Capítulo 1

Quien dijo que abril es el mes más cruel nunca estuvo en Londres durante una ola de calor veraniega. Junio era el mes más cruel, con su cielo teñido de un marrón de diseño a causa de la contaminación, los edificios (además de las cavidades nasales) pintados de un negro tóxico gracias a los camiones diesel, y las hojas de los árboles ataviadas a la última moda en lo concerniente a polvo y mugre. De hecho, era un verdadero infierno. Ésta era la nada sentimental evaluación que Barbara Havers estaba llevando a cabo sobre la capital de su país mientras la atravesaba un domingo por la tarde, camino de casa en su traqueteante Mini.

Estaba algo colocada, pero le resultaba agradable. No lo suficiente para constituir un peligro para ella o los demás, pero sí lo suficiente para pasar revista a los acontecimientos del día en el plácido resplandor crepuscular producido por champán francés del caro.

Volvía a casa después de una boda. No había sido el acontecimiento social de la década, como ella suponía que sería la boda de un conde con su amada de toda la vida. Antes al contrario, se había reducido a una sencilla ceremonia en una pequeña iglesia cercana a la casa de Beigravia del conde. Y en lugar de aristócratas vestidos de punta en blanco, los invitados habían sido los amigos más íntimos del conde, junto con unos pocos compañeros de Scotland Yard. Barbara Havers se incluía en este grupo. A veces prefería pensar que constaba en la nómina de los primeros.

Tras arduas reflexiones, Barbara pensó que tendría que haber esperado del inspector Thomas Lynley el tipo de boda discreta que lady Helen Clyde y él habían preferido. Él había intentado dejar de lado su faceta de lord Asherton desde que Barbara le conocía, y lo último que habría deseado a modo de esponsales hubiese sido una ceremonia ostentosa y abarrotada de aristócratas ricachos. En cambio, dieciséis invitados profundamente antiaristócratas se habían congregado para presenciar los esponsales de Lynley y Helen, tras lo cual todos habían recalado en La Tante Claire de Chelsea, donde se habían zampado una variedad de canapés, champán, una comida tardía y más champán.

Una vez celebrados los brindis, y la pareja partida en dirección a una luna de miel cuyo destino se negaron a revelar entre carcajadas, los invitados se dispersaron. Barbara se quedó un rato en la acera calcinada por el sol de Royal Hospital Road e intercambió unas palabras con los demás invitados, entre los cuales se encontraba el padrino de Lynley, un especialista forense llamado Simón St. James. En el mejor estilo inglés, primero hablaron del tiempo. Según el grado de tolerancia del interlocutor hacia el calor, la humedad, el smog, los gases de escape, el polvo y el fulgor deslumbrante, la atmósfera fue definida como maravillosa, horrible, bendita, espantosa, deliciosa, agradable, insufrible, celestial o infernal. Se declaró hermosa a la novia. El novio era apuesto. La comida era exquisita. Después se produjo un silencio general, que el grupo aprovechó para decidir entre dos alternativas: seguir hablando de banalidades o despedirse.

El grupo se dividió. Barbara se quedó con St. James y su mujer Deborah. Los dos se estaban licuando bajo el implacable sol. Él se secó la frente con un pañuelo y ella se abanicó afanosamente con un antiguo programa de teatro que había desenterrado de su enorme bolso de paja.

– ¿Quieres venir con nosotros a casa, Barbara? -preguntó-. Vamos a sentarnos en el jardín durante el resto del día, y pienso pedir a papá que nos duche con la manguera.

– Eso sería fantástico -dijo Barbara. Se secó la piel en el punto donde el sudor había humedecido el cuello de su blusa.

– Estupendo.

– Pero no puedo. La verdad, estoy hecha polvo.

– Muy comprensible -dijo St. James-. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

– Qué estúpida soy -se apresuró a añadir Deborah-. Lo siento, Barbara. Me había olvidado por completo.

Barbara lo puso en duda. Los vendajes que cubrían su nariz y los morados de su cara, por no mencionar el diente delantero roto, imposibilitaban que alguien pasara por alto el hecho de que había estado unos días en el hospital. Deborah era demasiado educada para reparar en ello.

– Dos semanas -contestó Barbara.

– ¿Cómo va el pulmón?

– Funciona.

– ¿Y las costillas?

– Sólo duelen cuando me río.

St. James sonrió.

– ¿Vas a tomarte un permiso?

– Órdenes son órdenes. No puedo volver hasta que el médico me dé el alta.

