Capítulo 22

– Kreuzhage dice que Reuchlein está pagando el alquiler de dos apartamentos en Oskarstrasse 15 -concluyó Barbara-. Pero todos los apartamentos del edificio son pequeños, de una sola habitación, con cocinas y baños individuales, de modo que si el tío tiene bastante dinero, Kreuzhage afirma que podría utilizar un piso como dormitorio y otro como sala de estar. Sobre todo si recibe a gente y no quiere que sus invitados se sienten en la cama. Por lo tanto, el hecho de que tenga alquilados dos apartamentos no debería despertar nuestras sospechas, advierte. Aunque puede que haya despertado las sospechas de Querashi, que es de Pakistán, donde la mayoría de la gente vive con más humildad, en palabras de Kreuzhage.

– ¿Y está seguro de que es Klaus Reuchlein quien tiene alquilados los dos apartamentos? ¿Klaus y no otro nombre?

– Era Klaus, sin duda.

Barbara terminó su zumo de zanahoria, que Emily le había ofrecido cuando se habían reunido en el despacho de la inspectora para comparar notas. Hizo lo que pudo para ocultar una mueca cuando su lengua registró el sabor. No le extrañaba que la gente adepta a comidas sanas fuera tan enclenque, pensó. Todo cuanto ingerían acababa de inmediato con cualquier deseo de ingerir más.

– Según él, uno de sus chicos vio el contrato de alquiler y la firma. A menos que Klaus Reuchlein sea el equivalente de John Smith en Alemania y haya uno debajo de cada piedra, es el mismo tipo.

Emily asintió. Miró hacia el tablero colgado en el extremo opuesto de su despacho, donde se apuntaban las actividades del equipo del DIC, junto al número de identificación del agente. Habían empezado cinco días antes con la actividad Al. Barbara vio que habían llegado a la A320.

– Nos estamos acercando a él -dijo Emily-. Lo sé, Barb. Esto de Reuchlein se cierra alrededor del cuello del señor Pájaro de Cuenta. Mucho hablar de salvar a su gente de nosotros, cuando alguien debería salvar a su gente de él.

Barbara había pasado por el Burnt House antes de volver a la comisaría. Allí había recogido el mensaje que el Kriminalhauptkommisar Kreuzhage había comunicado por teléfono, el mensaje críptico de que «la información perteneciente a los intereses de la sargento en Hamburgo había sido obtenida». Ella le había telefoneado al instante, mientras engullía un bocadillo de queso y pepino que Basil Treves le había proporcionado, al que tuvo que desalentar con la mayor sutileza posible de quedarse en la puerta de la habitación, con el fin de escuchar la conversación. En primer lugar, Kreuzhage había confirmado sus sospechas de que la dirección de Hamburgo coincidía con el número de teléfono al que Querashi había llamado desde el Burnt House antes de su muerte, y en ese momento experimentó la misma sensación que la inspectora estaba viviendo ahora: la creciente certeza de que se estaban acercando a la verdad. Pero cuando combinó esa creciente certeza con lo que había visto en Eastern Imports (nada fuera de lo normal, salvo un retrete averiado y una almohada en el suelo), su mente se llenó de preguntas en lugar de respuestas. Su intuición le estaba diciendo que todo cuanto había oído y visto aquel día estaba relacionado de alguna manera, si no con la muerte de Querashi, al menos entre sí. Pero su cerebro se negaba a decirle cómo.

Belinda Warner entró en la habitación.

– He repasado el libro de registro, jefa. Tengo una lista de todos los delitos. ¿La quiere ahora, o prefiere esperar a la reunión del equipo de esta tarde?

Emily contestó extendiendo la mano.

– Esto puede proporcionarnos la soga que le ahorque -dijo a Barbara.

El documento, impreso por ordenador, constaba de varias páginas y contenía todos los delitos, insignificantes o no, que habían sido denunciados a la policía de Balford desde principios de año. La agente Warner había subrayado en amarillo aquellas actividades que caían bajo la descripción categórica de ser peligrosas en potencia y, por tanto, merecedoras de la atención del DIC. Fueron estas actividades las que Emily leyó en voz alta.

Seis coches robados desde junio, uno por mes y todos ellos recuperados, encontrados en lugares tan dispares como la senda de pleamar que conducía a Horsey Island o el campo de golf de Clacton-on-Sea. Conejos muertos abandonados ante la puerta de la directora de la escuela primaria. Cuatro incendios premeditados: dos en cubos de basura dejados en la calle para que fueran recogidos, uno en un nido de ametralladoras situado al borde del Wade, y uno en el cementerio de St. John's Church, donde habían violado y profanado una cripta con grafiti. Cinco roperos de playa forzados. Veintisiete hurtos, entre los que se contaban varios escalos, una máquina de cambio de monedas reventada en una lavandería, la invasión de numerosas cabañas de la playa y el robo de la caja de un restaurante chino. Un tirón en el parque de atracciones. Tres Zodiac hinchables desaparecidas del East Essex Boat Hire, en la dársena dé Balford, una de ellas encontrada abandonada en la marea baja en la parte sur de Skipper's Island, y las otras dos con los motores parados en mitad del Wade.

Emily sacudió la cabeza en señal de hastío al leer el último informe.

– Si Chaflie Spencer dedicara a vigilar sus Zodiac la mitad de la atención que destina a leer los programas de carreras de caballos de Newmarket, no nos tocaría los huevos una vez a la semana.

Pero Barbara estaba pensando en lo que había visto y oído la tarde anterior, en lo que había descubierto la noche anterior, y en cómo se relacionaba todo ello con uno de los informes que Emily acababa de leer. Se preguntó por qué no había comprendido la verdad antes. Rachel Winfield se la había revelado. No había caído en la cuenta de las implicaciones.

– ¿Qué se llevaron de esas cabañas de la playa, Em?

Emily levantó la vista.

– Venga, Barb. No estarás pensando que esos robos constituyen la relación que estábamos buscando.

– Con la muerte de Querashi tal vez no -admitió Barbara-, pero podrían encajar de otra manera. ¿Qué se llevaron?

Emily pasó las páginas del informe. Dio la impresión de que leía con más atención que la primera vez, pero rechazó su importancia.

– Saleros de mesa. Molinillos de pimienta. Nada más que basura, hostia. ¿A quién le interesa una muestra de bordado, o un equipo de badminton? Comprendo que roben una estufa, para utilizarla o venderla, pero ¿qué me dices de esto?: una foto enmarcada de una abuelita dormitando bajo un parasol.

