Capítulo 8

Mostazas y Aliños Variados Malik estaba enclavada en una pequeña zona industrial situada en el extremo norte de Balford-le-Nez. De hecho se encontraba en la misma ruta del Nez, en un recodo creado donde Hall Lane, tras haberse alejado del mar en dirección noroeste, se convertía en la carretera de Nez Park. Una serie de edificios destartalados alojaban la magra representación de la industria local: un fabricante de velas, un vendedor de colchones, una ebanistería, un taller de coches, un fabricante de vallas, una chatarrería y un fabricante de rompecabezas cuya obscena elección de tema solía granjearle la censura pública desde los pulpitos de todas las ciudades del país.

Los edificios que alojaban estos comercios eran casi todos de metal prefabricado. Eran utilitarios y adecuados al entorno en que se alzaban. Una carretera sembrada de guijarros y baches serpenteaba entre ellos. Carretillas de color naranja, con el nombre oximorónico de «Vertidos Costa Dorada» pintado en letras púrpura, se inclinaban sobre el terreno irregular y vomitaban de todo, desde pedazos de lona a bastidores de cama oxidados. Varios cadáveres de bicicletas abandonados servían como enrejado para una pesadilla de ortigas y acederas propia de un jardinero. Hojas de metal acanalado, paletas de madera podridas, jarras de plástico vacías y cabrillas de hierro oxidadas conseguían que circular por la zona industrial fuera una empresa ambiciosa.

En mitad de todo esto, Mostazas y Aliños Variados Malik constituía tanto una anomalía como un reproche a sus vecinos. Abarcaba una tercera parte de la zona, un edificio Victoriano largo, provisto de numerosas chimeneas, que en los tiempos de esplendor de la ciudad había sido el aserradero de Balford. El aserradero había caído en el abandono, junto con el resto de la ciudad, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, pero ahora estaba restaurado, con sus ladrillos liberados de cien años de mugre, el maderamen sustituido y pintado cada año. Era un ejemplo mudo de lo que las demás empresas habrían podido hacer, si sus propietarios hubieran poseído la mitad de la energía y una cuarta parte de la determinación de Sayyid Akram Malik.

Akram Malik había adquirido el ruinoso aserradero en el quinto aniversario de la llegada de su familia a Balford-le-Nez, y una placa que conmemoraba dicha efemérides fue el objeto más impresionante en el que Emily Barlow reparó cuando entró en el edificio, después de aparcar su Peugeot en un espacio de la carretera relativamente libre de basura.

Tenía entablada una dura lucha con un dolor de cabeza. Su encuentro de la mañana con Barbara Havers le había dejado un regusto amargo. Pesaba como una losa sobre su mente. No necesitaba a un agente de la corrección política en su equipo, y el empeño de Barbara en arrojar las culpas justo donde deseaban los malditos asiáticos, sobre las espaldas de un inglés, la obligaban a preguntarse si la otra detective tenía clara la situación. Además, la presencia de Donald Ferguson en su vida, planeando en su periferia como un gato al acecho, añadía una molestia más a su desdicha.

Había empezado el día con una llamada más de su superintendente.

– Barlow -había ladrado, sin molestarse en decir buenos días o quejarse del tiempo inmisericorde-, ¿cómo lo tenemos?

Emily había gruñido. A las ocho de la mañana, su oficina era como la celda de castigo de Alee Guinnes en el río Kwai, y buscar un ventilador durante un cuarto de hora en el desván polvoriento de la vieja comisaría no había contribuido a mejorar su humor. Tener que soportar a Ferguson, además del calor y la exasperación, era demasiado para ella.

– Don, ¿va a dejarme las manos libres? -preguntó-. ¿O vamos a jugar al profesor y la alumna cada mañana y cada tarde?

– Vigile sus palabras -advirtió Ferguson-. No olvide quién está sentado al otro extremo de esta línea telefónica.

– No es probable que pueda olvidarlo. No me concede la menor oportunidad. ¿Mantiene un control tan estricto sobre los demás? ¿Powell? ¿Honeyman? ¿Qué me dice de nuestro buen Presley?

– Entre todos suman más de cincuenta años de experiencia. No hace falta supervisarlos. Y a Presley menos que a nadie.

– Porque son hombres.

– No convirtamos esto en un problema sexual. Si está resentida, sugiero que cambie de actitud antes de que deba arrepentirse. Bien, ¿cómo lo tenemos, inspectora?

Emily masculló un insulto. Después, le puso al corriente, sin recordarle cuan remota era la posibilidad de que se hubiera producido una novedad importante en el caso desde su última llamada, la noche anterior.

– ¿Dice que esa mujer es de Scotland Yard? -preguntó el hombre en tono pensativo-. Me gusta eso,

Barlow, me gusta mucho. Posee el toque justo de sinceridad, ¿eh? -Emily oyó que tragaba algo, y luego el tintineo de un vaso contra el receptor. Donald Ferguson era un fanático de la Fanta de naranja. La bebía todo el día, siempre con una raja de limón delgada como el papel y siempre con un solo cubito de hielo. Debía ser ya la cuarta de la mañana-. Bien. ¿Qué hay de Malik? ¿Qué sabe de ese alborotador de Londres? ¿Les pisa los talones? Quiero que no les deje ni respirar, Barlow. Si la semana pasada estornudaron, quiero que averigüe el color del pañuelo con que se sonaron. ¿Está claro?

– Inteligencia ya me ha entregado un informe sobre Muhannad Malik. -Emily paladeó la satisfacción de llevarle ventaja por una vez. Recitó los detalles principales del informe-. Ayer solicité que investigaran al otro, Taymullah Azhar. Como viene de Londres, tendremos que ponernos en contacto con el SOll, pero espero que la presencia de la sargento Havers en nuestro equipo nos resulte de ayuda.

El vaso de Ferguson tintineó de nuevo. Sin duda estaba aprovechando la oportunidad para asimilar su sorpresa. Siempre había sido el tipo de hombre convencido de que Dios había moldeado las manos de las mujeres para que se curvaran a la perfección sobre el mango de una aspiradora. El hecho de que una mujer hubiera sido capaz de adelantarse y anticipar las necesidades de la investigación entraba en conflicto con las ideas preconcebidas del superintendente.

