Capítulo 11

Barbara compró una bolsa de palomitas y una segunda bolsa de bastones de caramelo en un puesto del lado del parque que daba a tierra firme. El puesto se llamaba Dulces Sensaciones, y el olor que emanaba a rosquillas friéndose, algodón de azúcar girando y palomitas reventando era demasiado tentador para resistirse. Hizo la compra, con apenas una punzada de culpabilidad. Al fin y al cabo, se dijo, era muy probable que compartiera su próxima comida con Emily Barlow, una abstemia de las calorías. En ese caso, no quería perderse su ración diaria de comida basura.

Atacó primero el paquete de bastones, se puso un trozo en la boca y caminó hacia su coche. Había dejado el Mini aparcado en el paseo, una franja de carretera costanera que ascendía hasta la parte más elevada de la ciudad. Una fila de villas eduardianas, no muy diferentes de la de Emily, dominaban el mar. Eran de diseño italiano, con balcones, ventanas y portales rematados en arco, y en 1900 habrían sido regias. Ahora, al igual, que la casa de Emily, necesitaban una renovación urgente. Carteles ofreciendo desayuno y alojamiento colgaban en todas las ventanas delanteras, pero las cortinas cargadas de mugre y la pintura que se desprendía del maderamen ahuyentaban sin duda a los aventureros menos encallecidos. Parecían desocupadas por completo y más que preparadas para la demolición.

Barbara se detuvo al llegar al coche. Era su primera oportunidad real de inspeccionar la ciudad desde la orilla del mar, y lo que vio no era muy atrayente. La carretera que corría a lo largo de la orilla ascendía bastante, pero los edificios que la flanqueaban estaban como las villas: en mal estado. Años de aire marino habían descascarillado la pintura y oxidado el metal. Años de aislamiento de las rutas turísticas (pues un paquete de vacaciones baratas en España atraía más que un desplazamiento a Essex) habían chupado la sangre de la economía local. El resultado se extendía ante ella, como una señorita Havisham [6] urbana, atrapada en un fragmento de tiempo.

La ciudad necesitaba con desesperación justo lo que Akram Malik le proporcionaba: una fuente de empleo. También necesitaba lo que la familia Shaw tenía, al parecer, en mente: reurbanización. Barbara se preguntó si había algún punto de fricción entre ambos que el DIC de Balford debiera investigar.

Mientras pensaba en esto y meditaba en la panorámica que la fachada marítima proporcionaba, vio que dos muchachos de piel oscura, de unos diez años, salían de Refrigerios Fríos y Calientes Stan. Estaban comiendo Cornettos, y paseaban en dirección al muelle. Como niños bien educados, pararon al borde de la acera a la espera de que el tráfico se detuviera. Una furgoneta polvorienta frenó para que cruzaran.

El conductor, oculto en parte tras un parabrisas muy sucio, les hizo señas de que cruzaran. Los niños dieron las gracias con un cabeceo y bajaron del bordillo. Justo lo que los ocupantes de la furgoneta deseaban, al parecer.

La furgoneta se lanzó hacia adelante con un bramido de su bocina. El rugido del motor resonó en las fachadas de los edificios. Los niños saltaron hacia atrás, sobresaltados. Uno dejó caer su helado y se agachó instintivamente para recuperarlo. El otro le agarró por el cuello de la camisa y le obligó a retroceder.

– ¡Pakis de mierda! -gritó alguien desde la furgoneta, y una botella salió disparada por la ventanilla. No estaba tapada, de modo que su contenido describió un arco en el aire mientras volaba. Los niños la esquivaron, pero no lo suficiente. Un líquido amarillento salpicó sus caras y ropa, antes de que la botella se rompiera a sus pies.

– Puta mierda -murmuró Barbara. Cruzó la calle a toda prisa.

– ¡Mi helado! -gritó el niño más pequeño-. ¡Ghassan, mi helado!

La cara de Ghassan era el vivo retrato del asco, pero dirigido al vehículo que huía. La furgoneta ascendía por la carretera de la orilla, que se curvaba hasta perderse de vista tras la sombra de un ciprés. Barbara no consiguió ver la matrícula.

– ¿Estáis bien? -preguntó a los niños. El más pequeño se había puesto a llorar.

El pavimento abrasador recalentó a toda prisa el líquido arrojado. El olor penetrante a orina se elevó en el aire. Los chicos tenían la ropa y la piel mojadas, con desagradables manchas amarillas en los pantalones blancos y gotas amarillas que salpicaban sus piernas y mejillas morenas.

– He perdido mi helado -se lamentó el más pequeño.

– Cierra el pico, Muhsin -gruñó Ghassan-. Ellos quieren que llores. ¡Cierra el picó! -Le sacudió con rudeza por el hombro-. Coge el mío. No lo quiero.

– Pero…

– ¡Cógelo!

Extendió el Cornetto al otro niño.

– ¿Estáis bien? -repitió Barbara-. Eso ha sido muy feo.

Ghassan la miró por fin. Si el desprecio hubiera tenido sabor, lo habría probado en su expresión.

– Puta inglesa -pronunció las palabras con mucha claridad, para que no pudiera confundirlas con otras-. Aléjate de nosotros. Vámonos, Muhsin.

Barbara se quedó boquiabierta, y la cerró cuando los niños se alejaron. Se encaminaron hacia el parque de atracciones. Por lo visto, nadie iba a frustrar sus planes.

Barbara les habría admirado de no haber comprendido que todo el episodio, pese a su brevedad, daba cuenta de las tensiones raciales que sufría Balford, tensiones que apenas unas noches antes habían desembocado en un asesinato. Vio que los niños bajaban por el sendero que conducía al parque de atracciones, y luego regresó a su coche.

La casa de Trevor Ruddock no estaba muy lejos. De hecho, ni siquiera tuvo que utilizar el coche. La rápida adquisición de un plano de la ciudad en la librería Balford reveló que Alfred Terrace se encontraba a menos de cinco minutos a pie de High Street y la librería. También estaba a cinco minutos a pie de la joyería Racon, un detalle que Barbara observó con interés.

Alfred Terrace comprendía una sola hilera de siete viviendas, del tamaño de una caja de zapatos, que corría a lo largo de un lado de una plaza pequeña. Cada casa estaba adornada con maceteros descuidados, y cada una contaba con una puerta principal tan estrecha que, sin duda, sus moradores debían tener en cuenta su dieta y las dificultades que podía ocasionarles para acceder al interior. Todas eran de un color blanco sucio uniforme, y sus puertas desteñidas constituían su único rasgo característico. Cada una estaba pintada de un color diferente, en tonos que abarcaban desde el amarillo hasta el castaño rojizo. Sin embargo, la pintura se había descolorido con el tiempo, porque la hilera daba al oeste y sufría los peores efectos del sol y el calor.

