Capítulo 21

Barbara salió camino de Harwich a las diez de la mañana del día siguiente. Había telefoneado a Emily en cuanto había sonado la alarma del despertador, y pilló a la inspectora en casa. Refirió lo que el Kriminalhaupt-kommisar Kreuzhage de Hamburgo le había contado, y lo que había visto en el parque de atracciones la noche anterior. Calló el hecho de que había estado en compañía de Taymullah Azhar y su hija cuando había visto a Trevor Ruddock, su hermano y la mochila, y se dijo que una explicación extensa de su relación con el paquistaní sólo perjudicaría a la tenue claridad que por fin estaban consiguiendo arrojar sobre la investigación.

Pronto descubrió que hubiera dado igual mencionar a sus acompañantes de anoche, porque en cuanto Barbara habló del tema de su conversación con Helmut Kreuzhage, Emily no pareció oír nada más. La inspectora sonaba fresca como una rosa, descansada y despierta por completo. Era evidente que sus esfuerzos conjuntos con el incorpóreo Gary por mitigar la tensión de las últimas horas habían arrojado un resultado positivo.

– ¿Algo ilegal? -preguntó-. ¿En Hamburgo? Bien hecho, Barb. Te dije que Muhannad estaba metido en algo raro, ¿verdad? Al menos, ahora estamos en su pista.

Barbara inyectó cautela en sus siguientes comentarios.

– Pero Querashi no proporcionó ninguna prueba al inspector Kreuzhage de las supuestas actividades ilegales. Tampoco mencionó nombres, ni siquiera el de Muhannad. Cuando Kreuzhage inspeccionó Oskarstrasse 15, salió con las manos vacías, Em. Sus agentes no detectaron nada anormal.

– Muhannad no deja rastro. Lo lleva haciendo más de diez años. Sabemos que la persona que mató a Querashi tampoco dejó huellas, como un profesional. La pregunta es: ¿en qué cono está metido Muhannad? ¿Contrabando? ¿Prostitución? ¿Robo a escala internacional? ¿Qué?

– Kreuzhage no tenía ni idea. Tampoco es que lanzara una investigación en toda regla, pero lo poco que hizo no bastó para descubrir nada. Yo pienso que si no existen pruebas reales de que algo ilegal está ocurriendo en Alemania…

– Tendremos que descubrir lo que pasa aquí, ¿verdad? -fue la respuesta de Emily-. La fábrica de Malik es el punto de parada perfecto para cualquier cosa, desde falsificación a terrorismo. Si encontramos pruebas, será allí. Envían cargamentos uua vez a la semana, como mínimo. ¿Quién sabe lo que hay dentro de esas cajas, además de tarros de mostaza y mermelada?

– Pero, Em, los Malik no son las únicas personas que Querashi conocía, de manera que no pueden ser los únicos sospechosos de este asunto de Hamburgo. Trevor Ruddock también trabajaba en la fábrica. No olvides el alambre que encontré en su habitación. También hemos de pensar en el amante de Querashi, si alguna vez lo localizamos.

– Cualquier cosa que encontremos, Barbara, nos conducirá a Muhannad.

Barbara pensaba en todo esto mientras conducía hacia Harwich. Debía admitir que existía cierta lógica en la conclusión de Emily acerca de Muhannad y la fábrica de mostaza, pero experimentaba cierta desazón a causa de la celeridad con que la inspectora había llegado a ella. Emily había desechado el extraño comportamiento de los Ruddock con una simple declaración:

– Son una pandilla de buitres. -A continuación, la informó sobre el ataque sufrido por la abuela de Theo Shaw la tarde anterior, como si eso exonerara al joven de toda relación con la muerte de Querashi-. He enviado a buscar a Londres a ese tal profesor Siddiqi. Traducirá lo que diga Kumhar cuando le interrogue.

– ¿Qué pasa con Azhar? -preguntó Barbara-. ¿No ahorraríamos tiempo si nos hiciera de intérprete él? Podría venir sin Muhannad.

Emily rechazó la idea.

– No tengo la menor intención de permitir que Muhannad Malik o su escurridizo primo se acerquen otra vez a ese tipo. Kumhar es nuestra clave para conocer la verdad, y no pienso correr el riesgo de que alguien le manipule a mis espaldas cuando le interrogue. Kumhar ha de saber algo sobre la fábrica. Muhannad es el director de ventas de Mostazas Malik. El director de ventas supervisa el departamento de envíos. ¿Dónde crees que encaja esta sabrosa información en el conjunto general?

El inspector Lynley habría calificado las deducciones de Emily de «trabajo policial intuitivo», algo que se adquiría debido a la larga experiencia y al análisis cuidadoso de lo que se sentía cuando se interrogaba a los sospechosos y las pruebas se iban acumulando. Barbara había aprendido a analizar sus sensaciones como miembro de un equipo de investigación, y las sensaciones que; experimentaba después de su conversación con Emily no le gustaban.

Consideró su inquietud desde todos los ángulos, la sondeó como un científico enfrentado a un ser alienígena. Desde luego, si Muhannad Malik era el elemento principal de alguna trama oscura, tenía motivos para matar a Querashi, si éste hubiera intentado denunciarle. Pero la existencia de esa posibilidad no debía anular la culpabilidad en potencia de Theo Shaw y Trevor Ruddock, que también tenían motivos para deshacerse de Querashi y carecían de coartadas sólidas. Sin embargo, esto era exactamente lo que parecía opinar Emily Barlow. Mientras pensaba en la tajante eliminación de Trevor Ruddock y Theo Shaw como sospechosos, Barbara sintió que su desazón se concentraba en una pregunta muy desagradable: ¿Emily estaba obedeciendo a su intuición, o a otra cosa?

Barbara recordó el fácil éxito de su amiga durante los tres cursos que habían seguido juntas en Maidstone, las críticas elogiosas de sus monitores y la admiración de los demás detectives. A Barbara no ie había cabido la menor duda de que Emily estaba muy por encima del policía medio. No sólo era buena en lo que hacía; era soberbia. Su nombramiento de Inspectora Jefa Detective a los treinta y siete años subrayaba este hecho. Entonces, se preguntó Barbara, ¿por qué se cuestionaba ahora la capacidad de la inspectora?

Su larga asociación con el inspector detective Lynley había obligado a Barbara, más de una vez, a examinar no sólo los hechos del caso sino sus motivos al sospechar de un hecho antes que de otro. Se dedicó a la misma actividad mientras corría entre los campos de trigo que flanqueaban la carretera de Harwich. Sólo que esta vez no sólo analizó los hechos que destacaban en la investigación, sino el origen de su desazón.