– Eso es -se apresuró a decir Barbara-. Ésa es la cuestión: vender lo que han afanado. Es la clase de material que se vende en puestos ambulantes, Em. Es la clase de basura que los Ruddock estaban trasladando desde su sala de estar al coche ayer por la tarde. Y es el mismo material que encontramos en la mochila de Trevor Ruddock anoche. Eso es lo que estuvo haciendo desde que se separó de Rachel Winfield hasta que apareció en su trabajo: robar fruslerías de las cabañas de la playa, como complemento de los ingresos familiares.

– Lo cual, si estás en lo cierto…

– Ya puedes apostar por ello.

– … le borra de nuestra lista. -Emily se inclinó sobre el informe-. Pero ¿cómo, maldita sea, cómo vuelve a ella Malik?

El teléfono sonó y masculló una imprecación. Levantó el auricular y siguió estudiando el informe.

– Aquí Barlow… Ah. Bien hecho, Frank. Llévale a la sala de interrogatorios. Enseguida nos reunimos contigo. -Colgó el auricular y tiró el informe sobre el escritorio-. El S04 identificó por fin las huellas encontradas en el Nissan de Querashi -explicó a Barbara-. El agente Eyre acaba de llegar con nuestro chico.


Su chico estaba encerrado en la misma sala de interrogatorios que había ocupado antes Fahd Kumhar. Una mirada bastó a Barbara para convencerse de que habían localizado al presunto amante de Querashi. Encajaba perfectamente con la descripción. Era un hombre delgado y nervudo, de cabello rubio corto, un aro de oro en la ceja y orejas que exhibían pendientes de botón, aros y, colgado de un lóbulo, un imperdible de plástico como los utilizados en los pañales de los bebés. También llevaba un aro en el labio, de plata, con una pieza de bisutería colgando de él. Una camiseta ceñida, con las mangas cortadas, revelaba un bíceps tatuado con lo que a primera vista parecía un lirio grueso, con la palabra «Cómeme» escrita debajo. No obstante, una inspección más detenida revelaba que el estambre de la flor era un falo. Encantador, pensó Barbara al verlo. Le gustaba aquel toque sutil.

– Señor Cliff Hegarty -dijo Emily cuando cerró la puerta-. Ha sido muy amable al venir para responder a algunas preguntas.

– Me parece que no podía elegir -dijo Hegarty. Al hablar, exhibió los dientes más blancos y perfectos que Barbara había visto en su vida-. Dos tipos aparecieron y preguntaron si me importaba venir a la comisaría. Siempre me ha gustado ese estilo que gastan los policías, como dándote a entender que tienes alguna alternativa a la hora de ayudarles en sus investigaciones.

Emily no perdió el tiempo y fue al grano. Las huellas dactilares de Hegarty, dijo, habían sido encontradas en el coche de un hombre asesinado llamado Haytham Querashi. El coche había sido encontrado en el lugar de los hechos. ¿Querría explicar el señor Hegarty cómo habían llegado allí?

Hegarty se cruzó de brazos. Fue un movimiento que puso todavía más de relieve su tatuaje.

– Si quiero, puedo telefonear a un abogado -dijo. El aro de su labio reflejó la luz del techo cuando habló.

– Puede -contestó Emily-, pero como aún no le he leído sus derechos, su necesidad de un abogado me intriga.

– No he dicho que necesitara uno. No he dicho que quisiera uno. Sólo he dicho que podía telefonear a uno si quería.

– ¿Qué quiere decir con eso?

La lengua del hombre surgió de su boca y recorrió sus labios con la velocidad de un lagarto.

– Puedo decirles lo que quieren saber, y estoy dispuesto a hacerlo. Pero tienen que garantizarme que la prensa no sabrá mi nombre.

– No tengo la costumbre de dar garantías a nadie. -Emily se sentó al otro lado de la mesa-. Y teniendo en cuenta que sus huellas fueron encontradas en el lugar del crimen, no está en situación de hacer tratos.

– Entonces no hablaré.

– Señor Hegarty -intervino Barbara-, el S04 de Londres identificó sus huellas dactilares. Creo que usted comprende lo que esto implica: si Londres tiene sus huellas, significa que existen antecedentes de un arresto. ¿Debo señalarle que la situación de un tío se pone chunga cuando las huellas de un delincuente están relacionadas con un asesinato, y resulta que el tío y el delincuente son la misma persona?

– Nunca hice daño a nadie -se defendió Hegarty-. Ni en Londres ni en ningún otro sitio. Y no soy un delincuente. Lo que hice fue entre dos adultos, y como uno de los adultos pagaba, no se trata de que obligara a nadie. Además, entonces era un crío. Si la policía dedicara más atención a impedir los auténticos delitos, y menos a molestar a unos tíos que sólo intentan ganar unas honradas libras utilizando su cuerpo, como un minero o un cavador de zanjas utiliza el suyo, este país sería un lugar mucho mejor para vivir.

Emily no discutió la creativa comparación entre obreros y chaperos.

– Escuche, un abogado no podrá impedir que su nombre salga en los periódicos, si lo quiere para eso. Tampoco puedo garantizarle que alguien del Standard no esté acampado delante de su casa cuando vuelva. Pero cuanto antes salga aquí, menor será la probabilidad.

El hombre meditó, mientras se humedecía los labios de nuevo. Su bíceps se tensó y el falo camuflado, en forma de estambre de lirio, se flexionó de una forma sugerente.

– Esto es lo que hay, ¿vale? -dijo por fin-. Hay otro tío. Llevamos juntos hace tiempo. Cuatro años, para ser exacto. No quiero que se entere de…, bien, de lo que voy a decirles. Ya sospecha algo, pero no sabe. Y quiero que siga así.

Emily consultó una tablilla que había recogido en recepción antes de bajar.

– Veo que tiene una empresa.

– Mierda. No puedo decirle a Gerry que han venido a buscarme por Distracciones. Ya no le gusta que me ocupe de ello. Siempre me está dando la paliza para que haga algo legal, según su definición de legal, y si descubre que la policía ha venido a tocarme los cojones…

– Y veo que esta empresa se encuentra en la zona industrial de Balford -continuó Emily, impertérrita-. Donde también está Mostazas Malik. Donde el señor Querashi estaba empleado. Hablaremos con todos los empresarios de la zona industrial en el curso de nuestra investigación, por supuesto. ¿Se siente más complacido ahora, señor Hegarty?

Hegarty exhaló el aliento que había contenido para seguir protestando. Estaba claro que había recibido el mensaje implícito.

