Capítulo 20

Después de cenar, Barbara terminó en el parque de atracciones, pero sólo porque Hadiyyah la había invitado.

– Has de venir con nosotros, Barbara -había anunciado la niña, a su manera generosa e impulsiva-. Papá y yo vamos al parque de atracciones, y has de venir con nosotros. ¿Verdad, papá? Será mucho más divertido si ella viene.

Estiró el cuello para ver a su padre, que había escuchado la invitación con seriedad. Eran los últimos comensales de la noche, y estaban a punto de terminar su sorbet-du-jour. Aquella noche tocaba de limón, y lo habían consumido a toda prisa, antes de que se derritiera. Hadiyyah había agitado en el aire la cuchara mientras hablaba, y gotas de limón habían caído sobre el mantel de la mesa.

Barbara habría preferido sentarse a descansar en el jardín. Mezclarse con los malolientes buscadores de placeres del parque de atracciones, y añadir una capa más de sudor a las anteriores, eran actividades de las que habría podido pasar sin problemas. Sin embargo, Azhar se había mostrado preocupado durante toda la cena, de forma que su hija había llevado todo el peso de la conversación, y sin límites ni censuras. Era un comportamiento tan impropio de él, que Barbara lo relacionó con la partida de Muhannad Malik del hotel Burnt House y la conversación que habían mantenido los dos hombres en el aparcamiento. En consecuencia, tenía ganas de acompañar a Azhar y a su hija al parque de atracciones, aunque sólo fuera para averiguar lo que había pasado entre el hombre y su primo.

Se encontró en el parque a las diez, empujada por masas de adoradores del sol, asaltada por los olores mezclados de lociones, sudor, pescado frito, hamburguesas y palomitas de maíz. El ruido era todavía más ensordecedor de noche que de día, tal vez porque los encargados de las atracciones buscaban atraer como fuera a los clientes antes de la hora de cierre. Eso quería decir que gritaban para llamar la atención, con el propósito de persuadir a los visitantes, y para ello teman que hacerse oír por encima del volumen del órgano de vapor, así como de los silbidos, campanas y explosiones mecánicas del salón recreativo.

Hadiyyah les guió hasta el salón, cogiendo a cada uno de la mano.

– ¡Qué divertido, qué divertido! -cantaba, sin darse cuenta del silencio que reinaba entre su padre y su amiga.

A cada lado, masas relucientes se agolpaban alrededor de las máquinas de vídeo y los billares romanos. Niños pequeños corrían entre las máquinas tragaperras, sin dejar de chillar y reír. Una multitud de adolescentes conducía coches de realidad virtual, acompañados por los grititos de admiración de sus amigas. Una hilera de señoras mayores jugaba al bingo tras un mostrador, mientras un hombre vestido de payaso, cuyo maquillaje había sufrido las consecuencias del implacable calor, voceaba los números por un micrófono. Barbara observó que no había ningún asiático en el salón recreativo.

Por su parte, Hadiyyah parecía no darse cuenta de nada: el ruido, los olores, la temperatura, la muchedumbre, ser uno de los dos miembros de una minoría evidente. Se soltó de Barbara y de su padre, y bailoteó de un lado a otro.

– ¡La grúa! -graznó-. ¡Papá, la grúa!

Corrió en dirección a aquella atracción en particular.

Cuando la alcanzaron, tenía la nariz apretada contra el cristal del tanque y estudiaba su contenido. Estaba lleno de peluches: cerdos rosa, vacas moteadas, jirafas, leones y elefantes.

– Jirafa. Jirafa -cantó, y apuntó con el dedo al animal que deseaba-. ¿Puedes conseguir la jirafa, papá? Es muy bueno en esto, Barbara. Ya lo verás. -Giró sobre un pie y cogió el brazo de su padre. Le arrastró hacia la máquina-. Y después de conseguir una jirafa para mí, has de conseguir algo para Barbara. Un elefante, papá. ¿Te acuerdas de aquel elefante que ganaste para mamá? ¿Recuerdas que le saqué lo de dentro? No quería hacerlo, Barbara. Sólo tenía cinco años, y estaba jugando a veterinarios con él. Era necesario operarle, pero perdió el relleno cuando lo abrí. Mamá se puso muy furiosa. Gritó y gritó. ¿Verdad, papá?

Azhar no contestó. En cambio, aplicó sus esfuerzos y su atención a la grúa. Lo hizo como Barbara suponía: con la concentración solemne que dedicaba a todo. Falló la primera vez, y también la segunda, pero ni su hija ni él perdieron la confianza.

