Capítulo 5

– Podría ser -admitió Barbara-, pero ¿no habría tenido Armstrong un móvil aún más poderoso para matar a la persona que le echó a la calle?

– En otras circunstancias, sí. Si buscara venganza.

– ¿Y en estas circunstancias?

– Por lo visto Armstrong era un excelente trabajador. La única razón de que le echaran fue para hacer un sitio a Querashi en el negocio familiar.

– ¡Puta mierda! -exclamó Barbara-. ¿Armstrong tiene coartada?

– Dice que estaba en casa con su mujer y su hijo de cinco años. Tenía un dolor de oídos espantoso. El niño, no Armstrong.

– Y su mujer lo corroboró, ¿verdad?

– Él es quien aporta casi todo el dinero y ella sabe a qué bando ha de aferrarse. -Emily pasó los dedos sobre un melocotón-. Armstrong dijo que había ido al Nez para dar un paseo matutino. Dijo que, desde hacía un tiempo, se dedicaba a dar. paseos matutinos los sábados y los domingos, para huir de su mujer y disfrutar de unas horas de paz. No sabe si alguien le vio en estos paseos, pero aunque lo hubieran hecho, podría haber utilizado esa actividad de los fines de semana como una especie de coartada.

Barbara sabía lo que estaba pensando: no era tan extraño que un asesino fingiera haber tropezado con un cadáver después del hecho, con el fin de desviar las sospechas hacia otra persona. No obstante, algo que había comentado Emily antes impulsó la curiosidad de Barbara en otro sentido.

– Olvida el coche por un momento. Dijiste que Querashi llevaba encima tres condones y diez libras. ¿Es posible que fuera al Nez por cuestiones de sexo? ¿Para encontrarse con una prostituta, por ejemplo? Si estaba a punto de casarse, tal vez no quería correr el riesgo de que alguien le viera y fuera con el cuento a su futuro suegro.

– ¿Qué clase de prostituta se prestaría a un polvo por diez libras, Barb?

– Una joven. Una desesperada. Tal vez una principiante. -Emily meneó la cabeza-. O tal vez iba a encontrarse con una mujer a la que no tendría acceso de otro modo, una mujer casada. El marido se enteró y se lo cargó. ¿Hay algún indicio de que Querashi conociera a la mujer de Armstrong?

– Estamos buscando conexiones con las mujeres de todo el mundo -dijo Emily.

– Este tal Muhannad, ¿está casado, Em?

– Oh, sí. Ya lo creo. Tuvo su matrimonio de conveniencia hace tres años.

– ¿Un matrimonio feliz?

– Juzga tú misma. Tus padres te comunican que te han emparejado con una persona de por vida. Conoces a esta persona y, en un abrir y cerrar de ojos, estás unida en matrimonio. ¿Te parece una receta de la felicidad?

– No, pero es una costumbre ancestral, así que no puede ser tan horrible. ¿Verdad?

Emily le dirigió una mirada tan elocuente que no necesitaba palabras. Siguieron sentadas en silencio, escuchando la canción del ruiseñor. Barbara reordenaba en su mente los hechos que Emily había ido desgranando. El cadáver, el coche, las llaves entre los arbustos, el nido de ametralladoras en la playa, un cuello roto.

– Si alguien de Balford quisiera provocar problemas raciales -dijo por fin-, daría igual a quién detuvieras, ¿no?

– ¿Por qué lo dices?

– Porque si quieren utilizar una detención para causar problemas, utilizarán una detención para causar problemas. Si metes a un inglés en el trullo, se amotinarán porque el asesinato es un ejemplo de violencia racial. Si detienes a un paquistaní, la detención es un ejemplo diáfano de los prejuicios de la policía. El prisma sólo ha girado un poco. Lo que examinan por el prisma sigue siendo lo mismo.

Emily dejó de acariciar el melocotón. Examinó a Barbara. Cuando habló, dio la impresión de haber llegado a una repentina y sabia decisión.

– Por supuesto -dijo-. ¿Qué tal te desenvuelves en los comités, Barb?

– ¿Qué?

– Antes dijiste que estabas dispuesta a colaborar. Bien, necesito un agente con talento para trabajos de comité, y creo que tú eres ese agente. ¿Cómo te llevas con los asiáticos? Una ayudita no me iría nada mal, aunque sólo fuera para quitarme a mi jefe de encima.

Antes de que Barbara repasara la historia de su vida y encontrara una respuesta, Emily continuó. Había accedido a celebrar reuniones periódicas con miembros de la comunidad paquistaní durante el curso de la investigación. Necesitaba un agente que se integrara en ese grupo. Barbara podía serlo, si quería.

– Tendrás que tratar con Muhannad Malik -dijo Emily-, que hará lo imposible por sacarte de quicio, de manera que conservar la serenidad es crucial. Pero hay otro asiático, un tío de Londres llamado no sé qué Azhar, y parece capaz de ponerle un bozal a Muhannad, así que te echará una mano, tanto si se da cuenta como si no.

Barbara no imaginaba cómo reaccionaría Taymullah Azhar al ver su cara contusionada en el primer encuentro entre asiáticos y polis locales.

– No sé -dijo-. Los comités no son mi fuerte.

– Tonterías. -Emily desechó sus objeciones con un ademán-. Estarás brillante. Casi todo el mundo se muestra razonable si se le presentan los hechos en el orden correcto. Trabajaré contigo para decidir cuál es el orden perfecto.

– ¿Y será mi cuello el que caiga cuando estalle la crisis? -preguntó con ironía Barbara.

– No estallará ninguna crisis -replicó Emily-. Sé que tú podrás controlarlo todo. Y aunque no fuera así, ¿quién mejor que Scotland Yard para garantizar que los asiáticos reciban un trato principesco? ¿Lo harás?

Ésa era la cuestión, pero sería de utilidad, comprendió Barbara. No sólo para Emily, sino también para Azhar. ¿Quién podía navegar mejor entre las aguas de la hostilidad asiática, que alguien relacionado con un asiático?

– De acuerdo -dijo.

– Estupendo. -Emily alzó su muñeca hacia la luz de la farola-. Joder, qué tarde. ¿Dónde te hospedas, Barb?

– En ningún sitio, todavía -dijo Barbara, y añadió a toda prisa, para que Emily no lo considerara una velada sugerencia de compartir las dudosas comodidades de su proyecto de renovación-: He pensado alquilar una habitación en la playa. Si va a soplar un poco de brisa fresca en las veinticuatro horas siguientes, querría ser la primera en enterarme.

– Mejor aún -dijo Emily-. Inspirado, de hecho.

Antes de que Barbara pudiera preguntar qué tenía de inspirado anhelar una brisa que refrescara la atmósfera irrespirable, Emily continuó. El hotel Burnt House le iría de perlas, dijo. Carecía de acceso directo a la playa, pero estaba situado en el extremo norte de la ciudad, por encima del mar, y nada obstaculizaba el efecto de la brisa, si es que alguna decidía soplar en su dirección. Como no tenía acceso directo al agua y la arena, siempre era el último hotel que se llenaba cuando empezaba la temporada turística en Balford-le-Nez, como ya era el caso. Y aunque no fuera así, había otro detalle que convertía el Burnt House en el domicilio ideal de la sargento detective Barbara Havers, de Scotland Yard, durante su estancia en Balford.

– ¿Cuál es? -preguntó Barbara.

