Capítulo 17

El teléfono móvil de Emily sonó en el momento en que llegaba al paseo Marítimo Este, que corría paralelo a la zona de los muelles en la vía de entrada al puerto recreativo de Clacton-on-Sea. Acababa de frenar para dejar pasar a un grupo de pensionistas que salían del hospital Cedars (tres utilizaban andadores, y dos bastones), cuando el timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos sobre lo que un testigo del crimen podía significar para el caso.

Quien llamaba era el agente detective Billy Honigman, que había pasado el día en un Escort camuflado a treinta metros de Jackson e Hijo, la papelería de Carnarvon Road.

Su mensaje fue lacónico.

– Ya le tengo, jefa.

Kumhar, pensó ella. ¿Dónde?, preguntó.

El agente había seguido al paquistaní hasta una casa de Chapman Road, apenas doblada la esquina al salir de Jackson e Hijo. Parecía una pensión. Un letrero en la ventana anunciaba habitaciones libres.

– Ahora voy -dijo Emily-. Quédate ahí. No te acerques.

Colgó. Cuando los pensionistas hubieron pasado, se lanzó hacia adelante y, al cabo de un kilómetro y medio, giró por Carnarvon Road. Chapman Road nacía a la izquierda de la calle Mayor. Estaba flanqueada por casas victorianas antiguas, todas construidas de ladrillo color ocre oscuro, con ventanas saledizas cuyos marcos proporcionaban la única forma de distinguirlas. Estaban pintados de diversos colores, y cuando Emily se encontró con el agente Honigman, éste indicó una casa cuyos marcos de ventana estaban pintados de amarillo. Se hallaba a unos veinte metros de donde Honigman había aparcado el Escort.

– Vive ahí -dijo el hombre-. Fue a comprar a la papelería, periódico, cigarrillos y una tableta de chocolate, y volvió enseguida. Nervioso, diría yo. Caminaba deprisa y con la vista clavada en el frente, pero cuando llegó a la casa, pasó de largo. Llegó hasta la mitad de la calle y echó un buen vistazo en torno suyo antes de regresar.

– ¿Te ha visto, Billy?

– Puede, pero ¿qué pudo ver? A un tío buscando aparcamiento para pasar un día en la playa.

Tenía razón. Con su atención habitual para los detalles, Honigman llevaba en la baca una tumbona de plástico plegable. Con la intención de asegurar el seguimiento y el incógnito, vestía pantalones cortos caqui y una camisa de cuello abierto, con dibujos tropicales. No padecía un policía.

– Vamos a ver qué hay -dijo Emily, y señaló en dirección a la casa.

Salió a la puerta una mujer con un perro de lanas en los brazos. El perro y ella tenían un parecido asombroso: cabello blanco, nariz larga, los dos recién peinados.

– Lo siento -dijo-. El cartel sigue puesto, pero todas las habitaciones están alquiladas. Tengo que sacarlo, lo sé, pero mi lumbago me lo impide.

Se refería al anuncio de habitaciones vacantes que colgaba entre las diáfanas cortinas blancas y el cristal de la ventana salediza de la planta baja. Emily informó a la mujer de que no venían en busca de alojamiento. Mostró su identificación.

La mujer emitió un balido. Tras presentarse como «Gladys Kersey, señora, por cierto, aunque el señor Kersey ya se ha ido con Jesús», les aseguró que todo estaba en perfecto orden en su establecimiento, siempre lo había estado y siempre lo estaría. Apretó al perro bajo su brazo mientras hablaba, y el animal lanzó un chillido muy similar al balido de la propietaria.

– Fahd Kumhar -dijo Emily-. ¿Podríamos hablar con él, señora Kersey?

– ¿El señor Kumhar? No se habrá metido en líos, ¿verdad? Parece un joven bastante agradable. Muy limpio, lava sus camisas a mano con lejía, pero el efecto que eso produce en su piel es muy desagradable. No habla mucho inglés, pero cada mañana ve el telediario en el salón, y sé que se está esforzando por aprender. No se habrá metido en algún lío, ¿verdad?

– ¿Puede acompañarnos a su habitación?

Emily procuró que su voz sonara cortés, pero firme.

La señora Kersey se esforzó en averiguar el motivo de la pregunta.

– No será por ese asunto de Balford, ¿verdad?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada. -La señora subió más al perro-. Porque es uno de ellos. Ya me entiende…

Dejó la frase en el aire, como esperando que Emily la completara. Como no fue así, la señora Kersey hundió los dedos en el pelaje del perro y dijo a los dos policías «les voy a acompañar».

La habitación de Fahd Kumhar estaba en el primer piso, en la parte posterior de la casa. Era una de las tres habitaciones que daban a un pequeño vestíbulo cuadrado. La señora Kersey llamó con suavidad a la puerta, miró a sus acompañantes y dijo:

– ¿Señor Kumhar? Unos señores quieren hablar con usted.

La respuesta fue el silencio.

La señora Kersey compuso una expresión de perplejidad.

– Le vi entrar no hace ni diez minutos -dijo-. Incluso hablamos. Siempre es muy educado. Nunca sale sin decir adiós. -Volvió a llamar, esta vez con más fuerza-. Señor Kumhar, ¿me ha oído?

Se oyó el ruido apagado de la madera al rozar sobre otra madera.

– Apártese, por favor -dijo Emily, y cuando la señora Kersey obedeció, agarró el pomo-. Policía, señor Kumhar -dijo.

Se oyó un chirrido de madera. Emily giró el pomo al instante. El agente Honigman entró como una exhalación. Apresó a Fahd Kumhar por el brazo, justo cuando el otro hombre intentaba saltar por la ventana.

– ¡Señor Kumhar! -tuvo tiempo de exclamar la señora Kersey, antes de que Emily le cerrara la puerta en las narices.

Honigman había conseguido asirle por una pierna, además del brazo, y arrastró al paquistaní hacia el centro del cuarto.

– No tantas prisas, tío -dijo, mientras tiraba al hombre al suelo. Kumhar se acurrucó donde había caído.

