Capítulo 26

No podía enmudecer las voces de su cabeza. Daba la impresión de que llegaban desde todas direcciones a la vez, desde todas las fuentes posibles. Al principio, pensó que podría tomar una decisión si lograba silenciar sus gritos, pero cuando comprendió que era impotente para alejar los aullidos de su cabeza (salvo si apelaba al suicidio, cosa que no tenía la menor intención de hacer), supo que debería forjar sus planes mientras las voces trataban de crispar sus nervios.

La llamada telefónica de Reuchlein a la fábrica se había producido menos de dos minutos después de que la zorra de Scotland Yard hubiera abandonado el almacén de Parkeston. «Aborta, Malik», fue todo cuanto dijo, lo cual significaba que el nuevo embarque de artículos (que debía llegar aquel mismo día y estaba valorado en, al menos, veinte mil libras, si conseguía que trabajaran lo suficiente sin meter follón) no sería recibido en el puerto, no sería conducido al almacén y no sería enviado en cuadrillas de trabajo a los granjeros de Kent que ya habían pagado la mitad por adelantado, tal como se había acordado. En cambio, los artículos serían abandonados a su suerte nada más llegar, para que se dirigieran a Londres, Birmingham o cualquier otro lugar donde se pudieran ocultar. Y si la policía no los capturaba antes de llegar a su destino, se desvanecerían entre la población y no hablarían ni palabra sobre la forma en que habían entrado en el país. Era absurdo hablar, cuando podía valerles la deportación. En cuanto a los trabajadores ya asignados a lugares determinados, allá ellos. Cuando nadie fuera a buscarles para devolverles al almacén, ya se les ocurriría algo.

«Aborta» significaba que Reuchlein iba ya de camino a Hamburgo. Significaba que todos los documentos pertenecientes a los servicios de inmigración de World Wide Tours iban de cabeza a una trituradora. Significaba que él debía actuar a toda prisa, antes de que el mundo que había conocido durante veintiséis años se desplomara sobre él.

Se había marchado de la fábrica. Había ido a casa. Había empezado a poner su plan en acción. Haytham estaba muerto, gracias a cualquier ser divino que fuera conveniente en aquel momento, y sabía que Kumhar no hablaría. Si hablaba, sería deportado al instante, lo último que deseaba ahora que su principal protector había muerto.

Y después, Yumn, aquella foca repugnante a la que debía llamar esposa, había empezado a pelearse con su madre. Él había tenido que intervenir, y así había averiguado la verdad sobre Sahlah.

Había maldecido a la sabandija de su hermana. Ella le había provocado. ¿Qué se esperaba, si se comportaba como una puta con un occidental? ¿Perdón? ¿Comprensión? ¿Aceptación? ¿Qué? Había permitido que aquellas manos, sucias, contaminadas, corruptas, asquerosas, tocaran su cuerpo. Había unido sin remilgos su boca a la de él. Se acostaba con aquel pedazo de mierda de Shaw bajo un árbol, sobre el suelo, ¿y esperaba que él, su hermano, su amo, su señor, hiciera la vista gorda? ¿Hiciera caso omiso de sus gemidos y resuellos, del olor de su sudor, de ver cómo la mano de él le levantaba el camisón y subía subía subía por su pierna?

Sí, la había reducido por la fuerza. Sí, la había arrastrado hacia la casa. Y sí, la había tomado porque se lo merecía, porque era una puta, y sobre todo, porque debía pagar como todas las putas. Y una vez, una sola noche, no era suficiente para grabar en su mente la verdad de quién era el auténtico dueño de su destino. Una sola palabra sobre mí y morirás, le había dicho. Ni siquiera tuvo necesidad de ahogar sus gritos con la mano, cuando ya estaba preparado para ello. Ella sabía que debía pagar por sus pecados.

En cuanto Yumn habló, fue a por ella. Sabía que era lo último que debía hacer, pero tenía que encontrarla. Estaba ansioso por encontrarla. Sus ojos palpitaban, su corazón martilleaba, todas sus voces resonaban en su cabeza.

Aborta, Malik.

¿Debo permitir que me traten como a un perro?

Esta chica es ingobernable, hijo mío. No tiene el menor sentido del…

La policía ha venido a registrar la fábrica. Han preguntado por ti.

Aborta, Malik.

Mírame, Muni. Mira lo que tu madre…

Antes de darme cuenta, ya había destrozado las plantas. No entiendo por qué…

Aborta, Malik.

…la perfecta virgencita de tu padre.

Aborta.

i Virgen? ¿Ella? Dentro de pocas semanas no podrá disimular el…

No dijeron lo que estaban buscando, pero llevaban una orden de registro. La vi.

Tu hermana está embarazada.

Aborta. Aborta.

Sahlah no hablaría del asunto. No le acusaría. No se atrevería. Una acusación acabaría con ella, porque revelaría la verdad sobre Shaw. Porque él, Muhannad, su hermano, descubriría esa verdad. Acusaría. Describiría exactamente lo que había visto en el huerto, y dejaría que sus padres adivinaran el resto. ¿Podían confiar en la palabra de una hija que les había traicionado al escapar de casa por las noches? ¿De una hija que se comportaba como una vil sabandija? ¿En quién debían confiar más?, preguntaría. ¿En un hijo que cumplía su deber con su mujer, sus hijos y sus padres, o en una hija que les engañaba cada día?

Sahlah sabía lo que él diría. Sabía a quién creerían sus padres. No hablaría del asunto, y no le acusaría.