No le gustó mucho el resultado de su estudio, porque llegó a la conclusión de que quizá era ella el problema que dificultaba la investigación de la muerte de Querashi. ¿Encontrar un culpable paquistaní afectaba demasiado a la sargento detective Barbara Havers? Tal vez no habría sentido la menor inquietud de haber col-, gado cualquier etiqueta a Muhannad Malik, desde carterista a chulo, si Taymullah Azhar y su encantadora hija no se hubieran cernido en la periferia de la investigación.

Esta consideración final le provocó un molesto estremecimiento. No deseaba especular sobre qué mente investigadora estaba lúcida y cuál estaba nublada. Y, por supuesto, no deseaba reflexionar sobre sus sentimientos hacia Azhar y Hadiyyah.

Llegó a Harwich decidida a reunir información objetiva. Siguió la calle Mayor mientras serpenteaba hacia el mar, y descubrió World Wide Tours encajada entre una bocadillería y un Oddbins que anunciaba ofertas de amontillado.

World Wide Tours consistía en una amplia sala con tres escritorios, ante los cuales estaban trabajando dos mujeres y un hombre. Su decoración era fastuosa, pero pasada de moda. Las paredes estaban empapeladas con un estampado William Morris faux, con dibujos de marcos dorados que representaban a familias de principios de siglo en vacaciones. Los escritorios, sillas y estantes eran de caoba maciza. Cinco palmeras grandes se erguían en macetas, y siete enormes heléchos colgaban del techo, donde un ventilador removía el aire y agitaba las hojas. El conjunto poseía una minuciosidad victoriana artificial, y a Barbara le entraron ganas de rociar el local con una manguera antiincendios.

Una de las dos mujeres preguntó a Barbara en qué podía ayudarla. La otra hablaba por teléfono, en tanto su colega masculino examinaba la pantalla de su ordenador, mientras murmuraba «Venga, Lufthansa».

Barbara mostró su identificación. Vio, gracias a una placa, que estaba hablando con una tal Edwina.

– ¿Policía? -dijo Edwina, y apretó tres dedos contra el hueco de su garganta, como si esperara que la acusaran de algo más vejatorio que aceptar empleo en una oficina salida de la pluma de Charles Dickens, pero reproducida sin el menor gusto.

Echó un vistazo a sus compañeros. El hombre, cuya placa le identificaba como Rudi, pulsó unas teclas del ordenador y giró la silla en su dirección. Interpretó el papel de eco de Edwina, y cuando pronunció de nuevo la temible palabra, la tercera persona puso fin a su conversación telefónica. Esta persona se llamaba Jen, y agarró ambos costados de la silla, como si temiera un despegue inminente. La llegada de un agente de la ley, pensó Barbara no por primera vez, siempre sacaba a la superficie la culpa subconsciente de la gente.

– Exacto -«lijo Barbara-. New Scotland Yard.

– ¿Scotland Yard? -preguntó Rudi-. ¿Ha venido desde Londres? Espero que no pase nada.

Ya veremos, pensó Barbara. El mamón hablaba con acento alemán.

Casi pudo oír la elegante voz de escuela pública del inspector Lynley, que entonaba su credo número uno del trabajo policial: en el asesinato no existen coincidencias. Barbara examinó al joven de pies a cabeza. Panzudo como una barrica, cabello rojo corto que ya iba abandonando su frente, no parecía cómplice de un asesinato reciente. Pero nadie lo parecía nunca.

Sacó las fotos del bolso y enseñó primero la de Querashi.

– ¿Les resulta familiar este individuo? -preguntó.

Los otros dos se congregaron alrededor del escritorio de Edwina, inclinados sobre la foto que Barbara había dejado en el centro. La examinaron en silencio, mientras los heléchos susurraban y el ventilador giraba sobre sus cabezas. Pasó casi un minuto antes de que alguno contestara, y fue Rudi, pero habló a sus compañeras y no a Barbara.

– Éste es el tipo que vino a preguntar por unos billetes de avión, ¿no?

– No lo sé -dijo Edwina, dudosa. Se pellizcó la garganta.

– Sí. Le recuerdo -dijo Jen-. Yo le atendí, Eddie. Tú no estabas en la oficina. -Miró a Barbara a los ojos-. Vino… ¿cuándo fue, Rudi? Hará unas tres semanas. No me acuerdo bien.

– Pero se acuerda de él -dijo Barbara.

– Bien, sí. La verdad es que no hay muchos…

– Vemos muy pocos asiáticos en Harwich -dijo Rudi.

– ¿Y usted es de…? -preguntó Barbara, aunque estaba casi segura de la respuesta.

– Hamburgo -confirmó el hombre.

Vaya, vaya, vaya, pensó Barbara.

– Nativo de Hamburgo, quiero decir. Llevo siete años en este país.

– Perfecto -dijo Barbara-. Sí. Bien, este tipo se llama Haytham Querashi. Estoy investigando su asesinato. Le mataron la semana pasada en Balford-le-Nez. ¿Qué clase de billetes quería?

Todos parecieron igualmente sorprendidos o consternados cuando pronunció la palabra «asesinato». Agacharon la cabeza como un solo hombre para examinar la fotografía de Querashi, como si fuera la reliquia de un santo. Jen fue quien contestó. Había pedido información sobre billetes de avión para su familia, explicó a Barbara. Quería traerla a Inglaterra desde Pakistán. Un montón de gente: hermanos, hermanas, padres, todo el lote. Quería que se quedaran con él en Inglaterra para siempre.

– Ustedes tienen una delegación en Pakistán -dijo Barbara-. En Karachi, ¿verdad?

– En Hong Kong, Estambul, Nueva Delhi, Vancouver, Nueva York y Kingston -dijo con orgullo Edwina-. Nuestra especialidad son viajes al extranjero e inmigración. Tenemos expertos en cada oficina.

Tal vez por eso Querashi había elegido World Wide Tours antes que una agencia de Balford, añadió Jen, toda colaboración. Había solicitado información sobre cómo podía inmigrar su familia. Al contrario que la mayoría de agencias de viajes, ansiosas por vaciar los bolsillos de sus clientes, WWT tenía fama internacional («una fama internacional de la que estamos orgullosos», fue la definición de la empleada) por su red de contactos con abogados especializados en inmigración de todo el mundo.

– De Inglaterra, la Unión Europea y Estados Unidos -dijo-. Estamos al servicio de la gente que se traslada, y les facilitamos sus traslados.

BÍa bla bla, pensó Barbara. La chica hablaba como un anuncio. Había que descartar cualquier teoría sobre la huida de Querashi antes de su boda. Por lo visto, tenía la intención de cumplir su compromiso matrimonial. De hecho, daba la impresión de que también había hecho planes para el futuro de su familia.

A continuación, Barbara sacó de su bolso la foto de Fahd Kumhar, que produjo un resultado diferente. Nadie le conocía. Ninguno de ellos le había visto. Barbara les observó con atención, por si captaba alguna indicación de que uno o todos mentían, pero ni siquiera uno parpadeó.

