes, ¿no? Y si encontró el recibo, seguro que se lo dio a Haytham enseguida. Le gusta meter bulla. Es una verdadera bruja.

Cuanto más pensaba en eso Rachel, más se convencía de que su mentira poseía visos de realidad. Yumn quería que Sahlah fuera su esclava personal, siempre. Habría hecho cualquier cosa para impedir que su cuñada se casara, para que se quedara en casa, sometida a sus dictados. Si hubiera caído en sus manos el recibo se lo habría entregado a Haytham sin más dilación. No cabía la menor duda.

– Theo, lo importante es lo que está pasando ahora.

– Así que Haytham sabía que Sahlah y yo…

Theo apartó la vista de Rachel, y ésta no pudo leer en sus ojos e intentar averiguar por qué parecía tan pensativo. Pero se lo imaginaba bastante bien. Si Haytham sabía que Theo y Sahlah eran amantes, Haytham no había ido de pesca al Nez aquella fatídica noche. Haytham lo sabía. Por eso había solicitado una entrevista a Theo, y por eso le había acusado al instante, porque no era una acusación, sino la verdad.

– Olvídate de Haytham -dijo Rachel con la intención de dirigirle hacia donde ella quería-. Ya está hecho. Sucedió. Lo que importa ahora es Sahlah. Escúchame, Theo. Sahlah está muy mal. Tal vez pienses que no se portó bien contigo cuando accedió a casarse con Haytham, pero tal vez aceptó con tanta rapidez porque pensaba que no ibas a portarte bien con ella. Estas cosas pasan cuando la gente se quiere. Una persona dice una cosa y se malinterpreta, y la otra persona dice otra cosa y se malinterpreta, y antes de que te des cuenta, nadie sabe ya lo que los demás piensen o sienten. La gente se mete en líos complicadísimos. Toma decisiones que de otra forma no tomaría. Lo entiendes, ¿verdad?

– ¿Qué le pasa a Sahlah? -preguntó Theo-. Anoche la telefoneé, pero no quiso ni escucharme. Intenté explicar…

– Quiere abortar -interrumpió Rachel-. Theo, me pidió que la ayudara, que averiguara dónde se lo puede hacer y la alejara de su familia el tiempo suficiente para ello. Quiere hacerlo cuanto antes, porque sabe que su padre tardará meses en encontrar a otro candidato al matrimonio, y para entonces ya será demasiado tarde.

Rachel comprobó que había alejado de la mente de Theo todo pensamiento sobre el brazalete de oro y su comprometedor recibo. Theo la agarró por la muñeca.

– ¿Qué? -preguntó con voz ronca.

Gracias a Dios, pensó Rachel, y se dijo que era muy sincera. Theo Shaw estaba preocupado.

– Cree que sus padres la repudiarán si averiguan lo del embarazo, Theo. Además, cree que tú no quieres casarte con ella. Sabe que no existe la menor esperanza de encontrar a otra persona en un plazo de tiempo tan breve. No puede esconder la verdad indefinidamente. Me pidió que buscara un médico, una clínica o lo que fuera. Eso es fácil, pero no quiero hacerlo, porque será horrible para ella… Theo, ¿te imaginas cómo afectará a Sahlah? Ella te quiere. ¿Cómo puede matar a vuestro hijo?

Theo soltó su muñeca. Volvió la cabeza y clavó la vista en el frente, en el muro de roca que rodeaba la ladera de la colina sobre la que se elevaba la ciudad, donde Sahlah esperaba a que Theo Shaw decidiera su suerte.

– Has de ir a verla -dijo Rachel-. Has de hablar con ella. Has de hacerle entender que no es el fin del mundo, si ella y tú huís y os casáis. Al principio, a sus padres no les hará ninguna gracia, claro. Pero no estamos en la Edad Media. En los tiempos modernos, la gente se casa por amor, no por deber u otra cosa. Bueno, se hace, pero los matrimonios verdaderos y duraderos son los que se basan en el amor.

El joven asintió, pero Rachel dudó que la hubiera escuchado. Había apoyado las manos sobre el volante del BMW, y lo rodeaban con tal fuerza que los nudillos se destacaban como si fueran a perforar su piel pecosa. Un músculo se agitaba en su mandíbula.

– Has de hacer algo -dijo Rachel-. Eres el único que puede.

Theo no contestó, sino que se apretó el estómago, y antes de que Rachel pudiera decirle que sólo tenía que pedir la mano de Sahlah para salvar la vida de su hijo, salió del coche. Se tambaleó hasta el cubo de basura. Vomitó con violencia y durante tanto rato, que Rachel pensó que iba a devolver hasta la primera papilla.

Cuando las náuseas pasaron, Theo se pasó el puño por la boca. Su brazalete de oro captó el brillo de la luz del atardecer. No regresó al coche. Se quedó de pie ante el cubo de basura, con el pecho agitado como el de un corredor y la cabeza gacha.

No era una reacción ilógica, pensó Rachel. De hecho era una admirable reacción ante la terrorífica noticia. Theo no deseaba que Sahlah se sometiera al escalpelo del cirujano, o lo que utilizaran para extraer fetos indeseados del vientre de sus madres, más que Rachel.

El alivio que tanto anhelaba desde que había huido de la tienda se derramó sobre ella como agua fresca. Era cierto que había cometido un error al entregar a Haytham Querashi el recibo del brazalete, pero al final todo había salido bien: Theo y Sahlah estarían juntos.