– Sólo está practicando -informó Hadiyyah a Barbara con tono confidencial-. Siempre practica antes. ¿Verdad, papá?

Azhar no contestó. Al tercer intento, situó la grúa con rapidez, dejó caer el gancho con pericia y atrapó la jirafa que su hija quería. Hadiyyah gritó de alegría y se apoderó del animal para estrecharlo entre sus brazos, como si le hubieran regalado la única cosa que había deseado durante sus ocho cortos años.

– ¡Gracias, gracias! -gritó, y abrazó a su padre por la cintura-. Será mi recuerdo de Balford. Así me acordaré de lo bien que pasamos nuestras vacaciones. Prueba otro. Por favor, papá. Prueba a coger un elefante para Barbara.

– En otra ocasión, nena -se apresuró a decir Barbara. La idea de que Azhar le regalara un animal de peluche se le antojaba desconcertante-. No vamos a gastarnos la pasta en un único sitio, ¿verdad? Vamos al billar romano, o al tiovivo.

La cara de Hadiyyah se iluminó. Salió disparada, abriéndose paso entre la multitud en dirección a la puerta. Tuvo que pasar entre los coches de carreras de realidad virtual, y en sus prisas, se abrió camino a empujones entre el grupo que los rodeaba.

Sucedió muy deprisa, demasiado para ver si lo ocurrido era un mero accidente o un acto intencionado. Nada más desaparecer en la masa de cuerpos adolescentes semidesnudos, Hadiyyah cayó al suelo.

Alguien lanzó una carcajada, un sonido apenas discernible por encima de los ruidos del salón recreativo, pero lo bastante fuerte para que Barbara la oyera, y se lanzó al interior del grupo sin pensarlo dos veces.

– Mierda de paquis -estaba diciendo alguien.

– Fíjate en ese vestido.

– Un Oxfam especial.

– Se cree que la reina va a recibirla.

Barbara agarró la camiseta del chico más cercano. La retorció en su mano y tiró de ella hasta que lo tuvo a menos de cinco centímetros de su cara.

– Parece que mi pequeña amiga ha tropezado con algo -dijo con suavidad-. Estoy segura de que alguno de estos caballeros querrán ayudarla, ¿verdad?

– Vete a tomar por culo, puta -fue la sucinta respuesta.

– Ni en tus sueños.

– Barbara.

Azhar habló detrás de ella, con el tono razonable de siempre.

Delante de ella, Hadiyyah estaba procurando ponerse de rodillas entre las Doc Martens, sandalias y bambas que la rodeaban. Al caer, se había manchado el vestido de seda, y una costura se había roto debajo del brazo. Más que nada, parecía sorprendida. Paseó la vista a su alrededor, con expresión perpleja.

Barbara asió con más firmeza la camiseta del muchacho.

– Piénsalo otra vez, gilipollas -dijo en voz baja-. He dicho que mi pequeña amiga necesita ayuda.

– Déjala que hable, Sean -aconsejó alguien a su izquierda-. Ellos son dos y nosotros diez.

– Exacto -contestó Barbara con placidez, pero habló a Sean y no a su consejero-. Pero imagino que ninguno de vosotros lleva esto.

Rebuscó en el bolso con la mano libre hasta encontrar su tarjeta de identificación. La abrió y agitó ante la cara de Sean. Estaba demasiado cerca para que pudiera leerla, pero Barbara tampoco quería que lo hiciera.

– Ayúdala a levantarse -ordenó.

– Yo no le he hecho nada.

– Barbara.

Era Azhar otra vez.

Le vio por el rabillo del ojo. Se estaba acercando a Hadiyyah.

– Déjala -dijo Barbara-. Uno de estos jóvenes patanes -otro tirón a la camiseta- va a demostrar que puede ser un caballero. ¿No es verdad, Sean? Porque si uno de estos jóvenes patanes -un tirón aún más salvaje a la camiseta- no demuestra lo que hay que demostrar, todos ellos tendrán que telefonear a papá y mamá desde la comisaría.

Azhar no hizo caso de las palabras de Barbara. Ayudó a su hija a ponerse en pie. Los adolescentes le dejaron todo el espacio posible.

– No te has hecho daño, ¿verdad, Hadiyyah?

Cogió la jirafa, que había resbalado de sus manos al caer.

