Capítulo 10

Cuando había escapado de la joyería, Rachel sólo tenía un destino en mente. Sabía que debía hacer algo para calmar la incierta situación en que sus actos habían colocado a Sahlah, además de a ella misma. El problema era que no estaba segura de cuál era ese algo. Sólo sabía que debía actuar cuanto antes. Empezó a pedalear con furia en dirección a la fábrica de mostazas, pero cuando comprendió que la sargento detective ya habría pensado que era el lugar más lógico donde ir a continuación, disminuyó la velocidad hasta que la bicicleta se detuvo a la orilla del mar.

Su cara estaba cubierta de sudor. Sopló hacia arriba para refrescar su frente febril. Tenía la garganta seca, y se arrepintió de no haber cogido una botella de agua. Pero no había pensado en nada, salvo en su desesperada necesidad de ir en busca de Sahlah.

Junto a la orilla del mar, sin embargo, Rachel había comprendido que no podía adelantarse a la policía. Y si la detective iba primero a casa de Sahlah, la situación aún podía empeorar más. La madre de Sahlah o aquella asquerosa de Yumn dirían la verdad a la detective, que Sahlah había ido a trabajar con su padre (pese a la prematura muerte de su prometido, añadiría sin duda Yumn), y la sargento se dirigiría a la fábrica sin más dilación. Y si aparecía mientras Rachel estaba allí, con el propósito de racionalizar lo que Sahlah debía creer una traición imperdonable, aparte de intentar avisar a su amiga de la inminente llegada de la policía, que se disponía a pillarla por sorpresa con sus preguntas… ¿Qué pensaría? Pensaría que alguien era culpable de algo, sin duda. Y si bien era cierto que Rachel era culpable, no era culpable del suceso. No le había hecho ningún daño a Haytham Querashi. Sólo… Bien, tal vez eso no era cierto, si se paraba a pensarlo, ¿verdad?

Subió la bicicleta a la acera y caminó con ella hasta el rompeolas. La apoyó contra el parapeto y se sentó durante un buen cuarto de hora. Sentía que el calor del sol se elevaba del cemento como burbujas ardientes y quemaba su trasero. No estaba preparada para volver a la tienda y afrontar las preguntas incisivas de su madre. No podía localizar a Sahlah antes que la policía. Llegó a la conclusión de que debía encontrar un lugar donde quedarse hasta que no hubiera moros en la costa y pudiera ir en bicicleta a la fábrica de mostazas para hablar con su amiga.

Y al fin terminó donde se encontraba en este momento: en los Clifftop Snuggeries. Fue el único sitio que se le ocurrió.

Había tenido que volver sobre sus pasos para llegar al lugar, pero esquivó High Street y Joyas Artísticas y Originales Racon utilizando el paseo Marítimo. Era una ruta más difícil, porque debía ascender la pronunciada cuesta del paseo Superior, al borde de la playa, una actividad que constituía una auténtica tortura con aquel calor, pero no tenía otra elección. Tratar de llegar a los Snuggeries por la suave pendiente de Church Road habría significado pasar por delante de la joyería Racon. Si Connie la hubiera visto, habría salido de la tienda hecha una furia, chillando como la víctima de un atraco a mano armada.

Como resultado, Rachel había llegado a los Snuggeries casi sin aliento. Dejó caer la bicicleta junto a un macizo de begonias polvorientas y se tambaleó hasta la parte posterior de los pisos. Había un jardín que abarcaba una franja de césped abrasado por el sol, tres macizos de flores estrechos que combinaban acianos, caléndulas y margaritas cabizbajos, dos alberquillas de piedra y un banco de madera. Rachel se desplomó en él. No estaba encarado al mar, sino a los pisos, y la miraron con un reproche silencioso que apenas podía tolerar. Exhibían lo que más les gustaba de ellos: los balcones arriba y las terrazas abajo, y ambos daban no sólo al jardín, sino al camino sinuoso de Southcliff Promenade, que se curvaba sobre el mar.

Nos has perdido, nos has perdido, parecían decir los Clifftop Snuggeries. Tus cuidadosos planes se han torcido, Rachel Winfield, y ¿dónde estás ahora?

Rachel se volvió para no verlos, con la garganta tensa y dolorida. Se pasó el brazo sobre la frente y tuvo ganas de tomar un Twister. Imaginó con qué suavidad descendería por su garganta el helado de lima y limón. Cambió de posición y miró hacia el mar. El sol llameaba sin piedad, mientras a lo lejos se veía el delgado banco de niebla que llevaba días suspendido sobre el horizonte.

Rachel apoyó la barbilla en su puño, y su puño en el respaldo del banco. Le escocían los ojos como si estuviera soplando un viento cargado de sal, y parpadeó varias veces, muy deprisa, para disolver las lágrimas. Deseó con todas sus fuerzas desaparecer de aquel lugar solitario al que la rabia, el resentimiento y los celos la habían conducido.

¿Qué significaba en realidad entregarse a otra persona? En otra época, habría podido contestar a la pregunta con suma facilidad. Entregarse significaba extender la mano y recibir en su interior el corazón de otra persona, los secretos de su alma y sus sueños más queridos. Significaba ofrecer seguridad, un refugio donde todo era posible, y la comprensión absoluta entre dos almas gemelas. Entregarse significaba decir «Somos iguales» y «Cuando surjan problemas, los afrontaremos juntas». Eso había pensado de la entrega en otro tiempo. Qué ingenua había sido su promesa de lealtad.