Empezó a planificar su siguiente encuentro con Sahlah. Pensó en las palabras que utilizaría para relatar lo que acababa de suceder entre Theo y ella. Llegó incluso a imaginar la expresión de su amiga cuando oyera la noticia de que Theo iría a buscarla, pero en ese momento Theo se volvió y Rachel vio mejor su expresión. Sus huesos se licuaron.

Las facciones tensas del joven reflejaban la desdicha de un hombre que se veía atrapado sin remisión. Cuando regresó al coche, Rachel comprendió que jamás había tenido la intención de casarse con su amiga. Era igual que muchos de los hombres que Connie Winfield había arrastrado hasta su casa a lo largo de los años, hombres que pasaban la noche en su cama, la mañana sentados a la mesa de la cocina, y la tarde o la noche en sus coches, huyendo de la escena amorosa anterior como delincuentes en fuga.

– Oh, no.

Los labios de Rachel formaron las palabras, pero no emitió el menor sonido. Lo comprendió todo: que había utilizado a su amiga como una forma fácil de procurarse sexo, que la había seducido con las atenciones y admiración que Sahlah no podía esperar de un hombre asiático, que había esperado el momento oportuno, hasta que estuviera madura para una propuesta más osada. Y esa propuesta habría sido sutil, cuando ya Sahlah estaba completamente enamorada de él. Aún más, Sahlah lo habría deseado. En ese caso, la responsabilidad de lo que sucediera como resultado del placer que Theo Shaw obtuviera de Sahlah Malik sólo era de Sahlah.

Y Sahlah lo había sabido desde el primer momento.

Rachel sintió que la animosidad estallaba como un chorro de burbujas que le subiera del pecho a la garganta. Lo que le había pasado a su amiga era una injusticia. Sahlah era buena, y se merecía a alguien como ella. Pero esa persona no era Theo Shaw.

Theo subió al coche una vez más. Rachel abrió la puerta.

– Bien, Theo -dijo, sin intentar disimular el desprecio que sentía-, ¿quieres darme algún mensaje para Sahlah?

Su respuesta no la sorprendió, pero quería oírla, sólo para asegurarse de que era tan despreciable como pensaba.

– No.


Barbara retrocedió para mirarse en el espejo de su retrete con vistas y admiró su obra. Había parado en Boots camino del hotel, y veinte minutos en el único pasillo que pasaba por ser el departamento de cosmética le habían bastado para comprar una bolsa llena de potingues. La había ayudado una joven dependienta, cuya cara era un vivo testimonio de su entusiasmo por las facciones pintarrajeadas.

– ¡Súper! -había exclamado cuando Barbara le pidió su colaboración para localizar las marcas y colores adecuados-. Eres primavera, ¿verdad? -añadió de forma intrigante, mientras empezaba a amontonar en una cesta una gran variedad de frascos, cajas, tarros y pinceles misteriosos.

La dependienta se había ofrecido a «trabajar» a Barbara allí mismo, poniendo en práctica unos talentos que parecían dudosos, a lo sumo. Barbara, al observar la sombra de ojos amarilla y las mejillas magenta de la joven, había declinado la invitación. Necesitaba practicar, explicó. No había mejor momento que el presente para introducirse en los arcanos de la cosmética.

Bien, pensó, mientras examinaba su cara. No era que fuera a descubrirse en la portada de Vogue de un momento a otro. Tampoco sería seleccionada como ejemplo preclaro del triunfo de una mujer sobre una nariz rota, un rostro amoratado y un conjunto desafortunado de facciones que podían ser descritas, piadosamente, como desgarbadas. De momento, se las apañaría. Sobre todo con poca luz, o entre gente cuya vista le hubiera empezado a fallar en fecha reciente.

Dedicó un momento a amontonar sus suministros en el botiquín. Después, recogió el bolso y salió de la habitación.

Tenía hambre, pero la cena tendría que esperar un rato. Poco después de su llegada, había visto por las ventanas del bar del hotel a Teymullah Azhar y a su hija en el jardín, y quería hablar con ellos (o al menos con uno de ellos) antes de que se marcharan.

Bajó la escalera y cruzó el pasillo para atajar por el bar. Como estaba muy ocupado atendiendo a las necesidades de sus huéspedes, Basil Treves no podría estorbarla. La había saludado con aire significativo nada más verla entrar en el hotel. Había llegado a formar con la boca la frase «Hemos de hablar», y a mover sus cejas de una forma sugerente de que debía informarla de algo espectacular. Pero en aquel momento estaba transportando platos al comedor, y cuando dijo en silencio «Más tarde», al tiempo que encogía los hombros para indicar que era una pregunta, Barbara levantó con energía el pulgar para mantener bien engrasada la maquinaria de su frágil ego. El hombre era desagradable, sin duda, pero le resultaba útil. Al fin y al cabo, era el responsable de haberles entregado sin saberlo a Fahd Kumhar. Sólo Dios sabía qué otras joyas sería capaz de desenterrar, si le daban media oportunidad y el aliento equivalente. Pero en aquel momento quería hablar con Azhar, de modo que se puso muy contenta cuando vio que Treves no estaba libre.

Cruzó el bar hasta las puertas cristaleras, que estaban abiertas al crepúsculo. Vaciló un momento.

