Capítulo 6

El sol de la mañana la despertó. Venía acompañado de los chillidos de las gaviotas y el tenue aroma a sal en el aire. Al igual que el día anterior, el aire estaba inmóvil por completo. Barbara, tendida en posición semifetal en una de las camas gemelas, miró por la ventana abierta y vio al otro lado un laurel, y ni una sola hoja se movía. A mediodía, el mercurio burbujearía en los termómetros de toda la ciudad.

Barbara hundió los nudillos en su región lumbar, que le dolía después de haber estado expuesta toda la noche a un colchón apisonado por varias generaciones de cuerpos. Bajó de la cama y se dirigió dando tumbos hacia el lavabo con vistas.

El cuarto de baño prolongaba el tema de decadencia decorosa del hotel. Borlas de moho crecían en los azulejos de la pared y el suelo que rodeaba la bañera, y las puertas de los armaritos situados debajo del lavabo se mantenían cerradas mediante una goma elástica tensada entre sus pomos. Se accedía a las vistas gracias a una pequeña ventana que había sobre el retrete, cuatro hojas de cristal mugrientas tras una cortina fláccida, en la que delfines superpuestos surgían de un mar espumeante que, desde hacía mucho tiempo, había adquirido el tono deprimente de un cielo invernal.

Barbara examinó el entorno con un «puag» y se miró la cara en el espejo manchado por los años que había encima del lavabo, donde tal vez dos docenas de cupidos dorados se disparaban mutuamente flechas de amor desde las cuatro esquinas del cristal. Tomó nota de su apariencia con un segundo y más fervoroso «puag». La combinación de los cardenales que empezaban a amarillear por los bordes, y que abarcaban desde los ojos hasta la barbilla, junto con las arrugas que cruzaban su mejilla izquierda por haber dormido de ese lado, creaban una visión muy poco atractiva para la hora del desayuno. La visión era capaz de sacar de quicio a cualquiera, decidió Barbara, y se dio la vuelta para admirar las vistas.

La ventana estaba abierta de par en par, lo cual permitía la entrada de unos generosos quince centímetros de aire fresco matinal. Respiró hondo y se pasó los dedos por su masa enmarañada de cabello, mientras contemplaba la pendiente de césped que descendía hasta el mar.

El hotel Burnt House, aposentado sobre un risco situado más o menos a kilómetro y medio al norte del centro de la ciudad, era ideal para los visitantes que iban a Balford sólo para tener vistas. Al sur, la playa de Princes tallaba una media luna de arena puntuada por tres rompeolas de piedra. Al este, el césped terminaba en un acantilado tras el cual se extendía el mar, inmóvil aquella mañana y limitado por una capa de neblina gris que colgaba en el horizonte, como la promesa seductora de una temperatura más fría. Al norte, las grúas del lejano puerto de Harwich alzaban sus cuellos de dinosaurio por encima de los transbordadores que pasaban bajo ellos camino de Europa. Barbara vio todo esto desde su ventana, pese a su pequeñez, y habría una vista más amplia para cualquiera que se sentara en las sillas de lona diseminadas por el jardín del hotel.

Tal vez un pintor de paisajes o un dibujante descubrirían que Burnt House servía a sus intereses, decidió Barbara, pero para los visitantes que acudían a Balford-le-Nez en busca de algo más que vistas agradables, el emplazamiento del hotel era una pura locura comercial. La distancia entre el hotel y la ciudad, con su paseo Marítimo, el parque de atracciones y la calle Mayor, subrayaba este hecho. Esos lugares constituían el corazón comercial de Balford-le-Nez, donde los turistas gastaban su dinero. Si bien se encontraban a una distancia conveniente, un agradable paseo a pie, de los demás hoteles, casas de huéspedes y residencias de veraneo de la ciudad, no ocurría lo mismo en relación a Burnt House. Los padres con hijos pequeños, los jóvenes ansiosos por disfrutar de los dudosos placeres nocturnos y los visitantes que buscaban de todo, desde arena a recuerdos, no lo encontrarían en el risco situado al norte de Balford. Podían ir a pie a la ciudad, por supuesto, pero no había acceso directo por la fachada marítima. Los peatones que se encaminaran a la ciudad desde Burnt House tendrían que desviarse primero hacia el interior, siguiendo la carretera de Nez Park, y después volver de nuevo hacia el paseo marítimo.

Barbara llegó a la conclusión de que Basil Treves podía sentirse afortunado por tener huéspedes en cualquier época del año. Lo cual significaba que podía sentirse afortunado por haber tenido a Haytham Querashi de huésped para una larga temporada. Lo cual, a su vez, suscitaba la pregunta de si Treves había jugado algún papel en los planes matrimoniales de Querashi. Era una especulación interesante.

Barbara miró hacia el parque de atracciones. Se estaba construyendo en su extremo, donde en otro tiempo estaba la cafetería Jack Awkins. Incluso desde aquella distancia podía ver la pintura nueva que exhibía el muelle: blanca, verde, azul y naranja, además de las banderas multicolores que ondeaban en las astas que flanqueaban sus lados. Nada de esto existía la última vez que estuvo en Balford.

Barbara dio media vuelta. De pie ante el espejo una vez más, examinó su cara y se preguntó si quitarse las vendas había sido una idea inspirada. No había traído maquillaje. Como su provisión de cosméticos se limitaba a una barra de Blistex y a un bote de colorete que había pertenecido a su madre, le había parecido que embutirlos en la mochila no valía la pena. Le gustaba considerarse una tía cuya fibra moral no permitía la indecencia de hacer algo más que pellizcarse las mejillas para dar un poco de color a la cara. Lo cierto era que, si podía elegir entre pintarrajearse la piel y dormir otros quince minutos por la mañana, siempre se había decantado por el sueño. En su profesión, le parecía más práctico. En consecuencia, sus preparativos para el día no se alargaron más de diez minutos, cuatro de los cuales dedicó a hurgar en su mochila, blasfemar y buscar un par de calcetines.

Hizo gárgaras, se pasó un cepillo por el pelo, metió en su bolso los objetos que había sacado la noche anterior del cuarto de Querashi y salió al pasillo. Los olores del desayuno se aferraban al aire como niños impertinentes a las faldas de su madre. En algún lugar, habían frito huevos, asado salchichas, quemado tostadas, asado a la parrilla tomates y champiñones. Barbara no necesitó ningún plano para encontrar el comedor. Se limitó a bajar un tramo de escaleras, donde los olores se intensificaron aún más, y recorrer un estrecho pasillo de la planta baja en dirección al sonido de cubiertos que entrechocaban con platos y voces que murmuraban los planes del día. Y entonces, la oyó.

