Capítulo 3

Encontrar una ruta conveniente para salir en dirección a Essex era una misión casi imposible. Barbara se enfrentaba a la elección de cruzar casi todo Londres y abrirse paso entre el tráfico enloquecedor, o arriesgar el vehículo a las incertidumbres de la M25, que circunvalaba la megalópolis y, en el mejor de los casos, exigía renunciar de forma temporal a los planes de llegar a tiempo al destino elegido. En cualquier caso, el sudor estaba asegurado. Porque la llegada de la noche no había traído consigo el menor descenso de temperatura.

Eligió la M25. Después de tirar la mochila al asiento trasero y coger una botella de Volvic, un paquete de patatas fritas, un melocotón y una nueva provisión de Players, partió hacia las vacaciones prescritas. El hecho de que no fueran unas vacaciones auténticas no la molestaba en lo más mínimo. Diría con desenvoltura «Oh, he ido a la playa, querido» si alguien le preguntaba en qué había empleado su tiempo libre.

Entró en Balford-le-Nez y pasó delante de la iglesia de St. John cuando las campanas de la torre daban las ocho. Encontró la ciudad costera poco cambiada desde los tiempos en que pasaba las vacaciones de verano con su familia y los amigos de sus padres: los corpulentos y malolientes señores Jenkins (Bernie y Bette), que año tras año seguían al Vauxhall algo oxidado de los Havers en su Renault, compulsivamente abrillantado, desde su barrio londinense de Acton hasta el mar.

Los alrededores de Balford-le-Nez tampoco habían sufrido alteraciones desde la última vez que Barbara había estado allí. Los campos de trigo de la península de Tendring daban paso, al norte de la carretera de Balford, al Wade, una marisma esclava del flujo de la marea en el que desembocaban el canal de Balford y un estrecho estuario llamado el Twizzle. Cuando subía la marea, el agua del Wade creaba islas a partir de cientos de excrecencias cenagosas. Cuando la marea se retiraba, lo que quedaba eran extensiones de barro y arena sobre las que algas verdes proyectaban brazos fangosos. Al sur de la carretera de Balford, aún se alzaban pequeños enclaves de casas. Algunas de éstas, rechonchas y con paredes de estuco, agraciadas con muy escasa vegetación, eran las antiguas casas de veraneo ocupadas por familias que, como la de Barbara, escapaban del calor de Londres.

Este año, sin embargo, no había escapatoria. El viento que entraba por la ventanilla del Mini y revolvía el pelo mal cortado de Barbara era casi tan caliente como el viento que había notado horas antes, mientras salía de Londres.

En el cruce de la carretera de Balford con la High Street, frenó y pasó revista a sus opciones. No tenía alojamiento, luego debía encargarse de ello. Su estómago no paraba de rugir, luego había que alimentarlo. No tenía ni idea sobre qué clase de investigación se estaba llevando a cabo en relación a la muerte del paquistaní, luego debía averiguarlo también.

Al contrario que su oficial superior, quien nunca parecía capaz de conseguirse una comida decente, Barbara era de las que no descuidaba su estómago. En consecuencia, giró a la izquierda y bajó por la suave pendiente de la calle Mayor, al otro lado de la cual divisó por primera vez el mar.

Al igual que en su adolescencia, no había pocos restaurantes en Balford, y daba la impresión de que la mayoría no habían cambiado de manos (ni de pintura) en los años transcurridos desde su última visita. Se decantó por el restaurante Breakwater, que servía sus comidas, tal vez con una intención ominosa, justo al lado de D. K. Corney, un establecimiento comercial cuyo letrero anunciaba que sus empleados eran directores de pompas fúnebres, constructores, decoradores y mecánicos de calentadores. Una especie de tienda para todo, decidió Barbara. Aparcó el Mini con uno de los neumáticos delanteros sobre el bordillo y fue a ver qué ofrecía el Breakwater.

Poca cosa, descubrió, un hecho del que debían ser conscientes otros comensales, pues aunque era la hora de cenar, se encontró sola en el restaurante. Escogió una mesa cerca la puerta, con la esperanza de pillar alguna brisa marina errante, en el caso improbable de que se decidiera a soplar. Extrajo el menú de su soporte, que lo mantenía vertical al lado de un jarrón de claveles de plástico. Después de utilizarlo a modo de abanico durante un minuto, le echó un vistazo y decidió que el Mega-Menú no era para ella, pese a su precio de oferta (cinco libras y media por chorizo, bacon, tomate, huevos, champiñones, filete, frankfurt, riñones, hamburguesa, costillas de cordero y patatas fritas). Apostó por la especialidad declarada del restaurante: conejo con queso derretido. La atendió una camarera adolescente que exhibía una mancha impresionante en mitad de la barbilla, y un momento después observó que el restaurante Breakwater le iba a proporcionar algo más que una cena.

Al lado de la caja descansaba un periódico. Barbara fue a buscarlo, al tiempo que intentaba hacer caso omiso de los desagradables sonidos de succión que sus bambas hacían al caminar sobre el suelo pegajoso del restaurante.

Las palabras Tendring Standard estaban impresas en azul sobre la cabecera. Iban acompañadas de un león rampante y el jactancioso anuncio PERIÓDICO DEL AÑO EN ESSEX. Barbara se llevó el diario a la mesa y lo dejó sobre el mantel de plástico, que contaba con artísticos relieves de diminutas flores blancas y estaba manchado con los restos de una clientela numerosa.

El periódico era un manoseado ejemplar de la tarde anterior, y Barbara no tuvo que pasar de la primera página, porque la muerte de Haytham Querashi era, al parecer, el primer «fallecimiento sospechoso» que ocurría en la península de Tendring desde hacía más de cinco años. Como tal, estaba recibiendo un tratamiento periodístico de primera.

La primera plana exhibía una foto del muerto, así como una del lugar donde habían encontrado el cadáver. Barbara estudió las dos fotografías.

En vida, Haytham Querashi tenía un aspecto bastante inocuo. Su rostro moreno era agradable, pero olvidable. El pie de foto indicaba que tenía veinticinco años, pero parecía mayor, como resultado de su expresión sombría, efecto que aumentaba su cabeza calva. Iba afeitado y era carilleno, y Barbara adivinó que habría acumulado bastante sobrepeso en la madurez, de haber vivido para contarlo.

La segunda foto mostraba un nido de ametralladoras abandonado situado en la playa, al pie del acantilado. Estaba hecho de hormigón gris, tachonado de guijarros. Tenía forma hexagonal, con una entrada pegada al suelo. Barbara había visto la edificación años antes, durante un paseo con su hermano menor. Habían observado que un chico y una chica echaban miradas subrepticias a su alrededor, antes de colarse en su interior un día nublado. El hermano de Barbara había preguntado con inocencia si los dos adolescentes iban a jugar a la guerra. Barbara había comentado con ironía que tenían en mente la idea de llevar a cabo una invasión. Había alejado a Tony del nido.

– Les puedo ayudar con ruidos de ametralladoras -se ofreció el niño. Ella le había asegurado que los efectos de sonido no eran necesarios.

Llegó su cena. La camarera dispuso los cubiertos (que daban la impresión de haber sido lavados con indiferencia) y colocó el plato delante de ella. Había tenido el detalle de no examinar el rostro vendado de Barbara cuando tomó nota, pero ahora le dirigió una mirada ansiosa.

– ¿Le importa que le haga una pregunta?

– Limonada -contestó Barbara-. Con hielo. Supongo que no tendrán un ventilador, ¿verdad? Estoy a punto de licuarme.

– Se averió ayer -dijo la muchacha-. Lo siento. -Acarició la mancha de su barbilla de una forma muy poco atrayente-. Es que estoy pensando en hacérmelo, cuando tenga dinero. Me estaba preguntando si duele mucho.

– ¿Qué?