– ¿Algo más? -preguntó Emily con afabilidad-. Tengo la reunión sobre las actividades del día dentro de cinco minutos. No quiero llegar tarde, pero si tiene algún mensaje para el equipo…

– Ningún mensaje -contestó con brusquedad Ferguson-. Siga adelante.

Colgó el teléfono.

En la fábrica de mostazas, Emily sonrió al recordarlo. Ferguson había apoyado su ascenso a IJD porque las circunstancias, en la forma de una evaluación negativa del Ministerio del Interior sobre la policía de Essex, le habían obligado. La había informado en privado de que cada decisión tomada por ella sería examinada bajo la lente de su microscopio personal. Proporcionaba goce, en su forma más pura, ganar una partida del juego que el miserable gusano estaba decidido a librar contra ella.

Emily abrió la puerta de Mostazas Malik. El mostrador de recepción estaba ocupado por una joven asiática ataviada con una túnica de hilo crema y pantalones a juego. Pese a la temperatura del día, que los gruesos muros del edificio no contribuían demasiado a paliar, llevaba un chal sobre la cabeza. No obstante, tal vez para dar un toque de elegancia, lo había distribuido en pliegues alrededor de sus hombros. Cuando levantó la vista de la terminal de ordenador ante la que estaba trabajando, sus pendientes de hueso y latón tintinearon levemente. Hacían juego con el trabajado collar. Una placa con su nombre la identificaba: s. MALIK. Debía de ser la hija, pensó Emily, la novia del hombre asesinado. Era una chica guapa.

Emily se presentó y exhibió su identificación.

– Usted es Sahlah, ¿verdad?

El tono de una marca de nacimiento color fresa en la mejilla de la muchacha se identificó cuando ella asintió. Sus manos habían quedado suspendidas sobre el teclado, pero se apresuró a bajarlas hasta que las muñecas descansaron frente al teclado y las mantuvo así, con los pulgares y los nudillos apretados con fuerza.

Parecía la viva imagen de la culpabilidad. Sus manos estaban diciendo: esposadme ya. Su expresión gritaba: oh, no, por favor.

– Siento lo sucedido -dijo Emily-. Estará pasando un mal momento.

– Gracias -dijo en voz baja Sahlah. Se miró las manos, dio la impresión de reparar en lo extraño de su posición y las separó. Fue un movimiento subrepticio, pero no le pasó por alto a Emily-. ¿Puedo ayudarla en algo, inspectora? Mi padre está trabajando en la cocina experimental, y mi hermano aún no ha llegado.

– No me hacen falta, pero usted puede conducirme hasta Ian Armstrong.

La mirada de la muchacha se desvío hacia una de las dos puertas que conducían fuera de la zona de recepción. Su mitad superior era de cristal biselado, y Emily vio al otro lado varios escritorios y lo que parecía una campaña de publicidad expuesta sobre un caballete.

– Está aquí, ¿verdad? -preguntó Emily-. Me dijeron que iba a ocupar el puesto que la muerte del señor Querashi dejó vacante.

La muchacha admitió que Armstrong estaba trabajando en la fábrica aquella mañana. Cuando Emily pidió verle, pulsó algunas teclas para salir del programa Se excusó y pasó en silencio por la otra puerta, la cual era normal y conducía a un corredor que recorría la fábrica a todo lo ancho.

Entonces, Emily se fijó en la placa. Era de bronce, y colgaba en una pared dedicada a un mural fotográfico de una segadora trabajando en un enorme campo amarillo de lo que debían ser, sin duda, plantas de mostaza. Emily leyó la inscripción de la placa:


¡VED AQUÍ!

LA CREACIÓN FUE SU OBRA, Y DESPUÉS LA REPRODUJO, PARA PODER ASÍ RECOMPENSAR A LOS QUE CREEN Y HACEN BUENAS OBRAS CON EQUIDAD.

A continuación, había una inscripción en árabe, bajo la cual aparecían las palabras:

FUIMOS BENDECIDOS CON UNA VISIÓN QUE NOS TRAJO A ESTE LUGAR EL 15 DE JUNIO, y después el año.

– Ha sido bueno con nosotros -dijo una voz detrás de Emily. Se volvió y vio que Sahlah no había vuelto con Ian Armstrong, tal como ella había solicitado, sino con su padre. La muchacha estaba agazapada detrás de él.

– ¿Quién? -preguntó Emily.

– Alá.

Pronunció el nombre con una dignidad tan sencilla que Emily no pudo por menos que admirar. Akram Malik cruzó la sala para saludarla. Iba vestido de cocinero, con un delantal manchado atado a la cintura y un gorro de papel en la cabeza. Algo había salpicado las lentes de sus gafas, y las limpió un momento con el delantal, mientras indicaba a su hija con un cabeceo que podía volver a su trabajo.

– Sahlah me ha dicho que ha venido a ver al señor Armstrong -dijo Akram, mientras apretaba la muñeca contra las dos mejillas y la frente. Al principio, Emily pensó que tal vez se trataba de una especie de saludo musulmán, pero luego se dio cuenta de que sólo se estaba secando el sudor de la cara.

– Me ha informado de que está aquí. Dudo que la entrevista se prolongue más de un cuarto de hora. No era necesario molestarle, señor Malik.

– Sahlah ha hecho lo que debía -dijo su padre, en un tono indicador de que Sahlah Malik hacía lo que debía por puro reflejo-. La acompañaré hasta el señor Armstrong, inspectora.

Indicó la puerta biselada con un cabeceo, y guió a Emily hasta la oficina del otro lado. Contenía cuatro escritorios, numerosos archivadores y dos mesas de dibujo, además de los caballetes que Emily había visto desde la recepción. Un asiático estaba trabajando con plumillas de caligrafía ante una de las mesas, en una especie de diseño, pero dejó de trabajar y se levantó en señal de respeto cuando Akram pasó con Emily. En la otra mesa, una mujer de edad madura vestida de negro y dos hombres más jóvenes (todos paquistaníes, como los Malik) estaban examinando una serie de fotografías en color satinadas, en las que se exhibían los productos de la empresa a través de una variedad de viñetas, desde meriendas en el campo hasta cenas de Nochevieja. También dejaron de trabajar. Nadie habló.