– Lo siento mucho -dijo él-. Fue un caso de mala suerte.

– Sí, ya.

Barbara se encogió de hombros. Había resultado herida en el cumplimiento del deber, la primera vez que asumía la responsabilidad de una parte de la investigación. No quería hablar de ello. Su orgullo había recibido un golpe tan grave como su cuerpo.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó St. James.

– Huir del calor -le aconsejó Deborah-. Vete a las Highlands. Vete a los lagos. Vete a la playa. Ojalá pudiera hacerlo yo.

Barbara caviló las sugerencias de Deborah mientras subía por Sloane Street. La orden final del inspector Lynley al concluir la investigación había sido que se tomara unas vacaciones, y había repetido dicha orden en la breve conversación que habían mantenido después de la ceremonia.

– Lo he dicho en serio, sargento Havers -le recordó-. Se merece un descanso, y quiero que se lo tome. ¿Me he expresado con suficiente claridad?

– Sin lugar a dudas, inspector.

Pero lo que no estaba claro era qué iba a hacer durante su forzado permiso. Un período lejos de su trabajo confundía a una mujer que mantenía a raya su vida privada, su psique herida y sus sentimientos con el fin de no disponer de tiempo para atenderlos. En el pasado había utilizado sus vacaciones del Yard para cuidar de la precaria salud de su padre. Después de su muerte había empleado las horas libres en hacer frente a la enfermedad mental de su madre, la renovación y venta del hogar familiar, y el traslado a su vivienda actual. Ahora no quería tener tiempo libre. La sola sugerencia de un período libre de minutos que se convirtieran en horas, luego en días y después en semanas… Sólo de pensarlo, sus palmas se cubrieron de sudor. El dolor se propagó a sus codos. Cada fibra de su cuerpo menudo y regordete empezó a chillar «Ataque de angustia».

Mientras se abría paso entre el tráfico y parpadeaba para defenderse de las partículas de hollín que habían entrado por la ventanilla, arrastradas por el aire bochornoso, se sintió como una mujer al borde del abismo. Un abismo sin límites. El letrero que lo anunciaba contenía las temibles palabras «tiempo libre». ¿Qué iba a hacer? ¿Adonde iría? ¿Cómo llenaría las horas interminables? ¿Leería novelas románticas? ¿Lavaría las tres únicas ventanas de su casa? ¿Aprendería a planchar, a hornear, a coser? ¿No sería mejor licuarse bajo el sol? Ese jodido calor, ese abyecto calor, ese atosigante, insufrible abominable calor, ese…

Cálmate, se dijo. Estás condenada a unas vacaciones, no a un aislamiento carcelario.

Al llegar a lo alto de Sloane Street, esperó con paciencia para doblar hacia Knightsbridge. Había escuchado los telediarios día tras día en la habitación del hospital, y por eso sabía que el tiempo excepcional había atraído hacia Londres una cantidad de turistas superior a la normal. Pero aquí los veía. Hordas de paseantes armados con botellas de agua mineral se abrían paso por las aceras. Más hordas surgían de la estación de metro de Knightsbridge y hormigueaban en todas direcciones. Y cinco minutos después, cuando Barbara consiguió subir por Park Lane, vio más turistas, junto con masas de compatriotas que desnudaban sus cuerpos blancuzcos a Apolo sobre los parterres sedientos de Hyde Park. Autobuses descubiertos avanzaban a paso de tortuga bajo el sol abrasador, cargados de pasajeros que escuchaban fascinados las explicaciones de los guías, que hablaban por micrófonos. Y los autocares turísticos escupían alemanes, coreanos, japoneses y norteamericanos ante las puertas de todos los hoteles que veía.

Todos respirando el mismo aire, pensó. El mismo aire tórrido, malsano e irrespirable. Tal vez necesitaba unas vacaciones, al fin y al cabo.

Rodeó la enloquecida congestión de Oxford Street y giró por Edgware Road. Las masas de turistas dieron paso a masas de inmigrantes: mujeres de tez oscura vestidas con saris, chadors e hijabs. Hombres de tez oscura con toda clase de indumentarias, desde tejanos a túnicas. Mientras avanzaba lentamente entre el tráfico, Barbara contemplaba a aquellos extranjeros que entraban y salían con decisión de las tiendas. Reflexionó sobre los cambios acaecidos en Londres durante sus treinta y tres años. Sin duda la comida había experimentado una mejora sustancial, pero como miembro de la policía sabía que aquella sociedad políglota había engendrado todo un abanico de problemas políglotas.