– Su nariz. ¿No se la ha arreglado? Por eso lleva tantos vendajes, ¿verdad? -Alzó el dispensador de servilletas de cromo y estudió su reflejo-. La quiero más corta. Mamá dice que debo dar gracias a Dios por lo que tengo, pero yo digo, ¿para qué inventó Dios la cirugía estética, sino para utilizarla? También quiero hacerme los pómulos, pero la nariz es lo primero.

– No fue cirugía -dijo Barbara-. Me la rompí.

– ¡Qué suerte! -exclamó la muchacha-. ¡Y se consiguió una nueva mediante la Seguridad Social! Me pregunto…

No cabía duda de que estaba meditando sobre la posibilidad de empotrarse contra una puerta, con las napias bien preparadas.

– Sí, bueno, no te preguntan cómo la quieres -dijo Barbara-. Si se hubieran molestado en preguntar habría pedido una como la de Michael Jackson. Siempre me han entusiasmado las ventanas de la nariz perpendiculares.

Agitó el periódico con énfasis.

La muchacha, cuya placa la identificaba como Susi, apoyó una mano en la mesa, observó lo que Barbara estaba leyendo y dijo en tono confidencial:

– Nunca tendrían que haber venido. Eso les pasa por ir a donde no los quieren.

Barbara bajó el periódico y pinchó con el tenedor un trozo de huevo escalfado.

– ¿Perdón? -dijo.

Susi indicó el periódico con un cabeceo.

– Esos aceitunos. Además, ¿qué están haciendo aquí? Aparte de montar un cirio, como esta tarde.

– Mejorar su nivel de vida, supongo.

– Bah. ¿Por qué no lo mejoran en otra parte? Mi mamá ya dijo que habría problemas si les dejábamos establecerse aquí, y mire lo que ha pasado: uno de ellos sufre una sobredosis en la playa, y los demás empiezan a gritar que es un asesinato.

– ¿La muerte está relacionada con las drogas?

Barbara empezó a explorar los párrafos del artículo, en busca de los detalles pertinentes.

– ¿Qué otra cosa podría ser? -preguntó Susi-. Todo el mundo sabe que se tragan bolsas de opio y Dios sabe qué más en Pakistán. Lo entran de contrabando en el país metido en el estómago. Cuando llegan aquí, se encierran en una casa hasta que hacen de cuerpo y lo sacan. Después, ya pueden marcharse. ¿No lo sabía? Lo vi en la tele una vez.

Barbara recordó la descripción de Haytham Querashi que había oído en la televisión. El locutor le había descrito como recién llegado de Pakistán, ¿no? Se preguntó por primera vez si había malinterpretado los datos al precipitarse hacia Essex, guiada por una manifestación televisada y el misterioso comportamiento de Taymullah Azhar.

Susi continuó.

– Sólo que en este caso, una de las bolsas se rompió en los intestinos del tío y se arrastró hasta el nido de ametralladoras para morir. De esa forma, no deshonraría a su pueblo. Son unos especialistas en eso, de veras.

Barbara volvió al artículo y empezó a leerlo con interés.

– ¿Ya han practicado la autopsia, pues?

Susi parecía muy segura de la veracidad de sus datos.

– Todos sabemos lo que pasó. ¿De qué sirve una autopsia? Pero dígaselo a esos aceitunos. Cuando se descubra que murió de una sobredosis, nos culparán a nosotros. Ya lo verá.

Giró sobre sus talones y se encaminó a la cocina.

– Mi limonada -llamó Barbara, mientras la puerta giratoria se cerraba a la espalda de la chica.

Sola de nuevo, Barbara leyó el resto del artículo sin más interrupciones. Vio que el muerto había sido jefe de producción de un negocio local llamado Malik's Mustards & Assorted Accompaniments. Era propiedad de un tal Akram Malik, quien, según el artículo, era también concejal del ayuntamiento. En el momento de su muerte (que en opinión del DIC local había tenido lugar el viernes por la noche, casi cuarenta y ocho horas antes de que Barbara llegara a Balford), faltaban ocho días para que el señor Querashi contrajera matrimonio con la hija de Malik. Fue su futuro cuñado y activista político local, Muhannad Malik, quien, tras el descubrimiento del cadáver, había arengado a las masas para exigir al DIC que investigara. Si bien el DIC se había hecho cargo al instante de la investigación, aún no se había anunciado oficialmente la causa de la muerte. Como resultado de todo esto, Muhannad Malik había prometido que otros miembros destacados de la comunidad asiática le ayudarían a acosar a los investigadores. «Sería absurdo fingir que ignoramos el significado de la expresión "llegar al fondo de la verdad" cuando se aplica a los asiáticos», había dicho textualmente Malik el sábado por la tarde.

Barbara apartó a un lado el periódico cuando Susi volvió con su vaso de limonada, en el que flotaba con buenas intenciones un solo cubito de hielo. Barbara cabeceó para darle las gracias y hundió la cabeza en el periódico para frustrar más comentarios. Necesitaba pensar.

Le cabían pocas dudas de que Taymullah Azhar era el «miembro destacado de la comunidad asiática» que Muhannad Malik había prometido traer. La precipitada partida de Londres de Azhar al cabo de tan poco tiempo de lo ocurrido no dejaba lugar a engaños. Había ido a Balford, y Barbara sabía que toparse con él sólo era cuestión de tiempo.

No tenía idea de cómo recibiría su intención de interponerse entre él y la policía local. Por primera vez fue consciente de su presuntuosidad, al pensar que Azhar iba a necesitar su intercesión. Era un hombre inteligente, Santo Dios, era un profesor universitario, de modo que debía saber bien en qué se estaba metiendo.

Barbara recorrió con el dedo la humedad acumulada en el lateral del vaso y meditó sobre su pregunta. Lo que sabía acerca de Taymullah Azhar lo había averiguado gracias a las conversaciones con su hija. A partir del comentario de Hadiyyah, «Papá tuvo una clase muy tarde anoche», había llegado a la conclusión inicial de que era un estudiante. Esta conclusión no estaba basada tanto en una idea preconcebida como en la edad aparente del hombre. Tenía aspecto de estudiante, y cuando Barbara descubrió que era profesor de microbiología, su asombro estuvo más relacionado con el descubrimiento de su edad que con estereotipos raciales no confirmados. A los treinta y cinco años, sólo era dos años mayor que Barbara. Lo cual era exasperante, pues aparentaba diez menos.

Dejando aparte la edad, Barbara sabía que una cierta ingenuidad era inherente a la profesión de Azhar. La torre de marfil propia de su carrera le protegía de las realidades cotidianas. Sus preocupaciones girarían alrededor de laboratorios, experimentos, conferencias y artículos impenetrables escritos para revistas científicas. El delicado baile del trabajo policial sería tan ajeno a él como para ella las bacterias anónimas observadas mediante un microscopio. La política de la vida universitaria (que Barbara había llegado a conocer de lejos cuando trabajó en un caso en Cambridge el otoño anterior) no era nada comparada con la política policial. Una impresionante lista de publicaciones, apariciones en conferencias y títulos universitarios no equivalía a la experiencia en el trabajo y la mente volcada en el análisis del asesinato. Sin duda, Azhar descubriría este hecho en cuanto empezara a hablar con el oficial al mando de la investigación, si ésa era su intención.

Pensar en aquel oficial motivó que Barbara se zambullera de nuevo en el periódico. Si iba a inmiscuirse tarjeta de identificación en ristre, con la esperanza de facilitar la presencia de Taymullah Azhar en el lugar de los hechos, le ayudaría saber quién dirigía el cotarro.

Empezó un segundo artículo relacionado con la historia, en la tercera página del periódico. Encontró el nombre que buscaba en el primer párrafo. De hecho, todo el artículo giraba en torno al susodicho oficial. Porque no sólo era el primer «fallecimiento sospechoso» acaecido en la península de Tendring desde hacía más de cinco años, sino que también era la primera investigación conducida por una mujer.