Emily se preguntó si había corrido la voz de la llegada de la policía. Lo más lógico era esperar una visita del DIC de Balford. Tendrían que haber estado preparados, pero, al igual que Sahlah, todo el mundo consiguió adoptar el aspecto de alguien cuya siguiente parada en la vida es la cárcel.

Akram la condujo hasta un breve pasillo al que se abrían tres despachos. Antes de que pudiera dejarla a solas con Armstrong, Emily aprovechó la oportunidad que Sahlah le había brindado.

– Si tiene un momento, señor Malik, también me gustaría hablar con usted.

– Por supuesto.

Indicó con un ademán una puerta abierta al final del pasillo. Emily vio una mesa de conferencias y un aparador antiguo, cuyos estantes no albergaban vajilla, sino una exposición de los productos de la empresa. Era un muestrario impresionante de tarros y frascos que contenían salsas, mermeladas, mostazas, chutneys, mantequillas y vinagretas. Los Malik habían recorrido un largo camino desde que empezaron a producir mostazas en la antigua panadería de Oíd Pier Street.

Malik cerró la puerta a su espalda, pero no del todo. La dejó abierta cinco centímetros, tal vez en deferencia a estar solo en la sala de conferencias con una mujer. Esperó hasta que Emily se sentó a la mesa para imitarla. Se quitó el gorro de papel y lo dobló dos veces hasta formar un triángulo perfecto.

– ¿En qué puedo ayudarla, inspectora Barlow? -preguntó-. Mi familia y yo estamos ansiosos por llegar al fondo de esta tragedia. Tenga la seguridad de que deseamos ayudarla en todo cuanto nos sea posible.

Su inglés era notable para un hombre que había pasado los primeros veinticinco años de su vida en un lejano pueblo paquistaní, con un solo pozo y sin electricidad, sanitarios ni teléfonos. No obstante, Emily sabía gracias a la literatura que había repartido durante su campaña electoral, así como la propaganda puerta a puerta que había realizado para pedir el voto, que Akram Malik había estudiado el idioma durante cuatro años con un profesor particular después de llegar a Inglaterra. «El bueno del señor Goeffrey Talbert», le llamaba él. «Gracias a él aprendí a amar a mi país de adopción, a la riqueza de su patrimonio y a su magnífico idioma.» La frase había funcionado bien entre unos electores poco propensos a confiar en extranjeros, y servido todavía mejor a los intereses de Akram. Había ganado su escaño con facilidad, y existían pocas dudas sobre el hecho de que sus aspiraciones políticas no terminaban en la mal ventilada sala del consejo municipal de Balford-le-Nez.

– ¿Le dijo su hijo que hemos dictaminado la muerte del señor Querashi como un asesinato? -preguntó Emily. El hombre asintió con seriedad-. Todo cuanto pueda contarme me será de ayuda.

– Algunos creen que fue un crimen racista arbitrario -dijo Malik. Era una forma inteligente de abordar el tema, no tanto acusando como especulando.

– Su hijo entre ellos -dijo Emily-, pero tenemos pruebas de que el crimen fue premeditado, señor Malik. Y premeditado de tal manera que sólo el señor Querashi, y no cualquier otro asiático, era el objetivo. Eso no significa que no haya un asesino inglés implicado, y tampoco que la cuestión racial esté ausente. Pero sí significa que había una persona concreta en el punto de mira.

– No parece posible. -Malik efectuó otro cuidadoso pliegue en su gorro de papel y lo alisó con los dedos-. Haytham llevaba aquí muy poco tiempo. Conocía a muy pocas personas. ¿Cómo puede estar segura de que conocía a su asesino?

Emily le explicó que, por razones de procedimiento, algunos detalles de la investigación debían guardarse en secreto, cosas que sólo el asesino y la policía sabían, cosas que, a la larga, podrían usarse para tender una trampa, en caso necesario.

– Pero sabemos que alguien estudió sus movimientos para asegurarse de que iría al Nez aquella noche, y si averiguamos cuáles eran sus movimientos habituales, puede que nos conduzcan hasta esa persona.

– Ni siquiera sé por dónde empezar -dijo Malik.

– Tal vez por el compromiso del fallecido con su hija -sugirió Emily.

Malik apretó levemente la mandíbula.

– ¿No estará insinuando que Sahlah está implicada en la muerte de Haytham?

– Tengo entendido que era un matrimonio de conveniencia. ¿Su hija lo había aceptado?

– Más que eso. Por otra parte, sabía que ni su madre ni yo la obligaríamos a casarse contra su voluntad. Conoció a Haytham, recibió permiso para pasar un rato con él a solas y su reacción fue positiva. Muy positiva, de hecho. Estaba ansiosa por casarse. En caso contrario, Haytham habría regresado a Karachi con su familia. Ése fue el acuerdo al que llegamos con sus padres, y las dos familias lo aceptamos antes de que él viniera a Inglaterra.

– ¿No pensó que un muchacho paquistaní nacido en Inglaterra sería más adecuado para su hija? Sahlah nació aquí, ¿verdad? Debe estar muy acostumbrada a paquistaníes nacidos aquí.

– Los chicos asiáticos nacidos en Inglaterra rechazan a veces sus orígenes, inspectora Barlow. A menudo rechazan el islam, la importancia de la familia, nuestra cultura, nuestras creencias.

– ¿Cómo su hijo, tal vez?

Malik se escabulló.

– Haytham vivía de acuerdo con las normas del islam. Era un buen hombre. Deseaba ser un haji. Era una cualidad que yo valoraba mucho en un marido para mi hija. Sahlah pensaba lo mismo.

– ¿Qué pensaba su hijo sobre la entrada del señor Querashi en la familia? Ocupa un cargo de responsabilidad en la fábrica, ¿verdad?

– Muhannad es nuestro director de ventas. Haytham era nuestro director de producción.

– ¿Cargos de igual importancia?

– En esencia. Como ya sé cuál será su siguiente pregunta, le aseguro que no existía ningún conflicto de competencias entre ellos. Sus trabajos no estaban relacionados.

– Supongo que los dos deseaban hacer bien su trabajo.