Una voz se destacaba sobre las demás. Una niña.

– ¿Sabías lo de la excursión en un barco langostero? ¿Iremos, papá? ¿Y la noria? ¿Iremos hoy? Anoche la estuve viendo desde el jardín con la señora Porter, y dijo que cuando tenía mi edad, la noria…

Un murmullo interrumpió la cháchara. Como siempre, pensó Barbara de mal humor. ¿Qué coño le pasaba a aquel hombre? Reprimía todos los impulsos de la niña. Barbara avanzó hacia la puerta, irritada y preparada para la batalla, a sabiendas de que no podía sentir otra cosa que desinterés.

Hadiyyah y su padre estaban sentados en un rincón oscuro del antiguo comedor, adornado con paneles macizos. Les habían colocado bien alejados de los demás huéspedes, tres parejas blancas de edad avanzada cuyas mesas estaban alineadas frente a las puertas cristaleras abiertas. Estas personas atacaban sus desayunos como si no hubiera nadie más, a excepción de una anciana con un andador apoyado contra su silla. Daba la impresión de ser la tal señora Porter, porque estaba cabeceando en dirección a Hadiyyah desde su rincón, como alentándola.

La coincidencia de alojarse en el mismo hotel que Hadiyyah y Taymullah Azhar no sorprendió demasiado a Barbara. Suponía que se alojarían con la familia Malik, pero al parecer no había sido posible, así que el hotel Burnt House era una elección lógica. Haytham Querashi se había alojado en él, al fin y al cabo, y Azhar estaba en Balford a causa de Querashi.

– Ah, sargento Havers. -Barbara giró en redondo y vio que Basil Treves estaba detrás de ella, con dos platos de desayuno en la mano. El hombre le dedicó una sonrisa radiante-. ¿Me permite que la acompañe a su mesa?

Cuando intentó adelantarla para hacer los honores, Hadiyyah lanzó un grito de felicidad.

– ¡Barbara! ¡Has venido! -Dejó caer la cuchara en el cuenco de cereales, derramando leche sobre el mantel rosa. Salió disparada de la silla y corrió dando saltos por la sala, sin dejar de canturrear-. ¡Has venido! ¡Has venido! ¡Has venido a la playa! -Sus trenzas ceñidas con cintas amarillas bailaban alrededor de sus hombros. Iba vestida como un rayo de sol: pantalones cortos amarillos y camiseta a rayas, calcetines a franjas amarillas y sandalias. Estrujó la mano de Barbara-. ¿Has venido para hacer un castillo de arena conmigo? ¿Has venido a coger berberechos? Quiero subir a los autos de choque y a las montañas rusas. ¿Y tú?

Basil Treves contemplaba la escena con cierta consternación.

– Permítame que la acompañe a su mesa, sargento Havers -dijo con más énfasis, y movió la cabeza hacia una mesa contigua a una ventana abierta, entre los huéspedes ingleses.

– Prefiero aquella zona -dijo Barbara, y señaló con el pulgar el rincón oscuro de los paquistaníes-. Demasiado aire fresco por la mañana me saca de quicio. ¿Le importa?

Sin esperar su respuesta, caminó hacia Azhar. Hadiyyah se le adelantó.

– ¡Está aquí! -gritó-. ¡Mira, papá! ¡Está aquí! ¡Está aquí!

No pareció observar que su padre recibía la llegada de Barbara con esa alegría especial que suele reservarse para los leprosos.

Entretanto, Basil Treves había depositado los dos platos de desayuno delante de la señora Poner y su acompañante. Corrió para sentar a Barbara en la mesa contigua a la de Azhar.

– Sí, oh, sí -dijo-. Por supuesto. ¿Querrá zumo de naranja, sargento Havers? ¿Prefiere pomelo?

Sacudió la servilleta para desdoblarla con un movimiento elegante, sugerente de que sentar a la sargento entre los aceitunos siempre había formado parte de su plan maestro.

– ¡No, con nosotros! ¡Con nosotros! -graznó Hadiyyah. Tiró de Barbara hacia su mesa-. ¿Verdad, papá? Ha de sentarse con nosotros.

Azhar observaba a Barbara con sus indescifrables ojos castaños. La única indicación de sus sentimientos fue la deliberada vacilación empleada antes de levantarse para saludarla.

– Nos sentiríamos muy complacidos, Barbara -dijo en tono oficial.

Y una mierda, pensó Barbara. Pero dijo:

– Si hay sitio…

– Haremos sitio. Haremos sitio -dijo Basil Treves.

Mientras trasladaba cubiertos y platos desde la mesa de Barbara a la de Azhar, tarareaba con la firme determinación de un hombre empeñado en mejorar una mala situación.

– ¡Estoy muy contenta, contenta, contenta! -canturreó Hadiyyah-. Has venido de vacaciones, ¿verdad? Iremos a la playa. Buscaremos conchas. Iremos a pescar. Nos divertiremos en el parque de atracciones.

Volvió a sentarse en su silla y recuperó su cuchara, que yacía entre los cereales como un signo de exclamación plateado, comentando los acontecimientos de la mañana. Hadiyyah se puso a comer, indiferente a la leche que goteaba de la cuchara sobre su camiseta a rayas.

– Ayer, la señora Porter me cuidó mientras papá hacía unas cosas -confió a Barbara-. Leímos un libro sobre fósiles en el jardín. Quiero decir que lo leímos en el jardín. -Rió-. Hoy debíamos ir a pasear por el paseo del Acantilado, pero el muelle está demasiado lejos para ir caminando. Demasiado lejos para la señora Porter, quiero decir, pero yo sí puedo hacerlo, ¿verdad? Y ahora que estás aquí, papá me dejará ir al salón recreativo. ¿Verdad, papá? ¿Me dejarás ir si Barbara viene conmigo? -Se retorció en la silla para mirarla-. Subiremos a las montañas rusas y la noria, Barbara. Tiraremos al blanco. Jugaremos a pescar muñecos. ¿Sabes jugar? Papá es muy bueno. Una vez me cogió un koala, y otra cogió para mamá una…

– Hadiyyah.

La voz de su padre era firme. La silenció con su habitual destreza.

Barbara estudió el menú con devoción religiosa. Decidió lo que quería desayunar y Treves, que acechaba en las cercanías, tomó nota.