– ¡Oh, no! -sollozó la niña-. Se ha estropeado.

Barbara vio que la jirafa estaba manchada de ketchup. Alguien la había aplastado con el pie.

Un chico soltó una risita burlona, pero Barbara no pudo verle.

– Esto tiene fácil solución -dijo Azhar, antes de que Barbara pudiera encargarse del fanfarrón. Tuvo la impresión de que no se refería a la posible reparación del juguete. Se abrió paso hasta salir del grupo, con Hadiyyah delante de él, las manos apoyadas sobre los hombros de su hija.

Barbara se fijó en el aspecto abatido de la niña. Tuvo ganas de dar un cabezazo a Sean y hundirle la rodilla en los huevos, pero le soltó y se secó la mano en los pantalones.

– Hace falta ser muy hijo de puta para meterse con una niña de ocho años -dijo-. ¿Por qué no os vais a celebrar la hazaña a otra parte?

Siguió a Azhar y a su hija hasta salir del salón recreativo. Por un momento no les vio, porque el número de buscadores de placeres parecía haber crecido. Estaba rodeada por una masa de pantalones de cuero negros, pendientes de botón, aros, collares y cadenas. Tuvo la impresión de haber irrumpido en una convención de sadomasoquistas.

Entonces, vio a sus amigos. Estaban a su derecha. Azhar guiaba a su hija hasta la parte situada al aire libre del parque. Se reunió con ellos.

– … manifestación del miedo de la gente -estaba explicando Azhar a la cabeza gacha de su hija-. La gente tiene miedo de lo qué no entiende, Hadiyyah. El miedo impulsa sus actos.

– Yo no quería hacerles daño -dijo Hadiyyah-. Además, soy demasiado pequeña para hacerles daño.

– Ah, pero ellos no tienen miedo de que les hagan daño, khushi. Tienen miedo de que les conozcan. Aquí está Barbara. ¿Continuamos nuestra velada? Permitir que un grupo de extraños decida si vamos a divertirnos durante nuestro paseo me parece poco recomendable.

Hadiyyah alzó la cabeza. Barbara sintió una opresión en el pecho al ver la carita desolada de la niña.

– Creo que aquellos aviones nos están llamando, nena -dijo, y señaló una atracción cercana: diminutos aviones que se alzaban y caían alrededor de un eje central-. ¿Qué te parece?

Hadiyyah contempló los aviones un momento. Cargaba con su jirafa manchada y aplastada, pero se la pasó a su padre y enderezó los hombros.

– Los aviones me gustan mucho -dijo.


La miraban cuando no podían subir con ella. Algunas atracciones eran sólo para niños: los jeeps del ejército en miniatura, los helicópteros y los aviones. Otras aceptaban a ocupantes adultos, y subieron los tres juntos en la «ola», la noria y las montañas rusas, y en todo momento consiguieron superar la decepción y él abatimiento. No fue hasta que Hadiyyah insistió en subir tres veces seguidas a los veleros en miniatura («Me ponen el estómago como una coctelera», explicó Barbara), que tuvo una oportunidad de hablar a solas con Azhar.

– Lamento lo sucedido -dijo. Azhar sacó sus cigarrillos y le ofreció uno. Ella aceptó. Azhar encendió los dos-. Vaya mierda. Durante sus vacaciones y todo eso.

– Me gustaría protegerla de todas las penas. -Azhar miró a su hija y sonrió al oír sus carcajadas, mientras la ola simulada subía y bajaba debajo de su barco diminuto-. Es el deseo de todos los padres, ¿no? Es un deseo razonable e imposible de alcanzar, al mismo tiempo. -Se llevó el cigarrillo a los labios y mantuvo los ojos fijos en Hadiyyah-. No obstante, gracias.

– ¿Por?

El hombre desvió la cabeza en dirección al salón recreativo.

– Por acudir en su ayuda. Te portaste bien.

– Puta mierda, Azhar. Es la mejor. Me gusta. La quiero. ¿Qué cono esperabas que hiciera? Si hubiera dependido de mí, no habríamos salido de ese lugar como tres mansos destinados a heredar la tierra, créeme.

Azhar volvió la cabeza hacia Barbara.

– Es un placer conocerla, sargento Havers.

Barbara sintió que la cara le ardía.

– Sí. Bien -dijo.