– Yo diría que sí, pero sus actuaciones individuales no iban a cambiar el futuro. Después de mi muerte, mi hijo será nombrado director gerente de la empresa. Haytham lo sabía. De hecho, era lo lógico. En consecuencia, Muhannad no debía albergar temores sobre la llegada de Haytham, si es eso lo que está insinuando. Sucedía todo lo contrario. Haytham aligeró un peso de las espaldas de Muhannad.

– ¿Qué clase de peso?

Malik desabrochó el último botón de su camisa y se pasó de nuevo la muñeca por la cara para secar el sudor. La habitación carecía de ventilación, y Emily se preguntó por qué no abría una de las dos ventanas.

– Antes de la llegada de Haytham, Muhannad supervisaba además el trabajo del señor Armstrong. El señor Armstrong era un empleado interino y no es miembro de la familia, así que necesitaba mayor supervisión. Como director de producción, era responsable del funcionamiento de toda la fábrica, y si bien su trabajo era excelente, sabía que su empleo era temporal, y por lo tanto no tenía motivos para ser tan meticuloso como alguien cuyo interés fuera permanente. -Alzó un dedo para impedir que Emily formulara la siguiente pregunta-. No estoy diciendo que consideráramos inaceptable el trabajo del señor Armstrong. De haber sido así no le habría llamado para cubrir la vacante de Haytham.

Aquél era el punto en que Barbara Havers había hecho hincapié. Armstrong había recibido la oferta de volver a Mostazas Malik.

– ¿Cuánto tiempo calcula que trabajará esta vez aquí el señor Armstrong?

– El que tarde en encontrar otro marido conveniente para mi hija, y que además pueda trabajar en la fábrica.

Lo cual exigiría cierto tiempo, pensó Emily, y consolidaría la posición de Ian Armstrong en la fábrica.

– ¿El señor Armstrong conocía al señor Querashi?

– Ya lo creo. Ian enseñó el trabajo a Haytham durante los cinco días anteriores a su marcha.

– ¿Cómo era su relación?

– Cordial, en apariencia, pero Haytham era un hombre afable. No tenía enemigos en Mostazas Malik.

– ¿Conocía a todos los trabajadores de la fábrica?

– Por fuerza. Era el director de la fábrica.

Lo cual significaba entrevistas con todo el mundo, pensó Emily, porque todo el mundo tenía enemigos, dijera lo que dijera Akram Malik. El problema residía en obligarlos a salir a la luz. Asignó mentalmente dos agentes a la tarea. Podrían utilizar la misma sala de conferencias. Serían discretos.

– ¿A quién más conocía el señor Querashi, fuera de la fábrica?

Akram pensó unos momentos.

– A muy poca gente. Frecuentaba la Cooperativa de Caballeros. Yo sugerí que ingresara, y lo hizo al instante.

Emily conocía la Cooperativa de Caballeros. Había ocupado un lugar preferente en el retrato de Akram Malik perfilado por la literatura de la campaña. Era un club social para hombres de negocios de la localidad, que Akram Malik había fundado poco después de abrir la fábrica. Se encontraban cada semana para comer y una vez al mes para cenar, y su propósito era fomentar el buen nombre de las empresas, la cooperación en el comercio y el compromiso de velar por el crecimiento de la ciudad y el bienestar de los ciudadanos. El objetivo consistía en descubrir y alentar puntos de interés comunes entre los miembros, pues su fundador defendía la filosofía de que los hombres que trabajan por un interés mutuo son hombres que viven en armonía mutua. Interesante, pensó Emily, observar la diferencia entre la Cooperativa de Caballeros, fundada por Akram Malik, y Jum'a, fundada por su hijo. Se preguntó hasta dónde llegaba el desacuerdo entre los dos hombres, y si esta situación había influido en el futuro yerno.

– ¿Su hijo también es miembro de este grupo? -preguntó, picada por la curiosidad.

– Muhannad no asiste con la frecuencia que yo desearía -dijo Malik-, pero sí, es miembro.

– ¿Menos devoto a la causa que el señor Querashi?

Malik compuso una expresión seria.

– Intenta relacionar a mi hijo con la muerte del señor Querashi, ¿verdad?

– ¿Qué pensaba su hijo sobre este matrimonio de conveniencia? -replicó Emily.

Por un momento, la expresión de Malik sugirió que no estaba dispuesto a contestar más preguntas sobre su hijo, a menos que Emily le explicara por qué las hacía, pero se contuvo.

– El propio matrimonio de Muhannad fue de conveniencia, y no le preocupaba que el de su hermana fuera igual. -Se removió en su silla-. No ha sido fácil educar a mi hijo, inspectora. Creo que ha recibido demasiada influencia de la cultura occidental, y tal vez le cuesta comprender mi postura ante esta situación, pero respeta sus raíces y está muy orgulloso de su linaje. Es un hombre de su pueblo.

Emily había oído con demasiada frecuencia la misma frase aplicada a defensores del IRA y otros extremistas políticos. Si bien era cierto que el activismo político de Muhannad en la ciudad apoyaba el punto de vista de su padre, la existencia de Jum'a sugería que lo que podía identificarse como orgullo de linaje de Muhannad también era susceptible de identificarse como cierta propensión a pasarse de rosca, así como cierta habilidad para manipular a la gente aprovechando su ignorancia y miedo. En cualquier caso, pensar en Jum'a la impulsó a preguntar:

– ¿El señor Querashi también pertenecía a la fraternidad de su hijo, señor Malik?

– ¿Fraternidad?

– Conoce la existencia de Jum'a, ¿verdad? ¿Era miembro de ella Haytham Querashi?

– Lo ignoro. -Desdobló el gorro con el mismo cuidado que había utilizado para doblarlo, y prestó atención a los movimientos de sus dedos delgados sobre el papel-. Muhannad podrá decírselo. -Frunció el ceño y alzó la vista-. Pero debo confesar que me preocupa la dirección que ha tomado con estas preguntas. Consigue que me pregunte si mi hijo, demasiado propenso a la ira y a la demagogia en lo que concierne a cuestiones raciales, para qué negarlo, está en lo cierto al asumir que usted hará la vista gorda a la posibilidad de qué el odio y la ignorancia sean los únicos móviles de este crimen.