Era la recién ascendida inspectora jefe detective Emily Barlow, y Barbara murmuró, «Puta mierda, aleluya», y después se permitió una sonrisa de satisfacción cuando vio el nombre. Porque había seguido los tres últimos cursos de detective en la escuela de Maidstone, al lado de Emily Barlow.

Era una buena señal, se dijo Barbara: un golpe de suerte, un mensaje de los dioses, una inscripción garabateada (con luces de neón rojas, por ejemplo) en la pared de su futuro. No sólo era una cuestión de que ya conocía a Emily Barlow, y por lo tanto contaba con un pasaporte a la investigación gracias a una pasada familiaridad con la jefa del equipo. También era una cuestión de circunstancias favorables que le permitirían llevar a cabo unas prácticas capaces de catapultar su carrera. Porque la verdad era que no había mujer más competente, más capacitada para las investigaciones criminales y más ducha en la política del trabajo policial que Emily Barlow. Y Barbara sabía que trabajar durante una semana al lado de Emily le enseñaría más que cualquier libro de texto sobre criminología.

El apodo de Emily durante los cursos de detective que habían seguido juntas era Barlow la Bestia. En un mundo en que los hombres se alzaban hasta posiciones de autoridad por el mero hecho de ser hombres, Emily se había abierto paso como una exhalación entre las filas del DIC, demostrando que era igual al sexo opuesto en todos los sentidos.

– ¿Sexismo? -había dicho una noche, en respuesta a una pregunta de Barbara sobre el problema. Se estaba ejercitando furiosamente en una máquina de remar, y no aminoró la velocidad ni un ápice mientras contestaba-. No surge. En cuanto los tíos saben que irás a por sus pelotas si se pasan un pelo, no lo hacen. Pasarse un pelo, quiero decir.

Y continuó adelante con un solo objetivo en su mente: llegar a ser jefe de policía. Como Emily Barlow había sido nombrada IJD a los treinta y siete años, Barbara sabía que alcanzaría su meta con facilidad.

Barbara terminó la cena, pagó y dejó a Susi una propina generosa. Mucho más animada que en los últimos días, volvió al Mini y arrancó con un rugido. Ahora podría vigilar a Hadiyyah. Podría ocuparse de que Taymullah Azhar no se metiera en líos. Y como premio adicional a sus esfuerzos, podría ver a Barlow la Bestia trabajar en un caso, con la esperanza de que un poco del notable polvo cósmico de la IJD cayera sobre los hombros de una sargento.

– ¿Necesito enviar a Presley para que la ayude, inspectora?

La IJD Emily Barlow oyó la intencionada pregunta de su superintendente detective y la tradujo mentalmente antes de responder. Lo que en realidad quería decir era «¿Consiguió aplacar a los paquistaníes? Porque si no, tengo a otro IJD que puede hacer el trabajo como se debe en lugar de usted». Donald Ferguson quería ascender al cargo de subjefe de policía, y lo último que deseaba era que el sendero bien asfaltado de su carrera se viera afectado de repente por baches políticos.

– No necesito la ayuda de nadie, Don. La situación está controlada.

Ferguson ladró una carcajada.

– Tengo a dos hombres en el hospital y un rebaño de paquistaníes dispuestos a estallar. No me diga que la situación está controlada, Barlow. ¿Cuál es la realidad?

– Les conté la verdad.

– Una maniobra brillante.

Al otro extremo de la línea telefónica, la voz de Ferguson rezumaba sarcasmo. Emily se preguntó por qué el súper estaba trabajando todavía a aquellas horas de la noche, pues hacía mucho rato que los manifestantes paquistaníes se habían dispersado y al superintendente nunca le había gustado trabajar hasta muy tarde. Sabía que estaba en su despacho porque le había devuelto la llamada allí, y se había apresurado a aprender el número de memoria cuando comprendió que devolver llamadas telefónicas de las alturas iba incluido en el lote de su nuevo trabajo.

– Ha sido muy brillante, Barlow -continuó el hombre-. ¿Puedo preguntarle cuánto tiempo cree que pasará antes de que ese individuo saque a su gente de nuevo a las calles?

– Si me diera más hombres, no tendríamos que preocuparnos por las calles ni por nada.

– No va a recibir nada más. A menos que quiera a Presley.

¿Otro IJD? Ni por asomo, pensó.

– No necesito a Presley. Necesito una presencia policial visible en la calle. Necesito más agentes.

– Lo que necesita es romper unas cuantas cabezas. Si no es capaz de hacer eso…

– Mi trabajo no consiste en controlar a las multitudes -interrumpió Emily-. Estamos tratando de investigar un asesinato, y la familia del fallecido…

– ¿Puedo recordarle que los Malik no son la familia de Querashi, pese a que da la impresión de que esta gente vive formando una pina?

Emily se secó el sudor de la frente. Siempre había sospechado que Donald Ferguson era un capullo disfrazado de cerdo, y todos sus comentarios no servían más que para corroborar aquella sospecha. Quería sustituirla. Ardía en deseos de sustituirla. La menor excusa, y su carrera sería historia. Emily se armó de paciencia.

– Con el matrimonio, iba a integrarse en esa familia, Don.

– Y les dijo la verdad. Provocaron un alboroto del copón esta tarde, y a cambio les dijo la verdad. ¿Tiene idea de hasta qué punto socava eso su autoridad, inspectora?

– Es inútil ocultarles la verdad, porque es el primer grupo de gente que pienso interrogar. Ilumíneme, por favor. ¿Cómo espera que dirija una investigación de asesinato sin decir a nadie que tenemos entre manos un asesinato?

– No emplee ese tono conmigo, inspectora Barlow. ¿Qué ha hecho Malik hasta el momento? Aparte de instigar los disturbios. ¿Y por qué cono no está detenido?

Emily no señaló lo evidente a Ferguson: la multitud se había dispersado en cuanto la televisión había dejado de filmar, y nadie había sido capaz de pescar a los que tiraban ladrillos.

– Ha hecho exactamente lo que dijo que haría. Muhannad Malik nunca profiere amenazas en vano, y no creo que empiece a hacerlo sólo para hacernos un favor.

– Gracias por la descripción del personaje. Ahora, conteste a mis preguntas.

– Ha traído a alguien de Londres, tal como prometió. Un experto en lo que él llama «política de la inmigración».

– Dios nos coja confesados -murmuró Ferguson-. ¿Qué le dijo?

– ¿Quiere las palabras exactas, o sólo el contenido?

– Ahórrese las ironías, inspectora. Si quiere decir algo, sugiero que lo diga ahora mismo, y acabemos de una vez.

Había mucho que decir, pero no era el momento.

– Don, es tarde. Estoy hecha polvo. Aquí dentro debe de haber treinta grados, y me gustaría llegar a casa antes del amanecer.

– Eso puede arreglarse -dijo Ferguson.

Jesús. Qué despreciable tiranuelo. Cómo le gustaba imponer su rango. Cómo lo necesitaba. Si el superintendente hubiera estado en el despacho de Emily, se lo imaginaba bajándose la cremallera de los pantalones para demostrar cuál de los dos era el hombre.

– Dije a Malik que habíamos llamado a un patólogo del Ministerio del Interior, que practicará la autopsia mañana por la mañana -contestó-. Dije que la muerte del señor Querashi parece ser lo que él imaginó desde un principio: un asesinato. Le dije que el Standard va a publicar la historia mañana. ¿De acuerdo?

– Me gusta eso de «parece» -dijo Ferguson-. Nos proporciona un balón de oxígeno para mantener la situación controlada. Espero que empiece a ocuparse de ello.

Colgó como solía ser su costumbre, dejando caer el receptor sobre la horquilla. Emily apartó el teléfono de su oído y colgó también.