Cosa que estaba sucediendo en aquel momento. El aire seguía inmóvil y daba la impresión de que la temperatura era diez grados más alta que en el muelle. Habría sido posible freír huevos en la acera. Barbara sintió que su piel expuesta empezaba a cocerse.

La familia Ruddock vivía en el número 6. En su momento, habían elegido para la puerta el color rojo, pero el sol lo había reducido a un tono salmón. Barbara llamó con los nudillos y echó un veloz vistazo por la única ventana del frente. No vio nada a través de las cortinas bordadas, si bien oyó música rap en algún lugar de la casa, acompañada por la chachara estridente de un televisor. Como nadie respondió a su primera llamada, golpeó la puerta con más entusiasmo.

Dio resultado. Se oyeron pasos sobre un suelo sin alfombra, y la puerta se abrió.

Barbara se encontró ante un niño disfrazado. No logró discernir si era varón o hembra, pero al parecer se había apropiado de la ropa de papá. Los zapatos eran del tamaño de los utilizados por los payasos y, pese al calor, una vieja chaqueta de tweed le colgaba hasta las rodillas.

– ¿Sí? -preguntó el niño.

– ¿Qué pasa, Brucie? -gritó una voz de mujer desde la parte posterior de la casa-. ¿Has abierto la puerta? ¿Hay alguien? No salgas vestido así. ¿Me oyes, Brucie?

Brucie observó a Barbara. Ésta notó que las comisuras de sus ojos necesitaban una buena lavada.

Saludó con cordialidad al niño, cuya respuesta fue secarse la nariz con la manga de la chaqueta paterna. Debajo sólo llevaba calzoncillos, cuya goma había dado ya todo de sí. Los calzoncillos colgaban peligrosamente sobre su cuerpo esmirriado.

– Busco a Trevor Ruddock -explicó-. ¿Vive aquí? ¿Eres su hermano?

El niño se volvió en sus zapatos de payaso y gritó hacia el interior de la casa.

– ¡Mamá! ¡Una tía gorda pregunta por Trev!

Las manos de Barbara cosquillearon al escuchar el calificativo.

– ¿Por Trev…? No será ese monstruo de la joyería, ¿verdad?

La mujer avanzó hacia la puerta, seguida por dos niños más. Eran chicas, a juzgar por su aspecto. Llevaban pantalones cortos azules, blusas rosa y botas blancas de vaquero adornadas con diamantes falsos, y una de ellas portaba una vara con lentejuelas. La utilizó para golpear a su hermano en la cabeza. Brucie chilló. Se lanzó al ataque, pasó junto a su madre y agarró a su hermana por la cintura. Cerró las mandíbulas sobre su brazo.

– ¿Qué pasa?

La señora Ruddock no pareció enterarse de los gritos y los puñetazos que tenían lugar a su espalda, mientras la segunda hermana intentaba desprender los dientes de Brucie del brazo de la otra. Las dos niñas empezaron a chillar.

– ¡Mamá! ¡Dile que pare!

La señora Ruddock siguió sin hacerles caso.

– ¿Busca a mi Trevor?

Parecía vieja y cansada, con ojos azules desvaídos y lacio cabello rubio oxigenado, que sujetaba con un cordón de zapato púrpura para mantenerlo apartado de la cara.

Barbara se presentó y agitó su identificación ante la cara de la mujer.

– DIC de Scotland Yard. Me gustaría hablar con Trevor. ¿Está en casa?

La señora Ruddock se puso tiesa como un huso, al tiempo que encajaba un mechón suelto detrás de la oreja.

– ¿Qué quiere de mi Trevor? No se ha metido en problemas. Es un buen chico.

Los tres niños que se debatían detrás de ella chocaron contra la pared. Un cuadro cayó al suelo. Una voz de hombre gritó desde arriba.

– ¡Joder! ¿Es que no se puede dormir aquí? ¡Shirl! ¡Joder! ¿Qué están haciendo?

– ¡Vosotros, basta ya! -La señora Ruddock agarró a Brucie por el cuello de la chaqueta. Cogió a su hermana por el pelo. Los tres niños aullaron-. ¡Basta!

– ¡Me ha pegado!

– ¡Me ha mordido!

– ¡Shirl! ¡Hazles callar!

– ¿Estáis contentos, ahora que habéis despertado a vuestro padre? -dijo la señora Ruddock, mientras daba una buena sacudida a los litigantes-. Id a la cocina, los tres. Stella, hay polos en la nevera. Dale uno a cada uno.

La promesa de una golosina pareció calmar a los tres niños. Trotaron como un solo hombre en la dirección por donde había venido su madre. Arriba, unos pies resonaron sobre las tablas del piso. Un hombre carraspeó violentamente y gargajeó con tal fuerza que Barbara se preguntó si se estaba practicando una amigdalectomía. De todos modos, no comprendía que alguien pudiera estar durmiendo antes de su llegada. Un grupo de rap estaba aullando a todo volumen, y en dura competencia, dos tíos se estaban dando puñetazos por un putón en Coronation Street, a un nivel auditivo que no dejaba nada a la imaginación.

– No exactamente problemas -dijo Barbara-. Sólo quiero hacerle algunas preguntas.

– ¿Sobre qué? Trev devolvió los tarros de lo que fuera. Sí, vendimos algunos antes de que los aceitunos nos pillaran, pero no es que perdieran dinero. Ese Akram Malik nada en la abundancia. ¿Ha visto dónde viven?

– ¿Está Trevor?

Barbara intentaba conservar la paciencia, pero el sol que le caía de pleno sobre la cabeza estaba consiguiendo evaporarla a toda velocidad.

La señora Ruddock le dedicó una mirada algo hostil, al darse cuenta de que sus palabras causaban poca impresión.

– ¡Stella! -gritó sin volverse, y cuando la mayor de las dos niñas volvió de la cocina con un polo embutido en el centro de la boca, ordenó-: Llévala con Trev, y de paso dile a Charlie que baje esa matraca.

– Mamá…

El plañido de Stella dividió la palabra en dos sílabas, una hazaña difícil con el polo en la boca, pero parecía una niña capaz de superar cualquier desafío.