Emily se acercó a la ventana. Daba al jardín trasero de la casa, pero la distancia era considerable. No había nada que facilitara el descenso. Ni siquiera una cañería adosada a la casa. Kumhar habría podido romperse una pierna, con tanta facilidad como escapar de la policía.

Se volvió hacia él.

– Departamento de Investigación Criminal de Balford -anunció, hablando con lentitud-. Soy la inspectora jefe detective Barlow. Éste es el agente detective Honigman. ¿Entiende mi inglés, señor Kumhar?

El hombre se puso en pie. El agente Honigman avanzó hacia él. Kumhar alzó las manos, como si quisiera demostrar que no llevaba armas.

– Papeles -dijo-. Tengo papeles.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó Honigman a Emily.

– Esperar, por favor -dijo Kumhar, de nuevo con las manos levantadas, pero se movió hacia la cómoda en una postura defensiva-. Le enseño papeles. Sí. ¿De acuerdo? Usted ver papeles.

Avanzó hacia una cómoda de mimbre. Cuando extendió las manos hacia los tiradores, Honigman dijo:

– ¡Quieto ahí, colegui! Retroceda. Deprisa. ¡Vuelva aquí!

Kumhar alzó las manos.

– No daño -gritó-. Por favor. Papeles. Tengo papeles.

Emily comprendió. Eran la policía. Él era extranjero.

– Quiere enseñarnos sus documentos legales, Billy. Deben de estar en el cajón. -Agitó la cabeza en dirección al paquistaní-. No hemos venido para examinar sus papeles, señor Kumhar.

– Papeles, sí.

Kumhar asintió frenéticamente. Empezó a abrir uno de los cajones de mimbre.

– ¡Quieto ahí, colegui! -chilló Honigman.

El paquistaní se apartó de un salto. Corrió hacia el lavabo situado en una esquina de la habitación. Detrás había una pila de revistas. Parecían muy manoseadas, con las puntas de algunas páginas dobladas y las portadas manchadas de aros de café y té. Desde donde estaba, Emily vio los títulos: Country Life, Helo!, Woman's Own, Vanity Fair. Entre ellas había un diccionario Collins de bolsillo. Parecía tan sobado como las revistas.

El agente Honigman registró el cajón que Kumhar había empezado a abrir.

– Aquí no hay armas -dijo, y lo cerró de golpe.

Por su parte, Kumhar espiaba todos sus movimientos. Daba la impresión de que estaba concentrado en impedir que su cuerpo se arrojara por la ventana abierta. Emily pensó en cuál era el significado de su patente deseo de escapar.

– Siéntese, señor Kumhar -dijo, e indicó la única silla de la habitación.

Estaba ante una mesita cubierta de periódicos, sobre la que había una casa de muñecas en construcción. Por lo visto, Kumhar había interrumpido su trabajo para ir a la papelería. La llegada de la policía había interrumpido todavía más su tarea. Había un tubo de cola sin tapar sobre la mesa, y cinco tejas para montar el tejado impregnadas del líquido. La casa era de un diseño decididamente inglés: la miniatura del tipo de vivienda que podía encontrarse en casi cualquier rincón del país.

Kumhar se acercó con cautela a la silla. Caminaba a paso de tortuga, como convencido de que, al menor movimiento en falso, el pesado brazo de la ley se abatiría sobre él. Emily no se movió de su sitio, al lado de la ventana. Honigman se acercó a la puerta. Detrás de ella, el perro de lanas lloriqueó. Era evidente que la señora Kersey no había establecido ninguna relación entre la puerta cerrada en sus narices y el deseo de privacidad.

Emily movió la cabeza en dirección a la puerta. Honigman asintió. La abrió e intercambió unas pocas palabras con la propietaria. Permitió que asomara un momento la cabeza para comprobar que su inquilino no había sufrido daños. Al parecer, después de haber visto tantos telefilmes norteamericanos, esperaba encontrar a Fahd Kumhar en el suelo, ensangrentado y esposado. Al verle sentado en la silla, apoyó al perro bajo su barbilla y retrocedió. Honigman cerró la puerta.

– Haytham Querashi, señor Kumhar -dijo Emily-. Haga el favor de explicar su relación con él.

Kumhar hundió las manos entre las rodillas. Estaba muy delgado, con el pecho hundido y los hombros caídos. Una camisa blanca recién planchada, abotonada hasta el cuello y en los puños, pese al calor, los cubría. Llevaba pantalones negros, con una tira de cuero marrón a modo de cinturón, demasiado larga para su cintura, y que colgaba flaccida como la cola de un perro reprendido. No contestó. Tragó saliva y se mordisqueó los labios.

– El señor Querashi le extendió un cheque por cuatrocientas libras. Su nombre constaba en más de un mensaje telefónico dejado para él en el hotel Burnt House. Si los ha leído -indicó los periódicos sobre los que descansaba la casa de muñecas-, ya sabrá que el señor Querashi ha muerto.

– Papeles -dijo Fahd Kumhar, y movió la cabeza entre la cómoda y Honigman.

– No he venido por sus papeles. -Emily habló más despacio y en voz más alta, aunque su auténtico deseo era sacudirle hasta conseguir que comprendiera. ¿Por qué demonios la gente emigraba a un país cuyo idioma era un misterio para ella?, se preguntó-. Hemos venido para hablar de Haytham Querashi. Le conocía, ¿verdad? ¿Conocía a Haytham Querashi?

– El señor Querashi, sí.

Las manos de Kumhar se tensaron sobre sus rodillas. Temblaba tanto que la tela de su camisa se agitaba como si soplara brisa.

– Fue asesinado, señor Kumhar. Estamos investigando ese asesinato. El hecho de que le diera cuatrocientas libras le convierte en sospechoso. ¿Para qué era ese dinero?

A juzgar por sus temblores, parecía que el asiático estuviera sufriendo un ataque de apoplejía leve. Emily estaba convencida de que podía entenderla, pero cuando contestó, lo hizo en su idioma. Un chorro de palabras ininteligibles brotó de su boca.

Emily interrumpió lo que debía ser una ristra de protestas de inocencia.

– En inglés, señor Kumhar, por favor -dijo, impaciente-. Ha oído bien su nombre, y entiende lo que le estoy preguntando. ¿Cómo conoció al señor Querashi?