– Barbara ha venido para descansar, Hadiyyah -dijo Azhar a su hija, mientras Treves se dirigía a la cocina-. No has de inmiscuirte en sus vacaciones. Ha tenido un accidente y aún no estará en forma para pasear por la ciudad.

Hadiyyah no contestó, pero dirigió una mirada esperanzada en dirección a Barbara. Su rostro ansioso gritaba «noria, salón recreativo y montañas rusas». Balanceaba las piernas y daba saltitos en el asiento. Barbara se preguntó cómo lograba su padre negárselo todo.

– Estos huesos cansados podrán desplazarse hasta el muelle -dijo Barbara-, pero primero hay que ver cómo van las cosas.

Por lo visto, la vaga promesa fue suficiente para la niña.

– ¡Sí, sí, sí! -dijo, y antes de que su padre pudiera imponerle su disciplina de nuevo se lanzó sobre los restos de sus cereales.

Barbara observó que Azhar había comido huevos escalfados. Había terminado uno y empezado el segundo, cuando ella se había presentado ante su mesa.

– No dejes que te interrumpa -dijo Barbara, y señaló el plato con un cabeceo. Una vez más, el hombre utilizó la vacilación para comunicar su reticencia, pero Barbara no supo si era reticencia a comer o a su compañía, aunque sospechaba lo último.

Quitó la parte superior del huevo con la cuchara y separó con destreza la cáscara. Sostenía la cuchara entre sus esbeltos dedos oscuros, pero no comió nada antes de hablar.

– Es una gran coincidencia -comentó sin ironía- que hayas venido de vacaciones a la misma ciudad que Hadiyyah y yo, Barbara. Aún es más asombroso que nos hayamos encontrado en el mismo hotel.

– Así podremos estar juntas -anunció con alegría Hadiyyah-. Barbara y yo. La señora Porter es buena -informó a Barbara en voz más baja-. Me cae muy bien, pero no puede andar mucho rato, porque tiene una especie de parálisis.

– Hadiyyah -dijo su padre en voz baja-. Tu desayuno.

Hadiyyah agachó la cabeza, pero no antes de dedicar a Barbara una sonrisa radiante. Sus pies atacaron con energía las patas de la mesa.

Barbara sabía que era absurdo mentir. La primera vez que asistiera a un encuentro entre la policía y los representantes de la comunidad asiática, Azhar descubriría la verdad sobre su presencia en Balford. De hecho, comprendió que prefería tener que decirle una verdad, aunque no fuera la que había motivado su partida precipitada de Londres.

– En realidad he venido por trabajo -dijo-. Bueno, casi.

Le contó con desenvoltura que había venido a la ciudad para ayudar a una antigua amiga que trabajaba ahora en el DIC local, la inspectora que conducía una investigación de asesinato. Esperó ver su reacción. Fue la típica de Azhar: apenas movió una pestaña.

– Un hombre llamado Haytham Querashi fue encontrado asesinado hace tres días, no lejos de aquí. Se alojaba en este hotel -añadió con expresión de inocencia-. ¿Has oído hablar de esta muerte, Azhar?

– ¿Estás trabajando en este caso? -preguntó Azhar-. ¿Cómo es posible? Tú trabajas en Londres.

Barbara se ciñó más o menos a la verdad. Había recibido una llamada telefónica de su antigua compañera Emily Barlow, explicó. De alguna manera, Em se había enterado («Chismorreos policiales y todo eso, ya sabes») de que Barbara estaba libre en aquel momento. Había llamado y animado a Barbara a venir. Eso era todo.

Barbara trabajó la información sobre su amistad con Emily hasta que sonó bien a sus oídos. Dio la impresión de que estaban a medio camino entre almas gemelas y siamesas unidas al nacer por la cadera. Cuando estuvo segura de haber dejado claro que haría cualquier cosa por Emily, dijo:

– Em me ha pedido que colabore con un comité que se ha formado para mantener informada a la comunidad asiática sobre los progresos del caso.

Esperó de nuevo su reacción.

– ¿Por qué tú? -Azhar posó la cuchara al lado de la copa del huevo. Barbara observó que había dejado medio huevo sin comer-. ¿Es que la policía local carece de expertos adecuados?

– Todos los miembros del DIC van a trabajar en la investigación -contestó Barbara-, pues eso es lo que quiere la comunidad asiática, supongo. ¿No crees?

Azhar levantó la servilleta de su regazo. La dobló con pulcritud y la dejó al lado del plato.

– Entonces, parece que tú y yo tenemos misiones similares. -Azhar miró a su hija-. Hadiyyah, ¿has terminado los cereales? ¿Sí? Estupendo. Parece que la señora Porter quiere hacer planes para hoy contigo.

Hadiyyah pareció entristecerse.

– Pero pensaba que Barbara y yo…

– Barbara acaba de decirnos que ha venido por motivos de trabajo, Hadiyyah. Ve con la señora Porter. Ayúdala á salir al jardín.

– Pero…

– Hadiyyah, ¿no me he expresado con claridad?

La niña echó hacia atrás la silla, con los hombros caídos caminó hacia la señora Porter, que estaba batallando con su andador de aluminio, intentando con manos temblorosas ponerlo delante de su silla. Azhar esperó a que Hadiyyah y la anciana desaparecieran por las puertas cristaleras que conducían al jardín. Entonces, se volvió hacia Barbara.

En ese momento Basil Treves entró en el comedor con el desayuno de Barbara y lo depositó ante ella con ademán majestuoso.

– Si me necesita, sargento… -dijo, y señaló de forma significativa hacia la recepción.

Barbara lo interpretó como una indicación de que había esperado con el teléfono en una mano, dispuesto a llamar a la policía si Taymullah se propasaba.

– Gracias -dijo ella, y atacó sus huevos.

Decidió esperar a que Azhar hablara. Era mejor ver hasta qué punto estaba dispuesto a hablar del asunto que le había llevado a Balford, antes que poner en juego sus cartas informativas sin tener idea de lo que pensaba arriesgar.

Fue la encarnación del laconismo. Por lo que Barbara pudo juzgar, no le ocultó nada. El hombre asesinado era el prometido de la prima de Azhar. Azhar había ido a la ciudad a petición de la familia. Les ayudaba en una misión similar a la que Barbara haría para la policía.

Barbara no dijo que ya había sobrepasado los límites de su trabajo teórico como oficial de enlace. Los oficiales de enlace no fisgaban en las habitaciones de las víctimas, registraban sus pertenencias y guardaban en bolsas objetos interesantes.

