Cliff Hegarty las vio salir juntas de la fábrica de mostazas. No las había visto entrar al mismo tiempo. Sólo había visto a la mujer baja y regordeta de pelo imposible bajar de un Austin Mini hecho polvo, con un bolso del tamaño de un buzón. No le había prestado mucha atención, aparte de preguntarse por qué una mujer con su cuerpo llevaba pantalones morunos, que sólo servían para destacar su ausencia de cintura. La había visto, analizado su apariencia personal, considerando improbable que alguien como ella entrara a curiosear en Distracciones para adultos Hegarty, y la había borrado de su mente. Sólo cuando la vio por segunda vez comprendió quién, o mejor dicho, qué era. Y después llegó a la conclusión de que el día, que ya había empezado mal, tenía todos los números para empeorar.
La segunda vez que vio a la mujer iba acompañada de otra. Ésta era más alta, tan fornida que parecía capaz de tirar al suelo a un oso polar, y exhibía un aura de autoridad que sólo podía existir una explicación para lo que estaba haciendo en Mostazas Malik poco después de lo ocurrido en el Nez. Era la bofia, comprendió Cliff. Tenía que serlo. Y la otra, con la que conversaba de una forma que sugería intimidad profesional, cuando no personal, debía ser también de la pasma.
Mierda, pensó. Lo último que necesitaba era policías rondando en la zona industrial. No había bastante con el consejo municipal. Les encantaba acosarle, y pese a sus repetidas afirmaciones de que iban a rescatar a Balford de la penuria económica, estarían encantados de acabar con su negocio. Y era muy probable que aquellas dos polis se unieran a la oposición contra él en cuanto echaran un vistazo a sus rompecabezas. Y no cabía duda de que los verían. Si se dejaban caer para charlar, como harían con todos aquellos que hubieran visto al cadáver antes de convertirse en cadáver, acabarían echando un vistazo. Esa visita, aparte de las preguntas que haría lo posible por evitar contestar, era uno de los varios acontecimientos inminentes que Cliff no aguardaba con alegría incontenible.
Casi todo su negocio se basaba en los pedidos por correo, y Cliff nunca entendía el revuelo que causaban sus rompecabezas. No los anunciaba en el Tendring Standard, ni colgaba carteles en las tiendas de High Street. Era mucho más discreto. Joder, siempre era discreto.
Pero la discreción no contaba gran cosa cuando los policías decidían amargar la vida a un tío. Cliff lo sabía desde sus días en Earl's Court. Cuando los polis se empecinaban en ese objetivo, empezaban a aparecer cada día ante la puerta de casa. Sólo una pregunta, señor Hegarty. ¿Podría ayudarnos a solucionar un problema, señor Hegarty? ¿Sería tan amable de pasarse por la comisaría para charlar un ratito, señor Hegarty? Se ha producido un robo (un asalto, un tirón, un atraco, daba igual) y nos estábamos preguntando dónde se encontraba usted la noche de marras. ¿Podemos tomarle las huellas dactilares? Sólo para exonerarle de toda sospecha, por supuesto. Y así sucesivamente, hasta que la única manera de conseguir que le dejaran en paz era largarse y empezar de nuevo en otro sitio.
Cliff sabía que podía hacerlo. Ya lo había hecho antes. Pero eso había sido cuando estaba solo. Ahora que tenía a alguien, y esta vez no era un gorrón, sino alguien con un trabajo, un futuro y una casa decente donde vivir, en la playa de Jaywick Sands, no estaba dispuesto a que le echaran otra vez. Pues aunque Cliff Hegarty podía montar su negocio donde le diera la gana, a Gerry DeVitt no le resultaba tan fácil encontrar trabajo en la construcción. Ahora que la promesa dé la futura reurbanización de Balford estaba a punto de convertirse en realidad, el futuro de Gerry se estaba pintando de rosa. No querría largarse en este momento, cuando por fin había perspectivas de ganar un buen montón de dinero.
Aunque el dinero no preocupaba a Gerry, pensó Cliff. La vida sería muchísimo más fácil en ese caso. Si Gerry se limitara a ir al trabajo cada mañana y manejar el soplete hasta caer rendido en el restaurante del muelle, la vida sería maravillosa. Volvería a casa acalorado, sudoroso y agotado, con la única idea de cenar y dormir. Pensaría en la prima que los Shaw le habían prometido si el local estaba listo para funcionar el siguiente día de fiesta del ramo bancario. Y no se preocuparía de nada más.
Todo lo contrario de lo que había sucedido aquella mañana, como había observado Cliff con creciente angustia.
Cliff había entrado en la cocina a las seis de la mañana, después de haberse despertado al intuir que Gerry ya no estaba en la cama a su lado. Se había envuelto en un albornoz y encontrado a Gerry donde, al parecer, llevaba mucho tiempo, vestido de pie ante la ventana abierta. Ésta dominaba metro y medio de paseo de cemento, tras el cual estaba la playa, tras la cual estaba el mar. Gerry se había quedado de pie allí, con una taza de café en la mano, absorto en el tipo de pensamientos privados que siempre preocupaban a Cliff.
Gerry no era un tipo dado a ocultar sus pensamientos. Para él, ser amantes significaba vivir en la piel del otro, lo que a su vez significaba entablar conversaciones sentimentales, desnudar el alma y llevar a cabo análisis interminables del «estado de la relación». Cliff no podía soportar ese tipo de relación, pero había aprendido a sobrellevarla. Al fin y al cabo, vivía en el piso de Gerry, y aunque no fuera ése el caso, le gustaba mucho Gerry. Por lo tanto, había aprendido a colaborar en el juego de la conversación con bastante gracia.
Pero desde hacía poco, la situación se había alterado de una forma sutil. Daba la impresión de que la preocupación de Gerry por el estado de su unión se había atemperado. Había dejado de hablar tanto sobre ella y, lo más ominoso, había dejado de pegarse como una lapa a Cliff, lo cual había dado ganas a éste de pegarse como una lapa a él. Lo cual era ridículo, necio y estúpido. Lo cual cabreaba a Cliff, porque casi siempre era él quien necesitaba espacio y Gerry quien nunca quería facilitárselo.