– ¡Hazlo! -ladró la señora Ruddock.

Stella se quitó el polo de la boca y expulsó el aliento con fuerza, de manera que sus labios vibraron.

– Vamos -dijo, y empezó a subir la escalera.

Barbara sintió que la mirada hostil de la señora Ruddock la seguía, mientras pisaba los talones de las botas de vaquero de Stella. Estaba claro que el delito cometido por Trevor, y que le había costado el empleo en la fábrica de mostazas, no era un delito para su madre.

El culpable estaba en uno de los dos dormitorios del primer piso de la casa. El estridente canturreo de la música rap estremecía la puerta. Stella la abrió sin más ceremonias, pero sólo unos quince centímetros, pues algo que colgaba por encima de ella parecía impedir cualquier otro avance.

– ¡Charlie! -gritó-. ¡Mamá dice que bajes esa mierda! -Se volvió hacia Barbara-. Está ahí dentro, si quiere verle.

– ¿Es que un hombre no puede dormir en su propia casa? -gritó el señor Ruddock desde el otro dormitorio.

Barbara dio las gracias a Stella y entró agachada en el cuarto. Agacharse era necesario, porque el objeto que impedía la completa movilidad de la puerta colgaba como una red de pesca. Las cortinas estaban corridas sobre las ventanas, de modo que la luz era escasa. El calor latía en el interior como un corazón.

El ruido era ensordecedor. Retumbaba de pared a pared, una de las cuales estaba ocupada por un par de literas. La de arriba contaba con la presencia de un adolescente armado con dos palillos de madera, con los cuales atacaba el pie de la cama para seguir el ritmo. La de abajo estaba vacía. El otro ocupante del cuarto estaba sentado a una mesa, sobre la que una lámpara fluorescente arrojaba un haz de luz brillante encima de madejas de hilo negro, varios ovillos de algodón coloreado, una pila de limpiapipas negros y una caja de plástico llena de esponjas redondas de tamaños diferentes.

– ¿Trevor Ruddock? -gritó Barbara sobre el estrépito-. ¿Puedo hablar con usted? DIC. Policía.

Consiguió llamar la atención del chico sentado en la cama. Vio su tarjeta de identificación extendida, tal vez leyó sus labios o la expresión de su cara, giró un botón de la gigantesca radio y bajó el volumen.

– ¡Eh, Trev! -gritó, pese al repentino enmudecimiento del ruido-. ¡Trev! ¡La poli!

El chico sentado a la mesa se removió, se volvió en la silla y miró a Barbara. Su mirada descendió hacia la identificación. Poco a poco, se llevó las manos a los oídos y empezó a quitarse unos tapones de cera.

Mientras lo hacía, Barbara lo examinó a la escasa luz. Llevaba escrito Frente Nacional de pies a cabeza: desde su cráneo rapado, donde apenas se distinguía una sombra de cabello oscuro que apenas sobresalía de la piel, hasta sus pesadas e inconfundibles botas militares. Su afeitado era impecable: absoluto, de hecho. Se había rasurado hasta las cejas.

Su movimiento reveló lo que estaba haciendo en la mesa. Parecía un modelo de araña, según Barbara creyó deducir de tres limpiapipas a modo de patas pegadas a una esponja a franjas negras y blancas que hacía las veces de cuerpo. Tenía dos pares de ojos hechos con cuentas negras: dos grandes y dos pequeños que formaban un semicírculo sobre la cabeza, como una tiara ocular.

Trevor desvió la vista hacia su hermano un instante, que se había acercado hasta el borde de la litera y esperaba con las piernas colgando, mientras miraba a Barbara con inquietud.

– Ábrete -dijo a Charlie.

– No diré nada.

– Largo -dijo Trevor.

– Trev.

Charlie emitió lo que parecía ser el plañido típico de la familia: convirtió la primera sílaba del nombre de su hermano en dos.

– Vale ya.

Trevor le traspasó con la mirada.

– Mierda -dijo Charlie, sin dividir la palabra en sílabas, y saltó de la cama. Con el transistor bajo el brazo, pasó junto a Barbara y salió del cuarto. Cerró la puerta a su espalda.

Entonces, Barbara vio lo que presionaba la parte superior de la puerta cuando entró. Era, sí, una vieja red de pesca, pero transformada en una enorme araña, sobre la cual cabrioleaban una colección de arácnidos. Al igual que la araña en proceso de montaje sobre la mesa, no eran insectos de jardín, sino pardos, negros, con múltiples patas y aptos para devorar moscas, garrapatas y ciempiés. Eran exóticos en color y forma, con cuerpos rojos, amarillos y verdes, patas erizadas de púas y ojos feroces.

– Bonito trabajo -dijo Barbara-. ¿Estudias entomología?

Trevor no contestó. Barbara cruzó la habitación hasta llegar a la mesa. Había una segunda silla a un lado, abarrotada de libros, periódicos y revistas. Los dejó en el suelo y se sentó.

– ¿Te importa? -dijo.

Trevor echó un vistazo al cigarrillo y meneó la cabeza. Barbara le ofreció el paquete, y el joven cogió uno. Lo encendió con una cerilla, pero no ofreció fuego a Barbara.

Debido a la ausencia de la música rap, los demás ruidos de la casa ganaron en intensidad. Las ninfas de Coronation Street continuaron su chachara a un volumen que habría servido para anunciar un gol en un partido de fútbol, y Stella empezó a chillar que le habían robado un collar. Al parecer, el culpable era Charlie, cuyo nombre logró gimotear en tres sílabas.

– Tengo entendido que te despidieron de Mostazas Malik hace tres semanas -dijo Barbara.

Trevor inhaló, con los ojos entornados y clavados en Barbara. Ésta observó que sus dedos exhibían padrastros de aspecto iracundo.

– ¿Y qué?

– ¿Te importa si hablamos de ello?

El joven exhaló una nube de humo.

– Como si tuviera alguna opción, ¿eh?

– ¿Cuál es tu versión de la historia? Ya he oído la de ellos. Creo que no pudiste negar el robo. Te pillaron in fraganti. Con las manos en la masa.

Trevor cogió un limpiapipas y lo arrolló alrededor de su dedo índice, con el cigarrillo entre los labios y la mirada concentrada en la araña de la mesa. Cogió un par de cortaalambres y partió en dos un segundo limpiapipas. Cada mitad se convirtió en una pata de la araña. Con un tubo, aplicó meticulosamente cola para pegar las patas al cuerpo.