– No pienso hacer la vista gorda a todo eso -replicó Emily-. Los crímenes racistas son problemas globales, y sería estúpido por mi parte negarlo. Pero si el odio y la ignorancia están detrás del asesinato de Querashi, iban dirigidos a un blanco concreto, y no al primer asiático que el asesino se encontró por la calle. Necesitamos saber los contactos que tenía el señor Querashi en las dos comunidades. Es la única forma de atrapar a su asesino. La Cooperativa de Caballeros representa una forma de vida en Balford-le-Nez. Jum'a representa otra, estará de acuerdo conmigo. -Se levantó-. Si me acompaña hasta el señor Armstrong…

Akram Malik la miró con aire pensativo. Debido a tal escrutinio, Emily fue consciente de las diferencias que les separaban, no sólo las normales entre hombre y mujer, sino las diferencias culturales que siempre les definirían. Se revelaban en su forma de vestir: top fino, pantalones grises, la cabeza descubierta. Se revelaban en la libertad que se le permitía: una mujer sola en un inmenso mundo al alcance de su mano. Se revelaban en el cargo que ocupaba: la figura dominante en un equipo compuesto en su mayoría por hombres. Era como si ella y Akram Malik, pese al amor que éste profesaba a su país de adopción, procedieran de universos diferentes.

El hombre se puso en pie.

– Por aquí -dijo.


Barbara avanzó traqueteando por la carretera sembrada de baches y aparcó su Mini al final de un edificio prefabricado, cuyo ambiguo letrero anunciaba «Distracciones para adultos Hegarty». Observó el aparato de aire acondicionado empotrado en una de las ventanas delanteras, y pensó unos momentos en la idea de entrar y plantarse delante del aparato. Sería una distracción adulta que bien valdría el esfuerzo, pensó.

El calor de la costa estaba empezando a superar al calor de Londres, que era inconcebible. Si Inglaterra iba a convertirse en una zona tropical, como consecuencia del calentamiento global que los científicos llevaban años prediciendo, Barbara decidió que sería agradable contar con algunas de las ventajas de los trópicos. Un camarero ataviado con chaqueta blanca y cargado con una bandeja de ponche de ginebra le iría de perlas.

Miró por el retrovisor si el calor había hecho mella en el trabajo de maquillaje de Emily. Esperaba ver su rostro transformándose como el del doctor Jekyll. Sin embargo, tanto la base de maquillaje como el colorete seguían en su sitio. Quizá, a fin de cuentas, habría que romper una lanza en favor de manipular cada mañana tarros de colores, en pos de la belleza perfecta.

Barbara volvió sobre sus pasos hacia Mostazas y Aliños Variados Malik. Una breve parada en la residencia de los Malik la había informado de que Sahlah trabajaba en la fábrica con su padre y su hermano. La información se la facilitó una mujer regordeta y desaliñada, con un niño en la cadera y otro cogido de la mano, un ojo errático y un leve pero visible bigotillo sobre el labio superior. Había echado un vistazo a la identificación de Barbara.

– ¿Quiere hablar con Sahlah? -dijo-. ¿Con nuestra pequeña Sahlah? Oh, Señor, ¿qué habrá hecho para que la policía venga a buscarla?

Delataba cierto placer al responder a sus preguntas, el tipo de entusiasmo experimentado por una mujer que, o bien carecía de grandes diversiones en la vida, o guardaba rencor a su cuñada. Informó a Barbara de su parentesco al instante, mediante el anuncio de que era la esposa de Muhannad, el hijo mayor y único varón de la casa. Y éstos (indicó a los niños con orgullo) eran los hijos de Muhannad. Y pronto (cabeceó de manera significativa en dirección a su estómago) llegaría un tercer hijo, el tercero en tres años. Un tercer hijo para Muhannad Malik.

Bla bla bla, pensó Barbara. Decidió que la mujer necesitaba urgentemente una afición, si su conversación se limitaba a aquel tema.

– ¿Puede ir a buscar a Sahlah? -dijo-. He de hablar con ella.

No era posible. Sahlah estaba en la fábrica.

– El trabajo es el mejor remedio para un corazón destrozado, ¿no cree? -preguntó la mujer, pero de nuevo con un deleite que desmentía el sentido de la frase. La esposa de Muhannad estaba poniendo de los nervios a Barbara.

Barbara se dirigió a Mostazas Malik, y mientras se acercaba al edificio de ladrillo, sacó el recibo de la joyería del bolso y lo guardó en el bolsillo de los pantalones.

Entró en la fábrica, donde el aire estaba viciado y un helecho plantado en una maceta, al lado del mostrador de recepción, parecía a punto de exhalar el último suspiro. Una joven estaba sentada ante un ordenador, y daba la impresión de no sentir el menor calor, pese a que iba tapada de pies a cabeza, con los brazos cubiertos hasta las muñecas y el cabello oscuro casi oculto bajo el chal tradicional. Llevaba el cabello largo, y una gruesa trenza le colgaba hasta la cintura.

Había una placa sobre su escritorio, y Barbara observó que ya no debía buscar más a Sahlah Malik. Exhibió su identificación y se presentó.

– ¿Podemos hablar?

La muchacha miró hacia una puerta cuya parte superior acristalada revelaba una oficina interior.

– ¿Conmigo?

– Usted es Sahlah Malik, ¿verdad?

– Sí, pero ya he hablado con la policía, si viene por lo de Haytham. Hablé con ellos el primer día.

Sobre el escritorio había una larga lista de nombres impresa por ordenador. La joven cogió un rotulador amarillo del cajón central del escritorio y empezó a subrayar algunos nombres y a tachar otros con un lápiz.

– ¿Les habló del brazalete, pues? -preguntó Barbara.

La muchacha no levantó la vista de la hoja, aunque Barbara vio que sus cejas se fruncían un momento. Podría haber sido una expresión de concentración, en el caso de que subrayar nombres hubiera exigido concentración. Por otra parte, también podía ser confusión.

– ¿Un brazalete? -preguntó.

– Una pieza, obra de un tipo llamado Aloysius Kennedy. De oro. Grabada con las palabras «La vida empieza ahora». ¿Le suena?