– La situación no puede ser mejor, en ese caso. Me alegro de estar aquí. La policía necesita saber todo lo concerniente a Querashi. Tú puedes ayudarnos, Azhar.

El hombre se puso en guardia.

– Yo sirvo a la familia.

– Nada que objetar, pero este asesinato te es ajeno, de modo que tu punto de vista será más objetivo que el de la familia. ¿Verdad? -Se apresuró a continuar antes de que pudiera replicar-. Al mismo tiempo, estás integrado en el grupo más cercano a Querashi, lo cual también te proporciona información.

– Los intereses de la familia son lo primero, Barbara.

– Me atrevería a decir que la familia -puso un énfasis suave e irónico en la palabra- está interesada en llegar al fondo del asunto y saber quién liquidó a Querashi.

– Por supuesto que está interesada. Más que interesada.

– Me alegra saberlo. -Barbara esparció mantequilla sobre un triángulo de tostada. Pinchó con el tenedor un trozo de huevo frito-. Bien, así funcionan las cosas: cuando alguien es asesinado, la policía persigue las respuestas a tres preguntas. ¿Quién tenía un motivo? ¿Quién tenía los medios? ¿Quién tuvo la oportunidad? Puedes ayudar a la policía a obtener esas respuestas.

– Traicionando a la familia, quieres decir -repuso Azhar-. O sea que Muhannad tenía razón, después de todo. La policía quiere encontrar al culpable entre la comunidad asiática, ¿verdad? Y como tú estás trabajando con la policía, tú también…

– La policía -interrumpió Barbara y apuntó el cuchillo hacia él para subrayar el hecho de que no estaba dispuesta a dejarse manipular con acusaciones de racismo- quiere averiguar la verdad, con independencia de adonde conduzca. Harías un favor a tu familia si se lo aclararas. -Masticó la tostada y observó que él la estaba observando. Inescrutable, pensó. Sería un policía estupendo-. Escucha, Azhar -continuó mientras masticaba-, necesitamos entender a Querashi. Necesitamos entender a la familia. Necesitamos entender a la comunidad. Vamos a investigar a todas las personas que estuvieron en contacto con él, y algunas de estas personas serán asiáticas. Si piensas subirte por las paredes cada vez que pisemos mierda paquistaní, no iremos a ninguna parte. Te lo aseguro.

Azhar extendió la mano hacia su taza de café, pero se limitó a apoyar los dedos sobre el asa.

– Estás dejando claro que la policía no desea contemplar la posibilidad de que este caso tenga móviles raciales.

– Y tú, amigo mío, estás llegando a conclusiones precipitadas. Una mala costumbre para un oficial de enlace, diría yo.

A su pesar, una sonrisa se insinuó en la boca de Azhar.

– Aceptado, sargento Havers.

– Bien. Vamos a llegar a un acuerdo ahora mismo. Si te hago una pregunta, no hay nada más, ¿de acuerdo? Una pregunta. No significa que haya tomado una dirección concreta. Sólo intento comprender la cultura, con el fin de comprender a la comunidad. ¿De acuerdo?

– Como quieras.

Barbara decidió tomar su frase como un acuerdo tácito de revelar todos los datos que conociera. Era absurdo obligarle a firmar con su sangre un contrato de colaboración. Además, daba la impresión de que estaba aceptando su generosa interpretación del papel que se había adjudicado como oficial de enlace, y mientras lo mantuviera en ese estado, quería arrancarle la máxima información posible.

Pinchó otro trozo de huevo, acompañado de una lonja de beicon.

– Supongamos, sólo por un momento, que no fue un asesinato de móvil racial. Casi todas las víctimas conocen a sus asesinos. Supongamos que pasó lo mismo en el caso de Querashi. ¿Me sigues?

Azhar dio vueltas a su taza en el platillo. Aún no había bebido ni un sorbo de café. Estaba observando a Barbara. Asintió levemente.

– Hacía poco tiempo que estaba en Inglaterra.

– Seis semanas -dijo Azhar.

– Y trabajó en la fábrica de mostaza de los Malik todo ese tiempo.

– Exacto.

– Por lo tanto, podemos concluir que la mayoría de sus conocidos, no todos, pero la mayoría, ¿eh?, eran asiáticos.

La expresión de Azhar era sombría.

– De momento, podemos aceptar esa posibilidad.

– Bien. Su matrimonio iba a ser al estilo asiático. ¿No es así?

– Sí.

Barbara cortó más beicon y lo mojó en la yema del huevo.

– Entonces, he de entender una cosa. ¿Qué pasa si un compromiso de boda asiático, un compromiso establecido, se rompe?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Qué pasa si una de las partes rompe el compromiso?

Parecía una pregunta bastante sencilla, pero como Azhar no respondió de inmediato, Barbara levantó la vista del triángulo de tostada, sobre el que estaba administrando una generosa dosis de mermelada de casis. Su rostro era inexpresivo, pero parecía demasiado controlado. Maldito fuera el hombre. Estaba llegando a conclusiones precipitadas, pese a lo que ella había dicho sobre la necesidad de reunir información.

– Azhar… -dijo, impaciente.

– ¿Te importa? -Sacó un paquete de cigarrillos-. ¿Me permites? Como estás comiendo…

– Enciéndelo. Si fuera capaz de comer y fumar al mismo tiempo, lo haría, créeme.

Azhar utilizó un pequeño mechero de plata para encender el cigarrillo. Movió la silla para mirar en dirección a las puertas cristaleras. En el jardín, Hadiyyah estaba lanzando al aire una pelota de playa roja y azul. Daba la impresión de estar meditando sobre la mejor manera de responder a la pregunta, y al darse cuenta, Barbara sintió una punzada de irritación. Si todas sus conversaciones iban a seguir las pautas de la corrección política, en Navidades seguirían alojados en Balford.

– Azhar, ¿necesito aclararte la pregunta?

El hombre se volvió hacia ella.

– Tanto Haytham como Sahlah habían aceptado el compromiso matrimonial -dijo, mientras daba vueltas a la punta del cigarrillo sobre el cenicero de la mesa, aunque la ceniza aún no se había desprendido-. Si Haytham hubiera tomado la decisión de rechazar el acuerdo, en la práctica estaría repudiando a Sahlah, lo cual sería considerado un grave insulto a su familia. A mi familia.

– ¿Porque la familia concertó el matrimonio?

