Sahlah estudiaba la silueta de las hojas de los árboles en el techo de su dormitorio, iluminado por la luna. No se movían. Pese a la proximidad de la casa al mar, no soplaba la menor brisa. Sería otra noche de calor sofocante, cuando pensar en el contacto de las sábanas era como pensar en intentar dormir envuelta en plástico.
Pero sabía que no iba a dormir. Había deseado buenas noches a la familia a las diez y media, después de padecer una tensa discusión entre su padre y su hermano. Al principio, Akram se había quedado consternado al saber que le habían roto el cuello a Haytham. Muhannad había aprovechado la consternación de su padre para anunciarle todo lo demás que había averiguado durante su entrevista con la policía (poca cosa, en opinión de Sahlah), y resumir el siguiente movimiento que habían planificado Taymullah Azhar y él. Akram había dicho «Esto no es un juego, Muhannad», y la disputa había empezado.
Sus palabras, pronunciadas con severidad por Akram, y con pasión por Muhannad, no sólo habían enfrentado a padre e hijo, sino amenazado la paz del hogar y el tejido familiar. Yumn había apoyado a Muhannad, por supuesto. Wardah había seguido la tradición de toda una vida dedicada a obedecer a los hombres, y no había dicho nada, con los ojos fijos en su bordado. Sahlah intentó reconciliar a los dos hombres. Al final, todos se quedaron sentados en un silencio tan electrizante, que el aire parecía cargado de chispas. Como nunca había soportado el silencio en ninguna de sus manifestaciones, Yumn se había puesto en pie de un salto y aprovechado el momento para introducir una cinta en el vídeo. Cuando la imagen granulosa apareció en la pantalla (un muchacho asiático que seguía a un rebaño de cabras, con un bastón en la mano, mientras sonaba música de sitar y los títulos de crédito desfilaban en urdu), Sahlah se despidió. Sólo su madre había contestado.
Era la una y media. Estaba en la cama desde las once. Reinaba el silencio en la casa desde medianoche, cuando oyó a su hermano en el cuarto de baño, antes de retirarse. Los suelos y las paredes habían acallado sus crujidos nocturnos. Y esperaba en vano la llegada del sueño.
Pero para dormir sabía que tendría que vaciar su mente de pensamientos y concentrarse para alcanzar la relajación. Si bien había conseguido lo segundo, sabía que no lograría lo primero.
Rachel no había telefoneado, lo cual significaba que aún no había reunido la información necesaria para llevar adelante el aborto. Sahlah sólo podía hacer acopio de paciencia y confiar en que su amiga no le fallaría ni traicionaría por segunda vez.
No por primera vez, desde que sospechara que estaba embarazada, lamentaba Sahlah con amargura la falta de libertad que le imponían sus padres. No por primera vez se despreciaba por haber vivido con tanta docilidad bajo el yugo benigno y amoroso, pero igualmente implacable, de sus padres. Se daba cuenta de que el ambiente casi uterino que, hasta el momento, la había protegido de un mundo hostil era lo que ahora la paralizaba. En realidad, las restricciones impuestas por sus padres la habían protegido. Pero también la habían encarcelado. Y nunca lo había sabido hasta ahora, cuando anhelaba más que otra cosa el estilo de vida libre de las chicas inglesas, el estilo de vida despreocupado en que los padres parecían planetas que orbitaran en la periferia del sistema solar de las vidas de sus hijas.
Si hubiera sido como ellas, sabría qué hacer. De hecho, si hubiera sido como ellas, probablemente habría anunciado sus intenciones. Habría contado su historia sin más aplazamientos y sin tener en cuenta los sentimientos de los demás. Porque su familia no habría significado nada para ella, y el honor y orgullo de sus padres (por no hablar de su natural confianza en sus retoños) le habrían traído sin cuidado.
Pero nunca había sido como las demás chicas inglesas. Por consiguiente, proteger a los padres que amaba era fundamental para ella, más importante que su felicidad personal, más importante que su propia vida.
Desde luego, más importante que esta vida, pensó, y rodeó su estómago con las manos en un gesto maquinal, aunque las apartó al instante. No puedo darte vida, dijo al organismo que habitaba su interior. No daré vida a algo que deshonraría a mis padres y destruiría a mi familia.
Y te cubriría de oprobio, ¿verdad, Sahlah?, oyó que preguntaba la implacable voz de su conciencia, en el mismo tono burlón que había escuchado noche tras noche, semana tras semana. Porque ¿quién es el culpable de la tesitura en que te encuentras, sino tú?
– Puta, sabandija -la había maldecido su hermano entre susurros, con tal violencia que se estremecía cada vez que lo recordaba-. Pagarás por esto, Sahlah, como pagan todas las putas.
Cerró los ojos con fuerza, como si la oscuridad total pudiera borrar el recuerdo de su memoria, la angustia de su corazón, y la enormidad del acto en que había participado. Pero sólo sirvió para que destellos de luz alumbraran detrás de sus ojos, como si un ser interior sobre el cual no tenía control intentara arrojar luz sobre todo cuanto deseaba ocultar.
Abrió los ojos de nuevo. Los destellos continuaron. Los vio alumbrar y parar, alumbrar y parar, en el punto donde la pared del dormitorio se encontraba con el techo. Tardó un instante en comprender.