– No entiendo la naturaleza de sus preguntas -dijo la joven-. ¿Qué tiene que ver un brazalete de oro con la muerte de Haytham?

– No lo sé -repuso Barbara-. Tal vez nada. Pensé que quizá usted me lo podría aclarar. Esto -dejó el recibo sobre el escritorio- estaba entre sus cosas. Cerrado bajo llave, a propósito. ¿Se le ocurre el motivo, o por qué estaba en su posesión, para empezar?

Sahlah tapó con el capuchón el rotulador amarillo y dejó el lápiz a un lado antes de coger el recibo. Tenía unas manos bonitas, observó Barbara, con dedos esbeltos y uñas muy cortas pero cuidadas. No llevaba anillos.

Barbara esperó a que contestara. Captó movimientos en la oficina interior por el rabillo del ojo y miró en aquella dirección. En un pasillo del fondo, Emily Barlow estaba hablando con un paquistaní de edad madura vestido de cocinero. ¿Akram Malik?, se preguntó Barbara. Parecía lo bastante mayor y solemne para serlo. Devolvió su atención a Sahlah.

– No lo sé -dijo Sahlah-. No sé por qué lo tenía. -Daba la impresión de estar hablando al recibo, en lugar de a Barbara-. Quizá estaba buscando una manera de corresponder, y se le ocurrió ésta. Haytham era un hombre muy bueno. Un hombre muy educado. No me extrañaría que hubiera intentado descubrir el precio de algo para corresponder con un obsequio equivalente.

– ¿Perdón?

– Lena-dena -dijo Sahlah-. La entrega de regalos. Es una costumbre que se practica cuando establecemos relaciones.

– El brazalete de oro, ¿era un regalo para él? ¿Se lo hizo usted?

– Como su prometida, iba a obsequiarle algo simbólico. Él iba a corresponder de la misma forma.

Seguía en pie la pregunta de dónde estaba el brazalete ahora. Barbara no lo había visto entre las pertenencias de Querashi. No había leído en el informe de la policía que lo hubieran encontrado en el cadáver. ¿Era posible que alguien siguiera los pasos de una víctima y tramara su muerte con tanto cuidado, sólo para apoderarse de un brazalete de oro? Había gente que moría por menos, pero en este caso… ¿Por qué se le antojaba tan improbable?

– Él no tenía el brazalete -dijo Barbara-. No estaba en su cuerpo ni en su habitación del Burnt House. ¿Puede explicarme por qué?

Sahlah usó el rotulador amarillo para subrayar otro nombre.

– Aún no se lo había dado -dijo-. Lo iba a hacer el día del nikah.

– ¿Qué es eso?

– La firma oficial de nuestro contrato de matrimonio.

– O sea, que usted tiene el brazalete.

– No. Era absurdo conservarlo. Cuando le mataron, lo cogí… -Hizo una pausa. Sus dedos tocaron el borde de la hoja impresa y la enderezaron a la perfección-. Le parecerá absurdo y melodramático, como una novela del siglo diecinueve. Cuando mataron a Haytham, cogí el brazalete y lo tiré al mar. Desde el extremo del muelle. Supongo que era una forma de despedirme de él.

– ¿Cuándo fue eso?

– El sábado. El día que la policía me contó lo que le había pasado.

Esto aún ponía más de relieve el problema del recibo.

– ¿Él no sabía que usted iba a regalarle un brazalete, por lo tanto?

– No lo sabía.

– Entonces ¿qué hacía el recibo en su poder?

– No lo puedo explicar, pero él debía saber que yo iba a regalarle algo. Es la tradición.

– Por lo del… ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

– Lena-dena. Sí, por eso. No querría que su regalo fuera inferior al mío. Habría significado un insulto para mi familia, y Haytham era muy cuidadoso con esas cosas. Imagino… -Miró a Barbara por primera vez desde que la conversación había empezado-, imagino que hizo un poco de trabajo detectivesco para averiguar qué le había regalado y dónde. No debió resultar muy difícil. Balford es una ciudad pequeña. Las tiendas que venden objetos dignos de una ocasión como una nikah son fáciles de localizar.

La explicación era razonable, pensó Barbara. De una lógica aplastante. El único problema era que ni Rachel Winfield ni su madre habían dicho nada que pudiera apoyar esta conjetura.

– Desde el extremo del muelle -dijo Barbara-. ¿Qué hora era?

– No tengo ni idea. No miré el reloj.

– No me refiero a la hora exacta. ¿Era por la mañana? ¿Por la tarde? ¿Por la noche?

– Por la tarde. La policía vino a casa por la mañana.

– ¿No era de noche?

Tal vez la joven comprendió demasiado tarde la intención de Barbara, porque su mirada vaciló. No obstante, pareció caer en la cuenta de las dificultades que se buscaría si cambiaba la historia.

– Fue por la tarde -afirmó.

Y alguien se habría fijado, sin duda, en una mujer vestida como Sahlah. Estaban renovando el parque de atracciones. Aquella misma mañana, Barbara había visto a los obreros subidos en un edificio que estaban construyendo en el mismo lugar donde Sahlah afirmaba haberse desprendido del brazalete de oro. Tenía que haber alguien en el muelle que corroborara su historia.

Cierta actividad en la oficina interior llamó su atención de nuevo. Esta vez no era Emily, sino dos asiáticos. Se acercaron a una mesa de dibujo, donde se enzarzaron en una animada discusión con un tercer asiático que trabajaba ante ella. Al verlos, Barbara se acordó del nombre.

– F. Kumhar -dijo a Sahlah-. ¿Alguien llamado así trabaja en la fábrica?

– En la oficina no.

– ¿En la oficina?

– No puede trabajar en cuentas o ventas. Es lo que se lleva en la oficina. -Indicó la puerta acristalada-. En cuanto a la fábrica en sí… Está producción. Conozco a los empleados fijos de producción, pero no a los que contratan por horas cuando hay grandes pedidos, para hacer etiquetas, por ejemplo.

– ¿Son trabajadores por horas?

– Sí. No siempre los conozco. -Indicó la hoja impresa-. No he visto el nombre entre éstos, pero como la nómina de los trabajadores por horas no está mecanizada, tampoco lo habría visto.