Se desvió para esquivar al gentío que se agolpaba en los alrededores de Camden Lock. Diez minutos más, y al fin ascendía por Eton Villas, donde rogó al ángel de la guarda de los transportes que le encontrara un hueco para aparcar cerca de su cuchitril particular.

El ángel ofreció un compromiso: un hueco en la esquina, a unos cincuenta metros de distancia. Barbara, tras unas cuantas maniobras creativas, consiguió embutir el Mini en un espacio sólo apto para una moto. Volvió caminando cansinamente sobre sus pasos y abrió la cancela que daba acceso a la casa amarilla eduardiana tras la cual se alzaba su casita.

Durante la larga travesía de la ciudad, el agradable calorcillo del champán se había metamorfoseado, como suele suceder con todos los calorcillos agradables debidos al alcohol: se estaba muriendo de sed. Clavó la vista en el sendero que discurría justo al lado de la casa y conducía al jardín posterior. Al fondo, su casita tenía un aspecto fresco y tentador, a la sombra de una acacia blanca.

El aspecto mentía, como de costumbre. Cuando Barbara abrió la puerta y entró, el calor la engulló. Las tres ventanas estaban abiertas, con la esperanza de alentar las corrientes de aire, pero no soplaba la menor brisa, de manera que el pesado aire invadió sus pulmones con un ardor implacable.

– Puta mierda -murmuró Barbara.

Arrojó el bolso sobre la mesa y se encaminó a la nevera. Un litro de Volvic semejaba una torre de apartamentos entre sus compañeros: los cartones y cajas de comidas para llevar y precocinadas. Barbara agarró la botella y se la llevó hasta el fregadero. Se echó cinco tragos al coleto, después se agachó y vertió la mitad de lo que quedaba sobre su cuello y cabello. La brusca caricia del agua fría provocó que sus ojos parpadearan. Era el paraíso perfecto.

– Joder -dijo-. He descubierto a Dios.

– ¿Te estás duchando? -preguntó una voz infantil detrás de ella-. ¿Quieres que vuelva más tarde?

Barbara se volvió hacia la puerta. La había dejado abierta, pero no esperaba que eso fuera interpretado como una invitación para visitantes de paso. En realidad no había visto a ningún vecino desde que le habían dado el alta en el hospital de Wiltshire, donde había pasado más de una semana. Para evitar encuentros casuales, había limitado sus idas y venidas a las horas en que los habitantes del edificio principal estaban ausentes.

Pero allí estaba uno de ellos, y cuando la niña avanzó un pasito vacilante, sus acuosos ojos se agrandaron de sorpresa.

– ¿Qué te has hecho en la cara, Barbara? ¿Has tenido un accidente de coche? Tiene mal aspecto.

– Gracias, Hadiyyah.

– ¿Te duele? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde has estado? Estaba muy preocupada. Te he telefoneado dos veces. Te he llamado hoy. Mira, tu contestador automático parpadea. ¿Quieres que lo conecte? Sé hacerlo. Tú me enseñaste, ¿recuerdas?

Hadiyyah cruzó alegremente la sala y se dejó caer sobre la cama de Barbara. El contestador automático descansaba sobre un estante, junto al diminuto hogar. Pulsó con seguridad uno de los botones y dedicó una sonrisa resplandeciente a Barbara cuando sonó su voz.

«Hola -decía su mensaje-. Soy Khalidah Hadiyyah. Tu vecina. La de delante de tu casa. El piso de la planta baja.»

– Papá siempre dice que he de identificarme cuando llamo a alguien -explicó Hadiyyah-. Dice que es una cuestión de educación.

– Es una buena costumbre -admitió Barbara-. Reduce la confusión al otro extremo de la línea.

Cogió un paño de cocina que colgaba de un gancho y se secó el pelo y la nuca.

«Hace un calor horroroso, ¿verdad? -continuó el mensaje-. ¿Dónde estás? Te llamo para preguntarte si quieres ir a tomar un helado. He ahorrado lo suficiente para comprar dos, y papá dice que puedo invitar a quien quiera, así que te invito a ti. Llámame pronto, pero no tengas miedo. No invitaré a nadie más. Adiós.»

Al cabo de un momento, después del pitido y el anuncio de la hora, otro mensaje de la misma voz:

«Hola. Soy Khalidah Hadiyyah. Tu vecina. La de delante de tu casa. El piso de la planta baja. Aún tengo ganas de ir a tomar un helado. ¿Y tú? Llámame, por favor. Si puedes, quiero decir. Yo invito. Invito porque he ahorrado.»