Azhar y su hija estaban sentados en la terraza de baldosas, la niña encorvada sobre una mesa de hierro forjado, sobre la cual descansaba un tablero de ajedrez, y su padre reclinado en una silla, con un cigarrillo colgando de sus dedos. Una sonrisa se insinuaba en las comisuras de su boca mientras observaba a Hadiyyah. Como no era consciente de que le estuvieran observando, permitió que sus facciones traicionaran una ternura que Barbara nunca había visto antes.

– ¿Cuánto tiempo quieres, khushi? -preguntó-. Creo que estás atrapada, y sólo estás prolongando la agonía de tu rey.

– Estoy pensando, papá.

Hadiyyah cambió de posición en la silla, se alzó sobre sus rodillas, con los codos sobre la mesa y el trasero levantado. Examinó con detenimiento el campo de batalla. Sus dedos erraron primero hacia un caballo, y después hacia la única torre que quedaba. Ya le habían comido la reina, observó Barbara, y estaba intentando organizar un ataque contra fuerzas muy superiores. Empezó a deslizar la torre hacia adelante.

– Ah -dijo su padre, anticipando el movimiento.

La niña retiró los dedos.

– He cambiado de opinión -anunció a toda prisa-. He cambiado de opinión, he cambiado de opinión.

– Hadiyyah. -Su padre pronunció su nombre con cariñosa impaciencia-. Cuando se toma una decisión, no hay que dar marcha atrás.

– Ni que estuvieras hablando de la vida -dijo Barbara. Salió del bar y se reunió con ellos.

– ¡Barbara! -El cuerpecito de Hadiyyah se alzó en la silla hasta quedar erguida sobre las rodillas-. ¡Estás aquí! Te he estado esperando durante toda la cena. Tuve que comer con la señora Porter porque papá no estaba, y tenía muchas ganas de que fueras tú. ¿Qué te has hecho en la cara? -Frunció el entrecejo, pero su rostro se iluminó al comprender-. ¡Te la has pintado! Te has escondido las contusiones. Tienes muy buen aspecto. ¿A que Barbara tiene muy buen aspecto, papá?

Azhar se había levantado, y cabeceó cortésmente. Cuando Hadiyyah canturreó «Siéntate, siéntate, por favor, siéntate», acercó una tercera silla para que Barbara se sentara con ellos. Le ofreció un cigarrillo y se lo encendió sin decir nada.

– Mamá también se maquilla -confesó Hadiyyah a Barbara cuando ésta se sentó-. Me enseñará a hacerlo cuando sea mayor. Consigue que sus ojos sean los más bonitos del mundo. Son muy grandes cuando termina. Claro que son grandes igual, los ojos de mamá. Tiene unos ojos maravillosos, ¿verdad, papá?

– Sí -dijo Azhar con los ojos clavados en su hija.

Barbara se preguntó qué veía cuando la miraba: ¿a su madre? ¿A él? ¿Una declaración viviente de su mutuo amor? No lo sabía, y dudaba que él se lo dijera. Dedicó su atención al tablero de ajedrez.

– Situación desesperada -dijo, mientras estudiaba la escasa colección de piezas con las que Hadiyyah intentaba atacar a su padre-. Creo que ha llegado el momento de ondear la bandera blanca, pequeña.

– Oh, no -exclamó Hadiyyah-. Tampoco queremos acabar ahora. Preferimos hablar contigo. -Se sentó y pasó sus pies calzados con sandalias alrededor de las patas de la mesa-. Hoy he hecho un rompecabezas con la señora Porter. Un rompecabezas de Blancanieves.

Estaba dormida y el príncipe la estaba besando, y los enanos lloraban porque pensaban que estaba muerta. Claro que no parecía muerta, y si se hubieran dado cuenta de que sus mejillas estaban muy sonrosadas, habrían deducido que sólo estaba dormida. Pero no lo hicieron y no sabían que sólo necesitaba un beso para despertarla. Pero como no lo sabían, conoció a un príncipe verdadero y fueron muy felices.

– Un final al cual aspiramos todos fervientemente -dijo Barbara.

– Y también pintamos. La señora Porter hacía acuarelas y ahora me está enseñando. Hice una del mar, una del parque de atracciones y una de…

– Hadiyyah -dijo en voz baja su padre.

Hadiyyah agachó la cabeza y enmudeció.

– Sabes, me gustan mucho las acuarelas -dijo Barbara-. Me gustaría verlas, si quieres. ¿Dónde las has guardado?

El rostro de Hadiyyah se iluminó.

– En nuestra habitación. ¿Quieres que vaya a buscarlas? No tardaré nada, Barbara.

Barbara asintió, y Azhar le dio la llave de la habitación. Hadiyyah saltó de la silla y entró corriendo en el hotel, con las trenzas al viento. Al cabo de un momento, oyeron sus sandalias repiquetear sobre los peldaños de madera.

– ¿Has salido a cenar esta noche? -preguntó Barbara a Azhar cuando se quedaron solos.

– Tenía que ocuparme de algunas cosas después de nuestra entrevista -contestó el hombre.

Tiró la ceniza del cigarrillo y bebió un sorbo de su vaso. Contenía hielo, lima y algo gaseoso. Agua mineral, supuso Barbara. No imaginaba a Azhar trasegando gin tonic, pese al calor. Depositó el vaso sobre el mismo anillo de humedad del que lo había levantado. Después la miró, con tal concentración que Barbara se convenció de que el maquillaje se le había corrido.