Mierda, pensó. Les dio las gracias por su ayuda y salió a High Street. Eran las once y ya estaba empapada en sudor. También estaba sedienta, de modo que cruzó la calle y entró en el Whip and Wistle. Convenció al camarero de que le pusiera en un vaso cinco cubitos de hielo, sobre los cuales vertió limonada. Se lo llevó a una mesa situada al lado de la ventana, junto con un paquete de patatas fritas con sal y vinagre, y se dejó caer sobre un taburete, encendió un cigarrillo y se dispuso a disfrutar de su refrigerio.

Había consumido la mitad de las patatas, tres cuartos de limonada y todo un cigarrillo, cuando vio que Rudi salía de World Wide Tours. Miró a derecha e izquierda, de una manera que Barbara consideró muy cautelosa, indicativa del nerviosismo habitual de un europeo poco acostumbrado al tráfico inglés, o muy sigilosa. Apostó por lo último, y cuando Rudi empezó a caminar calle arriba, acabó de un trago la limonada y dejó las demás patatas sobre la mesa.

Al salir, vio que estaba abriendo un Renault en la esquina. Su Mini estaba aparcado a dos coches de distancia, de modo que en cuanto el alemán encendió el motor y se adentró en el tráfico, corrió hacia él. Al cabo de un momento, iniciaba la persecución.

Cualquier cosa habría podido alejarle de la oficina: una cita con el dentista, una cita sexual, una visita al callista, una comida temprana. Pero la partida de Rudi, tan precipitada después de su visita, era demasiado intrigante para no investigarla.

Le siguió a cierta distancia. Tomó la A120 para salir de la ciudad. Conducía sin el menor interés por el límite de velocidad, y la llevó directamente a Parkeston, a unos tres kilómetros de la agencia de viajes. Sin embargo, no giró hacia el puerto, sino que entró en una zona industrial situada antes de la carretera del puerto.

Barbara no podía correr el riesgo de seguirle hasta allí, pero frenó en el área para paradas de emergencia que se abría a la zona industrial, y vio que el Renault se detenía ante un almacén de metal prefabricado que se alzaba al final. Barbara habría dado su edición autografiada de El salvaje lascivo por tener unos prismáticos en aquel momento. Estaba demasiado lejos del edificio para leer el letrero.

Al contrario que los demás almacenes de la zona, aquél estaba cerrado a cal y canto y parecía desocupado. Pero cuando Rudi llamó a la puerta, alguien le dejó entrar.

Barbara espió desde el Mini. Ignoraba qué esperaba ver, y la recompensa consistió en no ver nada. Sudó en silencio dentro del coche al rojo vivo durante un cuarto de hora, que se le antojó un siglo, hasta que Rudi salió: sin bolsas de heroína en su posesión, sin los bolsillos repletos de dinero falso, sin cintas de vídeo de niños en posturas comprometedoras, sin fusiles, explosivos, ni siquiera acompañantes. Salió del almacén tal como había entrado, con las manos vacías y solo.

Barbara sabía que la vería si se quedaba al borde de la zona industrial, de manera que volvió a la A120 con la intención de dar media vuelta y fisgonear entre los almacenes en cuanto Rudi hubiera marchado. Cuando buscaba el lugar adecuado para girar, vio un enorme edificio de ladrillo apartado de la carretera, en un camino en forma de herradura, THE CASTLE HOTEL, anunciaba un letrero en letras medievales. Recordó el folleto que había encontrado en la habitación de Haytham Querashi. Entró en el aparcamiento del hotel, con la decisión de matar otro pájaro con la piedra que había encontrado por casualidad.


El profesor Siddiqi no respondió en absoluto a las expectativas de Emily Barlow. Esperaba a un tipo moreno, de edad madura, con el cabello negro peinado hacia atrás sobre una frente inteligente, de ojos sombreados con polvillos negros y piel aceitunada. Sin embargo, el hombre que se presentó en compañía del agente Hesketh, quien había ido a buscarle a Londres, era casi rubio, de ojos decididamente grises y piel lo bastante clara para pasar por escandinavo, en lugar de asiático. Era un hombre de unos treinta años, robusto, no tan alto como ella. Tenía la complexión de un practicante de lucha libre. Sonrió cuando Emily se apresuró a modificar su expresión, que pasó de la sorpresa a la indiferencia. Le ofreció la mano a modo de saludo.

– No todos salimos del mismo molde, inspectora Barlow -dijo.

A Emily no le gustaba que la descifraran con tanta facilidad, sobre todo alguien a quien no conocía. Hizo caso omiso del comentario.

– Ha sido muy amable al venir -dijo con brusquedad-. ¿Le apetece beber algo, o empezamos con el señor Kumhar sin más dilación?

El hombre pidió un zumo de pomelo, y mientras Belinda Warner iba a buscarlo, Emily explicó la situación al profesor.

– Grabaré la entrevista -concluyó-. Mis preguntas en inglés, su traducción, las respuestas del señor Kumhar, su traducción.

Siddiqi era lo bastante astuto para extraer sus propias conclusiones.

– Puede confiar en mi integridad -dijo-, pero como no nos conocíamos hasta ahora, no esperaba que se fiara de ella sin un sistema de control.

Una vez establecidas las reglas principales e insinuadas las secundarias, Emily le acompañó hasta el otro asiático. La noche de la detención no había obrado ningún efecto benéfico en Kumhar. Si acaso, estaba aún más angustiado que la tarde anterior. Peor aún, estaba empapado de sudor y olía a heces, como si se hubiera cagado encima.

Siddiqi le miró y luego se volvió hacia Emily.

– ¿Dónde han tenido encerrado a este hombre? ¿Qué demonios le han hecho?

Otro ardiente aficionado a las películas pro IRA, decidió al fin Emily, cansada. Lo que Guildford y Birmingham habían hecho por la causa del trabajo policial era inestimable [8].

– Ha estado encerrado en una celda que le invito a inspeccionar, profesor -contestó-. Y no le hemos hecho nada, a menos que servirle cena y desayuno sea una tortura en nuestros días. Hace calor en las celdas, pero no más que en el resto del edificio o en la puta ciudad. Él mismo se lo dirá, si se toma la molestia de preguntárselo.

– Pienso hacerlo -dijo Siddiqi. Disparó una serie de preguntas a Kumhar que no se molestó en traducir.

Por primera vez desde que le habían trasladado a la comisaría, Kumhar perdió aquel aspecto de conejo aterrorizado. Separó las manos y las extendió hacia Siddiqi, como si le hubieran lanzado un salvavidas.

Era un gesto de súplica, y por lo visto el profesor lo reconoció como tal. Utilizó ambas manos para coger al hombre, y lo condujo hasta la mesa situada en el centro de la habitación. Habló de nuevo, y esta vez tradujo para Emily.