Corto, corto, largo, pausa. Corto, corto, largo, pausa. ¿Cuántas veces había visto la señal durante el último año? Ven a mí, Sahlah. Anunciaba que Theo estaba fuera y utilizaba una linterna para avisar de que estaba en el huerto.
Cerró los ojos para no verla. Poco tiempo antes, habría saltado de la cama al instante, devuelto la señal con su linterna y salido con sigilo de su habitación. Con las zapatillas que ahogaban el sonido de sus pasos, habría pasado por delante de la habitación de sus padres, parado ante su puerta cerrada para escuchar el ruido tranquilizador de los sonoros ronquidos de su padre, y también los de su madre, más suaves. Habría bajado la escalera, caminado hasta la cocina, y desde allí habría salido a la noche.
Corto, corto, largo, pausa. Corto, corto, largo, pausa. Podía ver la luz incluso a través de sus párpados.
Percibió la urgencia de los destellos. Era la misma urgencia que había captado en su voz cuando la había telefoneado la noche anterior.
– Sahlah, gracias a Dios -dijo-. Te he telefoneado al menos cinco veces desde que supe lo de Haytham, pero no contestaste nunca, y la idea de dejar un mensaje… No me atreví. Por ti. Siempre contestaba Yumn. Quiero hablar contigo, Sahlah. Necesitamos hablar. Hemos de hablar.
– Ya hemos hablado -contestó ella.
– ¡No! Escúchame. Me malinterpretaste. Cuando dije que quería esperar, no tenía nada que ver con lo que siento por ti.
Hablaba en voz baja y rápida, como si creyera que le iba a colgar antes de que tuviera tiempo de decir todo lo que había pensado y, seguramente, ensayado. Pero también, como si temiera que le oyeran. Y ella sabía quién.
– Mi madre necesita que la ayude a preparar la cena -dijo-. Ahora no puedo hablar contigo.
– Crees que es por ti, ¿verdad? Lo vi en tu cara. A tus ojos soy un cobarde, porque no le he dicho a mi abuela que estoy enamorado de una asiática. Pero el que no se lo haya dicho no tiene nada que ver contigo. Nada. ¿De acuerdo? No es el momento oportuno.
– Nunca creí que tuviera algo que ver conmigo -le corrigió.
No tendría que haber hablado. No pudo desviarle del sendero que se había trazado, porque se apresuró a continuar.
– No se encuentra bien. Cada vez habla peor. Apenas puede caminar. Está débil. Necesita una enfermera. Tengo que quedarme aquí por ella, Sahlah. No puedo pedirte que vengas a esta casa, como mi mujer, para abrumarte con el peso de una anciana enferma que podría morir en cualquier momento.
– Sí -dijo ella-. Ya me lo has dicho, Theo.
– Entonces, ¿por qué no me concedes un poco más de tiempo, por el amor de Dios? Ahora que Haytham ha muerto, podremos estar juntos. Lo conseguiremos, Sahlah, ¿no te das cuenta? La muerte de Haytham podría ser una señal. Si la mano de Dios nos está diciendo que…
– Haytham fue asesinado, Theo -dijo-. No creo que la mano de Dios tenga nada que ver con ello.
Theo enmudeció. ¿Estaba impresionado?, se preguntó. ¿Estaba horrorizado? ¿Se estaba devanando los sesos por inventar algo con el timbre de sinceridad adecuado, tiernas palabras de compasión para ofrecer una condolencia que no sentía? ¿O pasaba algo muy diferente por su cabeza, una febril búsqueda de un medio sutil de presentarse a la luz más positiva?
Di algo, pensó Sahlah. Haz una sola pregunta que sirva de señal.
– ¿Cómo sabes…? El periódico… Cuando leí que había sido en el Nez… No sé por qué, pero pensé que había sufrido un infarto o algo por el estilo, o tal vez una caída. Pero ¿asesinado? ¿Asesinado?
No dijo «Dios mío, ¿cómo puedes soportar este horror?». No dijo «¿Qué puedo hacer por ti?». No dijo «Voy ahora mismo, Sahlah. Ocuparé el lugar que me corresponde por derecho a tu lado, y pondremos fin a esta maldita charada».
– La policía se lo dijo a mi hermano esta tarde -explicó Sahlah.
Siguió otro silencio. Le oyó respirar y trató de interpretar su respiración, como un momento antes había tratado de desvelar el sentido oculto tras el intervalo transcurrido entre su revelación y la reacción de Theo.
– Lamento que haya muerto -dijo por fin Theo-. Lamento el hecho de que haya muerto, pero no puedo fingir lamentar que no te cases este fin de semana. Voy a hablar con mi abuela, Sahlah. Se lo voy a contar todo, de principio a fin. He comprendido lo cerca que he estado de perderte, y en cuanto este proyecto de reurbanización se ponga en marcha, concentrará su atención en ello, y se lo contaré.
– ¿Eso quieres? ¿Qué concentre su atención en otra cosa? ¿Para que cuando nos presentes no se dé cuenta de que mi piel es de un color que considera ofensivo?
– No he dicho eso.
– ¿O es que no piensas presentarnos? Quizá piensas que el proyecto le exigirá tanto que acabará con ella, y entonces obtendrás su dinero y tu libertad.
– ¡No! ¡Escúchame, por favor!
– No tengo tiempo -dijo, y colgó, justo cuando Yumn salía de la sala de estar y entraba en el vestíbulo, donde el teléfono descansaba sobre un pedestal al pie de la escalera.