– ¿Malik va diciendo que fue un robo de los gordos? Joder, eran menos de dos cajas. Treinta y seis tarros por caja. Ni que hubiera atracado el banco. Además, no me llevé un producto concreto, como mostaza, mermelada o salsa, que tal vez habría podido vender de estranjis a un cliente importante, sino un poco de todo.

– Un surtido variado. Ya lo entiendo.

Trevor dedicó a Barbara una mirada tenebrosa, antes de devolver su atención a la araña. Tenía un cuerpo segmentado que parecía auténtico, creado a partir de diferentes tamaños de esponja. Barbara se preguntó cómo se sujetaban los segmentos.

¿Con cola? ¿Con grapas? ¿O tal vez el joven señor Ruddock utilizaba alambre? Miró si había un rollo en la mesa, pero además de la araña, la superficie era un caos de libros sobre insectos, periódicos doblados, velas a medio consumir y cajas de herramientas. No entendía cómo el hombre se aclaraba para localizarlo todo.

– Me dijeron que el señor Querashi te despidió. ¿Es así?

– Si eso le han dicho, supongo que será verdad.

– ¿Tu versión es diferente?

Barbara buscó un cenicero, pero no vio ninguno. Trevor empujó hacia ella una caja de cartón vacía, negra de ceniza por dentro. La utilizó.

– Da igual.

– ¿Tu despido fue injusto? ¿Querashi se precipitó?;

Trevor alzó la vista. Barbara reparó por primera vez en que tenía un tatuaje debajo de la oreja izquierda. Era una telaraña, con un insecto desagradablemente realita que se arrastraba hacia el centro.

– ¿Le maté porque me despidió? ¿Me está preguntando eso? -Trevor pasó los dedos por encima de los limpiapipas reconvertidos en patas, pellizcando la envoltura hasta que adoptó la apariencia de pelos-. No soy estúpido, ¿sabe? He leído el Standard de hoy. Sé que la policía habla de asesinato. Suponía que vendrían a tocarme los huevos. Y aquí está usted. Tengo un móvil, ¿no?

– ¿Por qué no me hablas de tu relación con el señor Querashi, Trevor?

– Afané algunos tarros de la sala de etiquetaje y empaquetado. Trabajaba en envíos, así que fue muy fácil. Querashi me pilló y me dio la patada. Final de nuestra relación.

Trevor dio un énfasis sarcástico a la última palabra.

– ¿No fue arriesgado robar tarros de la sala de empaquetado, cuando no trabajabas allí?

– Los soplé cuando no había nadie, ¿vale? Uno de cuando en cuando, durante los descansos y la comida. Sólo lo suficiente para venderlo en Clacton.

– ¿Los vendías? ¿Por qué? ¿Necesitabas dinero extra?

Trevor se levantó de la mesa. Caminó hasta la ventana y apartó las cortinas. La habitación, iluminada por el sol despiadado, reveló paredes agrietadas y muebles desvencijados. En algunos puntos, la alfombra dejaba ver el suelo. Por algún motivo, habían dibujado una raya negra sobre ella, para separar la zona de trabajo de la de dormir.

– Mi padre no puede trabajar, y tengo el estúpido deseo de impedir que mi familia vaya a parar a la calle. Charlie colabora haciendo chapuzas en el barrio, y a veces llaman a Stella para que haga de canguro. Pero somos ocho y tenemos hambre, así que mi madre y yo vendemos lo que podemos en el mercado de Clacton.

– Los tarros de Malik, por ejemplo.

– Exacto. Entre otras cosas y a precio de saldo. No entiendo qué daño hacíamos. No es que el señor Malik venda sus productos aquí. Van a tiendas elegantes y hoteles y restaurantes de postín.

– ¿Estabas haciendo un favor al consumidor, en definitiva?

– Tal vez. -Apoyó el trasero contra el antepecho de la ventana y dio vueltas al cigarrillo entre el índice y el pulgar. La ventana estaba abierta de par en par, pero era como si estuvieran charlando dentro de un horno-. Nos pareció que no era peligroso venderlos en Clacton. No esperaba que Querashi apareciera por allí.

– ¿Querashi te pilló vendiendo los tarros en el mercado?

– Exacto. Así como suena. No esperaba verme en Clacton más que yo a él. Considerando lo que estaba haciendo, imaginé que haría la vista gorda y olvidaría mi pequeña debilidad. Sobre todo porque él también estaba exhibiendo una pequeña debilidad.

El comentario provocó un cosquilleo en las yemas de los dedos de Barbara, como siempre que una nueva dirección se desvelaba de manera impredecible. Trevor la estaba observando con atención para detectar su reacción, y esa misma atención sugería que guardaba más de una sorpresa para la policía. La mayoría de la gente se aturdía un poco cuando respondía a preguntas oficiales, pero Trevor parecía muy tranquilo, como si supiera de antemano qué le iba a preguntar Barbara y qué iba a responder él.

– ¿Dónde estabas la noche que Querashi murió, Trevor?

Un parpadeo le dijo que le había decepcionado al no perseguir el olor de la «pequeña debilidad» de Querashi. Eso era bueno, pensó. Los sospechosos no debían dirigir la investigación.

– En el trabajo -dijo Trevor-. Limpiando el parque de atracciones. Si no me cree, pregunte al señor Shaw.

– Ya lo he hecho. El señor Shaw dice que entras a trabajar a las once y media. ¿Lo hiciste también el viernes por la noche? ¿Fichas a la entrada, por cierto?

– Fiché a la hora de siempre.

– ¿A las once y media?

– Más o menos, sí. Y no me fui, si quiere saberlo. Trabajo con unos cuantos tíos, y le dirán que no me ausenté ni una sola vez en toda la noche.

– ¿Y antes de las once y media?

– ¿Qué?

– ¿Dónde estuviste?

– ¿Cuándo?

– Antes de las once y media, Trevor.

– ¿A qué hora?

– Cuéntame tus movimientos, por favor.

El joven dio una última calada al cigarrillo y lo tiró a la calle desde la ventana. Su dedo índice sustituyó al cigarrillo. Lo mordisqueó con aire pensativo antes de contestar.

– Estuve en casa hasta las nueve. Después, salí.

– ¿Adonde?

– A ningún sitio en especial. -Escupió al suelo un fragmento de piel. Examinó su padrastro mientras continuaba-. Salgo con una chica de vez en cuando. Estuve con ella.