– Lo hiciste muy bien -dijo Azhar por fin-. Sacamos algo en limpio del encuentro, pero no todo lo que sabes, imagino.

Y por eso no había vuelto directamente al hotel a tiempo para cenar con su hija, decidió Barbara. No cabía duda de que su primo y él habían estado discutiendo sobre su siguiente movimiento. Se preguntó cuál sería: ¿una asamblea de la comunidad asiática, otra marcha callejera, una petición a su diputado para que interviniera, algún acontecimiento destinado a aumentar el interés de los medios por el asesinato y la investigación? No lo sabía, y tampoco lo adivinaba. Pero no le cabían dudas de que Muhannad y él habían decidido lanzar una acción que tendría lugar dentro de pocos días.

– Necesito que me aclares una cosa sobre el islam -dijo.

– ¿A cambio de…?

– Azhar, no podemos jugar así. Sólo puedo deciros lo que la inspectora Barlow me autoriza.

– Muy conveniente para ti.

– No. Es el compromiso al que llegué para intervenir en el caso. -Barbara dio una bocanada al cigarrillo y pensó en la mejor manera de ganarse su colaboración-. Tal como yo veo la situación, todo el mundo sale ganando gracias a mi intervención. Yo no vivo aquí. No tengo cuentas pendientes y ningún interés en demostrar la culpabilidad o inocencia de alguien. Si vosotros pensáis que la investigación está teñida de prejuicios, la verdad, soy vuestra mejor oportunidad de eliminarlos.

– ¿Existen?

– Yo qué sé, joder. Sólo llevo aquí veinticuatro horas, Azhar. Me gustaría pensar que soy buena, pero dudo que sea tan buena. ¿Podemos llegar a un acuerdo tú y yo?

Azhar meditó unos instantes, y dio la impresión de que estaba intentando leer en su cara si le había dicho la verdad.

– Sabes cómo se rompió el cuello -dijo por fin.

– Sí. Lo sé. Pero si lo piensas bien, ¿cómo íbamos a determinar que fue un asesinato, si no?

– ¿Lo fue?

– Ya lo sabes. -Tiró la ceniza sobre las baldosas y fumó-. Homosexualidad, Azhar. ¿Cómo sienta en el islam?

Comprendió que le había pillado por sorpresa. Cuando le había dicho que quería preguntarle algo sobre el islam, Azhar había pensado que serían preguntas sobre matrimonios de conveniencia, como por la mañana. Se trataba de un enfoque nuevo, y era lo bastante listo para saber que la pregunta estaba relacionada con la investigación.

– ¿Haytham Querashi? -preguntó.

Barbara se encogió de hombros.

– Tenemos una declaración que le da visos de realidad, pero nada más. La persona que nos la brindó tiene buenos motivos para querer despistarnos, de modo que tal vez no sea nada. Sin embargo, necesito saber cómo llevan la homosexualidad los musulmanes, y preferiría no tener que llamar a Londres para averiguarlo.

– Uno de los sospechosos hizo esa declaración -dijo Azhar con aire pensativo-. ¿Es un sospechoso inglés?

Barbara suspiró y expelió una nube de humo.

– Azhar, ¿podemos interpretar esta sinfonía con más de una nota? ¿Qué más da si es inglés o asiático? ¿Queréis saber la verdad sobre este asesinato, sea cual sea? ¿O sólo si lo hizo un inglés? Y el sospechoso es inglés, por cierto. Y alguien inglés nos dio su pista. A decir verdad, contamos al menos con tres posibilidades, y las tres son inglesas. Bien, ¿quieres pasar de ese rollo y contestar a mi pregunta?

Azhar sonrió y apagó el cigarrillo.

– Si hubieras hecho gala de esa pasión durante nuestra entrevista de hoy, Barbara, casi todas las inquietudes de mi primo habrían desaparecido. ¿Por qué no lo hiciste?

– Porque, la verdad, me importan una mierda las inquietudes de tu primo. Aunque le hubiera dicho que había treinta sospechosos ingleses, no me habría creído, a menos que le hubiera dado los nombres. ¿Estoy en lo cierto?

– Admitido.

Azhar bebió un poco más. Consiguió dejar una vez más el vaso sobre el círculo de condensación de donde lo había levantado.

– ¿Y? -dijo Barbara.

Azhar esperó un momento antes de contestar. En el silencio que siguió, Barbara oyó que Basil Treves reía la broma de alguien. Azhar hizo una mueca al captar la falsedad de la carcajada.

– La homosexualidad está expresamente prohibida -dijo.

– ¿Qué pasa si un tío es homosexual?

– Lo guarda en secreto.

– ¿Por qué?

Azhar jugueteó con la reina que había capturado a su hija. Sus dedos oscuros dieron vueltas a la pieza sobre la base de su pulgar, de un lado a otro.

– Al practicar abiertamente la homosexualidad, indicaría que ya no creía en los mandamientos del islam. Esto es un sacrilegio. Por eso, y por la homosexualidad en sí, sería expulsado de su familia, y también de los demás musulmanes.

– Por lo tanto -dijo Barbara con aire pensativo-, querría llevarlo con discreción. Tal vez hasta querría casarse y proporcionarse una coartada, para ahuyentar sospechas.