Su cuñada sonrió con una solicitud tan exagerada que Sahlah adivinó que había escuchado parte de la conversación.
– Oh, Señor, ese teléfono no ha parado de sonar desde que se esparció la noticia de lo sucedido a nuestro pobre Haytham -dijo Yumn-. Qué amables han sido sus amigos más íntimos al transmitir sus condolencias a la bonita novia de Haytham. Claro que no era del todo una novia, ¿verdad, Sahlah? Le faltaron unos días para eso. Pero da igual. Consolará su corazón saber que tanta gente quería a nuestro Haytham con un amor comparable al suyo.
Los ojos de Yumn reían, mientras el resto de su rostro componía una expresión afligida.
Sahlah giró sobre sus talones y fue en busca de su madre, pero oyó la risa silenciosa de Yumn a su espalda. Lo sabe, pensó Sahlah, pero no lo sabe todo.
Abrió los ojos en la cama para ver si la linterna seguía transmitiendo su mensaje. Corto, corto, largo, pausa. Corto, corto, largo, pausa. Él estaba esperando.
Estoy dormida, Theo, le dijo en silencio. Vete a casa. Vuelve con la abuela. Ya da igual, porque aunque hablaras, orgulloso de nuestro amor, sin miedo a la reacción de tu abuela, yo no estaría libre para ir contigo. En el fondo, eres como Rachel, Theo. Consideras la libertad un simple acto de voluntad, la conclusión lógica de re-› conocer los deseos y necesidades propios y luchar por satisfacerlos. Pero yo carezco de este tipo de libertad, y si intento conseguirla, ambos saldremos mal parados.
Cuando la gente que ama se despierta un día con su frágil mundo hecho jirones, el amor muere enseguida y da paso a la culpa. Así que vete a casa, Theo. Por favor. Vuelve a casa.
Dio la espalda al insistente mensaje, pero aún lo veía, reflejado en el espejo que había al otro lado de la habitación. Y eso le recordó cuando corría por el huerto a su encuentro, las manos extendidas que la aguardaban, unos labios y una boca sobre su cuello y hombros, unos dedos que se hundían en su cabello.
Y otras cosas: la febril anticipación del encuentro, el sigilo, el intercambio de ropa con Rachel para ir camuflada a la dársena de Balford al oscurecer, la silenciosa travesía del Wade cuando la marea estaba alta, pero no en el yate de los Shaw, sino en una pequeña Zodiac expropiada durante unas horas del puesto donde se alquilaban barcas, sentarse en una depresión poco honda de Horsey Island, junto al fuego qué él había encendido y alimentado con madera flotante, sentir el viento que atravesaba las altas hierbas marinas y oírlo susurrar entre la lavanda silvestre.
Él traía la radio, y con el fondo de la música empezaban hablando. Decían todo aquello que el tiempo y la contención del centro de trabajo les prohibían, maravillados al descubrir lo mucho que había que hablar para llegar a conocer a otra persona. Ninguno de los dos había previsto que hablar con alguien pudiera conducir a amar a alguien. Y ninguno de ambos había comprendido que amar a alguien conducía a un deseo cuyo rechazo sólo lo hacía más intenso.
Pese a todo lo ocurrido durante los últimos meses y los últimos días, Sahlah aún sentía el deseo. Pero no iría con él. Era incapaz de mirarle a la cara. No abrigaba el menor deseo de ver ninguna expresión en su rostro que revelara, como sin duda lo haría, su miedo, su dolor o su asco.
Todos hacemos lo que debemos, Theo, le dijo en silencio. Y por más que deseemos otra cosa, ninguno de nosotros puede cambiar el sendero que otro le elige o impone.
A la mañana siguiente, cuando Barbara llegó al centro de investigaciones, Emily Barlow estaba hablando por teléfono, concluyendo una conversación con la suficiente animosidad para comprender que debía estar hablando con su superintendente.
– No, Don -estaba diciendo-. No leo mentes. Por lo tanto, no sabré lo que los paquistaníes están tramando hasta que lo hagan… ¿De dónde quiere que saque un asiático para ese tipo de trabajo clandestino? Eso suponiendo que New Scotland Yard no tenga nada mejor que hacer que enviarnos un agente, para que se infiltre en una organización que, hasta el momento, no ha cometido ningún delito, que sepamos… Eso es lo que estoy intentando averiguar, por el amor de Dios… Sí, podría hacerlo. Si fuera tan amable de concederme la oportunidad de hacer algo más que pelearme con usted por teléfono dos veces al día.
Barbara oyó un irritado grito masculino al otro extremo de la línea. Emily puso los ojos en blanco y escuchó sin comentarios, hasta que el superintendente puso brusco fin a la conversación, mediante el expediente de colgar sin previo aviso. Barbara oyó el impacto de dos piezas al entrar en contacto. Emily blasfemó cuando el ruido atronó en su oído.
– Tres concejales acudieron a su oficina esta mañana -explicó Emily-. Les llegó el rumor de que se iba a celebrar una manifestación de protesta en High Street hoy a mediodía, y están preocupados por las tiendas…, las pocas que hay. No es que nadie nos haya informado de algo concreto, te lo advierto.