En la habitación sin aire que era su despacho, cogió un pañuelo de papel y lo apretó contra su cara. Cuando lo apartó, estaba manchado de sudor. Habría dado el dedo gordo del pie por un ventilador. Habría dado todo el pie por aire acondicionado. De hecho, sólo le quedaba una lata de zumo de tomate tibio, que era mejor que nada para paliar los efectos del calor sofocante del día. La alcanzó y utilizó un lápiz para abrir la tapa. Bebió un sorbo y empezó a masajearse la nuca. Necesito un poco de ejercicio, pensó, y reconoció de nuevo que una de las desventajas de su profesión, además de tener que lidiar con cerdos como Ferguson, era tener que postergar la actividad física más a menudo de lo que deseaba. Si hubiera podido imponer sus costumbres, haría horas que estaría remando, en lugar de plegarse a las exigencias de su deber: devolver las llamadas del día.

Tiró el último de sus mensajes telefónicos retornados a la basura, y a continuación la lata de zumo de tomate. Estaba embutiendo un montón de expedientes en su bolsa de lona, cuando uno de los agentes destinados a investigar el caso Querashi apareció en la puerta con varias páginas sin cortar de fax.

– Aquí están los antecedentes de Muhannad Malik que me había pedido -anunció Belinda Warner-. La Unidad de Inteligencia de Clacton los acaba de enviar. ¿Los quiere ahora o por la mañana?

Emily extendió la mano.

– ¿Algo más aparte de lo que ya sabíamos?

Belinda se encogió de hombros.

– Si quiere saber mi opinión, no es el niño favorito de nadie, pero aquí no hay nada que lo confirme.

Era lo que Emily había esperado. Dio las gracias con un cabeceo y la gente desapareció por el pasillo. Un momento después, sus pasos resonaron en la escalera del edificio mal ventilado que albergaba la comisaría de policía de Balford-le-Nez.

Como era su costumbre, Emily leyó por encima todo el informe antes de llevar a cabo un estudio más detallado. Un aspecto del problema destacaba sobre los demás: dejando aparte las amenazas implícitas y ambiciones profesionales de su superintendente, lo último que necesitaba la ciudad era un incidente racial grave, y en eso se estaba convirtiendo a marchas forzadas la muerte ocurrida en el Nez. Junio marcaba el inicio de la temporada turística, y ahora que el calor atraía a los habitantes de las ciudades hacia el mar, la comunidad confiaba en que el final de la larga recesión estaba al caer. Pero ¿cómo podía esperar Balford una gran afluencia de visitantes, si las tensiones raciales empujaban a sus habitantes a invadir la calle para enfrentarse entre sí? La ciudad no se lo podía permitir, y todos los hombres de negocios de Balford lo sabían. Investigar un asesinato, al tiempo que evitaba un estallido de conflictos étnicos, era la delicada proposición que se le presentaba. Y Emily Barlow había llegado a ver con diáfana claridad que Balford se tambaleaba precariamente al borde de un choque angloasiático.

Muhannad Malik, junto con los amiguetes que había sacado a la calle, había sido el mensajero que le había entregado esta información. Emily conocía al joven paquistaní desde los días en que llevaba uniforme, cuando, siendo adolescente, Malik había atraído su atención por primera vez. Como había crecido en las calles del sur de Londres, Emily había aprendido a desenvolverse bien en conflictos que solían ser multirraciales, y había desarrollado una piel de elefante en lo tocante a las mofas dirigidas contra el color de su piel. Cuando era una simple agente, había tenido poca paciencia con aquellos que utilizaban la raza como excusa para todo. Y Malik era un muchacho que, ya a los dieciséis años, esgrimía la excusa de la raza a la menor oportunidad.

Había aprendido a conceder poco crédito a sus palabras. Se había negado a creer que todas las dificultades de la vida podían achacarse a problemas relacionados con la raza. Sin embargo, ahora tenía una muerte entre manos, y no sólo una muerte, sino un asesinato, y la víctima era un asiático que iba a casarse con la hermana de Muhannad Malik. Era inconcebible que, ante aquel asesinato, Malik no intentara establecer una relación entre el crimen y el racismo que, según él, le rodeaba por todas partes.

Y si era posible establecer una relación, el resultado sería lo que Donald Ferguson temía: un verano de conflictos, agresiones y derramamiento de sangre, perspectiva que el caos de aquella tarde había pronosticado.

En respuesta a lo que había ocurrido dentro y fuera del pleno municipal, los teléfonos de la comisaría de policía habían empezado a sonar ininterrumpidamente, en cuanto las mentes de los ciudadanos de Balford dieron el salto desde las pancartas y ladrillos a los actos de extremismo llevados a cabo en los últimos años. Una de las llamadas era de la alcaldesa, y dio como resultado una solicitud oficial de información a los oficiales cuyo trabajo consistía en recabar datos sobre los elementos más proclives a cruzar la frontera del delito. Las páginas que Emily sostenía ahora representaban el material que la unidad de inteligencia había reunido sobre Muhannad Malik durante los últimos diez años.

No había gran cosa, y casi todo parecía inocuo, dando a entender que Muhannad, de veintiséis años, y pese al comportamiento de aquella tarde, se había amansado desde los tiempos inflamados en que había llamado la atención de la policía por primera vez. Emily tenía sus notas y expedientes escolares, su carrera universitaria y su historia laboral. Era el hijo respetuoso de un concejal del ayuntamiento, el devoto marido de su mujer desde hacía tres años, el amantísimo padre de dos niños pequeños y un administrador competente del negocio familiar. En conjunto, salvo por una mancha, se había transformado en un ciudadano modelo.

Pero Emily sabía que las manchas pequeñas solían ocultar imperfecciones más grandes. Así que siguió leyendo. Malik era el fundador reconocido y confeso de Jum'a, una organización de varones jóvenes paquistaníes. El propósito declarado de la organización era estrechar los lazos entre los musulmanes de la comunidad, así como subrayar y celebrar las numerosas diferencias que separaban a esos mismos musulmanes de los occidentales entre los que vivían. El año anterior, se sospechaba la implicación de Jum'a en dos altercados que habían estallado entre jóvenes asiáticos e ingleses. Uno fue por una disputa de tráfico que dio paso a una violenta pelea a puñetazos. El otro incidente tuvo lugar cuando botellas llenas de sangre de vaca fueron arrojadas contra una colegiala asiática por tres miembros de su clase. Los altercados habían tenido lugar después de ambos incidentes, pero nadie quiso denunciar a Jum'a.

No era suficiente para descalificar al hombre. Ni siquiera era suficiente para sospechar de él. De todos modos, el tipo de activismo de Muhannad Malik, exhibido aquel mismo día, no le gustaba un pelo a Emily Barlow, y después de examinar el informe, no había leído nada que la tranquilizara.

Se había encontrado con él y el hombre al que Malik había llamado su experto en «política de inmigración» varias horas después de la manifestación. Muhannad había dejado que su acompañante hablara en casi todo momento, pero había sido imposible pasar por alto su presencia, tal como era su intención.

Proyectaba antipatía. No quiso sentarse. Se quedó de pie, apoyado contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho, y no apartó los ojos de su cara ni un momento. Su expresión de desconfianza desdeñosa desafiaba a Emily a intentar evadirse con mentiras sobre la muerte de Querashi. No había pensado en hacerlo… al menos en lo tocante a los puntos esenciales.

Con el fin de anticiparse a sus exabruptos y subrayar de una manera sutil el hecho de que no existía relación entre la manifestación y la entrevista que les había concedido, Emily había dirigido sus comentarios al acompañante de Muhannad, al que había presentado como su primo Taymullah Azhar. Al contrario que Muhannad, aquel hombre poseía un aire de serenidad, aunque como miembro del khandan de Muhannad, no cabía duda de que Azhar compartiría los puntos de vista de la familia. Por consiguiente, Emily había escogido sus palabras con mucho cuidado.

– Empezamos con la certeza de que la muerte del señor Querashi parecía sospechosa -le dijo-. Una vez determinado ese punto, solicitamos un patólogo al Ministerio del Interior. Llegará mañana para practicar la autopsia.

– ¿Es un patólogo inglés? -preguntó Muhannad.