Pero habían empezado como iguales, ella y Sahlah, dos colegialas que eran las últimas en ser elegidas para formar equipos, que no eran autorizadas ni invitadas a asistir a las fiestas de sus compañeras, cuyas cajas de zapatos, adornadas con modestia, se habrían quedado vacías el día de San Valentín si no se hubieran acordado la una de la otra, conscientes de su aislamiento. Ella y Sahlah habían empezado como iguales. Su final había desequilibrado la balanza.

Rachel tragó saliva para calmar el dolor de su garganta. No había querido hacer daño a nadie. Sólo había querido que la verdad resplandeciera. Saber la verdad era bueno para la gente. ¿No era mejor que vivir una mentira?

Pero Rachel sabía que la auténtica mentira era la que se estaba diciendo en este momento. Y la prueba estaba justo detrás de ella, terminada en ladrillo, cortinas con volantes en las ventanas y un anuncio de EN VENTA sobre la puerta.

No quería pensar en el piso.

– El último -había dicho el vendedor, tras lo cual le guiñó el ojo de manera significativa e intentó hacer caso omiso de su cara estrafalaria-. Ideal para fundar un hogar. Apuesto a que es lo que andabas buscando, ¿verdad? ¿Quién es el afortunado?

Pero Rachel no había pensado en matrimonio e hijos cuando había paseado por el piso, examinado aparadores, contemplado la vista, abierto ventanas. Había pensado en Sahlah. Había pensado en cocinar juntas, en sentarse delante del hogar que encerraba un fuego artificial, en tomar el té en la minúscula terraza cuando llegara la primavera, en hablar y soñar y ser lo que habían sido la una para la otra durante toda una década: las mejores amigas del mundo.

No estaba buscando vivienda cuando se topó con el último piso libre de Clifftop Snuggeries. Venía en bicicleta de casa de Sahlah. Había sido una visita como tantas otras: conversación, risas, música y té, pero esta vez las había interrumpido Yumn, que había entrado en la habitación como una tromba con una de sus imperiosas exigencias. Quería que Sahlah le hiciera la pedicura. Al instante. Ahora. Daba igual que Sahlah estuviera con una invitada. Yumn había dado una orden, y esperaba ser obedecida. Rachel observó el cambio de Sahlah en cuanto su cuñada habló. La chica alegre se convirtió en una criada sumisa: obediente, dócil, una vez más la niña asustada a la que habían maltratado y despreciado en la escuela.

Por eso, cuando Rachel vio el cartel rojo con el anuncio ¡FASE FINAL! ¡TODAS LAS COMODIDADES MODERNAS!, se había desviado de Westberry Way hacia los pisos. Lo que había encontrado en el vendedor no fue un fracasado de edad madura, obeso y ansioso, con una mancha en la corbata, sino un proveedor de sueños.

Pero había aprendido que los sueños se destruían y conducían a la decepción. Tal vez era mejor no soñar. Porque cuando uno se acostumbraba a albergar esperanzas, también…

– Rachel.

Rachel se sobresaltó. Giró en redondo. Sahlah estaba de pie ante ella. Su dupatta había caído alrededor de sus hombros y su expresión era seria. El color de la marca de nacimiento de la mejilla se había intensificado, indicando como siempre la profundidad de un sentimiento que era incapaz de ocultar.

– ¡Sahlah! ¿Cómo has…? ¿Qué estás…?

Rachel no sabía cómo empezar a decir lo que ya no podía callarse entre ambas.

– Primero fui a la tienda. Tu madre dijo que escapaste en cuanto la mujer de Scotland Yard se marchó. Pensé que habrías venido aquí.

– Porque me conoces -dijo Rachel con aire abatido. Tiró de un hilo dorado de su falda. Brillaba entre los remolinos rojos y azules del dibujo de la tela-. Me conoces mejor que nadie, Sahlah. Y yo te conozco.

– Pensaba que nos conocíamos -dijo Sahlah-, pero ahora ya no estoy segura. Ni siquiera estoy segura de que sigamos siendo amigas.

Rachel no sabía qué era más doloroso: saber que había asestado a Sahlah un golpe terrible, o el golpe que Sahlah le estaba asestando a su vez. Era incapaz de mirarla, porque en aquel momento pensaba que mirar a su amiga supondría sufrir una herida más dolorosa de lo que podía soportar.

– ¿Por qué diste el recibo a Haytham? Sé que lo obtuvo por tu mediación, Rachel. Tu madre no se lo hubiera dado. No entiendo por qué se lo diste.

– Me dijiste que amabas a Theo. -Rachel notaba la lengua como hinchada, y su mente buscaba con desesperación una respuesta capaz de explicar lo que incluso para ella era inexplicable-. Dijiste que le querías.

– No puedo estar con Theo. Eso también te lo dije. Dije que mi familia nunca lo permitiría.

– Y eso te partió el corazón. Lo dijiste, Sahlah. Dijiste: «Le quiero. Es como mi otra mitad.» Dijiste eso.

– También dije que no podíamos casarnos, independientemente de lo que yo quisiera, de todo lo que compartíamos, de nuestras esperanzas y…

La voz de Sahlah vaciló. Rachel levantó la vista. Su amiga tenía los ojos húmedos, y volvió la cabeza con brusquedad. Miró al norte, en dirección al muelle, donde estaba Theo. Continuó al cabo de un momento.

– Dije que cuando llegara el momento tendría que casarme con el hombre elegido por mis padres. Hablamos de eso, tú y yo. No puedes negarlo. Dije, «He perdido a Theo, Rachel». ¿Te acuerdas? Sabías que nunca podría estar con él. ¿Qué esperabas conseguir cuando diste el recibo a Haytham?

– Tú no querías a Haytham.

– Sí. De acuerdo. No quería a Haytham. Y él no me quería a mí.