Siguió dando cuenta de lo que había estado haciendo antes de la llegada de Barbara y la llamada de Ferguson: colgar una funda de almohada azul sobre la ventana sin cortinas de su despacho, tal vez con la intención de obstaculizar la entrada del calor. Miró hacia atrás, mientras utilizaba la base de una grapadora para clavar la funda de almohada a la pared con chinchetas.
– Estás mucho más decente con la cara maquillada, Barb. Por fin pareces humana.
– Gracias. No sé hasta cuándo aguantaré, pero te aseguro que es eficaz para disimular las contusiones. Pensaba que se irían más deprisa. Lamento haberme perdido la reunión matinal.
Emily desechó la disculpa con un ademán. Barbara no tenía que fichar, dijo. Estaba de vacaciones, en teoría. Su colaboración con los paquistaníes era un premio inesperado para el DIC de Balford. Nadie esperaba que hiciera más de lo que hacía.
La inspectora bajó de la silla y continuó clavando la parte inferior de la funda de almohada. Había ido a la papelería de Carnarvon Road, en Clacton, informó a Barbara. La noche anterior había pasado un cuarto de hora allí, conversando con el propietario. El hombre en persona regentaba el local, y cuando ella le preguntó sobre el cliente paquistaní que utilizaba el teléfono para llamar a un tal Haytham Querashi, respondió al instante:
– Debe de ser el señor Kumhar. No se habrá metido en líos, ¿verdad?
Fahd Kumhar era un cliente habitual, dijo. Nunca causaba el menor problema, siempre pagaba en metálico. Venía al menos tres veces a la semana para comprar paquetes de Benson & Hedges. En ocasiones, también compraba un periódico. Y pastillas de limón. Era un forofo de las pastillas de limón.
– Nunca ha preguntado a Kumhar dónde, vive -dijo Emily-, pero el tío va con la suficiente frecuencia para que no sea difícil ponernos en contacto con él. Tengo a un hombre en la lavandería de la acera opuesta, vigilando la papelería. Cuando Kumhar asome la jeta, nuestro hombre le seguirá y nos avisará.
– ¿Está muy lejos la papelería del mercado de Clacton?
Emily sonrió sin humor.
– A menos de cincuenta metros.
Barbara asintió. El emplazamiento situaba a una persona más en las proximidades de los lavabos de caballeros, lo cual les proporcionaba la primera posibilidad de corroborar la historia de Trevor Ruddock. Refirió a Emily sus llamadas telefónicas a Pakistán. No añadió que Azhar había hablado en su nombre, y como Emily no le pidió que aclarara cómo se las había apañado, llegó a la conclusión de que la información era más importante que la manera de obtenerla.
Al igual que Barbara, Emily se centró en las conversaciones de Querashi con el muftí.
– Si los musulmanes consideran la homosexualidad un pecado grave… -dijo.
– Lo es -confirmó Barbara-. No cabe la menor duda.
– Entonces, existen buenas posibilidades de que nuestro querido Trevor haya dicho la verdad. Y de que ese tal Kumhar, que merodea por la vecindad, supiera lo de Querashi.
– Tal vez -dijo Barbara-, pero puede que Querashi consultara al muftí sobre el pecado de otra persona, ¿no? De Sahlah, por ejemplo. Si ella había pecado al acostarse con Theo, y creo que la fornicación es un pecado tan grande como cualquier otro, sería expulsada de la familia. Y eso, creo, libraría a Querashi de la obligación de casarse con ella. Quizá estaba buscando eso: una salida.
– Lo cual pondría fuera de sí a los Malik. -Emily movió la cabeza para dar las gracias a Belinda Warner, cuando la agente entró un fax y se lo dio-. ¿Ha dicho algo Londres sobre las huellas que encontramos en el Nissan? -preguntó.
– He llamado al SO4 -contestó Belinda-. Me preguntaron si era consciente de que los agentes reciben cada día las huellas de dos mil seiscientas personas, y si existía algún motivo especial para que nuestras huellas tuvieran la máxima prioridad.
– Ya les llamaré yo -dijo Barbara a Emily-. No puedo prometer nada, pero intentaré acelerar la burocracia.
– Este fax es de Londres -continuó Belinda-. El profesor Siddiqi ha traducido la página del libro encontrado en la habitación de Querashi. Phil llamó desde la dársena. Los Shaw tienen un yate grande allí.
– ¿Y los asiáticos? -preguntó Emily.
– Sólo los Shaw.
Emily despidió a la joven y contempló el fax con aire pensativo antes de leerlo.
– Sahlah regaló a Theo Shaw ese brazalete -dijo Barbara-. «La vida empieza ahora.» Y la coartada de él es tan firme como la mermelada.
Pero la inspectora continuaba estudiando el fax de Londres. Leyó en voz alta.
– «Cómo no vamos a luchar por la causa de Alá y de los hombres desvalidos, y de las mujeres y niños que gritan: ¡Señor! ¡Sácanos de esta ciudad de opresores! ¡Oh, danos un amigo protector mediante tu Presencia! ¡Oh, danos algún protector mediante tu Presencia!» Bien. -Tiró el fax sobre su escritorio-. Eso lo deja todo tan claro como el barro.
– Parece que podemos confiar en Azhar -dijo Barbara-. Es casi una traducción palabra por palabra de su versión de ayer. En cuanto a su significado, Muhannad dijo que era una señal de que alguien estaba causando problemas a Querashi. Se aferró a la parte de «sácanos de esta ciudad».
– ¿Afirma que estaban acosando a Querashi? -aclaró Emily-. No tenemos la menor prueba de eso.