Cliff se reunió con él ante la ventana. Vio por encima del hombro de su amante las brillantes serpientes de la luz del amanecer que empezaban a reptar sobre el mar. Un barco pesquero se alejaba hacia el norte. Las gaviotas se silueteaban contra el cielo. Si bien Cliff no era un amante de las bellezas naturales, sabía cuándo una vista ofrecía oportunidades para la meditación.
Y eso era lo que Gerry parecía estar haciendo cuando él lo encontró. Daba la impresión de que estaba pensando.
Cliff apoyó la mano en el cuello de Gerry, consciente de que en el pasado los papeles se habrían invertido. Gerry habría ofrecido la caricia, un roce suave pero exigente que comunicaba: estoy aquí, tócame tú también, por favor, dime que me quieres, tan ciega y desinteresadamente como yo.
Antes, Cliff habría querido liberarse de la mano de Gerry. No, para ser franco, su primera reacción habría sido querer apartar la garra de Gerry de un manotazo. De hecho, habría deseado enviarlo de una bofetada al otro extremo de la habitación, porque su caricia, tan tierna y solícita, implicaría exigencias que no tenía la energía o capacidad de satisfacer.
Pero aquella mañana se había descubierto interpretando el papel de Gerry, esperando recibir una señal de que su relación seguía intacta y constituía el principal interés de su compañero.
Gerry se agitó bajo su mano, como si le hubiera despertado. Sus dedos se esforzaron por entrar en contacto, pero Cliff pensó que los había tocado como si cumpliera un deber, parecido a esos besos secos y correosos intercambiados entre personas que han estado juntas demasiado tiempo.
Cliff dejó caer la mano. Mierda, pensó, y se preguntó qué podía decir. Empezó con una perogrullada.
– ¿No podías dormir? ¿Hace mucho que estás levantado?
– Un rato.
Gerry alzó la taza de café.
Cliff observó el reflejo de su compañero en la ventana e intentó descifrarlo, pero como era una imagen matutina en lugar de nocturna, mostraba poco más que su forma, un hombre corpulento y robusto, con un cuerpo que el trabajo había endurecido y fortalecido.
– ¿Qué pasa? -preguntó Cliff.
– Nada. No podía dormir. Hace demasiado calor para mí. Este tiempo es increíble. Ni que viviéramos en Acapulco.
Cliff intentó una maniobra propia de Gerry si los papeles hubieran estado invertidos.
– Ya te gustaría que viviéramos en Acapulco. Tú y todos esos guapos chicos mejicanos…
Esperó el tipo de garantía que Gerry habría esperado de él en otro tiempo: ¿yo y guapos chicos mejicanos? ¿Estás loco, tío? ¿A quién le importa un chico grasicnto, si te tengo a ti?
Pero no llegó. Cliff metió los puños en los bolsillos del albornoz. Joder, pensó, disgustado consigo mismo. ¿Quién habría pensado que calzaría los zapatos de la inseguridad? Él, Cliff Hegarty, no Gerry DeVitt, era quien siempre había dicho que la fidelidad permanente no era más que un alto en el camino hacia la tumba. Era él quien predicaba sobre los peligros de ver cada mañana a la hora del desayuno el mismo rostro cansado, de encontrar cada noche en la cama el mismo cuerpo cansado. Siempre había dicho que, después de unos cuantos años de lo mismo, sólo la satisfacción de haberse encontrado en secreto con alguien nuevo, alguien aficionado a la emoción de la caza, a los placeres que permitía el anonimato, o a la excitación del engaño, estimularía el cuerpo de un tío para satisfacer a un amante habitual. Así eran las cosas, había dicho siempre. Así era la vida.
Pero Gerry no debía creer que Cliff había hablado en serio. No, joder. Gerry debía decir con sardónica resignación: «De acuerdo, tío. Sigue hablando, porque es lo único que sabes hacer, y las palabras se las lleva el viento.» Lo último que Cliff esperaba era que creyera en sus palabras a pies juntillas. No obstante, mientras su estómago se revolvía, Cliff se vio forzado a admitir que Gerry había hecho exactamente eso.
Quiso decir con tono beligerante «Oye, ¿quieres que lo dejemos correr, Ger?». Pero estaba demasiado asustado de la respuesta que podía darle su amante. Comprendió en un momento de lucidez que, por más que hubiera hablado de caminos hacia la tumba, no quería separarse de Gerry. No sólo por la vivienda de Jaywick Sands, a pocos metros de la playa, donde a Cliff le gustaba vivir, no sólo por la vieja lancha de carreras que Gerry había restaurado y en la cual surcaban los dos el mar en verano, y no sólo porque Gerry había hablado de unas vacaciones en Australia durante los meses en que el viento sacudía la casa como un huracán siberiano. Cliff no quería separarse de Gerry porque… bueno, era reconfortante estar liado con un tío que creía en la fidelidad permanente, aunque nunca lo hubiera verbalizado.
Por eso Cliff dijo con más indiferencia de la que sentía:
– ¿Te apetece un chico mejicano últimamente, Ger? ¿Prefieres la carne morena en lugar de la blanca?
Gerry se volvió. Dejó la taza sobre la mesa.
– ¿Has estado haciendo cuentas? ¿Quieres decirme por qué?
Cliff sonrió, mientras alzaba las manos como para defenderse.
– De ningún modo. Oye, a mí no me pasa nada. Llevamos juntos el tiempo suficiente para que sepa cuándo te preocupa algo. Sólo te pregunto si quieres hablar de ello.
Gerry se dirigió hacia la nevera. La abrió. Empezó a reunir los ingredientes de su desayuno habitual. Depositó cuatro huevos en un cuenco y extrajo cuatro salchichas de su envoltorio.