Kumhar continuó farfullando.

– ¿Dónde le conoció? -siguió Emily-. ¿Por qué le dio el dinero? ¿Qué hizo con él?

Más farfúlleos, esta vez en voz más alta. Kumhar se llevó las manos al pecho y empezó a gimotear.

– Conteste, señor Kumhar. No vive lejos de la plaza del mercado. Sabemos que el señor Querashi estuvo allí. ¿Le vio alguna vez? ¿Fue así como se conocieron?

Parecía que el asiático estaba repitiendo la palabra «Alá» una y otra vez. Formaba parte de un cántico ritual. Brillante, pensó Emily, era la hora de rezar de cara a La Meca.

– Conteste a las preguntas -dijo, con un volumen comparable al del hombre.

Honigman se removió.

– Creo que no la entiende, jefa.

– Oh, ya lo creo que me entiende. Me atrevería a decir que su inglés es tan bueno como el nuestro cuando le da por ahí.

– La señora Kersey dijo que no lo dominaba mucho -recordó Honigman.

Emily no le hizo caso. Sentada delante de ella había una verdadera fuente de información sobre el hombre asesinado, y tenía la intención de llegar hasta su origen mientras el hombre estuviera a su merced.

– ¿Conoció al señor Querashi en Pakistán? ¿Conocía a su familia?

– 'Ulaaa- 'ika 'alaa Hudammir-Rabbihim wa 'ulaaaa-ika humul-Muf-lihunn -canturreó el desdichado.

Emily alzó la voz para imponerse al galimatías.

– ¿Dónde trabaja, señor Kumhar? ¿Cómo se gana la vida? ¿Quién paga esta habitación? ¿Quién compra sus cigarrillos, sus revistas, sus periódicos, sus chocolatinas? ¿Tiene coche? ¿Qué está haciendo en Clacton?

– Jefa -dijo Honigman, inquieto.

– 'Innallaziina 'aamanuu wa 'amilus-saalihaati lanhum…

– ¡Mierda!

Emily descargó el puño sobre la mesa. El asiático se encogió al instante y calló.

– Deténle -dijo Emily a su agente.

– ¿Qué? -dijo Honigman.

– Ya me ha oído, agente. Deténgale. Le quiero en Balford. Le quiero arrestado. Quiero que tenga la oportunidad de decidir cuánto inglés comprende en realidad.

– Entendido -dijo Honigman.

Se acercó al asiático y le cogió del brazo. Tiró de él hasta que se puso en pie. Kumhar empezó a farfullar de nuevo, pero esta vez rompió a llorar.

– Joder -dijo Honigman a Emily-. ¿Qué le pasa a este tío?

– Eso es exactamente lo que pienso averiguar -respondió Emily.


La puerta del número 6 de Alfred Terrace estaba abierta cuando Barbara llegó. Desde el interior de la angosta casa, la música atronaba y el televisor parloteaba en un volumen tan alto como el día anterior. Golpeó con los nudillos un lado del desteñido arquitrabe, pero sólo una perforadora en plena acción habría podido abrir un hueco en el estruendo.

Se protegió del ardiente sol dentro de la entrada. Frente a ella, la escalera estaba sembrada dé ropa sucia y platos de comida a medio consumir. El pasillo que conducía a la cocina estaba ocupado por neumáticos de bicicleta desinflados, una silla plegable de lona hecha trizas, dos cestos de paja, tres escobas y una bolsa de aspirador rota. A su izquierda, la sala de estar parecía el punto de reunión de una serie de artículos que iban a ser trasladados de un sitio a otro. El televisor, en el cual rugía otra escena de persecución de una película norteamericana, estaba rodeado de cajas de cartón llenas de lo que parecía ser ropa, toallas y artículos domésticos.

Barbara investigó, picada por la curiosidad. Vio que las cajas contenían de todo, desde una estufa de gas pequeña y oxidada, hasta una muestra de punto de aguja con la frase «Debo volver a la mar de nuevo» bordada. Combinando esto con el estado de la casa, Barbara se preguntó si los Ruddock estaban preparando una veloz partida de Balford, estimulada por su anterior visita.

– ¡Eh! Aparte las zarpas de eso, ¿vale?

Barbara giró en redondo. Charlie, el hermano de Trevor, estaba en la puerta de la sala de estar, y le siguieron en rápida sucesión su hermano mayor y su madre. Por lo visto, los tres acababan de entrar en la casa. Barbara se preguntó cómo era posible que no les hubiera visto en la calle. Tal vez venían de Balford Square, de la que Alfred Terrace formaba uno de sus cuatro lados.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó Shirl Ruddock-. ¿Quién se cree que es, para entrar en una casa sin ser invitada?

Empujó a Charlie a un lado y entró como una tromba en la sala de estar. Hedía a sudor, con el fuerte olor a pescado de una mujer que necesita un buen baño. Tenía la cara tiznada de mugre, y sus pantalones cortos y blusa sucinta estaban manchados de sudor.

– No tiene derecho a entrar en casas ajenas. Sé lo que dice la ley.

– ¿Cambian de casa? -preguntó Barbara, mientras se acercaba a otra caja para inspeccionar su contenido, pese a las palabras de Shirl Ruddock-. ¿Los Ruddock se van de Balford?

Shirl puso los brazos en jarras.

– ¿Y a usted qué más le da? Si queremos mudarnos, nos mudamos. No tenemos por qué informar a la bofia dónde colgamos nuestro sombrero cada noche.

– Mamá.

Trevor habló detrás de ella. Al igual que su madre, estaba empapado en sudor y cubierto de suciedad, pero no había perdido los estribos. Entró también en la sala de estar.

Tres personas entre las cajas y los muebles significaba que sobraban dos personas. Charlie siguió a su hermano y engrosó el número.

– ¿Qué quiere? -preguntó Shirl-. Ya habló con mi Trevor. Menudo follón se armó por su culpa. Su padre se enfadó, y necesita descansar. No se encuentra bien, el padre de Trevor, y usted no ayudó ni un ápice.