– ¿Lo corroborará?

– ¿Eh?

– ¿Confirmará que estuvo contigo el viernes por la noche?

– Claro, pero no es mi novia, ni nada por el estilo. Salimos juntos de cuando en cuando. Hablamos. Fumamos. Hablamos de la vida.

Demasiado bonito, pensó Barbara. ¿Por qué le costaba imaginarse a Trevor Ruddock enzarzado en un profundo coloquio filosófico con una chica?

Se preguntó por la explicación que le estaba dando, sobre por qué consideraba necesario dársela, en primer lugar. Había estado con una mujer o no había estado con una mujer. Ella confirmaría su coartada o no. A Barbara le daba igual que hubieran estado arrumacándose, discutiendo de política, flipándose o follando como monos en celo. Sacó su libreta del bolso.

– ¿Cómo se llama?

– ¿Se refiere a esta chica?

– Exacto. A esta chica. Tendré que hablar con ella. ¿Quién es?

El joven trasladó su peso de un pie al otro.

– Sólo es una amiga. Hablamos. No es gran…

– Dime su nombre, ¿vale?

Trevor suspiró.

– Se llama Rachel Winfield. Trabaja en una joyería de High Street.

– Ah, Rachel. Ya nos conocemos.

Trevor rodeó su codo derecho con la mano izquierda.

– Sí. Bien, estuve con ella el viernes por la noche. Somos amigos. Ella lo confirmará.

Barbara tomó nota de su incomodidad y especuló en su mente sobre el muchacho. O estaba avergonzado por revelar que se relacionaba con la Winfield, o mentía con la esperanza de ponerse en contacto con ella antes de que Barbara investigara su historia.

– ¿Adonde fuisteis? -preguntó, impulsada por la necesidad de establecer una segunda fuente de corroboración-. ¿Un café? ¿Un pub? ¿El salón recreativo? ¿Dónde?

– Eh… a ningún sitio, de hecho. Sólo fuimos a pasear.

– ¿Al Nez, quizá?

– Eh, ni hablar. Estuvimos en la playa, pero no nos acercamos al Nez. Paseamos cerca del parque de atracciones.

– ¿Alguien os vio? -No creo.

– Pero hay mucha gente en el parque de atracciones por las noches. ¿Cómo es posible que nadie os viera?

– Porque… Escuche, no estuvimos en el parque de atracciones. Yo no he dicho eso. Estuvimos en las cabañas de la playa. Estuvimos… -Levantó el dedo y lo mordisqueó con ferocidad-. Estuvimos en una cabaña de la playa. ¿Entiende?

– ¿En una cabaña de la playa?

– Sí. Ya se lo he dicho.

Apartó la mano de la boca. Su mirada era desafiante. Existían pocas dudas sobre lo que había hecho con Rachel, y Barbara supuso que no tenía mucho que ver con hablar de la vida.

– Háblame del señor Querashi y el mercado -dijo-. Clacton no está lejos de aquí. ¿Qué son, veinte minutos en coche? No es un viaje a la luna. ¿Qué hay de raro en que Haytham Querashi estuviera en el mercado de Clacton?

– Lo raro no es que estuviera -corrigió Trevor-. Estamos en un país libre. Podía ir a donde le diera la gana. Lo raro es lo que estaba haciendo. Y con quién.

– De acuerdo. ¿Qué estaba haciendo?

Trevor volvió a sentarse a la mesa. Sacó un libro ilustrado de debajo de una serie de periódicos desordenados. Estaba abierto por una fotografía en color. Barbara vio que la foto era de la araña que Trevor estaba montando,

– Un alguacil -la informó-. No utiliza una telaraña como las demás, y eso la diferencia de las otras. Caza a su presa. Se pone al acecho, encuentra una comida adecuada, y ¡fum! -Extendió la mano y la posó sobre el brazo de Barbara-. Se la come.

El joven sonrió. Tenía unos colmillos raros, uno largo y otro corto. Le daban un aspecto peligroso, y Barbara adivinó que él lo sabía y le gustaba.

Liberó el brazo de su mano.

– Es una metáfora, ¿verdad? ¿Querashi era la araña? ¿Qué estaba cazando?

– Lo que un tipo salido busca cuando va a un sitio donde cree que no le reconocerán. Pero yo le vi. Y él supo que yo le había visto.

– ¿Estaba con alguien?

– Oh, fingieron que no, pero les vi hablar y yo les vigilé después. Claro, fueron a los retretes de uno en uno, como algo casual, como gatos con plumas en los dientes.

Barbara observó al joven, y él la observó.

– Trevor -dijo con cautela-, ¿me estás diciendo que Haytham Querashi estaba ligando con tíos en el mercado de Clacton?

– Eso me pareció. Está mirando unos pañuelos en un puesto de la plaza, al otro lado de donde están los retretes. Un tío se acerca y se pone a mirar los pañuelos, a un metro y medio de él. Se miran. Apartan la vista. El otro tío pasa a su lado y le susurra algo al oído. Haytham se dirige a los retretes enseguida. Yo observo. Dos minutos después, el otro tío va también a los retretes. Diez minutos después, Haytham sale. Solo. Con ese aspecto. Y entonces, me ve.

– ¿Quién era el otro tío? ¿Alguien de Balford? ¿Le conoces?

Trevor meneó la cabeza.

– Era algún marica que buscaba marcha. Un marica con ganas de echar un polvo de color diferente.

Barbara saltó al instante.

– ¿Era blanco, el homosexual? ¿Era inglés?

– Quizá, pero podría ser alemán, danés, sueco. Hasta noruego. No lo sé. Pero no era de color, eso seguro.

– ¿Querashi sabía que le habías visto?

– Sí y no. Me vio, pero no sabía que le había visto ligar con el otro tío. Sólo cuando quiso despedirme le dije que había visto toda la película. -Trevor devolvió el libro de arañas al lugar de donde lo había sacado-. Pensaba que lo tenía cogido por los cojones, ¿entiende?

Que no me echaría si sabía que podía chivarme a Akram de que su futuro yerno se estaba tirando chicos blancos en unos váteres públicos. Pero Querashi lo negó todo. Sólo dijo que no confiara en conservar mi trabajo en la fábrica a base de propagar mentiras sobre él. Akram no las creería, añadió, y acabaría sin mi empleo en la fábrica y sin el nuevo trabajo en el parque de atracciones. Yo necesitaba el trabajo en el parque, así que me callé. Fin de la historia.