– ¿Habrías sabido quién era? -preguntó la niña-. ¿Di suficientes explicaciones para que supieras quién era? No sabía muy bien qué decir, pero me pareció suficiente.

– Lo has hecho muy bien -dijo Barbara-. Me ha gustado lo del piso de la planta baja. Me va bien saber dónde puedo encontrar tu dinero cuando lo necesite para comprar cigarrillos.

Hadiyyah lanzó una risita.

– ¡Tú no harías eso, Barbara Havers!

– No me pongas a prueba, mocosa -repuso Barbara.

Fue a la mesa y buscó el paquete de Players que guardaba en el bolso. Encendió un cigarrillo y dio un respingo cuando sintió una punzada en el pulmón.

– Eso es malo para ti -comentó Hadiyyah.

– Ya me lo habías dicho antes.

Barbara dejó el cigarrillo en el borde de un cenicero, en el que había ocho colillas apagadas.

– Si no te importa, Hadiyyah, he de desembarazarme de esta parafernalia. Estoy que ardo.

La niña no pareció captar la indirecta y se limitó a asentir.

– Tienes calor. Se te ha puesto la cara colorada. -Se retorció sobre la cama para ponerse más cómoda.

– Bueno, estamos entre chicas, ¿no? -suspiró Barbara.

Se acercó al armario, se quitó el vestido por la cabeza y exhibió su pecho vendado.

– ¿Has tenido un accidente?

– Sí, más o menos.

– ¿Te has roto algo? ¿Por eso vas vendada?

– La nariz y tres costillas.

– Debe de doler muchísimo. ¿Aún te duele? ¿Quieres que te ayude a cambiarte la ropa?

– Gracias. Me las arreglaré.

Barbara envió de una patada sus escarpines al interior del armario y se quitó las medias. Debajo de un impermeable negro de plástico encontró unos pantalones morunos púrpura. Se los embutió y completó su indumentaria con una arrugada camiseta rosa. Delante llevaba la leyenda «Cock Robin se lo merecía». Ataviada de tal guisa, se volvió hacia la pequeña, que estaba hojeando las páginas de una novela que había en la mesa contigua a la cama. La noche anterior, Barbara había llegado a la parte en que el salvaje lascivo del título había superado los límites de la resistencia humana al ver las firmes, jóvenes y convenientemente desnudas nalgas de la heroína, cuando entraba en el río para darse un baño. Barbara opinaba que Khalidah Hadiyyah no necesitaba averiguar lo que sucedía a continuación. Dio unos pasos y se apoderó del libro.

– ¿Qué es un miembro tumescente? -preguntó Hadiyyah con ceño.

– Pregúntaselo a tu padre. No. Pensándolo bien, mejor que no lo hagas. -No se imaginaba al solemne padre de Hadiyyah respondiendo a semejante pregunta con el mismo aplomo que ella era capaz de reunir-. Es el tamborilero oficial de una sociedad secreta -explicó-. Él es el miembro tumescente. Los demás miembros cantan.

Hadiyyah asintió con aire pensativo.

– Pero aquí pone que ella le tocó su…

– ¿Vamos a tomar ese helado? -se apresuró a replicar Barbara-. ¿Puedo aceptar la invitación ahora mismo? Me apetece uno de fresa. ¿Y a ti?

– Por eso he venido a verte. -La niña bajó de la cama y enlazó las manos a su espalda-. He de aplazar la invitación, pero no de forma indefinida -explicó-. Sólo de momento.

– Oh.

Barbara se preguntó por qué experimentaba decepción. Era absurdo, porque la perspectiva de ir a tomar un helado en compañía de una niña de ocho años no era un acontecimiento merecedor de figurar con letras de oro en su agenda.

– Papá y yo nos vamos. Sólo por unos días. Nos vamos ahora mismo, pero como había telefoneado para invitarte a un helado, pensé que debía avisarte sobre el retraso. Por si tú me llamabas. Para eso he venido.

– Claro, claro.

Barbara recuperó su cigarrillo y se sentó en una de las dos sillas a juego con la mesa. Aún no había abierto el correo del día anterior, que permanecía sobre un ejemplar atrasado del Daily Mail; encima del montón había un sobre con la inscripción «¿Buscas el amor?». Como todo el mundo, pensó con sarcasmo, y se puso el cigarrillo entre los labios.