– ¿Estás cabreado por algo? -Cliff manoseó el cinturón del albornoz. Volvió a anudarlo y devolvió las manos a los bolsillos-. De acuerdo, sé que despotriqué cuando anulaste nuestras vacaciones en Costa Rica, pero pensaba que ya lo teníamos decidido. Sé que el trabajo en el muelle es muy importante para ti, y junto con la renovación de esa casa… Sé que antes no había mucho trabajo, y ahora hay que aprovechar las oportunidades y no pensar en vacaciones. Lo comprendo. Si te cabreaste por lo que dije…
– No me he cabreado -interrumpió Gerry. Rompió los huevos y los batió en el cuenco, mientras las salchichas empezaban a sisear en la sartén.
– De acuerdo. Bien, estupendo.
¿Todo iba bien? Cliff no lo creía. Había empezado a notar cambios en Gerry últimamente. Los largos silencios, tan desacostumbrados, las frecuentes retiradas al pequeño garaje durante los fines de semana, para tocar la batería, las largas noches que dedicaba a aquel trabajo privado de remodelación en Balford, las intensas miradas calculadoras que dirigía a Cliff cuando pensaba que éste no se daba cuenta. Bien, tal vez Ger no estuviera cabreado en aquel momento. Pero algo pasaba.
Cliff sabía que debía decir algo más, pero se dio cuenta de que su máximo deseo consistía en salir de la cocina. Supuso que, en cualquier caso, sería más prudente fingir que todo iba bien, pese a las indicaciones en contra. Era más sensato que correr el riesgo de descubrir algo que no quería saber.
Aun así, se quedó en la cocina. Observó los movimientos de su amante e intentó discernir el significado de que Gerry se dedicara a su desayuno con tal alarde de seguridad y concentración. Gerry no carecía de seguridad y concentración. Para triunfar en su oficio, necesitaba ambas cualidades. Pero no demostraba ninguna de ellas cuando estaba con Cliff.
Ahora, no obstante… Era un Gerry diferente. No era el tipo cuya principal preocupación había sido siempre solucionar los problemas entre ambos, recibir respuestas a sus preguntas y calmar los ánimos sin necesidad de alzar la voz. Era un Gerry que hablaba y actuaba como un tipo que sabía muy bien lo que quería.
Cliff no quería pensar en lo que esto significaba. Se arrepintió de haber abandonado la cama. Oyó el tictac del reloj de la cocina a su espalda, y se le antojó el redoble del tambor que conducía al condenado a la guillotina. Mierda, pensó. Joder, cono, mierda.
Gerry llevó su desayuno a la mesa. Era un desayuno que le proporcionaría energías hasta la hora de comer: huevos, salchichas, dos piezas de fruta, tostada y mermelada. Pero después de colocar los cubiertos en su sitio, servirse un vaso de zumo y colgarse la servilleta de la camiseta, no comió. Se limitó a contemplar el desayuno, rodeó el vaso de zumo con la mano y se lo tragó de una forma ruidosa, como si hubiera engullido una piedra, pensó Cliff.
Después levantó la vista.
– Creo que los dos hemos de hacernos unos análisis de sangre -dijo Gerry.
Las paredes de la cocina empezaron a dar vueltas. El suelo cedió bajo sus pies. Y Cliff recordó su historia compartida en una fracción de segundo.
Siempre les acosaría lo que habían sido, dos tíos que mentían a sus respectivas familias sobre cómo, cuándo y dónde se encontraban: en un retrete público, cuando «tomar precauciones» no era tan importante como tirarse al primer tío que se dejara. Ger y él se conocían bien, sabían cómo habían sido y, lo más importante, sabían quiénes podían volver a ser en el momento preciso, si la tentación se presentaba y si el retrete del mercado estaba desierto, salvo por la presencia de otro tío complaciente.
Cliff quiso reír, fingir que no había entendido bien. Pensó en decir «¿Estás loco? ¿De qué cono estás hablando, tío?», pero se abstuvo. Porque había aprendido mucho tiempo atrás la virtud de esperar a que el pánico y el terror se calmaran, antes de decir lo primero que le pasara por la cabeza.
– Oye, Gerry DeVitt, te quiero -anunció por fin.
Gerry agachó la cabeza y se echó a llorar.
Cliff vio que las dos polis cotorreaban delante de Distracciones para adultos Hegarty, como dos viejas chismosas durante la merienda. Sabía que pronto empezarían a husmear en todas las empresas de la zona industrial. Era su deber. El paqui había sido asesinado, y querrían hablar con todo el mundo que hubiera visto al tío, hablado con él u observado que hablaba con otra persona. Después de su casa, la zona industrial era el lugar lógico por donde empezar. Sólo era cuestión de tiempo que se presentaran en Distracciones para adultos Hegarty.
– Mierda -susurró Cliff.
Estaba sudando, pese al aparato de aire acondicionado que enviaba una corriente de aire gélido en su dirección. Lo que menos necesitaba ahora era un cara a cara con la bofia. Y no podía contar a nadie la verdad.
Un cochazo impresionante azul turquesa entró en la zona industrial, justo cuando Emily estaba diciendo:
– Podemos estar seguras de una cosa, a juzgar por el hecho de que Sahlah no sabía quién era F. Kumhar. Es un hombre, como pensé desde el primer momento.
– ¿Por qué?
Emily levantó una mano para dejar en suspenso la pregunta de Barbara por un momento, mientras el coche se internaba con un rugido en la carretera. Un descapotable norteamericano, de líneas aerodinámicas, interior tapizado de piel y cromados que resplandecían como platino pulido. Un Thunderbird deportivo, pensó Barbara, con cuarenta años encima, como mínimo, y restaurado a la perfección. Alguien ganaba el dinero a espuertas.