Barbara se preguntó cómo era posible que alguien descansara en una casa en que el ruido ensordecedor era la principal característica. De hecho, se estaban gritando mutuamente para hacerse oír por encima de las colisiones de coches de la televisión. La música rap añadía otro elemento al caos auditivo de la vivienda. Al igual que el día anterior, venía del piso de arriba, a un volumen tan alto que Barbara sentía vibrar las notas en el aire.

– Quiero hablar con Trevor -dijo Barbara a su madre.

– Estamos ocupados -contestó la mujer-. Ya lo ve. No estará ciega, además de sorda, ¿verdad?

– Mamá -repitió Trevor con cautela.

– No vuelvas a decir «mamá». Conozco mis derechos. Ninguno dice que la poli pueda venir aquí y fisgar en mis pertenencias como si fueran suyas. Vuelva más tarde. Tenemos trabajo que hacer.

– ¿Qué clase de trabajo? -preguntó Barbara.

– No es asunto suyo. -Shirl agarró una caja y la apoyó sobre la cadera-. Charlie -ladró-, colabora.

– ¿Se da cuenta de lo mal que queda mudarse de casa, mientras la policía está investigando un asesinato? -preguntó Barbara.

– Me importa una mierda -replicó Shirl-. ¡Charlie! Levántate del jodido sofá. Apaga esa tele. Tu padre te pondrá bueno si le despiertas.

Giró sobre sus talones y salió de la habitación. Barbara vio por la ventana que cruzaba la calle y entraba en la plaza, donde había una fila de coches aparcados. Charlie exhaló un suspiro, cogió otra caja y siguió a su madre.

– No nos estamos mudando -dijo Trevor cuando Barbara y él se quedaron solos. Se acercó al televisor y bajó el volumen. La película continuaba: un helicóptero perseguía a un camión de mudanzas envuelto en llamas. Estaban en un puente. El desastre era inminente.

– Pues ¿qué?

– Vamos al mercado de Clacton. Todo esto es para el puesto.

– Ah -dijo Barbara-. ¿Cómo lo habéis conseguido?

El cuello del joven enrojeció.

– No es robado, si se refiere a eso, ¿vale?

– Vale. ¿Cómo habéis conseguido estas cosas, Trevor?

– Mi madre y yo vamos a los mercadillos de ocasión los fines de semana. Compramos lo que podemos, lo arreglamos, y luego lo vendemos a un precio más alto en Clacton. No es gran cosa, pero nos ayuda a seguir adelante.

Tocó una de las cajas con la punta de la bota:

Barbara le observaba con atención, intentaba discernir si la estaba engañando. Ya le había mentido una vez, de modo que las posibilidades eran elevadas. Aquél, al menos, era un cuento razonable.

– Rachel no corroboró tu historia, Trevor -dijo-. Hemos de hablar.

– Yo no maté a ese tío. El viernes no estuve cerca del Nez.

– Luego ella no mintió.

– No tenía motivos para hacerle algo. No me gustó que me despidiera, claro, pero me la jugué cuando afané aquellos tarros de la fábrica. Sabía que tendría que pagar el precio.

– ¿Dónde estuviste el viernes por la noche?

El muchacho se llevó un puño a la boca y se dio unos golpecitos en los labios. Barbara lo consideró un movimiento nervioso.

– Trevor -le urgió.

– Sí, vale. No servirá de gran cosa si se lo digo, porque nadie puede confirmar que es verdad. Usted no me creerá. ¿De qué servirá?

– Servirá para intentar limpiar tu nombre, cosa que deberías estar ansioso por hacer. Como parece que no, eso me obliga a preguntarme por qué. Y preguntarme por qué me lleva directamente al Nez. Tu tarjeta de fichar me dice que entraste a trabajar a las once y media. Rachel me dice que os separasteis antes de las diez. Eso hace noventa minutos, Trevor, y no hace falta ser un genio para imaginar que noventa minutos es tiempo suficiente para que un tío vaya desde las cabañas de la playa al Nez, y de allí al parque de atracciones.

Trevor desvió la mirada hacia la puerta de la sala de estar, tal vez anticipando la aparición de su madre para recoger otra caja.

– Le dije lo que voy a repetirle. No estuve en el Nez aquella noche, y no me cargué a ese tío.

– ¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

– Sí.

– Vamos arriba.

El joven pareció alarmarse al instante, la viva imagen de alguien que tiene algo que ocultar. Como su madre no estaba presente para decirle cuáles eran sus derechos en aquella situación, Barbara comprendió que jugaba con ventaja. Se encaminó a la escalera. Trevor le pisó los talones.

– No hay nada arriba -dijo-. No tiene derecho a…

Barbara giró en redondo.

– ¿He dicho que iba a buscar algo, Trevor?

– U-usted dijo… -tartamudeó Trevor.

– He dicho que subamos. Se me antoja proseguir esta conversación en privado.

Siguió subiendo. La música rap venía de detrás de una puerta, pero esta vez no era la de la habitación de Trevor. Como estaba acompañada por el sonido del agua al removerse en la bañera, Barbara dio por sentado que otro miembro de la familia utilizaba el canturreo ininteligible como acompañamiento de su higiene.

Entró en la habitación de Trevor, seguida del muchacho, y cerró la puerta a sus espaldas. Una vez dentro, se abalanzó hacia la mesa, donde estaba diseminada la parafernalia de la araña. Empezó a buscar.

– ¿Qué hace? -preguntó Trevor-. Dijo que quería hablar en privado.

– Mentí -contestó Barbara-. De todos modos, ¿qué es este batiburrillo? ¿Cómo se aficionó a las arañas un chico tan majo como tú?

– ¡Espere! -gritó Trevor, cuando Barbara apartó una colección de arañas a medio montar para investigar la caja que había debajo-. Se desmontarán.

– Cuando estuve ayer aquí, me pregunté cómo las pegabas -admitió Barbara.

Rebuscó entre diversos tipos de esponjas, entre tubos de pintura, entre limpiapipas, cuentas de plástico negras, agujas de cabeza y cola. Apartó a un lado bobinas de algodón teñido de negro, amarillo y rojo.