La implicación era evidente: un patólogo inglés serviría a los intereses de la comunidad inglesa; un patólogo inglés no se tomaría en serio la muerte de un asiático.

– No tengo ni idea de su procedencia étnica. No nos dejan ponerlo en las solicitudes.

– ¿En qué punto se encuentra la investigación?

Taymullah Azhar tenía una forma curiosa de hablar, cortés sin llegar a ser deferente. Emily se preguntó cómo lo conseguía.

– En cuanto la muerte fue calificada de sospechosa, el lugar de los hechos fue sometido a vigilancia -contestó Emily.

– ¿Qué lugar es ése?

– El nido de ametralladoras situado al pie del Nez.

– ¿Se ha establecido que murió en el nido de ametralladoras?

Azhar era muy listo. Emily admiró esa cualidad.

– No hay nada establecido todavía, aparte del hecho de que está muerto y…

– Y tardaron seis horas en establecer eso -interrumpió Muhannad-. Imagina las prisas que hubieran dado a los policías si el cuerpo hubiera sido de un blanco.

– … y, como la comunidad asiática sospechaba, da la impresión de que es un asesinato -terminó Emily.

Aguardó la reacción de Malik. No había parado de gritar «asesinato» desde que el cadáver había sido descubierto, treinta y cuatro horas antes. No deseaba negarle aquel momento de triunfo.

Aprovechó la oportunidad al instante.

– Como yo dije -declaró-. Si no les hubiera acosado desde ayer por la mañana, supongo que habrían calificado la muerte de desafortunado accidente.

Emily procuró contenerse. Lo que deseaba el asiático era una buena discusión. Una disputa verbal con la oficial que dirigía la investigación enardecería a los suyos. Una conversación meticulosa, dando cuenta de los hechos, sería mucho menos útil. Hizo caso omiso de su pulla.

– Ayer el equipo forense dedicó unas ocho horas a registrar el lugar -explicó a su primo-. Guardaron en bolsas las pruebas, y las han llevado al laboratorio para su análisis.

– ¿Cuándo espera tener los resultados?

– Les advertimos que el caso goza de máxima prioridad.

– ¿Cómo murió Haytham? -interrumpió Muhannad.

– Señor Malik, he intentado explicárselo dos veces por teléfono y…

– No esperará que me crea que aún no sabe cómo fue asesinado Querashi, ¿verdad? Su médico forense ha visto el cadáver. Admitió por teléfono que usted misma lo había visto.

– Mirar un cadáver no revela nada -explicó Emily-. Su padre se lo puede decir. Llevó a cabo la identificación oficial, y me atrevería a decir que estaba tan a oscuras como nosotros.

– ¿Es correcta nuestra suposición de que no había ninguna pistola implicada? -preguntó en voz baja Azhar-. ¿Ni cuchillo, garrotes o sogas? Lo digo porque habrían dejado marcas en el cuerpo.

– Mi padre dijo que sólo vio un lado de la cara de Haytham -dijo Muhannad. El comentario posterior fortaleció las implicaciones de su frase-. Mi padre dijo que sólo le dejaron ver un lado de su cara. El cadáver estaba cubierto con una manta que se bajó hasta la barbilla durante menos de quince segundos. Eso fue todo. ¿Qué está ocultando, inspectora?

Emily se sirvió agua de una jarra que había sobre la mesa situada detrás del escritorio. Ofreció a los hombres. Ambos declinaron la invitación, muy acertadamente, porque se había bebido la última que quedaba y no tenía ganas de enviar a por más. Bebió con avidez, pero el agua tenía un vago sabor metálico y le dejó un gusto desagradable en la lengua.

Explicó a los asiáticos que no estaba ocultando nada porque no había nada que ocultar en aquella fase preliminar de la investigación. La hora de la muerte había sido fijada entre las diez y media y las doce y media del viernes por la noche. Antes de llegar a la conclusión de que se trataba de un asesinato, el patólogo había establecido que la muerte del señor Querashi no era un suicidio, ni producida por causas naturales. Pero eso era todo…

– ¡Tonterías! -exclamó Muhannad, como única conclusión lógica a sus comentarios-. Si puede decir que no fue un suicidio, ni producida por causas naturales, y aun dice que parece un asesinato, ¿cómo quiere que nos creamos que no sabe cómo fue asesinado?

Para clarificar más el asunto, Emily dijo a Taymul-lah Azhar, como si Muhannad no hubiera abierto la boca, que un equipo de detectives estaba interrogando a todas las personas que vivían en las cercanías del Nez, para averiguar si habían visto u oído algo raro la noche en que murió el señor Querashi. Además, se habían tomado las medidas apropiadas en el lugar, guardado en bolsas las ropas, se extraerían tejidos del cadáver para someterlos a análisis microscópicos, se enviarían muestras de sangre y orina al toxicólogo, se solicitarían los antecedentes…

– Nos está dando largas, Azhar. -Emily tuvo que reconocer la exactitud de la observación. Muhannad era casi tan listo como su primo-. No quiere que sepamos lo que pasó. Porque si lo sabemos, saldremos a la calle de nuevo y esta vez no nos iremos hasta obtener respuestas y justicia. Justamente lo que ellos no quieren al principio de la temporada turística, créeme.

Azhar levantó una mano para acallar a su primo.

– ¿Fotografías? -preguntó en voz baja a Emily-. Habrán tomado, por supuesto.

– Es lo primero que se hace. Se fotografía todo el lugar de los hechos, no sólo el cadáver.

– ¿Podemos verlas, por favor?

– Temo que no.

– ¿Por qué?

– Porque al haber establecido que la muerte es un asesinato no es posible revelar al público ningún elemento de la investigación oficial. Nunca se hace.

– No obstante, en casos de este tipo con frecuencia se filtra información a los medios de comunicación -señaló Azhar.

– Tal vez, pero no la filtra el oficial al mando de la investigación -replicó Emily.

Azhar la observó con sus grandes ojos castaños e inteligentes. Si no hubiera hecho tanto calor en la habitación, el escrutinio habría ruborizado a Emily. En este caso, el calor era su coartada. Todas las personas del edificio, salvo los asiáticos, estaban ya congestionadas, de modo que su tono púrpura no revelaba nada.

– ¿Qué medidas tomarán a partir de ahora? -preguntó Azhar por fin.

– Esperaremos a que lleguen todos los informes. Todo el mundo que conocía el señor Querashi será puesto bajo sospecha. Empezaremos a interrogar…

– A todos los paquistaníes que le conocían -concluyó Muhannad.

– Yo no he dicho eso, señor Malik.

– No hacía falta, inspectora. -Pronunció la última palabra con tono de desprecio por el rango-. No tiene la menor intención de investigar este asesinato entre la comunidad blanca. Si la dejaran a sus anchas, es probable que ni siquiera se molestara en investigarlo. No se moleste en negar la acusación. Tengo un poco de experiencia con la forma en que la policía se ocupa de los delitos cometidos contra mi pueblo.

Emily no mordió el anzuelo, y Taymullah Azhar no dio señales de haber escuchado a su primo.

– Como no conocía al señor Querashi -se limitó a decir-, ¿puedo tener acceso a las fotografías de su cadáver? Tranquilizaría a mi familia saber que la policía no nos está escondiendo nada.

– Lo siento -contestó Emily.

Muhannad meneó la cabeza, como si esperara aquella respuesta desde el primer momento.

– Salgamos de aquí -dijo a su primo-. Estamos perdiendo el tiempo.

– Tal vez no.

– Vámonos. Todo esto son tonterías. Ella no va a ayudarnos.

Azhar parecía pensativo.

– ¿Está dispuesta a satisfacer nuestras necesidades, inspectora?

– ¿De qué manera?

– Mediante un compromiso.

– ¿Un compromiso? -repitió Muhannad-. No. De ninguna manera, Azhar. Si llegamos a un compromiso, terminaremos viendo cómo levantan la alfombra para barrer debajo el asesinato de Haytham…

– Primo. -Azhar le miró. Era la primera vez que lo hacía-. ¿Inspectora? -repitió, y se volvió hacia Emily.

