Capítulo 24

Yumn se masajeó la región lumbar y utilizó el pie para empujar el cajón de madera por las filas del odioso huerto que le había asignado su suegra. Contempló malhumorada a Wardah, que labraba dos filas más adelante, inclinada sobre una enredadera de chiles con la devoción que una recién casada dedicaría a su marido, y deseó que se abatieran sobre la mujer todas las desgracias posibles, desde una insolación a la lepra. La temperatura rondaría los dos millones de grados, y para acompañar al insoportable calor, mortal de necesidad, que había alcanzado cifras desconocidas hasta el momento, según el telediario de la mañana de la BBC, los insectos del jardín de Wardah habían decidido darse un festín no sólo con los tomates, pimientos, cebollas y judías que solían saciarles. Moscas y mosquitos zumbaban alrededor de la cabeza de Yumn, como satélites cargados de malas intenciones. Se posaban sobre su rostro sudado, en tanto las arañas se metían por debajo de su dupatta y diminutas orugas verdes se desprendían de las hojas de las enredaderas y caían sobre sus hombros. Agitó las manos, furiosa, para ahuyentar las moscas en dirección a su suegra.

Aquel tormento era otra ofensa que Wardah cometía contra ella. Cualquier otra suegra, henchida de gratitud hacia la persona que le había proporcionado dos nietos en rapidísima sucesión, y tan poco tiempo después de que su hijo se casara, habría insistido en que Yumn descansara bajo el nogal que se alzaba al borde del jardín, donde en aquel momento sus hijos, dos varones, se entretenían con sus camiones de juguete en la carretera en miniatura creada por el espacio que separaba las raíces del viejo árbol. Cualquier otra suegra se habría dado cuenta de que una mujer a punto de volver a quedarse embarazada no debería relajarse bajo el sol ardiente, ni mucho menos trabajar bajo sus rayos despiadados. Los trabajos manuales duros no eran apropiados para una mujer en edad fértil, se dijo Yumn, pero intenta comunicar esa información a Wardah, Wardah la Maravillosa, que había pasado todo el día en que nació Muhannad limpiando todas las ventanas de la casa, cocinando para su marido, fregando platos, ollas y el suelo de la cocina, antes de acuclillarse en la despensa para dar a luz a su hijo. No. Era improbable que Wardah Malik considerara una temperatura de treinta y cinco grados como otra cosa que un inconveniente sin importancia, igual que había pasado con la prohibición de las mangueras.

Todas las personas concienciadas del país habían obedecido la restricción anual de utilizar las mangueras, mediante el método de limitar lo que plantaban en su jardín. Pero aquél no era el método de Wardah, por supuesto. Wardah Malik había plantado, como de costumbre, feas e interminables hileras de plantas de semillero que mimaba cada tarde. Como habían prohibido las mangueras de riego a causa de la sequía, regaba cada maldita planta a mano, llenando cubos de agua que arrastraba desde el grifo cercano a la cocina.

Para ello, utilizaba dos cubos. Mientras se dedicaba a llenar un cubo y cargarlo hasta el borde del huerto, esperaba que Yumn regara las plantas con el otro. Pero antes de este ejercicio diario, había que cortar, podar, limpiar y escardar. Cosa que estaban haciendo en aquel momento. Wardah esperaba que Yumn también la ayudara en esto. Ojalá ardiera eternamente en el fuego del infierno.

Yumn sabía cuál era el motivo de las exigencias de Wardah, desde cocinar a trabajar como una esclava en el jardín, pasando por fregar. Wardah deseaba castigarla por hacer con tanta facilidad lo que a ella le había costado tanto. No le había costado mucho descubrir que Wardah y Akram Malik llevaban casados diez años cuando ella pudo al fin engendrar a Muhannad. Y habían pasado otros seis años hasta que pudo obsequiar a su marido con Sahlah. Un total de dieciséis años de esfuerzos, que habían dado como resultado dos hijos. En el mismo período de tiempo, Yumn sabía que daría a Muhannad más de una docena de hijos, la mayoría varones. Por eso, cuando Wardah Malik pensaba en la mujer de su hijo, se consideraba superior, y sólo mediante el esclavismo podía conseguir que Yumn lo supiera y se mantuviera en su lugar.

Ojalá padezca tormentos sin cuento, pensó de nuevo Yumn, mientras arremetía contra la tierra, dura como una roca, que el sol había horneado hasta adquirir la consistencia de un ladrillo, pese a los riegos diarios con agua. Apuntó su azada a un terrón, que presentaba la forma de Gibraltar, agazapado debajo de una tomatera, y mientras la hundía en la tierra, se imaginó que el terrón era el trasero de Wardah.

Pum, hizo la azada. La vieja bruja retrocede, sorprendida. Pum. Pum. La vieja bruja aúlla de dolor. Yumn sonrió. Pum. Pum. Pum. Las primeras gotas de sangre brotan del culo de la vaca. Pum. Pum. Pum. PUM. Wardah cae al suelo, PUMPUMPUMPUM. Está a merced de Yumn, con las manos alzadas. Suplica una misericordia que sólo Yumn puede concederle, pero PUMPUM-T PUMPUMPUM, Yumn sabe que ha llegado la hora de su triunfo, y con ella la suegra está al fin indefensa, sojuzgada, una esclava que la propia mujer de su hija puede matar a su capricho, una verdadera…

– ¡Yumn! ¡Basta ya! ¡Basta!

Los gritos de Wardah interrumpieron sus pensamientos como si hubiera irrumpido en un sueño, y Yumn despertó con la misma brusquedad que una persona dormida. Descubrió que su corazón martilleaba con ferocidad, y que el sudor resbalaba desde su barbilla hasta caer sobre el qamis. El mango de la azada estaba pegajoso debido a la humedad de sus palmas, y sus pies calzados con sandalias estaban sepultados en la tierra que había logrado remover en la furia de su ataque. Nubes de polvo la rodeaban, se posaban sobre su cara chorreante y sus ropas empapadas de sudor, como un velo de gasa.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Wardah-. ¡Estúpida! ¡Mira lo que has hecho!

A través de la neblina de tierra que su azada había levantado, Yumn vio que había destrozado cuatro de las tomateras más queridas por su suegra. Yacían en el suelo como árboles derribados por una tormenta. Sus frutos se habían convertido en explosiones púrpura, sin posibilidad de salvación.

Como la propia Yumn, sin duda. Wardah tiró sus tijeras de podar dentro de la caja de madera y avanzó hacia su nuera, muy irritada.

– ¿Es que no puedes tocar nada sin destruirlo? -preguntó-. ¡No me sirves de nada!

Yumn la miró. Sintió que las aletas de su nariz se dilataban y sus labios formaban una línea hosca.

– Eres descuidada, perezosa y egoísta -denunció Wardah-. Créeme, Yumn, si tu padre no nos hubiera pagado generosamente por librarse de ti, aún seguirías en tu casa, atormentando a tu madre en lugar de exasperarme a mí.

Era el discurso más largo que Wardah había pronunciado en su presencia, y al principio Yumn se sobresaltó al oír hablar tanto a su suegra, por lo general tan dócil. Pero su sorpresa se disipó enseguida, mientras sus músculos se tensaban con el deseo de abofetear a la mujer. Nadie iba a hablarle de aquella manera. Nadie podía hablar a la esposa de Muhannad Malik sin deferencia, obsequiosidad y solicitud en su tono. Yumn ya se disponía a contestar, cuando Wardah habló de nuevo.