El conductor era un hombre de unos veintitantos años, de piel color té y pelo largo recogido en una cola de caballo. Llevaba gafas de sol que cubrían los ojos por completo, de un estilo que Barbara siempre relacionaba con chulos, gigolós y tahúres. Lo reconoció gracias a la manifestación que había visto en la televisión el día anterior: Muhannad Malik.
Taymullah Azhar iba con él. En honor a la verdad, no parecía gustarle demasiado llegar a la fábrica como un fugitivo de Corrupción en Miami.
Los hombres bajaron. Azhar se quedó junto al coche, con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras Muhannad caminaba hacia las dos policías contoneándose. Se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo de su camisa blanca. Estaba inmaculadamente planchada, con aspecto de recién lavada, y completaba su atuendo con téjanos y botas de piel de serpiente.
Emily se encargó de las presentaciones. Barbara sintió que sus palmas se humedecían. Había llegado el momento de decir a la inspectora que no era necesario presentarla a Taymullah Azhar, pero se mordió la lengua. Esperó a que Azhar aclarara el asunto. Azhar miró a Muhannad, pero también se mordió la lengua. Un giro inesperado de los acontecimientos. Barbara decidió esperar a ver dónde les conducían.
Muhannad la miró de arriba abajo de una forma desdeñosa y calculadora. Barbara sintió deseos de hundirle los pulgares en los ojos. No dejó de caminar hasta ellas hasta que, en opinión de Barbara, supo que estaba demasiado cerca para sostener una conversación relajada.
– ¿Éste es su oficial de enlace?
Puso un énfasis irónico en el adjetivo.
– La sargento Havers se reunirá con ustedes esta tarde -dijo Emily-. A las cinco en la comisaría.
– A las cuatro nos va mejor -replicó Muhannad. No trató de disimular el propósito de la frase: un intento de dominar la situación.
Emily no le siguió la corriente.
– Por desgracia no puedo garantizar que mi oficial esté allí a las cuatro -dijo sin inmutarse-, pero pueden venir cuando quieran. Si la sargento Havers aún no ha llegado, uno de los agentes se encargará de acomodarles.
Sonrió con placidez.
El asiático dedicó a Emily y después á Barbara una expresión sugerente de que estaba en presencia de una sustancia cuyo olor apenas podía identificar. Una vez dejada en claro su postura, se volvió hacia Azhar.
– Primo -dijo, y se encaminó hacia la puerta de la fábrica.
– Kumhar, señor Malik -dijo Emily cuando la mano de Muhannad tocó el pomo-. F es la inicial del nombre.
Muhannad se detuvo y volvió sobre sus pasos.
– ¿Me está preguntando algo, inspectora Barlow?
– ¿Le suena el nombre?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Ha salido a la luz. Ni su hermana ni el señor Armstrong lo reconocieron. Pensé que usted tal vez sí.
– ¿Por qué?
– Por Jum'a. ¿Hay un miembro llamado Kumhar?
– Jum'a.
Barbara observó que la cara de Muhannad no traicionaba nada.
– Sí, Jum'a. Su club, organización, hermandad. Lo que sea. No pensará que la policía lo ignora.
El hombre lanzó una risita.
– Lo que la policía ignora podría llenar volúmenes.
Empujó la puerta.
– ¿Conoce a Kumhar? -insistió Emily-. Es un nombre asiático, ¿verdad?
Muhannad se detuvo a medio camino entre la luz y la sombra.
– Su racismo asoma, inspectora. El que un nombre sea asiático no quiere decir que conozca al hombre.
– No he dicho que Kumhar fuera un hombre, ¿verdad?
– No se haga la lista. Ha preguntado si Kumhar pertenecía a Jum'a. Si sabe algo de Jum'a, estará al corriente de que es una sociedad masculina, exclusivamente. Bien, ¿algo más? Porque si no, mi primo y yo tenemos trabajo en la fábrica.
– Sí, una cosa más -dijo Emily-. ¿Dónde estaba usted la noche que el señor Querashi murió?
Muhannad soltó el pomo de la puerta. Salió a la luz y volvió a calarse las gafas de sol.
– ¿Qué? -preguntó en voz baja, más para causar efecto que por no haber oído la pregunta.
– ¿Dónde estaba usted la noche que el señor Querashi murió? -repitió Emily.
El hombre resopló.
– Así que su investigación la ha llevado hasta aquí. Justo donde yo esperaba. Un paqui ha muerto, así que lo hizo un paqui. ¿Quién mejor donde depositar sus esperanzas que en mí, el paqui más conspicuo?
– Una observación intrigante -comentó Emily-. ¿Tendría la amabilidad de explicarla?
El hombre volvió a quitarse las gafas. Sus ojos estaban llenos de desprecio. Detrás, la expresión de Taymullah Azhar era cautelosa.
– Me interpongo en su camino -dijo Muhannad-. Velo por mi pueblo. Quiero que se sienta orgulloso de ser lo que es. Quiero que mantenga la cabeza erguida. Quiero que se entere de que no es necesario ser blanco para ser respetable. Y todo esto es lo último que usted desea, inspectora Barlow. ¿Qué mejor manera de oprimir a mi pueblo, de humillarle hasta conseguir la sumisión que a usted le interesa, sino enfocar la luz de su patética investigación sobre mí?
El intelecto del hombre funcionaba, observó Barbara. ¿Qué mejor manera de apaciguar las disensiones en el seno de la comunidad, sino intentar presentar al líder de los disidentes como un ídolo de barro? Sólo que… Tal vez lo era. Barbara dirigió una fugaz mirada a Azhar, para ver cómo reaccionaba ante el diálogo entre la inspectora y su primo. Descubrió que no estaba mirando a Emily, sino a ella. ¿Lo ves?, parecía decir su expresión. Nuestra conversación del desayuno fue profética, ¿no crees?
– Un análisis preciso de mis motivos -dijo Emily a Muhannad-. Lo discutiremos más tarde.
– Delante de sus superiores.