Barbara se sirvió una taza de té. Era viscoso, con el aspecto de un brebaje que hubiera hervido durante casi toda la semana. Lo engulló con un poco de leche y azúcar.

– Porque la acción de Haytham provocaría que mi tío quedara desprestigiado y, por consiguiente, perdiera el respeto de la comunidad. Sahlah quedaría marcada como una mujer repudiada por su futuro marido, de manera que otros posibles pretendientes no la considerarían deseable.

– ¿A qué se expondría Haytham?

– Al rechazar el matrimonio, desafiaría a su propio padre. El resultado podría ser la expulsión de su familia, si el matrimonio se había considerado una alianza importante. -El acto de inhalar y expeler el humo servía para ocultar la cara de Azhar, pero Barbara se dio cuenta de que la estaba observando a través del humo mientras hablaba-. Ser expulsado significa no tener contacto con la familia. Nadie se comunica con el expulsado por temor a ser expulsado a su vez. En la calle, le giran la cara. En casa, las puertas no se abren. Las llamadas telefónicas no se devuelven. El correo se devuelve como si fuera un desconocido.

– ¿Es como si estuviera muerto?

– Todo lo contrario. A los muertos se les recuerda, se les llora y se les reverencia. Es como si el expulsado nunca hubiera existido.

– Qué fuerte -dijo Barbara-. ¿Habría representado un problema para Querashi? ¿Su familia no está en Pakistán? Tampoco les vería, ¿verdad?

– La intención de Haytham habría sido traer a su familia a Inglaterra en cuanto tuviera el dinero suficiente. La dote de Sahlah le habría proporcionado ese dinero. -Azhar miró de nuevo hacia las puertas cristaleras. Hadiyyah estaba corriendo por el jardín y dando cabezazos a la pelota. Sonrió al verla y no apartó los ojos de ella mientras continuaba-. Por lo tanto, Barbara, considero improbable que intentara romper su matrimonio con Sahlah.

– ¿Y si se había enamorado de otra? Comprendo todo ese rollo del matrimonio de conveniencia, que alguien lo considere como un deber y todo eso. Cono, sólo hay que pensar en la jodida monarquía y el escándalo continuo en que han convertido sus vidas en nombre del deber, pero ¿y si apareció otra y se enamoró de ella antes de que se diera cuenta? Suele pasar, como sabes.

– Es cierto -dijo Azhar.

– Exacto. Bien, ¿y si fue a encontrarse con su amante la noche que murió? ¿Y si la familia se enteró? -Azhar frunció el ceño con expresión dudosa-. Llevaba tres condones en el bolsillo, Azhar. ¿Qué te sugiere eso?

– Un preparativo para el acto sexual.

– ¿No sería una relación amorosa, lo bastante importante para que Querashi quisiera anular sus planes de boda?

– Cabe la posibilidad de que Haytham se hubiera enamorado de otra mujer -contestó Azhar-, pero amor y deber son ideas que se excluyen mutuamente en mi pueblo, Barbara. Los occidentales consideran el matrimonio la consecuencia lógica del amor. Para la mayoría de asiáticos no es así. Es posible que Haytham se hubiera enamorado de otra mujer, y la posesión de los condones sugiere que fue al Nez con el propósito de hacer el amor, estuviera enamorado o no, estoy de acuerdo, pero eso no significa que fuera a romper el compromiso de casarse con mi sobrina.

– De acuerdo. Aceptaré eso de momento.

Barbara dejó caer un cuadrado de tostada en el plato y lo mojó con los restos de yema de su huevo. Le añadió un poco de beicon y masticó con aire pensativo, mientras reflexionaba sobre diferentes teorías. Cuando se decidió por una, habló, consciente de que Azhar tenía el ceño fruncido. No cabía duda de que estaba analizando sus modales en la mesa, que a la hora del desayuno dejaban mucho que desear. Estaba acostumbrada a comer a kilómetro lanzado, y nunca había perdido el hábito de engullir su desayuno como si la persiguiera una banda de matones de la mafia.

– Tal vez dejó a una mujer embarazada. Los condones no siempre funcionan como uno quisiera. Tienen agujeros, se rompen, no se ponen a tiempo.

– Si estaba embarazada, ¿por qué llevaba condones esa noche? No habrían sido necesarios.

– De acuerdo. Ya habría sido demasiado tarde -admitió Barbara-. Pero tal vez no sabía que la había dejado bombada. Fue preparado como de costumbre, y ella le soltó la buena nueva nada más llegar. Ella está embarazada y él está comprometido con otra. ¿Qué pasa?

Azhar apagó su cigarrillo. Encendió otro antes de contestar.

– Sería un caso de mala suerte.

– De acuerdo. Estupendo. Imaginemos lo que pasó. Los Malik…

– Pero Haytham aún se habría considerado comprometido con Sahlah -dijo Azhar con paciencia-. Y la familia habría considerado que el embarazo era responsabilidad de la mujer. Como debía de ser inglesa…

– Alto ahí -interrumpió Barbara, irritada ante la mera sospecha-. ¿Por qué suponer eso? ¿Cómo iba a conocer a mujeres inglesas, además?

– Es tu conjetura, Barbara, no la mía. -Estaba claro que Azhar adivinaba el motivo de su indignación. También estaba claro que se le daba una higa-. Lo más probable es que fuera inglesa, porque las jóvenes asiáticas cuidan su virginidad como ninguna inglesa. Las chicas inglesas son fáciles y accesibles, y los hombres asiáticos ansiosos de experiencias sexuales las buscan con ellas, no con asiáticas.

– Muy amable por su parte -comentó con acritud Barbara.

Azhar se encogió de hombros.

– Los valores de la comunidad predominan en lo relativo al sexo. La comunidad valora la virginidad de las mujeres antes del matrimonio y la castidad de las mujeres después del matrimonio. Un joven que quiera echar una cana al aire buscará chicas inglesas, porque éstas no consideran importante la virginidad. Están disponibles.

– ¿Y si Querashi se topó con una chica inglesa que no compartía esta fascinante actitud? ¿Y si se topó con una chica inglesa convencida de que echar un polvo con un tío, fuera cual fuera su color, raza o religión, equivalía a comprometerse con él?

– Estás enfadada -dijo Azhar-, pero no era mi intención ofenderte con esta explicación, Barbara. Si haces preguntas sobre nuestra cultura, recibirás respuestas que entrarán en conflicto con tus creencias.