– No puede haber compromisos en una investigación policíaca, señor Azhar. No entiendo qué está sugiriendo.

– Estoy sugiriendo una forma de tranquilizar las preocupaciones más acuciantes de la comunidad.

Emily decidió entender la sugerencia desde su punto de vista más eficaz. El hombre tal vez estaba insinuando una forma de mantener a raya a los asiáticos. Lo cual le iría de perlas.

– No negaré que la comunidad es lo que más preocupa -dijo con cautela, y esperó a que el hombre se explicara mejor.

– Propongo regular los encuentros entre usted y la familia. Esto apaciguará todas nuestras preocupaciones, no sólo las de la familia, sino las de toda la comunidad, pues sabremos cómo avanza la investigación sobre la muerte de Querashi. ¿Está de acuerdo?

Esperó con paciencia su respuesta. Su expresión era tan indescifrable como lo había sido desde el primer momento. Actuaba como si nada, y mucho menos como si la paz en Balford-le-Nez dependiera de su voluntad de cooperar. Emily comprendió de repente que había anticipado cada una de sus anteriores respuestas, y había planeado terminar con la sugerencia como resultado lógico de todo lo que ella había dicho. Los dos hombres la habían manipulado. Habían interpretado una ligera variación del tándem policía bueno-policía malo, y ella había caído en la trampa como una colegiala detenida por robar dulces.

– Me gustaría colaborar lo máximo posible -dijo, y eligió las palabras con cautela para evitar comprometerse-, pero es difícil garantizar que estaré disponible en plena investigación cuando ustedes me requieran.

– Una respuesta muy conveniente -dijo Muhannad-. Sugiero que demos por concluida esta charada, Azhar.

– Sospecho que ha llegado a una deducción que no entraba en mis intenciones -dijo Emily.

– Sé muy bien cuáles son sus intenciones: permitir que todo el mundo alce la mano contra nosotros y se salga con la suya, sin descartar el asesinato.

– Muhannad -dijo Azhar con voz serena-, concedamos a la inspectora la oportunidad de llegar a un compromiso.

Pero Emily no quería comprometerse. En una investigación, no quería verse obligada a aceptar tales reuniones, en las que debería vigilar cada paso, cuidar cada palabra y mantener la compostura. No sentía ninguna inclinación hacia ese juego. Más aún, no tenía tiempo. La investigación ya iba retrasada, debido sobre todo a las maquinaciones de Malik. El retraso ya era de veinticuatro horas. No obstante, Taymullah Azhar le había proporcionado una salida, aunque no se diera cuenta.

– ¿La familia aceptará que alguien me sustituya?

– ¿Qué clase de sustituto será?

– Alguien que haga de enlace entre ustedes, la familia y la comunidad, y los oficiales que llevan la investigación. ¿Lo aceptarán?

Y váyanse al infierno, añadió en silencio. Y mantengan a sus compadres a raya, en casa, presentes en sus puestos de trabajo, y fuera de la puta calle.

Azhar intercambió una mirada con su primo. Muhannad se encogió de hombros.

– Aceptamos -dijo Azhar poniéndose en pie-. Con la condición de que esa persona sea sustituida por usted si consideramos necesario rechazarla por parcial, ignorante o falaz.

Emily accedió a las condiciones, tras lo cual los dos hombres se marcharon. Se secó la cara con un pañuelo de papel, hasta hacerlo trizas contra la nuca. Después de eliminar los fragmentos de su piel húmeda, devolvió las llamadas. Habló con el superintendente.

Ahora, después de haber leído el informe de inteligencia sobre Muhannad Malik, apuntó el nombre de Taymullah Azhar y solicitó un informe similar sobre él.

Después, se colgó al hombro su bolsa y apagó las luces de la oficina. Haber llegado a un trato con los musulmanes le había costado tiempo. Y el tiempo era fundamental en una investigación de asesinato.


Barbara Havers encontró la comisaría de policía de Balford en Martello Road, una calle bordeada de edificios de ladrillo rojo que constituía otra ruta hacia el mar. La comisaría estaba alojada en un edificio Victoriano Con gabletes y numerosas chimeneas, que sin duda habría albergado en otro tiempo a una de las familias más importantes de la ciudad. Una antigua farola azul, cuya pantalla de cristal estaba embellecida con la palabra «Policía» en letras blancas, identificaba el uso actual del edificio.

Cuando Barbara frenó delante, los focos nocturnos se encendieron e iluminaron la fachada de la comisaría. Una figura femenina estaba saliendo por la puerta principal, y se detuvo para ajustar la correa de un voluminoso bolso. Hacía dieciocho meses que Barbara no veía a Emily Barlow, pero la reconoció al instante. La IJD, alta, vestida con una blusa de tirantes blanca y pantalones oscuros, tenía los hombros anchos y los bíceps bien definidos de la consumada triatleta que era. Aunque estuviera cerca de los cuarenta, su cuerpo se había parado en los veinte. En su presencia, pese a la distancia y la creciente oscuridad, Barbara se sintió como cuando habían seguido los cursos juntas: una candidata a la liposucción, un cambio de indumentaria y seis meses de trabajo intenso con un entrenador personal.

– ¿Em? -llamó Barbara en voz baja-. Hola. Algo me dijo que aún te encontraría en plena faena.

Cuando oyó la voz de Barbara, Emily alzó la cabeza con brusquedad, pero después de oír todo el saludo, se acercó a la acera.

– Santo Dios -dijo. ¿Eres Barb Havers? ¿Qué demonios estás haciendo en Balford?

¿Cómo se lo vendo?, pensó Barbara. Estoy siguiendo a un exótico paquistaní y a su hijita con la esperanza de mantenerles alejados del trullo. Oh, sí, seguro que la IJD Emily Barlow se tragaba aquel cuento chino.

– Estoy de vacaciones -dijo Barbara-. Acabo de llegar. Me enteré del caso por el periodicucho local. Vi tu nombre y pensé en venir a verte para que me explicaras la situación.

– Eso parecen las vacaciones de un conductor de autobús.

– No puedo abstraerme del trabajo. Ya sabes cómo soy.

Barbara buscó los cigarrillos en el bolso, pero recordó en el último momento que no sólo Emily no fumaba, sino que siempre se prestaba con entusiasmo a librar un par de asaltos con cualquiera que lo hiciera. Barbara renunció a los Players y sacó los chicles.

– Felicidades por el ascenso -añadió-. Joder, Em. Estás subiendo muy deprisa.

Dobló el chicle y lo introdujo en la boca.

– Puede que las felicitaciones sean prematuras. Si mi súper se sale con la suya, volveré a las calles. -Emily frunció el ceño-. ¿Qué te ha pasado en la cara, Barb? Tienes un aspecto espantoso.

Barbara tomó nota de quitarse las vendas en cuanto tuviera un espejo a mano.

– Olvidé agacharme. En mi último caso.

– Espero que él tenga peor aspecto. ¿Era un tío?

Barbara asintió.

– Está en el trullo por asesinato.

Emily sonrió.

– Vaya, es una excelente noticia.

– ¿Adónde vas?

La IJD trasladó el peso de su cuerpo y el de su bolsa y se pasó la mano por el pelo, con el ademán habitual que Barbara recordaba. Era negro como el azabache, teñido y cortado a la moda punk, y en otra mujer de su edad habría parecido absurdo. Pero no en Emily Barlow. Emily Barlow no hacía nada absurdo, ni con su apariencia ni con nada.

– Bien -dijo con franqueza-, tenía una cita con un caballero para unas cuantas horas discretas de luz de luna, romance y lo que suele seguir a la luz de la luna y el romance, pero si quieres que te diga la verdad, sus encantos ya no dan más de sí, y la cancelé. En un momento dado supe que empezaría a lloriquear por su mujer y sus hijos, y no estaba dispuesta a cogerle la manita durante otro ataque de culpa galopante.