Confusa, dio una calada al cigarrillo y fingió examinar las cabanas de la playa, medio iluminadas por farolas, que tenían forma de lámparas de gas antiguas. Pese al calor de la noche, la mayoría de las cabanas estaban cerradas, pues sus ocupantes diurnos se habían recogido ya en los hoteles y casas donde pasaban sus noches de vacaciones.

– Siento lo del hotel, Azhar -dijo-. Lo de Muhannad. Vi el Thunderbird cuando entré en el aparcamiento. Pensé que podría subir a mi habitación sin que me viera. Estaba desesperada por una ducha, de lo contrario me habría tomado algo fresco en un pub. Es lo que tendría que haber hecho.

– Era inevitable que mi primo se enterara de que nos conocíamos -dijo Azhar-. Tendría que habérselo dicho al principio. Eso ha provocado que se cuestionara mi compromiso para con nuestro pueblo. Con mucha razón.

– Parecía muy cabreado cuando salió del hotel. ¿Cómo se lo explicaste?

– Como tú me lo explicaste a mí. Le dije que la inspectora Barlow había solicitado tu presencia, y que te había sorprendido tanto como a mí encontrarte implicada en una situación en la que un miembro de la oposición es alguien a quien conoces.

Barbara notó que la estaba mirando, y el calor de su cara aumentó. Se alegraba de que la atracción proyectara sombras. Al menos, la salvaba del escrutinio al que Azhar la estaba sometiendo.

Experimentó un tremendo impulso de contarle la verdad, pero en aquel momento ignoraba cuál era la auténtica verdad. Daba la impresión de que había perdido el control sobre ella en algún momento de los últimos días. Tampoco podía identificar en qué momento los hechos se habían vestido con unas prendas tan resbaladizas. Quería ofrecerle algo a cambio de las mentiras que le había dicho, pero como él había comentado, Azhar y ella representaban a fuerzas opuestas.

– ¿Cómo se tomó Muhannad la información? -preguntó.

– Mi primo tiene un carácter fuerte -contestó Azhar. Tiró la ceniza del cigarrillo-. Ve enemigos por todas partes. Fue fácil llegar a la conclusión de que la cautela que he intentado introducir en nuestras conversaciones es la prueba de mi duplicidad. Se siente traicionado por uno de los suyos, y la situación entre nosotros se ha puesto difícil. Sin embargo, no deja de ser razonable. El engaño es el único pecado en una relación que a la gente le resulta casi imposible perdonar.

Barbara experimentó la sensación de que estaba manipulando su conciencia como quien toca un vio-lín. Para aplacar las punzadas de culpa y deseo de absolución, siguió centrando la conversación en su primo.

– No le engañaste por motivos retorcidos, Azhar. Joder, no les has engañado para nada. No te preguntó si me conocías, ¿verdad? ¿Por qué debías proporcionarle la información sin más?

– Un punto que a Muhannad le cuesta aceptar en este momento. En consecuencia -le dirigió una mirada de disculpa-, puede que mi utilidad para mi primo haya llegado a su fin. Y la tuya para la inspectora Barlow también.

Barbara comprendió al instante qué estaba insinuando.

– Puta mierda, ¿estás diciendo que Muhannad contará a Emily lo nuestro? -Sintió que su rostro se inflamaba una vez más-. No quiero decir lo nuestro. No hay nada. Ya sabes a qué…

El hombre sonrió.

– Es imposible saber qué hará Muhannad, Barbara. Casi siempre es muy reservado. Hasta este último fin de semana, hacía casi diez años que no le veía, pero de adolescente era muy parecido.

Barbara meditó sobre sus palabras, en especial sobre la reserva de Muhannad, relacionada con la entrevista de la tarde con Fahd Kumhar.

– Azhar, en cuanto a la entrevista de hoy, la de la celda…

Azhar tiró su cigarrillo al suelo y lo aplastó. La atracción estaba a punto de terminar. Hadiyyah pidió un último viaje. Su padre asintió, dio un billete al operario y miró a su hija cuando se hizo a la mar de nuevo.

– ¿La entrevista? -preguntó.

– Con Fahd Kumhar. Si Muhannad es tan reservado como dices, ¿existe alguna posibilidad de que ya conociera a ese tío? Antes de que entrara en la celda, quiero decir.

Al instante, una expresión cautelosa apareció en el rostro de Azhar, y dio la impresión de que no deseaba seguir hablando. Ojalá hubiera estado su primo con ellos en aquel momento, pensó Barbara, porque la expresión de Azhar demostraba sin la menor duda a quién reservaba su lealtad.

