Capítulo 19

Como oficial de enlace, Barbara llegó a un compromiso que todos los presentes aceptaron, más o menos a regañadientes. Emily había parado a la pequeña procesión ante la sala de interrogatorios, donde había informado a los dos hombres que su acceso a Fahd Kumhar sería sólo visual. Podrían comprobar su estado físico, pero sin preguntar nada. Aquellas normas básicas provocaron una inmediata discusión entre la inspectora y los paquistaníes, con Muhannad al frente, dejando de lado a su primo. Después de escuchar sus amenazas de «discrepancias inminentes de la comunidad», Barbara sugirió que Taymullah Azhar, un forastero que no era sospechoso de nada, actuara de intérprete. Fahad Kumhar escucharía sus derechos en inglés, Azhar traduciría todo lo que el hombre no entendiera, y Emily grabaría toda la conversación para el profesor Siddiqi de Londres. Esta solución serviría para cubrir todas las posibles manipulaciones que sucedieran en la habitación. Todos estuvieron de acuerdo en que era una alternativa mejor que entablar una pelea indefinida en el pasillo. El compromiso fue aceptado, como lo son la mayoría de compromisos: todo el mundo aceptó; a nadie le gustó.

Emily apoyó el hombro contra la vieja puerta de roble y entraron en la pequeña habitación. Fahd Kumhar estaba sentado en un rincón, lo más lejos posible del policía, vestido con pantalones cortos y camisa hawaiana, que le vigilaba. Estaba acurrucado en una silla como un conejo acorralado por sabuesos, y cuando vio a los recién llegados, su mirada se posó primero en Barbara y Emily, para luego desviarse hacia Azhar y Muhannad. Dio la impresión de que su cuerpo reaccionaba con voluntad propia. Sus pies ejercieron presión sobre el suelo de madera y obligó a la silla a retroceder más hacia el rincón. Miedo o huida, pensó Barbara.

Olió su pánico incipiente. El aire se hizo casi irrespirable debido al olor agrio a sudor masculino. Se preguntó cómo interpretarían los asiáticos el estado mental del hombre.

No tuvo que esperar mucho. Azhar cruzó la habitación y se acuclilló delante de la silla.

– Voy a presentarme -dijo, cuando Emily conectó la grabadora-. A mi primo también.

A continuación habló en urdu. Kumhar paseó la mirada entre Azhar y Muhannad, y luego la devolvió a Azhar, una indicación de que las presentaciones se habían hecho.

Cuando Kumhar lloriqueó, Azhar apoyó una mano sobre el brazo del hombre, que aún apretaba contra su pecho en una posición defensiva.

.-Le he dicho que vengo de Londres para ayudarle -tradujo Azhar. Volvió a hablar en su lengua nativa, y repitió en inglés tanto sus preguntas como las respuestas de Kumhar-. ¿Le han maltratado? -preguntó-. ¿Le ha tratado con rudeza la policía, señor Kumhar?

Emily intervino al instante.

– Ésas no fueron nuestras condiciones, y usted lo sabe, señor Azhar.

Muhannad le dirigió una mirada desdeñosa.

– No podemos decirle cuáles son sus derechos hasta saber cuántos han sido violados ya -dijo-. Fíjate en él, Azhar. Se está derritiendo como jalea. ¿Ves alguna contusión? Mira en sus muñecas y cuello.

El agente de guardia en la habitación se encrespó.

– Estaba muy tranquilo hasta que ustedes llegaron.

– Piense en su utilización del plural, agente -fue la respuesta de Muhannad-. No hemos entrado aquí sin la inspectora Barlow, ¿verdad?

Ante estos comentarios, Kumhar emitió un involuntario maullido. Dijo algo muy deprisa, pero no parecía que les hablara a ellos.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Emily.

Azhar apartó por la fuerza uno de los brazos de Kumhar de su pecho. Desabotonó los puños de su camisa de algodón y examinó las muñecas de una en una.

– Ha dicho «Protéjanme. No quiero morir» -tradujo Muhannad.

– Un momento -intervino Barbara, irritada-. Hemos llegado a un acuerdo, señor Malik.

– Y aquí se acaba -dijo al mismo tiempo Emily-. Fuera de aquí. Los dos. Ya.

– Primo -dijo Azhar, en tono molesto. Habló a Kumhar, y explicó a Barbara y Emily que estaba tranquilizando al hombre, en el sentido de explicarle que no debía temer nada de la policía, y de que la comunidad asiática velaría por su seguridad.

– Muy amable -comentó con acidez Emily-, pero han perdido su oportunidad. Quiero que se vayan. Agente, si puede ayudarnos…

El agente se levantó. Era enorme. Al verle, Barbara se preguntó si el miedo de Kumhar estaba relacionado con el hecho de estar encerrado con un hombre del tamaño y forma de un gorila.

– Inspectora -dijo Azhar-, le pido disculpas. En mi nombre y en el de mi primo. Como ve, el señor Kumhar está muerto de miedo, y sugiero que lo mejor para todos es informarle de sus derechos con suma claridad. Aunque le arranque una declaración, temo que» dado su estado actual, sería desechada por haber sido obtenida bajo condiciones extremas.

– Me arriesgaré -dijo Emily, y su tono de voz indicó lo poco que creía en su expresión de preocupación.

Pero Azhar tenía razón. Barbara buscó una forma de solucionar el problema, una solución que sirviera a la causa del mantenimiento de la paz en la comunidad, al tiempo que conseguía salvar la cara a todos los implicados. Pensó que lo mejor sería expulsar a Muhannad, pero sabía que la sola sugerencia encendería a Malik.

– Inspectora -dijo-. ¿Podríamos hablar un momento? -Emily y ella se alejaron hasta la puerta, sin dejar de vigilar a los paquistaníes-. No sacaremos nada en limpio de este tío -murmuró-, teniendo en cuenta su estado. O enviamos a buscar al profesor Siddiqi, para que le calme y le explique en qué situación legal se encuentra, o dejamos que Azhar, el señor Azhar, lo haga, con la condición de que Muhannad mantenga la boca cerrada. Si nos inclinamos por la primera alternativa, acabaremos mordiéndonos las uñas hasta que el profesor llegue, lo cual supondrá dos horas o más. Entretanto, Muhannad informará a su gente sobre el estado mental del señor Kumhar. Si nos decidimos por la segunda alternativa, tranquilizaremos a la comunidad musulmana, al tiempo que avanzaremos en la investigación.