– Limpia este desastre. Coge estas plantas para llevarlas a la pila de abono. Arregla la fila que has estropeado. Y hazlo enseguida, antes de que haga algo de lo que me arrepienta después.

– No soy tu criada.

Yumn tiró su azada.

– Desde luego que no. Una criada con tus escasos talentos habría sido despedida antes de la primera semana. Recoge esa azada y haz lo que te digo.

– Me ocuparé de mis hijos.

Yumn se encaminó hacia el nogal, donde sus dos hijos, ignorantes del altercado sucedido entre su madre y su abuela, seguían jugando con sus camiones.

– No lo harás. Me obedecerás. Vuelve al trabajo ahora mismo.

– Mis hijos me necesitan. Queridos -llamó a los niños-, ¿queréis que vuestra ammi-gee juegue con vosotros?

Los niños alzaron la vista.

– Anas, Bishr -ordenó Wardah-. Entrad en casa.

Los niños vacilaron, confusos.

– Ammi-gee va a jugar con sus chiquillos -dijo Yumn en tono jovial-. ¿A qué jugamos? ¿Dónde jugaremos? ¿Queréis que vayamos a comprar Twisters a la tienda del señor Howard? ¿Os gustaría?

Los rostros de los niños se iluminaron con la promesa de los helados. Wardah intervino de nuevo.

– Anas -dijo muy seria-, ya has oído lo que he dicho. Lleva a tu hermano a casa. Ya.

El niño mayor cogió a su hermanito de la mano. Salieron de debajo del árbol y corrieron hacia la puerta de la cocina.

Yumn giró en redondo hacia su suegra.

– ¡Bruja! -gritó-. ¡Foca repugnante! ¿Cómo te atreves a dar órdenes a mis hijos y…?

La bofetada fue brutal, y tan inesperada que Yumn se quedó sin habla. Por un instante, olvidó quién era y dónde estaba. Se sintió transportada a su niñez, oyó los gritos de su padre y sintió la fuerza de sus nudillos, mientras el hombre protestaba a pleno pulmón de la imposibilidad de encontrarle un marido sin necesidad de pagar una dote diez veces más valiosa que ella. En aquel instante de enajenación, se precipitó hacia adelante. Agarró el dupatta de Wardah y, mientras resbalaba desde su cabeza a su cuello, aferró los dos extremos con fuerza salvaje, al tiempo que chillaba y tiraba hasta obligar a la anciana a ponerse de rodillas.

– Nunca -gritó-. Tú nunca, nunca… Yo, que he dado hijos a tu hijo…

En cuanto Wardah estuvo de rodillas, Yumn la empujó al suelo por los hombros.

Empezó a dar patadas, a la tierra recién removida a lo largo de las hileras de verduras, a las plantas, a Wardah. Empezó a insultar a las tomateras destrozadas.

– Soy diez veces más mujer… fértil… voluntariosa… deseada por un hombre… Mientras que tú…, tú…, con tus parloteos sobre no servir para nada…, tú…

Estaba tan concentrada en desahogar su furia por fin, que al principio no oyó los gritos. No se enteró de que alguien había entrado en el huerto hasta que notó a ese alguien sujetarle las manos a la espalda y arrastrarla lejos del cuerpo derrumbado de la madre de su hijo.

– ¡Puta! ¡Puta! ¿Te has vuelto loca?

La voz denotaba tanta rabia que al principio no la identificó con la de Muhannad. La apartó con brusquedad a un lado y se acercó a su madre.

– ¿Te encuentras bien, Ammi? ¿Te ha hecho daño?

– ¿Qué si le he hecho daño? -rugió Yumn. El dupatta había resbalado de su cabeza y hombros. Su trenza se había desenredado. La manga del qamis estaba rota-. Me pegó. Por nada. La muy foca…

– ¡Calía! -rugió Muhannad-. Métete en casa. Después me ocuparé de ti.

– ¡Muni! Abofeteó a tu esposa. ¿Y por qué? Porque está celosa. Ella…

Muhannad la obligó a ponerse en pie. Ardía un fuego en sus ojos que Yumn no había visto nunca. Retrocedió a toda prisa.

– ¿Permites que cualquiera abofetee a tu esposa? -preguntó, en un tono más humilde y afligido.

Su marido le dirigió una mirada tan llena de aversión que la mujer se tambaleó hacia atrás. Muhannad se volvió hacia su madre. La estaba ayudando a levantarse, mientras murmuraba y sacudía el polvo de sus ropas, cuando Yumn dio media vuelta y corrió hacia la casa.

Anas y Bishr se habían refugiado en la cocina, debajo de la mesa del fondo, pero Yumn no se detuvo a calmar sus temores. Corrió escaleras arriba, hacia el cuarto de baño.

Sus manos temblaban como la víctima de una parálisis, y tenía la impresión de que las piernas no iban a aguantar su peso. Sus ropas estaban pegadas al cuerpo debido al sudor, con tierra incrustada en cada pliegue, manchadas con el jugo de los tomates, como si fuera sangre. El espejo reveló que tenía la cara sucia, y el pelo, en el que se enredaban telarañas, orugas y hojas, presentaba un aspecto peor que el de una gitana necesitada de un buen baño.

Le daba igual. La razón estaba de su parte. Hiciera lo que hiciera, la razón siempre estaba de su parte. Y un solo vistazo a la marca que la bofetada de Wardah había dejado en su cara lo confirmaba.

Yumn se lavó la suciedad de las mejillas y la frente. Se mojó las manos y los brazos. Aplicó una toalla a su cara y se examinó de nuevo en el espejo. Vio que la marca de la bofetada se había difuminado. Para renovarla, se abofeteó repetidas veces, y apretó la palma contra la piel hasta que la mejilla adquirió un tono púrpura.

Después fue al dormitorio que compartía con Muhannad. Desde el pasillo, oyó a Muhannad y a su madre en la planta baja. La voz de Wardah había vuelto a adoptar aquel tono tan falso de mujer dócil que reservaba para hablar con su hijo y su marido. La voz de Muhannad era… Yumn escuchó con atención. Frunció el entrecejo. Hablaba de una forma desconocida para ella, distinta incluso de la que había utilizado en el momento más íntimo que habían compartido, cuando juntos habían mirado por primera vez a sus dos hijos juntos.

Captó algunas palabras. «Ammi-jahn… No quiso hacerte daño… No intentó… El calor… Te pedirá disculpas…»

¿Disculpas? Yumn cruzó el pasillo y entró en el dormitorio. Cerró la puerta con tanta fuerza que las ventanas vibraron en sus marcos. Que intenten obligarme a pedir disculpas. Se abofeteó de nuevo. Se arañó las mejillas hasta que sus uñas se tiñeron de sangre. Muhannad se iba a enterar del daño que había infligido a su esposa su amada madre.

Cuando Muhannad entró en el cuarto, se había peinado y hecho la trenza de nuevo. Sólo eso. Estaba sentada ante el tocador, donde había más luz para que él viera el daño que su madre le había hecho.

– ¿Qué quieres que haga cuando tu madre me ataque? -preguntó antes de que Muhannad pudiera hablar-. ¿He de dejar que me mate?