– Te lo pregunto porque la reacción de Kumhar fue muy exagerada. Lo más lógico era pensar que veros a ti y a Muhannad le tranquilizaría, pero no fue así. Se puso como una moto, ¿no?

– Ah -dijo Azhar-. Es un problema de clase, Barbara. La reacción del señor Kumhar (consternación, servilismo, angustia) es un producto de la cultura. Cuando oyó el apellido de mi primo, reconoció a un miembro de un grupo económico y social superior al suyo. Su apellido, Kumhar, es lo que nosotros llamamos Kami, la casta artesana de jornaleros, carpinteros, alfareros y demás. El apellido de mi primo, Malik, indica que es miembro del grupo de terratenientes de nuestra sociedad.

– ¿Quieres decir que gimoteaba de aquella manera por culpa del apellido de alguien? -Barbara consideraba increíble la explicación-. Puta mierda, Azhar. Esto es Inglaterra, no Pakistán.

– Por eso espero que me entiendas. La reacción del señor Kumhar no se diferenciaba mucho de la incomodidad de un inglés cuando está en presencia de un compatriota cuya pronunciación o elección de vocabulario revela su clase.

Maldito fuera el hombre. Era insufrible, consistentemente astuto.

– Perdonen.

La voz venía de detrás de ellos. Barbara y Azhar giraron en redondo y vieron a una chica en minifalda, con el pelo rubio largo hasta la cintura, que estaba junto a un cubo de basura. Llevaba una jirafa idéntica a la que Azhar había ganado antes para su hija, y trasladaba su peso de un pie al otro, mientras su mirada vagaba desde Azhar y Barbara hasta la atracción de los veleros.

– Les he estado buscando por todas partes -dijo-. Estaba con ellos. Quiero decir que estaba allí. Dentro. Cuando la niña… -Agachó la cabeza y examinó la jirafa antes de extenderla en su dirección-. ¿Querrán darle esto, por favor? No me gustaría que pensara… Se han portado mal. Son así.

Apretó el peluche contra la mano de Azhar, exhibió una sonrisa fugaz y volvió corriendo al grupo. Azhar la siguió con la mirada. Dijo unas palabras en voz baja.

– ¿Qué has dicho? -preguntó Barbara.

– «No permitas que su conducta te ofenda» -dijo con una sonrisa, y movió la cabeza en dirección a la chica que se alejaba-. «No ofende a Alá.»


Hadiyyah no podía estar más contenta con su nueva jirafa. La apretaba contra su delgado pecho, con la cabeza del peluche protegida bajo su barbilla. De todos modos, se negó a desprenderse de la otra jirafa. La agarró con la otra mano.

– No es culpa suya que se haya manchado de ketchup -explicó, como si el peluche fuera un amigo personal-. Supongo que podremos lavarla. ¿Verdad, papá? Si el ketchup no se va, fingiremos que escapó de un león cuando era pequeña.

La inventiva de los niños, pensó Barbara.

Pasaron una hora más en el parque de atracciones: se perdieron en la Sala de los Espejos, se quedaron intrigados en la exposición de hologramas, encestaron pelotas, probaron suerte en el tiro con arco, decidieron qué querían imprimirse como recuerdo en sus camisetas. Hadiyyah se decantó por un girasol, Azhar eligió un tren a vapor (aunque Barbara no podía imaginarle vestido de otra forma que con sus inmaculadas camisas de hilo), y Barbara escogió un huevo roto en un terreno rocoso que había detrás de una pared, con la frase REVUELTO DE HUMPTY-DUMPTY escrita formando un arco sobre la imagen.

Hadiyyah suspiró de puro placer cuando se dirigieron hacia la salida. Las atracciones estaban empezando a cerrar y, como resultado, el ruido se había calmado y las multitudes habían decrecido de manera considerable. Quedaban sobre todo parejas, chicos y chicas que buscaban las sombras con tanto ahínco como antes habían buscado los juegos y las diversiones. Algunas parejas entrelazadas estaban apoyadas contra la barandilla del muelle. Algunas contemplaban las luces de Balford que bañaban la playa, algunas escuchaban el mar al estrellarse contra los pilotes, y algunas sólo estaban concentradas en sí mismas y en el placer que proporcionaban sus cuerpos entrelazados.