– Tal vez Querashi deseaba huir de ese matrimonio -adujo Barbara, y abundó en la idea, que apoyaba su tesis anterior-. Al fin y al cabo, si descubrió que su prometida estaba liada con Shaw, no pudo ponerse muy contento. Es lógico que intentara romper el compromiso. Quizá telefoneó a Pakistán para hablar con el muftí sobre eso, de una manera velada.
– Yo diría que más bien se dio cuenta de que no podría aparentar lo que no era durante los siguientes cuarenta años, y trató de evitar el matrimonio por eso, independientemente de lo que hablara con ese muftí. Luego, alguien se enteró de su reticencia a casarse con Sahlah y… -Formó una pistola con el índice y el pulgar, apuntó a Barbara y apretó el gatillo-. Llena tú los huecos, Barb.
– Pero ¿qué pinta Kumhar en todo esto? ¿Y las cuatrocientas libras que Querashi le entregó?
– Cuatrocientas libras serían un buen adelanto de una dote, ¿verdad? Quizá quería casar a Kumhar con una de sus hermanas. Tiene hermanas, ¿no? Lo leí en uno de esos malditos informes.
Indicó el caos de papeles que cubrían su escritorio.
El razonamiento de Emily tenía sentido, pero despertó cierta inquietud en Barbara, inquietud que no se mitigó cuando Emily prosiguió.
– El asesinato fue planeado hasta el último detalle, Barb. Y el último detalle tenía que ser una coartada a prueba de bomba. La persona que dedicó parte de su tiempo a seguir los movimientos nocturnos de Querashi, preparar una trampa con el alambre y tomar la precaución de no dejar el menor rastro, no podía dejar de procurarse una coartada sólida para el viernes por la noche.
– De acuerdo -dijo Barbara-. Lo admito. Pero como todo el mundo, excepto Theo Shaw, tiene una coartada, y más de una persona tenía un motivo para liquidar a Querashi, ¿no deberíamos buscar otra cosa?
Habló a Emily de las llamadas telefónicas que Querashi había hecho, pero Emily la interrumpió en cuanto llegó al mensaje ininteligible del contestador automático de Hamburgo.
– ¿Hamburgo? -preguntó-. ¿Querashi telefoneó a Hamburgo?
– Los números de Hamburgo estaban en el listado del ordenador. La otra llamada fue a la jefatura de policía, por cierto, pero aún no he averiguado quién recibió la llamada. ¿Por qué? ¿Significa algo especial Hamburgo?
En lugar de contestar, Emily sacó una bolsa de plástico, que contenía ensalada mixta, de su cajón. Barbara intentó no aparentar culpabilidad por el desayuno que había engullido: un buen plato de huevos, patatas, salchichas, champiñones y beicon, rico en colesterol y grasas. Pero daba igual. Emily estaba tan abismada en sus pensamientos que tampoco se habría dado cuenta.
– ¿Qué pasa, Em?
– Klaus Reuchlein.
– ¿Quién?
– Era el tercer comensal en la cena de Colchester del viernes por la noche.
– ¿Un alemán? Cuando dijiste un extranjero pensé que te referías…
Con qué facilidad influían en sus procesos mentales sus predisposiciones naturales y prejuicios inconscientes. Barbara había dado por sentado que la palabra «extranjero» significaba un asiático, cuando «no dar nada por sentado» era una de las primeras reglas del trabajo policial.
– Es de Hamburgo -dijo Emily-. Rakin Khan me dio su número. Si no me cree, y es evidente que no, me dijo, confirme la coartada de Muhannad con esto. Y me lo dio. ¿Dónde lo he…?
Rebuscó entre los papeles y carpetas de su escritorio y rescató su libreta de notas. Pasó las páginas hasta encontrar la que buscaba. Leyó el número en voz alta.
Barbara extrajo el listado de su bolso y localizó el primer número de Hamburgo.
– Puta mierda -dijo.
– ¿Significa eso que llamaste anoche al señor Reuchlein? -Emily sonrió, echó atrás la cabeza y agitó un puño en el aire-. Ya está, Barb. El señor Hombre de su Pueblo. El señor Político. Creo que le tenemos.
– Tenemos una relación -admitió Barbara con cautela-, pero sólo podría ser una coincidencia, Em.
– ¿Una coincidencia? -dijo con incredulidad Emily-. ¿Querashi telefonea por casualidad a la misma persona que representa la mitad de la coartada de Muhannad Malik? Venga, Barb. No es una coincidencia.
– ¿Y qué hay de Kumhar?
– ¿Qué pasa con él?
– ¿Cómo encaja? Es evidente que vive en las cercanías de la plaza del mercado de Clacton, en la misma zona donde Trevor afirma que vio a Querashi mariconeando. ¿Es una coincidencia? Si lo es, ¿cómo podemos decir que un hecho del caso constituye una coincidencia, y el otro apunta al asesino de Querashi? Si lo de Kumhar no es una coincidencia, ¿qué tenemos entre manos? ¿Una conspiración en toda regla para asesinar a Querashi, orquestada por miembros de su comunidad? ¿Y por qué?
– No hace falta saber por qué. Eso es asunto del fiscal. Nosotros sólo debemos entregarle un quién y un cómo.