– Eso no es asunto suyo -repuso Trevor, irritado.

Pero Barbara opinó lo contrario cuando apartó dos viejas enciclopedias. Entre los volúmenes y la pared había otra bobina. Pero ésta no era de algodón. Era de alambre.

– Creo que sí es asunto mío. -Se enderezó y alzó el carrete para que Trevor lo viera-. ¿Qué me dices de esto?

– ¿De qué? ¿De eso? Es alambre viejo. ¿Es que no lo ve?

– Ya lo creo.

Guardó el carrete en el bolso.

– ¿Por qué le interesa tanto? ¿Por qué se lo guarda? No puede llevarse algo de mi habitación así por las buenas. Además, no es nada. Sólo alambre viejo.

– ¿Para qué lo usas?

– Para diversas cosas. Para arreglar la red… -Movió la cabeza en dirección a la red de pesca que colgaba sobre la puerta, donde las arañas aún se agitaban-. Para mantener trabados los cuerpos de las arañas. Para… -Pensó en otra utilidad. No encontró las palabras, y avanzó hacia ella-. ¡Déme ese jodido alambre! -Dijo las cuatro palabras con los dientes apretados-. No he hecho nada y no puede tratarme como si lo hubiera hecho. No puede llevarse nada sin mi permiso, porque…

– Oh, ya lo creo -dijo con placidez Barbara-. Puedo detenerte.

El joven la miró boquiabierto, con los ojos desorbitados.

– ¿Quieres venir tranquilamente para charlar en la comisaría, o he de telefonear para pedir ayuda?

– Pero… no…, ¿Por qué…? Yo no…

– Eso dices. Espero que no te importará que te tomemos las huellas. Alguien tan inocente como tú no ha de preocuparse por dónde dejó sus huellas dactilares.

Consciente de la diferencia de tamaño y fuerza que les separaba, Barbara no concedió la menor oportunidad a Trevor de resistirse. Le agarró por el brazo, lo sacó de la habitación y se plantaron en la escalera antes de que pudiera protestar. No tuvo tanta suerte en el caso de su madre.

Shirl estaba cargando otra caja, esta vez sobre el hombro, mientras Charlie hacía algo útil, como jugar con el televisor. La mujer vio a Barbara y a su hijo mayor cuando estaban a mitad de la escalera. Soltó la caja.

– ¡Alto ahí!

Se lanzó hacia la escalera para impedir que avanzaran.

– Será mejor que no se entrometa, señora Ruddock -dijo Barbara.

– Quiero saber qué se propone hacer -replicó Shirl-. Conozco mis derechos. Nadie la dejó entrar en esta casa, y nadie accedió a hablar con usted. Si cree que puede entrar aquí y llevarse a mi Trevor…

– Su Trevor es sospechoso de un asesinato -dijo Barbara, irritada y sin un ápice de paciencia más-. Así que apártese a un lado, y con buenos modales, no sea que más de un Ruddock vaya a parar a la comisaría.

La mujer siguió avanzando.

– ¡Mamá! -dijo Trevor-. Ya tenemos bastantes problemas. ¿Me has oído, mamá?

Charlie había entrado en la sala de estar. El señor Ruddock empezó a chillar en el piso de arriba. En aquel momento, el niño más pequeño salió de la cocina y corrió hacia ellos, con un tarro de miel en una mano y una bolsa de harina en la otra.

– ¿Mamá? -dijo Charlie.

– ¡Shirl! -gritó el señor Ruddock.

– ¡Mirad! -gritó Brucie, y tiró la miel y la harina juntos al suelo.

Barbara miró, escuchó y aclaró la frase de Trevor. Los Ruddock ya tenían bastantes problemas. Sin embargo, ocurría con frecuencia que los necesitados eran bendecidos con más de lo que ya poseían.

– Cuida de los chavales -dijo Trevor a su madre. Dirigió una mirada de soslayo hacia la escalera-. No dejes que les ponga la mano encima mientras estoy fuera.


Muhannad hizo acto de aparición para la oración de media tarde. Sahlah no esperaba que lo hiciera. La discusión sostenida con su padre la noche anterior se había repetido en el desayuno. No se habían intercambiado más palabras acerca de las actividades de Muhannad con respecto a la investigación policial, pero la animosidad que perduraba entre ellos había cargado el aire de electricidad.

– Preocúpate tú por ofender a estos occidentales de mierda, si eso es lo que debes hacer -había estallado Muhannad-. Pero no me pidas que haga lo mismo. No permitiré que la policía interrogue a uno solo de los nuestros sin representación legal, y si eso compromete tu posición en el consejo municipal, qué le vamos a hacer. Puedes confiar todo lo que quieras en la pantomima de buena voluntad y nobles intenciones de esta asquerosa comunidad, padre. Eres libre de hacerlo porque, como ambos sabemos, el número de los imbéciles es infinito.

Sahlah se había estremecido, convencida de que su padre iba a abofetearle. En cambio, aunque una vena latía en su sien cuando contestó, las palabras de Akram fueron serenas.

– Delante de tu esposa, cuyo deber es obedecerte y respetarte, no haré lo que debería, Muni. Pero llegará un día en que te verás forzado a admitir que fomentar la enemistad no es beneficioso.

– ¡Haytham está muerto! -fue la respuesta de Muhannad, y dio un puñetazo sobre su palma-. ¿Acaso no fue descargado el primer golpe como un acto de enemistad? ¿Y quién descargó ese golpe?

Sahlah se había marchado antes de que Akram contestara, pero no antes de ver que las manos de su madre forcejeaban con el desastre en que había convertido su bordado, y no antes de ver que el rostro ávido de Yumn absorbía el altercado como si las acaloradas palabras intercambiadas entre padre e hijo alimentaran su sangre. Sahlah sabía por qué. Cualquier antagonismo entre Akram y Muhannad era susceptible de alejar al hijo del padre y acercarlo más a su esposa. Y eso era lo que Yumn deseaba desde el principio: tener a Muhannad por completo para ella. Según las costumbres tradicionales, nunca podría poseerlo en exclusiva. El hijo tenía deberes hacia los padres que lo impedían. Pero la tradición había saltado por la ventana con la muerte de Haytham.