– Esas acusaciones son muy graves, Barbara. No has de denigrar la memoria de un hombre como Haytham. Al insultarle, insultas a la familia a la que estaba ligado por un contrato matrimonial.

– No he «acusado» a nadie de nada -le corrigió Barbara-. Pero si se abre un nuevo camino para la investigación, la policía lo va a explorar. Es nuestro trabajo. ¿Qué me dices del insulto a la familia, si era homosexual? Se habría comprometido a un matrimonio mediante engaños, ¿verdad? Si un hombre hace eso a una familia como los Malik, ¿cuál es el castigo?

– El matrimonio es un contrato entre dos familias, no sólo entre dos individuos.

– Hostia santa, Azhar. No me dirás que la familia de Querashi enviaría a otro hermano para casarlo con Sahlah Malik, como si fuera un panecillo recién salido del horno a la espera de la salchicha adecuada.

Azhar sonrió a su pesar, por lo visto.

– La defensa de tu sexo es admirable, sargento.

– Cojonudo. Gracias. Entonces…

Azhar la interrumpió.

– Lo que quiero decir es esto: el engaño de Haytham habría abierto una brecha irreparable entre las dos familias. La comunidad también sería informada de esta brecha y de su causa.

– O sea, además de ser expulsado de su familia, habría dado al traste con sus esperanzas de emigrar, ¿verdad? Porque supongo que nadie más querría cerrar un trato matrimonial con ellos, sobre todo después de haber dado gato por liebre. Por decirlo de alguna manera.

– Exacto -dijo Azhar.

Por fin, Barbara pensó que estaban haciendo progresos.

– O sea, tenía un montón de motivos para ocultar que era maricón.

– Si lo era -admitió Azhar.

Barbara apagó el cigarrillo y colocó la nueva pieza en el rompecabezas del asesinato de Querashi, con la intención de ver dónde encajaba mejor. Cuando se hizo una idea en la cabeza, continuó.

– Y si alguien sabía lo que ocultaba, lo sabía con certeza, porque había visto a Querashi en una situación que no dejaba lugar a dudas…, y si esa persona se puso en contacto con él y le dijo lo que sabía…, y si esa misma persona exigió determinadas cosas…

– ¿Estás hablando de la persona que insinuó la homosexualidad de Haytham?

Barbara reparó en su tono: ansioso y reivindicativo. Comprendió que sus especulaciones les estaban conduciendo a ambos a donde su primo y él deseaban con todas sus fuerzas. Barbara pinchó su burbuja.

– Sería extraño que un inglés conociera todas las ramificaciones de la homosexualidad de un musulmán, Azhar. Sobre todo, las ramificaciones de esta homosexualidad en particular.

– Estás diciendo que un asiático lo sabía.

– No estoy diciendo nada.

Sin embargo, por la forma en que Azhar clavó su vista en el vaso, Barbara comprendió que estaba pensando. Y sus pensamientos le conducían al único asiático, aparte de los miembros de su familia, a quien la policía consideraba relacionado con Haytham Querashi.

– Kumhar -dijo-. Crees que este tal Fahd Kumhar jugó un papel relevante en la muerte de Querashi.

– Yo no te lo he dicho -replicó Barbara.

– Y no has sacado esa idea de la nada -continuó Azhar-. Alguien te ha hablado de la relación entre! Haytham y ese hombre, ¿verdad?

– Azhar…

– O algo por el estilo. Alguien te lo ha dicho. Si hablas de exigencias en tales circunstancias, exigencias que Fahd Kumhar hizo a Haytham Querashi, también estarás hablando de chantaje.

– Te estás superando -dijo Barbara-. Yo sólo he dicho que si una persona vio a Querashi haciendo un trabajillo donde no debía, puede que otra persona también lo viera. Punto.

– Y crees que esa persona es Fahd Kumhar -concluyó Azhar.

– Escucha. -Barbara estaba exasperada, en parte porque Azhar la había interpretado tan bien, y en parte porque sus deducciones podían impulsarle a complicar el caso, mezclando a su primo donde no era deseable-. ¿Qué más da si es Fahd Kumhar o la reina de…?

– ¡Ya, ya, ya! -El sonsonete procedía de Hadiyyah, que había aparecido en la puerta. Agitaba sus acuarelas en una mano. En la otra, sostenía un tarro de mermelada-. Sólo he traído dos porque la del mar es muy mala, Barbara. Y mira lo que he cogido. Estaba entre las rosas, y cuando acabé de comer cogí un tarro de la cocina y se metió dentro.

Ofreció el tarro a Barbara para que lo inspeccionara. A la débil luz, Barbara vio que una desdichada abeja revoloteaba en el interior.

– Le he puesto un poco de comida. ¿La ves? He hecho algunos agujeros en la tapa. ¿Crees que le gustará Londres? Espero que sí, porque hay muchas flores, y cuando las coma hará miel.

Barbara dejó el tarro junto al tablero de ajedrez y lo examinó con cautela. La comida que Hadiyyah había proporcionado al insecto consistía en una pila de pétalos de rosa y algunas hojas con los bordes doblados hacia dentro. Estaba claro que no era una entomóloga destinada al premio Nobel, pero poseía una gran inspiración a la hora de efectuar maniobras de distracción.