El hombre asesinado se había alojado allí, explicó Emily.

– Así que, si husmeas un poco, tampoco me vendrá nada mal.


Rachel Winfield se preguntaba a menudo dónde iban a buscar consejo las chicas normales cuando las grandes cuestiones morales de la vida se cernían sobre ellas, exigiendo respuestas. Su fantasía consistía en que las chicas normales acudían a sus madres normales. Sucedía así: las chicas normales y sus madres normales se sentaban en la cocina a tomar té. Con el té venía la conversación, y las chicas normales y sus madres normales charlaban amigablemente sobre cualquier tema caro a sus corazones. Ésa era la clave: corazones, en plural. La comunicación entre ellas era una calle de dos direcciones. La madre escuchaba las preocupaciones de la hija y aconsejaba a la hija según los dictados de su experiencia.

En el caso de Rachel, aunque su madre se aviniera a aconsejarla según los dictados de su experiencia, tal experiencia no serviría de gran cosa en la actual situación. ¿De qué servía escuchar las historias de una bailarina de competición madura, por buena que fuera, si el baile competitivo no era el problema en cuestión? Si la cuestión era el asesinato, escuchar un animado relato de una competición eliminatoria, bailada al son maníaco de «The Boogie Woogie Bugle Boy of Company B», no sería de gran ayuda.

Aquella misma noche, la madre de Rachel había sido abandonada por su compañero de baile habitual (abandonada ante un altar metafórico, lo cual constituía un inquietante recordatorio de que había sido abandonada no una, sino dos veces, ante el altar real, por hombres demasiado repugnantes para ser nombrados), y esta deserción había tenido lugar menos de veinte minutos antes de la competición.

– Su estómago -había anunciado Connie con amargura nada más llegar a casa, con un pequeño pero reluciente trofeo de tercer puesto, en el que dos bailarines se contorsionaban de una manera imposible en falda abultada y pantalones ajustados-. Se pasó la noche en el váter dedicado a sus cosas y maldiciendo a sus tripas. Habría conseguido el primer premio de no haber tenido que bailar con Seamus O'Callahan. Se cree que es Rodolfo Valentino…

Nureyev, corrigió en silencio Rachel.

– … y he de vigilar todo el rato que no me aplaste los pies cuando da saltitos. El swing no se baila a saltitos, no paro de decirle, ¿verdad, Rache? ¿Qué más le da eso a Seamus O'C? ¿Qué más le puede dar a un tío que suda como un pavo carbonizado en el horno? ¡Ja! Nada.

Connie colocó su trofeo sobre una de las estanterías de metal, diseñadas para parecer de madera, de la librería fija a la pared del salón. Lo dispuso entre las dos docenas de premios ya en exhibición. El más pequeño era una copa de peltre, con el grabado de un hombre y una mujer bailando un swing entrelazados. El más grande era una copa plateada, con la inscripción PRIMER PREMIO CONCURSO DE SWING SOUTHEND, cuyo chapado se estaba desprendiendo de tanto limpiarlo.

Connie Winfield retrocedió unos pasos y admiró el último ejemplar de su colección. Parecía un poco derrotada después de las horas pasadas en la sala de baile. Y el principio de la perdición que el ejercicio había obrado en su peinado de Sea and Sand Unisex, el calor lo había rematado.

Rachel miró a su madre desde la puerta de la sala. Observó el mordisco del cuello y se preguntó quién habría hecho los honores: Seamus O'Callahan o la pareja de baile habitual de Connie, un tío llamado Jake Bottom, al que Rachel había conocido en la cocina la mañana siguiente a la noche en que su madre le había conocido. «No pudo poner en marcha el coche», había susurrado en tono confidencial Connie a Rachel, cuando su hija se quedó paralizada al ver el pecho carente de vello y, hasta el momento, desconocido de Jake ante la mesa. «Durmió en el sofá, Rache», y el comentario provocó que Jake alzara la cabeza y le guiñara un ojo de forma lasciva.

Claro que Rachel no necesitaba aquel guiño para sumar dos y dos. Jake Bottom no era el primer hombre que había tenido problemas con el motor del coche ante la puerta de su casa.

– Cuántos hay, ¿eh? -dijo Connie en relación a su colección de trofeos-. Nunca pensaste que tu mamá podría bailar con tanta habilidad…

Agilidad, la corrigió en silencio Rachel.

– … ¿verdad? -Connie la miró-. ¿Por qué estás tan seria, Rachel Lynn? No te olvidarías de cerrar la tienda con llave, ¿verdad? Rache, si te has ido sin tomar las debidas precauciones, te daré una buena tunda.

– Cerré con llave -dijo Rachel-. Lo comprobé dos veces.

– Entonces» ¿qué pasa? Parece que te hayas tragado una botella de vinagre. ¿Por qué no utilizas los productos de maquillaje que te compré? Bien sabe Dios que puedes aprovechar muy bien lo que tienes, sólo si te aplicas a ello, Rache.

Connie se acercó a ella y le arregló el pelo como siempre lo hacía: echándolo hacia adelante para que unas alas negras cayera como un velo sobre una buena parte de la cara. Así queda muy a la moda, afirmó Connie.

Rachel sabía que era inútil informar a Connie de que arreglar su cabello apenas conseguiría mejorar su apariencia general. Su madre llevaba veinte años fingiendo que la cara de Rachel no estaba nada mal. A estas alturas, no iba a cambiar de estribillo.

– Mamá…

– Connie -la corrigió su madre.

Cuando Rachel cumplió veinte años, decidió que no podía resignarse a ser la madre de una adulta. «Además, parecemos hermanas», dijo cuando informó a Rachel de que, a partir de aquel momento, iban a ser Connie y Rachel.

– Connie -dijo Rachel.

Connie sonrió y le palmeó la mejilla.

– Así está mejor -dijo-. Ponte un poco de color, Rache. Tienes unos pómulos perfectos. Hay mujeres que matarían por tener unos pómulos así. ¿Por qué no los utilizas, por el amor de Dios?

Rachel siguió a Connie hasta la cocina. Estaba acuclillada ante una nevera diminuta. Sacó una coca-cola y una banda elástica gigante que guardaba en una bolsa de plástico. Tiró la banda elástica (doce centímetros de ancho por sesenta de largo) sobre la mesa de la cocina. Sirvió el refresco en un vaso, añadió dos terrones de azúcar, como siempre, y contempló las burbujas que formaban. Llevó la bebida a la mesa y se sacudió los zapatos. Bajó la cremallera del vestido, se lo quitó, así como las enaguas, y se sentó en el suelo en ropa interior. Tenía el cuerpo de una mujer con la mitad de su edad (cuarenta y dos años), y le gustaba exhibirlo en cuanto intuía que iban a colmarla de cumplidos (sinceros o no, porque Connie no era exigente).

Rachel cumplió su deber.

– La mayoría de las mujeres matarían por tener un estómago tan liso.

Connie cogió la banda elástica y la pasó alrededor de sus pies. Se puso a hacer abdominales, llevando la banda, a la que el tiempo pasado en la nevera había dotado de mayor resistencia, más atrás de su cabeza.

– Bien, es una cuestión de ejercicio, ¿verdad, Rache? Y de comer bien. Y de pensar joven. ¿Cómo están mis muslos? No formarán hoyuelos, ¿verdad?