– Estupendo -dijo Barbara-. De acuerdo. Aceptado. Pero sabemos que aquella noche se oyó un barco en las cercanías. Los Shaw tienen un yate. Sabemos que Ian Armstrong se benefició directamente de la muerte de Querashi. Su coartada es bastante más débil que la de los demás. Tenemos una declaración de que Querashi era un mariconazo. Sabemos que fue al Nez para encontrarse con alguien, una persona con la que se citaba a menudo. No veo cómo podemos desechar todo esto para centrarnos en la única línea de investigación que conduce a Muhannad. No creo que sea un trabajo policial decente, Em, y pienso que tú tampoco lo crees.
Supo al instante que había ido demasiado lejos. Su tendencia a parlotear, discutir, acusar y plantar cara (que jamás le planteaba problemas cuando trabajaba con el afable inspector Lynley) había socavado su autocontrol. La inspectora enderezó la columna, mientras sus pupilas se contraían hasta adquirir el tamaño de unos alfileres.
– Lo siento -se apresuró a decir Barbara-. Puta mierda. Lo siento. Me he animado y no he pensado. Si me concedes un momento, intentaré sacar la pata de donde la he metido.
Emily guardó silencio. Estaba inmóvil, salvo por los dedos índice y medio de su mano derecha, que tabaleaban sobre el escritorio.
El teléfono sonó. No lo descolgó. Barbara paseó una mirada nerviosa entre la inspectora y el aparato.
El timbre dejó de sonar al cabo de quince segundos. Belinda Warner apareció en la puerta.
– Frank al teléfono, jefa -dijo-. Ha abierto la caja de seguridad que Querashi tenía en el Barclays de Clacton. Dice que hay un conocimiento de embarque de una empresa llamada Eastern Imports. -Echó un vistazo a un pedazo de papel en el que, al parecer, había apuntado la información concerniente al Barclays-. «Proveedores de muebles, alfombras y otros complementos para el hogar», pone. Una empresa importante de Pakistán. También tiene un sobre con parte de una dirección, «Oskarstrasse 15», y una página de una revista lujosa, de la que no ha deducido nada. También hay documentación sobre una casa en la Primera Avenida y los documentos de inmigración de Querashi. Eso, es todo. Frank pregunta si quieres que lo traiga.
– Dile que por una vez utilice su jodida cabeza -replicó Emily-. Pues claro que quiero que lo traiga.
Belinda tragó saliva y salió a toda prisa. Emily se volvió hacia Barbara.
– Oskarstrasse 15 -dijo con aire pensativo, pero con una intención que Barbara no dejó de captar-. ¿Dónde crees que está esa dirección?
– Me he pasado -dijo Barbara-. A veces debería morderme la lengua, pero no lo hago. ¿Podemos olvidar lo que he dicho?
– No -contestó Emily-. No podemos olvidarlo.
Mierda, pensó Barbara. Al diablo sus planes de trabajar codo con codo con la inspectora, aprender algo de ella e impedir que Taymullah Azhar se metiera en líos. Todo por culpa de su maldita lengua.
– Joder, Em -dijo.
– Sigue.
– Lo siento. Lo siento de veras. No pretendía… ¡Joder!
Barbara apoyó la cabeza en la palma de la mano.
– No me refería a que siguieras en ese plan rastrero -dijo Emily-. Por apropiado que sea. Me refería a que siguieras con lo que estabas diciendo.
Barbara levantó la vista, confusa, y trató de descifrar ironía y ganas de humillar en el rostro de su amiga, pero sólo vio interés. Una vez más, se vio obligada a reconocer aquellas cualidades esenciales para su profesión: la capacidad de retractarse, la predisposición a escuchar y la facilidad para alterar un plan de acción si se presentaba otro.
Se humedeció los labios, percibió el sabor del lápiz de labios que se había aplicado antes.
– De acuerdo -dijo, pero procedió con cautela, decidida a controlar su lengua ingobernable-. Olvidémonos de Sahlah y Theo Shaw por un momento. Supongamos que Querashi llamó al muftí por el problema de su homosexualidad, como tú sugeriste. Telefoneó y preguntó si un musulmán que comete un pecado grave sigue siendo un musulmán, y estaba hablando de él.
– Me parece bien.
Emily cogió un puñado de ensalada y lo acunó en su palma.
– Le dijeron que un pecado grave le apartaría del islam, así que decidió terminar su relación y se lo dijo al otro tío en un encuentro anterior, pero este otro tío, su amante, no quería romper. Solicitó otra cita. Querashi cogió los condones, imaginando que el último encuentro terminaría con un polvo de despedida. Mejor precavido que arrepentido. Sólo que, esta vez, su amante planeó la muerte de Querashi, por aquello de que «ni mío ni de nadie».
– Querashi se convirtió en su obsesión -aclaró Emily, como si hablara para ella. Desvió la vista hacia el ventilador que había desenterrado del desván el día anterior. Aún no lo había conectado. Las palas estaban cubiertas de polvo-. Veo adonde quieres ir, Barb, pero olvidas una cosa: tu propia argumentación de ayer. ¿Por qué su amante movería el cuerpo de Querashi después de asesinarle? Lo que habría podido pasar por un accidente despertó de inmediato sospechas a causa de eso. Y porque registraron el Nissan.
– El maldito Nissan -fue la respuesta de Barbara, una admisión de que Emily había echado su teoría por tierra. Sin embargo, cuando pensó en los acontecimientos de aquel fatídico viernes (una cita secreta, una caída fatal, un cuerpo trasladado de lugar, un coche registrado), empezó a entrever otra posibilidad-. Em, ¿y si hay una tercera persona implicada?