– Éste es el mejor lugar del mundo entero -anunció Hadiyyah, como si viviera un sueño-. Cuando sea mayor, pasaré todas mis vacaciones aquí. Tú vendrás conmigo, ¿verdad, Barbara? Porque seremos amigas para siempre. Papá vendrá con nosotros, y mamá también. Y esta vez, cuando papá gane un elefante para mamá, no lo abriré con un cuchillo sobre el suelo de la cocina. -Exhaló otro suspiro. Sus párpados empezaban a cerrarse-. Hemos de comprar postales, papá -añadió, y tropezó cuando no pudo levantar lo bastante el pie para dar un paso-. Hemos de enviar una postal a mamá.

Azhar se detuvo. Cogió las dos jirafas y se las dio a Barbara. Después, levantó a su hija, que le pasó las piernas alrededor de la cintura.

– Puedo andar -protestó débilmente-. No estoy cansada. Ni siquiera un poquito.

Azhar besó su cabeza. Por un momento, se quedó inmóvil con la niña en sus brazos, como embargado por una emoción que deseaba sentir, pero no exhibir.

Al observarle, Barbara se sintió invadida un instante por un deseo que no quiso identificar, y mucho menos experimentar. Jugueteó con la bolsa de plástico en que llevaba dobladas sus camisetas, guardó las dos jirafas en su interior y consideró necesario cambiar la posición del bolso que colgaba de su hombro. Fue un momento en que su armadura cotidiana de sorna e ironía le falló por completo. Allí, en el parque de atracciones, en compañía de un padre y su hija, las circunstancias sugerían que analizara los elementos que componían su vida privada.

Pero no era una mujer que aceptara tales sugerencias, así que miró a su alrededor, en busca de otra ocupación intelectual, sentimental y psicológica. La encontró sin dificultad: Trevor Ruddock caminaba en su dirección, recién salido del pabellón iluminado.

Vestía un mono azul cielo, una prenda tan impropia de él que sólo podía ser el uniforme del personal de mantenimiento y vigilancia del parque de atracciones, una vez cerraba. Pero no fue el mono lo que la impulsó a mirar al joven señor Ruddock con renovada atención. Al fin y al cabo, trabajaba en el parque. Lo habían soltado de la comisaría unas horas antes. Su presencia en Atracciones Shaw era normal, considerando la hora. Pero la abultada mochila que cargaba a la espalda era un accesorio menos que razonable para su atavío.

Como sus ojos tardaron unos momentos en adaptarse a la diferencia de luz entre el pabellón y el exterior, Trevor no vio a Barbara ni a sus acompañantes. Se encaminó a un cobertizo situado en la parte este del pabellón. Abrió con llave la puerta y desapareció en su interior.

Cuando Azhar siguió avanzando hacia la salida, Barbara apoyó una mano en su brazo.

– Espera -dijo.

El hombre siguió la dirección de su mirada, no vio nada y se volvió hacia ella, perplejo.

– ¿Qué…?

– Sólo quiero comprobar una cosa -contestó Barbara.

Al fin y al cabo, el cobertizo era un lugar perfecto para ocultar contrabando. Y Trevor Ruddock llevaba encima algo más que su cena. Al estar Balford tan cerca de Harwich y Parkeston… Era absurdo dejar pasar aquella oportunidad.

Trevor salió (sans mochila, observó Barbara), empujando un carretón. Contenía escobas y cepillos, cubos y palas para recoger la basura, con una manguera arrollada y un surtido de botellas, latas y botes inidentificables. Detergentes y desinfectantes, concluyó Barbara. El mantenimiento de Atracciones Shaw era un asunto serio. Se preguntó un momento si la mochila de Trevor era un simple medio de transportar todos aquellos productos. Era una posibilidad. Sabía que sólo había una manera de averiguarlo.

Se alejó hacia el extremo del muelle, con la intención de entrar en el pabellón desde el futuro emplazamiento del restaurante. Barbara aprovechó la oportunidad. Cogió a Azhar por el codo y le condujo hacia el cobertizo. Probó la puerta, que Trevor había cerrado de golpe al salir. Descubrió que estaba de suerte. No había vuelto a cerrarla con llave.

Se metió dentro.

– Tú vigila -pidió a su amigo.

– ¿Qué vigile? -Azhar cambió el peso de Hadiyyah de un brazo a otro-. ¿Qué he de vigilar? Barbara, ¿qué estás haciendo?

– Sólo comprobar una teoría -dijo la sargento-. No tardaré ni un momento.