– Me he presentado. Le he dicho que voy a traducir sus preguntas y las respuestas de él. Le he dicho que no van a hacerle daño. Espero que sea verdad, inspectora.

¿Qué pasaba con aquella gente?, se preguntó Emily. Veían desigualdad, prejuicios y brutalidad a cada momento. No contestó de una manera directa. Conectó la grabadora, anunció la fecha y la hora, y nombró a las personas presentes.

– Señor Kumhar -dijo-, su nombre estaba entre las pertenencias de un hombre asesinado, el señor Haytham Querashi. ¿Puede explicarme cómo llegó allí?

Esperaba una repetición de la letanía de ayer: una ristra de negativas. Se quedó sorprendida. Kumhar clavó sus ojos en Siddiqi mientras le traducía la pregunta, y cuando contestó, con gran profusión de explicaciones, no apartó la vista del profesor. Siddiqi escuchó, asintió y, en un momento dado, detuvo el discurso del hombre para intercalar una pregunta. Después, se volvió hacia Emily.

– Conoció al señor Querashi en la Al 33, en las afueras de Weeley. El señor Kumhar estaba haciendo autostop, y el señor Querashi le invitó a subir. Esto pasó hace casi un mes. El señor Kumhar había estado trabajando de peón en granjas de todo el condado. No estaba satisfecho con el dinero que ganaba, ni con las condiciones de trabajo, así que decidió buscar otro empleo.

Emily meditó un momento y arrugó el entrecejo.

– ¿Por qué no me lo dijo ayer? ¿Por qué negó que conocía al señor Querashi?

Siddiqi se volvió hacia Kumhar, que le miraba con el afán de un cachorro decidido a complacer. Antes de que Siddiqi terminara la pregunta, Kumhar ya estaba contestando, y esta vez dirigió su respuesta a Emily.

– «Cuando usted dijo que el señor Querashi había sido asesinado -tradujo Siddiqi-, tuve miedo de que me creyera implicado. Mentí para protegerme de sus sospechas. Acabo de llegar a este país, y no quiero hacer nada que perjudique mi bienvenida. Comprenda que lamento mucho haberle mentido, por favor. El señor Querashi fue muy bueno conmigo, y al no decir la verdad de inmediato traicioné esa bondad.»

Emily observó que el sudor se pegaba a la piel del hombre como una película de aceite de cocina. Que le había mentido el día anterior era indiscutible. Lo que aún había que ver era si le estaba mintiendo ahora.

– ¿Sabía el señor Querashi que usted buscaba empleo? -preguntó.

En efecto, contestó Kumhar. Había contado al señor Querashi sus desdichas como peón de granja. Esto había constituido el grueso de su conversación en el coche.

– ¿El señor Querashi le ofreció trabajo?

Kumhar compuso una expresión de perplejidad.

¿Trabajo?, preguntó. No. No le había ofrecido trabajo. El señor Querashi se limitó a recogerle y acompañarle a su domicilio.

– Y le extendió un talón por cuatrocientas libras -añadió Emily.

Siddiqi enarcó una ceja, pero tradujo sin más comentarios.

Era verdad que el señor Querashi le había dado dinero. El hombre era la bondad personificada, y el señor Kumhar no quería mentir y llamar préstamo a aquel regalo de cuatrocientas libras. Pero el Corán decretaba, y los Cinco Pilares del islam exigían, el pago de un zakat a una persona necesitada. De esa forma, al darle cuatrocientas libras…

– ¿Qué es un zakat? -interrumpió Emily.

– Limosnas para los necesitados -contestó Siddiqi. Kumhar le miraba angustiado cada vez que cambiaba al inglés, y su expresión plasmaba el esfuerzo por comprender y absorber hasta la última palabra-. Los musulmanes tienen la obligación de velar por el bienestar económico de los miembros de su comunidad. Damos limosnas a los pobres y a otros como ellos.

– ¿De manera que, al dar al señor Kumhar cuatrocientas libras, Haytham Querashi no hacía otra cosa que cumplir su deber religioso?

– Ni más ni menos -dijo Siddiqi.

– ¿No estaba comprando algo?

– ¿Cómo qué? -Siddiqi señaló a Kumhar-. ¿Qué demonios podía venderle este pobre hombre?

– Se me ocurre el silencio. El señor Kumhar pasa el tiempo cerca del mercado de Clacton. Pregúntele si vio alguna vez al señor Querashi allí.

Siddiqi la miró un momento, como si intentara descifrar el significado de la pregunta. Después, se encogió de hombros y se volvió hacia Kumhar. Repitió la pregunta en su idioma.

Kumhar sacudió la cabeza con vehemencia. Emily no necesitó traducción, porque nunca, ni una sola vez, había estado el hombre en el mercado.

– El señor Querashi era director de producción de una fábrica local. Podría haber ofrecido empleo al señor Kumhar. No obstante, el señor Kumhar dice que la posibilidad de un empleo nunca se suscitó entre ellos. ¿Desea cambiar esa declaración?

No, dijo Kumhar por mediación de su intérprete. No deseaba cambiar aquella declaración. Sabía que el señor Querashi sólo era un benefactor que la bondad de Alá le había enviado. Los dos hombres tenían algo en común: ambos tenían familia en Pakistán, y deseaban traerla a Inglaterra. Aunque en el caso de Querashi eran padres y hermanos, y en el de Kumhar una esposa y dos hijos, su intención era la misma, y por ello existía entre ellos un entendimiento mayor del que hubiera surgido entre dos desconocidos que se encuentran en una carretera.

– Pero ¿no le habría resultado más provechoso un empleo permanente que cuatrocientas libras, si quería traer su familia a este país? -preguntó Emily-. ¿Hasta cuándo habría podido estirar ese dinero, en comparación con lo que habría ganado, con el tiempo, trabajando en Mostazas Malik?

Kumhar se encogió de hombros. No sabía explicar por qué el señor Querashi no le había ofrecido un empleo.

Siddiqi intercaló un comentario.

– El señor Kumhar era un viajero, inspectora. Al darle dinero, el señor Querashi cumplió su obligación con él. No debía hacer nada más.

– A mí me parece que un hombre que fue la «bondad personificada» para el señor Kumhar es un hombre que habría debido preocuparse de su futuro bienestar, tanto como de sus necesidades inmediatas.

– No podemos saber cuáles eran sus intenciones concretas respecto al señor Kumhar -señaló el profesor Siddiqi-. Sólo podemos interpretar sus actos. Por desgracia, su muerte impide cualquier otra cosa.

Muy conveniente, ¿verdad?, pensó Emily.

– ¿El señor Querashi se le insinuó alguna vez, señor Kumhar? -preguntó.

Siddiqi la miró, al tiempo que asimilaba el brusco cambio de tema.

– ¿Está preguntando…?