– Es injusto casarse cuando no existe amor. Así no se puede ser feliz. Es como empezar una vida en mitad de una mentira.

Sahlah se acercó al banco y se sentó. Rachel inclinó la cabeza. Veía el borde de los pantalones de hilo de su amiga, sus pies esbeltos y la correa de su sandalia. Ver aquellas partes del conjunto que era Sahlah embargó de tristeza a Rachel. Hacía años que no se sentía tan sola.

– Sabías que mis padres no me dejarían casarme con Theo. Me expulsarían de la familia. Pero hablaste a Haytham de Theo…

La cabeza de Rachel se levantó al instante.

– Juro que no pronuncié su nombre. No dije a Haytham cómo se llamaba.

– Porque -continuó Sahlah, y hablaba más para sí que para Rachel, como en pleno proceso de deducir las motivaciones de Rachel- confiabas en que Haytham rompería nuestro compromiso, ¿no? -Sahlah indicó con un ademán la hilera de pisos, y por primera vez Rachel los vio como sin duda los veía Sahlah: baratos; carentes de personalidad o distinción-. ¿Habría quedado en libertad para venir aquí contigo? ¿Esperabas que mi padre lo iba a permitir?

– Tú quieres a Theo -dijo Rachel sin convicción-. Lo dijiste.

– ¿Intentas decirme que actuaste en defensa de mis intereses? -preguntó Sahlah-. ¿Estás diciendo que te hubiera alegrado el que Theo y yo nos casáramos? No te creo. Porque hay otra verdad que no admites: si hubiera intentado casarme con Theo, cosa que no iba a hacer, por supuesto, si lo hubiera intentado, habrías hecho algo para impedir también eso.

– ¡No!

– Habríamos planeado fugarnos, porque sería la única solución. Te lo habría dicho a ti, mi mejor amiga. Ya te habrías ocupado de que no sucediera. Habrías avisado a mi familia, a Muhannad, o incluso a…

– ¡No! ¡Nunca! ¡Nunca!

Rachel no pudo contener las lágrimas, y se odió por una debilidad que su amiga nunca se permitiría. Volvió la cara hacia el mar. El sol la abrasó, calentó sus lágrimas en cuanto brotaron, las calentó con tal rapidez que se secaron sobre su piel, y notó la tirantez de la sal.

Al principio, Sahlah no dijo nada. La única respuesta a los sollozos de Rachel fue el grito de las gaviotas y el sonido de una lancha lejana que surcaba el mar a toda velocidad.

– Rachel.

Sahlah tocó su hombro.

– Lo siento -lloró Rachel-. No quería… No pretendía… Sólo pensé… -Sus sollozos rompían las palabras como cristal del más fino-. Puedes casarte con Theo. No te lo impediré. Y después te darás cuenta.

– ¿De qué?

– De que sólo deseaba tu felicidad. Y si tu felicidad significa casarte con Theo, eso es lo que quiero que hagas.

– No puedo casarme con Theo.

– ¡No puedes, no puedes! ¿Por qué dices siempre que no puedes y que no lo harás?

– Porque mi familia no lo aceptará. No es propio de nuestras costumbres. Y aunque lo fuera…

– Dile a tu padre que no aceptarás al siguiente tío que traiga de Pakistán. Cada vez que lo intente, dile lo mismo. No te obligará a casarte con cualquiera. Tú misma lo has dicho. Al cabo de un tiempo, cuando se dé cuenta de que no te gustan los tíos que elige…

– Ésa es la cuestión, Rachel. No tengo tiempo. ¿No lo comprendes? No tengo tiempo.

Rachel resopló.

– Sólo tienes veinte años. Ahora, nadie piensa que alguien es mayor a los veinte años. Ni siquiera los asiáticos. Las chicas de tu edad van a la universidad cada día. Trabajan en bancos. Estudian leyes. Estudian medicina. No todas se casan. ¿Qué te pasa, Sahlah? Antes eras más ambiciosa. Acariciabas sueños. -Rachel se daba cuenta de que su situación era desesperada, sobre todo porque no era capaz de obligar a su amiga a comprender lo que decía ni a aceptar sus verdades. Buscó palabras más contundentes-. ¿Quieres ser como Yumn? ¿Es eso lo que quieres?

– Soy como Yumn.

– Oh, sí -se burló Rachel-. Exactamente igual. Tu cuerpo está destinado en exclusiva a la reproducción y no anhelas nada, salvo un trasero cada día más grande y un hijo cada año.

– Exacto -dijo Sahlah con voz abatida-. Es así, Rachel.

– ¡No es así! No has de ser como ella. Eres inteligente. Eres guapa. Puedes ser algo más.

– No me escuchas -repuso Sahlah-. No me has escuchado, así que no me puedes comprender. No tengo tiempo. No me quedan alternativas. Ya no. Soy como Yumn. Exactamente como Yumn.

Rachel sintió que una última protesta instintiva acudía a sus labios, pero esta vez la expresión de Sahlah la paralizó. La miraba con tal intensidad, con ojos tan apenados, que anulaban el comentario de Rachel. Aspiró aire para decir «Estás chiflada si piensas que eres como Yumn», pero lo que el rostro de Sahlah le estaba diciendo bastó para rechazar aquellas palabras.

– Yumn -dijo Rachel, aprovechando el mismo aliento con el que pensaba reprender a su amiga-. Oh, Dios mío, Sahlah. Yumn. ¿Quieres decir…? ¿Tú y Theo…? ¡Nunca me lo dijiste!

Su mirada resbaló sobre el cuerpo de su amiga, oculto con sumo cuidado bajo su indumentaria.