– Como quiera. De momento, le ruego que responda a mi pregunta, a menos que prefiera acompañarme a la comisaría para meditarla mejor.
– Le gustaría llevarme allí, ¿verdad? Lamento privarla de ese placer. -Muhannad volvió hacia la puerta y la abrió-. Rakin Khan. Le encontrará en Colchester, y confío en que no sea una tarea demasiado difícil para alguien de sus admirables dotes investigadoras.
– ¿Estuvo con alguien llamado Rakin Khan el viernes por la noche?
– Lamento frustrar sus esperanzas.
Muhannad no esperó una respuesta. Desapareció en el interior del edificio. Azhar saludó con un cabeceo a Emily y le siguió.
– Es rápido -admitió de mala gana Barbara- pero debería desembarazarse de esas gafas de sol. -Repitió la pregunta que había hecho antes de la llegada de Muhannad-. ¿Cómo sabes que Kumhar es un: hombre?
– Porque Sahlah no le conocía.
– ¿Y qué? Como Muhannad acaba de decir…
– Eso eran chorradas, Barbara. La comunidad asiática de Balford es pequeña y cerrada. Si existe un F. Kumhar entre ellos, Muhannad Malik le conoce, créeme.
– ¿Y por qué no su hermana?
– Porque es una mujer. La tradición familiar. Recuerda lo del matrimonio. Sahlah conoce a la comunidad de mujeres asiáticas, y conoce a los hombres que trabajan en la fábrica, pero de ello no se desprende que conozca a otros hombres, a menos que estén casados con sus conocidas, o fueran compañeros de colegio. ¿Cómo iba a conocerlos? Piensa en su vida. Es probable que no salga con chicos. No va a pubs. No se mueve con libertad por Balford. No ha ido a la universidad. Es como una prisionera. Si no mintió al afirmar que desconocía el nombre, cosa que podría ser…
– En efecto. Podría ser -interrumpió Barbara-. Porque F. Kumhar podría ser una mujer y ella podría conocerla. F. Kumhar podría ser la mujer, de hecho. Y es posible que Sahlah lo hubiera averiguado.
Emily rebuscó en su bolso y sacó unas gafas de sol. Las frotó con aire ausente sobre su top antes de contestar.
– La matriz del talón nos dice que Querashi pagó a Kumhar cuatrocientas libras. Un solo talón, un solo pago. Si el talón hubiera sido extendido a una mujer, ¿qué habría pagado Querashi?
– Chantaje -apuntó Barbara.
– Entonces, ¿por qué matar a Querashi? Si F. Kumhar le estaba chantajeando y pagó, ¿para qué romperle el cuello? Eso es como matar a la gallina de los huevos de oro.
Barbara reflexionó sobre las preguntas de la inspectora.
– Salía por las noches. Se citaba con alguien. Llevaba condones encima. ¿Podría ser F. Kumhar la mujer a la que se estaba tirando? ¿Pudo quedarse embarazada F. Kumhar?
– ¿Por qué se llevó condones si ya estaba preñada?
– Porque ya no se citaba con ella. Había cambiado de pareja. Y F. Kumhar lo sabía.
– ¿Y las cuatrocientas libras? ¿Para qué eran? ¿Un aborto?
– Un aborto muy secreto. Un aborto ilegal, tal vez.
– ¿De alguien que después quiso vengarse?
– ¿Por qué no? Querashi llevaba aquí seis semanas, lo suficiente para hacer un bombo a alguien. Si corrió la voz de que él lo había hecho, de que había dejado preñada a una mujer asiática, nada menos, para quien la virginidad y la castidad es algo superimportante, quizá su padre, su hermano, su marido u otros parientes quisieron enderezar el entuerto. Bien. ¿Ha muerto alguna mujer asiática recientemente? ¿Ha sido ingresada alguna en un hospital con una hemorragia sospechosa? Hay que investigar eso, Em.
Emily le dirigió una mirada irónica.
– ¿Tan pronto has olvidado a Armstrong? Tenemos sus huellas en el Nissan. Y aún sigue sentado tan contento dentro de ese edificio, ocupando el puesto de Querashi.
Barbara miró hacia el edificio, y vio de nuevo al sudoroso Ian Armstrong, interrogado por la inspectora Barlow.
– Sus glándulas sudoríparas funcionaban a tope -admitió-. No le borraría de la lista.
– ¿Y si los suegros corroboran su historia de que telefonearon el viernes por la noche?
– Entonces, habría que echar un vistazo a los registros de la telefónica.
Emily lanzó una risita.
– Eres un auténtico sabueso, sargento Havers. Si alguna vez decides cambiar el Yard por la costa, te meteré en mi equipo al instante.
La alabanza de la inspectora provocó una oleada de placer en Barbara, pero no era de las personas que aceptaban un cumplido y se quedaban satisfechas, de modo que trasladó el peso de su cuerpo de un pie al otro y sacó las llaves del coche.
– De acuerdo. Bien. Quiero investigar la historia de Sahlah sobre el brazalete. Si lo tiró desde el muelle el sábado por la tarde, alguien debió verla. Llamará la atención, con ese atuendo que lleva. También iré a ver a ese tal Trevor Ruddock. Si trabaja en el muelle, mataré dos pájaros de un tiro.
Emily asintió.
– Investígale. Entretanto, me ocuparé de ese Rakin Khan del que Muhannad estaba tan ansioso por hablar. De todos modos, albergo pocas dudas de que confirmará su coartada. Arderá en deseos de que su hermano musulmán… ¿cuál fue la frase exacta de Muhannad?, mantenga la cabeza erguida. Te dejo esa imagen deliciosa para que medites sobre ella.
Lanzó una breve carcajada y se encaminó a su coche.
Al cabo de un momento, ponía rumbo a Colchester y a otra coartada.