– Creo que la pregunta es bastante clara. Hemos recibido la información de que el señor Querashi era homosexual. Me gustaría saber si el señor Kumhar recibió del señor Querashi algo más que dinero.

Kumhar escuchó la pregunta con consternación. Contestó en un tono de extremo horror: no, no, no. El señor Querashi era un buen hombre. Era un hombre recto. No habría podido profanar su cuerpo, su mente y su alma inmortal con un comportamiento semejante. Era imposible, un pecado contra todo lo que los musulmanes creían.

– ¿Dónde estuvo el viernes por la noche?

En su habitación de Clacton. La señor Kersey, su generosísima patrona, lo confirmaría a la inspectora Barlow.

Allí concluyó el interrogatorio, como Emily dictó a la grabadora. Cuando la desconectó, Kumhar habló en tono perentorio a Siddiqi.

– Vale ya -dijo Emily, irritada.

– Sólo quiere saber si puede regresar a Clacton -dijo el profesor-. Está ansioso por abandonar este lugar, inspectora, lo cual es muy comprensible.

Emily meditó sobre la perspectiva de arrancar más información al paquistaní si le retenía otro par de horas y le concedía tiempo para sudar un poco más en aquella sauna de celda. Si le aplicaba el tercer grado otras dos o tres veces, tal vez le arrancaría un detalle que la acercaria al asesino. No obstante, si lo hacía, también corría el riesgo de empujar de nuevo a las calles a la comunidad asiática. Cualquier miembro de Jum'a que fuera a ver a Kumhar a Clacton por la tarde buscaría algo útil para su causa, que pudiera utilizarse para inflamar a las masas. Sopesó esta posibilidad, comparada con la información en potencia que pudiera obtener del asiático.

Por fin, fue a la puerta y la abrió. El agente Honig-man estaba esperando en el pasillo.

– Acompaña al señor Kumhar al gimnasio -dijo-. Ocúpate de que tome una ducha. Que alguien le dé de comer y ropas decentes. Dile al agente Hesketh que acompañe al profesor de vuelta a Londres.

Se volvió hacia Siddiqi y Kumhar.

– Señor Kumhar, aún no he terminado con usted, de manera que no se le ocurra abandonar la vecindad. Si lo hace, le perseguiré y le traeré aquí de nuevo, aunque sea cogido por las pelotas. ¿Está claro?

Siddiqi la miró con ironía.

– Creo que la ha entendido a la perfección -dijo.

Les dejó y volvió a su despacho de la primera planta. Desde hacía mucho tiempo, había aprendido a confiar en sus instintos cuando se trataba de una investigación, y estaban gritando que Fahd Kumhar poseía más información de la que deseaba comunicar.

Maldita fuera la ley, la prohibición de la tortura y lo que habían hecho a los derechos de la policía, masculló. Unos minutos en el potro medieval, y aquel gusano habría sido el desayuno de su inquisidor. Tal como estaban las cosas, saldría a la calle con sus secretos intactos, mientras a Emily empezaría a dolerle la cabeza y sus músculos sufrirían espasmos.

Hostia. Era enloquecedor. Lo peor era que el breve interrogatorio de Fahd Kumhar había dado al traste con las cuatro horas de ardientes servicios que Gary le había administrado la noche anterior.

Lo cual le dio ganas de decapitar a alguien. Lo cual le dio ganas de gritar a la primera persona que se cruzara con ella. Lo cual le dio ganas…

– Jefa.

– ¿Qué? -ladró Emily-. ¿Qué? ¿Qué?

Belinda Warner vaciló en el umbral del despacho de Emily. Llevaba un largo fax en una mano y una papeleta telefónica rosa en la otra. Su expresión era de consternación, y echó un vistazo al interior del despacho en busca del origen de aquel mal humor.

Emily suspiró.

– Lo siento. ¿Qué pasa?

– Buenas noticias, jefa.

– No me iría mal alguna.

La agente avanzó, tranquilizada.

– Noticias de Londres -dijo. Hizo un gesto con el mensaje telefónico, y otro con el fax-. SO4 y SOll. Han identificado las huellas del Nissan. Y un informe sobre ese asiático, Taymullah Azhar.


El hotel Castle no parecía un castillo, sino más bien una fortaleza achaparrada, con balaustradas en lugar de almenas en el tejado. Era monocromático en el exterior, construido por completo de piedra amarilla, ladrillos amarillos y argamasa amarilla, pero la falta de color estaba más que compensada por el interior del hotel.

El vestíbulo resplandecía de colores, y el tema predominante era el rosa: un techo fucsia bordeado por una cornisa de diente de perro rosácea, paredes empapeladas a rayas en un tono dulce de hilos de almíbar, alfombras marrones con dibujos de jacintos. Era como entrar en un enorme bombón, pensó Barbara.

Detrás del mostrador de recepción, un hombre de edad madura vestido de frac seguía sus movimientos con aire expectante. La placa lo identificaba como Curtís, y sus maneras sugerían una bienvenida ensayada en la intimidad de su hogar y delante de un espejo. Primero, llegó la lenta sonrisa, hasta estar seguro de que, había establecido contacto visual con ella: después, la revelación de los dientes; a continuación, ladeó la cabeza con un aire de interés servicial; enarcó una ceja; cogió un lápiz con una mano, expectante.

Cuando le ofreció su ayuda con estudiada cortesía, Barbara exhibió su identificación. La ceja descendió. El lápiz volvió a su sitio. La cabeza se enderezó. Pasó de ser Curtis-en-recepción a Curtis-en-guardia.

Barbara extrajo una vez más sus fotos, y dejó las de Querashi y Kumhar una al lado de la otra.

– Este tipo fue asesinado en el Nez la semana pasada -explicó lacónicamente-. El otro está en el trullo en este momento, charlando con el DIC local. ¿Vio a alguno de los dos?

Curtís se relajó un poco. Mientras examinaba las fotos, Barbara se fijó en un recipiente de latón, que descansaba sobre el mostrador de recepción y contenía una colección de folletos. Cogió uno y vio que era una copia del mismo que había encontrado en la habitación de Querashi. Había otros folletos, y los ojeó. Por lo visto, el hotel Castle saneaba su economía, en aquellos tiempos difíciles, a base de ofrecer tarifas especiales de fin de semana, bailes, catas de vinos y obras teatra les en Navidad, Año Nuevo, el día de San Valentín y Pascua.

– Sí. -Curtís exhaló la palabra con aire pensativo-. Oh, sí, ya lo creo.

Barbara alzó la vista y dejó de examinar los folletos. El hombre había movido a un lado la foto de Kumhar. Por contra, sostenía la foto de Querashi entre el índice y el pulgar.

– ¿Le vio?

– Oh, sí, ya lo creo. De hecho, le recuerdo muy bien, porque nunca había visto a un asiático en Cuero y Encaje. No suelen interesarse por eso.