– No te importa, ¿verdad? -preguntó Hadiyyah, angustiada-. Papá me dio permiso para venir a decírtelo. No quería que pensaras que te había dejado plantada. Eso sería horrible, ¿verdad?

Una fina arruga apareció entre las gruesas cejas negras de Hadiyyah. Barbara observó que el peso de la preocupación se posaba sobre sus pequeños hombros, y pensó en cómo la vida moldea a las personas hasta convertirlas en lo que son. Ninguna niña de ocho años, con el pelo todavía recogido en trenzas, debería preocuparse tanto por los demás.

– Claro que no me importa -dijo Barbara-, pero no pienso perdonarte la invitación. Cuando está en juego un helado de fresa, jamás dejo abandonada a una amiga.

El rostro de Hadiyyah se iluminó. Dio un pequeño brinco.

– Iremos cuando papá y yo volvamos. Sólo estaremos fuera unos días. Muy pocos. Papá y yo. Juntos. ¿Ya te lo he dicho?

– Sí.

– No lo sabía cuando te telefoneé. Resulta que papá recibió una llamada telefónica y dijo «¿Qué? ¿Qué? ¿Cuándo ha pasado?», y enseguida dijo que nos íbamos a la playa. Imagínate. -Enlazó las manos sobre su pecho huesudo-. Nunca he visto el mar. ¿Y tú?

¿El mar?, pensó Barbara. Oh, sí, ya lo creo. Cabañas de playa enmohecidas, loción bronceadora. Bañadores mojados que le escocían en la entrepierna. Había pasado todos los veranos de su infancia en la playa, con la intención de broncearse, y sólo había conseguido que se le cayera la piel a tiras, aparte de un montón de pecas.

– Hace tiempo que no voy -contestó Barbara.

Hadiyyah se precipitó hacia ella.

– ¿Por qué no vienes con nosotros? ¿Por qué no vienes? ¡Sería muy divertido!

– No creo que…

– Ya lo creo que sí. Haríamos castillos en la arena y nos bañaríamos. Jugaríamos a «tú la llevas». Correríamos por la playa. Si consiguiésemos una cometa, hasta podríamos…

– Hadiyyah, ¿ya has conseguido decir lo que querías?

La niña enmudeció al instante y se volvió hacia la puerta. Su padre estaba en el umbral y la observaba con seriedad.

– Dijiste que sólo necesitarías un minuto -siguió el hombre-. Y hay un momento en que una breve visita a una amiga se convierte en un abuso de su hospitalidad.

– No me está molestando -dijo Barbara.

Taymullah Azhar pareció verla, más que reparar en su presencia, por primera vez. Enderezó los hombros, el único indicio de su sorpresa.

– ¿Qué te ha pasado, Barbara? -preguntó en voz baja-. ¿Has tenido un accidente?

– Barbara se ha roto la nariz -informó Hadiyyah, y se acercó a su padre. El brazo de él la rodeó por el hombro-. Y tres costillas. Está toda vendada, papá. Le dije que debería venir con nosotros a la playa. Le sentaría bien, ¿no crees?

El rostro de Azhar se ensombreció ante aquella sugerencia.

– Una invitación muy amable, Hadiyyah -se apresuró a decir Barbara-, pero mis días de ir a la playa están completamente kaput. ¿Un viaje repentino? -preguntó al padre.

– Recibió una llamada telefónica… -empezó la niña.

– Hadiyyah -interrumpió Azhar-, ¿ya te has despedido de tu amiga?

– Le dije que no sabíamos lo del viaje hasta que entraste y dijiste…

Barbara vio que la mano de Azhar apretaba el hombro de su hija.

– Has dejado la maleta abierta sobre tu cama -dijo-. Ve a ponerla en el coche ahora mismo.

Hadiyyah bajó la cabeza, obediente.

– Adiós, Barbara -dijo, y salió por la puerta. Su padre dedicó una leve reverencia a Barbara e hizo ademán de seguirla.

– Azhar -dijo ella. El hombre se volvió-. ¿Quieres un cigarrillo antes de irte? -Extendió el paquete y le miró a los ojos-. ¿Uno para el camino?

Vio que Azhar sopesaba los pros y los contras de quedarse unos minutos más. No habría intentado retenerle de no haber parecido tan ansioso por impedir que su hija hablara del viaje. De pronto, la curiosidad de Barbara se despertó. Como él no contestó, decidió que valía la pena sondear.