– Sí -dijo-. Ahora sí. De acuerdo.

– Estupendo. -Emily conectó la grabadora-. Para empezar, hablaremos de cómo conoció al señor Querashi. No nos equivocamos al asumir que le conocía, ¿verdad?

– Le conocía -admitió Hegarty-. Sí. Conocía muy bien a ese tipo.

Se habían conocido en el mercado de Clacton. Cliff solía ir allí cuando el trabajo estaba al día. Iba de compras y en busca de lo que él llamaba «un poco de cachondeo, ya me entiende. Es muy aburrido estar con un tío un día sí y otro también. El cachondeo ataja el aburrimiento, ¿sabe? Eso era todo. Sólo un poco de cachondeo».

Había visto a Querashi examinando algunos pañuelos de Hermés falsos. No había pensado mucho en él («la carne oscura no entra dentro de mis preferencias»), hasta que el asiático levantó la cabeza y le miró.

– Ya le había visto antes en las cercanías de la fábrica Malik -dijo Hegarty-. Pero nunca me había topado con él ni pensado en nada de particular. Cuando me miró, supe lo que había. Era una mirada atrevida, inconfundible. Así que me fui a los retretes. El me siguió al instante. Así empezó.

Amor verdadero, pensó Barbara.

Creía que iba a ser un polvo sin más consecuencias, explicó Hegarty, era lo que él quería y lo que solía conseguir cuando iba al mercado. Pero ésa no era la intención de Querashi. Lo que Querashi quería era una relación permanente, aunque ilícita, y el hecho de que Cíiff estuviera comprometido con otro servía a las necesidades esenciales del paquistaní.

– Me dijo que estaba prometido con la hija de Malik, pero el trato entre ellos quedaría restringido a los papeles. Ella le necesitaba para aparentar, y él la necesitaba por la misma razón.

– ¿Para aparentar? -interrumpió Barbara-. ¿La hija de Malik es lesbiana?

– Está preñada -contestó Hegarty-. Eso me dijo Hayth.

Puta mierda, pensó Barbara.

– ¿El señor Querashi estaba seguro de que la chica está embarazada? -preguntó.

– La chica se lo dijo. Se lo dijo nada más conocerse. A él le pareció estupendo, porque aunque habría podido tirársela, sabía que tirarse a una mujer le iba a resultar muy difícil. Si el niño pasaba como si fuera suyo, perfecto. Daría la impresión de que había cumplido su deber de marido durante la noche de bodas, y si el bebé era un chaval, viviría de coña y ya no tendría que preocuparse de su mujer nunca más.

– Al tiempo que seguiría citándose con usted.

– Ése era el plan, sí. A mí ya me iba bien porque, como ya he dicho, eso de estar con un tío un día sí y otro también… -Levantó los dedos a modo de encogimiento de hombros-. Así no sería siempre Gerry, Gerry, Gerry.

Emily continuó interrogando a Hegarty, pero la mente de Barbara se había acelerado. Si Sahlah Malik estaba embarazada, y si Querashi no era el padre, sólo podía serlo una persona. «La vida empieza ahora» adquiría un significado completamente nuevo. Y también el hecho de que Theodore Shaw carecía de coartada para la noche del asesinato. Le habría bastado con zarpar en su yate de la dársena de Balford, bajar por el canal principal, rodear la punta norte del Nez y acceder a la zona donde Haytham Querashi había sufrido la caída fatal. La pregunta era: ¿podría haber zarpado de la dársena sin que nadie le viera?

– Utilizábamos el nido de ametralladoras -estaba explicando Hegarty a Emily-. No había un lugar más seguro. Hayth tenía una casa en las Avenidas, donde viviría cuando la chica y él se casaran, pero no podíamos ir allí porque Gerry trabaja por las noches en las reformas del piso.

– ¿Usted se encontraba con Querashi las noches que Gerry trabajaba?

– Exacto.

No podían encontrarse en el Burnt House por temor a que Basil Treves («ese pichafloja de Treves», fue la definición de Hegarty) se lo contara a alguien, en especial a Akram Malik, regidor del ayuntamiento como él. No podían encontrarse en Jaywick Sands porque la comunidad era pequeña y Gerry podía enterarse, y no iba a soportar que su amante se lo montara con otros tíos.

– El sida y todo eso -añadió Hegarty, como si experimentara la necesidad de explicar a la policía la incomprensible actitud de Gerry.

Por eso se encontraban en el nido de ametralladoras de la playa. Y allí era donde Cliff estaba, esperando a Querashi, la noche que éste murió.

– Vi cuanto pasó -dijo, y sus ojos se nublaron como si estuviera reviviendo lo que había visto aquella noche-. Estaba oscuro, pero vi las luces de su coche cuando llegó, porque aparcó cerca del borde del acantilado. Se acercó a la escalinata y miró a su alrededor, como si hubiera oído algo. Lo sé porque veía su silueta.

Después de una pausa, Querashi empezó a bajar. No había descendido ni cinco peldaños, cuando cayó. Se precipitó dando tumbos hasta el pie del acantilado.

– Me quedé petrificado. -Hegarty había empezado a sudar. La joya del aro que perforaba su labio bailoteaba-. No supe qué hacer. No podía creer que hubiera caído… Seguí esperando a que se levantara…, a que se sacudiera el polvo. A que riera o algo por el estilo, como avergonzado. En cualquier caso, fue entonces cuando vi al otro.

– ¿Había alguien más? -preguntó Emily al instante.

– Agazapado detrás de un arbusto, arriba del acantilado.

Hegarty describió el movimiento que había visto: una figura que surgía de detrás de los arbustos, bajaba unos peldaños, quitaba algo enrollado alrededor de la barandilla de hierro que había a cada lado de los peldaños de cemento, y desaparecía.

– Entonces pensé que alguien se lo había cargado -concluyó Hegarty.


Rachel firmó con una rúbrica en cada línea que el señor Dobson le señalaba. Hacía tanto calor en su oficina que los muslos se le estaban pegando a la silla, y gotas de sudor caían desde sus cejas sobre los documentos como si fueran lágrimas. Pero estaba lejos de llorar. Aquel día precisamente, llorar era lo último que se le ocurriría.

Había aprovechado su hora de comer para pedalear hasta los Clifftop Snuggeries. Había pedaleado con furia, indiferente al calor, el tráfico o los peatones, con el fin de llegar a los Snuggeries y el señor Dobson antes de que otra persona comprara el piso que quedaba. Estaba tan dichosa que ni siquiera se molestó en agachar la cabeza para ocultarla a las miradas de los curiosos, como siempre hacía cuando se encontraba entre desconocidos. ¿Qué más daba su fealdad, cuando al fin iba a solucionar su futuro?