– Sí -dijo Sahlah-. Por eso Haytham accedió a adelantar la boda.

– ¿Lo sabía?

– No podía fingir que el niño era de él. Aunque se me hubiera pasado por la cabeza, tenía que decírselo. Había venido hasta aquí para casarse conmigo, pero había accedido a esperar un poco, tal vez unos seis meses, para darnos tiempo de conocernos. Tenía que decirle que no había tiempo. ¿Qué podía decir? Sólo la verdad.

Rachel se sentía abrumada por la inmensidad de lo que su amiga le estaba confesando, tomado en el contexto de su educación, su cultura y su religión. Y entonces vio una posibilidad de salvación, aunque se detestó por ello. Porque si Haytham Querashi ya sabía que Theo Shaw era el amante de Sahlah, entregarle el recibo, decir con aire misterioso «Pregunta a Sahlah sobre esto» y aguardar el resultado deseado, era un comportamiento que podía perdonarse. Sólo le había dicho algo que él ya sabía, algo que había aceptado y asumido…, si Sahlah le había dicho toda la verdad.

– ¿Sabía lo de Theo? -preguntó, procurando no parecer ansiosa por obtener la confirmación-. ¿Le hablaste de Theo?

– Ya lo hiciste tú por mí -replicó Sahlah.

La esperanza de Rachel murió de nuevo, y esta vez por completo.

– ¿Quién más lo sabe?

– Nadie. Yumn sospecha. No es de extrañar, ¿verdad? Conoce bien las señales. Pero no le he dicho nada, y nadie más lo sabe.

– ¿Ni siquiera Theo?

Sahlah bajó la vista y Rachel la siguió hasta sus manos, enlazadas sobre su regazo. Los nudillos se fueron poniendo progresivamente blancos.

– Haytham sabía que teníamos muy poco tiempo para hacer las cosas normales de todas las parejas antes de casarse -dijo Sahlah, como si el nombre de Shaw no hubiera salido a colación-. Cuando le dije lo del… lo del bebé, quiso ahorrarme humillaciones. Accedió a casarse lo antes posible. -Parpadeó poco a poco, como para borrar un recuerdo-. Haytham Querashi era un hombre muy bueno, Rachel.

Rachel quiso decirle que, además de ser un hombre muy bueno, también era probable que Haytham fuera un hombre que no deseaba ganarse el desdén de su comunidad, que le despreciaría por casarse con una mujer lasciva. Lo mejor para él también era casarse lo antes posible, para que el niño pasara como suyo, pese al color de la piel. En cambio, Rachel sí pensó en Theo Shaw, en el amor que Sahlah le profesaba, en la información que ahora obraba en su poder y en lo que podía hacer con ella para arreglar las cosas. Pero antes, tenía que asegurarse. No quería dar otro paso en falso.

– ¿Sabe Theo lo del niño?

Sahlah lanzó una carcajada carente de humor.

– Sigues sin comprender, ¿verdad? En cuanto le diste el recibo a Haytham, en cuanto Haytham supo que era por un brazalete de oro, en cuanto se topó con Theo en esa estúpida Cooperativa de Caballeros que ha de devolver a la vida a esta patética ciudad provinciana… -Sahlah calló, como si fuera consciente de repente de la amargura que destilaban sus palabras, capaces de revelar por sí mismas el estado caótico de su mente-. ¿Qué más da ahora si Theo lo sabe o no lo sabe?

– ¿Qué dices?

Rachel oyó su miedo y trató de aplacarlo por el bien de su amiga.

– Haytham está muerto, Rachel. ¿No lo entiendes? Muerto. Fue al Nez. De noche. A oscuras. Eso está a menos de un kilómetro del Oíd Hall, donde Theo vive. También es el lugar donde Theo ha estado recogiendo fósiles durante los últimos veinte años. ¿Lo comprendes ahora? -preguntó con brusquedad Sahlah-. Rachel Winfield, ¿lo comprendes?

Rachel la miró.

– ¿Theo? -dijo-. No. Sahlah, no pensarás que Theo Shaw…

– Quizá Haytham quiso saber quién era -dijo Sahlah-. Sí, estaba dispuesto a casarse conmigo, pero querría saber quién me había dejado embarazada. ¿Qué hombre no lo habría querido, pese a lo que me dijo sobre vivir en la ignorancia? Él también querría saber.

– Pero aunque lo supiera, aunque hablara con Theo, no pensarás que Theo…

Rachel no pudo terminar la frase, horrorizada por la lógica descarnada de las palabras de Sahlah. Hasta era fácil imaginarse cómo había pasado: un encuentro furtivo en el Nez, la conversación de Haytham Querashi con Theo Shaw, durante la cual le habló del embarazo de Sahlah, la consiguiente desesperación de Theo Shaw por librar al mundo del hombre que se interponía entre él, su verdadero amor y lo que él debía considerar su deber moral… Porque Theo Shaw habría querido cumplir su deber con Sahlah. Quería a Sahlah y, si sabía que la había dejado embarazada, querría estar a su lado. Y como Sahlah se habría mostrado reticente (temerosa, de hecho) a que la expulsaran de la familia por casarse con un inglés, también habría comprendido que sólo había una forma de atarla a él.

Rachel tragó saliva. Se mordió el labio con fuerza.

– Ya ves lo que conseguiste cuando le pasaste el recibo, de ese brazalete, Rachel -dijo Sahlah-. Has entregado en bandeja a la policía una relación entre ambos, de la que tal vez no se habrían enterado. Y en un caso de asesinato, es lo primero que buscan: una relación.

Rachel empezó a farfullar, acuciada por la culpa y horrorizada por el papel que había jugado en la tragedia del Nez.