Emily frunció el entrecejo y se cruzó de brazos.

– Dios, cómo odio rendirme a ese bastardo -dijo con los dientes apretados.

– Es por nuestro interés -dijo Barbara-. Sólo parece que nos rindamos.

Barbara sabía que tenía razón, pero también sabía que la antipatía de la inspectora hacia el paquistaní, combinada con todo lo que hacía Muhannad Malik por alentar esa antipatía, podía impulsarla a opinar lo contrarío. Emily se hallaba en una situación delicada. No podía permitirse aparentar debilidad, y tampoco podía correr el riesgo de añadir más leña al fuego.

La inspectora respiró hondo, y cuando habló parecía muy a disgusto con todo el procedimiento.

– Si nos garantiza el silencio de su primo durante el resto de esta entrevista, señor Azhar, puede informar al señor Kumhar de sus derechos.

Azhar asintió.

– ¿Primo? -dijo a Muhannad.

Muhannad agitó la cabeza en señal de aceptación, pero se situó de forma que el tembloroso asiático le viera bien, de pie con sus piernas enfundadas en dril separadas y los brazos cruzados, imponente como un guardián.

Por su parte, estaba claro que Fahd Kumhar no había seguido la acalorada discusión entre las policías y sus hermanos asiáticos. Continuaba en su posición encogida, y no sabía a quién mirar. Sus ojos saltaban de una persona a otra, con una celeridad sugerente de que no confiaba en nadie, pese a las palabras tranquilizadoras de Azhar.

Como Muhannad cumplió su parte del trato, pese a su falta de entusiasmo, Azhar pudo comunicar la información esencial a Kumhar.

¿Comprendía que le habían retenido para interrogarle sobre la muerte de Haytham Querashi?

Sí, sí, pero no tenía nada que ver con esa muerte, nada, ni siquiera conocía al señor Querashi.

¿Comprendía que tenía derecho a que un abogado estuviera presente cuando la policía le interrogara?

No conocía a ningún abogado, tenía sus papeles, todos estaban en orden, había intentado enseñarlos a la policía, nunca había conocido al señor Querashi.

¿Deseaba que llamaran a un abogado ahora?

Tenía mujer en Pakistán, tenía dos hijos, le necesitaban, necesitaban dinero para…

– Pregúntele por qué Haytham Querashi le extendió un cheque por cuatrocientas libras, si no se conocían -dijo Emily.

Barbara la miró, sorprendida. No pensaba que Emily esgrimiera una de sus cartas ocultas delante de los paquistaníes. En reacción a las palabras de Emily, vio que Muhannad entornaba los ojos, mientras digería aquella información antes de volver a mirar al hombre sentado en la silla.

La respuesta de Kumhar fue muy parecida. No conocía al señor Querashi. Tenía que haber algún error, tal vez otro Kumhar. Era un nombre bastante común.

– Por aquí no -replicó Emily-. Terminemos de una vez, señor Azhar. Está claro que el señor Kumhar necesita tiempo para reflexionar sobre su situación.

Pero algo que había dicho Kumhar despertó ecos en la mente de Barbara.

– No para de hablar de sus papeles -dijo-. Pregúntele si ha estado en tratos con una agencia llamada World Wide Tours, aquí o en Pakistán. Se especializa en inmigración.

Si Azhar reconoció el nombre por las llamadas que había hecho a Karachi en su nombre, no dio la menor indicación. Se limitó a traducir que Kumhar no sabía más sobre Wold Wide Tours que sobre Haytham Querashi.

En cuanto Azhar terminó de informar a Querashi sobre sus derechos legales, se levantó y alejó unos pasos de la silla. Ni siquiera esto relajó al joven. Kumhar había vuelto a su postura original, con los puños apretados debajo de la barbilla. Su rostro chorreaba sudor. La delgada camisa se pegaba a su cuerpo esquelético. Barbara observó que no llevaba calcetines debajo de sus pantalones negros, y la piel parecía en carne viva donde el pie se encontraba con el zapato. Azhar le examinó durante largo rato, y luego se volvió hacia Barbara y Emily.

– Harían bien en llamar a un médico para que le examine. De momento, es claramente incapaz de tomar una decisión racional sobre su representación legal.

– Gracias -dijo Emily, en un tono extremadamente cortés-. Habrá observado que no presenta hematomas. Habrá observado que un agente le vigila para impedir que se autolesione. Y ahora que ya conoce todos sus derechos…

– No lo sabremos hasta que él lo diga -interrumpió Muhannad.

– …, la sargento Havers les pondrá al corriente sobre la investigación, y luego podrán marcharse.

Emily continuó hablando como si no hubiera oído a Muhannad. Se volvió hacia la puerta, que el agente ya había abierto.

– Un momento, inspectora -dijo Azhar en voz baja-. Si no tiene cargos contra este hombre, sólo puede retenerle durante veinticuatro horas. Me gustaría decírselo.

– Hágalo -dijo Emily.

Azhar informó a Kumhar. La noticia no pareció tranquilizar a Kumhar. Su expresión era la misma que cuando habían entrado en la habitación.

– Dile también -habló Muhannad- que alguien de Jum'a vendrá a la comisaría a recogerle y acompañarle a casa transcurridas las veinticuatro horas. Y que estas agentes -dirigió una mirada cargada de intención a las policías- deberán tener un buen motivo para retenerle si no le liberan a tiempo.

Azhar miró a Emily, como si esperara una reacción o su permiso para transmitir la información. Emily cabeceó con brusquedad. Cuando Azhar habló, oyeron la palabra Jum'a, entre otras.

Ya en el pasillo, Emily dirigió su comentario final a Muhannad Malik.

– Confío en que transmita la información sobre el buen estado físico del señor Kumhar a las partes interesadas.