Había creído a pie juntillas en las últimas palabras que dijo a Sahlah el día anterior. Theo Shaw, había dicho, cumpliría su deber. No dejaría que Sahlah se las arreglara sola. No era propio de Theo abandonar a las personas que amaba, sobre todo en tiempos de necesidad.

Pero no había contado con Agatha.

Rachel había conocido la noticia del ataque de la señora Shaw aquella mañana, a los diez minutos de abrir la tienda. El estado de la anciana era la comidilla de High Street. Apenas Rachel y Connie acababan de destapar los collares y brazaletes de la vitrina principal, el señor Unsworth, de Balford Books and Crannies, apareció para que firmaran una tarjeta de felicitación gigantesca.

– ¿Qué es esto? -quiso saber Connie. La tarjeta tenía la forma de un conejo enorme. Parecía más adecuada para desear felices pascuas a un niño que para enviar recuerdos a una mujer al borde de la muerte.

Aquellas tres palabras fueron todo cuanto necesitó el señor Unsworth para abundar sobre el tema de los «ataques de apoplejía», como llamaba al ataque de la señora Shaw. Era muy típico del señor Unsworth. Leía el diccionario entre cliente y cliente, y siempre le gustaba darse aires de importancia utilizando palabras que nadie, excepto él, comprendía. Pero cuando Connie, a la que no sólo no intimidaba su vocabulario, sino que sólo se dejaba impresionar por cosas directamente relacionadas con bailar el swing o vender chucherías a sus clientes, dijo, «Alfie, ¿de qué cono estás hablando? Tenemos trabajo que hacer», el señor Unsworth abandonó a Mr. Chips en favor de una forma más directa de comunicarse.

– A la vieja Agatha Shaw se le han fundido los plomos del cerebro, Con. Sucedió ayer. Mary Ellis estaba con ella. La llevaron al hospital, y está entubada de pies a cabeza.

Unos pocos minutos de conversación bastaron para iluminar los detalles, el más importante de los cuales era el pronóstico de la señora Shaw. Connie quiso saberlo, debido a lo que significaba la salud de la anciana para la reurbanización de Balford-le-Nez, un plan en el que los tenderos de la calle Mayor tenían un interés lógico. Rachel quiso saberlo, debido a la influencia que su estado actual podía tener en el futuro comportamiento de su nieto. Una cosa era estar segura de que Theo Shaw cumpliría su deber para con Sahlah en circunstancias normales, y otra muy distinta esperar que aceptara el peso del matrimonio y la paternidad en plena crisis familiar.

Y lo que Rachel había averiguado por mediación del señor Unsworth (quien lo había averiguado gracias al señor Hodge en la panadería de Granny, quien lo había averiguado gracias a la señora Barrigan en Sketches, quien era la tía paterna de Mary Ellis) era que el estado actual de la señora Shaw constituía una crisis familiar de gigantescas proporciones. Viviría, cierto. Y si bien esta circunstancia, al principio, parecía garantizar que Theo aceptaría las responsabilidades contraídas con Sahlah Malik, cuando el señor Unsworth se explayó sobre el estado de la señora Shaw, Rachel vio las cosas de una forma muy diferente.

Utilizó palabras como «cuidados constantes» y «rehabilitación intensiva», palabras como «devoción de un ser querido», «gracias a su buena estrella» y «tiene a ese chico». Al oír todo esto, Rachel no tardó mucho en comprender que, fueran cuales fuesen sus responsabilidades para con Sahlah, Theo Shaw tenía responsabilidades aún mayores para con su abuela. Al menos, así lo vería él.

Rachel no había dejado de mirar el reloj en toda la mañana. La situación con su madre era demasiado tensa en los últimos días para pedirle permiso para salir antes de la hora e ir a los Snuggeries. Pero en cuanto el segundero rebasó las doce, ya estaba fuera de la tienda e inclinada sobre el manillar, pedaleando como un ciclista en el Tour de Francia.

– Brillante -dijo el señor Dobson, mientras la joven firmaba en la línea final del contrato de compra. Lo levantó de la mesa y agitó en el aire, como para secar la tinta. Le dedicó una sonrisa radiante-. Bri-llan-te. Maravilloso. No se arrepentirá ni un momento de esta adquisición, señorita Winfield. Estos pisos constituyen una excelente inversión. Dentro de cinco años, su dinero se habrá duplicado. Ya lo verá. Ha sido muy inteligente al apoderarse de este último antes que otro se lo arrebatara, si quiere saber mi opinión. Pero ya imagino que usted es una chica inteligente en todo, ¿verdad?

Siguió charlando sobre consejeros de hipotecas, sociedades constructoras y oficinas de inversión en las delegaciones locales de Barclays, Lloyds o Nat West. En realidad, Rachel no le escuchaba. Asintió y sonrió, extendió el talón de pago que diezmaría su cuenta corriente en Midlands, y sólo pensó en la necesidad de terminar de una vez por todas aquella transacción, pedalear hasta Mostazas Malik y ofrecer su apoyo a Sahlah, cuando la noticia del estado de Agatha Shaw llegara a sus oídos.

Sin duda, Sahlah interpretaría la noticia igual que Rachel, y la consideraría un obstáculo insalvable para la futura convivencia con Theo y su hijo. Era imposible saber qué efecto obraría en Sahlah aquella información. Y como la gente abrumada por la preocupación y la confusión era propensa a tomar decisiones precipitadas, de las que más tarde se arrepentía, lo más lógico era que ella, Rachel Winfield, estuviera cerca de Sahlah por si ésta consideraba necesario hacer algo irreflexivo.

Sin embargo, pese a la prisa, Rachel no pudo abstenerse de dedicar un minuto a inspeccionar el piso. Sabía que no tardaría en vivir en él, que ellas no tardarían en vivir en él, pero aún se le antojaba un sueño poseer por fin el piso, pues sabía que para convertir el sueño en realidad sería necesario pasear de habitación en habitación, abrir armarios y admirar la vista.

El señor Dobson le entregó la llave.

– Por supuesto, por supuesto -y añadió-: Naturettement, chére mademoiselle -al tiempo que enarcaba las cejas y le dirigía una sonrisa lasciva, demostración de que su cara deforme no le repelía en absoluto.