– Le llamaré ahora mismo. Iré al muelle.

– ¡No! -exclamó Sahlah, como aterrorizada.

– Le diré que tire el brazalete a la basura. Me encargaré de que no vuelva a llevarlo. La policía carece de motivos para hablar con él. No saben que conocía a Haytham. Aunque hablen con todos los tíos de la Cooperativa de Caballeros, tardarán días en hablar con todo el mundo, ¿verdad?

– Rachel…

– Y sólo así llegarán a hablar con Theo Shaw. No existe otra relación entre él y Haytham. Sólo la Cooperativa. Primero, me pondré en contacto con él, y no verán el brazalete. No se enterarán de nada. Te lo juro.

Sahlah meneaba la cabeza, con una expresión que mezclaba incredulidad con desesperación.

– ¿No lo entiendes, Rachel? Eso no resuelve el verdadero problema, ¿verdad? Digas lo que digas a Theo, Haytham sigue muerto.

– Pero la policía aparcará o cerrará el caso, y entonces Theo y tú…

– ¿Theo y yo qué?

– Os podréis casar -dijo Rachel, y como Sahlah no contestó, se apresuró a añadir-: Theo y tú. Os podréis casar.

Sahlah se levantó. Se cubrió la cabeza con el dupatta. Miró hacia el parque de atracciones. La musiquilla del tiovivo flotó hacia ellas por el aire, incluso desde aquella distancia. La noria brillaba bajo la luz del sol, y el Ratón Salvaje arrojaba frenéticamente a sus pasajeros de un lado a otro.

– ¿De veras crees que es tan fácil? ¿Dices a Theo que tire el brazalete a la basura, la policía se va y yo me caso?

– Podría ser así, si nos empeñamos.

Sahlah meneó la cabeza, y luego se volvió hacia Rachel.

– Ni siquiera has empezado a comprender -dijo con voz resignada. Había tomado una decisión-. He de abortar. Lo antes posible. Te necesito para que me ayudes a acelerar los trámites.


No cabía la menor duda de que el brazalete era obra de Aloysius Kennedy: grueso, pesado, con remolinos indefinidos similares al del brazalete que Barbara había visto en Joyería Racon. Deseaba achacar a la casualidad que aquel ejemplar único estuviera en posesión de Theo Shaw, pero no había estado once años en Investigaciones Criminales chupándose el dedo. Sabía que, en lo concerniente a los asesinatos, las coincidencias eran improbables.

– ¿Le apetece algo de beber? -El tono de Theo Shaw era tan cordial que Barbara se preguntó si, contra todo motivo, pensaba que la suya era una visita de cortesía-. ¿Café? ¿Té? ¿Una coca-cola? Estaba a punto de ir a beber algo. El calor es horroroso, ¿verdad?

Barbara dijo que una coca-cola ya le iba bien, y cuando el hombre salió del despacho para ir a buscar una, aprovechó la oportunidad para echar un vistazo. No estaba segura de lo que andaba buscando, aunque no le habría hecho ascos ver un fragmento de alambre acusador, adecuado para que alguien tropezara en la oscuridad, en mitad del escritorio.

No había mucho que observar. Una serie de estanterías albergaban una fila de carpetas de plástico verde y una segunda hilera de libros de contabilidad, con años sucesivos estampados en el lomo de cada uno con números dorados. En lo alto de un archivador, una bandeja de metal deslizable contenía un fajo de facturas que parecían ser de productos alimenticios, trabajos eléctricos, instalaciones sanitarias y suministros comerciales. En el tablón de anuncios de una pared había clavados cuatro anteproyectos arquitectónicos: dos para un edificio identificado como el hotel Pier End y dos para un centro de ocio llamado Pueblo Recreativo Agatha Shaw. Barbara tomó nota del apellido. ¿La madre de Theo?, se preguntó. ¿La tía, la hermana, la mujer?

Levantó un enorme pisapapeles que aplastaba una pila de correspondencia, toda la cual parecía dedicada a planificar la reurbanización de la ciudad. Cuando oyó los pasos de Theo en el pasillo, desvió su atención de las cartas al pisapapeles, que parecía una gran excrecencia de piedra arenisca.

– Raphinodema -dijo Theo Shaw. Llevaba dos latas de coca-cola, con un vaso de papel encajado sobre una de ellas. Tendió esta última a Barbara.

– ¿Raphi qué?

– Raphinodema. Porifera calcárea pharetronida lelapiidae raphinodema, para ser preciso. -El hombre sonrió. Tenía una sonrisa encantadora, pensó Barbara, y se puso en guardia de manera automática. Sabía muy bien el grado de complicidad que podía ocultar una sonrisa encantadora-. Estoy fardando -dijo con espontaneidad-. Es una esponja fósil. Del Cretácico inferior. Yo la encontré.

Barbara dio vueltas a la roca en sus manos.

– ¿De veras? Parece… Joder, no sé… ¿Piedra arenisca? ¿Cómo supo lo que era?

– Experiencia. He sido paleontólogo aficionado desde hace años.

– ¿Dónde la encontró?

– En la costa, al norte de la ciudad.

– ¿En el Nez?

Los ojos de Theo se entornaron, pero sólo una fracción de segundo. Barbara habría pasado por alto el movimiento si no hubiera estado espiando alguna indicación de que el hombre sabía, en el fondo, el motivo de su presencia en el despacho.

– Exacto -dijo Shaw-. Quedan atrapadas en el crag rojo, y la arcilla de Londres las libera. Basta con esperar a que el mar erosione los acantilados.

– ¿El Nez es el principal lugar donde busca fósiles?