Lo cual le proporcionaba una oportunidad de encontrarla. Pero no estaba en la fábrica. No estaba en la joyería con su repugnante amiga. No estaba en el parque de Falak Dedar. No estaba en el parque de atracciones.

Pero en el parque de atracciones se había enterado de la noticia sobre la enfermedad de la señora Shaw y había ido al hospital. Llegó a tiempo de ver salir a los tres. Su padre, su hermana y Theo Shaw. Y la mirada que intercambió su hermana con su amante mientras éste abría la puerta del coche de su padre para que entrara, le había comunicado todo cuanto necesitaba saber. Se lo había dicho. La muy puta había contado la verdad a Theo Shaw.

Había huido antes de que la vieran. Y las voces rugían.

Aborta, Malik.

¿Qué debo hacer? Dímelo, Muni.

Hasta el momento, el señor Rumbar no ha identificado a nadie a quien desee avisar.

Cuando uno de los nuestros está muerto, no es tarea tuya ocuparte de su resurrección, Muhannad.

… encontrado muerto en el Nez.

Trabajo con nuestros compatriotas de Londres cuando tienen problemas con…

Aborta, Malik.

Muhannad, te presento a mi amiga Barbara. Vive en Londres.

Esta persona de la que hablas está muerta para nosotros. No tendrías que haberla traído a nuestra casa.

Vamos a comprar helados a Chalk Farm Road, hemos ido al cine y hasta vino a mi fiesta de cumpleaños. A veces, vamos a ver a su mamá en…

Aborta, Malik.

Le dijimos que íbamos a Essex, pero papá no me dijo que vivías aquí, Muhannad.

Aborta. Aborta.

¿Volverás? ¿Podré conocer a tu mujer y a tus hijos? ¿Volverás?

Y allí, allí, donde menos esperaba encontrarla, estaba la respuesta que buscaba. Silenció las voces y calmó sus nervios.

Salió disparado como una exhalación en dirección al hotel Burnt House.


– Muy bien -dijo con entusiasmo Emily. Una sonrisa radiante iluminó su cara-. Bien hecho, Barbara. Mecagüen la leche. Muy bien.

Gritó el nombre de Belinda Warner. La agente entró a toda prisa en el despacho.

Barbara tenía ganas de gritar. Tenían cogido por los huevos a Muhannad Malik, les habían presentado su cabeza en bandeja de plata, como la del Bautista a Salomé, y sin necesidad de bailes. Y lo había hecho la imbécil de su mujer.

Emily empezó a dar órdenes. El agente destacado en Colchester, que había peinado las calles cercanas a la residencia de Rakin Khan, en un intento de encontrar a alguien que pudiera corroborar la coartada de Muhannad o hundirla para siempre, debía volver a casa. Los agentes enviados a la fábrica de mostazas para examinar los expedientes personales de todo el mundo debían abandonar aquella pista. Los tíos que investigaban los robos perpetrados en las cabañas de la playa, para dilucidar la participación de Trevor Ruddock, debían olvidar aquella tarea. Todos debían unirse a los esfuerzos por encontrar a Muhannad Malik.

– Nadie puede estar en dos sitios a la vez -había anunciado Barbara a Emily-. Olvidó decir a su esposa cuál era su coartada, y ella le proporcionó una segunda. El juego no ha terminado, Emily. Está en pleno apogeo.

Vio que la inspectora exultaba de gloria por fin. Emily hizo llamadas telefónicas, trazó un plan de batalla y dirigió a su equipo con una calma que desmentía el entusiasmo que debía sentir. Joder, había estado en lo cierto desde el primer momento. Había intuido algo podrido en Muhannad Malik, algo que no encajaba con sus afirmaciones de ser un hombre de su pueblo. Tenía que existir alguna alegoría o fábula que enfatizara la hipocresía exacta de la vida de Muhannad, pero en aquel momento Barbara estaba demasiado excitada para localizarla en su memoria. ¿El perro del hortelano? ¿La tortuga y la liebre? ¿Quién lo sabía? ¿A quién le importaba? Vamos a por ese bastardo, pensó.

Se enviaron agentes en todas direcciones: a la fábrica de mostazas, a las Avenidas, al ayuntamiento, al parque de Falak Dedar, a aquella pequeña sala de reuniones situada sobre Balford Print Shoppe donde Inteligencia había descubierto que Jum'a celebraba sus encuentros. Otros agentes fueron destacados a Parkeston, por si su presa se había, dirigido hacia Eastern Imports.

Se enviaron por fax descripciones de Malik a las localidades circundantes. Se facilitaron el número de la matrícula y el color inconfundible del Thunderbird a las comisarías de policía. Telefonearon al Tendring Standard para que publicara la foto en primera página de Muhannad Malik a la mañana siguiente, si aún no le habían capturado.

Toda la comisaría se puso en acción. Había movimiento en todas partes. Todo el mundo trabajaba como una pieza de la gran maquinaria de la investigación, y Emily Barlow era el centro de esa maquinaria.

Era en esos casos cuando trabajaba mejor. Barbara recordaba su capacidad de tomar decisiones rápidas y desplegar los hombres bajo su mando donde fueran más eficaces. Lo había hecho durante sus ejercicios en Maidstone, cuando no había otra cosa en juego que la aprobación del instructor y la admiración de los colegas que seguían el curso. Ahora, cuando todo estaba en juego, desde la paz en la comunidad hasta su propio empleo, era la personificación de la tranquilidad. Sólo la forma en que escupía las palabras cuando hablaba indicaba su tensión.