– Cállate -replicó el hombre.

Se acercó a la cómoda e hizo lo que nunca había hecho en casa de su padre. Encendió un cigarrillo. Se quedó inmóvil de cara a la cómoda, y mientras fumaba, apoyó un brazo contra la madera y apretó los dedos de la otra mano contra la sien. Había vuelto a casa desde la fábrica a una hora muy poco habitual, antes de mediodía. Sin embargo, en lugar de reunirse con las mujeres y los niños para almorzar, había pasado las siguientes horas hablando por teléfono, haciendo y recibiendo llamadas en voz baja y perentoria. Era evidente que estaba preocupado por sus negocios, pero no debía estar tan preocupado como para no reparar en los desmanes que había sufrido su mujer. Mientras le daba la espalda, Yumn se pellizcó la mejilla con tanta fuerza que acudieron lágrimas a sus ojos. Se iba a dar cuenta de los malos tratos a que la habían sometido.

– Mírame, Muni -dijo-. Mira lo que tu madre me ha hecho y dime que no debía defenderme.

– He dicho que te calles. Te lo repetiré: cá-lla-te.

– No me callaré hasta que me mires. -Su voz se alzó, más aguda-. Le falté al respeto, pero ¿qué querías que hiciera si me estaba haciendo daño? ¿Acaso no debía protegerme para salvaguardar la vida del hijo que, tal vez en este mismo momento, llevo en mi seno?

El hecho de recordarle su talento más apreciado impelió a Muhannad a hacer lo que ella más deseaba. Se volvió. Una veloz mirada al espejo reveló que su mejilla estaba enrojecida y manchada de sangre seca.

– Cometí un error sin importancia con sus tomates, un accidente muy normal con este calor, y empezó a pegarme. En mi estado -rodeó el estómago con las manos para animarle a creer lo que más le convenía-, ¿no debo hacer algo por proteger al bebé? ¿Debo permitir que desahogue toda su rabia y sus celos hasta que…?

– ¿Celos? -interrumpió Muhannad-. Mi madre no está más celosa de ti que de…

– De mí no, Muni. De ti. De nosotros. Y de nuestros hijos. Y de nuestros futuros hijos. Yo hago lo que ella nunca pudo. Y me hace pagarlo tratándome peor que a una criada.

Le observó desde el otro lado de la habitación. No cabía duda de que vería la verdad de sus afirmaciones. La vería en su cara contusionada y en su cuerpo, el cuerpo que le daba los hijos que deseaba, sin cesar, sin el menor esfuerzo y en abundancia. Pese a su cara carente de todo atractivo y a un cuerpo que era mejor ocultar bajo las ropas que su cultura le exigía llevar, Yumn poseía la cualidad que los hombres apreciaban más en una esposa. Y Muhannad querría salvaguardarla.

– ¿Qué debo hacer? -preguntó Yumn, y bajó los ojos con humildad-. Dímelo, Muni. Prometo que haré lo que tú me digas.

Supo que había ganado cuando él se paró delante del banco del tocador. Tocó su cabello, y Yumn supo que después, cuando se hubieran comportado como debían, Muhannad iría a ver a su madre y la informaría de que nunca más debía pedir nada a su esposa y a sus hijos. Arrolló la trenza alrededor de su muñeca, y Yumn supo que le echaría la cabeza hacia atrás, se apoderaría de su boca y la tomaría pese al terrible calor del día. Y después…

Le tiró la cabeza hacia atrás con brutalidad.

– ¡Muni! -gritó-. ¡Me haces daño!

El hombre se inclinó y examinó su mejilla.

– Mira lo que me ha hecho.

Yumn se retorció bajo su presa.

Muhannad levantó la mano de Yumn, la examinó e inspeccionó sus uñas. Extrajo de debajo de una un poco de sangre y piel de su cara. Hizo una mueca de desagrado. Dejó caer la mano de Yumn a un lado y soltó su trenza tan repentinamente, que la mujer habría caído al suelo de no agarrarse a su pierna.

Muhannad rechazó sus manos.

– Eres una inútil -dijo-. Lo único que se te pide es vivir en paz con mi familia, y ni siquiera eres capaz de eso.

– ¿Qué no soy capaz?

– Baja y pide perdón a mi madre. Ahora mismo.

– No lo haré. Me pegó. Pegó a tu esposa.

– Mi esposa -Muhannad pronunció la palabra en tono burlón- merecía la bofetada. Tienes suerte de que no te haya abofeteado antes.

– ¿Qué significa esto? ¿Debo sufrir malos tratos? ¿Debo sufrir humillaciones? ¿Debo permitir que me traten como a un perro?

– Si esperas que te sean dispensados los deberes para con mi madre porque has dado a luz dos hijos, olvídalo. Harás lo que te ella te diga. Harás lo que yo te diga. Para empezar, arrastrarás tu trasero de vaca hasta abajo y le pedirás perdón.

– ¡No lo haré!

– Y después, saldrás al huerto y arreglarás el desastre que hiciste.

– ¡Te dejaré! -gritó la mujer.

– Adelante. -Muhannad lanzó una carcajada brusca, nada cordial-. ¿Por qué las mujeres siempre piensan que su capacidad de reproducción les concede derechos reservados a otros? No hace falta mucho cerebro para dejarte embarazada, Yumn. Esperas que te adoren por algo que exige tanto talento como cagar o mear. Ve a trabajar, y no vuelvas a molestarme.

Muhannad se encaminó hacia la puerta. Yumn se sentía petrificada, caliente y fría a la vez. Era su marido. No tenía derecho… Iba a darle otro hijo… Incluso en aquel momento, tal vez el niño estuviera creciendo en sus entrañas… Y él la quería, la adoraba, la reverenciaba por los hijos que le daba y la mujer que ella era, y no podía abandonarla. Ahora no, así no. Presa de aquella ira que le impulsaría a buscar, desear o entregarse a otra, o incluso pensar en… No. No lo permitiría. No seguiría siendo el foco de su ira.

Las palabras surgieron como una exhalación.

– Cumplo mi deber, contigo y con tu familia. Y mi recompensa es el desprecio de tus padres y tu hermana. Me tratan de cualquier manera. ¿Y por qué? Porque digo lo que pienso. Porque soy como soy. Porque no me oculto tras una máscara de dulzura y obediencia. No agacho la cabeza, me muerdo la lengua y finjo ser la virgencita perfecta de papá. ¿Virgen? ¿Ella? -Yumn ululó-. Bien, dentro de muy pocas semanas no podrá ocultar la verdad debajo de su gharara. Y entonces, ya veremos quién sabe cuál es su auténtico deber y quién vive como desea.

Muhannad se volvió. Su rostro parecía tallado en piedra.

– ¿Qué estás diciendo?

Yumn experimentó un gran alivio, seguido de una sensación de triunfo. Había conseguido impedir una crisis entre ellos.

– Estoy diciendo lo que tú piensas que digo. Tu hermana está embarazada. Cosa de lo que todo el mundo se habría dado cuenta, si no estuvieran tan obsesionados por vigilarme a todas horas, por si acaso cometo un error merecedor de castigo.