– Bien -dijo Barbara-, hay un problema, peque. Las abejas tienen familia, y todas viven juntas en sus colmenas. No les gustan los extraños, de modo que si te llevas esta abeja a Londres, se quedará sin familia. Supongo que por eso está tan enfadada en este momento. Está oscureciendo, y aunque la visita le ha gustado, ya tiene ganas de volver a casa.

Hadiyyah se puso entre las piernas de Barbara. Se agachó hasta que su barbilla estuvo a la altura de la mesa, y apretó la nariz contra el tarro.

– ¿Tú crees? -preguntó-. ¿He de dejarla marchar? ¿Echa de menos a su familia?

– Seguro -dijo Barbara, y cogió las acuarelas de la niña para inspeccionarlas-. Además, las abejas no viven dentro de tarros. No es una buena idea, y es peligroso.

– ¿Por qué? -preguntó Hadiyyah.

Barbara desvió la vista de las acuarelas y miró al padre de la artista.

– Porque cuando obligas a un ser a vivir de una manera que va contra su naturaleza, siempre hay alguien que acaba perjudicado.


Theo no estaba escuchando, concluyó Agatha Shaw. No estaba escuchando más que durante el aperitivo, la cena, el café o el telediario de las nueve. Su cuerpo había estado presente, e incluso había logrado reaccionar de tal manera que una mujer menos perspicaz habría considerado que estaba siguiendo el hilo de la conversación. Pero la verdad era que su mente estaba tan centrada en la reurbanización de Balford-le-Nez como en el precio actual del pan en Moscú.

– ¡Theodore! -gritó, y lanzó el bastón contra sus piernas.

Estaba pasando una vez más delante del sofá, caminando desde su butaca hasta la ventana abierta, como si hubiera decidido trazar un sendero en la alfombra persa antes de que terminara la velada. Su abuela era incapaz de decidir qué actividad la irritaba más: fingir que conversaba con ella o su reciente interés por el estado del jardín. Tampoco era que pudiera ver gran cosa a la luz agonizante, pero albergaba pocas dudas de que si le preguntaba el motivo de su fascinación, afirmaría que estaba lamentando la muerte del césped.

El bastón erró su objetivo.

– Theodore Michael Shaw, vuelve a cruzar este salón otra vez, y te daré seis bastonazos que no olvidarás en tu vida. ¿Me has oído?

La táctica no falló. Theo se detuvo, se volvió y la miró con ironía.

– ¿Crees que aún estás en forma para eso, abuela?

Formuló la pregunta con cariño, pero tuvo la impresión de que lo sentía bien a su pesar. No avanzó hacia la ventana, pero desvió la vista hacia ella.

– ¿Qué demonios sucede? -preguntó la mujer:-. No has oído ni una palabra de lo que he dicho esta noche. Quiero que esto pare, y quiero que pare ahora. Esta noche.

– ¿Qué? -preguntó él, y la anciana reconoció que su expresión de perplejidad casi la había convencido.

Pero a ella nadie le tomaba el pelo. No había criado cuatro hijos difíciles (seis, si contaba a Theo y al testarudo de su hermano) para nada. Sabía cuándo pasaba algo, y aún sabía mejor cuándo intentaban ocultarle algo.

– No te hagas el sordo -replicó con firmeza-. Te has retrasado…, otra vez. Apenas has probado bocado durante la cena. No has hecho caso del queso, has dejado que el café se enfriara, y durante los últimos veinte minutos, cuando no has estado ocupado en abrir un sendero en mi alfombra, has estado mirando el reloj como un prisionero que espera la hora de las visitas.

– Comí tarde, abuela -explicó Theo-. Y este calor es mortal de necesidad. No entiendo que alguien pueda comer pastel de salmón con este tiempo.

– Yo lo he hecho. Además, la comida caliente va muy bien cuando el calor aprieta. Enfría la sangre.

– Creo que eso es un cuento de viejas.

– Paparruchas -dijo la anciana-. Pero la comida no es la cuestión. Tú eres la cuestión. Tu comportamiento es la cuestión. No eres tú desde…

Hizo una pausa para pensar. ¿Desde cuándo Theo no era el Theo que había conocido y querido (querido en contra de sus deseos, su prudencia y su inclinación) durante los últimos veinte años? ¿Un mes? ¿Dos? Al principio había empezado con largos silencios, había continuado con miradas furtivas lanzadas en su dirección cuando pensaba que estaba distraída, y había combinado todo esto con desapariciones nocturnas, llamadas telefónicas en voz baja y una preocupante pérdida de peso.

– ¿Qué está pasando, en nombre de Medusa? -preguntó.

Theo dibujó una sonrisa, pero la anciana no pasó por alto el detalle de que su expresión risueña no alteró la tristeza de sus ojos.

– Créeme, abuela. No pasa nada.

Contestó en el tono tranquilizador que los médicos siempre utilizan cuando intentan conseguir la colaboración de un paciente recalcitrante.

– ¿Estás tramando algo? -preguntó la mujer sin rodeos-. Porque en ese caso, me gustaría aclarar qué poco vas a ganar con la obcecación.

– No estoy tramando nada. He estado pensando en los negocios, en cómo está creciendo el parque de atracciones y en cuánto dinero perderemos si Gerry DeVitt no acaba el restaurante antes de la fiesta del ramo bancario de agosto.