En el patio de la fábrica de mostazas, Sahlah vio que su hermano se había agazapado en las sombras, detrás de las tres mujeres musulmanas de la fábrica, mientras los demás trabajadores se ponían de cara al mihrab que Akram había tallado en la pared, para que dirigieran sus plegarias hacia La Meca. Sin embargo, Muhannad no participó en ninguna inclinación o genuflexión, y cuando recitaron el shahada, sus labios no se movieron para repetir la profesión de fe: «Alá es Dios y Mahoma Su Profeta.»

Estas palabras no se decían en inglés, pero todo el mundo conocía su significado. Al igual que conocían el significado de la Fatihah que siguió.

– Allahu Akbar -oyó murmurar a su padre Sahlah, y la necesidad de creer desgarró su corazón. Pero si Dios era el más grande, ¿por qué les había afligido con aquellas pruebas? Un miembro enfrentado al otro, y cada enfrentamiento entre ellos era un intento de ilustrar quién poseía el poder, y quién debía someterse, fuera por edad, cuna o temperamento.

Las plegarias continuaron. Dentro de la fábrica, los pocos occidentales empleados por su padre descansaban del trabajo, al igual que sus compañeros asiáticos. Akram les había dicho desde el principio que podían utilizar los períodos de tiempo que los musulmanes destinaban a sus oraciones a rezar por los suyos o a meditar. Pero Sahlah sabía que corrían a fumar a la carretera, tan contentos por aprovecharse de la generosidad de su padre, como obstinados en permanecer en la ignorancia sobre los principios de su religión y su manera de vivir.

Pero Akram Malik no se daba cuenta. Ni tampoco reparaba en las sonrisas de superioridad que dibujaban a sus espaldas ante aquellas costumbres extrañas. Tampoco observaba las miradas que intercambiaban, con los ojos alzados al cielo y encogimientos de hombros, cada vez que conducía a sus empleados musulmanes al patio, donde rezaban.

Como estaban haciendo ahora, y con una devoción que Sahlah era incapaz de imitar. Se erguía como ellos, se movía al tiempo que ellos, sus labios formaban las palabras apropiadas. Pero en su caso, todo era puro teatro.

Un movimiento fuera de lo normal llamó su atención. Se volvió. Su primo desterrado, Taymullah Azhar, había entrado en el patio. Estaba hablando en susurros a Muhannad. En respuesta a lo que le estaba diciendo, la cara de Muhannad se puso tensa. Al cabo de un momento, cabeceó con brusquedad e indicó la puerta. Los dos hombres salieron juntos.

Akram se levantó, después de prosternarse por última vez al frente de su pequeña congregación de creyentes. Concluyó las oraciones con un recitado del taslim, en el que suplicaba paz, misericordia y las bendiciones de Dios. Mientras Sahlah le miraba y escuchaba sus palabras, se preguntó cuándo sería concedida a su familia alguna de aquellas tres peticiones.

Como siempre, los empleados de Malik volvieron al trabajo sin perder ni un segundo más. Sahlah esperó a su padre en el umbral de la puerta.

Le observó sin que se diera cuenta. Estaba envejeciendo, y apenas se había percatado hasta aquel momento. Llevaba el pelo peinado y esparcido con sumo cuidado sobre la cabeza, pero era más ralo de lo que recordaba. Su mandíbula había perdido su antigua firmeza, y su cuerpo, que siempre se le había antojado fuerte como el acero, se había ablandado, como si hubiera perdido cierta resistencia. Debajo de sus ojos, la piel se veía oscura. Y su paso, que había sido ligero y decidido, ahora parecía vacilante.

Quiso decirle que nada importaba tanto como el futuro que tanto anhelaba, un futuro en el que plantaba raíces y una familia en una pequeña ciudad de Essex, y construía una vida allí para sus hijos, sus nietos y otros asiáticos como él, que habían abandonado su país en persecución de un sueño. Pero ella había participado en la destrucción de ese futuro. Cualquier referencia a él nacería de la necesidad de mantener una falsa apariencia que, en aquel momento, no podía ni imitar.

Akram entró en el edificio. Se detuvo para cerrar la puerta a su espalda. Vio que su hija le estaba esperando junto a la fuente de agua y avanzó hacia ella, aceptando el vaso de papel que ella le tendía.

– Pareces cansado, Abhy -dijo Sahlah-. No hace falta que te quedes en la fábrica. El señor Armstrong se ocupará de todo durante el resto de la tarde. ¿Por qué no vuelves a casa?

Tenía más de un motivo para hacer aquella sugerencia, por supuesto. Si abandonaba la fábrica mientras su padre estaba, no tardaría en enterarse y querría saber por qué. «Rachel me ha telefoneado y hay una emergencia» había servido a sus propósitos el día anterior, cuando se había ido para reunirse con su amiga en los Clifftop Suggeries. No podía utilizar la misma excusa.

Akram tocó su hombro.

– Sahlah, soportas el peso de nuestra desgracia con una energía que no acierto a comprender.

Sahlah no deseaba alabanzas, porque torturaban su conciencia. Pensó en alguna respuesta, algo que, al menos, fuera cercano a la verdad, porque ya no podía continuar inmersa en el proceso que había iniciado tantos meses antes: construir un cuidadoso laberinto de mentiras, proyectar una pureza de corazón, mente y alma que no poseía.

– No estaba enamorada de él, Abhy. Confiaba en amarle a la larga, como Ammi y tú os queréis, pero aún no había aprendido a quererle, así que no siento la pena que tú crees.

Los dedos del hombre se tensaron sobre su hombro, y luego acariciaron su mejilla.

– Quiero que conozcas en tu vida la devoción que siento por tu madre. Es lo que deseaba para Haytham y tú.

– Era un buen hombre -dijo, y reconoció para sus adentros la verdad de la afirmación-. Elegiste un buen marido para mí.

– ¿Una elección buena, o una elección egoísta? -preguntó el hombre en tono pensativo.

Recorrieron poco a poco el pasillo posterior de la fábrica, dejaron atrás la habitación de las taquillas y el salón de recreo de los empleados.