Por lo general, Rachel habría reaccionado con brusquedad ante tamaña exhibición de bonhomie, pero aquella tarde sólo sentía buena disposición hacia el hombre, de manera que echó hacia atrás el pelo para revelar lo peor de sus deformidades, dio las gracias al señor Dobson, encerró la llave en su palma y se encaminó al número 22.

No había mucho que ver: dos dormitorios, un cuarto de baño, una sala de estar, una cocina. Como estaba en la planta baja, una diminuta terraza comunicada con la sala de estar daba al mar. Aquí, pensó Rachel con placidez, se sentarían por las noches, con el bebé en la cuna colocada entre ambas.

Mientras miraba por la ventana de la sala de estar, Rachel respiró hondo, henchida de felicidad, y se imaginó la escena. El dupatta de Sahlah susurraba, acariciado por la brisa del mar del Norte. La falda de Rachel se movía con gracia cuando se levantaba de la silla para acomodar la manta sobre el pecho del bebé dormido. Lo, o la, acunaba, y separaba con dulzura un pulgar en miniatura de la boca de querubín. Acariciaba la mejilla más suave que había tocado en su vida y rozaba con los dedos un cabello de color… ¿Qué color?, se preguntó. Sí, caramba. ¿De qué color era su cabello, por cierto?

Theo era rubio. Sahlah era muy morena. El cabello de su hijo sería una combinación de los dos, como su piel sería una combinación de la tez clara de Theo y el tono oliváceo de Sahlah.

Rachel estaba cautivada por la idea de aquel milagro de la vida que Sahlah Malik y Theo Shaw habían creado entre los dos. En aquel momento se dio cuenta de que apenas podría esperar a que transcurrieran los meses que faltaban para que el milagro se realizara.

De repente, fue consciente de lo bondadosa que era (ella, Rachel Lynn Winfield) y continuaría siendo con Sahlah Malik. Era más que una amiga para ella. Era un tónico. Expuesta a su influencia durante las semanas y meses que faltaban para el parto, Sahlah sería más fuerte, feliz y optimista acerca de su futuro. Y todo, todo, saldría bien al final: Sahlah y Theo, Sahlah y su familia, y sobre todo, Sahlah y Rachel.

Rachel se aferró a esta idea con creciente arrobo. Oh, tenía que correr al encuentro de Sahlah, que estaba trabajando en la fábrica, para comunicársela. Ojalá hubiera tenido alas para volar hasta allí.

La travesía de la ciudad fue terrible bajo la ardiente luz del sol, pero Rachel apenas se dio cuenta. Pedaleó a lo largo de la carretera de la costa con furiosa velocidad, y bebió agua tibia de su botella cada vez que un declive de la explanada le permitía correr cuesta abajo sin pedalear. No pensaba para nada en su incomodidad. Sólo pensaba en Sahlah y en el futuro.

¿Qué dormitorio preferiría Sahlah? El de delante era más grande, pero el de detrás daba al mar. El sonido del mar arrullaría al bebé. Quizá arrullaría también a Sahlah, cuando las responsabilidades de la maternidad pesaran demasiado sobre sus hombros.

¿Le gustaría a Sahlah cocinar para los tres? Su religión dictaba restricciones en su dieta, y Rachel se adaptaba con mucha facilidad a esas cosas. Por lo tanto, lo más lógico era que Sahlah cocinara para ellas. Además, si Rachel era la que iba a llevar el dinero a casa mientras Sahlah se quedaba a cuidar al bebé, Sahlah querría probablemente preparar sus comidas, como Wardah Malik hacía piara el padre de Sahlah. ¡No era que Rachel fuera a adoptar el papel de padre de nadie, y mucho menos del hijo de Sahlah! Eso le correspondía a Theo. Y Theo, a la larga, lo haría. Cumpliría su deber y aceptaría sus obligaciones, con el tiempo y cuando su abuela se hubiera recuperado.

– Según los médicos, puede vivir muchos años -les había dicho el señor Unsworth aquella mañana-. La señora Shaw es un auténtico acorazado. Como ella, sólo hay una entre cien. Y eso es magnífico para nosotros, ¿verdad? No morirá hasta que Balford esté de nuevo en pie. Ya lo verás, Con. Las cosas van a mejorar.

Ya lo estaban haciendo. En todos los sentidos. Cuando Rachel tomó la última curva a la izquierda y entró en la antigua zona industrial, situada en el extremo norte de la ciudad, se moría de ganas por extender su felicidad sobre las preocupaciones de Sahlah, como si fuera un bálsamo.

Bajó de la bicicleta y la apoyó contra una carretilla medio llena, abierta al aire libre. Olía a vinagre, zumo de manzana y fruta podrida, y estaba rodeada de moscas. Rachel agitó las manos alrededor de la cabeza para ahuyentarlas. Tomó un último sorbo de agua, cuadró los hombros y se encaminó hacia la puerta de la fábrica.

No obstante, antes de que pudiera llegar, la puerta se abrió, como anticipando su llegada. Sahlah salió, seguida de su padre al cabo de pocos instantes, que no iba vestido de blanco de pies a cabeza, como era habitual en él cuando trabajaba en la cocina experimental de la fábrica, sino con la indumentaria que Rachel pensaba propia de un muftí: camisa y corbata azules, pantalones grises y zapatos relucientes. Una cita para comer entre padre e hija, concluyó Rachel. Confiaba en que sus noticias sobre Agatha Shaw no estropearían el apetito de Sahlah. Una vez más, daba igual. Rachel recibiría otras noticias que la harían revivir.

Sahlah la vio al instante. Llevaba uno de sus collares más extravagantes, y al ver a Rachel, su mano se alzó para aferrado, como si fuera un talismán. ¿Cuántas veces había visto aquel gesto en el pasado?, se preguntó Rachel. Era una señal inequívoca de la angustia de Sahlah, y Rachel se apresuró a mitigarla.

– Hola, hola -llamó con tono alegre-. Hace un calor bestial, ¿verdad? ¿Cuándo crees que va a cambiar el tiempo? Hace siglos que el banco de niebla pende sobre el mar, y sólo hace falta que el viento lo empuje un poco para que refresque. ¿Tienes un momento, Sahlah? Hola, señor Malik.

Akram Malik le dio las buenas tardes, como siempre había hecho, como si se estuviera dirigiendo a la reina. Ni escrutó su cara ni apartó la vista a toda prisa como sucedía con otras personas, y ésa era una de las razones por las que a Rachel le caía bien.