– ¿Un ménage a tríos? ¿Qué quieres decir?
– Imagina que el supuesto amante de Querashi no cometió el crimen. ¿Tienes las fotos del lugar de los hechos?
La inspectora volvió a rebuscar entre los papeles de su escritorio. Encontró la carpeta y dejó las fotos del cadáver a un lado. Desplegó las fotos del lugar. Barbara se puso detrás de la silla de Emily y miró las fotos por encima de su hombro.
– De acuerdo -dijo Emily-. Vamos a trabajarlo. A ver cómo casa con la teoría de que el amante de Querashi no fue el asesino. El viernes, si la intención de Querashi era encontrarse con alguien, esa persona ya estaba en el Nez, esperándole, cuando Querashi llegó, o bien estaba en camino. ¿De acuerdo?
– De acuerdo. -Barbara tomó el relevo-. Luego, si esa persona vio u oyó a Querashi cuando caía, o le encontró muerto al pie de la escalera…
– Debió asumir que era un accidente. Tenía dos posibilidades: dejar el cadáver allí para que lo encontrara otra persona, o informar del accidente.
– De acuerdo. Si quiere mantener en secreto la relación, abandona el cadáver. Si le da igual…
– Informa -concluyó Emily.
– Pero todo cambia si el amante de Querashi vio algo sospechoso aquella noche.
Emily volvió poco a poco la cabeza, hasta clavar sus ojos en los de Barbara.
– Si el amante vio… Hostia, Barb. La persona con la que Querashi iba a encontrarse debió darse cuenta de que era un asesinato cuando cayó.
– El amante de Querashi está escondido, esperando. Ve al asesino montar la trampa con el alambre, una sombra que se mueve en la escalera. No sabe lo que está viendo, pero cuando Querashi se precipita al vacío, lo adivina todo. Incluso ve al asesino cuando retira el alambre después.
– Pero no puede delatarse, porque no quiere que se conozca su aventurilla -siguió Emily.
– Porque está casado -dijo Barbara.
– O liado con otra persona.
– En cualquier caso, no puede delatarse, pero quiere hacer algo para indicar a la policía que se trata de un crimen, no de un accidente.
– Mueve el cuerpo -terminó Emily-. Y pone patas arriba el coche. Hostia, Barb. ¿Sabes lo que esto significa?
Barbara sonrió.
– Que tenemos un jodido testigo, jefa.
– Y si el asesino lo sabe -añadió Emily con semblante sombrío-, también tenemos a una persona que corre peligro.
Yumn estaba de pie ante la ventana, cambiando los pañales del niño, cuando oyó que la puerta principal se cerraba y unos pies calzados con sandalias bajaban por el sendero hasta la calle. Se asomó y vio que Sahlah se ponía su dupatta de color ámbar sobre su espeso cabello mientras corría hacia el Miera, aparcado en el bordillo. Llegaba tarde a trabajar otra vez, pero sin duda Akram perdonaría a su preciosa niña aquel retraso desafortunado.
Había pasado media hora en el cuarto de baño, con el agua de la bañera abierta para apagar los ruidos de sus vómitos matutinos. Pero nadie lo sabía, ¿verdad? Pensaban que se estaba bañando, un rito inusual por las mañanas (Sahlah se bañaba por las noches), pero comprensible, teniendo en cuenta el calor insoportable. Sólo Yumn sabía la verdad, Yumn, que se había apostado ante la puerta para escuchar, para hacer acopio de información y contrarrestar el peligro en potencia de que Sahlah no complajera a su cuñada, a la cual debía respeto, lealtad y cooperación.
Pequeña puta, pensó Yumn, mientras veía a Sahlah subir al coche y bajar las dos ventanillas. Escapar a escondidas para encontrarte con él por las noches, invitarle a tu habitación cuando la casa está dormida, abrirte de piernas para él, unir vuestros cuerpos, mover las caderas, y a la mañana siguiente parecer tan pura tan inocente tan frágil tan adorable tan preciosa tan… Pequeña puta. Como un huevo podrido perfecto por fuera, pero que, una vez roto, revela su corrupción.
El bebé lloriqueó. Yumn bajó la vista y vio que, en lugar de haberle quitado el pañal sucio, lo había envuelto sin darse cuenta alrededor de su pierna.
– Querido -dijo, y se apresuró a quitarlo-. Perdona a tu olvidadiza ammi-gee, Bishr.
El niño agitó las piernas y los brazos. Lo miró. Desnudo era magnífico.
Utilizó la toallita de franela para limpiarlo entre las piernas, y secó con cuidado el diminuto pene. Dejó al descubierto el glande y pasó la toalla a su alrededor.
– Amorcito de ammi-gee -canturreó-, Bishr. Sí. Sí. Eres tú. Tú eres el verdadero amor de ammi-gee.
Cuando estuvo limpio, no se apresuró a buscar un pañal nuevo. Lo admiró. A juzgar por su forma, por su fuerza y su tamaño, adivinó que sería como su padre.