Azhar no habló más, y como ella no podía verle, supuso que estaba vigilando la aparición de alguien que se acercara al cobertizo con intención de entrar. Por su parte, pensó en lo que Helmut Kreuzhage le había dicho desde Hamburgo pocas horas antes: Haytham Querashi sospechaba que alguien llevaba a cabo actividades ilegales, que implicaban a Hamburgo y los puertos ingleses cercanos.

Tráfico de drogas era la actividad ilegal más lógica, pese a lo que el Kriminalhauptkommisar Kreuzhage había dicho para disuadirla en ese sentido. Producía mucho dinero, sobre todo si la droga era heroína. Pero una actividad ilegal que implicara contrabando no se limitaba a los narcóticos. Había que pensar en pornografía, así como en joyas sueltas, como diamantes, explosivos y armas pequeñas, todo lo cual podía entrarse en el parque de atracciones escondido en la mochila, y luego esconderse en el cobertizo.

Buscó alrededor la mochila, pero no la vio. Empezó el registro. La única luz se filtraba por la puerta entreabierta, pero era suficiente para ver, una vez sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Había una serie de armarios en el cobertizo, y los examinó a toda prisa. No encontró nada, salvo cinco botes de pintura, brochas, rodillos, monos y telas alquitranadas, además de otros útiles de limpieza.

Aparte de los armarios, había dos cajones hondos y un cofre. Los cajones contenían herramientas para reparaciones de poca importancia: llaves de tuerca, destornillador, alicates, una palanca, clavos, tornillos, incluso una sierra pequeña. Pero nada más.

Barbara se acercó al cofre. Al abrir la tapa, Barbara juró que el chirrido habría podido oírse en Clacton. La mochila estaba en el interior, la típica utilizada por los estudiantes durante sus vacaciones, decididos a ver el mundo.

Con impaciencia, convencida de que por fin iba a conseguir algo, Barbara sacó la mochila y la dejó en el suelo. Sus esperanzas se desvanecieron en cuanto vio el contenido. Se quedó confusa.

La mochila contenía un batiburrillo de artículos inútiles, al menos inútiles para sus propósitos. La vació y extrajo saleros en forma de faros, pescadores, anclas y ballenas; molinillos de pimienta que imitaban escoceses y piratas; un juego de té; dos muñecas Barbie sucias; tres barajas nuevas, todavía selladas; una taza que conmemoraba el breve matrimonio de los duques de York; un pequeño taxi londinense al que faltaba una rueda; dos pares de gafas de sol para niños; una caja sin abrir de alajús Beehive; dos palas de ping-pong, una red y una caja de pelotas.

Joder, pensó Barbara. Menudo fracaso.

– Barbara -oyó que murmuraba Azhar desde el otro lado de la puerta-. Un chico se acerca hacia aquí desde el pabellón. Acaba de salir.

Lo guardó todo en la mochila a toda prisa, con la intención de colocar cada artículo en el orden que lo había encontrado. Azhar repitió su nombre, esta vez con más urgencia.

– Vale, vale -contestó. Devolvió la mochila al cofre y se reunió con Azhar.

Se refugiaron a la sombra de la atracción de los veleros. El recién llegado dobló la esquina del cobertizo, se encaminó hacia la puerta sin vacilar, dirigió una mirada subrepticia a derecha e izquierda, y entró.

Barbara le conocía de vista, pues ya se había topado dos veces con el muchacho. Era Charlie Ruddock, el hermano menor de Trevor.

– ¿Quién es, Barbara? -preguntó en voz baja Azhar-. ¿Le conoces?

Hadiyyah se había dormido con la cabeza apoyada sobre su hombro, y murmuró algo como en respuesta a las preguntas de su padre.

– Se llama Charlie Ruddock -dijo Barbara.

– ¿Por qué le espiamos? ¿Qué fuiste a buscar en ese cobertizo?

– No lo sé con exactitud -contestó Barbara, y al ver la expresión escéptica de Azhar, añadió-: Es la verdad, Azhar. No lo sé. Eso es lo más jodido del caso. Podría ser algo tan racista como tú deseas que sea…

– ¿Cómo yo deseo que sea? No, Barbara. Yo no…

– De acuerdo. De acuerdo. Como algunas personas desean que sea. Empieza a dar la impresión de que podría ser algo completamente distinto.

– ¿Qué? -preguntó el paquistaní. Leyó su reticencia a proporcionar información con tanta claridad como si se lo hubiera comunicado-. No vas a explicarte más, ¿verdad?