– Tardaré un momento en ir a buscar el coche, Sahlah -dijo a su hija-. Habla con Rachel mientras tanto.

Cuando se alejó, Rachel se volvió hacia Sahlah y la abrazó impulsivamente.

– Lo he hecho, Sahlah -musitó-. Sí, de veras. Lo he hecho. Ahora, ya no hay nada de qué preocuparse.

Sintió bajo su mano que la tensión huía de los hombros rígidos de Sahlah. Los dedos de su amiga abandonaron la piedra color cervato que colgaba del collar, y se volvió hacia Rachel.

– Gracias -dijo de todo corazón. Cogió la mano de Rachel y la levantó como si quisiera besarle los nudillos en señal de gratitud-. Muchas gracias. No podía creer que fueras a abandonarme, Rachel.

– Nunca lo haría. Te lo he dicho un millón de veces. Somos amigas hasta el fin, tú y yo. En cuanto me enteré de lo de la señora Shaw, imaginé cómo te sentías, así que fui y lo hice. ¿Te has enterado de lo sucedido?

– ¿Del ataque? Sí. Un concejal de la ciudad llamó a papá y se lo dijo. De hecho, vamos al hospital a presentarle nuestros respetos.

Theo estaría allí sin duda, pensó Rachel. Experimentó un vago malestar al escuchar la noticia, pero no supo definirlo.

– Tu padre es muy amable. Siempre lo ha sido, ¿verdad? Por eso estoy segura…

Sahlah continuó como si Rachel no hubiera hablado.

– Le dije a papá que seguramente no permitirán que nos acerquemos a la habitación, pero contestó que ésa no era la cuestión. Vamos al hospital para manifestar nuestro apoyo a Theo, dijo. Nos ofreció su ayuda desinteresada cuando empezamos a utilizar ordenadores en la fábrica, y así es como hemos de reaccionar a sus problemas actuales: con amistad. La forma inglesa de lena-dena. Así me lo explicó papá.

– Theo se sentirá muy agradecido -dijo Rachel-. Y aunque este ataque de su abuela signifique que, de momento, no puede cumplir con su deber, Sahlah, recordará vuestra buena acción. Cuando su abuela mejore, estaréis juntos, Theo y tú, y cumplirá su deber como un padre responsable. Ya lo verás.

Sahlah continuaba apretando la mano de Rachel, pero ahora la soltó.

– Como un padre responsable -repitió.

Sus dedos ascendieron de nuevo hacia el colgante. Era la pieza que remataba uno de los collares menos conseguidos de Sahlah, una masa indefinida de lo que semejaba piedra caliza, pero en realidad era, según la expresión de Sahlah, un fósil del Nez. A Rachel nunca le había gustado mucho, y siempre se había alegrado de que Sahlah no lo hubiera ofrecido en venta a Racon. La pieza era demasiado pesada, pensó. La gente no quería que sus joyas colgaran sobre ella como una conciencia culpable.

– Claro -dijo-. La situación es complicada en este momento, y no verá el futuro demasiado claro. Por eso actué sin consultar contigo. En cuanto me enteré de lo que le había pasado a la señora Shaw, comprendí que Theo no podría cumplir su deber contigo mientras su abuela se restablecía. Pero a la larga lo hará, y hasta ese momento, necesitas que alguien cuide de ti y de tu bebé, y ésa soy yo. Así que fui a los Clifftop…

– Basta, Rachel -dijo en voz baja Sahlah, y aferró su colgante con tal fuerza que Rachel vio su mano temblar-. Dijiste que te habías encargado de todo. Dijiste… Rachel, ¿no habrás solucionado…? ¿Me conseguiste la información…?

– He comprado el piso, eso es lo que he hecho -dijo Rachel, risueña-. Acabo de firmar los papeles. Quería que fueras la primera en saberlo, debido al ataque de la señora Shaw. Necesitará que alguien la cuide, ¿sabes? Cuidados constantes, es lo que se rumorea. Ya conoces a Theo. Se dedicará por entero a ella hasta que se haya recuperado. Lo cual significa que no se fugará contigo. Podría hacerlo, por supuesto, pero no lo creo, ¿verdad? Es su abuela, y ella lo crió, ¿no? Es la principal responsabilidad de Theo. Así que compré el piso para que tuvieras un sitio para ti y tu bebé hasta que Theo tenga claro cuál es su segunda responsabilidad: tú. Los dos, quiero decir.

Sahlah cerró los ojos, como si el brillo del sol se hubiera intensificado de repente. El BMW de Akram se acercaba hacia ellas desde el extremo de la carretera. Rachel meditó si debía anunciar la adquisición del piso al padre de Sahlah, pero rechazó el plan para dejar que su amiga encontrara el momento adecuado de anunciar la noticia.

– Tendrás que esperar un mes o seis semanas hasta que todo esté solucionado, Sahlah: los trámites de la comunidad de propietarios, el préstamo, todo eso. Pero podemos aprovechar el tiempo para mirar muebles, comprar sábanas y toda la pesca. Si quiere, Theo podría acompañarnos. Así, los dos elegiréis las cosas que utilizaréis después, cuando estés con él en lugar de conmigo. ¿Te das cuenta?

Sahlah asintió.

– Sí -suspiró-. Me doy cuenta.

Rachel estaba muy satisfecha.

– Estupendo. Oh, estupendo. ¿Cuándo quieres empezar a mirar? Hay algunas tiendas bastante buenas en Clacton, pero creo que sería mejor ir a Colchester. ¿Qué te parece?

– Lo que sea mejor -dijo Sahlah. Seguía hablando en voz baja, con los ojos clavados en el coche de su padre-. Decide tú, Rachel. Lo dejo en tus manos.

– Ahora ya lo ves como yo, y no te arrepentirás -dijo Rachel, muy convencida. Acercó la cabeza a la de Sahlah, mientras Akram frenaba el coche a pocos metros de distancia y esperaba a que su hija se reuniera con él-. Puedes decírselo a Theo cuando le veas. Todo el mundo ha quedado libre de presiones, de forma que puede hacer lo que debe.

Sahlah dio un paso hacia el coche. Rachel la detuvo con un comentario final.

– Llámame cuando quieras empezar a mirar, ¿de acuerdo? Muebles, sábanas, platos y tal. Querrás dar la noticia a todo el mundo, y eso lleva tiempo. Cuando estés dispuesta, empezaremos las compras. Para los tres. ¿De acuerdo, Sahlah?