Hizo una pausa para levantar una pierna en el aire, con los dedos apuntados al cielo. Llevó las manos desde los tobillos hasta las ligas.

– Están estupendos -dijo Rachel-. De hecho, son perfectos.

Connie pareció complacida. Rachel se sentó a la mesa, mientras su madre continuaba con los ejercicios.

Connie resopló.

– Hace un calor horroroso, ¿no? Supongo que aún estás levantada por eso. ¿No podías dormir? No me sorprende. Me extraña que puedas dormir, vestida de pies a cabeza como una abuela victoriana. Duerme desnuda, muchacha. Libérate.

– No es por el calor.

– ¿No? Entonces, ¿por qué? ¿Algún chico te está comiendo el tarro? -Empezó los ejercicios de abertura de piernas y gruñó un poco. Sus dedos de uñas largas llevaban la cuenta de las repeticiones, tamborileando sobre el suelo de linóleo-. No lo harás sin protección, ¿verdad, Rache? Te dije que insistieras en que el tío se pusiera una goma. Si no se pone una goma cuando se lo digas, le das el pasaporte. Cuando tenía tu edad…

– Mamá -interrumpió Rachel.

Era ridículo hablar sobre condones. ¿Quién se creía su madre que era ella, además? ¿La reencarnación de la propia Connie? Si había que confiar en sus palabras, Connie tuvo que ahuyentar a los hombres con un bate de béisbol desde los catorce años, y ninguna idea le agradaba más que tener una hija enfrentada al mismo «inconveniente».

– Connie -la corrigió Connie.

– Sí. Quería decir Connie.

– Estoy segura, cariño.

Connie guiñó un ojo, cambió de postura, se tendió de lado e inició una serie de levantamientos laterales con los brazos sobre la cabeza. Algo que Rachel admiraba de Connie era su dedicación obsesiva a un objetivo. Daba igual cuál fuera el objetivo del momento. Connie se entregaba a él como una joven a punto de convertirse en esposa de Cristo: era la viva imagen de la devoción absoluta. Era una excelente cualidad para los bailes competitivos, el ejercicio, e incluso los negocios. En aquel momento, sin embargo, era una cualidad que a Rachel le sobraba. Necesitaba toda la atención de su madre. Reunió valor para solicitarla.

– Connie, ¿puedo pedirte algo? Algo personal, algo íntimo.

– ¿Algo íntimo? -Connie enarcó una ceja. Una gotita de sudor resbaló desde ella, brillando como una joya líquida a la luz de la cocina-. ¿Quieres saber las verdades de la vida? -Resopló y rió entre dientes, mientras la pierna subía y bajaba. La hendidura de sus senos se estaba inundando de sudor-. Un poco tarde, ¿no crees? ¿No te he visto corretear con un tío entre las cabañas de la playa más de una noche?

– ¡Mamá!

– Connie.

– Eso. Connie.

– ¿No sabías que lo sabía, Rache? ¿Quién era, por cierto? ¿Se portó mal contigo?

Se sentó, pasó la banda alrededor de sus hombros, empezó a tirar de ella hacia adelante y hacia sí para trabajar los brazos. La mancha de sudor que había dejado en el linóleo recordaba vagamente la forma de una pera puesta en vertical.

– Los hombres, Rache. No intentes leer sus pensamientos o controlar sus actos. Si los dos queréis lo mismo, adelante y divertíos. Si uno no quiere, olvídalo todo. Y procura que la diversión nunca pase de ahí, Rache: pura diversión. Utiliza protección, porque a nadie le gustan las sorpresitas después del acto. He vivido así y me ha ido bien.

Miró a Rachel con una expresión alegre, como esperando la siguiente pregunta o una admisión infantil auspiciada por su sinceridad de adulta.

– No me refería a ese tipo de intimidad -dijo Rachel-. Me refería a algo más real. Tu alma y tu conciencia.

La expresión de Connie no era alentadora. Parecía estupefacta.

– ¿Te ha dado por la religión? -preguntó-. ¿Hablaste con aquellos Haré Krishna la semana pasada? No pongas esa cara de inocencia. Ya sabes a cuáles me refiero. Estaban bailando en los alrededores de Princes Breakwater, dándole a sus tambores. Debiste pasar en bicicleta por allí. No me digas que no.

Volvió a concentrarse en sus brazos.

– No es acerca de la religión. Es sobre lo que está bien y lo que está mal. Sobre eso quiero preguntarte.

Eran aguas más profundas, sin duda. Connie dejó caer la banda elástica y se puso en pie. Tomó un largo sorbo de coca y cogió un paquete de Dunhill que había en una cesta de plástico, en el centro de la mesa. Miró a su hija con cautela mientras encendía e inhalaba. Retuvo el humo en los pulmones un momento antes de lanzar un chorro en dirección a Rachel.

– ¿Qué estás tramando, Rachel Lynn?

En un instante se había transformado en la encarnación de la maternidad.

Rachel agradeció el cambio. Se sintió desorientada un momento, como había ocurrido en su infancia, cuando los instintos maternales de Connie vencían a su indiferencia natural hacia los dictados de la maternidad.

– Nada -dijo Rachel-. No es sobre hacer el bien o el mal. No del todo, al menos.

– Pues ¿sobre qué?

Rachel vaciló. Ahora que había atraído la atención de su madre, se preguntó cómo iba a aprovecharla. No podía contárselo todo, no se lo podía contar a nadie, pero necesitaba contar a alguien lo suficiente para que ese alguien la aconsejara.

– Supon -empezó Rachel con delicadeza-, supón que algo malo le ha pasado a una persona.

– De acuerdo. Lo supongo.

Connie fumó, con el aspecto más pensativo que puede componer alguien ataviado con sujetador negro sin tirantes, bragas a juego y un portaligas de encaje.

– Pasó algo muy grave. Imagina que supieras algo capaz de poder ayudar a la gente a entender por qué pasó esta cosa tan espantosa.

– ¿Entender por qué? -dijo Connie-. ¿Por qué ha de entenderlo alguien? A cada momento están pasando cosas malas.

– Pero esto es algo muy malo. Es lo peor.

Connie inhaló de nuevo y posó una mirada pensativa en su hija.

– Lo peor, ¿eh? Bien, ¿qué pudo ser? ¿Se quemó su casa? ¿Ganó la lotería y tiró el billete a la basura sin saberlo? ¿Su mujer se fugó con Ringo Starr?

– Estoy hablando en serio -dijo Rachel.

Connie debió percibir la angustia que asomaba al rostro de su hija, porque acercó una silla y se sentó a la mesa.

– De acuerdo -dijo-. Algo malo le ha pasado a alguien. Y tú sabes por qué. ¿Es así? ¿Sí? Bien, ¿qué es ese algo?

– La muerte.

Las mejillas de Connie se hincharon. Dio una profunda bocanada al cigarrillo.

– La muerte, Rachel Lynn. ¿De qué vas?

– Alguien murió. Y yo…

– ¿Te has mezclado en algo feo?

– No.

– Entonces, ¿qué?

– Mamá, intento explicártelo. O sea, intento pedirte…

– ¿Qué?

– Ayuda. Consejo. Necesito saber si, cuando una persona sabe algo sobre una muerte, la persona ha de decir toda la verdad, pase lo que pase. Si lo que sabe una persona tal vez no tenga nada que ver con esa muerte, ¿ha de callarse cuando se lo pregunten? Porque yo sé que la persona no ha de decir nada si nadie le pregunta. Pero en el caso de que le preguntaran, ¿debería decir algo si no está segura de que puede ser de ayuda?