Los ojos de Muhannad adquirieron un tono opaco. Yumn vio que los músculos de sus brazos se tensaban. Quiso dibujar una sonrisa, pero se controló. Le había tocado el turno a la preciosa Sahlah. No valía la pena discutir por cuatro tomateras estropeadas, comparadas con aquella desgracia familiar.

Muhannad abrió la puerta con furia. Rebotó contra la pared y le golpeó en el hombro. Ni siquiera se encogió.

– ¿Adonde vas? -preguntó Yumn.

Muhannad no contestó. Salió como un rayo de la habitación y bajó la escalera. Al cabo de un momento, Yumn oyó el rugido del Thunderbird, seguido por el crujido de la grava del camino particular cuando las ruedas giraron locamente sobre él. Se acercó a la ventana y vio que corría calle abajo.

Oh, Dios, pensó, y se permitió aquella sonrisa que había reprimido en presencia de su marido. A la pobre Sahlah le había tocado el gordo.

Yumn fue a cerrar la puerta del cuarto de baño.

Qué calor, pensó, mientras estiraba los brazos sobre su cabeza. Sería fatal para una mujer en edad fértil exponerse a aquel sol despiadado. Primero, gozaría de un largo y merecido descanso, y después se ocuparía de las malditas plantas de Wardah.


– Pero lo tiene todo, ¿verdad, Em? Móvil, oportunidades, y ahora los medios. ¿Cuánto tardaría en llegar a pie desde su casa a la dársena? ¿Quince minutos? ¿Veinte? Eso no es nada, ¿verdad? Además, el camino desde la casa hasta la playa está tan bien señalizado que se ve desde la dársena. Ni siquiera necesitaría una linterna para guiarse. Lo cual explica por qué no hemos encontrado a un solo testigo que viera a alguien en las cercanías del Nez.

– Excepto Cliff Hegarty.

Emily aceleró el Ford.

– Exacto. En la práctica, nos ha entregado a Theo Shaw en bandeja de plata, con esa historia sobre el embarazo de la hija de Malik.

Emily salió en marcha atrás del aparcamiento de la dársena. No volvió a hablar hasta que llegaron a la carretera que llevaba a la ciudad.

– Theo Shaw no es la única persona que pudo robar una de las Zodiac de Charlie, Barb -dijo-. ¿Estás dispuesta a desestimar Eastern Imports, World Wide Tours, Klaus Reuchlein y Hamburgo? ¿Cuántas coincidencias quieres achacar a las relaciones entre Querashi y los negocios ilegales de Muhannad? ¿El conocimiento de embarque de Eastern Imports en la caja de seguridad? ¿La excursión nocturna de Muhannad a ese almacén? ¿Qué desechamos, Barb?

– Si Muhannad está al frente de un negocio ilegal -puntualizó Barbara.

– ¿Salir en un camión de Eastern Imports a la una de la mañana? -le recordó Emily-. ¿No indica eso algo ilegal? Créeme, Barb, conozco a mi hombre.

Corrieron como un rayo en la dirección por la que habían venido, y disminuyeron la velocidad al entrar en la ciudad. Emily frenó en la esquina de la calle Mayor y esperó a que una familia pasara delante del coche. Todos sus miembros parecían acalorados y desdichados, cargados con sillas de lona, cubos de plástico, palas y toallas, mientras se arrastraban hacia su casa después de pasar el día en la playa.

Barbara se tiró del labio, sin ver al grupo de desgraciados adictos a la playa, pues estaba concentrada en el caso. Sabía que no podía refutar la lógica de Emily. La inspectora tenía toda la razón. Coexistían demasiadas coincidencias en la investigación para que fueran simples casualidades. Sin embargo, no podía soslayar el hecho de que, desde el principio del caso, Theo Shaw tenía un móvil grabado con letras de neón en su frente, mientras que Muhannad no.

De todos modos, Barbara no quiso entrar en una discusión sobre la eficacia de ir a registrar la fábrica de mostazas, en lugar de encaminarse hacia el parque de atracciones. Pese a inclinarse por las posibilidades que ofrecía la proximidad de Balford Oíd Hall a la dársena, sabía que tanto ella como Emily carecían de pruebas para condenar a nadie. Sin un testigo visual, salvo uno que había vislumbrado una silueta indefinida en lo alto del Nez, sin más base que una lista de llamadas telefónicas peculiares y una serie de coincidencias circunstanciales, su única esperanza de llevar a cabo un arresto residía en desenterrar un detalle acusador que implicara a alguno de los sospechosos, o bien tender una trampa a alguien en un interrogatorio, de forma que saliera a la luz su culpabilidad, después de haber proclamado su inocencia.

Con una orden de registro en su poder, lo más sensato era dedicarse a la fábrica. Al menos, la fábrica ofrecía la esperanza de descubrir algo que podía conducir a una detención. Un desvío hacia el parque de atracciones no prometía más que abundar en lo que ya sabían y habían escuchado, con la esperanza de captar algo que antes les hubiera pasado por alto.

Aun así, insistió.

– En ese brazalete estaba grabado «La vida empieza ahora». Tal vez quería casarse con la hija de Malik, pero Querashi se interpuso en sus planes.

Emily le lanzó una mirada de incredulidad.

– ¿Theo Shaw casarse con la hija de Malik? Ni lo sueñes. Su abuela le habría desheredado. No, fue una suerte para Theo Shaw que Querashi hiciera acto de aparición. Así podría sacarse de encima a Sahlah sin armar un escándalo. En último extremo, es la persona con más motivos para desear que Haytham Querashi siguiera con vida.

Se internaron en la Explanada. Dejaron atrás ciclistas, peatones y patinadores, y luego se desviaron hacia el interior cuando llegaron a la altura del puesto de la guardia costera y recorrieron Hall Lane hacia el recodo que se transformaba en Nez Park Road.

Emily frenó dentro de la zona industrial. Extrajo la orden de registro de la guantera.

– Ah, ahí están los muchachos.

Los «muchachos» eran ocho miembros del grupo al que la inspectora había ordenado llamar desde la comisaría. Habían sido apartados de sus actividades actuales (desde verificar la coartada de Gerry DeVitt, hasta ponerse en contacto con todos los propietarios de cabañas de playa, en un intento de corroborar la culpabilidad de Trevor Ruddock en los robos de poca monta), con el fin de participar en el registro de la fábrica. Deambulaban ante el viejo edificio de ladrillo, fumaban, intentaban combatir el calor con latas de coca-cola y botellas de agua. Se acercaron al Ford de Emily y Barbara, mientras los fumadores tomaban la prudente medida de apagar sus cigarrillos.

Emily dijo que esperaran a recibir su orden, y entró en la recepción, seguida de Barbara. Sahlah Malik no estaba detrás del mostrador de recepción. En su lugar, se encontraba una mujer de edad madura, cubierta de pies a cabeza, que estaba examinando el correo del día.

Su reacción al ver la orden de registro fue excusarse y desaparecer a toda prisa en la oficina administrativa. Al cabo de un momento, Ian Armstrong corrió hacia ellas, mientras la recepcionista sustituía se quedaba a una prudente distancia para presenciar su enfrenta-miento con la policía.