Su amiga desvió al fin la vista de su padre y miró a Rachel con ojos que parecían desenfocados, como si su mente estuviera a millones de kilómetros de distancia. Y así era, comprendió Rachel. Había que hacer muchos planes.

– ¿Me llamarás? -repitió Rachel.

– Lo que sea mejor -contestó Sahlah.


– Sabía que todo el mundo pensaría que había sido un accidente si no hacía algo por cambiar la escena -continuó Hegarty.

– Así que trasladó el cadáver al nido de ametralladoras y puso patas arriba su coche. Así, la policía sabría que había sido un asesinato -concluyó Barbara por él.

– No se me ocurrió otra cosa -dijo con sinceridad el hombre-. Tampoco podía delatarme. Gerry se hubiera enterado. Y yo estaría acabado. No es que no quiera a Gerry. Es que, a veces, la idea de pasarme el resto de la vida con un solo tío… Mierda, suena como una sentencia de cárcel, no sé si me entienden.

– ¿Cómo sabe que Gerry no está enterado ya? -preguntó Barbara. Aparte de Theo, ya tenían a otro sospechoso inglés. Evitó los ojos de Emily Barlow.

– ¿Qué quiere…? -De pronto, Hegarty comprendió la intención de la pregunta-. No. No era Ger quien estaba en lo alto del acantilado. Imposible. No sabe lo de Hayth y yo. Sospecha, pero no sabe. Y aunque lo supiera, no se habría cargado a Hayth. Me habría puesto de patitas en la calle.

Emily dejó de lado la cuestión.

– ¿Era de hombre o de mujer, la figura que vio en lo alto del acantilado?

No lo sabía, dijo. Estaba oscuro, y la distancia desde el nido de ametralladoras a lo alto del acantilado era demasiado grande. De manera que en cuanto a edad, sexo, raza o identidad… No lo sabía.

– ¿La figura no bajó a la playa para examinar a Querashi?

No, dijo Hegarty. Fuera quien fuese, la persona corrió en dirección norte a lo largo de la cumbre del acantilado, hacia la bahía de Pennyhole.

Lo cual, pensó Barbara con una sensación de triunfo, apoyaba aún más la teoría de un asesino llegado en yate.

– ¿Oyó un motor de barco aquella noche?

No había oído nada, porque el corazón le martilleaba en los oídos, dijo Hegarty. Esperó cinco minutos junto al nido de ametralladoras, intentando serenarse y pensar. Estaba tan nervioso que no hubiera advertido una explosión nuclear a diez metros de distancia.

Cuando recuperó la entereza (tres minutos, quizá cinco), hizo lo que debía hacer, lo cual le llevó un cuarto de hora, quizá. Después, huyó.

– El único motor de barco que oí fue el mío -añadió.

– ¿Qué? -preguntó Emily.

– El barco -dijo el hombre-. Fue como llegué allí. Gerry tiene una lancha motora que utiliza los fines de semana. Siempre la cogía cuando me citaba con Hayth. Remontaba la costa desde Jaywick Sands. Así es más directo, más excitante. Me gusta que la excitación se vaya apoderando de mí. Ya me entiende.

Así que aquél era el barco que habían oído cerca del Nez la noche de autos. Barbara, desalentada, se preguntó si volvían a empezar de cero.

– Mientras estaba esperando a Querashi -dijo-, ¿oyó algo? ¿El motor de otro barco, grande y a poca velocidad?

No, dijo Hegarty, pero la figura del acantilado tenía que haber llegado antes que él. La trampa ya estaba dispuesta cuando Haytham llegó, porque Hegarty no había visto a nadie cerca de la escalinata hasta después de que el paquistaní cayera.

– Alguien les vio a usted y al señor Querashi en el hotel Castle -dijo Emily-, en un rollo llamado…

Miró a Barbara.

– Cuero y Encaje -dijo la sargento.

– Exacto. Ese testimonio no concuerda con su historia, señor Hegarty. ¿Por qué terminaron ustedes dos en un baile público del hotel Castle? Es absurdo, si estaba tan interesado en evitar que su amante se enterara de esa relación.

– Ger no se entera de la misa la mitad -contestó Hegarty-. Nunca lo ha hecho. Además, ¿a qué distancia se encuentra ése hotel? Cuarenta minutos en coche si pisas a fondo. Más, si vas desde Jaywick o Clacton. Pensé que no nos encontraríamos con ningún conocido que luego le fuera con el cuento a Gerry. Estaba trabajando en las Avenidas para Hayth, y supuse que nunca se enteraría de mi escapada. Hayth y yo estábamos a salvo en el Castle.

En aquel momento, frunció el entrecejo.

– ¿Sí? -preguntó Emily al instante.

– Pensé por un momento… Pero da igual, porque no nos vio, así que no se enteró. Y Haytham no iba a decírselo, por descontado.

– ¿De quién está hablando, señor Hegarty?

– De Muhannad.

– ¿De Muhannad Malik?

– Sí, exacto. También le vimos en el Castle.

Joder, pensó Barbara. ¿Aún iba a complicarse más el caso?

– ¿Muhannad Malik también es homosexual? -preguntó.

Hegarty lanzó una carcajada y acarició el imperdible que colgaba de su lóbulo.

– No estaba en el hotel. Le vimos después, cuando nos marchábamos. Pasó en su coche delante de nosotros, cruzó la carretera y tomó un desvío a la derecha, hacia Harwich. Era la una de la mañana y Haytham no tenía ni idea de qué estaba haciendo Muhannad en aquella parte del mundo y a tales horas. Así que le seguimos.

Barbara vio que la mano de Emily se tensaba alrededor del lápiz que sujetaba. Su voz, sin embargo, no traicionó nada.

– ¿Adonde fue?

Fue a una zona industrial situada en el límite de Parkeston, explicó Hegarty. Aparcó ante uno de los almacenes, desapareció en el interior durante una media hora y volvió a marcharse.

– ¿Está seguro de que era Muhannad Malik? -insistió Emily.

Era inconfundible, dijo Hegarty. El tipo conducía su Thunderbird azul turquesa, y tenía que ser el único coche de ese tipo en Essex.

– Es un poco raro, ¿no? -añadió de repente-. No iba en el coche cuando salió. Conducía un camión. De hecho, salió del almacén en el camión. No volvimos a verle.

– ¿No le siguieron?

– Hayth no quería arriesgarse. Una cosa era que nosotros viéramos a Muhannad, y otra muy distinta que él nos viera.

– ¿Cuándo fue eso, exactamente?

– El mes pasado.

– ¿El señor Querashi nunca volvió a hablar de ello?