Connie la miraba como si acabaran de crecerle alas. Después, entornó los ojos. Pese a la caótica presentación de Rachel, cuando Connie habló a continuación, dejó claro que había efectuado sofisticados alardes de comprensión.

– ¿Estamos hablando de una muerte repentina, Rachel? ¿De una muerte inesperada?

– Bien. Sí.

– ¿Inexplicada?

– Supongo que sí.

– ¿Reciente?

– Sí.

– ¿Cercana?

Rachel asintió.

– Entonces es…

Connie encajó el cigarrillo entre los labios y rebuscó entre una pila de periódicos, revistas y correo amontonada debajo de la cesta de plástico de la que había cogido los cigarrillos. Echó un vistazo a la primera plana del Tendring Standard, lo desechó en favor de otro, desechó éste en favor de un tercero.

– ¿Ésta? -Tiró el periódico delante de Rachel. Era el que informaba sobre la muerte ocurrida en el Nez-. ¿Sabes algo sobre esto, hija mía?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Venga, Rache. No me he vuelto ciega. Sé que te codeas con los aceitunos.

– No digas eso.

– ¿Por qué? Nunca ha sido un secreto que Sally Malik y tú…

– Sally no. Sahlah. Y no me refería a lo de que me codeo con ellos. No les llames aceitunos. Pareces una analfabeta.

– Perdone usted, oiga.

Connie dio unos golpecitos con el cigarrillo en un cenicero, que tenía forma de zapato de tacón alto. El tacón servía para apoyar el cigarrillo. Connie no lo utilizó, pues ello significaría perderse unas bocanadas de humo, y en aquel momento no pensaba hacerlo.

– Será mejor que me digas ahora mismo en qué lío te has metido, porque esta noche no estoy para juegos de adivinanzas. ¿Sabes algo sobre la muerte de este tío?

– No. Exactamente no, quiero decir.

– Por lo tanto, sabes algo con inexactitud. ¿No es eso? ¿Conocías a este tipo en persona? -La pregunta dio la impresión de oprimir algún botón, porque los ojos de Connie se abrieron de par en par y apagó el cigarrillo con tal rapidez que volcó el cenicero-. ¿Era el tipo con el que correteabas entre las cabañas de la playa? Dios Todopoderoso. ¿Dejaste que un aceituno te la endiñara? ¿Dónde está tu sentido común, Rachel? ¿Dónde está tu decencia? ¿Dónde está tu dignidad? ¿Crees que a un aceituno le importaría algo hacerte un bombo? Una mierda. ¿Y si te contagió una de esas enfermedades de los aceitunos? ¿Qué harías entonces, muchacha? Y luego, todos esos virus. ¿Qué me dices de ése, el enola, oncola, o como se llame?

Ebola, la corrigió en silencio Rachel. Y no tenía nada que ver con echar un polvo con un hombre (blanco, moreno, negro o púrpura) entre las cabañas de la playa de Balford-le-Nez.

– Mamá -dijo con paciencia.

– Para ti, Connie. ¡Connie Connie Connie!

– Sí. De acuerdo. Nadie me está follando, Connie. ¿De veras crees que algún tío, del color que sea, tendría ganas de echarme un polvo?

– ¿Por qué no? -preguntó Connie-. ¿Qué tienes de malo? Con un cuerpo bonito, unos pómulos fabulosos y unas piernas maravillosas, ¿por qué no querría cualquier tío hacérselo con Rachel Lynn cada noche de la semana?

Rachel vio la desesperación en los ojos de su madre. Sabía que sería inútil, peor aún, de una crueldad innecesaria, lograr que Connie admitiera la verdad. Al fin y al cabo, era la persona que había dado a luz al bebé de la cara deforme. Sería tan difícil vivir con esa realidad como vivir con la cara.

– Tienes razón, Connie -dijo, y sintió que una desesperación silenciosa se posaba sobre ella, como una red compuesta de penas-. Pero no lo hice con ese tío del Nez.

– Pero sabes algo acerca de su muerte.

– No exactamente sobre su muerte, sino algo relacionado con ella. Quería saber si debía decir algo en el caso de que alguien me preguntara.

– ¿Qué clase de alguien?

– Tal vez un policía.

– ¿Policía?

Connie consiguió pronunciar la palabra sin apenas mover los labios. Bajo el colorete fucsia que llevaba, su piel había palidecido tanto que la capa de maquillaje aplicada sobre las mejillas destacaba como pétalos de rosa empapados. No miró a Rachel cuando volvió a hablar.

– Somos mujeres de negocios, Rachel Lynn Winfield. Somos mujeres de negocios antes que cualquier otra cosa. Lo que recibimos, por poco que sea, depende de la buena voluntad de esta ciudad, y no sólo de la buena voluntad de los turistas que vienen en verano, sino de la buena voluntad de todos los demás. ¿Entendido?

– Claro. Ya lo sé.

– Bien, pues si te ganas fama de ser una bocazas y de contar todo lo que sabes al primero que se te cruza por la calle, las únicas personas que perderemos seremos nosotras: Connie y Rache. La gente nos evitará. Dejará de entrar en la tienda. Irá a comprar a Clacton, y no le supondrá ningún inconveniente, porque preferirá ir a un sitio donde se sienta cómoda, donde pueda decir «Necesito algo bonito para una dama muy especial», y pueda guiñar el ojo cuando lo diga y saber que su mujer no se va a enterar de ese guiño. ¿Me he expresado con claridad, Rache? Tenemos un negocio. Y el negocio es lo primero. Siempre.

Dicho esto, cogió la coca-cola de nuevo, y esta vez la vació de un trago. Sacó un ejemplar de Woman's Own de la pila de facturas, catálogos y periódicos amontonados sobre la mesa. Lo abrió y empezó a examinar el sumario. Su conversación había concluido.

Rachel la observó mientras recorría con su larga uña roja la lista de artículos que contenía la revista. Vio que Connie pasaba las páginas hasta uno titulado «Siete maneras de saber si él te está engañando». El título provocó un escalofrío en Rachel a pesar del calor, pues había dado en el clavo con absoluta precisión. Ella necesitaba un artículo titulado «Qué hacer cuando sabes», pero ya sabía la respuesta. No hagas nada y espera. Que era lo que todo el mundo debería decir en cuestión de traiciones, triviales o no. Actuar nada más enterarse de ellas sólo conducía al desastre. Los últimos días en Balford-le-Nez se lo habían demostrado a Rachel Winfield sin la menor duda.


– ¿Por tiempo indefinido?

El propietario del hotel Burnt House casi babeó mientras pronunciaba las palabras. De hecho, se frotó las manos como si ya estuviera sobando el dinero que Barbara le entregaría al finalizar su estancia. Se había presentado como Basil Treves, y había añadido la información de que era teniente jubilado del ejército (de «las Fuerzas Armadas de su Majestad», fue la expresión), en cuanto leyó en la tarjeta de inscripción que Barbara trabajaba en New Scotland Yard. Por lo visto, era como si fueran compatriotas.