Barbara apartó el plato a un lado.

– Y tú deberías olvidar la idea de que mis creencias, como las llamas, reflejan las creencias de mi cultura. Si Querashi dejó preñada a una chica inglesa, y después fue con el cuento de que debía cumplir su deber con Sahlah Malik, y perdona, pero da igual que estés en una situación desesperada porque eres una inglesa de mierda, ¿cómo crees que reaccionaría su padre o su hermano ante la noticia?

– Mal, supongo -dijo Azhar-. De hecho, tal vez con intenciones asesinas. ¿No estás de acuerdo?

Barbara no estaba dispuesta a permitir que Azhar condujera la conversación hacia el objetivo de su elección: la culpabilidad de un inglés. Era veloz como el rayo, pero ella era muy obstinada.

– Tal vez los Malik lo descubrieran todo: la relación, el embarazo. ¿Y si la mujer, quienquiera que fuera, les informó antes de avisar a Malik? ¿No crees que tal vez perdieron los estribos?

– Estás preguntando si, como resultado, abrigaron intenciones asesinas -aclaró Azhar-. No obstante, asesinar al novio no habría servido a los propósitos del matrimonio de conveniencia, ¿verdad?

– ¡Que le den por el culo al matrimonio de conveniencia! -Los platos saltaron cuando Barbara descargó la mano sobre la mesa. Los demás comensales se volvieron a mirarla. Azhar había dejado el paquete de cigarrillos sobre la mesa, y ella cogió uno-. Venga, Azhar -dijo en voz más baja-. La situación tiene dos lecturas.

Estamos hablando de paquistaníes, de acuerdo, pero también de seres humanos con sentimientos humanos.

– Quieres creer que algún familiar de Sahlah cometió ese crimen, tal vez la misma Sahlah, o alguien que actuara en su nombre.

– Me han dicho que Muhannad tiene muy mala leche.

– No obstante, eligieron a Haytham Querashi para ella por varios motivos, Barbara. Sobre todo, porque la familia le necesitaba. Todos los miembros de la familia. Contaba con la experiencia que necesitaban para su fábrica: un título en económicas de Pakistán y experiencia en dirigir la producción de una fábrica grande. Era una relación que beneficiaba a las dos partes. Los Malik le necesitaban y el necesitaba a los Malik. Nadie habría podido olvidar eso, pese a lo que Haytham pensara hacer con los condones que llevaba en el bolsillo.

– ¿Y un inglés no les habría proporcionado la misma experiencia?

– Desde luego, pero el deseo de mi tío es que el negocio siga siendo una empresa familiar. Muhannad ya ocupa un cargo importante. No puede hacer dos trabajos a la vez. No hay más hijos. Akram podría contratar a un inglés, sí, pero el trabajo ya no sería exclusivo de la familia.

– A menos que Sahlah se casara con él.

Azhar meneó la cabeza.

– Nunca se lo permitirían. -Extendió el encendedor, y Barbara se dio cuenta de que no había encendido el cigarrillo que tanto le apetecía. Se inclinó hacia la llama-. Como ves, Barbara -concluyó Azhar-, la comunidad paquistaní tenía todos los motivos para que Haytham Querashi siguiera vivo. Sólo entre los ingleses encontrarás móviles del asesinato.

– ¿De veras? Bien, no vendamos la piel del oso antes de haberlo cazado, ¿no crees, Azhar?

El hombre sonrió, aunque parecía que una prudencia interior le estuviera aconsejando lo contrario.

– ¿Siempre te entregas a tu trabajo con tanta pasión, Barbara Havers?

– El día pasa más deprisa -replicó Barbara.

El hombre asintió y movió el cigarrillo por el borde del cenicero. Al otro lado de la sala, la última pareja de ancianos se dirigía con parsimonia hacia la puerta. Basil Treves mariposeaba junto al bufete. Emitía ruiditos de actividad mientras llenaba seis vinagreras.

– Barbara, ¿sabes cómo murió Haytham? -preguntó Azhar en voz baja, con los ojos clavados en el extremo del cigarrillo.

La pregunta pilló a Barbara por sorpresa. Lo que aún la sorprendió más fue su instantánea inclinación a contarle la verdad. Meditó un momento, se preguntó de dónde había surgido aquella inclinación. Encontró la respuesta en aquel nanosegundo de ternura que había sentido entre ellos cuando él le había preguntado sobre la pasión que aplicaba a su trabajo. Sin embargo, había aprendido la forma de desechar cualquier ternura que pudiera sentir hacia otro ser humano, en especial un hombre. La ternura conducía a la debilidad y la indecisión. Esos dos defectos eran peligrosos en la vida. Podían ser fatales si había un asesinato de por medio.

– La autopsia está prevista para esta mañana -contestó. Esperó a que él preguntara, «¿Cuándo recibirán el informe?», pero no lo hizo. Se limitó a escrutar su rostro, y Barbara procuró hurtar toda información acusadora.

– ¡Papá! ¡Barbara! ¡Mirad!

Salvada por la campana, pensó Barbara. Miró hacia las puertas cristaleras. Hadiyyah estaba ante ellas con los brazos extendidos a los lados y la pelota roja y azul sobre la cabeza.

– No puedo moverme -anunció-. No puedo mover un músculo. Si me muevo la pelota caerá. ¿Tú. sabes hacerlo, papá? ¿Y tú, Barbara? ¿Sabes mantener el equilibrio así?

Esa es la cuestión, en efecto. Barbara se pasó la servilleta por la boca y se levantó.

– Gracias por la conversación -dijo a Azhar, y luego habló a su hija-. Los auténticos profesionales saben mantenerla fija sobre la nariz. Espero que lo hayas terminado para la hora de cenar.

Dio una última calada al cigarrillo y lo apagó en el cenicero. Se despidió de Azhar con un cabeceo y salió de la sala. Basil Treves la siguió.

– Ah, sargento… -Parecía dickensiano, Uriah Heep [2] en tono y postura, con las manos enlazadas a la altura del pecho como de costumbre-. ¿Puede dedicarme un momento? Vamos allí…

«Allí» era la recepción, un cubículo similar a una cueva construido bajo la escalera. Treves pasó detrás del mostrador y se agachó para recuperar algo guardado en un cajón. Era un fajo de papeletas rosa. Se las tendió a Barbara, mientras se inclinaba sobre el mostrador con aire conspirador.

– Mensajes -susurró.