– Todos estaban metidos en el ajo -dijo a Barbara mientras bebía agua de una botella de Evian. Su cara brillaba de sudor-. Querashi también. Es evidente. Quería una parte del pastel que Muhannad obtenía de todos los que contrataban a sus ilegales. Muhannad no aceptó. Querashi se desplomó escaleras abajo. -Otro sorbo de agua-. Fue muy sencillo, Barbara. Malik entraba y salía de casa sin parar: las reuniones de Jum'a, sus tratos con Reuchlein, la distribución de ilegales por todo el país.

– Por no hablar de las demás tareas que exige la empresa -añadió Barbara-. Ian Armstrong me lo confirmó.

– Por lo tanto, si se ausentaba alguna noche, la familia no sospechaba nada, ¿verdad? Pudo abandonar la casa, seguir a Querashi, descubrir su rollo con Hegarty, sin ni siquiera saber que era Hegarty la persona con quien se citaba, y elegir el momento apropiado para darle el pasaporte. Con media docena de coartadas para la noche en cuestión.

Barbara se dio cuenta de que el razonamiento era impecable.

– Y después apareció seguido de los suyos, con la intención de protestar por la muerte y pasar por inocente.

– Para pasar por lo que nunca fue, un hermano musulmán para los musulmanes, empeñado en llegar al fondo del asesinato de Querashi.

– Claro, ¿por qué iba a incitarte a capturar al asesino de Querashi, si él era el asesino?

– Eso pretendía que yo pensara -dijo Emily-. Pero nunca lo pensé. Ni por un momento.

Caminó hasta la ventana, donde la funda de almohada que había colgado el día anterior aún protegía la habitación del sol. La arrancó de un tirón. Se asomó a la ventana y contempló la calle.

– Ésta es la peor parte -dijo-. La detesto.

La espera, pensó Barbara. Mantenerse en la retaguardia con el fin de dirigir a las tropas, a medida que la información llegara a la comisaría. Era la desventaja de haber llegado al cargo que ostentaba. La inspectora jefe no podía estar en todas partes a la vez. Tenía que confiar en la experiencia y tenacidad de su equipo.

– Jefa.

Emily giró en redondo. Belinda Warner estaba en la puerta.

– ¿Qué sabemos?-preguntó.

– Es ese asiático. Está otra vez abajo. Dice…

– ¿Qué asiático?

– El señor Azhar. Está en recepción y pregunta por usted, o la sargento. Dijo que con la sargento sería suficiente. Recepción dice que está hecho un manojo de nervios.

– ¿Recepción? -repitió Emily-. ¿Qué cono está haciendo en recepción? Tenía que estar con Fahd Kumhar. Le dejé con él. Di órdenes expresas de… -Interrumpió sus palabras-. Joder -dijo, pálida.

– ¿Qué?

Barbara se puso en pie de un salto, sobresaltada por el hecho de que Azhar estuviera hecho un manojo de nervios. El paquistaní era tan controlado que algo grave debía estar sucediendo.

– ¿Qué pasa?

– No debía abandonar la comisaría -dijo Emily-. Tenía que quedarse con Kumhar hasta que le pusiéramos la mano encima a su primo. Salí de la sala de interrogatorios y olvidé decir al recepcionista que no abandonara el edificio.

– ¿Qué quiere…?

Belinda esperaba directrices.

– Yo me encargo de él -dijo Emily.

Barbara la siguió. Recorrieron el pasillo y bajaron la escalera al trote. En la planta baja, Taymullah Azhar paseaba arriba y abajo.

– ¡Barbara! -gritó, cuando las vio acercarse. Todo esfuerzo de disimulo se disolvió en un momento de pánico evidente. Su expresión era de desesperación-. Barbara, Hadiyyah ha desaparecido. Muhannad se la ha llevado.


– Hostia -exclamó Barbara, y lo dijo como si fuera una oración-. ¿Estás seguro, Azhar?

– Volví al hotel. Ya había terminado aquí. El señor Treves me lo dijo. La señora Porter estaba con ella. Le recordaba de la otra noche. Nos había visto juntos. En el bar, ¿te acuerdas? Pensó que habíamos quedado así…

Estaba a un paso de la congestión.

Guiada por un impulso, Barbara rodeó sus hombros con el brazo.

– La encontraremos -dijo, y le dio un apretón-. La encontraremos, Azhar. Te lo juro. Te prometo que la rescataré.

– ¿Qué cono está pasando? -preguntó Emily.

– Hadiyyah es su hija. Tiene ocho años. Muhannad la ha secuestrado. Ella debió pensar que no había nada de malo en irse con él.

– Sabe que nunca debe hacerlo -dijo Azhar-. Un desconocido. Ella lo sabe. Nunca. Nunca.

– Pero Muhannad no es un desconocido para ella -le recordó Barbara-. Ya no. Ella le dijo que quería conocer a su mujer y a sus hijos. ¿Te acuerdas, Azhar? Ya la oíste cuando lo dijo. Yo también estaba delante. Tú no tenías motivos para pensar…

Sentía la acuciante necesidad de absolverle de la culpa que sentía, pero no podía lograrlo. Era su hija.

– ¿Qué cono pasa aquí? -repitió Emily.