– ¿Perdón? -preguntó Barbara, perpleja-. ¿Cuero y Encaje?

Curtís rebuscó en el recipiente de latón y extrajo un folleto que Barbara no había visto. Su cubierta era negra por completo, con una diagonal de encaje blanco impresa encima. La palabra «Cuero» estaba grabada en el triángulo agudo superior, y la palabra «Encaje» en el inferior. El interior contenía una invitación a un baile mensual que se celebraba en el hotel. Las fotos acompañantes de bailes anteriores no dejaban lugar a dudas sobre los gustos de la clientela.

Un punto a favor de Trevor Ruddock, pensó Barbara.

– ¿Es un baile para homosexuales? -preguntó a Curtís-. No es el tipo de diversión que suele encontrarse en el campo, ¿verdad?

– Los tiempos son difíciles -contestó el hombre-. Un negocio que cierra sus puertas a beneficios en potencia descubre que el negocio dura poco.

Muy cierto, pensó Barbara. Quizá Basil Treves se lanzara sobre aquel pedazo de pastel cuando pensara en sus pérdidas y ganancias al final del año fiscal.

– ¿Vio a Querashi en uno de esos bailes?

– El mes pasado. Sin lugar a dudas. Como ya he dicho, se ven poquísimos asiáticos en ese tipo de encuentros. De hecho, se ven poquísimos asiáticos en esta parte del mundo. Por eso, cuando entró, me fijé en él.

– ¿Está seguro de que vino aquí para el baile? ¿No vino a cenar, o a tomar una copa en el bar?

– Vino por el baile, sargento, sin la menor duda. Oh, travestido no, desde luego. No parecía propenso a eso. Ni maquillaje, ni adornos. Ya sabe a qué me refiero. Pero estaba claro para qué había venido al Castle.

– ¿Para ligar?

– No creo. Vino acompañado. Y su acompañante no parecía de los que se quedan impávidos cuando los. cambian por otro.

– Tenía pareja, pues.

– Exacto.

Era la primera corroboración de la historia de; Trevor Ruddock sobre la sexualidad de Querashi. Pero la simple corroboración no dejaba a Trevor Ruddock libre de sospechas.

– ¿Qué aspecto tenía ese tipo? Me refiero a la pareja de Querashi.

Curtís le facilitó una descripción poco concreta y, en general, inútil, pues todo lo referente al hombre en cuestión era medio: estatura, complexión, peso. No habría servido para localizar un rayo en una tormenta, salvo por un detalle. Cuando Barbara preguntó si la pareja de Querashi llevaba algún tatuaje visible, concretamente en el cuello, y en especial una araña agazapada en su tela, Curtis respondió que no. «Sin la menor duda», añadió, y procedió a explicarse.

– Cuando veo un tatuaje nunca lo olvido, porque sólo de pensar en que me hagan uno me flaquean las rodillas. Fobia a las agujas -añadió-. Si alguna vez me piden que dé sangre, me desmayaré.

– Entiendo -dijo Barbara.

– ¿Cómo puede la gente hacerse eso en el cuerpo, aunque sea en nombre de la moda? -Se estremeció. Sin embargo, levantó un dedo al instante, como si su frase le hubiera recordado algo-. Espere -dijo-. Ese individuo llevaba un aro en el labio, sargento. Sí, ya lo creo. También llevaba pendientes. Y no sólo uno, por cjerto. Al menos cuatro en cada oreja.

Aquello era lo que estaba buscando. El aro en el labio coincidía con la declaración de Trevor. Al menos, ya habían descubierto una parte de la verdad: Querashi era invertido.

Dio gracias a Curtís por su ayuda y volvió al coche. Dedicó un momento a buscar sus cigarrillos y fumó a la sombra de un carpe cubierto de polvo, mientras pensaba en lo que significaba para el caso la corroboración de la historia de Trevor.

Azhar había dicho que la homosexualidad era un pecado grave para los musulmanes, suficiente para que un hombre fuera expulsado de su familia de manera permanente. En consecuencia, era una aberración que debía ser guardada en secreto. Pero si alguien había descubierto este secreto, ¿era lo bastante grave para costarle la vida a Querashi? Sería un insulto para la familia Malik que Querashi se hubiera arrimado a ellos para conseguir una tapadera de su vida clandestina. Pero ¿no sería una venganza mejor que la muerte descubrirle ante su propia familia, y dejar que ésta se encargara de él?

Y si su homosexualidad contenía la clave de lo que le había sucedido en el Nez, ¿dónde encajaba Kumhar, o las llamadas telefónicas a Alemania y Pakistán, o las discusiones con el mullah y el muftí, o la dirección de Hamburgo, o los papeles guardados en su caja de seguridad?

Al pensar en estas últimas circunstancias, Barbara dio una última calada a su cigarrillo y regresó al Mini. Había olvidado la visita de Rudi a la zona industrial. Valía la pena investigarla, ahora que aún seguía en las inmediaciones.

Volvió en menos de cinco minutos. Comprobó que el Renault de Rudi había desaparecido, antes de atravesar la entrada que daba acceso a los almacenes.

Eran prefabricados y en dos tonos: acero acanalado verde en la parte inferior, acero acanalado plateado en la superior. Cada uno tenía anexa la oficina de recepción de ladrillo color polvo. No había ni un solo árbol en toda la zona. Sin los efectos balsámicos de la sombra, el calor irradiaba de los edificios con una intensidad capaz de producir espejismos. Pese a ello, el almacén en el que Rudi había desaparecido, al final de la carretera, estaba cerrado por completo, tanto su enorme puerta como una hilera de ventanas elevadas. Contrastaba con los demás almacenes, cuyas puertas y ventanas estaban abiertas, con la esperanza de absorber un poco de brisa.

Barbara eligió un sitio para aparcar el Mini, a cierta distancia del almacén de Rudi. Dejó el coche al lado de una fila de cubos de basura rojos y blancos, contra los cuales se apoyaban arbustos de cenizo requemados y sedientos. Se secó la frente con el dorso de la muñeca, se maldijo por haber salido del Burnt House sin una botella de agua, admitió la estupidez de haber fumado un cigarrillo y empeorado su sed, y abrió la puerta del coche.

La zona industrial comprendía dos carreteras, una de las cuales nacía perpendicular a la otra. Las dos estaban flanqueadas por almacenes, y la proximidad de la zona al puerto de Parkeston los convertía en lugares perfectos para alojar temporalmente cargamentos que entraban y salían del país. Letreros despintados por el sol indicaban el contenido de cada uno: componentes electrónicos, aparatos, porcelana y cristal de primera calidad, artículos de uso doméstico, máquinas de oficina.

El almacén en cuestión era más sutil a la hora de anunciar su propósito y contenido. Barbara tuvo que caminar hasta llegar a diez metros de la oficina anexa antes de poder leer el pequeño cartel blanco clavado sobre la puerta del edificio: EASTERN IMPORTS, rezaba en negro, y debajo: MUEBLES Y ACCESORIOS DE PRIMERA CALIDAD.