Barbara supuso que era por lo de tener que llevar un uniforme, tanto en el ejército como en el Met. Hacía años que no utilizaba uniforme, pero no le reveló aquel detalle personal sin importancia. Necesitaba tener a Basil Treves de su parte, y valía la pena hacer cualquier cosa por conseguirlo. Además, agradecía el hecho de que no hubiera comentado el estado de su cara, en una demostración de tacto. Se había quitado los restantes vendajes en el coche, después de dejar a Emily, pero la piel, desde los ojos a los labios, era todavía un panorama de tonos amarillos, púrpuras y azules.

Treves la guió por un tramo de escalera hasta el primer piso, y después por un pasillo mal iluminado. Nada indicaba a Barbara que el Burnt House fuera un dechado de placeres puestos a su servicio. Una reliquia de pasados veranos eduardianos: ostentaba alfombras desteñidas sobre tablas de piso crujientes, además de techos manchados de humedad. Poseía una atmósfera general de decorosa decadencia.

Sin embargo, Treves parecía ajeno a todo ello. Parloteó sin cesar hasta llegar a la habitación de Barbara, mientras se atusaba su cabello escaso y grasiento, siguiendo el contorno de una raya que se iniciaba justo sobre la oreja izquierda y cruzaba la cúpula reluciente de su cráneo. Encontraría en Burnt House todas las comodidades imaginables, reveló: televisión en color en todas las habitaciones, con mando a distancia, y otra televisión grande en la sala de estar de los huéspedes, por si deseaba confraternizar alguna noche; accesorios para preparar té al lado de la cama; cuartos de baño en casi todas las habitaciones, además de retretes y baños en cada planta; teléfonos con línea directa al mundo, marcando el nueve; y el más místico, bendito y apreciado invento moderno: un fax en recepción. Lo llamó transmisor de facsímiles, como si la máquina y él aún no se tutearan.

– Pero supongo que no lo necesitará -añadió-. Ha venido de vacaciones, ¿verdad, señorita Havers?

– Sargento Havers -le corrigió Barbara-. Sargento detective Havers -añadió.

No había mejor momento que el presente, decidió, para colocar a Basil Treves donde le necesitaba. Algo en los ojillos penetrantes y en la postura expectante del hombre le decían que estaría encantado de proporcionar información a la policía, en cuanto olfateara la menor oportunidad. La foto enmarcada de él que había en recepción, celebrando su elección al consejo municipal, le dijo que era el tipo de hombre que no disfrutaba de gloria personal a menudo o con facilidad. Por lo tanto, cuando la oportunidad se presentara, saltaría sobre ella como un tigre. Y ¿qué mejor gloria que participar de manera extraoficial en una investigación de asesinato? Quizá le sería muy útil, y sólo con un pequeño esfuerzo por su parte.

– Estoy aquí por trabajo, en realidad -dijo, y se permitió una leve manipulación de la verdad-. Trabajo del DIC, para ser exactos.

Treves se detuvo ante la puerta de la habitación. La llave que sostenía sobre su palma colgaba de un enorme llavero de color marfil en forma de montaña rusa. Barbara había observado al registrarse que cada llavero adoptaba la forma de algo relacionado con los parques de atracciones, desde un auto de choque hasta una noria en miniatura, y las habitaciones a las que daban acceso recibían un nombre en consonancia.

– ¿Investigación Criminal? -dijo Treves-. ¿Es por…? Pero claro, usted no puede decir absolutamente nada. Bien, sargento detective, le aseguro que seré una tumba. Nadie sabrá quién es usted de mis labios. Entre, por favor.

Abrió la estrecha puerta, encendió la luz del techo y se apartó a un lado para dejarla entrar. Después, entró a su vez a toda prisa, canturreando por lo bajo mientras depositaba su mochila plegable sobre un estante para equipajes. Señaló el cuarto de baño con el orgulloso anuncio de que le había destinado «el excusado con vistas». Palmeó con ambas manos las colchas de felpilla verde bilis de las camas gemelas.

– Agradables y firmes, pero no demasiado, espero -dijo, y tironeó de los faldones rosa de un tocador en forma de riñón para que colgaran simétricos.

Enderezó las dos reproducciones de las paredes (patinadoras sobre hielo victorianas que se alejaban una de otra, sin que pareciera agradarles mucho el ejercicio) y toqueteó las bolsas de té dispuestas en su cestita, a la espera de la mañana. Encendió la lamparilla de noche, y después la apagó. Volvió a encenderla, como si enviara señales.

– Tendrá todo cuanto precise, sargento Havers, y si necesita algo más, encontrará a su servicio al señor Basil Treves de día y de noche. A cualquier hora. -Le dirigió una sonrisa radiante. Había enlazado las manos a la altura del pecho y se tenía en una posición de firmes modificada-. En cuanto a esta noche, ¿algún deseo final? ¿Un gorro de dormir? ¿Un capuchino? ¿Un poco de fruta? ¿Agua mineral? ¿Bailarines griegos? -Lanzó una risita alegre-. Estoy aquí para satisfacer todos sus caprichos, no lo olvide.

Barbara pensó en pedirle que se sacudiera la caspa de los hombros, pero tal vez le desconcertaría. Se acercó a las ventanas para abrirlas. Hacía tal calor en la habitación que el aire parecía rielar, y deseó que uno de los inventos modernos del hotel hubiera sido el aire acondicionado, o al menos ventiladores de aspas. El aire estaba inmóvil. Daba la impresión de que todo el universo estuviera conteniendo el aliento.

– Un tiempo espléndido, ¿verdad? -dijo con desenvoltura Treves-. Atraerá a oleadas de turistas. Es una suerte que haya llegado en este momento, sargento. Dentro de una semana, estará todo ocupado. Claro que siempre le habría hecho un sitio. Los asuntos de la policía tienen prioridad, ¿no?

Barbara observó que, por obra de abrir las ventanas, tenía las yemas de los dedos manchadas de mugre. Las frotó disimuladamente contra sus pantalones.

– En cuanto a eso, señor Treves…

El hombre ladeó la cabeza como un ave.

– ¿Sí? ¿Hay algo que pueda…?

– Un tal señor Querashi se alojaba aquí, ¿verdad? Haytham Querashi.

Parecía imposible que Basil Treves pudiera adoptar una posición de firmes más correcta, pero dio la impresión de lograrlo. Barbara pensó que iba a saludarla.

– Una circunstancia lamentable -dijo con tono oficial.

– ¿Qué se alojara aquí?

– No, por Dios. Se le recibió de buen grado. Más que de buen grado. El Burnt House no discrimina a nadie. Nunca lo ha hecho, y nunca lo hará. -Miró hacia la puerta abierta-. ¿Me permite…? -Cuando Barbara asintió, la cerró y habló en voz más baja-. Aunque para ser absolutamente sincero, mantengo a las razas separadas, como es probable que observe durante su estancia. Esto no tiene nada que ver con mis inclinaciones, se lo aseguro. No albergo el menor prejuicio hacia la gente de color. Ni el más mínimo. Pero los demás huéspedes… Para ser sincero, sargento, los tiempos han sido difíciles. Es perjudicial para los negocios hacer cosas capaces de suscitar inquina. Ya sabe qué quiero decir.

– ¿Alojó al señor Querashi en otra parte del hotel? ¿Es eso lo que quiere decir?

– No tanto en otra parte como separado de los demás. Con mucha discreción. Dudo que llegara a darse cuenta. -Treves volvió a enlazar las manos sobre el pecho-. Tengo a varios huéspedes permanentes, ¿sabe usted? Son señoras de edad avanzada, y no están acostumbradas a los cambios que los tiempos han propiciado. De hecho, casi me avergüenza comentarlo, una de ellas confundió al señor Querashi con un camarero a la hora del desayuno. ¿Se lo imagina? Pobre criatura.