– Tenía mucho que ofrecer a la familia, Sahlah. Por eso le elegí. Desde que murió, no he cesado de preguntarme si le hubiera elegido de haber sido jorobado, malvado o de salud frágil. ¿Le habría elegido de todos modos, sólo porque necesitaba su talento? -Akram abarcó con un gesto las paredes de la fábrica-. Nos autoconvencemos de creer en toda clase de falsedades cuando nuestros intereses nos guían. Después, cuando acontece lo peor, reflexionamos sobre nuestros actos. Nos preguntamos si uno de ellos habrá sido el causante del desastre. Nos preguntamos si un acto alternativo nos habría ahorrado la calamidad.

– No te culpes de la muerte de Haytham -dijo Sahlah, angustiada al pensar que su padre cargaba con aquel peso.

– ¿Quién tuvo la culpa, si no? ¿Quién le trajo a este país? Y sólo porque yo le necesitaba, Sahlah. No tú.

– Yo también necesitaba a Haytham, Abhy-jahn.

Su padre vaciló antes de cruzar la puerta de su despacho. Su sonrisa era infinitamente triste.

– Tu espíritu es tan generoso como puro -dijo.

Ningún cumplido la habría herido más. En aquel instante, sintió el impulso de confesar la verdad a su padre, pero reconoció el egoísmo de aquel deseo. Si bien era cierto que experimentaría el alivio de despojarse del disfraz de una bondad que no poseía, lo haría a expensas de destrozar el espíritu de un hombre que, desde hacía mucho tiempo, era incapaz de comprender que el mal podía existir bajo un exterior piadoso.

Su desesperada necesidad de preservar la imagen que su padre tenía de ella la impulsó a decir:

– Vete a casa, Abhy-jahn. Por favor. Vete a casa.

La respuesta de Akram fue besar sus dedos y apretarlos contra las mejillas de Sahlah. Entró en su despacho sin decir nada más.

Sahlah volvió a la recepción, donde la esperaban sus tareas, mientras se devanaba los sesos para encontrar una excusa que le permitiera ausentarse de la fábrica durante el rato que necesitaba para hacer lo que debía. Si decía que estaba enferma, su padre insistiría en acompañarla a casa. Si aducía una emergencia en la Segunda Avenida (que uno de los niños había desaparecido y Yumn estaba asustada, por ejemplo), su padre tomaría cartas en el asunto al instante. Si desaparecía sin más… ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo podía causar a su padre más preocupaciones y quebraderos de cabeza?

Se sentó detrás del mostrador de recepción y contempló los peces y las burbujas de la pantalla de descanso del monitor. Había trabajo que hacer, pero en aquel momento no podía pensar cuál era. Sólo podía pasar revista a las posibilidades en su mente: qué podía hacer para salvar a su familia y a ella al mismo tiempo. Sólo había una alternativa.

La puerta de la calle se abrió, y Sahlah alzó la vista. Dios es grande, pensó en silencio, exultante, cuando vio quién entraba en la fábrica. Era Rachel Winfield.

Había venido en bicicleta. Estaba apoyada justo al otro lado de la entrada, oxidada tras años de estar expuesta al aire salado de la ciudad. Llevaba una falda larga y transparente, y alrededor del cuello y en las orejas colgaban un collar y unos pendientes creación de Sahlah, confeccionados con rupias bruñidas y cuentas.

Sahlah intentó encontrar consuelo en el atuendo de Rachel, sobre todo en las joyas. Debía significar que, para Rachel, lo más importante era su necesidad de ayuda.

Sahlah no la saludó, ni tampoco permitió que el rostro serio de su amiga la desalentara. Se enfrentaba a un asunto grave. Ser cómplice de la destrucción de una vida incipiente, por más crítica que fuera la necesidad, no era algo que Rachel se tomara a la ligera.

– Qué calor -dijo Rachel a modo de saludo-. No recuerdo haber tenido tanto calor en mi vida. Es como si el sol hubiera matado al viento y se dispusiera a absorber los mares también.

Sahlah esperó. Sólo había un motivo para que su amiga apareciera en la fábrica. Rachel era su ruta a los medios que pondrían orden de nuevo en su vida, y su llegada sugería que los medios estaban a su alcance. No sería fácil conseguir marcharse durante el rato necesario para solucionar su problema (desde hacía mucho tiempo, sus padres habían adoptado la costumbre de tener controlado hasta su último segundo de cada día), pero con la ayuda de Rachel, podría inventar una excusa plausible para una ausencia cuya duración garantizara una visita positiva a un médico, una clínica o un centro privado, donde alguien experto en la materia acabara con la pesadilla que la perseguía desde…

Sahlah se esforzó por superar su desesperación. Rachel estaba allí, se dijo en silencio. Rachel había venido.

– ¿Puedes hablar? -preguntó Rachel-. Quiero decir… -desvió la vista hacia la puerta que daba acceso a las oficinas administrativas-. Tal vez fuera sea mejor que aquí. Ya sabes.

Sahlah se levantó y siguió a su amiga al exterior. Pese al calor, sentía un frío inconmensurable, pero más bien debajo de su piel, como si sus venas no estuvieran de acuerdo con lo que sus sentidos percibían.

Rachel encontró un lugar protegido del sol, en la sombra que la fábrica proyectaba bajo la luz de la tarde. Se volvió hacia Sahlah, miró por encima de su hombro hacia la zona industrial, como si la fábrica de colchones poseyera una fascinación que debiera experimentar al instante.

Justo cuando Sahlah empezaba a preguntarse si su amiga hablaría alguna vez, Rachel dijo por fin:

– No puedo.

La frialdad que Sahlah experimentaba bajo la piel pareció extenderse hasta sus pulmones.

– ¿No puedes qué?

– Ya sabes.

– No. Dímelo tú.

Los ojos de Rachel se desplazaron desde la fábrica de colchones hasta la cara de Sahlah. Ésta se preguntó por qué nunca se había fijado en el defecto de aquellos ojos, uno más bajo que el otro, y demasiado separados, incluso después de la cirugía, para parecer normales. Era uno de los rasgos de Rachel que Sahlah había aprendido a pasar por alto. Rachel no podía hacer nada para cambiar cómo había nacido. Nadie podía.