– Ya te lo he dicho. Hadiyyah…

– Me importa una mierda Hadiyyah, sea quien sea. ¿Conoce a estas personas, sargento Havers? En tal caso, ¿a cuántas conoce, exactamente?

Barbara comprendió su error. Residía en el brazo que todavía rodeaba los hombros de Azhar. Residía en la información que acababa de revelar. Buscó en su mente algo que decir, pero sólo podía decir la verdad y no tenía tiempo de explicarla.

Azhar volvió a hablar.

– Le preguntó si le gustaba el mar. La señora Porter lo oyó. «¿Te gusta el mar? ¿Quieres que emprendamos una aventura marítima?» Lo dijo mientras se marchaban. La señora Porter lo oyó. Barbara, ha cogido…

– ¡Santo Cristo! Un barco. -Barbara miró a Emily. No había tiempo de explicar ni de calmar. Sabía adonde había ido Muhannad Malik. Sabía lo que planeaba-. Ha cogido un barco en la dársena de Balford. Del East Essex Boat Hire, como antes. Hadiyyah piensa que es un crucero por el mar del Norte, pero él se dirige al continente. Seguro. Está loco. Demasiada distancia. Pero eso es lo que se propone. Por lo de Hamburgo. Por Reuchlein. Hadiyyah es su garantía de que no le detendremos. Es preciso que la Guardia Costera le persiga, Em.

Emily Barlow no contestó con palabras, pero la respuesta estaba escrita en sus facciones, y lo que sus facciones decían no tenía nada que ver con perseguir a un asesino por mar. La revelación de que Barbara la había engañado se transparentaba en toda su cara, en los labios apretados y en la mandíbula tirante.

– Em -dijo Barbara, frenética-, les conozco de Londres. A Azhar y Hadiyyah. Eso es todo. Por el amor de Dios, Em…

– No puedo creerlo. -Los ojos de Emily parecían traspasarla-. Nada menos que tú.

– Barbara…

La voz de Azhar era suplicante.

– No supe que estabas al frente del caso hasta que llegué a Balford -dijo Barbara.

– Con independencia de quién estuviera al mando, no debías inmiscuirte.

– De acuerdo. Lo sé. No debía inmiscuirme. -Barbara se esforzaba por encontrar algo que impulsara a la inspectora a entrar en acción-. Em, quería evitar que se metieran en líos. Estaba preocupada por ellos.

– Y me manipulaste, ¿verdad?

– Actué mal. Tendría que habértelo dicho. Puedes enviar un informe a mi súper, si quieres. Pero más tarde. Más tarde.

– Por favor.

Azhar pronunció la palabra como una oración.

– Qué falta de prurito profesional, Havers.

Era como si la inspectora no hubiera oído las dos palabras.

– Sí, de acuerdo -dijo Barbara-. Muy poco profesional. Nada profesional. Pero la cuestión no es cómo hice mi trabajo. Necesitamos a la Guardia Costera si queremos atrapar a Muhannad. Ahora, Em. Necesitamos a la Guardia Costera ahora.

No hubo respuesta por parte de la inspectora.

– Joder, Em -gritó por fin Barbara-. ¿Es una cuestión profesional, o una cuestión personal?

El último comentario fue manipulativo y rastrero, y Barbara se despreció en el mismo momento, pero obtuvo la reacción que deseaba.

Emily dirigió una mirada a Azhar, y después a Barbara. A continuación, tomó las riendas del caso.

– La Guardia Costera no nos sirve.

Sin más explicaciones, giró en redondo y se encaminó hacia la parte posterior de la comisaría.

– Vamos -dijo Barbara, y cogió a Azhar del brazo.

Emily se detuvo ante la puerta de una habitación llena de ordenadores y equipos de comunicaciones.

– Pónganse en contacto con el agente Fogarty -dijo con voz grave-. Envíen el VRA a la dársena de Balford. Nuestro hombre está en el mar, y ha cogido un rehén. Digan a Fogarty que quiero un Glock 17 y un MP5.

Barbara comprendió por qué Emily había vetado la idea de la Guardia Costera. Sus barcos no llevaban armas; sus oficiales no iban armados. La inspectora estaba solicitando la colaboración del vehículo artillado VRA.

Mierda, pensó Barbara. Intentó apartar de su mente la imagen de Hadiyyah atrapada en mitad de un tiroteo.

– Vamos -repitió a Azhar.

– ¿Qué va a…?

– Le va a perseguir. Nosotros también iremos.

Era lo único que podía hacer, decidió Barbara, para impedir que ocurriera lo peor a su amiguita de Londres.

Emily atravesó el gimnasio, con Barbara y Azhar pisándole los talones. Detrás de la comisaría, tomó posesión de un coche de la policía. Ya lo había puesto en marcha cuando Barbara y Azhar subieron.

Emily miró a los dos.

– Él se queda -dijo-. Largo -ordenó a Azhar. Como el hombre no reaccionó con la rapidez que esperaba, gritó-: Maldita sea, he dicho que se largue. Estoy hasta el gorro de usted. Estoy hasta el gorro de todos ustedes. Salga del coche.

Azhar miró a Barbara. Esta no sabía qué esperaba de ella, y aunque lo hubiera sabido no se lo habría podido ofrecer. Tuvo que contentarse con un compromiso.

– La rescataremos, Azhar -dijo-. Quédate aquí.

– Déjenme ir, por favor -suplicó el hombre-. Ella es lo único que tengo. Es lo único que quiero.

Emily entornó los ojos.