– En el Nez no -la corrigió Shaw-. En la playa que hay abajo, al pie de los acantilados. Pero sí, es el mejor sitio donde buscar fósiles en esta parte de la costa.

Barbara asintió y depositó la esponja fosilizada sobre los papeles que había estado pisando. Abrió la coca-cola y bebió directamente de la lata. Arrugó poco a poco el vaso en la mano. Una leve elevación de las cejas de Theo Shaw la informó de que el hombre no había malinterpretado el gesto.

Lo primero es lo primero, pensó. El Nez y el brazalete convertían a Theo en un sujeto al que Barbara deseaba investigar, pero había otros peces que freír antes de echarlo a la sartén.

– ¿Qué puede decirme sobre un individuo llamado Trevor Ruddock?

– ¿Trevor Ruddock?

¿Parecía aliviado?, se preguntó Barbara.

– Trabaja en el parque de atracciones. ¿Le conoce?

– Sí. Hace tres semanas que trabaja aquí.

– Tengo entendido que llegó a usted vía Mostazas Malik.

– En efecto.

– Donde lo despidieron por afanar productos.

– Lo sé -dijo Theo-. Akram me escribió al respecto. También me telefoneó. Me pidió que diera una oportunidad al chaval, porque creía que existían circunstancias atenuantes para el robo. La familia es pobre. Seis hijos. El padre de Trevor lleva de baja dieciocho meses por lumbartrosis. Le acepté. El trabajo no es gran cosa, y el sueldo no puede compararse con el que cobraba en la fábrica, pero le sirve de ayuda.

– ¿Qué hace?

– Se ocupa de la limpieza del parque de atracciones, después de cerrar.

– ¿No está aquí en este momento?

– Empieza a trabajar a las once y media de la noche. Sería absurdo que viniera antes, como no fuera para entrar en las atracciones.

Mentalmente, Barbara añadió otra cruz al nombre de Trevor Ruddock en la lista de sospechosos. Existía el motivo, y ahora la oportunidad. Le habría resultado fácil acabar con Haytham Querashi en el Nez y llegar a tiempo al trabajo.

Pero aún quedaba la pregunta de qué estaba haciendo Theo Shaw con el brazalete de Aloysius Kennedy. Si en verdad era el brazalete de Kennedy. Sólo había una forma eje averiguarlo.

Interviene Thespian Haver [5], pensó Barbara.

– Necesitaré su dirección actual, si la tiene -dijo.

– Ningún problema.

Theo se acercó a su despacho y se sentó en la silla de roble montada sobre ruedas. Hizo girar el expositor y examinó las tarjetas hasta encontrar la que buscaba. Escribió la dirección en un post-it y se la tendió, lo cual proporcionó a Barbara la oportunidad que deseaba.

– Caramba -dijo-. ¿Lleva una pieza de Aloysius Kennedy? Es magnífica.

– ¿Qué? -dijo Theo.

Tanto a mi favor, pensó Barbara. Theo no había comprado el brazalete, porque en tal caso, existían pocas dudas de que alguna de las Winfield no le hubiera informado con elocuencia sobre sus orígenes.

– El brazalete -dijo Barbara-. Se parece a uno que vi en Londres. Los diseña un tipo llamado Aloysius Kennedy. ¿Puedo echar un vistazo? Será lo más cerca que esté de poder comprar uno -añadió con la esperanza de aparentar una naturalidad absoluta-, ya me entiende.

Por un momento pensó que no había conseguido cazarle, pero mientras el cebo de su interés flotaba ante él, Theo Shaw tomó la decisión de morderlo. Le tendió la pulsera de oro.

– Es fantástica -dijo Barbara-. ¿Puedo…? -Señaló hacia la ventana, y cuando el hombre asintió, se acercó a ella con la joya. Le dio vueltas en la mano-. Ese hombre es un genio, ¿no cree? Me gustan estos remolinos. El metal es perfecto. Es el Rembrandt de los orfebres, si quiere saber mi opinión.

Confió en que la alusión artística fuera correcta. Lo que sabía sobre Rembrandt (para no hablar de lo que sabía sobre oro y joyas) habría cabido en una cuchara de té. Comentó a continuación su peso, acarició su forma con los dedos, examinó su cierre, oculto con inteligencia. Y cuando llegó el momento apropiado, miró la parte interior y vio lo que creía que iba a ver. Cuatro palabras grabadas con una letra fluida: LA VIDA EMPIEZA AHORA.

Ah. Ya es hora de apretar los tornillos. Barbara volvió al escritorio y dejó el brazalete al lado de la esponja fosilizada. Theo Shaw no se la puso enseguida. El tono de su piel era un poco más intenso que cuando Barbara había cogido el brazalete. La había visto leer la inscripción interior, y Barbara albergaba pocas dudas de que el joven y él iban a bailar el cauteloso pas de deux de cómo-averiguar-lo-que-los-polis-saben. Comprendió que, cuando empezara la música, debería ir un paso por delante de él…

– Una hermosa afirmación -dijo, y señaló el brazalete con la cabeza-. No me importaría encontrar una así en la puerta de mi casa una mañana. El regalo de un admirador secreto.

Theo recuperó el brazalete y se lo puso.

– Era de mi padre.

Voila, pensó Barbara. Tendría que haber mantenido la boca cerrada, pero Barbara sabía por experiencia que los culpables pocas veces lo hacían, pues se sentían impulsados a demostrar su falsa inocencia de una vez por todas.

– ¿Su padre está muerto?

– Y mi madre también.

– Entonces, todo esto… -Indicó el parque de atracciones, y luego los planos clavados en el tablón de anuncios-. ¿Todo esto es en memoria de sus padres?