– ¿No se lo dijiste a nadie? ¿Al señor Malik, a Muhannad, a Sahlah?

La cual se habría quedado horrorizada al saber que su futuro marido le estaba poniendo los cuernos y amenazando el sentido del honor de la familia. Porque sería un asunto de honor para los asiáticos, ¿verdad? Necesitaba explorar aquel tema con Azhar.

– Era mi palabra contra la suya, ¿no? -dijo Trevor-. Al fin y al cabo, la pasma no me había pillado con las manos en la masa.

– Por lo tanto, ni siquiera estás seguro de lo que estuvo haciendo en los retretes aquel día.

– No fui a comprobarlo en persona, si se refiere a eso, pero no soy idiota, ¿vale? Los maricas utilizan esos retretes siempre, y todo el mundo lo sabe. De modo que si dos tíos entran y no salen en el tiempo que se tarda en mear… Bueno, saque sus propias conclusiones.

– ¿Se lo contaste al señor Shaw?

– Como ya he dicho, no se lo he contado a nadie.

– ¿Qué aspecto tenía el otro tío? -preguntó Barbara.

– No sé. Un tío como tantos otros. Muy bronceado. Con una gorra de béisbol negra puesta al revés. No era un tipo grandote, pero tampoco tenía pinta de maricón. Ah, sí, otra cosa. Llevaba un aro en un labio. Un aro de oro. -Trevor se estremeció-. Joder -dijo sin el menor asomo de ironía, con los dedos apoyados sobre la araña del cuello-, lo que hacen algunos tíos con su apariencia.

– ¿Homosexualidad? -preguntó Emily Barlow con voz agudizada por el interés.

Barbara la había encontrado en la sala de conferencias de la vieja comisaría de policía, donde celebraba cada día sus reuniones con el equipo de detectives encargado de la investigación. Estaba apuntando nombres y actividades en una pizarra.

Barbara observó que, desde la visita de Emily a la fábrica, dos agentes detectives habían sido asignados a Mostazas Malik, y se encontraban ya interrogando a todos los empleados. El objetivo era recabar cualquier información que les pudiera conducir hasta algún enemigo de Haytham Querashi.

Este nuevo detalle sobre el muerto les sería de incalculable valor, y la inspectora se dirigió hacia la puerta sin perder tiempo y dio la orden de pasar la información a los agentes ipso facto.

– Antes que nada, localízalos -ordenó a Belinda Warner, que estaba trabajando con el ordenador en la habitación de al lado-. Cuando devuelvan la llamada, ponles al corriente, pero diles que jueguen sus cartas con discreción, por el amor de Dios.

Después, volvió a la sala de conferencias, tapó su rotulador y lo dejó en la bandeja de la pizarra. Barbara la había informado de todas sus actividades del día: desde su conversación con Connie Winfield, hasta su frustrado intento de corroborar la historia de Sahlah Malik. Emily había asentido y continuado tomando notas en la pizarra. Sólo reaccionó cuando salió a la luz la supuesta homosexualidad de Querashi.

– La opinión de los musulmanes sobre la homosexualidad.

Formuló la frase como un tema que iba a introducir mentalmente en la investigación.

– No tengo ni idea de lo que opinan -contestó Barbara-, pero cuanto más pensaba en la cuestión de la homosexualidad mientras volvía hacia aquí, menos podía relacionarla con el asesinato de Querashi.

– ¿Por qué?

Emily se acercó a uno de los tablones de anuncios que ocupaban las paredes. Habían clavado en él copias de las fotografías de la víctima, y las estudió con expresión seria, como si pudieran confirmar las inclinaciones sexuales de Querashi.

– Porque si uno de los Malik hubiera descubierto que Querashi se lo montaba en los retretes con otros tíos, lo más probable es que hubieran anulado el matrimonio y le hubieran devuelto a Karachi. No le habrían matado, de eso seguro. ¿Para qué molestarse?

– Son asiáticos. No les gustaría ponerse en ridículo. Y no podrían… ¿cómo lo dijo Muhannad?, mantener la cabeza erguida con orgullo si corría la voz de que Querashi les había tomado el pelo.

Barbara pensó en lo que Emily estaba insinuando. Algo no encajaba.

– ¿Y uno de ellos le mató? Joder, Em, eso es llevar el orgullo étnico al extremo. Yo creo que Querashi iría detrás de alguien que conociera su secreto, y no al revés. Si la homosexualidad está en la raíz de todo el caso, ¿no es más lógico ver a Querashi como el asesino, en lugar de la víctima?

– No si un asiático, indignado al descubrir que un hombre pensaba utilizar a Sahlah Malik como tapadera para su homosexualidad, fue a por Querashi.

– Si eso era lo que planeaba Querashi.

Emily cogió una bolsita de plástico que descansaba sobre una terminal de ordenador. La abrió y extrajo cuatro bastones de zanahoria. Al verlos, Barbara procuró no sentirse culpable por las porquerías que había consumido antes (dejando aparte los cigarrillos), mientras la inspectora empezaba a masticar virtuosamente.

– ¿Qué asiático te viene a la cabeza cuando piensas en alguien capaz de asesinar para vengar ese tipo de tejemaneje?

– Sé adonde vas -dijo Barbara-, pero pensaba que Muhannad era un hombre de su pueblo. Si no lo es, y si se cargó a Querashi, ¿por qué está armando tanto alboroto acerca del asesinato?

– Para presentarse en público como un santo varón. Jihad: la guerra santa contra los infieles. Pide justicia a gritos y dirige el foco de la culpabilidad hacia un asesino inglés. Y, qué casualidad, bien lejos de él.

– Pero, Em, no es diferente de lo que Armstrong tal vez esté haciendo con el coche destripado. Un enfoque diferente, pero la misma intención.

– Armstrong tiene una coartada.

– ¿Qué sabes de la de Muhannad? ¿Encontraste a ese Rakin Khan de Colchester?

– Oh, ya lo creo. Estaba concediendo audiencia en un salón privado del restaurante de su padre, con otros seis de su raza. Con un traje de Armani, polo de Bally, reloj Rolex y un anillo de sello de diamantes de Burlington Arcade. Afirmó que era un viejo amigo de Malik, y que se habían conocido en la universidad.

– ¿Qué dijo?

– Lo confirmó todo, de pe a pa. Dijo que los dos habían cenado juntos aquella noche. Empezaron a las ocho y terminaron a medianoche.

– ¿Una cena de cuatro horas? ¿Dónde? ¿En un restaurante? ¿En ese restaurante?