– Eso dígaselo a la mujer y los niños de Hounslow. Estoy segura de que darán saltitos de alegría cuando oigan la noticia. Fuera de aquí, señor Azhar, antes de que llame a un agente para que le ayude.

Barbara se volvió en su asiento.

– Azhar -dijo. El hombre desvió la vista de la inspectora-. Yo también la quiero. Te la devolveré. Espera aquí.

El hombre salió del coche a regañadientes, como si el esfuerzo le costara todo cuanto tenía. Cuando cerró la puerta, Emily pisó el acelerador. Salieron a la calle y Emily conectó la sirena.

– ¿En qué cojones estabas pensando? -preguntó-. ¿Qué clase de policía eres?

Llegaron a lo alto de Martello Road. El tráfico de High Street se detuvo. Doblaron a la derecha y corrieron en dirección al mar.

– ¿Cuántas veces pudiste decirme la verdad durante los últimos cuatro días? ¿Diez? ¿Una docena?

– Te lo habría dicho, pero…

– Olvídalo. Ahórrate las explicaciones.

– Cuando me pediste que actuara como oficial de enlace, tendría que habértelo dicho, pero te habrías echado atrás, y yo me habría quedado fuera. Estaba preocupada por ellos. Él es profesor de la universidad. Pensaba que el asunto le venía grande.

– Oh, ya lo creo -bufó Emily-. Tanto como a mí.

– No lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo?

– Dímelo tú.

Se desvió por Mili Lane. Una camioneta de mudanzas estaba aparcada en mitad de la calle, mientras el conductor descargaba cajas de cartón marcadas como MATERIAL TIPOGRÁFICO sobre una carretilla. Emily esquivó el vehículo y al conductor. Subió el coche sobre la acera con una maldición. El coche derribó un cubo de basura y una bicicleta. Barbara se agarró al tablero de mandos, mientras Emily bajaba de nuevo el coche a la calzada.

– No sabía que actuaba de consejero legal. Sólo le conocía como vecino. Me enteré de que iba a venir aquí. Sí, de acuerdo, pero él ignoraba que yo le iba a seguir. Conocía a su hija, Em. Es mi amiga.

– ¿Una amiga de ocho años? Joder. Ahórrame esa parte.

– Em…

– Haz el puto favor de cerrar la boca, ¿vale?

De nuevo en la dársena de Balford por segunda vez aquel día, sacaron un megáfono del maletero y corrieron hacia East Essex Boat Hire. Charlie Spencer confirmó que Muhannad Malik se había llevado una lancha a motor.

– Una pequeña, diesel, ideal para una travesía larga. Le acompañaba una cría -explicó Charlie-. Dijo que era su prima. Nunca había subido a un barco. Estaba loca de alegría.

Por lo que Charlie recordaba, Muhannad les sacaba una ventaja de unos cuarenta minutos, y si hubiera elegido una barca de pesca, no habría llegado ni al punto en que la bahía de Pennyhole se encuentra con el mar del Norte. Sin embargo, la lancha que había escogido tenía más potencia que un barco de pesca, y suficiente combustible para llevarle al continente. Necesitaban algo bueno para alcanzarle, y Emily lo vio brillando bajo el sol, sobre el pontón donde Charlie lo había izado mediante un cabrestante.

– Nos llevaremos el Sea Wizard -dijo.

Charlie tragó saliva.

– Un momento -dijo-. No sé…

– No hace falta que sepas -interrumpió Emily-. Bájalo al agua y entrégame las llaves. Esto es asunto de la policía. Has alquilado la barca a un asesino. La niña es su rehén. Así que pon el Sea Wizard en el agua y dame unos prismáticos.

Charlie se quedó boquiabierto. Le tendió las llaves. Cuando ya había bajado el Hawk 31 al agua, el vehículo artillado de la policía entró en el aparcamiento, con las luces destellando y la sirena en marcha.

El agente Fogarty se acercó a la carrera. Sujetaba una pistola enfundada en una mano y una carabina en la otra.

– Échanos una mano, Mike -ordenó Emily mientras saltaba a bordo de la lancha. Quitó la lona azul protectora hasta dejar al descubierto la cabina. Tiró la lona a un lado e introdujo las llaves en el encendido. En cuanto el agente Fogarty bajó a buscar las cartas de navegación, Emily puso en marcha el motor.

Emily hizo girar la embarcación para encararla hacia el puerto, entre una nube de gases de escape. Charlie paseaba de un lado a otro del pontón, mordiéndose los nudillos del dedo índice.

– Trátela bien, por el amor de Dios -chilló-. Es lo único que tengo, y vale un Potosí.

Barbara sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal. «Es lo único que tengo» despertó ecos en su mente. Al mismo tiempo, vio que el Golf de Azhar entraba en el aparcamiento de la dársena y frenaba en mitad de la superficie asfaltada. Dejó la puerta abierta y corrió hacia el pontón. No intentaba interceptarlas, pero tenía los ojos clavados en Barbara, mientras Emily adentraba la embarcación en las aguas más profundas del Twizzle, el afluente que alimentaba los marjales situados al este del puerto y nacía en el canal de Balford, hacia el oeste.

No te preocupes, le dijo mentalmente Barbara. Yo la encontraré, Azhar. Te lo juro. Te lo juro. Hadiyyah no sufrirá el menor daño.