Barbara no estaba segura de si se refería a Haytham Querashi o a la anciana, pero creía estar en condiciones de adivinarlo.

– Me gustaría ver la habitación en que se hospedaba, si es posible -dijo Barbara.

– Así pues, ha venido a causa de su fallecimiento.

– Fallecimiento no. Asesinato.

– ¿Asesinato? -exclamó Treves-. Santo Dios. -Tanteó a su espalda hasta que su mano entró en contacto con una de las camas gemelas. Se dejó caer sobre ella-. Si me disculpa -balbució. Respiró hondo y, cuando por fin levantó la cabeza de nuevo, dijo en voz baja-: ¿Se sabrá que estaba alojado aquí, en el Burnt House? ¿La prensa lo aireará? Ahora que los negocios prometen recuperarse por fin…

Así que su reacción no tenía nada que ver con la sorpresa, la culpa o la bondad humanas, pensó Barbara. No por primera vez, se reafirmó en su antigua creencia de que el Homo sapiens estaba emparentado genéticamente con la escoria primigenia.

Treves debió leer tal conclusión en su cara, porque se apresuró a continuar.

– No es que no lamente lo sucedido al señor Querashi. Me sabe muy mal. Era un tipo muy agradable, pese a sus costumbres, y lamento su infortunado fallecimiento, pero ahora que los negocios van a recuperarse, y después de tantos años de recesión, no hay que correr el riesgo de perder ni un solo…

– ¿Sus costumbres? -Barbara interrumpió su discurso sobre la economía de la nación.

Basil Treves parpadeó.

– Bien, son diferentes, ¿verdad?

– ¿Quiénes?

– Esos asiáticos. Ya lo sabe. Debería saberlo, puesto que trabaja en Londres. No lo niegue.

– ¿En qué era diferente?

Por lo visto, Treves dedujo algo más de lo que transmitía la pregunta. Sus ojos empezaron a ponerse opacos y se cruzó de brazos. Está alzando sus defensas, pensó Barbara con interés, y se preguntó por la causa. No obstante, sabía que sería perjudicial enemistarse con el hombre, de modo que se apresuró a tranquilizarle.

– Me refiero a que, como usted le veía con regularidad, cualquier detalle extraño que observara en su comportamiento me será de ayuda. Desde un punto de vista cultural, era diferente del resto de sus huéspedes…

– No es el único asiático que ha residido aquí -la interrumpió Treves, que quería dejar bien claras sus convicciones liberales-. Las puertas del Burnt House estarán siempre abiertas a todo el mundo.

– Claro. Por supuesto. Por tanto, deduzco que era diferente incluso de los demás asiáticos. Mantendré en secreto todo cuanto usted me diga, señor Treves. Todo lo que usted supiera, viera o sospechara sobre el señor Querashi puede ser el hecho que necesitamos para llegar al fondo de lo que le pasó.

Sus palabras parecieron apaciguar al hombre, y le animaron a reflexionar sobre su importancia en una investigación policial.

– Entiendo -dijo-. Sí, entiendo.

Adoptó un aspecto pensativo. Se acarició su barba rala y mal cortada.

– ¿Puedo ver su habitación?

– Por supuesto. Sí, sí.

Volvieron sobre sus pasos, ascendieron un tramo más de escalera y recorrieron un pasillo que conducía a la parte posterior del edificio. Tres de las puertas estaban abiertas, a la espera de huéspedes. Una cuarta estaba cerrada. Tras ella, las voces de un televisor hablaban en un volumen muy bajo y respetuoso. La habitación de Haytham Querashi era la siguiente, la quinta, situada al final del pasillo.

Treves tenía una llave maestra.

– No la he tocado desde su… -dijo Treves- bien, el accidente. -No había ningún eufemismo para «asesinato». Renunció a encontrar uno-. La policía vino a decirme que… había muerto. Me dijeron que tuviera la habitación cerrada con llave hasta nuevo aviso.

– :No nos gusta que se toque nada hasta saber qué nos llevamos entre manos -explicó Barbara-. Causas naturales, asesinato, accidente o suicidio. No habrá tocado nada, ¿verdad? Ni usted ni nadie.

– Nadie -confirmó Treves-. Akram Malik vino con su hijo. Querían los efectos personales para enviarlos de vuelta a Pakistán, y créame, no se pusieron contentos cuando impedí que entraran en la habitación para recogerlos. Muhannad actuó como si yo formara parte de una conspiración para cometer crímenes contra la humanidad.

– ¿Y Akram Malik? ¿Qué pensó él?

– Nuestro Akram Malik nunca enseña sus cartas, sargento. No fue tan idiota como para informarme de lo que opinaba.

– ¿Por qué? -preguntó Barbara, mientras Treves abría la puerta de la habitación de Haytham Querashi.

– Porque nos detestamos -explicó con placidez Treves-. No soporto a los arribistas, y a él no le gusta que le consideren uno. Es una pena que emigrara a Inglaterra, pensándolo bien. Le habría ido mucho mejor en Estados Unidos, donde la principal preocupación es si tienes dinero, no la raza a la que perteneces. Entremos.

Encendió la luz del techo.

La de Haytham Querashi era una habitación individual con una pequeña ventana a bisagra que daba al jardín trasero del hotel. Estaba decorada tan a la buena de Dios como la de Barbara. Amarillo, rojo y rosa se disputaban la primacía.

– Parecía estar muy contento aquí -dijo Treves, mientras Barbara tomaba nota de la cama, deprimentemente estrecha, la única butaca, sin brazos y llena de bultos, la madera de imitación del ropero y las borlas que faltaban en la pantalla de un candelabro de pared. Había un grabado sobre la cama, otra escena victoriana que plasmaba a una joven languideciendo en una tumbona. El papel sobre el que había sido montado hacía mucho tiempo que había perdido el lustre.

– Ya.

Barbara hizo una mueca cuando captó el olor de la habitación. Era el olor a cebollas quemadas y col demasiado cocida. La habitación de Querashi estaba justo encima de la cocina, sin duda un sutil recordatorio de cuál era su lugar en la jerarquía del hotel.

– Señor Treves, ¿qué puede contarme sobre Haytham Querashi? ¿Desde cuándo se alojaba en el hotel? ¿Recibía visitas? ¿Venían a verle amigos? ¿Alguna llamada telefónica concreta que recibiera o hiciera?

Apretó el dorso de la mano contra su frente húmeda y se acercó a la cómoda para echar un vistazo a las pertenencias de Querashi. Antes, buscó en su bolso las bolsas para guardar pruebas que Emily le había dado antes de salir de su casa. Se calzó un par de guantes de látex.

Querashi, la informó Basil Treves, llevaba seis semanas alojado en el Burnt House, en espera del día de su boda. Akram Malik había reservado la habitación. Por lo visto, habían comprado una casa a los novios como parte de la dote de Sahlah Malik, pero como estaban cambiando la decoración, la estancia de Querashi en el hotel se había prolongado varias veces. Iba a trabajar antes de las ocho de la mañana y, por lo general, volvía hacia las siete y media o las ocho de la noche. Desayunaba y cenaba en el Burnt House durante la semana, y cenaba fuera del hotel los fines de semana.