– ¿Alguna noticia de Canadá? -preguntó a modo de coacción, pero se detestó en cuanto lo dijo.

La madre de Hadiyyah había estado de vacaciones en Ontario durante las ocho semanas transcurridas desde que Barbara había conocido a padre e hija. Cada día, Hadiyyah había examinado el correo en busca de cartas o postales, además de un regalo de cumpleaños, que nunca llegaban.

– Lo siento -se disculpó Barbara-. No debí haberlo preguntado.

La cara de Azhar seguía como de costumbre: la más indescifrable que Barbara había visto jamás en un hombre. Tampoco le importaba dejar que el silencio se prolongara entre los dos. Barbara lo soportó hasta que no pudo más.

– Lo siento, Azhar. Me he pasado. Siempre me paso. Soy una especialista en pasarme. Toma un cigarrillo. La playa seguirá en su sitio si te vas cinco minutos más tarde de lo que habías planeado.

Azhar cedió, pero poco a poco. Seguía en guardia cuando cogió el paquete y sacó un cigarrillo. Mientras lo encendía, Barbara utilizó su pie descalzo para apartar la otra silla de la mesa. El hombre no se sentó.

– ¿Problemas? -preguntó.

– ¿Por qué lo dices?

– Una llamada telefónica, un repentino cambio de planes. En mi profesión eso sólo significa una cosa: sea cual sea la noticia, no es buena.

– En tu profesión -subrayó Azhar.

– ¿Y en la tuya?

El hombre se llevó el cigarrillo a la boca y dijo:

– Un pequeño problema familiar.

– ¿Familiar?

Nunca había hablado de una familia, y tampoco de nada personal. Era el ser más reservado que Barbara había conocido fuera del mundo del delito.

– No sabía que tuvieras familia en el país, Azhar.

– Tengo bastante familia en este país.

– Pero en el cumpleaños de Hadiyyah, nadie…

– Hadiyyah y yo no vemos a mi familia.

– Ah. Ya entiendo -mintió. ¿Salía corriendo hacia la playa por un pequeño problema relacionado con una familia numerosa a la que nunca veía?-. Bien. ¿Cuánto tiempo piensas estar fuera? ¿Puedo hacer algo por vosotros, como regar las plantas o recoger el correo?

Azhar meditó sobre el ofrecimiento bastante más de lo que cabía esperar.

– No -dijo por fin-. Creo que no. Se trata de un trastorno sin importancia que ha afectado a mis parientes. Un primo me telefoneó para expresar sus preocupaciones, y voy para ofrecerles mi apoyo y experiencia en estos temas. Es una cuestión de pocos días. Las… -Sonrió. Cuando la utilizaba, tenía una sonrisa muy atractiva, y los dientes de una blancura perfecta destellaban contra su piel oscura-. Las plantas y el correo pueden esperar, diría yo.

– ¿En qué dirección vais?

– Al este.

– ¿Essex? -Él asintió-. Qué suerte poder huir de este calor. Estoy pensando en pasar los próximos siete días con mi trasero firmemente plantado en el viejo mar del Norte.

– Temo que Hadiyyah y yo veremos muy poca agua en este viaje -se limitó a decir Azhar.

– Eso no es lo que piensa ella. Se llevará una decepción.

– Ha de aprender a vivir con la decepción, Barbara.

– ¿De veras? Me parece un poco joven para empezar a recibir lecciones sobre lo amarga que es la vida, ¿no te parece?

Azhar se acercó a la mesa y dejó el cigarrillo en el cenicero. Llevaba una camisa de algodón de manga corta, y cuando se inclinó, Barbara percibió el limpio aroma de su ropa y vio el fino vello negro de su brazo. Al igual que su hija, era de osamenta delicada, pero de tez más oscura.

– Por desgracia, no podemos dictar la edad en que aprendemos lo mucho que la vida va a negarnos.

– ¿Eso te hizo a ti la vida?

– Gracias por el cigarrillo -dijo el hombre.

Se marchó antes de que Barbara pudiera dirigirle otra pulla. Y cuando se marchó, ella se preguntó por qué cono sentía la necesidad de dirigirle pullas. Se dijo que era por el bien de Hadiyyah. Alguien tenía que defender los intereses de la chiquilla. Pero la verdad era que la impenetrable reserva de Azhar la espoleaba y acicateaba su curiosidad. Maldición, ¿quién era ese hombre? ¿A qué venía tanta solemnidad? ¿Cómo lograba mantener a raya al mundo?