Pero había participado en investigaciones de asesinato el tiempo suficiente para saber que, cuando un asesino se veía acosado, era imposible garantizar la seguridad de nadie. El hecho de que Muhannad Malik no hubiera tenido escrúpulos en esclavizar a sus propios compatriotas, al tiempo que fingía ser su más apasionado defensor, sugería que tampoco tendría escrúpulos a la hora de utilizar a una niña de ocho años.

Barbara alzó un pulgar en dirección a Azhar, pues no sabía qué otra señal darle. Dio media vuelta y miró el afluente que las conduciría hasta el mar.

El límite de velocidad eran cinco nudos. Además, como al atardecer regresaban barcos cargados de turistas, la travesía era traicionera. Emily hizo caso omiso de las advertencias. Se puso las gafas de sol, afianzó las piernas para conservar el equilibrio y aceleró a toda la velocidad posible.

– Enciende la radio -dijo al agente Fogarty-. Ponte en comunicación con el cuartel general. Explícales dónde estamos, a ver si conseguimos un helicóptero para avistarle.

– De acuerdo.

El agente dejó sus armas sobre uno de los asientos de vinilo de la lancha. Empezó a manipular interruptores en la consola, murmurando en voz alta letras y cifras misteriosas. Apretaba un interruptor del micrófono mientras hablaba. Esperó con impaciencia la llegada de una respuesta.

Barbara se reunió con Emily. Había dos asientos encarados hacia la proa, pero ninguna tomó asiento. Se quedaron de pie para abarcar con la vista una extensión de agua mayor. Barbara cogió los prismáticos y se los pasó alrededor del cuello.

– Hemos de dirigirnos hacia Alemania -interrumpió Emily a Fogarty, que seguía gritando por la radio sin recibir contestación-. La boca del Elba. Encuéntrala.

El agente subió el volumen del receptor, dejó el micrófono y se dedicó a examinar las cartas.

– ¿Crees que intentará eso? -preguntó Barbara a Emily, por encima del ruido del motor.

– Es la elección lógica. Tiene socios en Hamburgo. Necesitará documentos. Una casa segura. Un lugar donde esconderse hasta que pueda volver a Pakistán, donde sólo Dios sabe…

– Hay bancos de arena en la bahía -interrumpió Fogarty-. Tenga cuidado con las boyas. Después, fije el rumbo en cero-seis-cero grados.

Tiró la carta en dirección a la cocina, abajo.

– ¿Qué es eso?

Emily ladeó la cabeza, como si quisiera oír mejor.

– Las coordenadas, jefa. -Fogarty se dedicó a la radio de nuevo-. Cero-seis-cero.

– ¿Qué coordenadas?

Fogarty la miró, perplejo.

– ¿Usted no sabe navegar?

– Yo remo, maldita sea. Gary navega. Ya lo sabes. Bien, ¿qué cono significa cero-seis-cero?

Fogarty se recuperó. Dio un manotazo sobre la brújula.

– Gire a cero-seis-cero con esto -dijo-. Si se dirige a Hamburgo, son las coordenadas de la primera parte del viaje.

Emily asintió y aceleró el motor. Columnas de agua se elevaron a ambos lados de la embarcación.

El lado oeste del Nez estaba a su derecha; las islas del trecho pantanoso llamado Wade se encontraban a su izquierda. La marea estaba alta, pero era tarde ya para salir a navegar, de manera que el canal estaba abarrotado de barcos de recreo que volvían a sus amarraderos. Emily se mantuvo en el centro del canal, a toda la velocidad que se atrevía. Cuando avistaron las boyas que señalaban el punto en que el canal daba paso al canal mayor que era Hamford Water y la desembocadura al mar, empujó hacia adelante el acelerador. Los potentes motores respondieron al instante. La proa de la lancha se alzó, y luego se desplomó sobre el agua. El agente Fogarty perdió pie un momento. Barbara se agarró a la barandilla, y el Sea Wizard se precipitó hacia Hamford Water.

La bahía de Pennyhole y el mar del Norte bostezaban delante de ellos: una sábana verde del color de los líquenes, punteada de cabrillas. El Sea Wizard se lanzó hacia ellas con entusiasmo, cuando Emily empujó un poco más el acelerador. La proa se alzó del agua y volvió a caer, con tanta fuerza que las costillas convalecientes de Barbara escupieron fuego desde su pecho hasta la garganta y los ojos.

Joder, pensó. Sólo le faltaba aquello.

Se llevó los prismáticos a la cara. Se sentó a horcajadas sobre su asiento y dejó que el respaldo la sostuviera, mientras la lancha brincaba sobre el agua. El agente Fogarty insistió una vez más con la radio, gritando por encima del rugido de los motores.

El viento los azotaba. Cortinas de espuma se elevaban desde la proa. Rodearon la punta del Nez, y Emily abrió por completo la válvula de estrangulación. El Sea Wizard penetró como una exhalación en la bahía. Dejó atrás a dos esquiadores acuáticos, y la estela los arrojó al agua como soldaditos de plástico.

El agente Fogarty estaba acuclillado en la cabina. Continuaba gritando por el micrófono de la radio. Barbara barría el horizonte con los prismáticos, cuando el agente logró establecer contacto con alguien. No oyó lo que decía, ni mucho menos lo que le decían a él, pero se hizo una idea cuando el hombre gritó a Emily:

– No hay forma, jefa. El helicóptero de la división se encuentra de ejercicios en Southend-on-Sea. Rama Especial.

– ¿Qué? -preguntó Emily-. ¿Qué cono están haciendo?