– ¿No sería maravilloso para nosotras? Pero no, esa cena tuvo lugar en su propia casa. Y él cocinó todo el banquete, por eso se prolongó tanto. Le gusta cocinar, adora cocinar, siempre cocinaba para Muhannad en la universidad, porque ninguno de los dos soportaba la comida inglesa. Hasta me recitó el menú.

– ¿Alguien puede confirmar la historia?

– Oh, sí. Porque no estaban solos. Otro tío extranjero (intrigante, ¿no?, que todo el mundo sea extranjero) estaba con ellos. Otro compañero de la universidad. Khan dijo que era una pequeña reunión.

– Bien -dijo Barbara-, si los dos confirman…

– Tonterías. -Emily se cruzó de brazos-. Muhannad Malik tuvo mucho tiempo, antes de que yo llegara a Colchester, para telefonear a Rakin Khan y decirle que confirmara su historia.

– Del mismo modo -dijo Barbara-, Ian Armstrong tuvo mucho tiempo para pedir a sus suegros que hicieran lo mismo. ¿Has hablado con ellos?

Emily no contestó.

Barbara continuó.

– Ian Armstrong tiene un móvil sólido. ¿Por qué te interesa tanto Muhannad?

– Protesta demasiado -contestó Emily.

– Quizá tenga motivos para protestar -señaló Barbara-. Escucha, admito que me cae fatal, y ese tal Rakin Khan puede ser igual de malo, pero estás olvidando algunos detalles que no puedes relacionar con Muhannad. Piensa en tres de ellos: dijiste que registraron el coche de Querashi. Trasladaron su cuerpo de sitio. Echaron las llaves de su coche entre los matorrales. Si Muhannad mató a Querashi por el honor de su familia, ¿por qué registró el coche y movió el cuerpo? ¿Por qué anunciar con luces de neón lo que, de otro modo, habría podido pasar por un accidente?

– Porque no quería que pasara por un accidente -dijo Emily-. Porque quería justo lo que consiguió: un incidente que enardeciera a los suyos. Mata dos pájaros de un tiro: se venga de Querashi por ensuciar el nombre de la familia y cimenta su posición en la comunidad asiática.

– De acuerdo. Tal vez -dijo Barbara-. Por otra parte, ¿por qué debemos creer a Trevor Ruddock? Él también tiene un móvil. De acuerdo, no recuperó su trabajo como en el caso de Armstrong, pero no parecía un tipo capaz de renunciar a una buena venganza si encontraba la oportunidad.

– Dijiste que también tenía una coartada.

– ¡Puta mierda! ¡Todos tienen unas coartadas del copón, Em! Alguien tiene que estar mintiendo.

– Eso es exactamente lo que quiero decir, sargento Havers.

La voz de Emily era muy serena, pero poseía un tono acerado que recordó de nuevo a Barbara dos hechos: que no sólo Emily era su oficial superior por razones de talento, inteligencia, intuición y destreza, sino que el generoso consentimiento de la inspectora Barlow le había permitido trabajar en el caso.

Contente, se dijo. No estás en tu terreno, Barb. De repente, tomó conciencia del espantoso calor que hacía en la sala. Era peor que un horno. La áspera luz del atardecer se derramaba como una invasión armada. ¿Cuándo había tenido el país un verano tan bestial y abyecto en la costa?, se preguntó.

– Investigué la coartada de Trevor -dijo-. Pasé por la joyería Racon de camino hacia aquí. Según su madre, Rachel puso pies en polvorosa en cuanto las dejé. Su madre ignoraba el paradero de Rachel la noche del crimen, porque estaba bailando en un concurso de bailes de salón, en Chelmsford. No obstante, dijo algo interesante.

– ¿Qué? -preguntó Emily.

– Dijo: «Mi Rachel sólo sale con chicos blancos, no lo olvide, sargento.» ¿Qué crees que significa?

– Que está preocupada por algo.

– Sabemos que Querashi iba a encontrarse con alguien aquella noche. Sólo contamos con la palabra de Trevor Ruddock de que Querashi hacía mariconadas en los retretes. Y aunque lo hiciera, eso no significa que no fuera ambidextro.

– ¿Ahora estás relacionando a Querashi con Rachel Winfield? -preguntó Emily.

– Ella le dio el recibo de la joya, Em. Debía tener un motivo. -Barbara pensó en otra pieza del rompecabezas que aún no había intentado colocar-. Pero eso no da cuenta de la cuestión del brazalete: qué estaba haciendo Theo Shaw con él. He dado por sentado que Sahlah se lo regaló, pero siempre pudo cogerlo del cadáver de Querashi. Si lo hizo, eso significa que Sahlah mintió, cuando dijo que había arrojado el brazalete al mar, porque sabe que quien tiene el brazalete está implicado en todo esto. ¿Por qué iba a mentir, si no?

– Joder -exclamó con pasión Emily-. Nos estamos metiendo en una ratonera.

El tono de Emily impulsó a Barbara a estudiar con más detenimiento a la detective. Emily tenía el trasero apoyado contra el borde de la mesa. Por primera vez, Barbara reparó en sus profundas ojeras.

– Em -dijo.

– Si es uno de ellos, Barb, la ciudad va a estallar.

Barbara sabía lo que estaba insinuando: si el asesino era inglés y, como resultado, se ahondaban las tensiones raciales en la ciudad, rodarían cabezas. Y la primera sería la de Emily Barlow.

En el silencio que siguió, Barbara oyó voces en la entrada de abajo. Un hombre pronunció palabras concisas, a las que contestó una mujer en tono calmo y profesional. Barbara reconoció al hombre, al menos. Muhannad Malik estaba en recepción, con el fin de asistir a la reunión vespertina con la policía.

Azhar estaría con él. Había llegado el momento de revelar la verdad a Emily Barlow.

Abrió la boca para hacerlo, pero descubrió que no podía. Si lo explicaba todo (al menos todo lo posible, considerando lo poco que se había molestado en examinar sus motivos antes de dirigirse hacia Balford), Emily tendría que expulsarla del caso. No podría considerar a Barbara un miembro objetivo de la investigación, cuando junto a uno de los sospechosos había un hombre que vivía a unos cincuenta metros de su barraca de Londres. Y Barbara quería continuar en el caso, y ahora por más de un motivo. Si bien era cierto que había venido a Balford-le-Nez para proteger a sus vecinos paquistaníes, comprendió que deseaba quedarse por el bien de su colega.