Vaya, vaya, vaya, pensó Barbara, y se descubrió mentalmente ante el inspector Lynley. Le oyó decir «Bien, ya lo tiene, sargento» con serena satisfacción. Al fin y al cabo, no existen coincidencias reales cuando se trata de un asesinato. O Rudi se había escabullido de la oficina de World Wide Tours porque había desarrollado una repentina pasión por el diseño de interiores, y deseaba satisfacerla con una redecoración inmediata de su pisito, o sabía más de lo que había dejado traslucir. En cualquier caso, sólo había una forma de averiguarlo.

La puerta de la oficina estaba cerrada con llave, así que Barbara llamó con los nudillos. Como nadie acudió, miró por la ventana polvorienta. Vio que había señales de haber sido ocupada hacía poco: sobre el escritorio había un almuerzo envasado, consistente en pan, queso, manzana y lonjas de jamón.

Al principio, pensó que sólo una llamada en algún código secreto podría permitirle el acceso al edificio, pero un segundo golpe en la puerta, más fuerte, llamó la atención de alguien que había dentro del almacén. Vio por la ventana que la puerta situada entre la oficina y el edificio más grande se abría. Un hombre delgado y con gafas, tan esquelético que el extremo de su cinturón daba una vuelta alrededor de la hebilla y se introducía en sus pantalones, entró y cerró la puerta a su espalda.

Utilizó el dedo índice para subirse las gafas mientras cruzaba la oficina. Mediría un metro ochenta, observó Barbara, pero su desgarbada postura minimizaba la estatura.

– Lo siento muchísimo -dijo con tono afable cuando abrió la puerta-. Cuando estoy en la parte de atrás, suelo cerrar la puerta con llave.

Otro alemán, pensó Barbara al oír su acento. Para ser un hombre de negocios, iba vestido con ropa bastante informal. Llevaba pantalones de algodón y una camiseta blanca. Calzaba bambas, pero sin calcetines. En su rostro bronceado asomaba una barba incipiente castaño claro, el mismo color de su cabello.

– Scotland Yard -dijo, y mostró su identificación.

El hombre frunció el entrecejo, pero cuando alzó la cara, su expresión parecía haber adquirido el equilibrio exacto entre la inocencia y la preocupación. No preguntó nada y no dijo nada. Esperó a que ella continuara, y aprovechó el momento de silencio para enrollar una lonja de jamón y darle un mordisco. La sostuvo como si fuera un puro.

Barbara sabía por experiencia que casi nadie es capaz de mantener un silencio prolongado delante de la policía. Pero daba la impresión de que aquel alemán era capaz de aguantar el silencio indefinidamente.

Barbara sacó sus fotografías de Haytham Querashi y Fahd Kumhar por tercera vez. El alemán dio otro mordisco al jamón y cogió un trozo de queso, mientras estudiaba las fotos de una en una.

– He visto a éste -dijo, e indicó a Querashi-. A éste no.

Su inglés no parecía tan fluido como el de Rudi.

– ¿Dónde vio a este tipo? -preguntó Barbara.

El alemán depositó su queso sobre una rebanada de pan integral.

– En el periódico. Fue asesinado la semana pasada, ¿verdad? Vi su foto después, tal vez el sábado o el domingo. No recuerdo cuándo.

Mordió el pan con queso y masticó con parsimonia. No tenía bebida para acompañar su almuerzo, pero no parecía afectado por ello, pese al calor, la sal del jamón y la mezcla gomosa de pan y queso en su boca. Cuando le vio masticar y tragar, Barbara anheló todavía más un vaso de agua.

– Antes del periódico -dijo.

– ¿Si le había visto antes? -aclaró el hombre-. No. ¿Por qué lo pregunta?

– Tenía un conocimiento de embarque de Eastern Imports entre sus pertenencias. Estaba guardado en una caja de seguridad.

El alemán dejó de masticar un momento.

– Esto es muy extraño -dijo-. ¿Me permite…?

Cogió la foto con los dedos. Unos dedos bonitos, de uñas bien cortadas.

– Guardar papeles en una caja de seguridad suele indicar que poseen cierta importancia -dijo Barbara-. Es un poco absurdo guardarlos por otros motivos, ¿no cree?

– Ya lo creo. Ya lo creo. Tiene toda la razón -contestó el hombre-. Pero se guarda un conocimiento de embarque entre papeles importantes si consta en él una compra. Si este caballero adquirió muebles que aún no teníamos en existencia, querría guardar…

– No había nada escrito en el conocimiento de embarque. Aparte del nombre y la dirección de este establecimiento, el papel estaba en blanco.

El alemán sacudió la cabeza, en demostración de una perplejidad absoluta.

– Entonces, no se me ocurre… ¿Es posible que otra persona entregara este conocimiento de embarque al caballero? Importamos de Oriente, y si queremos hacer una compra de muebles en una fecha futura…

Se encogió de hombros e hizo una mueca con la boca, el gesto masculino europeo típico que significaba dos palabras: ¿quién sabe?

Barbara consideró las posibilidades. Lo que el tipo estaba diciendo tenía sentido, desde luego, pero sólo para explicar la presencia del conocimiento de embarque entre las pertenencias de Querashi. Explicar su presencia en el interior de su caja de seguridad iba a exigir un par de saltos mentales más.

– Sí -dijo-. Puede que tenga razón. ¿Le importa que eche una ojeada, ya que estoy aquí? Se me ha metido en la cabeza volver a decorar mi casa.

El alemán asintió mientras daba otro mordisco al pan con queso. Introdujo la mano en el escritorio y extrajo un cuaderno de tres anillas, después un segundo, y luego un tercero. Los abrió con una mano, mientras con la otra enrollaba otra lonja de jamón.

Barbara vio que eran catálogos y que contenían de todo, desde muebles de dormitorio hasta lámparas, pasando por baterías de cocina.

– No guardarán efectos en el almacén, ¿verdad? -dijo, y pensó, si no lo hacéis, ¿para qué cono tenéis uno?

– Ya lo creo -contestó el hombre-. Nuestros embarques al por mayor. Están en el almacén.

– Perfecto -dijo Barbara-. ¿Puedo echar un vistazo? Las fotos nunca me dicen nada.

– Tenemos pocas existencias… -dijo, y pareció vacilante por primera vez-. Si puede volver… tal vez el sábado…

– Con una ojeada me bastará -dijo Barbara en tono placentero-. Me gustaría hacerme una idea del tamaño y los materiales antes de tomar una decisión.

El hombre no parecía convencido, pero accedió a regañadientes.

– Si no le importan el polvo y un retrete averiado…

Barbara le aseguró que no (¿qué importaban el polvo y un retrete averiado cuando una iba en busca del tresillo perfecto?), y le siguió por la puerta interior.