– ¿Quién conoce a los trabajadores por horas?

– El director de producción.

– Haytham Querashi -dijo Barbara.

– Sí. Y antes, el señor Armstrong.

Y así se cruzaron los caminos de Barbara y Emily en Mostazas Malik, cuando Sahlah acompañó a Barbara al despacho de Armstrong.

Si había que guiarse por el tamaño del despacho (como sucedía en New Scotland Yard, donde la importancia del cargo se medía por el número de ventanas que la persona tenía), Ian Armstrong ocupaba un cargo de bastante importancia, aunque su contrato fuera temporal. Cuando Sahlah llamó a la puerta y una voz contestó que entrara, Barbara vio una sala lo bastante grande para acomodar un escritorio, una mesa de conferencias redonda y seis sillas. Al igual que en la oficina interior, no había ventanas. La cara de Armstrong estaba perlada de sudor, fuera por el calor o por las preguntas de Emily Barlow.

– … no existía una necesidad real de llevar a Mikey al médico el viernes pasado -decía Armstrong-. Es el nombre de mi hijo, por cierto. Mikey.

– ¿Tenía fiebre?

Emily saludó con un gesto de cabeza cuando Barbara entró en la habitación. Sahlah cerró la puerta y se fue.

– Sí, pero a los niños les suele subir mucho la fiebre, ¿verdad?

Los ojos de Armstrong se desviaron hacia Barbara, antes de volver hacia Emily. No parecía ser consciente del sudor que goteaba en su frente y resbalaba por una mejilla.

Por su parte, parecía que en lugar de sangre corriera freón por las venas de Emily. Estaba sentada ante la mesa de conferencias con una frialdad absoluta, mientras una pequeña grabadora recogía las respuestas de Armstrong.

– No hay que correr a urgencias porque el niño tenga la frente caliente -explicó Armstrong-. Además, el niño ha sufrido tantas otitis que ya sabemos lo que hay que hacer. Tenemos gotas. Utilizamos calor. No tarda en mejorar.

– ¿Puede confirmarlo alguien más, aparte de su mujer? ¿El viernes telefoneó a sus suegros, para pedir consejo? ¿Habló con sus padres, con un vecino, con algún amigo?

El rostro de Armstrong se ensombreció.

– Yo… Si me concede un momento para pensar…

– No hay prisa, señor Armstrong -dijo Emily-. Queremos ser precisos.

– Es que nunca me he visto metido en algo como esto, y estoy un poco nervioso. No sé si me entiende.

– Ya lo creo.

Mientras la inspectora esperaba a que el hombre contestara a su pregunta, Barbara examinó el despacho. Era bastante funcional. Carteles enmarcados de los productos colgaban de las paredes. El escritorio era de acero, al igual que los archivadores y las estanterías. La mesa y las sillas eran relativamente nuevas, pero de aspecto barato. Los únicos objetos destacables descansaban sobre el escritorio de Armstrong. Eran fotografías enmarcadas, y había tres. Barbara dio la vuelta para echar un vistazo. Una mujer de expresión amargada, con el cabello rubio peinado a la moda de los años sesenta, aparecía en una, un niño hablaba muy contento con Papá Noel en otra, y la tercera plasmaba a la feliz familia al completo, con el niño sobre el regazo de la madre y el padre de pie detrás de ellos, con las manos sobre los hombros de la madre. Armstrong parecía sobresaltado en la fotografía, como si hubiera accedido a la posición de paterfamilias por accidente y le hubiera sorprendido en grado sumo.

Estaba bien instalado en la fábrica, para ser un empleado interino. Barbara ya se lo imaginaba, sacando cada mañana las fotos de un maletín, limpiándoles el polvo con un pañuelo y canturreando feliz mientras las colocaba sobre el escritorio, antes de empezar a trabajar.

Sin embargo, parecía una fantasía contrapuesta a su comportamiento actual. No dejaba de lanzar miradas nerviosas a Barbara, como torturado por la sospecha de que se dispusiera a registrar su escritorio. Al fin, Emily les presentó.

– Oh -dijo Armstrong-. ¿Otra…? -Se tragó de inmediato lo que pensaba decir-. Mis suegros -dijo, y continuó con renovadas energías-. No estoy seguro de la hora, pero estoy seguro de que hablé con ellos el viernes por la noche. Sabían que Mikey estaba enfermo, y nos telefonearon. -Sonrió-. Me había olvidado porque usted me ha preguntado si yo les había telefoneado, y fue justo lo contrario.

– ¿La hora aproximada?

– ¿Cuándo ellos llamaron? Debió ser después del telediario. El de la ITV.

Que transmitían a las diez, pensó Barbara. Miró al hombre con los ojos entornados y se preguntó si estaba improvisando a marchas forzadas, y cuánto tardaría en llamar a sus suegros para conseguir su colaboración, una vez Emily y ella salieran de su despacho.

Mientras Barbara hacía estas reflexiones, Emily cambió de táctica. Se interesó por Haytham Querashi y la relación de Armstrong con el hombre asesinado. Según el jefe de producción interino, tenían una buena relación, una excelente relación. Si había que hacer caso a Armstrong, eran hermanos de sangre, prácticamente.

– Y no tenía enemigos en la fábrica, por lo que yo sé -concluyó Armstrong-. Si quiere que le diga la verdad, los trabajadores de la fábrica estaban muy contentos con él.

– ¿No lamentaban que usted se marchara? -preguntó Emily.

– Supongo que no -admitió Armstrong-. La mayoría de nuestros obreros son asiáticos, y preferían que uno de los suyos les supervisara, antes que un inglés. Pensándolo bien, es natural, ¿no?

Paseó la vista entre Emily y Barbara, como si esperara a que una de ellas le diera la razón. Como ninguna lo hizo, encadenó con su idea anterior.

– No había nadie, de veras. Si buscan un móvil entre nuestros trabajadores, no creo que encuentren ninguno. Hace sólo unas horas que he vuelto, y por lo que he visto, su muerte ha causado un sentido dolor entre los suyos.

– ¿Conoce a alguien llamado Kumhar? -preguntó Barbara después de sentarse a la mesa.

– ¿Kumhar?