– Le he dado vueltas y vueltas -dijo Rachel-. Toda la noche pensando. No puedo ayudarte en…, ya sabes…, en lo que me pediste.

Al principio, Sahlah no quiso creer que Rachel estuviera hablando del aborto. Pero no había forma de negar la implacable resolución que asomaba a las facciones deformes de la cara de su amiga.

– No puedes -fue lo único que logró decir Sahlah.

– He hablado con Theo, Sahlah -se apresuró a decir Rachel-. Lo sé, lo sé. No querías que lo hiciera, pero no razonas bien debido al estado en que te encuentras. Es justo que Theo opine sobre esto. Has de comprenderlo.

– Esto no es asunto de Theo.

Sahlah percibió la rigidez de su voz.

– Díselo a Theo -replicó Rachel-. Vomitó en un cubo de basura cuando le dije lo que pensabas hacer. No me mires así, Sahlah. Sé lo que estás pensando. El que vomitara no quiere decir que no quiera ayudarte. Al principio yo también lo pensé, pero le he dado vueltas durante la noche y sé que si esperas y le das a Theo una oportunidad de reparar…

– No me escuchaste -interrumpió por fin Sahlah. Su cuerpo estaba tenso, debido a la necesidad de tomar una decisión, y tomarla de una vez. Era consciente de su pánico, pero eso no servía para aplacarlo-. ¿Escuchaste algo de lo que te dije ayer, Rachel? No puedo casarme con Theo, no puedo estar con Theo, ni siquiera puedo hablar con Theo en público. ¿Por qué no lo entiendes?

– De acuerdo, lo entiendo -dijo Rachel-. Y es posible que no puedas hablar con él durante un tiempo. Quizá no puedas hablar con él hasta que el niño nazca. Pero en cuanto nazca… Es un ser humano, Sahlah. No es un monstruo. Es un hombre decente, y sabe lo que se debe hacer. Otro tío tal vez se desentendería, pero Theo Shaw no. Theo no va a rechazar a su hijo durante mucho tiempo. Ya lo verás.

Sahlah experimentó la sensación de que la tierra la estaba tragando.

– ¿Cómo piensas evitar que mi familia se entere de todo esto, del embarazo, del parto?

– Es imposible -dijo Rachel con lógica implacable, con la voz de una chica que no tenía la menor idea de los problemas que suponía nacer mujer en una familia tradicional asiática-. Tendrás que decírselo a tus padres.

– Rachel. -La mente de Sahlah saltaba de una posibilidad a otra, y cada una representaba soluciones inaceptables-. Has de escucharme. Has de intentar comprender.

– No sólo hay que pensar en lo que es bueno para ti, el bebé y Theo -dijo Rachel, todavía la razón personificada-. He pensado mucho esta noche en lo que es bueno para mí.

– ¿Qué tienes que ver tú con todo esto? Lo único que necesito de ti es información, y un poco de ayuda para escaparme de aquí, o de casa de mis padres, el tiempo suficiente para que me vea un médico.

– Pero no es como ir al mercado, Sahlah. No puedes aparecer así como así y decirle a un tío: «Llevo un niño dentro y quiero deshacerme de él.» Hay que ir más de una vez, tú y yo, y…

– No te pedí que vinieras conmigo. Sólo te pedí información. Pero puedo hacerlo yo sola, y lo haré yo sola. Cuando la tenga, lo único que te pediré es que me telefonees y me pidas algo, cualquier cosa, que me sirva de excusa para ausentarme de casa de mis padres el tiempo suficiente para ir a la clínica, o donde sea.

– Piensa un poco -dijo Rachel-. Ni siquiera te atreves a decir la palabra. Eso debería bastarte para saber cómo te sentirás cuando te deshagas del niño.

– Sé cómo me sentiré. Me sentiré aliviada. Me sentiré como si hubiera resucitado. Sabré que no he destrozado la fe de mis padres en sus hijos, destruido a mi familia, asestado un golpe mortal a mi padre, causado…

– Eso no pasará -dijo Rachel-. Y aunque pase durante un día, una semana o un mes, lo aceptarán. Todos lo aceptarán. Theo, tu madre y tu padre. Incluso Muhannad.

– Muhannad me matará -replicó Sahlah-. Cuando ya no pueda disimular mi estado, mi hermano me matará, Rachel.

– Eso son tonterías, y lo sabes. Se pondrá furioso y hasta es posible que se pelee con Theo, pero nunca te pondrá la mano encima. Eres su hermana, por el amor de Dios.

– Por favor, Rachel. Tú no le conoces. No conoces a mi familia. La ves desde fuera, como todo el mundo, pero no sabes cómo es en realidad. No sabes lo que son capaces de hacer. Pensarán en el oprobio…

– Y lo superarán -dijo Rachel, con un timbre de resolución en la voz que hundió a Sahlah en la desesperación-. Hasta que lo hagan, yo cuidaré de ti. Sabes que siempre he cuidado de ti.

Sahlah comprendió que el círculo se había cerrado. Habían vuelto a donde estaban el domingo por la tarde, a donde estaban el día anterior. Estaban en los Clifftop Suggeries, sólo que en mente en lugar de en cuerpo.

– Además -dijo Rachel, en un tono indicador de que había llegado a la conclusión de sus comentarios-, también he de pensar en mi conciencia, Sahlah. ¿Qué crees que sentiría, sabiendo que había participado en algo con lo que no estaba de acuerdo? He de pensar en eso.

– Por supuesto.

Los labios de Sahlah formaron las palabras, pero no se oyó decirlas. Experimentó la sensación de que una fuerza invisible se había apoderado de ella y la estaba alejando de la presencia de Rachel, de la zona industrial. No sentía la tierra bajo los pies, y el sol ardiente se había diluido en la nada, hasta dejar en su lugar una extensión helada.

Y desde la lejanía a la que había sido desterrada, Sahlah oyó las palabras de despedida de Rachel.

– No tienes por qué preocuparte, Sahlah. Todo saldrá bien. Ya lo verás.

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