La respuesta era típica de Emily. Hacía mucho tiempo que había relegado el sexo a una actividad aeróbica más.

– ¿Tienes tiempo para charlar? -preguntó Barbara-. Sobre lo que está pasando.

La inspectora vaciló. Barbara sabía que estaba meditando si la petición era correcta. Esperó, consciente de que Emily no accedería a nada que perjudicara al caso o a su cargo recién estrenado. Por fin, miró hacia el edificio del que acababa de salir y tomó una decisión.

– ¿Has cenado, Barb? -preguntó.

– En el Breakwater.

– Muy valiente por tu parte. Imagino tus arterias endureciéndose a cada segundo que pasa. Bien, no he probado bocado desde el desayuno y me voy a casa. Acompáñame. Hablaremos mientras ceno.

No iban a necesitar el coche, añadió cuando Barbara buscó las llaves en su bolso deformado. Emily vivía en lo alto de la calle, donde Martello Road se transformaba en Crescent.

Tardaron menos de cinco minutos en llegar andando, al paso rápido que Emily impuso. Su casa se alzaba casi al final de Crescent. Era la última de una hilera de nueve viviendas que parecían estar en diversas fases de renovación o decadencia. La de Emily pertenecía al último grupo. Tres pisos de andamios la cubrían.

– Tendrás que perdonar el desorden. -Emily subió los ocho peldaños frontales agrietados, hasta llegar a un porche poco profundo, cuyas paredes eran de losas eduardianas astilladas-. Quedará de maravilla cuando esté terminado, pero ahora el principal problema es encontrar tiempo para trabajar en él. -Abrió con el hombro una puerta principal cuya pintura estaba descascarillada-. Por aquí -indicó, y se internó por un asfixiante pasillo que olía a serrín y trementina-. Es la única parte que he conseguido mantener en condiciones mínimamente habitables.

Si Barbara había abrigado alguna esperanza de pasar la noche en casa de Emily, la enterró cuando vio qué era «por aquí». Daba la impresión de que Emily vivía en una cocina sin ventilación. Una habitación del tamaño de un aparador, que contenía una nevera, un camping gas, el fregadero y encimeras de rigor. Además de estos aditamentos, típicos de una cocina, embutidas en la estancia había una cama plegable, una mesa, dos sillas plegables de metal y una bañera antigua, de las que se utilizaban en los tiempos anteriores a los sistemas de cañerías actuales. Barbara no quiso preguntar dónde estaba el retrete.

Una sola bombilla desnuda que colgaba del techo proporcionaba iluminación, si bien una linterna y un ejemplar de Breve historia del tiempo, al lado de la cama, indicaban que Emily se distraía leyendo (si es que la astrofísica podía calificarse de lectura distraída) en la cama. La cama consistía en un saco de dormir y una almohada rolliza, cuya funda estaba decorada con Snoopy y Woodstock volando en la Primera Guerra Mundial sobre los campos de Francia.

Era el habitáculo más extraño que Barbara hubiera podido imaginar para la Emily Barlow que había conocido en Maidstone. De haber tenido tiempo para imaginar la morada de una IJD, habría sido algo sencillo y moderno, con énfasis en el cristal, el metal y la piedra. Dio la impresión de que Emily leía sus pensamientos, porque dejó caer su bolsa sobre la encimera y se apoyó contra ella con las manos en los bolsillos.

– Distrae mi mente del trabajo -dijo-. Eso, y echar un polvo periódicamente con algún tipo entusiasta, es lo que me mantiene cuerda. -Ladeó la cabeza-. Aún no te lo he preguntado. ¿Cómo está tu madre, Barb?

– ¿Hablando de cordura…, o de todo lo contrario?

– Lo siento. No me fijé en la relación.

– No te disculpes. No me ha molestado.

– ¿Aún vive contigo?

– No lo pude aguantar.

Barbara resumió los detalles a su amiga, con las sensaciones habituales de cuando revelaba de mala gana que había confinado a su madre en una residencia particular: culpabilidad, ingratitud, egoísmo, crueldad. Daba igual que su madre estuviera en mejores manos que cuando vivía con Barbara. Aún era su madre. La deuda del nacimiento siempre pendería entre ellas, pese a que ningún hijo piensa jamás en satisfacerla.

– Debió ser duro -dijo Emily cuando Barbara terminó-. No te habrá resultado fácil tomar la decisión.

– No, pero aún siento la sensación de que debo pagar.

– ¿Por qué?

– No sé. Por la vida, supongo.

Emily asintió lentamente. Daba la impresión de estar examinando a Barbara, y bajo ese escrutinio, Barbara notó que la piel le picaba debajo de los vendajes. Hacía un calor asfixiante en la habitación, y aunque la única ventana estaba abierta (y pintada de negro por algún motivo), ni siquiera la promesa de una débil brisa entraba por la ventana.

Emily se reanimó de repente.

– A cenar -dijo. Fue a la nevera, se acuclilló delante de ella y sacó un recipiente lleno de yogur. Cogió un cuenco grande de una alacena y dejó caer en su interior tres enormes cucharadas de yogur. Alcanzó un paquete de muesli-. Qué calor -dijo, mientras se pasaba los dedos por el pelo-. Dios Todopoderoso. Qué mierda de calor.

Abrió el paquete con los dientes.

– El peor tiempo para una investigación policial -dijo Barbara-. Nadie tiene paciencia para nada. Los ánimos se excitan.

– Cuéntamelo a mí -admitió Emily-. No he hecho gran cosa en los dos últimos días, aparte de intentar impedir que los asiáticos quemen la ciudad y mi jefe me sustituya por su compañero de golf.

Barbara se alegró de que su compañera le diera la excusa.

– La manifestación de hoy ha salido en la ITV. ¿Lo sabías?

– Oh, sí. -Emily vertió medio paquete de muesli sobre el yogur y lo revolvió todo con la cuchara, antes de coger un plátano que había en un frutero, sobre la encimera-. Una horda de asiáticos interrumpió un pleno municipal, aullando como hombres lobo sobre sus libertades civiles. Uno de ellos avisó a los medios, y cuando una cámara apareció, empezaron a arrancar pedazos de hormigón. Han importado forasteros para colaborar en la causa. Y a Ferguson, mi jefe, le ha dado por llamarme cada dos por tres para explicarme cómo hacer mi trabajo.

– ¿Cuál es la preocupación principal de los asiáticos?

– Depende de con quién hables. Tienen la intención de sacar a la luz pública todo lo que puedan: una coartada, falta de entusiasmo por parte de la policía local, una conspiración del DIC o el inicio de una limpieza étnica. Tú eliges.

Barbara se sentó en una de las dos sillas metálicas.

– ¿Cuál se acerca más a la verdad?

Emily la traspasó con la mirada.

– Brillante, Barb. Ya hablas como ellos.

– Lo siento. No quería sugerir…

– Olvídalo. Todo el puto mundo se me ha subido a las barbas. ¿Por qué no tú también? -Emily sacó un cuchillo pequeño de un cajón, que utilizó para cortar el plátano y añadir los trozos a la mezcla de yogur y muesli-. Ésta es la situación. Intento limitar las filtraciones al mínimo. La situación es muy delicada, y si no voy con cuidado sobre quién sabe qué y cuándo, hay un cañón suelto en la ciudad que empezará a disparar de un momento a otro.

– ¿Quién es?

– Un musulmán. Muhannad Malik.

Emily explicó la relación de éste con el fallecido, así como la importancia de la familia Malik, y por tanto del propio Muhannad, en Balford-le-Nez. Su padre, Akram, había llegado a la ciudad con su familia once años antes, con el sueño de fundar su propio negocio. Al contrario que muchos inmigrantes asiáticos, que se conformaban con restaurantes, mercados, lavanderías o gasolineras, cuando Akram Malik soñaba, soñaba a lo grande. Dedujo que en una parte deprimida del país, no sólo sería bienvenido como garantía de futuros empleos, sino que tal vez podría dejar su impronta. Sus inicios fueron humildes, fabricando mostaza en la trastienda de una diminuta panadería de Oíd Pier Street. Terminó con toda una fábrica en la parte norte de la ciudad. Allí se fabricaba de todo, desde mermeladas sabrosas a vinagretas.