Suspiró. No obtendría las respuestas si continuaba ante aquella mesa, con un cigarrillo colgando de la boca. Olvídalo, pensó. Hacía demasiado calor para pensar en nada, y menos para encontrar explicaciones racionales del comportamiento humano. Que le den por el culo a los seres humanos, decidió. Con este calor, que le den por el culo a todo el mundo. Cogió el montoncito de sobres que había encima de la mesa.

«¿Buscas el amor?» La miró de reojo. La pregunta estaba impresa sobre un corazón. Barbara deslizó el dedo índice bajo la solapa y extrajo un cuestionario de una sola página. «¿Cansada de citas a ciegas? -preguntaba en la parte superior-. ¿Quieres probar si es más fácil encontrar a la persona adecuada por ordenador que fiándose de la suerte?» Y a continuación venían las preguntas, acerca de su edad, sus intereses, su ocupación, su sueldo y nivel cultural. Barbara pensó en llenar el cuestionario para divertirse, pero después de analizar sus intereses y llegar a la conclusión de que no valía la pena mencionar ninguno (¿a quién le gustaría que un ordenador le emparejara con una mujer que leía El salvaje lascivo para conciliar el sueño?), arrugó la hoja y la tiró al cubo de basura de la cocina. Dedicó su atención al resto del correo: una factura de teléfono, publicidad de un seguro de enfermedad privado y una oferta de una semana de lujo para dos, a bordo de un crucero descrito como un paraíso flotante de bienestar y sensualidad.

Le iría bien un crucero, pensó. Le iría bien una semana de bienestar lujoso, con o sin sensualidad. No obstante, un vistazo al folleto reveló jóvenes criaturas esbeltas y bronceadas, subidas a taburetes de bar y tumbadas junto a una piscina, con las uñas pintadas y los labios dibujando mohines satinados, atendidas por hombres de pechos hirsutos. Barbara se imaginó flotando entre ellas. Se burló de la idea. Hacía años que no se ponía un traje de baño, pues había llegado a la convicción de que hay que dejar ciertas cosas para los forros de muebles, los sudarios y la imaginación.

El folleto siguió el camino del cuestionario. Barbara apagó el cigarrillo con un suspiro y paseó la vista por la casa en busca de otra actividad. No había ninguna. Se acercó a la cama, buscó el mando a distancia del televisor y decidió dedicar la tarde al zaping.

Pulsó el primer botón. Apareció la princesa real, con un aspecto menos equino que de costumbre, mientras inspeccionaba un hospital caribeño para niños disminuidos. Aburrido. Un documental sobre Nelson Mandela. Menudo pastel. Aceleró y desfiló por una película de Orson Welles, un episodio del Príncipe Valiente en dibujos animados, dos programas de entrevistas y un torneo de golf.

Entonces, una falange de policías que hacían frente a una masa de manifestantes de piel oscura atrajo su atención. Pensó que iba a darse un buen revolcón en el fango con Tennison o Morse, cuando apareció una franja roja en el borde inferior de la pantalla que anunciaba EN DIRECTO. Un reportaje impactante, pensó. Lo miró con curiosidad.

Era como si un arzobispo hubiera dedicado su atención a un reportaje sobre la catedral de Canterbury, se dijo. Al fin y al cabo, era una policía. De todos modos, mientras contemplaba las imágenes con avidez experimentó una punzada de culpabilidad (se suponía que estaba de vacaciones, ¿no?).

Fue cuando vio ESSEX impreso en la pantalla. Fue cuando se dio cuenta de que las caras de piel oscura bajo los carteles de protesta eran asiáticas. Fue cuando subió el volumen del televisor.

«… cadáver fue encontrado ayer por la mañana, por lo visto en una casamata de la playa», decía la joven locutora.

No parecía estar muy en su ambiente, porque mientras hablaba se atusaba su cabello rubio, cuidadosamente peinado, y lanzaba miradas de aprensión a la masa de gente que se arremolinaba a su espalda, como temerosa de que alteraran su peinado sin su consentimiento. Se llevó una mano a la oreja para tapar el ruido.

«¡Ahora! ¡Ahora!», gritaban los manifestantes. Sus carteles, pintados con toscas letras, pedían ¡JUSTICIA YA!, ¡ACCIÓN! y ¡TODA LA VERDAD!

«Lo que empezó como un pleno muy especial del ayuntamiento de la ciudad, convocado para hablar sobre temas de reurbanización -recitó Blondie en su micrófono-, se convirtió en lo que están viendo ahora. He conseguido ponerme en contacto con el líder de la revuelta y…»

Un fornido agente empujó a un lado a Blondie. La imagen se movió como enloquecida cuando, al parecer, el cámara perdió pie.