Volver al parque de atracciones de Balford por primera vez desde que tenía dieciséis años no fue el viaje al pasado que Barbara esperaba. El parque había cambiado mucho, con un letrero sobre su entrada que anunciaba ATRACCIONES SHAW en letras de neón con los colores del arco iris. De todos modos, la pintura reciente, el nuevo entarimado, las sillas plegables de aspecto frágil, las atracciones y juegos de azar renovados, y un salón recreativo que ofrecía de todo, desde billares romanos clásicos hasta videojuegos, no alteraba los olores que jamás podría borrar de su memoria, gracias a sus visitas anuales a Balford. El olor a pescado y patatas fritas, hamburguesas, palomitas de maíz y dulce de hilos se mezclaba de forma pronunciada con el aroma salado del mar. También los sonidos eran los mismos: niños que chillaban y reían, la cacofonía de timbrazos y pitidos procedente del salón recreativo, el órgano de vapor que tocaba mientras los caballitos del tiovivo subían y bajaban sobre sus postes de latón relucientes.
El muelle se adentraba en el mar, y en el extremo se ensanchaba como una espátula. Barbara caminó hasta aquel punto, donde estaban remozando la antigua cafetería Jack Awkins, y desde donde Sahlah Malik afirmaba haber tirado el brazalete comprado para su prometido.
Del armazón de la antigua cafetería surgían voces que gritaban sobre el estruendo de las herramientas que golpeaban el metal y el siseo ruidoso de un soplete que soldaba refuerzos en la infraestructura original. Daba la impresión de que el edificio proyectaba calor, y cuando Barbara echó un vistazo al interior, sintió que se estrellaba contra su cara.
Los obreros apenas iban vestidos. El uniforme parecía consistir en téjanos cortados a la altura del muslo, botas de suela gruesa y camisetas mugrientas, los que llevaban. Eran hombres musculosos, absortos en su trabajo. Cuando uno vio a Barbara, dejó las herramientas y gritó:
– ¡No se admiten visitantes! ¿No sabe leer? Lárguese antes de que se haga daño.
Barbara sacó su identificación, más para causar efecto que por otra cosa, porque el hombre no podía verla desde aquella distancia.
– ¡Policía! -gritó.
– ¡Gerry!
El hombre dirigió su atención al soldador, cuyo casco protector y concentración en la llama que estaba disparando hacia el metal parecían aislarle de todo lo demás.
– ¡Gerry! ¡Eh! ¡DeVitt!
Barbara pasó por encima de tres vigas maestras de acero tiradas en el suelo, a la espera de ser colocadas. Esquivó varios rollos enormes de cable eléctrico y una pila de cajas de madera sin abrir.
– ¡Retroceda! -gritó alguien-. ¿Quiere hacerse daño?
Los gritos parecieron llamar la atención de Gerry. Alzó la vista, vio a Barbara y apagó la llama del soplete. Se quitó el casco y dejó al descubierto su cabeza, cubierta con un pañuelo. Lo desanudó y se secó la cara con él, y después su calva reluciente. Como los demás, llevaba téjanos recortados y camiseta. Su cuerpo era de los que engordarían enseguida si lo sometía a una mala alimentación o a un período de inactividad prolongada. Por lo visto no era el caso. No tenía ni un gramo de grasa y estaba tostado por el sol.
Antes de que tuviera tiempo de abrir la boca para echarla, Barbara exhibió de nuevo su tarjeta.
– Policía -dijo-. ¿Puedo hablar con ustedes?
El hombre frunció el entrecejo y devolvió el pañuelo a su cabeza. Lo ató a la nuca y, junto con el único pendiente en forma de aro que colgaba de su oreja, adquirió un aire piratesco. Escupió al suelo (a un lado, al menos) y extrajo de su bolsillo un paquete de chicles. Introdujo uno en su boca.
– Gerry DeVitt -dijo-. Soy el jefe. ¿Qué se le ofrece?
No se acercó más, y Barbara comprendió que no podía leer su identificación. Se presentó, y aunque el hombre frunció el ceño un instante cuando escuchó las palabras «New Scotland Yard», no reaccionó.
Consultó su reloj y dijo:
– No podemos perder mucho tiempo.
– Cinco minutos -dijo Barbara-, quizá menos. No es nada relacionado con ustedes, por cierto.
El hombre asimiló la información y asintió. Casi todos los hombres habían dejado de trabajar, e indicó con un gesto que se acercaran. Eran siete, cubiertos de sudor, malolientes y manchados de grasa.
– Gracias -dijo Barbara a DeVitt. Explicó lo que deseaba: verificar que una joven, vestida probablemente con el atuendo tradicional asiático, había ido al extremo del muelle el sábado y arrojado algo al agua-. Debió de ser por la tarde -añadió-. ¿Trabajan los sábados?
– Sí -dijo DeVitt-. ¿A qué hora?
Como Sahlah había afirmado ignorar la hora exacta, Barbara calculaba que, si su historia era cierta y había ido a trabajar aquel día como excusa para salir de casa sola, habría sido a última hora de la tarde, aprovechando un posible desvío que había tomado de regreso a casa.
– Yo diría que alrededor de las cinco.
Gerry meneó la cabeza.
– Hacía media hora que nos habíamos marchado. -Se volvió hacia sus hombres-. ¿Alguno de vosotros vio a la chica? ¿Se quedó alguien después de las cinco?
– ¿Bromeas, tío? -dijo uno de los hombres, y los demás rieron de la idea, al parecer, de quedarse más de lo necesario después de un día de trabajo. Nadie podía confirmar la historia de Sahlah Malik.
– De haber estado aquí todavía, nos habríamos fijado en ella -dijo Devitt. Señaló a los obreros con el pulgar-. ¿Ve a esta pandilla? Si una tía buena se acerca por aquí, serán capaces de colgarse de las rodillas para llamar su atención. -Los hombres lanzaron carcajadas. DeVitt sonrió-. Ya que hablamos de eso, ¿está buena?
Barbara confirmó que era guapa. Era la clase de mujer a la que los hombres miraban dos veces. Y con el atuendo que llevaba, nada menos que a la orilla del mar, donde mujeres vestidas como Sahlah raras veces se veían solas, no habría pasado inadvertida.