Barbara se salvó de tener que contestar. Charlie Ruddock había salido del cobertizo. Y llevaba a la espalda la mochila que Barbara acababa de examinar. Cada vez más curioso, pensó. ¿Qué cono estaba pasando?

Charlie volvió hacia el pabellón.

– Vamos -dijo Barbara, y empezó a seguirle.

Habían apagado ya las luces de las atracciones, y el número de los buscadores de diversiones se había reducido a unas cuantas parejas que buscaban las sombras, así como a unas pocas familias dedicadas a congregar a sus miembros antes de marchar. El ruido había enmudecido. Los olores se habían desvanecido. Los propietarios de atracciones y puestos de comida hacían los preparativos para el día siguiente.

Ahora que quedaba tan poca gente, y que la mayoría se encaminaba hacia la salida, era fácil seguir a un joven que no sólo hacía lo mismo, sino que lo hacía con una abultada mochila a la espalda. Mientras Barbara y sus amigos se dirigían hacia la orilla del mar, observaba a Charlie y pensaba en lo que había oído aquella noche.

Haytham Querashi había insistido en que algo ilegal estaba ocurriendo entre Alemania e Inglaterra. Como había telefoneado a Hamburgo, debía creer que el origen de la actividad residía en aquella ciudad. Los transbordadores alemanes que zarpaban de Hamburgo arribaban al puerto de Parkeston, cerca de Harwich. Sin embargo, Barbara no estaba más cerca de averiguar qué estaba pasando entre los dos países y quién estaba implicado en dicha actividad (suponiendo que las conjeturas fueran ciertas) que al principio, cuando el estado del Nissan abandonado de Querashi había sugerido un caso de contrabando.

El hecho de que el Nissan hubiera sido registrado de cabo a rabo ponía en cuestión todo lo referente a Querashi, ¿no? ¿No sugería también el estado del vehículo la posibilidad de contrabando? Y si ése era el caso, ¿estaba implicado Querashi? ¿Acaso el hombre, cuyas creencias religiosas le habían impulsado a telefonear a Pakistán para comentar un versículo del Corán, había intentado dar el soplo sobre la actividad ilegal? Independientemente de lo que hubiera hecho Querashi, ¿cómo cono encajaba Trevor Ruddock en todo ello? ¿Y su hermano Charlie?

Barbara sabía lo que Muhannad Malik, y tal vez Azhar, contestarían a las dos últimas preguntas. Al fin y al cabo, los Ruddock eran blancos.

Pero ella misma había sido testigo aquella noche de algo que ya sabía sobre interacciones raciales. Los adolescentes que habían maltratado a Hadiyyah y la joven que había intentado enmendar el entuerto eran microcosmos humanos dentro de la población general, y como tal reforzaban la creencia de Barbara: algunos de sus compatriotas eran unos xenófobos descerebrados, pero otros no.

A la luz de ese conocimiento, ¿cómo quedaba la investigación sobre el asesinato de Querashi?, se preguntó. ¿En una situación en que todos los sospechosos sin coartada eran blancos?

Charlie Ruddock llegó al lado que daba a tierra firme del pabellón y se detuvo. Barbara y sus amigos le imitaron. Estaba en la barandilla sur del muelle, y montó en una vieja bicicleta oxidada. Al otro lado, los propietarios del Lobster Hut estaban bajando las persianas metálicas del establecimiento. A escasa distancia, Balford Balloons and Rock ya había cerrado sus puertas. Las hileras de cabanas de la playa desiertas que se extendían a lo largo del paseo, al sur de aquellos dos locales, parecían una ciudad abandonada. Tanto sus puertas como ventanas estaban protegidas con rejas, y el único ruido que se oía en sus cercanías era el eco del mar cuando las olas se estrellaban en la playa.

– Este chico está implicado en algo, ¿verdad? -preguntó Azhar-. Y ese algo está relacionado con el asesinato de Haytham.

– No lo sé, Azhar -dijo con sinceridad Barbara, mientras veían a Charlie empezar a pedalear en dirección al lejano Nez-. Está implicado en algo. Eso parece evidente. Pero juro por Dios que ignoro lo que es.

– ¿Es Barbara o la sargento quien habla? -preguntó en voz baja Azhar.

Barbara desvió la vista de Ruddock hacia el hombre que se erguía a su lado.

– No existe ninguna diferencia entre ambas -contestó.

Azhar asintió y cambió de posición a su hija.

– Entiendo. Pero tal vez debería existir.

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