Barbara pensó unos instantes en la inquietante connotación que acechaba tras la nube de ginebra que había exhalado. Echó un vistazo a las papeletas y vio que estaban arrancadas de un libro, copias en papel carbón de mensajes telefónicos recibidos. Por un momento, se preguntó cómo se habían amontonado tantos en tan poco tiempo, teniendo en cuenta que nadie en Londres sabía dónde estaba. Después, vio que iban destinados a H. Querashi.

– Me levanté antes que los pájaros -susurró Treves-. Repasé el libro de mensajes y saqué esto. Aún estoy trabajando en sus llamadas telefónicas al exterior. ¿De cuánto tiempo dispongo? ¿Qué hacemos con su correo? No solemos llevar un registro de las cartas que reciben los huéspedes, pero si me pongo a pensar en ello, tal vez recuerde algo útil a nuestras necesidades.

Barbara no pasó por alto el plural.

– Todo es útil -dijo-. Cartas, facturas, llamadas telefónicas, visitas. Cualquier cosa.

El rostro de Treves se iluminó.

– En cuanto a eso, sargento… -Miró a su alrededor. No había nadie cerca. La televisión de la sala de estar estaba emitiendo el telediario de la mañana, a un volumen que habría ahogado a Pavarotti berreando Pagliacci, pero Treves no abandonó sus precauciones-. Dos semanas antes de morir tuvo una visita. No había pensado en ello porque, al fin y al cabo, estaban comprometidos, de modo que ella podía… Aunque fue raro verla de aquella manera. No suele hacerlo. Tampoco es que se deje ver demasiado en público. La familia no lo permitiría, así que ¿cómo puedo decir que fue raro en este caso?

– Señor Treves, ¿de qué cono está hablando?

– De la mujer que vino a ver a Haytham Querashi -dijo Treves. Parecía disgustado porque Barbara no hubiera sido capaz de seguir un torrente de ideas que corría hacia un destino evidente-. Dos semanas antes de morir, una mujer le visitó. Iba vestida con ese traje que llevan ellas. Bien sabe Dios que se estaría cociendo debajo, con el calor que hacía.

– ¿Una mujer con chador? ¿Se refiere a eso?

– No sé cómo se llama. Iba vestida de negro de pies a cabeza, con unas ranuras para los ojos. Entró y preguntó por Querashi, que estaba tomando café en el salón. Hablaron entre susurros cerca de la puerta, al lado de aquel paragüero. Después, subieron la escalera -dijo con expresión gazmoña-. No tengo ni idea de qué hicieron en su habitación, por cierto.

– ¿Cuánto rato estuvieron?

– No lo controlé, sargento -contestó Treves con gesto socarrón, y añadió, cuando Barbara ya estaba a punto de marcharse-: Pero yo diría que un rato bastante largo.


Yumn se estiró con languidez y se puso de costado. Estudió la nuca de su marido. Oyó ruidos en la casa indicadores de que ya deberían estar levantados, pero le gustaba la circunstancia de que, mientras el resto de la familia se dedicaba a las tareas cotidianas, Muhannad y ella sólo se preocuparan de ellos mismos.

Alzó una mano perezosa hacia el largo cabello de su marido, liberado de su coleta, e introdujo los dedos en él.

– Meri-jahn -murmuró.

No necesitó mirar el pequeño calendario de la mesilla de noche para saber lo que pregonaba aquel día. Llevaba un control riguroso de su ciclo femenino, y la noche, anterior había visto la anotación. Las relaciones con su marido que mantuviera hoy podían desembocar en otro embarazo. Y eso era lo que Yumn más anhelaba, más aún que mantener en su sitio a la plañidera de Sahlah.

Dos meses después de nacer Bishr empezó a sentir la necesidad de tener otro hijo. Comenzó a solicitar a su marido con regularidad, excitándole para que plantara la semilla de otro hijo en la tierra de su cuerpo más que deseoso. Sería otro niño, por supuesto, en cuanto el embarazo se consumara.

Yumn sintió deseo por él en cuanto tocó a Muhannad. Era tan adorable. Qué cambio en su vida había supuesto casarse con un hombre semejante. La hermana mayor, la menos atractiva, la menos casadera a los ojos de sus padres, y ella, Yumn la foca, y no una de sus dóciles y esbeltas hermanas, había demostrado ser la esposa excepcional de un marido excepcional. ¿Quién lo habría considerado posible? Un hombre como Muhannad habría podido escoger a cualquier mujer, pese a la magnitud de la dote que su padre había reunido para tentarle a él y a sus padres. Como único hijo de un padre muy ansioso por tener nietos, Muhannad habría podido imponer su voluntad. Habría podido expresar sus exigencias con unas condiciones que su padre no se habría atrevido a negarle. En consecuencia, habría podido evaluar a cada candidata que le presentaran sus padres y rechazar a las que no cumplieran sus requisitos. Sin embargo, había aceptado la elección de su padre sin rechistar, y la noche que se habían conocido, había sellado el pacto de matrimonio tomándola con rudeza en un rincón oscuro del huerto, dejándola embarazada de su primer hijo.

– Somos una pareja formidable, meri-jahn -murmuró, y se acercó más a él-. Estamos hechos el tino para el otro.

Apretó la boca contra su cuello. El sabor del hombre acrecentó su deseo. Su piel era algo salada, y su pelo olía a los cigarrillos que fumaba a escondidas de su padre.

Deslizó la mano por su brazo desnudo, pero con mucha suavidad, para que sus pelos ásperos le cosquillearan la palma. Aferró su mano, y luego movió los dedos hasta el vello del estómago.

– Anoche estuviste levantado hasta muy tarde, Muni -susurró contra su cuello-. Te deseaba. ¿De qué hablasteis tu primo y tú durante tanto rato?

Había oído sus voces hasta muy avanzada la noche, mucho después de que sus parientes políticos se acostaran. Permaneció tendida, impaciente por el retraso de su marido, y se preguntó qué precio debería pagar Muhannad por haber desafiado a su padre y traído a la casa al Desterrado. Muhannad le había contado su plan la noche anterior a ponerlo en práctica. Ella le había bañado. Después, mientras le frotaba la piel con loción, él le habló en voz baja de Taymullah Azhar.