El mensaje era obvio: ella había cumplido su parte, y esperaba que Muhannad hiciera lo propio.

Dicho esto, les dejó en compañía de Barbara.


Cuando Emily subió al primer piso, la sangre hervía en sus venas por haber dejado que los dos paquistaníes le ganaran la mano en la entrevista con Fahd Kumhar. Entonces, recibió la noticia de que el superintendente Ferguson la esperaba al otro extremo de la línea telefónica. Belinda Warner transmitió el mensaje, justo cuando Emily estaba apunto de ir al lavabo.

– No estoy -contestó.

– Es la cuarta vez que llama desde las dos, inspectora -dijo Belinda con tono de cierta solidaridad.

– ¿De veras? Bien, alguien debería quitar el botón de repetición de llamada del teléfono de ese idiota. Hablaré con él cuando pueda, agente.

– ¿Qué le digo? Sabe que usted está en el edificio. Recepción se lo dijo.

La lealtad de recepción era algo maravilloso, pensó Emily.

– Dile que tenemos a un sospechoso, y que no puedo dedicar mi tiempo a interrogarle y a perder el tiempo discutiendo con el capullo de mi superintendente.

Sin decir nada más, abrió la puerta del retrete y entró. Abrió el agua del lavabo, sacó seis toallitas de papel del depósito y las puso bajo el chorro. Cuando estuvieron bien mojadas, las arrugó y las utilizó con vigor: en el cuello y el pecho, en las axilas, sobre la frente y las mejillas.

Caray, pensó, cómo odiaba al maldito asiático. Le había odiado desde la primera vez que lo vio, cuando eran adolescentes, el orgullo de sus padres con el futuro asegurado, al que podía acceder con sólo entrar. Mientras el resto del mundo tenía que luchar para abrirse paso en la vida, a Muhannad Malik le habían regalado la vida. ¿Se daba cuenta? ¿Era mínimamente consciente? Claro que no. La gente a quien presentaban la vida en una bandeja de plata carecía de la perspectiva necesaria para saber lo afortunada que era.

Allí estaba, con su Rolex y su anillo de sello, sus jodidas botas de piel de serpiente y la cadena de oro visible debajo de su camiseta inmaculadamente planchada. Allí estaba, con su coche clásico, sus gafas de sol Oakley y un cuerpo que proclamaba el tiempo libre que poseía para dedicarse a esculpirlo. Sin embargo, sólo sabía hablar de lo mal que iba todo, de lo asquerosa que era la vida, de cómo habían torturado su privilegiada existencia el odio y los prejuicios.

Hostia, cómo le odiaba, y tenía motivos para odiarle. Durante los últimos diez años había descubierto prejuicios raciales debajo de cada piedra que encontraba en su camino, y estaba hasta los ovarios, no sólo de él, sino de tener que controlar cada palabra, cada pregunta, y sus inclinaciones naturales, cuando lo tenía delante. Si la policía se encontraba en la tesitura de tener que apaciguar a la gente de la que sospechaba (y ella había sospechado que Muhannad había infringido casi todas las leyes en Balford desde el día que lo había conocido), jugaba en desventaja. Como le estaba pasando a ella ahora.

Consideraba la situación intolerable, y mientras aplicaba las toallas empapadas a su piel abrasada, maldijo al superintendente Ferguson, a Muhannad Malik, a la muerte ocurrida en el Nez y a toda la comunidad asiática, por si acaso. No podía creer que hubiera accedido a la sugerencia de Barbara y permitido a los paquistaníes ver a Kumhar. Tendría que haberles puesto de patitas en la calle. Aún mejor, tendría que haber detenido a Taymullah Azhar en cuanto le vio haraganeando delante de la comisaría, cuando había llegado con Kumhar. Bien se había apresurado a informar a su jodido primo de que la bofia había encerrado a un sospechoso. Emily no albergaba la menor duda de que era él quien había alertado a Muhannad y a sus esbirros. ¿Quién era el tal Azhar? ¿Qué derecho tenía a llegar a la ciudad y desafiar a la policía como cualquier abogado de altísimos honorarios, cosa que no era?

El enigma de quién era, y la humillación de haberse visto superada por él, catapultó a Emily de vuelta a su despacho. Hasta aquel momento, había olvidado la solicitud de información sobre el paquistaní desconocido enviada a la Unidad de Inteligencia. Hacía más de cuarenta y ocho horas que Inteligencia de Clacton estaba en posesión de aquella solicitud. Si bien no era mucho tiempo, bastaba para recibir la información acumulada por el SOll de Londres, si Taymullah Azhar había atraído alguna vez la atención del servicio secreto.

La superficie de su escritorio se había llenado de expedientes, documentos e informes. Tardó diez minutos en clasificarlo todo. Aún no había llegado nada sobre Azhar.

Maldición. Quería alguna información sobre el hombre, algo que pudiera deslizar en su esgrima verbal, un dato sin importancia o un secreto insignificante que, sacado a colación por ella o por Barbara Havers, le comunicara que no estaba tan seguro en presencia de la policía como se pensaba. Esos detalles sabrosos eran eficaces a la hora de superar al adversario. Y aunque sabía que la ventaja estaba de su parte todavía (de ella dependía la facultad de proporcionar u ocultar información), quería que los asiáticos se dieran cuenta.

Descolgó el teléfono y llamó a Inteligencia.

Emily estaba hablando por teléfono cuando Barbara se reunió con ella. El timbre de su voz demostraba que era una llamada personal. Estaba sentada ante su escritorio con la frente apoyada en una mano, mientras con la otra apretaba el auricular contra su oído.

– Créeme -dijo-, esta noche me irían bien dos. Incluso tres. -Rió. Era una carcajada gutural, de las que se intercalan en las conversaciones entre amantes. Emily no estaba hablando con el súper, pensó Barbara-. ¿A qué hora? Hummm. Me las podría ingeniar. ¿Ella no sospechará…? Gary, nadie saca de paseo a un perro durante tres horas.

Volvió a reír, fuera cual fuera el comentario de Gary. Cambió de posición en la silla.