Armstrong frunció el ceño.

– F. Kumhar. ¿Le suena el nombre?

– En absoluto. ¿Es alguien que trabaja aquí? Porque conozco a todo el mundo… Es por motivos de trabajo. A menos que lo contrataran durante la estancia del señor Querashi, y que aún no me lo hayan presentado…

– La señorita Malik piensa que podría ser alguien contratado por horas cuando el volumen de trabajo es muy grande. Habló sobre etiquetados.

– ¿Un empleado por horas? -Armstrong miró a Emily-. ¿Me permite…? -preguntó, como si se considerara bajo su supervisión. Se encaminó a una de las estanterías y bajó un libro mayor, que llevó a la mesa-. Siempre hemos sido muy cuidadosos con nuestros registros. En la posición del señor Malik, emplear a ilegales sería desastroso.

– ¿Existe ese problema por aquí? -preguntó Barbara-. Por lo que yo sé, los ilegales suelen dirigirse a las ciudades. Londres, Birmingham, lugares donde ya existe una comunidad asiática numerosa.

– Hummm…, sí. Supongo que sí -dijo Armstrong, mientras pasaba algunas páginas del libro y examinaba las fechas de la parte superior-. Pero no estamos lejos de los puertos, ¿sabe? Los ilegales saben burlar la vigilancia, y el señor Malik insiste en que andemos siempre atentos.

– Si el señor Malik tuviera contratados a inmigrantes ilegales, ¿es posible que Haytham Querashi lo descubriera?

Armstrong alzó la vista. Comprendió la dirección que estaba tomando el interrogatorio, y pareció aliviado de que la atención se desviara de él. Sin embargo, no intentó falsear su respuesta.

– Puede que lo hubiera sospechado, pero si alguien le presentó papeles bien falsificados, no sé cómo lo hubiera descubierto. Al fin y al cabo, no era inglés. ¿Cómo iba a saber lo que debía buscar?

Barbara se preguntó qué más daba ser o no inglés.

Él examinó una página que había seleccionado. Después, repasó otras dos.

– Éstos son los trabajadores por horas más recientes -dijo-, pero no hay ningún Kumhar entre ellos. Lo siento.

Entonces, Querashi le había conocido en otro contexto, concluyó Barbara. Se preguntó cuál. La organización paquistaní fundada por Muhannad Malik? Cabía la posibilidad.

– Si Querashi hubiera despedido a alguien, temporal, fijo o por horas, ¿constaría en esa lista? -preguntó Emily.

– Los empleados despedidos tienen fichas personales, claro está -dijo Armstrong, al tiempo que indicaba los archivadores que ocupaban una pared, pero su voz enmudeció mientras hablaba, y volvió a sentarse en su silla, con aire pensativo. Al parecer, lo que estaba pensando sirvió para calmar su mente, porque sacó un pañuelo y se secó la cara.

– ¿Se le ha ocurrido otra cosa? -preguntó Emily.

– ¿Un empleado despedido? -dijo Barbara.

– Tal vez no sea nada. Lo sé porque me lo dijo uno de sus compañeros del departamento de envíos, después de que pasara. Fue sonado, claro.

– ¿A qué se refiere?

– Trevor Ruddock, un chico de la ciudad. Haytham le despidió hace tres semanas. -Armstrong se acercó a uno de los archivadores y buscó en un cajón. Extrajo una carpeta y la llevó a la mesa, mientras leía la documentación que contenía-. Sí, aquí está… Oh, cielos. Bien, no es muy agradable. -Levantó la vista y sonrió. Sin duda había leído buenas noticias para él en el expediente de Trevor Ruddock, y estaba celebrando el hecho-. Trevor fue despedido por robar, según consta aquí. El informe está escrito con la letra de Haytham. Al parecer, le pilló con las manos en la masa, es decir, con una caja de existencias que debía enviarse. Le despidió en el acto.

– Un chico, ha dicho -comentó Barbara-. ¿Cuántos años tiene?

Él consultó el expediente.

– Veintiuno.

Emily apoyó a Barbara.

– ¿Está casado? ¿Tiene hijos?

Armstrong se apresuró a complacerlas.

– No -dijo-, pero vive en su casa, según la solicitud de empleo. Y sé que allí viven cinco niños, además de Trevor y sus padres. Y a juzgar por la dirección que dio… -Miró a las dos policías-. Bien, no es la mejor zona de la ciudad exactamente. Yo diría que su familia necesitaba todo el dinero que él ganaba. Así son las cosas en esa parte de la ciudad.

Una vez dicho esto, pareció darse cuenta de que cualquier intento de desviar las sospechas hacia otra persona sólo serviría para fortalecer las sospechas sobre él. Se apresuró a continuar.

– El señor Malik intercedió por el muchacho. Aquí hay una copia de la carta que escribió, solicitando a otro hombre de negocios de la ciudad que diera una oportunidad de redimirse a Trevor mediante un empleo.

– ¿Dónde? -preguntó Barbara.

– En el parque de atracciones. Allí le encontrarán, sin duda. Si quieren hablar con él sobre su relación con el señor Querashi, me refiero.

Emily extendió la mano y apagó la grabadora. Armstrong compuso una expresión de alivio, liberado por fin, pero cuando Emily habló, le devolvió a la realidad.

– No pensará abandonar la ciudad durante los próximos días, ¿verdad? -le preguntó con tono afable.

– No he pensado ir…

– Estupendo -dijo Emily Barlow-. No me cabe duda de que tendremos que hablar otra vez con usted. Y también con sus suegros.

– Por supuesto. En cuanto a este otro asunto… lo de Trevor, lo del señor Ruddock… Supongo que querrán…

No terminó la frase. No se atrevió. «Ruddock tiene un móvil» eran las palabras que Armstrong no podía decir. Pues aunque Haytham Querashi les había dejado sin trabajo a los dos, sólo uno de ellos se había beneficiado al instante de la muerte del paquistaní. Y todos los que estaban sentados a la mesa sabían que el principal beneficiario de la primera muerte violenta acaecida en la península de Tendring en cinco años también estaba sentado en la ex oficina de Querashi, y había recuperado el trabajo que la llegada de Querashi a Inglaterra le había arrebatado.

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