– Ejercicios antiterroristas. Dijeron que estaban programados desde hacía seis meses. Llamarán por radio al helicóptero, pero no pueden garantizar que llegue a tiempo. ¿Quiere que llame a la Guardia Costera?

– ¿De qué cojones nos va a servir la Guardia Costera? -gritó Emily-. ¿Crees que Malik va a rendirse como un buen chico sólo porque frenen a su lado y se lo pidan?

– Entonces, la única esperanza es que el helicóptero venga hacia aquí. Les he dado nuestras coordenadas.

Barbara exploró el horizonte. La suya no era la única embarcación que surcaba el mar. Al norte, las formas rectangulares de transbordadores formaban una línea rechoncha desde los puertos de Harwich y Felixstone, que se extendía hacia el continente. Al sur, el parque de atracciones de Balford arrojaba largas sombras sobre el agua, a medida que el sol iba descendiendo. Detrás, los windsurfistas se recortaban como triángulos de colores contra la orilla. Y ante ellos…, ante ellos se extendía la inmensidad del mar abierto, y sobre el horizonte de aquel mar colgaba el mismo banco de sucia neblina gris que Barbara había visto cada día desde su llegada a Balford.

Había barcos allí. En pleno verano, incluso al final del día, siempre había barcos. De todos modos, no sabía qué estaba buscando, aparte de una embarcación que pareciera ir en la misma dirección que ellos.

– Nada, Em -dijo.

– Sigue mirando.

Emily aceleró el Sea Wizard. La lancha respondió con otro salto y otra caída sobre el agua. Barbara gruñó cuando sus costillas doloridas sustentaron el peso de su cuerpo. Al inspector Lynley, decidió, no le haría ninguna gracia el tipo de vacaciones que había escogido. La lancha brincó y se desplomó de nuevo.

Gaviotas de pico amarillo chillaban sobre ellos. Otras se sacudían sobre las olas. Alzaron el vuelo cuando el Sea Wizard se acercó, y el rugido de los motores ahogó sus gritos airados.

Mantuvieron el mismo rumbo durante media hora. Dejaron atrás veleros y catamaranes. Pasaron como un rayo junto a barcos de pesca que ya habían acabado la faena del día. Cada vez se acercaban más a aquel banco de niebla que desde hacía días prometía un tiempo más fresco a la costa de Essex.

Barbara no separaba los prismáticos de sus ojos. Si no alcanzaban a Muhannad antes de llegar al banco de niebla, de poco les serviría su velocidad mayor. Podría maniobrar mejor que ellos. El mar era inmenso. Podría cambiar de curso, poniéndose fuera de su alcance, y no le cogerían porque no podrían verle. Si llegaba al banco de niebla. Si estaba en mar abierto, comprendió Barbara. Quizá avanzaba pegado a la costa de Inglaterra. Quizá tenía otro escondite, otro plan preparado mucho tiempo antes, por si las cosas iban mal para su banda de contrabandistas de carne. Bajó los prismáticos. Se frotó la cara con el brazo para secar, no el sudor, sino la capa de agua salada pegada a su piel. Era la primera vez en muchos días que no tenía calor.

El agente Fogarty se había arrastrado hasta la popa, hasta donde la carabina había resbalado. La estaba examinando y ajustó su posición: disparo único o fuego automático. Barbara supuso que se habría decantado por el automático. Gracias a sus cursillos, sabía que la carabina tenía un alcance de unos cien metros. Sintió que la bilis ascendía a su garganta al pensar que tal vez la dispararía. A cien metros, el agente tenía tantas posibilidades de alcanzar a Muhannad como a Hadiyyah. Pese a que no era una persona religiosa, envió una plegaria a los cielos para que un tiro disparado sobre su cabeza convenciera al asesino de que la policía estaba dispuesto a matarlo. No creía que Muhannad se rindiera por ningún otro motivo.

Volvió a su vigilancia. Concéntrate, se dijo, pero no podía apartar su mente de la niña. Las trenzas que ondeaban alrededor de sus hombros, erguida como un flamenco, mientras se rascaba la pantorrilla izquierda con el pie derecho, la nariz arrugada de concentración en tanto aprendía los misterios de un contestador automático, poniendo la mejor cara posible en su fiesta de cumpleaños con un solo invitado, bailando de alegría al descubrir a un pariente cercano, cuando pensaba que no tenía ninguno.

Muhannad le había dicho que volverían a verse. Debió reventar de alegría al ver lo pronto que había sucedido.

Barbara tragó saliva. Procuró no pensar. Su trabajo consistía en encontrarle. En vigilar. Su trabajo consistía en…

– ¡Allí! ¡Puta mierda! ¡Allí!

El barco era una manchita en el horizonte, y se acercaba a toda prisa a la niebla. Desapareció con una ola. Reapareció.

Seguía el mismo curso que ellos.

– ¿Dónde? -chilló Emily.

– Todo recto -indicó Barbara-. Sigue. Sigue. Va a ocultarse en la niebla.

Se lanzaron hacia adelante. Barbara no perdía de vista al otro barco, gritaba instrucciones, informaba de lo que veía. Estaba claro que Muhannad aún no se había dado cuenta de que le seguían, pero no tardaría mucho en descubrirlo. No había forma de silenciar el rugido de los motores del Sea Wizard. En cuanto los oyera, sabría que la captura era inminente. Y el factor desesperación adquiriría un peso decisivo.

Fogarty se reunió con ellas, carabina en mano. Barbara le miró con el ceño fruncido.