– Inspectora jefe detective, sargento -dijo Armstrong, nada más salir, y dedicó un cabeceo a cada una. Introdujo la mano en el bolsillo superior de la chaqueta. Por un momento, Barbara pensó que iba a exhibir otro documento legal de su propia cosecha, pero lo que sacó fue un arrugado pañuelo, con el cual se secó el sudor de la frente-. El señor Malik no está. Ha ido a visitar a Agatha Shaw. La han ingresado en el hospital. Una apoplejía, según me han informado. ¿En qué puedo ayudarlas? Kawthar me ha dicho que han solicitado…

– No es una solicitud -le interrumpió Emily, y mostró de nuevo el documento.

El hombre tragó saliva.

– Oh, Dios. Como el señor Malik no se encuentra aquí en este momento, temo que no puedo permitir…

– Usted no puede permitir o dejar de permitir, señor Armstrong -dijo Emily-. Reúna a su gente fuera.

– Pero es que en este momento estamos mezclando productos. -El hombre hablaba sin convicción, como si fuera consciente de que su protesta no servía para nada, pero también de que debía formularla-. Es una fase muy delicada de la operación, porque estamos trabajando en una salsa nueva, y el señor Malik fue muy categórico al ordenar a nuestros mezcladores… -Carraspeó-. Si pudieran concedernos media hora… Tal vez un poco más…

Como respuesta, Emily se encaminó a la puerta. Asomó la cabeza y dijo:

– Empecemos.

– Pero… pero… -Armstrong se retorció las manos y dirigió una mirada implorante a Barbara, como si buscara un defensor-. Ha de decirme…, darme alguna indicación de… ¿Qué está buscando, exactamente? Como yo me quedo al mando de la fábrica en ausencia de los Malik…

– ¿Muhannad tampoco está? -preguntó con acritud Emily.

– Bien, claro que está… O sea, antes estaba… Había supuesto… Va a comer a casa.

Armstrong dirigió una mirada de desesperación a la puerta cuando el grupo de Emily entró en tromba. La inspectora había elegido a los hombres más corpulentos y altos, a sabiendas de que la intimidación jugaba un papel importante en los registros. Ian Armstrong echó un vistazo al grupo y decidió que lo mejor era decantarse por la discreción.

– Oh, Dios -musitó.

– Saque al personal del edificio, señor Armstrong -ordenó Emily.

El grupo de Emily se diseminó por toda la fábrica. Mientras los empleados se congregaban delante de la fábrica, los detectives se dividieron entre las oficinas administrativas, el departamento de embarques, la zona de producción y el almacén. Buscaban lo que podía ser embarcado desde la fábrica oculto entre los tarros y los frascos: drogas, pornografía normal o infantil, armas, explosivos, billetes falsos o joyas.

El grupo estaba inmerso en la tarea, cuando el móvil de Emily sonó. Barbara y ella estaban en el almacén, buscando entre las cajas preparadas para embarcar. El móvil estaba sujeto al cinturón de Emily, y cuando sonó, lo soltó de un tirón y, evidentemente irritada por la interrupción, ladró su nombre en el auricular.

Desde el otro lado de la zona de carga, Barbara oyó lo que decía Emily.

– Aquí Barlow… Sí. Maldita sea, Billy, estoy muy ocupada. ¿Qué cono pasa…? Sí, eso es lo que ordené y eso es lo que quiero. Ese tipo se muere de ganas por darnos el esquinazo, y en cuanto le quites la vista de encima, lo hará… ¿Qué qué? ¿Has mirado bien? ¿Por todas partes? Sí, ya le oigo farfullar. ¿Qué dice…? ¿Robados? ¿Desde ayer? Y una mierda. Le quiero de vuelta en la comisaría. Directamente… Me da igual que se mee en los pantalones. Le quiero a mi entera disposición.

Cerró el teléfono y miró a Barbara.

– Kumhar -dijo.

– ¿Algún problema?

– ¿Qué, si no? -gruñó Emily, mientras contemplaba las cajas que habían abierto, pero con la mente a kilómetros de distancia de la fábrica-. Dije al agente Honigman que recogiera los papeles de Kumhar cuando le devolviera a Clacton. Pasaporte, documentos de inmigración, permisos de trabajo, todo eso.

– Para que no se diera el piro si queríamos hablar con él otra vez. Me acuerdo -dijo Barbara-. ¿Y?

– Acabo de hablar con Honigman. Parece que nuestro pequeño gusano asiático no tiene ni un puto papel en Clacton. Según Honigman, afirma que se los robaron anoche, mientras estaba en la comisaría.

Volvió a encajar el móvil en la funda del cinturón.

Barbara meditó sobre aquella información a la luz de todo lo demás que sabían, lo que habían visto y lo que habían oído.

– Querashi guardaba sus papeles de inmigración en la caja de seguridad de Barclays, ¿verdad, Em? ¿Existe alguna relación con eso? Y aunque exista, ¿hay alguna relación con este lugar?

Abarcó con un gesto el departamento de embarque.

– Eso es precisamente lo que quiero averiguar -replicó Emily. Salió de la zona de embarque-. Sigue con el registro, Barb. Si Malik asoma la jeta, arrástrale a la comisaría para que charlemos un rato.

– ¿Y si no aparece?

– Búscale en su casa. Acorrálale. Encuéntralo como sea, y tráemelo.


Después de que los polis le devolvieran a la zona industrial, Cliff Hegarty decidió darse vacaciones durante lo que quedaba de la tarde. Utilizó una hoja de polietileno para cubrir su actual Distracción (un rompecabezas a medio terminar, que presentaba a una mujer de enormes pechos acoplada con un pequeño elefante, en una postura fascinante, pero imposible desde el punto de vista fisiológico) y guardó sus herramientas en los cajones de acero inoxidable. Barrió el serrín, sacó brillo a la superficie de sus vitrinas, vació y lavó las tazas de té, y cerró con llave la puerta. Durante todo el rato no paró de canturrear, muy contento.

Había aportado su granito de arena para entregar al asesino de Haytham a la justicia. No lo había hecho enseguida, cierto, el mismo viernes por la noche, cuando había visto al pobre Haytham desplomarse desde lo alto del Nez, pero al menos sabía que habría dado la cara si las circunstancias hubieran sido diferentes. Además, no sólo había pensado en él al abstenerse de ir con el cuento a la bofia. Si Cliff hubiera revelado que la víctima del asesinato había ido al Nez en busca de placeres ilícitos, ¿qué habría sido de la reputación del pobre tipo? Una vez muerto, era absurdo arrastrarle por el barro, en opinión de Cliff.

También había que pensar en Gerry. ¿Para qué preocupar a Gerry, si no era en absoluto necesario? Ger siempre estaba hablando de la fidelidad, como si, en el fondo de su corazón, creyera que ser fiel a su amante era el tema principal que ocupaba su mente. Pero la verdad era que Gerry tenía un miedo terrible al sida. Se hacía análisis tres veces al año desde que le entró el tembleque, y estaba convencido de que la clave de la supervivencia consistía en tirarse a un solo tío durante el resto de su vida. Si supiera que Cliff se lo había montado con Haytham Querashi, su paranoia llegaría hasta el extremo de provocarse síntomas de una enfermedad que no padecía. Además, Haytham siempre tomaba precauciones. Joder, había ocasiones en que ofrecer el culo a Haytham resultaba tan aséptico que Cliff se había descubierto dando vueltas a la idea de montar algo con un tercer semental, sólo para añadir un poco de picante a la salsa.