– ¡Con los Malik?

Treves se encogió de hombros. Pasó un dedo por un panel de la puerta abierta y examinó su extremo. Barbara, aunque se encontraba de pie delante de la cómoda, vio que estaba cubierto de polvo. Treves no podía jurar que Querashi pasara con los Malik todos los fines de semana. Aunque hubiera sido lo lógico («porque en circunstancias normales, los tortolitos querrían estar juntos el mayor tiempo posible, ¿verdad?»), como las circunstancias eran bastante anormales, siempre existía la posibilidad de que Querashi hubiera dedicado sus fines de semana a otras empresas.

– ¿Circunstancias anormales?

Barbara se volvió hacia el hombre.

– Un matrimonio de conveniencia -explicó Treves con delicado énfasis en el adjetivo-. Bastante medieval, ¿no cree?

– Es propio de su cultura, ¿no?

– Llámese como se llame, cuando se imponen costumbres del siglo catorce a hombres y mujeres del siglo veinte, los resultados no pueden sorprender a nadie, ¿verdad, sargento?

– ¿Cuál fue el resultado en este caso?

Barbara se volvió para tomar nota de los objetos que contenía la cómoda. Un pasaporte, pilas de monedas alineadas con pulcritud, cincuenta libras en billetes cogidas con un clip y el folleto de un lugar llamado Restaurante y Hotel Castle, el cual, según el plano acompañante, se encontraba en la carretera principal de Harwich. Barbara lo abrió, picada por la curiosidad. La hoja de las tarifas se desprendió. Observó que al final de las habitaciones había una suite nupcial. Por ochenta dólares cada noche, Querashi y su esposa tendrían derecho a una cama con baldaquino, media botella de Asti Spumante, una rosa roja y desayuno en la cama. Un chico romántico, pensó, y examinó un maletín de piel que estaba cerrado con llave.

Se dio cuenta de que Treves no había contestado a su pregunta. Le miró. Se estaba tirando de la barba con aire pensativo, y reparó por primera vez en unas desagradables escamas de piel enredadas entre los pelos, producto de un caso leve de eccema que moteaba la parte inferior de sus mejillas. Exhibía el tipo de expresión propio de la gente carente de poder y ansiosa por conseguirlo. Altiva, perspicaz e indecisa sobre la prudencia de compartir su información. Puta mierda, pensó Barbara con un suspiro interior. Daba la impresión de que tendría que masajearle el ego en cada fase del procedimiento.

– Necesito que me cuente todo sobre él, señor Treves. Aparte de los Malik, usted debe de ser nuestra mejor fuente de información.

– Lo comprendo. -Treves se alisó la barba-, pero usted también ha de comprender que un hotelero es algo así como un confesor. Para el hotelero de éxito, lo que ve, escucha y deduce es de naturaleza confidencial.

Barbara tuvo ganas de señalarle que el estado del Burnt House apenas justificaba el adjetivo «de éxito» aplicado a su persona, pero conocía las reglas del juego que estaba practicando.

– Créame -entonó-, toda información que proporcione será considerada confidencial, señor Treves. Pero he de conocerla si vamos a trabajar de igual a igual.

Tuvo ganas de rezongar cuando pronunció las últimas palabras. Disimuló su deseo mediante el expediente de abrir el cajón superior de la cómoda. Buscó entre calcetines y calzoncillos cuidadosamente doblados la llave del maletín de piel.

– Si tan segura está… -Treves debía tener tantas ganas de piar lo que sabía, pese a sus palabras, que continuó sin esperar sus garantías-. Debo decírselo. Había alguien más en su vida, aparte de la hija de Malik. Es la única explicación.

– ¿De qué?

Barbara siguió con el segundo cajón. Una pila de camisas dobladas con esmero estaban ordenadas según el color: blanco, marfil, gris y, por fin, negro. Los pijamas estaban en el tercer cajón. No había nada en el cuarto. El equipaje de Querashi era liviano.

– De sus salidas nocturnas.

– ¿Haytham Querashi salía de noche? ¿Muy a menudo?

– Dos veces a la semana, por lo menos. A veces más. Y siempre después de las diez. Al principio, pensé que iba a ver a su prometida. Parecía una conclusión muy razonable, pese a lo avanzado de la hora. Querría conocerla un poco, antes del día de la boda. Esta gente no es tan salvaje, al fin y al cabo. Puede que entreguen sus hijos al mejor postor, pero me atrevería a decir que no los entregan a unos desconocidos totales sin antes concederles la oportunidad de conocerse. ¿No cree?

– No tengo ni idea -contestó Barbara-. Continúe.

Se acercó a la mesita de noche, un trasto tambaleante con un solo cajón. Lo abrió.

– Bien, la cuestión es que aquella noche en concreto, le vi cuando salía del hotel. Charlamos un poco sobre la inminente boda, y me dijo que iba a correr un poco por la playa. Los nervios anteriores a la boda y todo eso. Ya sabe.

– Sí.

– Por eso, cuando me enteré de que había muerto en el Nez, de entre todos los lugares posibles, porque está en dirección contraria a la playa si se sale de este hotel con la intención de ir a correr un poco, comprendí que no había querido comunicarme sus intenciones. Lo cual sólo puede significar que iba a hacer algo incorrecto. Y, como siempre se marchaba del hotel a la misma hora que se marchó el viernes por la noche, y como el viernes por la noche terminó muerto, me parece lógico deducir que no sólo iba a encontrarse con la misma persona de las otras noches, sino que era una persona con la que no tendría que haberse encontrado nunca, para empezar.

Treves enlazó las manos a la altura del pecho una vez más, como si esperara que Barbara se pusiera a gritar «¡Me asombra, Holmes!», a juzgar por su expresión.

Pero como Haytham Querashi había sido asesinado, y como las circunstancias sugerían que la muerte no había sido un acto casual, Barbara ya había llegado a la conclusión de que el hombre había ido al Nez para encontrarse con alguien. La única novedad añadida por Treves era que Querashi podía haber concertado este tipo de cita con frecuencia. Y, aunque le costara admitirlo, era un dato muy valioso. Arrojó un hueso al hotelero.

– Señor Treves, se ha equivocado de profesión.

– ¿De veras?

– Se lo aseguro.

Y ninguna de aquellas tres palabras era mentira.

Así alentado, Treves se puso a inspeccionar el contenido de la mesita de noche con ella: un libro encuadernado en amarillo, con un punto de raso del mismo color, que al abrirse puso al descubierto varias líneas entre paréntesis y todo un texto escrito en árabe: una caja con dos docenas de condones, la mitad de los cuales habían desaparecido; y un sobre de papel manila de doce por diecisiete. Barbara introdujo el libro en una bolsa de pruebas, mientras Treves parloteaba sobre los condones y todo cuanto la posesión de tal parafernalia sexual implicaba. Mientras chasqueaba la lengua, Barbara vació el sobre en su mano. Cayeron dos llaves, una no mucho más grande que la longitud de su primer nudillo hasta el extremo del pulgar, y la otra muy diminuta, del tamaño de una uña. Ésta debía ser la llave del maletín de piel encontrado en la cómoda. Cerró los dedos alrededor de ambas llaves y pensó en lo que haría a continuación. Quería echar un vistazo al maletín, pero prefería hacerlo en privado. Por lo tanto, antes de ponerse en acción debía ocuparse de su barbudo Sherlock.