Le daba igual la reacción del viejo pedorro, dijo. Traería a su primo para que les ayudara en el asunto de la muerte de Haytham. Su primo era un activista en lo tocante a los derechos de los inmigrantes paquistaníes. Lo sabía gracias a un miembro de Jum'a, que le había oído hablar en una conferencia de su pueblo en Londres. Había hablado sobre el sistema legal, sobre la trampa en que caían los inmigrantes, legales o no, al permitir que sus tradiciones e inclinaciones influyeran en sus interacciones con policías, abogados y tribunales. Muhannad se acordaba de todo esto. Y cuando la muerte de Haytham no fue declarada de inmediato accidental, se movió enseguida para lograr la ayuda de su primo. Azhar puede sernos de ayuda, había dicho a Yumn, mientras ella le cepillaba el pelo. Azhar nos ayudará.

– Pero, ¿en qué, Muni? -había preguntado ella, preocupada por la posibilidad de que la llegada del intruso se interpusiera en sus planes. No quería que Muhannad dedicara su tiempo y sus pensamientos a la muerte de Haytham Querashi.

– En conseguir que la policía detenga al asesino -contestó Muhannad-. Intentarán colgarle el muerto a un asiático, por supuesto. No quiero que eso suceda.

Estas palabras agradaron a Yumn. Le gustaba la parte desafiante de su naturaleza. Incluso la compartía. Emitía los sonidos y realizaba los gestos necesarios de obediencia a su suegra, como exigía la costumbre, pero le gustaba restregar por la cara de Wardah la facilidad de reproducción de su obediente nuera. No había pasado por alto la breve expresión de envidia que había aparecido en las facciones de Wardah cuando Yumn anunció con orgullo su segundo embarazo, doce semanas después de haber dado a luz a su primer hijo. Había aprovechado cualquier oportunidad para alardear de su fecundidad delante de su suegra.

– ¿Tu primo tiene cerebro, meri-jahn?-susurró-. Porque no se parece en nada a ti. Un hombre tan pequeño, tan insignificante.

Sus dedos descendieron por el estómago de su esposo, ensortijaron el vello y tiraron de él con delicadeza. Sentía la llamada insistente de su deseo. Creció, hasta que sólo hubo una forma de calmarlo.

Pero quería que él la deseara. Porque si no podía despertar su necesidad aquella mañana, Yumn sabía que buscaría satisfacción en otro sitio.

No sería la primera vez. Yumn no sabía el nombre de la mujer, o de las mujeres, con quien debía compartir a su esposo. Sólo sabía que existían. Siempre fingía dormir cuando Muhannad abandonaba su lecho de noche, pero en cuanto cerraba la puerta del dormitorio, corría a la ventana. Esperaba a escuchar el ruido del coche al ponerse en marcha cuando llegaba al final de la calle, pues hasta allí lo dejaba rodar en silencio. A veces, lo oía. A veces, no.

Pero siempre se quedaba despierta las noches que Muhannad la dejaba, con la vista clavada en la oscuridad, mientras contaba poco a poco para tomar nota del paso del tiempo. Y cuando volvía a ella justo antes del amanecer y se metía en la cama, ella buscaba en el aire el fuerte olor a sexo, pese a saber que el olor de su traición le resultaría tan doloroso como su visión. Sin embargo, Muhannad tomaba la precaución de no llevar a su cama el olor a sexo de otra mujer. Tampoco le proporcionaba pruebas concretas. Por lo tanto, debía hacer frente a su rival desconocida con la única arma que poseía.

Recorrió su hombro con la lengua.

– Qué hombre -susurró.

Sus dedos encontraron el pene. Estaba erecto. Empezó a acariciarlo. Apretó los pechos contra su espalda. Movió las caderas rítmicamente. Susurró su nombre.

Por fin, Muhannad reaccionó. Cogió su mano y aumentó la velocidad de sus caricias.

La casa se llenó de ruidos. Su hijo menor lloró. Se oyeron unos pies calzados con sandalias en el pasillo de arriba. La voz de Wardah gritó algo desde la cocina. Sahlah y su padre intercambiaron unas palabras en voz baja. Los pájaros cantaban en el huerto y un perro ladró en alguna parte.

Wardah se enfadaría al ver que la esposa de su hijo no se había levantado temprano para preparar el desayuno de Muhannad. Por ser una vieja, nunca comprendía la importancia de ocuparse de otras cosas.

Las caderas de Muhannad se sacudieron de manera inconsciente. Yumn le urgió a que se tendiera de espaldas. Echó hacia atrás la sábana bajo la que habían dormido. Se quitó el camisón y se puso a horcajadas. Muhannad abrió los ojos.

Le cogió las manos. Ella le miró.

– Muni -susurró-, meri-jahn, es maravilloso sentirte.

Se alzó para recibirle en su interior, pero él se escurrió al instante de debajo de ella.

– Pero, Muni, ¿no…?

La mano de Muhannad silenció su boca, hundiendo los dedos en sus mejillas con tal fuerza que Yumn sintió las uñas como carbones al rojo vivo sobre su piel. Se puso detrás de ella y tiró de su cabeza. Con la otra mano se apoderó de un pecho y le pellizcó el pezón entre el índice y el pulgar, hasta que ella se retorció de dolor. Yumn notó sus dientes en el cuello, y su mano, después de liberar el pecho, descendió sobre su estómago hasta encontrar el montículo de vello. Lo estrujó con rudeza. Después, la empujó hacia adelante con la misma brusquedad, hasta que quedó a cuatro patas. Sin dejar de taparle la boca, Muhannad encontró el punto que deseaba y empezó a excavar. Alcanzó el orgasmo en menos de veinte segundos.

La soltó y Yumn se desplomó de costado. Él estuvo arrodillado sobre ella un momento, con los ojos cerrados, la cabeza levantada hacia el techo, mientras su pecho subía y bajaba rápidamente. Se echó el pelo hacia atrás con una sacudida brusca y se lo atusó. El sudor perlaba su cuerpo.

Bajó de la cama y cogió la camiseta que había desechado antes de acostarse. Estaba tirada en el suelo entre sus demás ropas, y se secó con ella antes de arrojarla donde la había encontrado. Recogió los téjanos y se los puso sobre sus nalgas desnudas. Subió la cremallera y, con el pecho desnudo y descalzo, salió de la habitación.

Yumn contempló su espalda, vio cerrarse la puerta. Sentía que la semilla de Muhannad escapaba de su interior. Se apoderó de un pañuelo de papel y alzó las caderas para colocar una almohada bajo ellas. Empezó a relajarse mientras imaginaba el raudo viaje del esperma, en busca del solitario óvulo que aguardaba. Sucedería aquella misma mañana, pensó.

Su Muni era un hombre de pies a cabeza.

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