No lo habría hecho, desde luego. Pero había momentos… Sólo de vez en cuando, cuando Hayth forcejeaba con aquel maldito Durex diez segundos más de lo que Cliff soportaba…

Sin embargo, todo aquello ya era cosa del pasado.

Cliff tomó la decisión mientras conducía el coche. Vio seis coches de policía aparcados delante de la fábrica de mostazas, y dio gracias a Dios porque su parte en la investigación hubiera concluido. Se iría a casa y lo olvidaría todo, decidió. Le había ido de bien poco, y sería un capullo si no veía lo ocurrido en los últimos días como una invitación de las alturas a pasar una página de su vida.

Se puso a silbar mientras atravesaba Balford, junto a la orilla del mar, y luego subió por la calle Mayor. La vida le sonreía, sin la menor duda. Una vez concluido el asunto con Haytham y la mente concentrada en lo que debía hacer durante el resto de su vida, supo que estaba preparado para entregarse en cuerpo y alma a Gerry. Habían pasado un mal momento, Ger y él, pero eso era todo, así de sencillo.

Había tenido que aplicar toda su astucia para convencer a Gerry de que sus sospechas eran infundadas. De entrada, había utilizado la irritación. Cuando su amante había sacado a colación la idea de hacerse la prueba del sida, la reacción de Cliff había sido de indignación, bien modulada para demostrar el doloroso golpe que le había asestado.

– ¿Vamos a empezar otra vez, Ger? -había preguntado aquella mañana en la cocina-. No te estoy poniendo los cuernos, ¿de acuerdo? Hostia, ¿qué crees que uno siente…?

– Crees que eres inmune al sida. -Como siempre, Gerry era la enloquecedora voz de la razón-. Pero eso no es cierto. ¿Has visto a alguien morir de sida, Cliff, o te vas del cine cuando la escena se acerca?

– ¿Te has vuelto sordo, tío? He dicho que no te estoy poniendo los cuernos. Si no me crees, quizá deberías explicarme por qué.

– No soy estúpido, ¿vale? De día trabajo en el muelle. De noche trabajo en esa casa. ¿Quieres decirme qué haces cuando no estoy?

Cliff había sentido helarse la sangre en sus venas, de tan cerca que estaba Gerry de la verdad, pero salió bien librado.

– ¿Quieres decirme de qué vas? ¿Adonde quieres ir a parar? Escúpelo, Ger.

Aquella pregunta implicaba un riesgo calculado, pero por la experiencia de Cliff, el momento de echarse un farol era cuando no se tenía la menor idea de las cartas que ocultaba el contrincante. En este caso, sabía cuáles eran las sospechas de Gerry, y la única forma de convencer a su amante de que sus sospechas eran infundadas, consistía en forzarle a exponerlas, con el fin de hacer alarde de una santa ira.

– Adelante. Escúpelo, Ger.

– De acuerdo. Muy bien. Sales las noches que trabajo, y ya no lo hacemos tanto como antes. Conozco las señales, Cliff. Algo está pasando.

– Mierda, no puedo creerlo. Esperas que me quede sentado aquí a esperarte, ¿verdad? Pero no quiero quedarme sentado aquí sin nada que hacer. Me subo por las paredes. Así que salgo. Doy un paseo. Doy una vuelta en coche. Tomo una copa en Never Say Die. Me ocupo de un pedido especial en la tienda. ¿Quieres pruebas? ¿Le pido a la camarera que me escriba una nota? ¿Qué te parece si pongo un reloj en Distracciones y ficho cada vez que salgo y entro?

Esta explosión logró un bonito efecto. La voz de Gerry se alteró, se suavizó de una forma que le reveló lo cerca que estaba de ganar la partida.

– Digo que si necesitamos hacernos un análisis, necesitamos hacernos un análisis. Saber la verdad es mejor que vivir una sentencia de muerte sin enterarse.

La alteración del tono de Gerry comunicó a Cliff que si intensificaba su apasionamiento, lograría aplacar todavía más a su amante.

– Fantástico. Hazte el análisis, si tantas ganas tienes, pero no esperes que yo te imite, porque no necesito ningún análisis, porque no te estoy engañando. No obstante, si empiezas a meterte en mis asuntos, yo haré lo mismo con los tuyos. Así de fácil. Créeme. -Alzó la voz un poco más-. Te pasas todo el día en el muelle, y la mitad de la jodida noche dando martillazos en la casa de un tío… si es que te dedicas a eso, por cierto.

– Espera un momento -dijo Gerry-. ¿Qué quieres decir? Necesitamos el dinero, y por lo que yo sé, sólo hay una forma legal de hacerlo.

– Perfecto. Cojonudo. Trabaja todo cuanto te dé la gana, si eso es lo que quieres, pero no esperes que yo haga lo mismo. Necesito espacio para respirar, y si cada vez que lo necesito vas a pensar que me estoy tirando a algún tipo en los retretes públicos…

– Vas a la plaza en los días de mercado, Cliff.

– ¡Joder! Eso es el colmo. ¿Cómo voy a hacer las compras si no voy a la plaza los días que hay mercado?

– La tentación espera allí. Y los dos sabemos lo débil que eres ante la tentación.

– Claro que lo sabemos, y vamos a decir bien claro por qué lo sabemos los dos. -La cara de Gerry enrojeció. Cliff sabía que estaba a punto de marcar el tanto de la victoria en aquel partido de fútbol que estaban disputando-. ¿Te acuerdas de mí? -retó-. Soy el marica al que conociste en los retretes del mercado cuando «tomar precauciones» no tenía tanta importancia como tirarse al primer tío que se dejara.

– Eso era antes -se defendió Gerry.

– Sí, y vamos a examinar el pasado. Ligar te gustaba tanto como a mí. Lanzar una mirada al tío, desaparecer en el retrete, cepillártelo sin ni siquiera saber su nombre. Pero yo no te paso por la cara aquellos tiempos cada vez que no te comportas como a mí me gusta. Tampoco te someto a los tormentos de la Inquisición si te dejas caer cinco minutos por el mercado para comprar una lechuga. Si es eso lo que vas a comprar, por cierto.

– Tranquilo, Cliff.

– No. Tranquilo, tú. Todos podemos engañar, y tú pasas más noches fuera de casa que yo.

– Ya te lo he dicho. Trabajo.

– Eso. Trabajas.

– Además, sabes lo que pienso sobre la fidelidad.

– Sé lo que dices sobre la fidelidad. Hay una gran diferencia entre lo que la gente dice y lo que la gente piensa. Suponía que tú lo comprendías, Ger. Creo que me equivoqué.

Y ahí se había acabado la discusión. Gerry reculó, en cuanto sus argumentos se volvieron contra él. Se mostró hosco durante un rato, pero no era un hombre al que le gustara enemistarse con alguien, de manera que terminó pidiendo perdón por sus sospechas. Al principio, Cliff no había aceptado las disculpas.

– No sé, Gerry -dijo con tono lúgubre-. ¿Cómo podemos vivir juntos en paz, en armonía, como siempre has dicho que querías, si nos enzarzamos en discusiones como ésta?

A lo cual Gerry había contestado:

– Olvídalo. Es el calor. Me está afectando, o algo por el estilo. No me deja pensar con claridad.