Barbara intentó salir del despacho antes de que la inspectora reparara en su presencia, pero el movimiento fue suficiente. Emily levantó la vista y alzó la mano para detener a Barbara, e indicó con un dedo que la conversación estaba a punto de terminar.

– De acuerdo, sí -dijo-. A las diez y media. Esta vez, no olvides los condones.

Colgó sin dar la menor muestra de turbación.

– ¿Qué les has dicho? -preguntó a Barbara.

Barbara la examinó, consciente de que estaba ruborizada hasta la raíz del cabello. Por su parte, Emily parecía metida de lleno en el trabajo. Nada en su expresión sugería que acababa de concertar una cita para la noche con un hombre casado. Pero no cabía duda de que había hecho eso: apalabrar un vigoroso uno-dos uno-dos con el mismo tipo al que había dado largas el domingo. Igual que si hubiera acordado una cita con el dentista.

Al parecer, Emily leyó los pensamientos de Barbara con absoluta precisión.

– Cigarrillos, alcohol, úlceras, migrañas, enfermedades psicosomáticas o promiscuidad. Elige tu droga, Barb. Yo ya he elegido la mía.

– Sí. Bien -dijo Barbara con un encogimiento de hombros, como para indicar que también era miembro de la hermandad de mujeres que se tiraban al primero de turno para reducir la tensión. La realidad era que se estaba muriendo por un cigarrillo, no por un hombre, y notaba que el mono de la nicotina se le iba subiendo desde las yemas de los dedos a los globos oculares, pese a que había fumado tres cigarrillos y medio durante la entrevista con Azhar y su primo-. Lo que sea mejor.

– Eso me va bien a mí. -Emily exhaló un suspiro y se pasó los dedos por el pelo. Una pequeña cortina de toallas de papel empapadas cubría la lámpara apagada de su escritorio. Cogió una y se frotó la nuca-. Juro por Dios que este verano es digno de Nueva Delhi. ¿Has estado? ¿No? Bien. No malgastes el dinero. Es un infierno. ¿Qué les has dicho?

Barbara la informó. Había dicho a los asiáticos que la policía había conseguido encontrar la caja de seguridad de Querashi en Barclays y había requisado su contenido, que Siddiqi había confirmado la traducción efectuada por Azhar de la página del Corán que Querashi había marcado, que estaban trabajando en las llamadas recibidas y efectuadas por Querashi, y que tenían a un sospechoso, además de Kumhar, al que habían detenido para interrogarlo.

– ¿La reacción de Malik? -preguntó Emily.

– Presionó.

Una descripción suave de la situación. Muhannad Malik había exigido saber la raza e identidad del segundo sospechoso. Había pedido una lista de lo que contenía la caja de seguridad de Querashi. Había exigido una definición pormenorizada de lo que significaba «trabajar» en las llamadas recibidas y efectuadas. Quería ponerse en contacto con el profesor Siddiqi, con el fin de asegurarse de que el hombre comprendía la naturaleza del crimen que se estaba investigando en Balford-le-Nez.

– Vaya. Tiene un morro que se lo pisa -comentó Emily después de escuchar a Barbara-. ¿Qué le dijiste?

– No tuve que decirle nada -replicó Barbara-. Azhar lo hizo por mí.

Y lo había hecho a su manera habitual, con el aplomo de alguien que había debido lidiar en más de una ocasión con la policía, con la PPC y con sus ramificaciones legales. Lo cual provocó que Barbara se hiciera nuevas preguntas sobre su vecino londinense. Le había colgado la etiqueta de «profesor universitario» y «padre de Hadiyyah» durante los casi dos meses que se conocían. Pero ¿qué más era?, se preguntaba ahora. ¿Qué echaba de menos en su información sobre el hombre?

– Este tío, Azhar, te cae bien -dijo Emily con astucia-. ¿Por qué?

Barbara sabía lo que debía decir, porque lo conozco de Londres, somos vecinos, y su hija es alguien especial para mí. Pero en cambio dijo:

– Tengo un palpito. Parece honrado. Da la impresión de que quiere llegar al fondo de la verdad tanto como nosotros.

Emily lanzó una carcajada escéptica.

– No apuestes por ello, Barb. Si es íntimo de Muhannad, su intención no es llegar al fondo de lo que pasó en el Nez. ¿No supiste leer entre líneas en nuestra pequeña cita con Azhar, Muhannad y Kumhar?

– ¿A qué te refieres?

– La reacción de Kumhar cuando esos dos entraron en la sala de interrogatorios. La viste, ¿no? ¿Cómo la interpretas?

– Kumhar estaba acojonado -admitió Barbara-. Nunca he visto a un detenido más nervioso. Ésa es la cuestión, ¿no, Emily? Está detenido. ¿Adonde quieres ir a parar?

– A una relación entre esos tíos. Kumhar echó un vistazo a Azhar y Malik, y casi se cagó en los pantalones.

– ¿Estás diciendo que les conocía?

– A Azhar, tal vez no, pero digo que conocía a Muhannad Malik. Digo que estoy convencida de que le conocía. Temblaba tanto, que podríamos haberle utilizado para preparar los martinis de James Bond. Créeme, esa reacción no tenía nada que ver con estar detenido.

Barbara sintió su inseguridad y la aceptó con cautela.

– Pero, Em, piensa en la situación. Está detenido, como sospechoso en una investigación de asesinato, en un país extranjero, donde su dominio del idioma no le llevaría ni al extrarradio si quisiera poner pies en polvorosa. ¿No es motivo suficiente para estar…?

– Sí -dijo Emily, impaciente-. De acuerdo. Su inglés no le serviría ni para llamar a un perro. Bien, ¿qué está haciendo en Clacton? Mejor aún, ¿cómo llegó aquí? No estamos hablando de una ciudad llena de asiáticos. Estamos hablando de una ciudad con tan pocos, que sólo tuvimos que preguntar por un paquistaní al propietario de Jackson e Hijo, y enseguida supo que estábamos buscando a Kumhar.

– ¿Y? -preguntó Barbara.