Pensó en la mejor manera de hacerlo sin decepcionarle. No se tomaría muy bien averiguar que, como conocía a la víctima, era uno de los sospechosos de la muerte de Querashi, hasta que una buena coartada o una prueba le eliminara.

– Señor Treves, puede que estas llaves sean cruciales para nuestra investigación. ¿Quiere hacer el favor de salir al pasillo y vigilar? Sólo nos faltarían ahora espías o fisgones. Avíseme si no hay moros en la costa.

– Por supuesto, por supuesto, sargento -dijo el hombre-. Es un privilegio…

Corrió a cumplir su misión.

Una vez hubo dado el santo y seña, Barbara examinó las llaves con más detenimiento. Las dos eran de latón, y la más grande estaba sujeta a una cadena de la que colgaba una etiqueta metálica. Llevaba impreso el número 104. ¿La llave de una taquilla?, se preguntó Barbara. ¿Qué clase de taquilla? ¿De estación de tren? ¿De estación de autobuses? ¿Una taquilla personal en la playa, la típica taquilla metálica donde la gente guarda la ropa cuando va a nadar? Las posibilidades eran numerosas. Introdujo la segunda llave en la cerradura del maletín de piel. La llave giró sin problemas. Abrió el maletín.

– ¿Ha encontrado algo útil? -susurró Treves desde el pasillo. James Bond en toda su plenitud-. Todo despejado por aquí, sargento.

– No baje la guardia, señor Treves -susurró Barbara a su vez.

– No se preocupe -murmuró el hombre. Barbara supuso que estaba empezando a creer que había nacido para una vida aventurera.

– Dependo de usted -dijo, y buscó una frase susceptible de fortalecer la sensación de intriga que parecía necesaria para mantenerle en su lugar-. Si alguien se mueve…, quienquiera que sea, señor Treves…

– Por supuesto -dijo el hombre-. Proceda sin miedo, sargento detective Havers.

Barbara sonrió. Qué capullo, pensó. Añadió las llaves a la bolsa de pruebas. Después, se volvió hacia el maletín.

Su contenido estaba ordenado con meticulosidad: un par de gemelos de oro, un clip de oro para sujetar billetes, con una inscripción en árabe grabada, un pequeño anillo de oro, tal vez destinado a una mujer, con un rubí en el centro, una moneda de oro, cuatro brazaletes de oro, un talonario y una hoja de papel amarillo doblada por la mitad. Barbara se detuvo a pensar sobre la predilección de Querashi por el oro, qué significaba tal predilección y cómo podía encajar en el esquema global de lo sucedido al hombre. ¿Avaricia?, se preguntó. ¿Chantaje? ¿Cleptomanía? ¿Previsión? ¿Obsesión? ¿Qué?

Vio que el talonario era de una agencia local de Barclays. Era el tipo de talonario con matrices en el lado izquierdo de los talones. Sólo uno había sido extendido y documentado en una matriz, 400 libras a nombre de un tal F. Kumhar. Barbara examinó la fecha y calculó: tres semanas antes de la muerte de Querashi.

Barbara deslizó el talonario en la bolsa de pruebas y cogió la hoja doblada de papel amarillo. Era un recibo de una tienda de la ciudad. Se llamaba Racon Original and Artistic Jewellery, y debajo de este nombre estaba escrito en cursiva «La más elegante de Balford». Barbara pensó al principio que el recibo correspondía al anillo del rubí. ¿Tal vez un recuerdo comprado por Querashi para su futura esposa? Sin embargo, tras examinarlo, descubrió que el recibo no iba a nombre de Querashi, sino de Sahlah Malik.

El recibo no aclaraba la mercancía comprada. Fuera lo que fuera, sólo dos letras y un número de identificación: AK-162. Al lado había una frase escrita entre comillas: «La vida empieza ahora.» En la parte inferior del recibo estaba el precio que Sahlah Malik había pagado: 220 libras.

Intrigante, pensó Barbara. Se preguntó cómo había llegado aquel recibo a manos de Querashi. Era el recibo de algo comprado por la novia del hombre, y «La vida empieza ahora» debía ser la frase que ella quería que grabaran. ¿Una alianza? Era la conclusión más lógica. Pero ¿los maridos paquistaníes llevaban alianzas? Barbara nunca había visto una en Taymullah Azhar, pero eso no significaba gran cosa, porque no todos los occidentales se las ponían, e ignoraba cuál era la costumbre asiática. De todos modos, aunque el recibo fuera de una alianza, el que estuviera en posesión de Querashi indicaba que éste pensaba devolver lo que había comprado Sahlah. Y el acto de devolver un obsequio en el que se habían grabado las esperanzadoras palabras «La vida empieza ahora», insinuaba una auténtica fisura en los planes de la boda.

Barbara echó un vistazo a la mesita de noche, cuyo cajón seguía abierto. Vio la caja de condones medio vacía, y recordó que en los bolsillos del cadáver habían encontrado otros tres preservativos. Junto con el recibo de la joyería, los condones servían para subrayar una única conclusión.

No sólo habían aparecido fisuras en los planes de la boda, sino que había una tercera persona implicada, que tal vez había animado a Querashi a abandonar su matrimonio de conveniencia en favor de otra relación. Y esto había sucedido hacía poco, pues el hombre aún tenía en su posesión la prueba de que estaba planificando una luna de miel.

Barbara añadió el recibo a los demás objetos que había cogido de la mesilla de noche. Cerró con llave el maletín de piel y lo guardó también en la bolsa de pruebas. Se preguntó qué clase de reacción debería afrontar el novio de un matrimonio de conveniencia si anunciaba su decisión de romper el compromiso. ¿Se exaltarían los ánimos? ¿Se urdiría una venganza? No lo sabía, pero tenía una excelente idea de cómo averiguarlo.

– ¿Sargento Havers?

Era más un siseo que un susurro, procedente del pasillo: 007 se estaba impacientando.

Barbara se encaminó a la puerta y la abrió. Salió al pasillo y cogió a Treves del brazo.

– Puede que hayamos encontrado algo -le dijo con solemnidad.

– ¿De veras?

El hombre era todo oídos y ojos.

– Ya lo creo. ¿Guarda el registro de las llamadas telefónicas? ¿Sí? Estupendo. Quiero esos registros -ordenó-. Todas las llamadas que Querashi hizo. Todas las que recibió.

– ¿Esta noche?

Treves se humedeció los labios, entusiasmado. Barbara comprendió que, si se lo permitía, estaría hundido hasta los codos en documentación del hotel hasta el amanecer.

– No, mañana -dijo-. Vaya a dormir un poco. Ha de estar descansado para el combate.

El susurro de Treves era exaltación en estado puro.

– Gracias a Dios que he impedido a todo el mundo entrar en esa habitación.

– Siga así, señor Treves -dijo Barbara-. Que la puerta continúe cerrada con llave. Monte guardia, si es preciso. Contrate a un guardia jurado. Ponga una cámara de vídeo. Llene la habitación de micrófonos ocultos. Lo que sea. Pero que ni un alma traspase ese umbral. Confío en usted. ¿Lo hará?

– Sargento -dijo Treves con la mano sobre el corazón-, puede confiar en mí hasta la muerte.

– Espléndido -dijo Barbara, y se preguntó si Haytham Querashi había oído recientemente esas mismas palabras.

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