– No intentará utilizar ese trasto, ¿verdad? -gritó.

– Espero que no -contestó el hombre, y a Barbara le gustó la respuesta.

El mar que les rodeaba era como un campo ondulado verde oscuro. Hacía rato que habían dejado atrás los botes de recreo. Sus únicos acompañantes eran los lejanos transbordadores que se dirigían a Holanda, Alemania y Suecia.

– ¿Aún le tenemos a la vista? -preguntó Emily-. ¿He de corregir el rumbo?

Barbara alzó los prismáticos. Se encogió cuando los movimientos del barco se transmitieron a sus costillas.

– A la izquierda -gritó en respuesta-. Más a la izquierda. Date prisa, joder.

Daba la impresión de que el otro barco se encontraba a escasos centímetros de la niebla.

Emily guió a babor al Sea Wizard. Un momento después, lanzó un grito.

– ¡Le veo! ¡Ya le tenemos!

Barbara bajó los prismáticos cuando acortaron distancias.

Estaban a unos ciento cincuenta metros de la otra embarcación cuando Muhannad Malik advirtió que le perseguían. Cabalgó sobre una ola y miró hacia atrás. Concentró su atención en el timón y la niebla, pues sabía que su velocidad era inferior.

Aceleró. El barco cortó las olas. Grandes nubes de espuma saltaron sobre la proa. El cabello de Muhannad, liberado de la cola de caballo, revoloteaba alrededor de su cabeza. A su lado, tan cerca que desde lejos parecían una sola persona, Hadiyyah se erguía cogida del cinturón de su primo.

Muhannad no es idiota, pensó Barbara. No se apartaba de ella.

El Sea Wizard cargó hacia adelante, trepando por las olas y hundiéndose en las cabrillas. Cuando Emily acortó distancias, disminuyó la velocidad y cogió el megáfono.

– Apaga el motor, Muhannad -gritó-. Tu barco es más lento.

Muhannad no le hizo caso. Mantuvo la velocidad.

– ¡No seas idiota! -gritó Emily-. Apaga el motor. Estás acabado.

Mantuvo la velocidad.

– Mecagüen la leche -dijo Emily, con el altavoz a un lado-. Muy bien, bastardo. Como tú quieras.

Abrió la válvula de estrangulación y disminuyó la distancia a veinte metros.

– Malik -dijo por el altavoz-, apaga el motor. Policía. Estamos armados. No tienes nada que hacer.

En respuesta, el hombre aceleró el barco. Se desvió a babor, lejos de la niebla. El brusco cambio de dirección provocó que Hadiyyah saliera lanzada contra él. La cogió por la cintura y la alzó del suelo.

– ¡Suelta a la niña! -gritó Emily.

En aquel espantoso instante, Barbara comprendió que aquélla era precisamente la intención de Malik.

Vio un instante la cara de Hadiyyah, presa del terror más absoluto. Entonces, Muhannad la tiró por la borda.


– ¡Puta mierda! -exclamó Barbara.

Muhannad se apoderó del timón. Alejó el barco de su prima y corrió hacia la niebla. Emily aceleró el Sea Wizard. En el mismo instante, Barbara comprendió que la inspectora se proponía perseguirle.

– ¡Emily! -gritó-. ¡Por el amor de Dios! ¡La niña!

Barbara inspeccionó las olas y la localizó. Una cabeza y unos brazos que se agitaban con desesperación. Se hundió, emergió.

– ¡Jefa! -gritó el agente Fogarty.

– Que se vaya al infierno -replicó Emily-. Ya le tenemos.

– ¡La niña se ahogará!

– ¡No! ¡Ya le tenemos!

La niña se hundió de nuevo. Emergió. Manoteó locamente.

– Rediós, Emily. -Barbara la cogió del brazo-. ¡Para el barco! Hadiyyah se ahogará.

Emily se soltó. Imprimió más velocidad a la lancha.

– Él quiere que paremos -gritó-. Por eso lo ha hecho. Tírale un chaleco salvavidas.

– ¡No! No podemos. Está demasiado lejos. Se ahogará antes de que le llegue.

Fogarty dejó caer la carabina. Se quitó los zapatos. Ya estaba a punto de lanzarse, cuando Emily gritó:

– Quédate donde estás. Quiero que manejes el rifle.

– Pero, jefa…

– Ya me has oído, Mike. Mecagüen la leche. Es una orden.

– ¡Emily! ¡Dios mío! -gritó Barbara. Ya estaban demasiado lejos de la niña para que Fogarty llegara a su lado antes de que se ahogara. Y aunque lo intentara, aunque ella lo intentara, sólo lograrían ahogarse juntas, mientras la inspectora continuaba la persecución hasta adentrarse en la niebla-. ¡Emily! ¡Para!

– Por una mocosa paqui, ni hablar -gritó Emily-. Ni lo sueñes.

Mocosa paqui. Mocosa paqui. Las palabras reverberaron. Hadiyyah agitó los brazos y se hundió una vez más. Barbara se precipitó hacia la carabina. La alzó. La apuntó a la inspectora.

– Dale la vuelta a este jodido barco -chilló-. Hazlo, Emily, o te volaré los sesos.

La mano de Emily voló hacia su pistolera. Sus dedos encontraron la culata de la pistola.

– ¡No, jefa! -gritó Fogarty.

Y Barbara vio que su vida, su carrera y su futuro pasaban ante ella en un segundo, antes de apretar el gatillo de la carabina.

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