– No se trata exactamente de una cultura de espíritus libres. Esta gente forma un todo. ¿Qué está haciendo Kumhar en Clacton, más solo que la una, cuando los demás de su raza están aquí, en Balford?

Barbara tuvo ganas de explicar que Azhar estaba solo en Londres, a pesar de que, como había averiguado recientemente, tenía una familia numerosa en otra parte del país. Tuvo ganas de explicar que la comunidad asiática de Londres se concentraba en los alrededores de Southall y Hounslow, mientras que Azhar vivía en Chalk Farm y trabajaba en Bloomsbury. ¿Era típico eso?, quiso preguntar. Pero no podía hacerlo, porque pondría en peligro su participación en la investigación.

Emily siguió insistiendo.

– Ya oíste el agente Honigman. Kumhar estaba bien, hasta que esos dos tíos entraron en la sala. ¿Cómo lo interpretas?

Podía interpretarse de muchas maneras, pensó Barbara. Podía manipularse al antojo de cualquiera. Pensó en recordar a la inspectora lo que Muhannad había dicho: los asiáticos no habían entrado solos en la sala. Sin embargo, discutir por una mera conjetura parecía estéril en aquel momento. Aún peor, parecía provocador. Dejó de lado el estado mental de Kumhar.

– Si Kumhar conoce a Malik -preguntó-, ¿cuál es la relación entre ellos?

– Algún asunto sucio, te lo aseguro. Lo mismo que hacía Muhannad de adolescente, marrullerías de las que siempre salía bien librado. Claro que sus delitos de adolescencia, infracciones de la ley carentes de importancia, han dado paso ahora a cosas mucho más serias.

– ¿Qué cosas?

– ¿Y yo qué cono sé? Robo, pornografía, prostitución, drogas, contrabando, tráfico de armas procedentes del Este, explosivos, terrorismo. No sé qué es, pero sé una cosa: hay dinero de por medio. ¿Cómo explicas el coche de Muhannad, ese Rolex, la ropa, las joyas?

– Em, su padre es el dueño de una fábrica. La familia ha de nadar en la abundancia. Sus suegros le proporcionaron una bonita dote. Es lógico que Muhannad exhiba sus riquezas.

– No, porque no es su estilo. Tal vez naden en la abundancia, pero la invierten en Mostazas Malik, o la envían a Pakistán. O tal vez la utilicen para financiar la entrada de otros miembros de la familia en el país. Quizá la ahorren para las dotes de sus mujeres. Pero no la usan, créeme, para coches clásicos y pijadas personales. De ninguna manera. -Emily tiró las toallitas empapadas a la papelera-. Te lo juro, Barb, Malik está pringado. Está pringado desde que tenía dieciséis años, y sólo ha cambiado en que ahora pica más alto. Utiliza Jum'a como tapadera. Interpreta el papel del señor Hombre de su Pueblo, pero la verdad es que este tío sería capaz de degollar a su madre con tal de añadir otro diamante a su anillo de sello.

Coches clásicos, diamantes, un Rolex. Barbara habría dado un pulmón por poderse fumar un cigarrillo en el despacho de Emily en aquel mismo momento, de tan crispados que sentía los nervios. No la irritaban tanto las palabras de la inspectora como la pasión que corría bajo ellas, una pasión de la que no era consciente y, por tanto, muy peligrosa en potencia. Ya había recorrido aquel camino antes. El letrero la anunciaba como Pérdida de Objetividad, y no conducía a ningún destino deseado por un policía decente. Y Emily Barlow era una policía decente. La mejor.

Barbara buscó una forma de equilibrar el caso.

– Espera. Tenemos a Trevor Ruddock sin coartada y con una hora y media de tiempo libre el viernes por la noche. Están investigando sus huellas. He enviado sus útiles de construir arañas al laboratorio, para que los analicen. ¿Le soltamos y vamos por Muhannad? Ruddock tenía un alambre en su cuarto, Em. Todo un jodido rollo.

Emily miró hacia la pared del despacho, la pizarra colgada, las anotaciones garabateadas. No dijo nada. En el silencio, los teléfonos sonaban cerca.

– Joder, tío -exclamó alguien-. Deja de engañarte.

Exacto. ¿Qué te parece?, pensó Barbara. Venga, Em. No me falles ahora.

– Hemos de examinar los archivos policiales. -El tono de Emily era decidido-. Aquí y en Clacton. Hemos de saber qué ha sido denunciado y qué ha quedado sin resolver.

Barbara se quedó de una pieza.

– ¿Los archivos policiales? Pero si Muhannad está metido en algo gordo, ¿crees que vas a encontrarlo en los archivos de la policía?

– Vamos a encontrarlo en algún sitio -replicó Emily-. Créeme. No lo encontraremos si no empezamos a buscar.

– ¿Y Trevor? ¿Qué hago con él?

– De momento, suéltale.

– ¿Qué le suelte? -Barbara hundió las uñas en la piel de su antebrazo-. Pero, Em, podemos hacer con él lo mismo que con Kumhar. Podemos dejar que se vaya ablandando hasta mañana por la tarde. Le pondremos a prueba cada cuarto de hora. Juro por Dios que está ocultando algo, y hasta que sepamos lo que es…

– Suéltale, Barbara -ordenó la inspectora.

– Pero aún no sabemos nada de sus huellas dactilares, ni del alambre enviado al laboratorio, y cuando hablé con Rachel…

Barbara no sabía qué más decir.

– Barb, Trevor Ruddock no se va a fugar. Sabe que con mantener la boca cerrada, nuestras manos están atadas. Déjale ir hasta que el laboratorio nos diga algo. Entretanto, trabajaremos a los asiáticos.

– ¿Cómo los trabajaremos?

Emily enumeró las posibilidades. Los archivos de la policía de Balford, así como los archivos de las comunidades circundantes, demostrarían si algo raro, que pudiera relacionarse con Muhannad, estaba pasando. Era preciso visitar las oficinas de World Wide Tours de Harwich con la fotografía de Haytham Querashi en mano. Había que visitar las casas que daban al Nez y exhibir la fotografía de Querashi. De hecho, también habría que llevar una foto de Kumhar a World Wide Tours, por si acaso.