Su masculinidad afirmaba el lugar de Yumn como mujer. Su deber era dar hijos a su esposo, y había cumplido ese deber y lo continuaría cumpliendo mientras su cuerpo le permitiera el privilegio. Como consecuencia, no sólo cuidarían de ella cuando fuera anciana, sino que la adorarían. Una gloria mayor de la que Sahlah alcanzaría, aunque viviera mil veces. No podía confiar en ser tan fértil como Yumn, y ya había transgredido hasta tal punto los principios de su religión que jamás podría redimirse. Era una mercancía estropeada, sin posibilidad de salvación. Sólo merecía una vida de servidumbre.
Un pensamiento reconfortante.
– Sí -canturreó Yumn al bebé-. Sí, sí, qué. pensamiento tan reconfortante.
Acarició el insignificante apéndice que asomaba entre sus piernas. Era increíble que aquel pellejo de carne pudiera determinar el papel que el niño interpretaría en la vida. Pero así lo había decretado el Profeta.
– Los hombres mandan sobre nosotras -cantó Yumn al bebé-, porque Alá hizo a uno superior a la otra. Escucha a ammi-gee, pequeño Bishr. Cumple tu deber: amparar, proteger y guiar. Y busca a una mujer que sepa cumplir el suyo.
Sahlah no lo sabía, desde luego. Interpretaba el papel de hija obediente, cumplidora hermana menor y cuñada servicial y dócil como estaba exigido. Pero sólo era una pantomima. La muchacha auténtica era la que yacía en la cama, cuyos muelles crujían rítmicamente en plena noche.
Yumn lo sabía. Y se había propuesto callar al respecto. Bien, no del todo. Algunos tipos de hipocresía eran inaceptables. Cuando los vómitos matutinos de Sahlah se habían iniciado nada más acceder a casarse con el primer joven que le habían presentado como marido en potencia, Yumn había tomado la decisión de actuar. No sería cómplice de un engaño tan grande como el que Sahlah pretendía imponer a su prometido.
Por eso había ido a ver a Haytham Querashi en secreto, tras salir subrepticiamente de la casa una de las numerosas tardes que Muhannad pasaba fuera. Había acorralado al novio en su hotel y, sentados rodilla contra rodilla en su habitación, una especie de buhardilla, había cumplido su deber, como cualquier mujer religiosa habría hecho, y revelado el único impedimento insuperable que presentaba el inminente matrimonio con su cuñada. Sahlah podía deshacerse del bebé que llevaba en su seno, por supuesto, pero no podía recuperar su virginidad.
Sin embargo, Haytham no había reaccionado como Yumn esperaba. El anuncio de «Está mancillada, embarazada de otro hombre» no había dado lugar a lo que la lógica y la tradición dictaban. De hecho, Haytham se había quedado tan tranquilo ante la revelación de Yumn, que ésta había experimentado un momento de miedo, al pensar que tal vez se había precipitado en sus conclusiones, y que los vómitos matutinos de Sahlah habían empezado después de la llegada de Haytham y no antes, con lo que Haytham sería el padre del hijo de Sahlah.
Pero sabía que ése no era el caso. Sabía que Sahlah ya estaba embarazada cuando Haytham llegó. Por lo tanto, su aceptación del matrimonio, combinada con su serenidad después de haber sido alertado sobre el pecado de Sahlah, sólo podía significar una cosa. Conocía su estado y, pese a ello, había accedido a casarse con ella. La putita estaba salvada, comprendió Yumn. Estaba salvada del repudio y salvada del deshonor porque Haytham estaba ansioso, preparado y dispuesto a alejarla del hogar familiar en cuanto ella quisiera.
La situación no podía ser más injusta. Yumn, que había debido soportar durante casi tres años la exaltación de las virtudes de Sahlah por parte de su suegra, aprovechaba con sumo placer todas las oportunidades de atormentar a la muchacha. Ya estaba harta de oír hablar de la belleza de Sahlah, de su talento artístico, debido a las penosas chucherías que hacía, de sus cotas intelectuales, de su devoción religiosa, de su perfección física y, sobre todo, de su apego al deber. Wardah Malik podía ponerse insufrible cuando comentaba la última característica de su amada hija, y no tenía el menor escrúpulo en invocar la perpetua docilidad de Sahlah cada vez que Yumn la disgustaba. Si cocía demasiado el sevian, Wardah se extendía durante veinte minutos sobre el tema de la experiencia culinaria de Sahlah. Si osaba saltarse una de las cinco oraciones diarias (y era muy propensa a olvidarse la namaz de la mañana), recibía un discurso de diez minutos sobre la devoción al islam de Sahlah. Si no sacaba bien el polvo, si no limpiaba el baño a fondo, si no eliminaba todas las telarañas de la casa, su desaliño era comparado con las costumbres higiénicas de Sahlah, inigualables, por supuesto. Por consiguiente, se había alegrado mucho al enterarse del pecado de su cuñada. Y aún se había alegrado más al comprender que podría utilizar aquella información en su beneficio. Yumn casi había renunciado a todos sus sueños de retener indefinidamente a Sahlah cautiva de sus deseos y órdenes, una vez Haytham anunció la decisión de casarse con ella pese a sus pecados. Pero ahora, el futuro de la muchacha estaba en las manos de Yumn de nuevo, y en sus manos era donde Sahlah merecía estar.
Yumn sonrió a su hijo. Empezó a envolverlo en el pañal nuevo.
– Qué bella es la vida, pequeño dios -susurró.
Hizo una lista mental de las tareas que Sahlah debería realizar cuando llegara a casa por la noche.