Regresó a su silla, como para demostrar la veracidad de sus palabras. Enlazó las manos entre las rodillas y dedicó a su abuela su reciente versión de lo que era completa atención.

La anciana continuó, como si él no hubiera hablado.

– La obcecación destruye. Si tienes ganas de discutirme, tal vez tres nombres sirvan para apoyar mi afirmación: Stephen, Lawrence, Ulricke. Todos grandes practicantes del arte del engaño.

Vio que los ojos de Theo se entornaban de una forma que le gustó. Había querido asestarle un golpe bajo, y se alegraba de saber que lo había sentido. Su hermano, su padre y su madre, la del cerebro de mosquito. Los tres renegados, los tres desheredados como resultado, los tres expulsados al mundo para que se valieran por sí mismos. Dos ya habían muerto, y el tercero… A saber qué fin malsano encontraría el tercer Shaw en el nido de víboras que era la sociedad de Hollywood.

Desde la defección de Stephen a los diecinueve años de edad, se había dicho que Theo era diferente. Era cuerdo, razonable y lúcido, como ningún miembro de su familia próxima. Había depositado sus esperanzas en él, y a él iría a parar su fortuna. Si no vivía para ver el renacimiento completo de Balford-le-Nez, daba igual, porque Theo convertiría su sueño en realidad. Gracias a él y a sus esfuerzos, seguiría viviendo.

Eso había pensado, al menos. Pero las semanas anteriores (¿o era un mes? ¿O dos?) habían sido testigos de que su interés por los negocios de su abuela se había desvanecido. Los últimos días habían demostrado que su cabeza estaba en otra parte. Y las últimas horas habían dado cuenta de que debía actuar cuanto antes para encarrilarle, o le perdería para siempre.

– Lo siento -dijo Theo-. No es que quisiera pasar de ti, pero estaba pensando en el parque de atracciones, en las obras del restaurante, en los planes para el hotel, en el consejo municipal… -Cuando su voz enmudeció, desvió la mirada hacia la maldita ventana, pero por lo visto se dio cuenta, porque la fijó en ella al instante-. Además, cuando hace tanto calor no estoy en mi mejor forma.

La anciana le observó con los ojos entornados. ¿Verdad o mentira?, se preguntó. Theo continuó.

– He solicitado otro pleno municipal especial, por cierto. Lo he hecho esta mañana. Nos darán una respuesta, pero no será pronto, debido a este problema de los asiáticos y el hombre muerto en el Nez.

Iban progresando, admitió la anciana, y sintió las primeras señales de aliento desde el ataque. Eran de una lentitud exasperante, pero se trataba de progresos, a fin de cuentas. Tal vez, después de todo, Theo era tan sincero como afirmaba. De momento, prefería creerlo.

– Excelente -dijo-. Excelente, excelente. Cuando vuelva a reunirse el consejo, tendremos en el bolsillo los votos necesarios. Me atrevería a decir, Theo, que considero la interrupción de ayer una intervención divina. Esto nos da la oportunidad de masajear a cada miembro del consejo por separado.

Daba la impresión de que había atraído la atención de Theo, y mientras estuviera interesado, quería llevar todo el peso de la conversación.

– Ya me he ocupado de Treves, por cierto -dijo-. Es nuestro.

– ¿De veras? -preguntó Theo.

– Ya lo creo. He hablado con ese hombre insufrible esta misma tarde. ¿Sorprendido? Bien, ¿y por qué no? ¿Por qué no utilizar todos nuestros peones?

Sentía que se excitaba a medida que hablaba. Era como una excitación sexual, que ardía entre sus piernas como cuando Lewis la besaba en la nuca. De pronto, se dio cuenta de que le daba igual si Theo escuchaba o no. Había reprimido su entusiasmo durante todo el día (era absurdo hacer partícipe de sus planes a Mary Ellis), y ahora necesitaba desfogarse.

– No me costó casi nada atraerlo a nuestro bando -dijo muy satisfecha-. Odia a los paquis tanto como nosotros, y hará cualquier cosa con tal de ayudarnos. «Reurbanizaciones Shaw está al servicio de los intereses de la comunidad», me dijo. Quería decir que se degollaría con tal de mantener a los paquis en su sitio. Quiere que en todas partes se vean apellidos ingleses: en el muelle, en el parque, en los hoteles, en el centro recreativo. No quiere que Balford se convierta en un reducto de los aceitunos. Odia a Akram Malik en especial -añadió con gran satisfacción, y experimentó el mismo estremecimiento de placer que había sentido mientras hablaba por teléfono, al darse cuenta de que ella y el repugnante hotelero tenían una característica en común.

Theo se miró las manos, y la anciana observó que había apretado los pulgares uno contra otro, con mucha fuerza.

– Abuela -dijo Theo-, ¿de veras importa tanto que Akram Malik diera su apellido a un pedazo de césped, a una fuente, a un banco de madera y a un laburno, en memoria de su suegra? ¿Por qué te enfurece tanto?

– No estoy enfurecida. Ni tampoco estoy enfurecida por ese parque de tres al cuarto de Akram Malik.

– ¿No? -Theo levantó la cabeza-. Si no recuerdo mal, no abrigabas el menor sueño de reurbanización hasta que el Standard publicó aquel artículo sobre la dedicatoria del parque.

– Recuerdas mal -replicó Agatha-. Trabajamos en el parque de atracciones diez buenos meses, antes de que Akram Malik inaugurara ese parque.