– Malik's Mustards and Assorted Accompaniments -concluyó Emily-. Otros asiáticos le siguieron hasta aquí. Algunos son parientes, otros no. Ahora forman una comunidad en constante crecimiento. Con todos los dolores de cabeza interraciales inherentes.

– ¿Muhannad es uno de ellos?

– Un plasta. Estoy hasta el cuello de mierda política por culpa de ese capullo.

Cogió un melocotón y empezó a cortarlo, dejando caer los pedazos a lo largo del borde del cuenco. Barbara la miraba, mientras pensaba en su cena antidietética, y consiguió reprimir su sentimiento de culpa.

Emily le informó que Muhannad era el activista político de Balford-le-Nez que dedicaba gran fervor a la causa de la igualdad de derechos y el trato justo para todo su pueblo. Había fundado una organización cuyo propósito teórico era el apoyo, la hermandad y la solidaridad entre los jóvenes asiáticos, pero se ponía como una moto en lo tocante a cualquier cosa que pudiera sugerir remotamente un incidente racial. Cualquiera que molestara a un asiático se encontraba al poco tiempo cara a cara con una o más némesis, cuya identidad las víctimas nunca conseguían recordar.

– Nadie es capaz de movilizar a la comunidad asiática como Malik -dijo Emily-. Me está pisando los talones desde que encontraron el cadáver de Querashi, y me los seguirá pisando hasta que detenga a alguien. Además de ocuparme de él y de ocuparme de Ferguson, he de sacar tiempo para dirigir la investigación.

– Eso es difícil -dijo Barbara.

– Es una mierda.

Emily arrojó el cuchillo al fregadero y llevó su cena a la mesa.

– Hablé con una chica del pueblo en el Breakwater -dijo Barbara, mientras Emily iba a la nevera y sacaba dos latas de Heineken. Pasó una a Barbara y abrió la suya. Se sentó con movimientos atléticos inconscientes y naturales, pasando una pierna por encima del asiento de la silla en lugar de acomodarse con estudiada gracia femenina-. Corren rumores de que Querashi tuvo un percance con drogas. Ya sabes a qué me refiero: ingirió heroína antes de salir de Pakistán.

Emily tomó una cucharada de su pócima. Se pasó la lata de cerveza por la frente, perlada de sudor.

– Toxicología aún no ha dicho la última palabra sobre Querashi. Puede que haya alguna relación con drogas. Con tantos puertos cercanos, conviene tenerlo presente. Pero las drogas no le mataron, si estabas pensando en eso.

– ¿Sabes cuál fue la causa?

– Oh, sí. Lo sé.

– Entonces, ¿por qué te comportas con tanto sigilo? Leí que aún se ignora la causa de la muerte, de modo que ni siquiera está claro que se trate de un asesinato. ¿Es así?

Emily bebió un poco de cerveza y miró a Barbara con cautela.

– ¿Hasta qué punto estás de vacaciones, Barb?

– Sé morderme la lengua, si me estás pidiendo eso.

– ¿Y si te pido más?

– ¿Necesitas mi ayuda?

Emily había recogido más yogur con la cuchara, pero lo dejó caer en el cuenco y meditó antes de contestar poco a poco.

– Es posible.

Esto era más de lo que esperaba, pensó Barbara. Se precipitó sobre la oportunidad que la inspectora le estaba ofreciendo sin saberlo.

– Pues ya la tienes. ¿Por qué no soltáis prenda? Si no fueron drogas, ¿estuvo la muerte relacionada con el sexo? ¿Suicidio? ¿Accidente? ¿Qué está pasando?

– Asesinato -dijo Emily.

– Ah. Y cuando corra la voz, los asiáticos invadirán las calles de nuevo.

– La voz ya ha corrido. Se lo dije a los paquistaníes esta tarde.

– Y respirarán, mearán y dormirán por nosotros a partir de ahora.

– ¿Es un asesinato racial, pues?

– Aún no lo sabemos.

– Pero ¿sabéis cómo murió?

– Lo supimos en cuanto le echamos un vistazo, pero quiero ocultarlo a los asiáticos el máximo tiempo posible.

– ¿Por qué? Si ya saben que fue un asesinato…

– Porque esta clase de asesinato sugiere lo que están afirmando.

– ¿Un incidente racial? -Emily asintió-. ¿Cómo? Quiero decir, ¿cómo supiste que era un asesinato racial con sólo ver el cadáver? ¿Habían dejado marcas en él, cruces gamadas o algo por el estilo?

– No.

– ¿Dejaron la tarjeta de visita del Frente Nacional en el lugar de los hechos?

– Tampoco.

– Entonces, ¿por qué llegaste a la conclusión…?

– Presentaba contusiones muy graves. Y tenía el cuello roto, Barb.

– Uf. Puta mierda.

Las palabras de Barbara eran reverentes. Recordaba lo que había leído. Habían encontrado el cadáver de Querashi dentro de un nido de ametralladoras situado en la playa. Esto sugería una emboscada. Si se le sumaba la paliza, cabía interpretar que la muerte era debida a motivos raciales. Porque los asesinatos premeditados, a menos que fueran precedidos por las torturas típicas de los asesinatos múltiples, solían ser rápidos, pues el objetivo era la muerte. Por otra parte, un cuello roto sugería que el asesino había sido un hombre. Ninguna mujer normal tendría la fuerza suficiente para romper el cuello de un hombre.

Mientras Barbara pensaba en estos puntos, Emily se acercó a la encimera para coger su bolsa de lona. Apartó el plato y extrajo tres carpetas de papel manila. Abrió la primera, la dejó a un lado y abrió la segunda. Contenía una serie de fotografías reveladas en brillo. Escogió unas cuantas y las pasó a Barbara.

Las fotografías plasmaban el cadáver tal como estaba la mañana en que fue descubierto. La primera foto se concentraba en su cara, y Barbara vio que estaba casi tan machacada como la suya. La mejilla derecha presentaba una fuerte contusión, y una ceja estaba partida. Otras dos fotografías mostraban sus manos. Las dos tenían cortes y rasguños, como si las hubiera alzado para protegerse.

Barbara pensó en lo que implicaban las fotografías. El estado de la mejilla derecha sugería un atacante zurdo, pero la herida de la frente estaba en la parte izquierda, lo cual sugería que el asesino era ambidextro, o bien tenía un cómplice.

Emily le tendió otra fotografía.

– ¿Conoces el Nez? -preguntó.

– Hace años que no he estado -contestó Barbara-, pero me acuerdo de los acantilados. Un cafetucho. Una torre de vigilancia antigua.

La otra foto era una toma aérea. Incluía el nido de ametralladoras, el acantilado que se alzaba sobre él, la torre de vigilancia, el café en forma de L. Un aparcamiento al sudeste del café albergaba vehículos policiales que rodeaban un monovolumen. Pero Barbara tomó nota de lo que faltaba en la foto, lo que habría estado alzado sobre el aparcamiento, iluminándolo después del anochecer.

– Em -dijo-, ¿no hay luces en el Nez, en lo alto del acantilado? ¿No hay? -Levantó la vista y descubrió que Emily la estaba mirando, con una ceja arqueada para confirmar sus suposiciones-. Joder, no hay, ¿verdad? Y si no hay luces… -Barbara volvió a examinar la foto, a la que formuló la siguiente pregunta-. Entonces, ¿qué cojones estaba haciendo Haytham Querashi en el Nez y a oscuras?

Levantó la cabeza una vez más y vio que Emily la saludaba con su Heineken.

– Ésa es la pregunta, sargento Havers -dijo, y se llevó la cerveza a la boca.

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