En último extremo, todo giraba en torno a pensar con claridad. Cliff lo estaba consiguiendo por fin. Corría por la carretera rural que comunicaba Great Holland con Clacton, donde el trigo del verano languidecía bajo un cielo que no había dejado caer ni una gota de lluvia en cuatro semanas de sequía, y comprendió que debía dedicarse por entero a otra persona. Todo el mundo recibía un aviso en su vida. Lo importante era reconocer el aviso y descubrir cuál debía ser la reacción.

Su reacción sería la más absoluta fidelidad a partir de aquel momento. Al fin y al cabo, Gerry DeVitt era un tío muy majo. Tenía un buen trabajo. Tenía una casa a cinco pasos de la playa. Tenía una barca y una moto. Quedarse con Gerry no era una mala opción. Joder, el pasado de Cliff ya era de por sí bastante penoso. Y si bien Gerry era un poco aburrido a veces, si bien su propensión a la limpieza y la puntualidad resultaba algo agobiante de vez en cuando, si bien era como una plasta en ocasiones…, ¿no se trataba de pequeños inconvenientes, comparado con lo que Gerry le ofrecía a cambio? Desde luego. Al menos, eso parecía.

Cliff se desvió por el paseo paralelo a la playa de Clacton y aceleró en Kings Parade. Siempre odiaba aquel tramo de la vuelta a casa, una hilera de edificios zarrapastrosos que bordeaban la playa, una serie de hoteles decrépitos y hogares de ancianos ruinosos. Detestaba el espectáculo de los seniles pensionistas, que se aferraban a sus andadores sin el menor futuro por delante y el pasado como único tema de conversación. Cada vez que veía a los viejos y el ambiente en que vivían, renovaba su juramento de no acabar entre ellos. Antes moriría, se decía siempre, antes de acabar así. Y siempre que veía el primer hogar de ancianos, pisaba el acelerador de su Dos CV y desviaba la vista hacia la masa ondulante del mar del Norte verdegrisáceo.

Hoy no era diferente. A lo sumo, era peor de lo habitual. El calor había expulsado a los pensionistas de sus madrigueras en manadas. Formaban una masa fluctuante, vacilante y tambaleante de cabezas calvas relucientes, pelo cano y venas varicosas. El tráfico se había detenido, de modo que Cliff pudo contemplar a sus anchas lo que la tercera edad reservaba a los infortunados.

Tamborileó con los dedos sobre el volante mientras los miraba, impaciente. Más adelante, vio las luces destellantes de una ambulancia. No, dos. ¿O eran tres? Fantástico. Tal vez un camión se había precipitado sobre un grupo de pensionistas, y ahora debería esperar sin impacientarse, mientras los enfermeros separaban a los vivos de los muertos. En realidad, ya estaban medio muertos. ¿Por qué la gente seguía viviendo, cuando estaba tan claro que sus vidas carecían de toda utilidad?

Mierda. El tráfico estaba paralizado, y él había quedado atrapado en medio. Si invadía con dos ruedas la acera, podría llegar hasta Queensway e internarse en la ciudad. Se decidió por esa alternativa. Tuvo que utilizar la bocina para abrirse paso, y como resultado obtuvo puños alzados en señal de protesta, una manzana y algunos gritos de protesta, pero hizo los cuernos a todos cuantos le apostrofaron, llegó a Queensway y se alejó de la orilla.

Esto era mucho mejor, pensó. Corrió en zigzag a través de la ciudad. Volvería a descender hacia la playa pasado el muelle de Clacton, y desde allí quedaba muy poco para Jaywick Sands.

Ahora que volvía a avanzar sin impedimentos, se puso a pensar en lo que Gerry y él podían hacer para celebrar su conversión a la monogamia y a la fidelidad eterna. Claro, Gerry no iba a enterarse de lo que estaban celebrando, porque Cliff había alardeado de su fidelidad, si ésa era la expresión adecuada, durante años y años, pero una celebración por todo lo alto estaba a la orden del día. Y después, con un poco de vino, un buen filete, una ensalada bien aliñada, unas verduras de primera calidad y una patata al horno que rezumara mantequilla… Bien, Cliff sabía que lograría alejar toda sospecha que Gerry DeVitt hubiera albergado sobre las debilidades de su amante. Cliff tendría que inventarse alguna explicación estrambótica sobre el motivo de la celebración, por supuesto, pero ya habría tiempo de pensar en ello antes de que Gerry volviera a casa.

Cliff se zambulló en el tráfico de Holland Road y giró hacia el oeste, en dirección a la vía férrea. Cruzó la vía y dobló por Oxford Road, que le llevaría hacia el mar. El paisaje era deprimente, apenas algunas zonas industriales polvorientas y un par de parques infantiles, que desde hacía mucho tiempo habían adquirido un color pajizo, debido al continuo calor del verano, pero la visión de los ladrillos mugrientos y los jardines requemados era mucho mejor que la de los viejos pedorros que paseaban por la playa.

Muy bien, pensó mientras conducía, con una mano colgando por la ventanilla y la otra apoyada sobre el volante. ¿Qué explicación debía dar a Ger acerca de la celebración? ¿Distracciones había recibido un gran pedido? ¿Una herencia de la vieja tía Mabel? ¿Algún aniversario? Esto sonaba mejor. Un aniversario. ¿Pero la fecha de hoy encerraba algún significado especial?

Cliff dio vueltas a la cuestión. ¿Cuándo se habían conocido Gerry y él? Ya le costaba cierto esfuerzo recordar el año, y mucho más el día o el mes. Como lo habían hecho por primera vez el día que se habían conocido, no podía enarbolar aquella ocasión como motivo de celebración. Habían ido a vivir juntos (de hecho, Cliff se había mudado a casa de Gerry) en el mes de marzo, porque aquel día soplaba un viento del copón, de modo que se habrían conocido en febrero. Pero no podía ser, porque en febrero hacía un frío de la hostia y era imposible que se lo hubiera montado con alguien en los retretes del mercado con aquel frío. Al fin y al cabo, se ceñía a ciertos principios, y uno de ellos era que no estaba dispuesto a permitir que se le helaran las pelotas por echar un polvo con un tío bueno. Como Gerry y él se habían conocido en el mercado, como habían ido directamente al asunto, como se habían ido a vivir juntos al poco tiempo… Sabía que marzo no debía ser el mes en cuestión. Mierda. ¿Qué le estaba pasando a su memoria?, se preguntó Cliff. La de Ger era como una trampa de acero, y siempre había sido igual.

Cliff suspiró. Ése era el problema con Ger, ¿verdad? Si tuviera algún lapso de memoria, como quién estaba dónde y a qué hora de la noche, Cliff no se estaría estrujando los sesos en aquel momento, con la intención de encontrar alguna excusa para la celebración. De hecho, la sola idea de tener que inventar una celebración, en lugar de seguir adelante como si nada hubiera pasado, le jodia un poco.

Al fin y al cabo, si Gerry tuviera un miligramo de confianza en su cuerpo, Cliff no tendría que estar pensando en tranquilizarle. No tendría que estar buscando una forma de congraciarse con Gerry porque, para empezar, nunca había perdido su favor.

Ése era otro problema con Gerry, a propósito. Había que esforzarse siempre por tenerlo contento. Una sola palabra fuera de lugar, una noche, una mañana o una tarde en que no tuviera ganas de hacerlo con él, y toda la relación era sometida a examen minucioso bajo el microscopio.