– El parque de atracciones sí, pero lo demás vino después del parque de Malik: el hotel, el centro recreativo, los edificios del paseo Marítimo, las calles peatonales, la restauración de la calle Mayor. En cuanto leíste el artículo del Standard, no descansaste hasta que contratamos a arquitectos, estrujaste las meninges de planificadores urbanos de todo el mundo, y procuraste que todo dios se enterara de que los planes del renacimiento de Balford-le-Nez estaban en tus manos.

– ¿Y qué? Es mi ciudad. He vivido aquí toda mi vida. ¿Quién tiene más derecho que yo a invertir en su futuro?

– Si no hay nada más que eso, invertir en el futuro de Balford, estoy de acuerdo -repuso Theo-. Pero los planes para el futuro de Balford juegan un papel secundario, comparados con tus intenciones ocultas.

– ¿Ah, sí? ¿Y cuáles son mis intenciones ocultas?

– Deshacerte de los paquistaníes -dijo Theo-. Convertir Balford-le-Nez en una población demasiado cara para que adquieran propiedades, paralizarles económica, social y culturalmente, de manera que no puedan comprar tierras para construir una mezquita, ni abrir tiendas para comprar comida balal, ni encontrar empleos…

– Yo les proporciono empleos -interrumpió Agatha-. Doy trabajo a toda la ciudad. ¿Quién crees que trabajará en los hoteles, restaurantes y tiendas de Balford, sino sus habitantes?

– Oh, estoy seguro de que has reservado puestos de trabajo para los paquistaníes que no puedas expulsar. Trabajos manuales, como lavar platos, hacer camas, fregar suelos. Trabajos que les mantendrán en su lugar, para que no prosperen.

– ¿Por qué deberían prosperar? -preguntó Agatha-. Deben su vida a este país, y es necesario grabarlo a fuego en sus mentes.

– Venga, abuela. No finjamos que vivimos en los últimos días del raja.

La anciana se encrespó, pero más por el tono cansado de su nieto que por las palabras. En aquel momento, le había recordado tanto a su padre que tuvo ganas de abalanzarse sobre él. Era como si estuviera oyendo a Lawrence. Hasta veía a Lawrence. Sentado en la misma silla, diciéndole con absoluta solemnidad que se disponía a abandonar los estudios para casarse con una jugadora de voleibol, doce años mayor que él, cuyas máximas recomendaciones eran sus enormes senos y un bronceado excesivo.

– Te negaré hasta el último chelín -había gritado-, hasta el último cuarto de penique, hasta la última media corona.

Le había dado igual que ya no fueran monedas de curso legal. Lo único que importaba era detenerle, y con ese objetivo había dilapidado todos sus recursos. Había maniobrado, manipulado, sin conseguir otra cosa que expulsar a su hijo de casa y empujarle hacia la tumba.

Pero las viejas costumbres se resistían a morir, porque debían ser extirpadas con grandes esfuerzos. Agatha nunca había dedicado el mismo denuedo a eliminar sus defectos que a eliminar los defectos de los demás.

– Escúchame, Theo Shaw. Si tienes algún problema con mis planes de reurbanización y, en consecuencia, deseas buscar empleo en otra parte, habla ya. Será muy fácil sustituirte, y me alegrará hacerlo, si me consideras tan repugnante.

– Abuela.

Parecía desalentado, pero ella no quería eso. Quería la rendición.

– Hablo muy en serio. Siempre lo he hecho. Siempre lo haré. Si ése es el motivo de que duermas mal por las noches, quizá haya llegado el momento de que cada uno siga su camino. Tenemos un récord excelente: veinte años juntos. Más de lo que duran la mayoría de matrimonios actuales. Si necesitas seguir tu camino, como hizo tu hermano, adelante, no voy a impedírtelo.

La mención de su hermano sirvió para recordarle cómo se había ido éste: con diez libras y cincuenta y nueve peniques en el bolsillo, a cuyo monto no había añadido ella ni un sólo penique en los diez años transcurridos. Theo se levantó, y durante un terrible momento, Agatha pensó que le había juzgado mal, que le había considerado necesitado de un vínculo maternal, cuando ya lo había superado. Pero cuando habló, supo que había ganado.

– Empezaré a telefonear a los miembros del consejo por la mañana -dijo Theo.

Agatha notó que la rigidez de su rostro dejaba paso a una sonrisa.

– ¿Ves como podemos aprovechar la interrupción del pleno en favor nuestro? Vamos a ganar, Theo. Y antes de que hayamos terminado, el apellido Shaw estará anunciado en grandes carteles luminosos por toda la ciudad. Piensa en lo que va a cambiar tu vida. Piensa en el hombre que llegarás a ser.

El joven apartó la vista de ella, pero no miró hacia la ventana, sino hacia la puerta, a lo que acechaba al otro lado, fuera lo que fuese. Pese al calor que parecía latir en el aire, se estremeció. Se encaminó hacia la puerta.

– ¡Cómo! -exclamó la anciana-. Son casi las diez. ¿Adonde vas?

– A tomar el fresco -contestó Theo.

– ¿Dónde esperas conseguirlo? No hace más fresco fuera que dentro de la casa.

– Lo sé. Pero el aire es más puro, abuela.

Y el tono de su voz reveló a Agatha el precio que suponía la victoria.

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