No estaba muy segura de qué se esperaba, pero lo que encontró en las entrañas cavernosas del almacén no fueron un estudio para rodar películas «snuff», la grabación en vídeo y en vivo de películas pornográficas, cajas llenas de explosivos o una fábrica de metralletas, Uzi. Lo que encontró fue un almacén de muebles: tres, hileras de sofás, mesas de comedor, butacas, lámparas y camas. Como su acompañante había dicho, las existencias eran escasas, y protegidas con plástico cubierto de polvo. No cabía pensar que los muebles fueran otra cosa. Tal alarde de imaginación era imposible.

Y había dicho la verdad acerca del retrete. El almacén hedía a aguas fecales, como si doscientas personas hubieran utilizado el retrete sin tirar de la cadena. Barbara vio el repulsivo origen tras una puerta entreabierta situada al final del almacén: un retrete que había rebosado hasta que su contenido había caído sobre el suelo de cemento, formando un charco que se adentraba sus buenos cinco metros en el edificio.

El alemán vio lá dirección de su mirada.

– He llamado a los fontaneros tres veces durante los dos últimos días. Sin resultado, como ya ve. Lo siento muchísimo. Es muy desagradable.

Se apresuró a ir a cerrar la puerta del lavabo, con cuidado de no pisar el charco. Chasqueó la lengua al ver una manta y una almohada empapada tiradas junto a una fila de archivadores polvorientos, apartados a un lado del lavabo. Recogió la manta y la dobló con cuidado, para luego ponerla sobre el archivador más cercano. Tiró la almohada en un cubo de basura que había junto a una pared cubierta de aparadores.

Volvió con Barbara y sacó un cuchillo del ejército suizo del bolsillo.

– Nuestros sofás son de la mejor calidad -dijo-. Todos los tapizados se hacen a mano. Tanto si elige lana como seda…

– Sí -dijo Barbara-. Capto la idea. Un material excelente. No hace falta que lo destape.

– ¿No quiero verlo?

– Ya lo he visto. Gracias.

Lo que había visto era un almacén como los demás de la zona industrial. Tenía una enorme puerta que se abría hacia arriba, permitiendo así la entrada de camiones grandes. Que entraban y salían camiones era evidente por el rectángulo vacío que se extendía desde la puerta hasta el fondo del edificio. En ese espacio, manchas de aceite se destacaban en el suelo de cemento, como continentes que flotaran en una carta marina gris.

Caminó hacia las manchas, fingiendo que examinaba los muebles bajo sus mortajas de plástico. El edificio carecía de ventilación, de modo que el interior era como una sala de calderas. Barbara sintió que el sudor resbalaba por su espalda, entre los pechos, desde el cuello a la cintura.

– Qué calor -dijo-. ¿No es malo para los muebles? ¿No los reseca o algo por el estilo?

– Nuestros muebles proceden de Oriente, donde el clima es mucho menos templado que en Inglaterra -contestó el hombre-. Este calor no es nada en comparación.

– Humm. Supongo que tiene razón.

Se agachó para examinar el aceite que manchaba el suelo del almacén. Cuatro de las manchas eran antiguas, con pequeños montículos de tierra que parecían representaciones de montañas en el mapa global del hormigón. Tres eran más recientes. En una de ellas, un pie descalzo, de hombre, había dejado una huella perfecta.

Cuando Barbara se levantó, vio que el alemán la estaba mirando. Parecía perplejo, y sus ojos se desviaron de ella en dirección a las manchas, y después a los muebles.

– ¿Hay algo irregular?

Barbara señaló con el pulgar las manchas de aceite.

– Debería limpiar eso. Medidas de seguridad. Alguien podría resbalar y romperse una pierna, sobre todo si va corriendo por ahí descalzo.

– Sí, por supuesto. Tiene toda la razón.

Barbara no tenía motivos para demorar su partida, salvo la sensación de que aún no lo había averiguado todo. Deseó con todas sus fuerzas saber qué estaba buscando, pero si había señales de que el almacén albergaba actividades ilegales, no las vio. Lo único que la animaba a continuar era una sensación hueca en el estómago, una sensación continua, como un tamborileo, que deseaba identificar como insatisfacción. Era instinto y nada más. Pero ¿cómo podía dejarse llevar por él, si no paraba de cuestionar a Emily por hacer lo mismo? El instinto era algo estupendo, pero a veces convenía apoyarlo con alguna prueba.

Pero Rudi había marchado de World Wide Tours a los pocos minutos de que ella hubiera salido, se dijo. Había conducido directamente hasta aquí. Había entrado en aquel mismo edificio. Si todos esos hechos no significaban algo, ¿qué, si no?

Suspiró, y se preguntó si la sensación de vacío en su estómago era un simple deseo de alimentarlo, justo castigo por haberse dejado una tercera bolsa de patatas en el pub de Harwich. Rebuscó en su bolso y sacó una libreta. Garrapateó el número del hotel Burnt House en una hoja de papel en blanco y la pasó al alemán, diciéndole que la telefoneara si recordaba algo pertinente al caso, sobre todo cómo había conseguido terminar un conocimiento de embarque de Eastern Imports entre las pertenencias del muerto. El hombre examinó el papel con solemnidad. Lo dobló por la mitad, y después otra vez. Lo guardó en el bolsillo de los pantalones.

– Sí -dijo-. Si ya ha visto bastante…

Sin esperar la respuesta, hizo un gesto cortés en dirección a la oficina.

Una vez allí, Barbara se ciñó a la rutina: le dio las gracias por su ayuda. Le recordó la gravedad de la situación. Subrayó la importancia de la plena colaboración con la policía.

– Comprendo, sargento -dijo el hombre-. Voy a devanarme los sesos, a ver si encuentro una relación entre este hombre y Eastern Imports.

Hablando de relaciones, pensó Barbara. Se ajustó la correa del bolso, para que le pesara menos sobre el hombro.

– Sí. Bien -dijo, y se encaminó hacia la puerta, donde se detuvo. Pensó en sus conocimientos de historia europea, y derivó su pregunta de ellos-. Su acento parece austríaco. ¿Viena? ¿Salzburgo?

– Por favor -dijo el hombre, con una mano apretada sobre el pecho, ante la ofensa que Barbara había confiado en inferirle-. Soy alemán.

– Ah. Lo siento. Es difícil distinguir. ¿De dónde es?

– De Hamburgo -contestó el hombre.

¿De dónde, si no?, pensó Barbara.

– ¿Puede decirme su nombre? Lo necesitaré para el informe que he de presentar al DIC.

– Por supuesto. Es Reuchlein -contestó, y lo deletreó-. Klaus Reuchlein.

En el fondo de su mente, Barbara oyó la risita del inspector Lynley.

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