– Debió venir después de que nosotros nos marcháramos -dijo DeVitt-. ¿En qué más podemos ayudarla?
No había nada más, pero Barbara dio su tarjeta al hombre y escribió el nombre del Burnt House al dorso. Si se acordaba de algo, si alguno de los chicos se acordaba de algo…
– ¿Es importante esta información? -preguntó DeVitt, picado por la curiosidad-. ¿Está relacionada con…? Como está hablando de una asiática, ¿está relacionada con el tío que murió?
– Sólo estaba comprobando algunos datos -dijo Barbara. Era lo único que podía decirles de momento-. Pero si cualquier cosa relacionada con aquel incidente acude a su mente…
– Lo dudo -dijo DeVitt, mientras guardaba la tarjeta en el bolsillo posterior de los pantalones-. Nos mantenemos alejados de los paquistaníes. Todo es más sencillo así.
– ¿Por qué?
El hombre se encogió de hombros.
– Ellos tienen sus costumbres y nosotros las nuestras. Si se mezclan las dos, surgen problemas. Los tíos como nosotros -indicó a sus obreros con un ademán- no tenemos tiempo para problemas. Trabajamos duro, tomamos una o dos pintas después y nos vamos a casa, para poder seguir trabajando duro al día siguiente. -Recogió el casco y el soplete-. Si esta tía de la que habla es importante para su investigación, será mejor que hable con la gente del parque de atracciones. Tal vez alguien la haya visto.
Lo haría, se dijo Barbara. Dio las gracias y salió del edificio. Un fracaso, pensó. Pero DeVitt tenía razón. Las atracciones estaban abiertas desde la mañana hasta altas horas de la noche. A menos que Sahlah hubiera nadado o remado hasta el extremo del muelle y subido a él, para luego arrojar el brazalete al mar en un gesto melodramático, tendría que haber pasado entre ellas.
Era el típico trabajo pesado que Barbara siempre detestaba, pero se resignó a investigar de atracción en atracción, empezando por una «ola» llamada el Valseador y terminando con un puesto de bocadillos. El lado del parque que daba a tierra firme estaba cubierto con un techo de plexiglás que formaba un arco sobre el salón recreativo, el tiovivo y los autos de choque. El ruido era intenso, y Barbara tuvo que gritar para hacerse oír, pero nadie pudo confirmar la historia de Sahlah, ni siquiera Rosalie, la quiromántica rumana, sentada en un taburete de tres patas delante de su chiringuito, vestida con capas de chales multicolores, que sudaba, fumaba, se abanicaba con un plato de papel y examinaba a cada paseante con la esperanza de leerle la palma de la mano por cinco libras. Si alguien había visto a Sahlah Malik, Rosalie era la candidata ideal. Pero no la había visto. No obstante, ofreció a Barbara una lectura: de la mano, mediante la baraja del tarot o del aura.
– Te iría bien una lectura, cariño -dijo con aire compasivo-. Créeme. Rosalie lo sabe.
Barbara declinó la invitación, y dijo que si el futuro iba a ser tan maravilloso como el pasado, prefería no saberlo.
Se detuvo en la marisquería de Jack Willies y compró una cestita de boquerones fritos, un capricho que no había probado en años. Los servían con la capa de grasa adecuada y una terrina de salsa tártara para mojar. Barbara se la llevó a la sección abierta al aire libre del parque y se acomodó en uno de los bancos color naranja. Comió mientras reflexionaba en la situación.
Como nadie había visto a la muchacha paquistaní en el muelle, había tres posibilidades. La primera era la que anunciaba más complicaciones: Sahlah Malik había mentido. En ese caso, Barbara tendría que descubrir el motivo. La segunda posibilidad era la menos plausible: Sahlah había dicho la verdad, aunque ni una sola persona recordara haberla visto. Después de su paseo por el parque de atracciones, Barbara había observado que la vestimenta típica de los visitantes incluía el cuero negro (pese al calor) y los aros distribuidos por el cuerpo. De manera que, a menos que Sahlah hubiera ido de incógnito (posibilidad número tres), sólo quedaba la posibilidad número uno: Sahlah estaba mintiendo.
Terminó sus boquerones y se secó los dedos con una servilleta de papel. Se reclinó en el banco, alzó la cara al sol y pensó de nuevo en F. Kumhar.
El único nombre femenino musulmán que se le ocurría era Fátima, aunque tenía que haber otros. Sin embargo, suponiendo que el F. Kumhar al que Querashi había extendido un talón por cuatrocientas libras fuera una mujer, y suponiendo que el talón estuviera relacionado con la muerte de Querashi, ¿qué explicación más razonable había para el hecho de que el cheque hubiera sido extendido? El aborto era una posibilidad. Se había citado con alguien de manera ilícita. Llevaba condones encima. Guardaba más profilácticos en la mesita de noche. Pero ¿qué más posibilidades existían? Alguna compra, tal vez el regalo de lena-dena que Sahlah esperaba recibir de él, un regalo que el hombre aún no había recogido. Un préstamo para alguien con dificultades económicas, un hermano asiático que no podía acudir a sus familiares en busca de ayuda. Una paga y señal a cuenta de un objeto que sería entregado después de la boda de Querashi: una cama, un sofá, una mesa, una nevera.
Y aunque F. Kumhar fuera un hombre, las posibilidades no eran tan diferentes. ¿Qué compraba la gente?, se preguntó Barbara. Compraba cosas concretas, como objetos, propiedades, comida y ropas. Pero también compraba cosas abstractas, como lealtad, traición y rebeldía. Y también compraba la ausencia de cosas, adquiriendo el silencio, la contemporización o la ausencia.
En cualquier caso, sólo había una forma de saber qué había comprado Querashi. Emily y ella tendrían que seguir la pista de Kumhar. Lo cual recordó a Barbara el propósito secundario de su visita al parque de atracciones: encontrar a Trevor Ruddock.