– Tengo reunión con nuestro equipo dentro de cinco minutos -dijo Emily. Se levantó, y el tono de su voz indicó con claridad que su entrevista había terminado-. Voy a distribuir las tareas para mañana. ¿Te interesa alguna en especial, Barb?

La implicación no podía ser más clara: era Emily Barlow quien dirigía la investigación, no Barbara Havers. Trevor Ruddock saldría dentro de una hora. Empezarían a investigar a los paquistaníes. A un paquistaní en particular. A un paquistaní con una coartada excelente.

No podía hacer nada más, comprendió Barbara.

– Yo me ocuparé de World Wide Tours -dijo-. Supongo que un viaje a Harwich me sentará bien.

Barbara vio el Thunderbird clásico azul turquesa en cuanto entró en el aparcamiento del hotel Burnt House, hora y media después. Era difícil no fijarse en el exótico vehículo, inmaculado y esbelto, rodeado de vulgares Escorts, Volvos y Vauxhalls. Daba la impresión de que cada día sacaban brillo al descapotable. Desde sus tapacubos relucientes a la curva cromada del borde del parabrisas, podría haber sido utilizado como teatro móvil, de tan impecable que estaba el último milímetro. Invadía dos plazas de aparcamiento, al final de una fila de coches, como para impedir que alguien rascara su pintura cuando bajara de un automóvil inferior. Barbara pensó en utilizar su lápiz de labios recién adquirido para escribir «egoísta» en el parabrisas, a modo de comentario nada sutil sobre el abuso cometido por su propietario, pero se conformó con una imprecación adecuada y embutió su Mini en la parte posterior del hotel, visitada por las fragancias procedentes del cubo de basura de la cocina.

Muhannad Malik estaba dentro, conspirando sin duda con Azhar, después de que hubieran desechado su exigencia de examinar las pruebas. No le había gustado. Aún le había gustado menos que su primo le informara de que la policía no tenía ninguna obligación de reunirse con ellos, y mucho menos de poner las pruebas a su disposición. Muhannad había apretado los labios, pero se había abstenido de plantar cara a su primo. En cambio, había concentrado su antipatía y desdén en Barbara. Esta imaginaba con qué alegría acogería su llegada al hotel si se encontraban. Cosa que deseaba evitar con todas sus fuerzas.

La combinación de humo de cigarrillo y conversaciones susurradas reveló a Barbara que los huéspedes del hotel estaban reunidos en el bar para tomar el jerez del aperitivo y proceder al estudio ritual del menú diario. Que el menú fuera tan invariable como la marea (lomo, pollo, platija, buey) no parecía influir en el deseo de los huéspedes de examinarlo con la concentración de eruditos bíblicos. Barbara lo vio cuando se dirigía hacia la escalera. Primero, una ducha, decidió. Después, una pinta de Bass con un poquito de whisky.

– ¡Barbara! ¡Barbara!

Un repiqueteo de pies sobre el suelo de parquet acompañó el grito de su nombre. Hadiyyah, vestida de pies a cabeza de seda, la había visto desde el antepecho de la ventana del bar, y reaccionó de inmediato.

Barbara vaciló y se encogió por dentro. Si había confiado en esquivar todo encuentro inesperado con Muhannad Malik, fingiendo no conocer a su primo hasta después de llegar a Balford-le-Nez, ya podía olvidarse. Azhar no había sido lo bastante rápido como para detener a su hija. Se levantó, pero la niña ya estaba atravesando la sala. Un bolsito blanco en forma de luna colgaba desde su codo hasta el suelo.

– Ven a ver quién hay aquí -dijo Hadiyyah-. Es mi primo, Barbara. Se llama Muhannad. Tiene veintiséis años, está casado y tiene dos hijos que aún llevan pañales. He olvidado sus nombres, pero sé que me acordaré cuando los conozca.

– Estaba a punto de subir a mi habitación -dijo Barbara. Apartó los ojos del bar, con la esperanza irracional de que, así, nadie observaría que estaba hablando con la niña.

– Bah. Sólo será un momento. Quiero que le conozcas. Le he preguntado si iba a cenar con nosotros, pero su mujer le está esperando en casa. Y sus padres. También tiene una hermana. -Suspiró de puro placer. Sus ojos estaban llenos de alegría-. Imagínate, Barbara. Anoche ni siquiera lo sabía. Ni siquiera sabía que tenía una familia, aparte de papá y mamá. Es muy simpático, mi primo Muhannad. ¿Quieres que te lo presente?

Azhar se había acercado a la puerta del bar. Detrás de él, Muhannad se había levantado de una butaca de cuero agrietado encarada hacia la ventana. Sostenía un vaso, que se llevó a los labios antes de dejarlo sobre el cristal de una mesa cercana.

Barbara telegrafió su pregunta a Taymullah Azhar. ¿Qué debo decir?

Pero Hadiyyah había aprisionado su mano, y sus palabras destruyeron cualquier fingimiento de que su relación se basara en un mutuo amor por las obras maestras culinarias del hotel Burnt House.

– Tú pensabas lo mismo, ¿verdad, Barbara? Es porque nunca nos comportamos como si tuviéramos una familia en otra parte. Supongo que ahora vendrán a Londres los fines de semana. Les invitaremos a una de nuestras barbacoas, ¿verdad?

Claro, quiso decir Barbara. Sin duda, a Muhannad Malik se le estaba haciendo la boca agua en aquel mismo momento, ansioso por degustar los kebabs a la brasa de la sargento detective Barbara Havers.

– Primo Muhannad -canturreó Hadiyyah-, te presento a mi amiga Barbara. Vive en Londres. Nosotros estamos en el piso de la planta baja, como ya te dije, y Barbara vive en una preciosa casita que hay detrás de la casa. La conocimos porque hubo una equivocación y nos entregaron su nevera. Papá la trasladó a su casa. Se manchó de grasa la camisa. La quitamos casi toda, pero ya no le gusta llevarla a la universidad.