El hombre pareció perplejo. Barbara continuó.

– Cuando venía aquí de niña, esto era el Muelle de Balford. Ahora es Atracciones Shaw. Y el centro de ocio Pueblo Recreativo Agatha Shaw. ¿Es el nombre de su madre?

La expresión del joven dio paso a una de comprensión.

– Agatha Shaw es mi abuela, aunque me hizo de madre desde que tenía seis años. Mis padres murieron en un accidente de coche.

– Debió de ser duro -dijo Barbara.

– Sí, pero… Bien, la abuela se portó muy bien.

– ¿Es el único familiar que le queda?

– El único que vive aquí. El resto de la familia se desperdigó hace años. La abuela nos acogió, tengo un hermano mayor que ha ido a probar suerte en Hollywood, y nos educó como si fuéramos sus hijos.

– Es bonito tener un recuerdo de su padre -comentó Barbara, y cabeceó de nuevo en dirección al brazalete. No iba a permitir que se escabullera del tema mediante recuerdos dickensianos de haberse quedado huérfano y bajo la tutela de un pariente anciano. Le miró fijamente-. Parece un poco moderno para ser una herencia familiar. A juzgar por su aspecto, bien habrían podido hacerlo la semana pasada.

Theo sostuvo su mirada con igual obstinación, aunque no pudo impedir que el rubor de su cuello le delatara.

– Nunca lo había pensado, pero supongo que tiene razón.

– Sí. Bien. Es interesante que me haya topado con éste, y bastante, porque seguimos el rastro de una pieza de Kennedy muy parecida.

Theo frunció el entrecejo.

– ¿La pista de…? ¿Por qué?

Barbara evitó una respuesta directa y volvió a la ventana que dominaba el parque de atracciones. La noria había empezado a dar vueltas, alzando en el aire a una multitud de alegres pasajeros.

– ¿Conoce bien a Akram Malik, señor Shaw?

– ¿Qué?

Estaba claro que Shaw esperaba otra cosa.

– Ha dicho que le telefoneó por el problema de Trevor Ruddock. Eso sugiere que se conocen. Me estaba preguntando hasta qué punto.

– De la Cooperativa de Caballeros. -Theo explicó en qué consistía-. Intentamos ayudarnos mutuamente. Por ejemplo, yo le hice ese favor. Él me lo devolverá algún día.

– ¿Es su única relación con los Malik?

El hombre desvió la vista hacia la ventana. Una gaviota se había posado sobre un ventilador aspirador del tejado del salón recreativo. El ave parecía expectante.

Barbara también. Sabía que Theo Shaw se encontraba en un momento delicado. Como ignoraba qué sabía ya Barbara de él por otras fuentes, tenía que elegir cuidadosamente entre la verdad y la mentira.

– De hecho, ayudé a Akram en la instalación del sistema informático de la fábrica -dijo-. Fui a la escuela primaria de la ciudad con Muhannad, y también a la secundaria, pero en Clacton.

– Ah. -Barbara desechó mentalmente la geografía de su relación con la familia. Clacton o Balford, daba igual. Lo importante era la relación en sí-. Hace años que se conocen, pues.

– Por decirlo de alguna manera.

– ¿De qué manera?

Barbara levantó la coca-cola para dar otro trago. Estaba obrando maravillas en la digestión de los boquerones.

Theo la imitó y bebió también.

– Conocía a Muhannad del colegio, pero no éramos amigos, así que no conocí a la familia hasta que instalamos los ordenadores en su fábrica. Eso fue hace un año, tal vez más.

– Supongo que también conoce a Sahlah Malik, ¿no?

– Conozco a Sahlah, sí.

Hizo lo mismo que muchas personas cuando intentaban aparentar indiferencia sobre alguna información que les estaba poniendo nerviosas: siguió mirándola sin pestañear.

– De modo que la reconocería. En la calle, por ejemplo. O tal vez en el muelle. Vestida al estilo musulmán o no.

– Supongo que sí, pero no entiendo qué tiene que ver Sahlah Malik con todo esto.

– ¿La ha visto en el muelle estos últimos días?

– No.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– No me acuerdo. Por lo que advertí cuando me estaba encargando la instalación, Akram la ata bastante corto. Es su única hija, y así son sus costumbres. ¿Por qué cree que estaba en el muelle?

– Me lo dijo ella. Me dijo que tiró un brazalete como éste -señaló con el pulgar la pieza de Kennedy- desde el extremo del muelle, cuando se enteró de que Haytham Querashi había muerto. Dijo que era un regalo para él y que lo arrojó al agua el sábado por la tarde. Y eso es lo raro: hasta el momento, ni un alma la vio. ¿Qué le parece?

Los dedos del joven, como animados de vida propia, se cerraron sobre el brazalete.

– No sé -dijo.

– Hummm. -Barbara asintió con expresión seria-. Intrigante, ¿verdad? El que nadie la viera.

– El verano se acerca. Hay montones de personas en el muelle cada día. Es improbable que una de ellas perdure en la memoria.

– Quizá -admitió Barbara-, pero lo he recorrido de un extremo al otro y he observado que no hay nadie vestido al estilo musulmán. -Barbara buscó el paquete de cigarrillos en el bolso-. ¿Le importa? -El joven indicó con un ademán que procediera, y Barbara encendió un cigarrillo-. Sahlah lleva la indumentaria tradicional. Si pensamos que carecía de motivos para ir al muelle de incógnito, hemos de suponer que vendría vestida al estilo musulmán, ¿no cree? No estaba haciendo algo ilegal que exigiera un disfraz, sólo arrojar una joya cara al agua.

– Supongo que es lo más sensato.