Exhaló un suspiro y tragó saliva, notó el sabor persistente de los boquerones y sintió el depósito de grasa que habían dejado en su paladar. Se dio cuenta de que habría debido comprar una bebida para trasegar la grasa, de preferencia algo caliente que la hubiera fundido y expulsado hacia su sistema digestivo. Dentro de media hora, pagaría el precio de su impulsiva adquisición en la Marisquería Jack Willies. Tal vez una coca-cola calmaría su estómago, que ya estaba empezando a gruñir de una manera ominosa.
Se levantó, mientras observaba las evoluciones de dos gaviotas que volaban sobre ella y se posaban sobre el tejado que cubría el lado del parque de atracciones que daba a tierra firme. Reparó por primera vez en una serie de ventanas y un piso encima del salón recreativo. Parecían oficinas. Era el último lugar donde podía buscar a alguien que hubiera visto a una chica asiática pasear por el muelle, y el primer lugar al que debía dirigirse para encontrar a Trevor Ruddock, antes de que alguien le avisara de que una detective gordinflona le estaba buscando.
La escalera que conducía al piso superior estaba dentro del salón recreativo, encajada entre el chiringuito de Rosalie y una exposición de hologramas. Subía hasta una puerta sobre la cual había clavado un letrero negro, en el cual sólo estaba impresa una única palabra:
DIRECCIÓN.
Dentro, un pasillo estaba franqueado de ventanas, abiertas para dejar pasar cualquier brisa que removiera el aire tórrido. Varias oficinas se abrían al pasillo, y de ellas surgían los sonidos de teléfonos sonando, conversaciones, aparatos en funcionamiento y ventiladores. Alguien se había encargado de diseñar bien el espacio administrativo, porque el horroroso ruido del salón recreativo apenas se oía.
Sin embargo, Barbara se dio cuenta de que existían escasas posibilidades de que alguien hubiera visto a Sahlah en el parque de atracciones. Echó un vistazo a una de las oficinas de la parte derecha y observó que sus ventanas daban al mar, al sur de Balford, y a las hileras de cabañas de playa. A menos que alguien hubiera acertado a recorrer el pasillo en el preciso momento en que Sahlah pasaba frente al avión del Barón Rojo, justo debajo, la única esperanza de que alguien la hubiera visto residía en el despacho del final, cuyas ventanas dominaban el parque de atracciones y el mar.
– ¿Puedo ayudarla? -Barbara se volvió y vio a una muchacha dentuda en la puerta del primer despacho-. ¿Busca a alguien? Éstas son las oficinas de dirección.
Barbara vio que se había perforado la lengua con un pendiente de botón reluciente. Un escalofrío recorrió su espina dorsal, una experiencia bastante gratificante, teniendo en cuenta el calor, y dio gracias al cielo por haber llegado a la edad adulta en una época en que perforarse el cuerpo no estaba de moda.
Barbara exhibió su identificación e interrogó a Lengua perforada, pero recibió la respuesta que esperaba. Lengua perforada no había visto a ninguna Sahlah Malik en el parque de atracciones. Nunca, de hecho. ¿Una chica asiática sola? Dios, jamás había visto a una chica asiática sola. Y mucho menos, ataviada como decía la detective.
¿Y vestida de otra manera?, quiso saber Barbara.
Lengua perforada dio unos golpecitos con los dientes sobre el adorno de su lengua. El estómago de Barbara se revolvió.
No, dijo. Lo cual no quería decir que una chica asiática no hubiera estado en el parque vestida como una persona normal. Es que si hubiera ido vestida como una persona normal… bueno, nadie se habría fijado en ella, ¿verdad?
Ésa era la cuestión, naturalmente.
Barbara preguntó quién ocupaba el despacho situado al final del pasillo. Lengua perforada dijo que era el despacho del señor Shaw. De Atracciones Shaw, añadió con tono significativo. ¿Deseaba verle la sargento detective?
¿Por qué no?, pensó Barbara. Si no podía averiguar nada más sobre la supuesta visita de Sahlah Malik al muelle (y eso era todo, mierda), al menos el propietario del parque de atracciones podría decirle dónde encontrar a Trevor Ruddock.
– Voy a preguntar -dijo Lengua perforada. Se dirigió a la puerta del final y asomó la cabeza en el interior-. ¿Theo? La bofia. Quiere hablar contigo.
Barbara no oyó la respuesta, pero un hombre apareció en la puerta del despacho al cabo de un momento. Era más joven que Barbara, de unos veinticinco años, vestido con ropa holgada de diseño. Tenía las manos hundidas en los bolsillos, pero su expresión era preocupada.
– No hay problemas aquí, ¿verdad? -Miró por la ventana, hacia una de las atracciones-. Todo está en orden, ¿no?
No se refería al personal, adivinó Barbara. Se refería a los clientes. Un hombre de su posición sabía el valor de un entorno libre de problemas. Y cuando la policía acudía, quería decir que había problemas.
– ¿Podemos hablar un momento? -preguntó Barbara.
– Gracias, Dominique -dijo Theo a Lengua perforada.
¿Dominique?, pensó Barbara. Suponía que se llamaría Slam o Punch [4].
Dominique se encaminó al despacho cercano a la escalera. Barbara siguió a Theo al interior del suyo. Comprobó al instante que sus ventanas le proporcionaban la vista que había sospechado: daban al mar por un lado, y al muelle por el fondo. Por lo tanto, si alguien había visto a Sahlah Malik, Barbara sabía que aquélla era su última posibilidad.
Se volvió hacia el hombre, con la pregunta en la punta de la lengua. No llegó a formularla.
Theo había sacado las manos de los bolsillos mientras ella examinaba el despacho. Entonces vio el objeto que había buscado desde el primer momento.
Theo Shaw llevaba un brazalete de oro de Aloysius Kennedy.