Barbara era muy consciente de las numerosas facturas que las mujeres debían pagar para triunfar en la policía. Los hombres de la profesión no tenían que convencer a nadie de que su sexo no afectaba a su competencia. Las mujeres debían hacerlo a diario. Si podía ayudar a Emily a conservar su cargo y demostrar su capacidad, estaba decidida a hacerlo.

– Estoy contigo, Em -dijo en voz baja.

– Lo estás.

No era una pregunta sino una afirmación. Lo cual recordó a Barbara otro hecho: cuanto más alto ascendía alguien en autoridad y poder, menos amigos de verdad tenía. Un momento después, Emily se desprendió de sus negros pensamientos acerca del futuro.

– ¿Dónde estuvo Theo Shaw el viernes por la noche? -preguntó.

– Dice que en casa. Su abuela estaba allí, pero no podrá confirmar nada, porque se había acostado.

– Esa parte de la historia debe de ser cierta -admitió Emily-. Agatha Shaw, la abuela, tuvo una apoplejía hace tiempo. Necesita descansar.

– Lo cual concede a Theo múltiples oportunidades de llegarse a pie al Nez -señaló Barbara.

– Lo cual explicaría por qué nadie en la vecindad afirma haber oído otro coche. -Emily frunció el ceño con aire pensativo. Dirigió su atención a una segunda pizarra. En ella estaban escritos los apellidos de los sospechosos y la inicial del nombre, seguidos por su presunto paradero en la noche de autos-. La chica Malik parece bastante dócil, pero si estaba liada en secreto con Theo, puede que tuviera una razón para enviar a su prometido escaleras abajo. Sus obligaciones con Querashi terminarían. Para siempre.

– Pero dijiste que su padre no la habría obligado a casarse con el hombre.

– Eso dice ahora, pero quizá la estaba protegiendo. Quizá ella y Theo están en esto juntos.

– ¿Romeo y Julieta matan al conde París en lugar de suicidarse? De acuerdo. Lo acepto. Pero aparte del registro del coche, que olvidaremos de momento, hay algo que no hemos analizado. Digamos que Querashi fue engañado para ir al Nez y encontrarse con Theo Shaw para hablar de la relación de Theo con Sahlah. Entonces, ¿cómo explicamos los condones que llevaba en el bolsillo?

– Mierda. Los condones -dijo Emily-. De acuerdo, puede que no fuera para encontrarse con Theo Shaw, pero aunque no conociera a Theo, una cosa es segura: Theo le conocía a él.

Barbara tuvo que admitir que las balanzas de la culpabilidad empezaban a inclinarse en dirección a un inglés. Se preguntó qué cono iba a decir a los paquistaníes cuando se celebrara la reunión. Imaginaba muy bien lo que Muhannad Malik haría con cualquier información que apoyara su creencia en la naturaleza racista del crimen.

– De acuerdo -dijo-, pero no podemos olvidar que hemos pillado a Sahlah Malik en una mentira. Y como Haytham Querashi tenía el recibo, creo que podemos llegar a la conclusión de que alguien deseaba informarle de que Sahlah mantenía otra relación.

– Rachel Winfield -dijo Emily-. Aún es un enigma para mí su papel en todo esto.

– Una mujer fue a ver a Querashi al hotel. Una mujer que llevaba un chador.

– Y si esa mujer era Rachel Winfield, y si Rachel Winfield quería a Querashi para ella…

– Jefa?

Emily y Barbara se volvieron hacia la puerta, donde había aparecido Belinda Warner, con un paquete de papeletas en la mano. Estaban separadas en varios montones diferentes, sujetos con un clip. Barbara observó que eran las copias de los mensajes telefónicos del hotel Burnt House que había entregado a Emily por la mañana.

– ¿Qué pasa? -preguntó Emily.

– Las he revisado, separado por categorías y localizado a todo el mundo. Al menos, a casi todo el mundo. -Entró y fue dejando cada montoncito al tiempo que lo identificaba-. Llamadas de los Malik: Sahlah, Akram y Muhannad. Llamadas de un contratista: un tío llamado Gerry DeVitt, domiciliado en Jaywick Sands. Hacía algunos trabajos en la casa que Akram había comprado para los futuros esposos.

– ¿DeVitt? -preguntó Barbara-. Em, trabaja en el muelle. He hablado con él esta tarde.

Emily tomó nota en su libreta, que recogió de una mesa.

– ¿Qué más? -preguntó a Belinda.

– Llamadas de un decorador de Colchester, que también trabajaba en la casa. Y este último, llamadas diversas, de amigos, supongo, a juzgar por sus nombres: señor Zaidi, señor Faruqi, señor Kumhar, señor Kat…

– ¿Kumhar? -dijeron Emily y Barbara al mismo tiempo.

Belinda levantó la vista.

– Kumhar -confirmó-. Es el que más telefoneó. Hay once mensajes de él. -Se humedeció el dedo índice y pasó los mensajes-. Aquí está. Fahd Kumhar.

– Puta mierda. Ya lo tenemos -intervino Barbara con su irreverencia habitual.

– Es un número de Clacton -siguió Belinda-. Telefoneé, pero resultó una papelería de Carnarvon Road.

– ¿Carnarvon Road? -repuso Emily-. ¿Estás absolutamente segura de que era Carnarvon Road?

– Tengo la dirección aquí.

– Esto es un regalo de los dioses, Barb.

– ¿Por qué? -preguntó Barbara.

Había un plano de la zona en uno de los tablones de anuncios, y se acercó para echar un vistazo y localizar Carnarvon Road. La encontró, perpendicular al mar y al paseo Marítimo de Clacton. Pasaba junto a la estación de tren y desembocaba en la Al33, que era la carretera a Londres.

– ¿Hay algo importante en Carnarvon Road?

– Hay algo demasiado casual para que sólo sea casualidad -dijo Emily-. Carnarvon Road corre a lo largo de la parte este de la plaza del mercado. O sea, de la plaza del mercado de Clacton, de reciente fama como lugar de cita de maricones.

– Un detalle sabroso -dijo Barbara.

Se volvió y vio que la inspectora la estaba mirando. Los ojos de Emily brillaban.

– Creo que tal vez vayamos a presenciar un partido de criquet totalmente nuevo, sargento Havers -anunció, y su voz había recuperado aquel vigor que Barbara siempre había conocido en Barlow la Bestia-. Sea quien sea Kumhar, vamos a localizarle.

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