Muhannad se reunió con ellos. Hadiyyah se apoderó de su mano. Se quedó cogida de ambos, y parecía tan satisfecha como si fuera a unirlos en santo matrimonio.

La cara de Muhannad transparentaba sus procesos cerebrales, como si un ordenador estuviera analizando información y repartiéndola en las categorías adecuadas. Barbara imaginó las distintas etiquetas: traición, ocultación, engaño. Habló a Hadiyyah, pero miró a su padre.

– Es un placer conocer a tu amiga, primita. ¿Hace mucho que la conoces?

– Oh, semanas y semanas y semanas -graznó Hadiyyah-. Vamos a comprar helados a Chalk Farm Road, hemos ido al cine y vino a mi fiesta de cumpleaños. A veces, vamos a ver a su mamá, a Greenford. Nos lo pasamos muy bien, ¿verdad, Barbara?

– Qué casualidad que os hayáis encontrado en el mismo hotel de Balford-le-Nez -dijo Muhannad, con voz cargada de intención.

– Hadiyyah -dijo Azhar-, Barbara acaba de regresar al hotel, y parece que iba a subir a su habitación. Si tú…

– Le dijimos que íbamos a Essex -informó Hadiyyah a su primo-. Le dejé un mensaje en su contestador automático. La había invitado a un helado, y no quería que pensara que me había olvidado. Fui a su casa a decírselo, y entonces papá vino y dijo que íbamos a la playa. Claro que papá no me dijo que vivías aquí, primo Muhannad. Quería que fuera una sorpresa. Ahora has conocido a mi amiga Barbara y ella te ha conocido a ti.

– Ya está hecho -dijo Azhar.

– Pero tal vez no tan pronto como habría debido ser -dijo Muhannad.

– Escuche, señor Malik -empezó Barbara, pero la aparición de Basil Treves impidió que continuara.

Había salido de detrás del bar con su habitual celeridad, con los pedidos de la cena en la mano. Canturreaba como siempre. Ver a Barbara con los paquistaníes le silenció en lo que parecía la quinta nota del tema principal de Sonrisas y lágrimas.

– Ah, sargento Havers -dijo-. La han llamado por teléfono. Tres veces, para ser exacto, el mismo hombre. -Dirigió una mirada especulativa a Muhannad, y después a Azhar, para luego añadir en tono misterioso, pero con un inconfundible aire de importancia, que sirvió para subrayar su relación con la compatriota, compañera de investigaciones y amiga del alma de Scotland Yard-: Ya sabe, sargento. Ese asuntillo de Alemania. Dejó dos números: el de casa y el teléfono directo de su oficina. Los he puesto en su casilla, y si espera un momento…

Mientras corría a buscar los mensajes, Muhannad habló de nuevo.

– Primo, ya hablaremos más tarde, espero. Buenas noches, Hadiyyah. Ha sido… -La verdad de sus palabras suavizó su expresión, y con la otra mano acunó la nuca de la niña en un gesto cariñoso. Besó su cabeza-. Ha sido un placer conocerte por fin.

– ¿Volverás? ¿Conoceré a tu mujer y a tus hijitos?

– Todo a su tiempo -sonrió.

Se despidió de ellos, y Azhar, tras dirigir una rápida mirada a Barbara, le siguió hasta salir del hotel.

– Un momento, Muhannad -le oyó decir en tono perentorio Barbara, cuando el hombre había llegado ya a la puerta. Se preguntó qué demonios iba a decirle, a modo de explicación. Por más vueltas que daba a la situación, no veía salida.

– Aquí estamos. -Basil Treves había regresado con los mensajes de Barbara entre los dedos-. Se mostró muy cortés por teléfono. Sorprendente, para ser alemán. ¿Bajará a cenar, sargento?

Barbara confirmó que sí.

– ¡Siéntate con nosotros, siéntate con nosotros! -cantó Hadiyyah.

Aquel giro de los acontecimientos no pareció complacer a Trevor más que el lunes por la mañana, a la hora del desayuno, cuando Barbara había cruzado la barrera invisible erigida por el hotelero entre sus huéspedes blancos y sus huéspedes de color. Palmeó la cabeza de Hadiyyah. La miró con esa bondad superficial que suele reservarse para animalitos a los cuales uno es muy alérgico.

– Sí, sí. Si ella lo desea -dijo con vehemencia Treves, sin hacer caso de la aversión que denotaban los ojos de la niña-. Puede sentarse donde quiera, querida.

– ¡Bien, bien, bien!

Tranquilizada, Hadiyyah se marchó a toda prisa. Un momento después, Barbara oyó que charlaba con la señora Porter en el bar del hotel.

– Era la policía -dijo en tono confidencial Trevor. Indicó con la cabeza los mensajes telefónicos de Barbara-. No quería explayarme delante de… esos dos. Ya sabe. Toda precaución es poca con extranjeros.

– Exacto -dijo Barbara. Reprimió el deseo de abofetear y pisotear los pies de Trevor. En cambio, subió a su habitación.

Tiró el bolso sobre una de las camas y se sentó en la otra. Examinó los mensajes. Todos llevaban el mismo nombre: Helmut Kreuzhage. Había telefoneado a las tres de la tarde, a las cinco y a las seis y cuarto. Consultó su reloj y decidió probar, primero en su oficina. Tecleó el número de Alemania y se abanicó con la bandeja de plástico que sacó de debajo de la tetera.

– Hier ist Kriminalhauptkommisar Kreuzhage.

Bingo, pensó Barbara. Se identificó lentamente en inglés, pensando en Ingrid y en su modesto dominio de la lengua nativa de Barbara. El alemán cambió de idioma al instante.

– Sí. Sargento Havers. Soy el hombre que recibió aquí en Hamburgo las llamadas telefónicas del señor Haytham Querashi.

Hablaba sin apenas acento. Su voz era agradable y melodiosa. Habría vuelto medio loco a Basil Treves, pensó Barbara, porque no hablaba como los nazis de las películas de la postguerra.

– Brillante -dijo Barbara con todo fervor, y le dio las gracias por devolver su llamada. Le resumió en pocas palabras las circunstancias que la habían impulsado a ponerse en contacto con él.