– Por lo tanto, si dijo que estuvo aquí y nadie la vio, y si vino vestida como de costumbre, sólo se puede extraer una conclusión. ¿No?

– Extraer conclusiones es su trabajo, no el mío -dijo Theo Shaw, y Barbara admitió que lo había dicho con serenidad-. Pero si está insinuando que Sahlah Malik está implicada en lo que le pasó a su prometido… No lo creo.

– ¿Cómo hemos ido a parar a ese asunto del Nez? -preguntó Barbara-. Menudo salto.

Theo se negó a morder el anzuelo esta vez.

– Usted es policía, y yo no soy estúpido. Si está preguntando por mi relación con los Malik, quiere decir que usted está investigando la muerte ocurrida en el Nez. ¿Cierto?

– ¿Sabía que iba a casarse con Querashi?

– Me lo presentaron en la Cooperativa de Caballeros. Akram le llamó su futuro yerno. No pensé que hubiera venido para casarse con Muhannad, así que lo más razonable era concluir que había venido para casarse con Sahlah.

Touché, le saludó mentalmente Barbara. Había pensado que ya le tenía, pero el hombre la había esquivado con habilidad.

– Así que usted conocía a Querashi.

– Me lo habían presentado. Yo no diría que le conocía.

– Sí. De acuerdo. Pero sabía quién era. Le habría reconocido en la calle. -Theo admitió que sí-. Entonces, sólo para clarificar las cosas, ¿dónde estaba usted el viernes por la noche?

– Estaba en casa. Como de todas formas lo va a preguntar, si no a mí a otra persona, mi casa ésta al final de Oíd Hall Lane, a unos diez minutos a pie desde el Nez.

– ¿Estaba solo?

El pulgar de Shaw se hincó en la lata de coca-cola.

– ¿Por qué cono me pregunta esto?

– Porque la muerte del señor Querashi fue un asesinato, señor Shaw, aunque supongo que ya lo sabrá, ¿verdad?

El pulgar se relajó. La lata hizo ping.

– Intenta mezclarme en esto, ¿verdad? Le diré que la abuela estaba durmiendo en su habitación de arriba, mientras yo estaba abajo, en mi estudio. Observará que, por consiguiente, tuve la oportunidad de escabullirme hasta el Nez y matar a Querashi. No tenía motivos para asesinarle, por supuesto, pero ese detalle carece de importancia, por lo visto.

– ¿Ningún motivo? -preguntó Barbara. Tiró la ceniza del cigarrillo en la papelera.

– Ningún motivo.

Las palabras de Shaw fueron firmes, pero su mirada se desvió hacia el teléfono. No había sonado, y Barbara se preguntó a quién iba a telefonear en cuanto saliera del despacho. No sería tan estúpido como para llamar mientras ella estuviera merodeando por el pasillo. Fuera lo que fuera, Theo Shaw no era idiota.

– De acuerdo -dijo Barbara.

Con el cigarrillo colgando de su boca, escribió el número del hotel Burnt House en el dorso de una de sus tarjetas. Se la entregó a Theo, y le dijo que llamara si recordaba algo relacionado con el caso…, como la verdad acerca de que el brazalete de oro estuviera en su posesión, añadió mentalmente.

Ya fuera, mientras la cacofonía del salón recreativo remolineaba a su alrededor, Barbara pensó en las implicaciones de que Theo poseyera el brazalete y de las mentiras sobre su origen. Si bien era posible que dos piezas de Aloysius Kennedy coexistieran en armonía en la misma ciudad, era improbable que llevaran la misma inscripción. Si tal era el caso, la conclusión razonable era que Sahlah Malik había mentido cuando dijo que había arrojado el brazalete desde el muelle, y que el susodicho brazalete adornaba la muñeca de Theo Shaw. Y el brazalete sólo podía haber llegado a las manos de Theo Shaw de dos maneras: o Sahlah Malik se lo había regalado, o se lo había regalado a Haytham Querashi y Theo Shaw lo había visto y robado del cadáver de Querashi. En cualquier caso, Theo Shaw se había plantado en pleno umbral de la sospecha.

Otro inglés, pensó Barbara. Se preguntó qué pasaría con la tenue paz de la comunidad si resultaba que Querashi había encontrado la muerte a manos de un occidental. Porque en este momento le parecía que tenían a dos sólidos sospechosos, Armstrong y Shaw, y ambos eran ingleses. Y el siguiente de su lista era Trevor Ruddock, preparado para ser el Inglés Número Tres. A menos que apareciera F. Kumhar, oliendo a bacalao podrido, o uno de los Malik empezara a sudar más de lo esperado con aquel calor (excepto Sahlah, que daba la impresión de haber nacido sin poros), un inglés era el pavo que andaban buscando.

Sin embargo, al pensar en Sahlah, Barbara vaciló, con las llaves del coche colgando de sus dedos y la dirección de Trevor Ruddock arrugada en la mano. ¿Qué implicaba la anterior conclusión? ¿Qué significaba que Sahlah hubiera regalado el brazalete a Shaw y no a Querashi? Significaba lo evidente, ¿verdad? Como «La vida empieza ahora» no era el tipo de inscripción que se dedicaba a un simple conocido, Theo Shaw no era un simple conocido. Lo cual significaba que Sahlah y él se conocían más íntimamente de lo que Theo había sugerido. Lo cual significaba a su vez que no sólo Theo Shaw tenía un motivo para matar a Querashi. Quizá Sahlah Malik también tenía un motivo para asesinar a su prometido.

Por fin había un asiático firme en la lista de sospechosos, pensó Barbara. Por lo tanto, el caso seguía abierto.

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