Cliff giró a la izquierda por Oxford Road, más irritado todavía con su amante. La calle corría paralela a la vía férrea, de la cual la separaba otra zona industrial leprosa. Cliff echó un vistazo a los ladrillos tiznados de hollín, y se dio cuenta de que así se sentía por culpa de los celos de Gerry: sucio, al tiempo que Ger era tan puro como el agua de lluvia de Suiza. Como si ésa fuera la verdad, pensó Cliff, malhumorado. Todo el mundo tenía sus puntos débiles, y Gerry también tenía los suyos. Por lo que Cliff sabía, su amante era un tipo de cuidado.

Al final de Oxford Road, otras dos calles confluían en el vértice del triángulo. Eran Carnarvon y Wellesly. La última conducía a Pier Avenue, y la primera al paseo Marítimo, y las dos desembocaban en el mar. Cliff se detuvo, con la mano sobre el cambio de marchas, pensando más en el efecto que habían obrado en su vida los últimos días que en la dirección que deseaba tomar. Muy bien, Gerry se había pasado un poco con él. Lo merecía. Por otra parte, Gerry siempre se pasaba cuando le hincaba el diente a un tema. Era incapaz de dejarlo correr.

Cuando no hincaba los dientes en algo (alguna deficiencia de Cliff que era menester compensar ya), siempre estaba encima de él, en busca de garantías de que le quería, adoraba, deseaba… Mierda. A veces vivir con Gerry era como vivir con una mujer posesiva. Largos y significativos silencios que debían interpretarse precisamente así, suspiros desgarrados que sólo Dios sabía lo que significaban, lametones en el cuello que debían tomarse como un juego preliminar y, lo peor y lo más enloquecedor, una polla como una olla que le asediaba por la mañana, para comunicarle cuáles eran las expectativas.

Él detestaba las expectativas de quien fuera. Detestaba saber que existían, como preguntas no verbalizadas que debía responder de inmediato. Cuando Gerry le aguijoneaba con su punzón, había ocasiones en que Cliff deseaba abofetearle, deseaba gritar, ¿quieres algo, Ger? Pues dilo de una puta vez.

Pero Gerry nunca decía las cosas de una forma directa. Sólo cuando acusaba. Y eso sí cabreaba a Cliff. Le daban ganas de golpear, romper cosas, hacer daño.

Pensaba en eso sin darse cuenta de que había girado por el lado derecho de aquel triángulo, cuyo vértice estaba formado por las calles Carnarvon y Wellesly. Sin ser consciente de adonde iba, entró en la plaza del mercado de Clacton. Incluso paró junto al bordillo de la misma manera ausente.

Caramba, se dijo. Frena un poco, hijo.

Aferró el volante y miró por el parabrisas. Alguien había colgado banderas de adorno sobre el mercado desde su última visita, y los estandartes puntiagudos azules, rojos y blancos se desplegaban desde un único edificio pequeño situado en el límite del mercado, como con la intención de dirigir la mirada de todos los compradores hacia los lavabos públicos, un edificio de ladrillo sobre el cual el letrero de CABALLEROS parecía rielar a causa del calor.

Cliff tragó saliva. Qué sed tenía. Podía tomar una botella de agua en la plaza, algún zumo o una coca-cola. De paso, podría hacer las compras. Iría a la carnicería para comprar filetes, y aunque antes había pensado comprar el resto de la comida en el colmado de Jaywick… ¿No era mucho más lógico comprar todo aquí, donde la comida era tan fresca como el aire que respiraba? Compraría la lechuga, las verduras y las patatas, y si tenía tiempo, que le sobraba, porque se había tomado el resto del día libre, recorrería los puestos y miraría si encontraba algo especial como ofrenda de paz a Ger. Él no se enteraría que era una ofrenda de paz, por supuesto.

En cualquier caso, tenía tanta sed que debía beber algo para recorrer otro kilómetro. Por lo tanto, aunque no hiciera las compras allí, buscaría algo que calmara el fuego de su garganta.

Abrió la puerta, la cerró a su espalda y entró con paso seguro en el mercado. Encontró el agua que estaba buscando, y bebió toda la botella de un solo trago. Dios, casi volvía a sentirse como un ser humano. Buscó un cubo de basura para tirar el envase. Fue entonces cuando reparó en que Plucky, el vendedor de pañuelos, había puesto en oferta sus corbatas, bufandas y pañuelos de diseño falsificados. Allí podría encontrar un regalo para Ger. No tendría que decir dónde lo había comprado, ¿verdad?

Se abrió paso hasta el puesto, donde los artículos de alegres colores colgaban en fila, sujetos con pinzas de plástico. Había pañuelos de todos los colores y diseños, dispuestos con la acostumbrada atención al detalle artístico de Plucky, en gradaciones de color, a partir de una paleta de pintor que había afanado al ferretero del pueblo.

Cliff los examinó. Le gustaba su tacto. Tuvo ganas de sepultar la cara entre ellos porque, con aquel maldito calor, tenía la sensación de que le refrescarían como un arroyo de montaña. E incluso entonces…

– Son bonitos, ¿verdad?

La voz sonó a su derecha, en una esquina del puesto. Había una mesa llena de cajas de pañuelos, y de pie ante ellas estaba un individuo con una sucinta camiseta sin mangas que marcaba sus desarrollados pectorales. También marcaba sus pezones, observó Cliff, y un aro perforaba uno de ellos.

Vaya, qué monada, pensó Cliff. Unos hombros acojonantes, una cintura de avispa, y unos pantalones cortos tan cortos y tan ceñidos, que Cliff se removió cuando su cuerpo reaccionó ante lo que sus ojos estaban viendo delante de él.

Bastaría con dirigir la mirada al tío. Bastaría con mirarle a los ojos y decir algo así como, «Muy bonitos, ya lo creo». Después, una sonrisa, sin dejar de mirarle, y su disponibilidad quedaría al descubierto.

Pero tenía que comprar verduras para cenar, se recordó. Tenía que comprar lechuga y patatas, para hacerlas al horno. Tenía que pensar en una cena muy especial. La cena para Gerry. La celebración de su unidad, fidelidad y monogamia eternas.

Pero Cliff no podía apartar los ojos de aquel tipo. Estaba bronceado, era esbelto, y sus músculos resplandecían bajo la luz del atardecer. Parecía una escultura que hubiera cobrado vida. Joder, pensó Cliff, ¿por qué no se le parecerá Gerry?

El otro hombre esperaba una respuesta. Como si intuyera el conflicto que desgarraba a Cliff, sonrió.

– Hoy hace un calor horroroso, ¿verdad? -dijo-. A mí me gusta el calor. ¿Y a ti?

Mierda, pensó Cliff. Oh, Dios. Oh, Dios.

Maldito fuera Gerry. Siempre se pegaba como una lapa. Siempre exigía. Siempre examinaba con su microscopio y lanzaba sus jodidas preguntas. ¿Por qué no podía confiar en un tío? ¿No se daba cuenta de lo que podía provocar?

Cliff desvió la vista hacia los retretes, al otro lado de la plaza. Después, miró al otro hombre.

– Para mí nunca hace suficiente calor -dijo.

Y se alejó contoneándose, porque sabía que se contoneaba mejor que nadie, hacia los lavabos.

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