Hegarty negó con la cabeza.

A juzgar por la intensidad de su mirada, Barbara comprendió que el interrogatorio de la inspectora iba a girar en torno a aquella información, pero seguir la pista de Muhannad equivalía a hacer caso omiso de un letrero que Hegarty ya había pintado. De momento, Barbara recluyó en el fondo de su mente la palabra que había disparado sus pensamientos: «preñada». No podía negar la presencia de otro sospechoso.

– Este tal Ger -dijo-. Gerry DeVitt.

Hegarty, que había empezado a relajarse en presencia de las dos mujeres, como si disfrutara de aquel momento importante en la investigación, se puso en guardia al instante. Sus ojos le traicionaron.

– ¿Qué pasa con él? No estará pensando que Gerry… Escuche, ya se lo he dicho antes. No sabía lo nuestro. Por eso no quería hablar con ustedes.

– ¿Por qué dice que no quería hablar con nosotros? -insistió Barbara.

– Aquella noche estaba trabajando en casa de Hayth -contestó Hegarty-. Pregunte a cualquiera de la Primera Avenida. Debieron ver las luces. Debieron oír los ruidos. Además, ya les he dicho lo que hay: si Ger hubiera descubierto lo nuestro, me habría echado. No habría ido detrás de Hayth. No es su estilo.

– El asesinato no suele ser el estilo de nadie -replicó Emily.

Concluyó la entrevista de la manera oficial, diciendo la hora y parando la grabadora. Se levantó.

– Puede que volvamos a vernos -dijo.

– No me llamen a casa -dijo el hombre-. No vengan a Jaywick.

– Gracias por su colaboración -fue la respuesta de Emily-. El agente Eyre le acompañará al trabajo.

Barbara siguió a Emily hasta el pasillo, donde la inspectora habló en voz baja y firme, y reveló que, con motivo o no, Gerry DeVitt no había desplazado a su sospechoso número uno.

– Sea lo que sea, Muhannad lo lleva a la fábrica. Lo embala allí, y almacena esas cajas con todo lo demás que embarca. Sabe cuándo se van a enviar los pedidos. Es parte de su trabajo, hostia. Le basta con enviar sus cargamentos particulares con los que salen de la fábrica. Quiero registrar ese lugar de arriba abajo, sin dejar ni un resquicio.

Por su parte, Barbara no podía desechar con tanta facilidad el interrogatorio de Hegarty. Media hora con aquel tipo había suscitado una docena de preguntas, como mínimo. Y Muhannad Malik no era la respuesta a ninguna.

Pasaron ante la recepción camino de la escalera. Barbara vio que Azhar hablaba con el agente de guardia. Alzó los ojos y las vio. Emily también le vio.

– Ah, el señor devoción a su pueblo -fue su oscuro comentario a Barbara-. Llegado de Londres para demostrarnos lo bueno que puede ser un musulmán. -Se detuvo detrás del mostrador de recepción y habló a Azhar-. Un poco temprano para su reunión, ¿no cree? La sargento Havers no estará libre hasta última hora de la tarde.

– No he venido a la reunión, sino a recoger al señor Kumhar y devolverle a su casa -contestó Azhar-. Sus veinticuatro horas de retención casi han terminado, como sin duda sabrá.

– Lo que sí sé -replicó con aspereza Emily- es que el señor Kumhar no ha solicitado sus servicios como chófer. Hasta que lo haga, será devuelto a su casa de la misma forma que fue sacado de ella.

La mirada de Azhar se desvió hacia Barbara. Parecía consciente del súbito cambio en la investigación, del que daba testimonio el tono de la inspectora. No hablaba como una agente preocupada por la posibilidad de otro alboroto callejero. Lo cual implicaba que se plegaría con más dificultades a cualquier compromiso.

Emily no concedió a Azhar la oportunidad de contestar. Dio media vuelta, vio a un miembro de su equipo que se acercaba y le llamó.

– Billy, si el señor Kumhar ha comido y tomado su ducha, llévale a casa. Quédate sus papeles de trabajo y su pasaporte cuando llegues allí. No quiero que ese tío desaparezca de nuestra vista hasta comprobar todo lo que dijo.

Habló en voz alta. Azhar la oyó. Barbara habló con cautela mientras subían la escalera.

– Aunque Muhannad esté en el fondo de todo esto, no pensarás que Azhar, el señor Azhar, está implicado, ¿verdad, Em? Vino de Londres. Ni siquiera estaba enterado del asesinato antes de eso.

– No tenemos ni idea de qué sabía o cuándo lo supo. Llegó aquí como una especie de experto legal cuando, por lo que sabemos, bien podría ser el cerebro del juego que se lleva entre manos Muhannad. ¿Dónde estaba el viernes por la noche, Barb?

Barbara conocía muy bien la respuesta porque, protegida por las cortinas de su casa, había visto a Azhar y a su hija asando kebabs de cordero halal en el jardín, detrás de la casa eduardiana cuya planta baja ocupaban. Pero no podía revelarlo sin traicionar su amistad con ellos.

– Sólo que… -dijo-. Bien, me ha parecido un tío muy legal en nuestras reuniones.

Emily lanzó una carcajada sardónica.

– Un tío muy legal, ya lo creo. Tiene una mujer y dos hijos a los que abandonó en Hounslow para amancebarse con una puta inglesa. Le dio una niña, y luego ella le abandonó, esa tal Angela Weston, sea quien sea. Sólo Dios sabe cuántas otras mujeres se lo montan con él en sus ratos libres. Estará sembrando de bastardos mestizos toda la ciudad. -Volvió a reír-. Exacto, Barb. El señor Azhar es un tío muy legal.

Barbara vaciló en la escalera.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Cómo…?

Emily paró unos peldaños más arriba y la miró.

– ¿Cómo qué? ¿Cómo he sabido la verdad? Mandé que lo investigaran en cuanto puso el pie aquí. Recibí el informe al mismo tiempo que la identificación de las huellas dactilares de Hegarty. -Su mirada se hizo más penetrante. Demasiado perspicaz, pensó Barbara-. ¿Por qué, Barb? ¿Qué tiene que ver la verdad sobre Azhar con el precio del petróleo? Aparte de confirmar mi creencia de que no se puede confiar ni así en ninguno de esos chulo-putas, por supuesto.

Barbara meditó sobre la pregunta. No tenía muchas ganas de pensar en la verdadera respuesta.

– Nada -dijo-. En realidad, nada.

– Bien -contestó Emily-. Vamos a por Muhannad.

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