El hombre chasqueó la lengua cuando ella le habló del alambre, los viejos peldaños de cemento y la caída fatal de Haytham Querashi.

– Cuando eché un vistazo a los registros telefónicos del hotel, el número de la policía de Hamburgo se encontraba entre ellos. Estamos investigando todas las pistas posibles. Espero que pueda ayudarnos.

– Temo que no le seré de gran ayuda -dijo Kreuzhage.

– ¿Recuerda sus conversaciones con Querashi? Telefoneó a la policía de Hamburgo más de una vez.

– Oh, ja, me acuerdo muy bien -contestó Kreuzhage-. Deseaba informar sobre ciertas actividades que, en su opinión, tenían lugar en Wandsbek.

– ¿Wandsbek?

– Ja. Una comunidad situada en el sector oeste de la ciudad.

– ¿Qué clase de actividades?

– Ahí es donde el caballero estuvo un poco vago, me temo. Las describió como actividades ilegales que implicaban a Hamburgo y el puerto de Parkeston, en Inglaterra.

Barbara sintió una comezón en las yemas de los dedos. Puta mierda. ¿Sería posible que Emily tuviera razón?

– Eso huele a contrabando -dijo. Kreuzhage tosió. Era un hermano fumador, comprendió Barbara, pero más fanático que ella. El hombre alejó el teléfono y escupió. Barbara se estremeció y juró fumar menos.

– Yo no limitaría mis conclusiones al contrabando -dijo el alemán.

– ¿Por qué?

– Porque cuando el caballero mencionó el puerto de Parkeston, llegué a la misma conclusión. Sugerí que telefoneara a Davidwache an der Reeperbahn, la policía del puerto de Hamburgo. Son los que se dedican a los casos de contrabando. Pero temo que no deseaba hacerlo. Ni siquiera se lo pensó, lo cual me sugirió que sus preocupaciones no giraban en torno al contrabando.

– ¿Qué le dijo?

– Sólo dijo que poseía información sobre actividades delictivas que tenían lugar en una dirección de Wandsbek, aunque él no sabía qué era Wandsbek, por supuesto. Sólo que estaba en Hamburgo.

– ¿Oskarstrasse 15? -preguntó Barbara.

– Imagino que habrá encontrado la dirección entre sus cosas. Ja, ésa era la dirección. La investigamos, pero no descubrimos nada.

– ¿Se equivocó de ciudad? ¿Lo había entendido mal?

– No hay forma de saberlo -contestó Kreuzhage-. Puede que estuviera en lo cierto respecto a las actividades ilícitas, pero Oskarstrasse 15 es un edificio de apartamentos grande, de unas ochenta unidades, detrás de una puerta principal cerrada con llave. No teníamos motivos para investigar dichas unidades y tampoco podíamos hacerlo basándonos en las sospechas infundadas de un caballero que telefoneaba desde otro país.

– ¿Sospechas infundadas?

– El señor Querashi carecía de pruebas reales, sargento Havers. Si las tenía, no me las reveló. De todos modos, debido a su pasión y sinceridad, puse bajo vigilancia el edificio durante dos días. Se alza al borde del Eichtalpark, así que fue fácil disponer a mis hombres en la zona, sin que nadie pudiera verles. Pero carezco de los hombres suficientes para… ¿cómo dicen ustedes? ¿Cepillar un edificio?

– Peinar un edificio.

– Ésa es la expresión norteamericana, ja. Carezco de los hombres y los recursos económicos financieros para peinar un edificio del tamaño de Oskarstrasse 15, durante el tiempo que exigiría comprobar si allí se desarrollan actividades ilícitas, con tan poco fundamento.

Era lógico, pensó Barbara. Sin duda, la moda de irrumpir armados hasta los dientes en casas y apartamentos particulares se había perdido en Alemania después de la guerra.

Entonces, recordó otra cosa.

– Klaus Reuchlein -dijo.

– Ja. ¿Es…?

Kreuzhage esperó.

– Un tío que vive en Hamburgp -dijo Barbara-. No tengo su dirección, pero sí su número de teléfono. Me pregunto si, por casualidad, vive en Oskarstrasse 15.

– Esto sí que podríamos averiguarlo -dijo Kreuzhage-, pero otras cosas…

Tuvo la amabilidad de hablar en tono contrito. Después, explicó, con el timbre sombrío de un hombre versado en las maldades ajenas, que muchos aspectos del delito podían abarcar el mar del Norte y enlazar Inglaterra con Alemania. Prostitución, falsificación, tráfico de armas, terrorismo, extremismos, espionaje industrial, robo de bancos, robo de obras de arte… El policía prudente no restringía sus sospechas al contrabando, cuando otros delitos relacionaban a dos países.

– Es lo que intenté explicar al señor Querashi -dijo-, para que comprendiera la dificultad de la tarea que me solicitaba. Insistió en que una investigación en Oskarstrasse 15 nos proporcionaría la información necesaria para proceder a una detención. Pero el señor Querashi nunca había estado en Oskarstrasse 15. -Barbara oyó su suspiro-. ¿Una investigación? A veces, la gente no entiende que la ley regula lo que la policía puede y no puede hacer.

Muy cierto. Barbara pensó en las series policiacas que veía en la tele, aquellos programas en que los polis arrancaban confesiones de los sospechosos a tortazo limpio, los cuales pasaban de un comportamiento desafiante a otro dócil en el conveniente espacio de una hora. Emitió ruiditos de solidaridad y preguntó a Kreuzhage si investigaría el paradero de Klaus Reuchlein.

– Le llamé, pero algo me dice que no va a devolver la llamada -repuso.

Kreuzhage le aseguró que lo haría. Barbara colgó. Pasó un momento sentada en la cama, y dejó que la horrorosa colcha absorbiera un poco de sudor de sus piernas. Cuando pensó que había reunido las fuerzas suficientes, fue a la ducha y se quedó un rato bajo ella, demasiado acalorada como para poder atacar su acostumbrado repertorio de clásicos del rock and roll.

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