Sonaron voces airadas. Una botella surcó el aire. La siguió un ladrillo. La falange de policías alzó sus escudos protectores.

– Santa mierda -murmuró Barbara-. ¿Qué coño está pasando?

La locutora rubia y el cámara recobraron el equilibrio. Blondie acercó un hombre a la cámara. Era un asiático musculoso de veintitantos años, de pelo largo recogido en una coleta, y una manga arrancada de la camisa.

«¡Alejaos de él, maldita sea!», gritó hacia atrás, antes de volverse hacia la locutora.

«Estoy aquí con el señor Muhannad Malik, quien…», empezó la rubia.

«No tenemos la menor intención de aguantar evasivas, manipulaciones ni mentiras descaradas -interrumpió el hombre, hablando al micrófono-. Ha llegado la hora de que la ley trate al pueblo con igualdad. Si la policía no quiere considerar esta muerte lo que es, un crimen odioso y un asesinato descarado, haremos justicia a nuestra manera. Tenemos el poder, y tenemos los medios. -Se volvió y utilizó un megáfono para gritar a la multitud-. ¡Tenemos el poder! ¡Tenemos los medios!»

La muchedumbre rugió. Se lanzó hacia adelante. La cámara se agitó y osciló.

«Peter, hemos de retirarnos a terreno más seguro», dijo la locutora, y la imagen cambió al estudio de la emisora.

Barbara reconoció la cara seria del locutor sentado ante un escritorio de pino. Peter no-sé-qué. Siempre lo había detestado. Detestaba a todos los hombres de cabello esculpido.

«Resumamos la situación en Essex», dijo, y Barbara encendió otro cigarrillo.

El cadáver de un hombre, explicó Peter, había sido descubierto en una casamata situada en la playa de Balford-le-Nez por un excursionista madrugador. Hasta el momento, la víctima había sido identificada como Haytham Querashi, recién llegado de Karachi para contraer matrimonio con la hija de un acaudalado hombre de negocios de la localidad. La comunidad paquistaní de la ciudad, pequeña pero creciente, calificaba la muerte de crimen por motivos raciales (por tanto, nada menos que un asesinato), pero la policía aún tenía que aclarar qué tipo de investigación estaba llevando a cabo.

Paquistaní, pensó Barbara. Paquistaní. Oyó decir de nuevo a Azhar: «… un trastorno sin importancia que ha afectado a mis parientes». Sí. Exacto. Sus parientes paquistaníes. Santa mierda.

Volvió la vista hacia el televisor, donde Peter continuaba recitando hechos con voz monótona, pero no le oyó. Sólo oía el tumulto de sus pensamientos.

Contar con una comunidad paquistaní numerosa fuera de una zona metropolitana constituía tal anomalía en Inglaterra que, en el caso de que existieran dos comunidades semejantes en la costa de Essex, sería una casualidad increíble. Teniendo en cuenta las palabras de Azhar, en el sentido de que se dirigía a Essex, y que su partida había precedido a los disturbios que acababa de presenciar, y que Azhar se había marchado para intentar solucionar «un trastorno sin importancia» acaecido en el seno de su familia… Había un límite para la tolerancia de Barbara hacia las coincidencias. Taymullah Azhar iba de camino hacia Balford-le-Nez.

Había dicho que pensaba ofrecer su «experiencia en esos asuntos». Pero ¿qué experiencia? ¿Arrojar ladrillos? ¿Planificar disturbios? ¿O esperaba intervenir en una investigación de la policía local? ¿Esperaba obtener acceso al laboratorio forense? O, posibilidad más ominosa aún, ¿intentaba implicarse en el tipo de activismo comunitario que acababa de presenciar en la televisión, del tipo que invariablemente desemboca en la violencia, las detenciones y una temporada a la sombra?

– Mierda -murmuró.

¿En qué demonios estaría pensando aquel hombre, por el amor de Dios? ¿Qué cojones estaba haciendo, llevándose a una niña de ocho años muy especial?

Barbara miró hacia la puerta, en la dirección que Hadiyyah y su padre habían tomado. Pensó en la brillante sonrisa de la niña y en las trenzas que se agitaban vivamente cuando saltaba. Por fin, aplastó el cigarrillo entre los demás.

Fue al ropero y sacó su mochila del estante.

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