Capítulo 25

Lo último que Emily deseaba era aguantar otro cara a cara con alguno de los asiáticos, pero cuando el agente Honigman devolvió a la comisaría a un tembloroso Fahd Kumhar para otra sesión en la sala de interrogatorios, el primo de Muhannad Malik entró pisando los talones al agente. Kumhar dirigió una mirada a Emily y empezó a farfullar como la víspera. Honigman agarró al sujeto por los sobacos, le pellizcó con suavidad y gruñó que acabara con sus gemidos, lo cual no logró acallar al hombre en lo más mínimo. Emily ordenó al agente que encerrara al asiático en una celda hasta que pudiera ocuparse de él. Y Taymullah Azhar le cerró el paso.

No estaba de humor para que nadie le cerrara el paso. Nada más volver a la comisaría, había recibido otra llamada de Ferguson, que le pedía explicaciones sobre el registro de la fábrica de mostazas. Estaba tan preocupado por la noticia de que no había sacado nada en limpio como la propia Emily. La verdadera preocupación del superintendente no era tanto, por supuesto, el asesinato de Haytham Querashi como el resultado de su entrevista para acceder al cargo de subjefe de policía. Bajo sus preguntas y comentarios, sobresalía el hecho de que iba a enfrentarse al tribunal antes de cuarenta y ocho horas, y quería hacerlo con el triunfo de haber resuelto el asesinato de Balford.

– Barlow, por los clavos de Cristo -dijo-. ¿Qué está pasando? Espero que me dé un informe completo ipso facto. ¿Conoce la rutina, o quiere que se la recite? Si no puede garantizarme un sospechoso para mañana por la mañana, enviaré a Presley.

Emily sabía que, en teoría, debería retorcerse de miedo ante aquella amenaza, después de lo cual debería sacarse de la manga un candidato a la detención, cualquier candidato, muchísimas gracias, para proporcionar a Ferguson la oportunidad de presentarse a la luz más favorable ante los peces gordos en cuyas manos descansaba su ascenso. Pero estaba demasiado irritada para seguirle el juego. Tener que lidiar con otro de los intentos obsesivos de Ferguson por arruinar su carrera le dio ganas de reptar por la línea telefónica y patear el culo del superintendente.

– Envíe a Presley, Don -dijo-. Envíe a media docena de inspectores con él, si cree que así quedará mejor ante el comité, pero déjeme en paz, ¿quiere?

Dicho esto, colgó el auricular.

Fue el momento en que Belinda Warner le transmitió la desagradable información de que uno de los paquistaníes estaba en recepción e insistía en hablar con ella. Por eso ahora se encontraba cara a cara con Taymullah Azhar.

Había seguido al agente Honigman hasta Clacton cuando Emily se negó a permitirle que acompañara a Fahd Kumhar a su pensión. Como desconfiaba del honor de la policía en general y de la inspectora de Balford en particular, había decidido plantarse ante la pensión de Kumhar hasta que Honigman se marchara, tras lo cual se proponía examinar el estado del paquistaní: mental, emocional, físico y demás. Cuando esperaba en la calle a que el policía se marchara, había visto que Honigman se llevaba de nuevo a Kumhar, y les había seguido hasta la comisaría.

– El señor Kumhar estaba llorando -informó a Emily-. Es evidente que se halla sometido a una tensión extrema. Reconocerá que es esencial informarle otra vez de…

Emily interrumpió el discurso sobre legalismos.

– Señor Azhar -dijo con impaciencia-, el señor Kumhar se encuentra en este país ilegalmente. Imagino que sabrá de qué manera afecta eso a sus derechos.

Azhar pareció alarmarse ante aquel inesperado giro de los acontecimientos.

– ¿Está diciendo que esta nueva detención no tiene que ver con el asesinato del señor Querashi?

– Se lo acabo de decir. No es un visitante, no es un trabajador temporal, no es un criado, no es un estudiante, no es el marido de alguien. Carece de derechos.

– Entiendo -dijo Azhar, pero no era un hombre que admitía la derrota, como Emily no tardó en averiguar-. ¿Cómo piensa explicárselo?

Maldito sea este capullo, pensó Emily. Lo tenía plantado delante de ella, la sangfroide encarnada, pese a su nanosegundo de alarma un momento antes, y esperaba con calma a que ella extrajera la única conclusión posible del hecho de que Fahd Kumhar apenas hablaba inglés. Se maldijo por haber enviado de vuelta a Londres al profesor Siddiqi. Aunque localizara al agente Hesketh con el móvil, a estas horas ya habrían llegado a Wanstead. Perdería otras dos horas, que no podía permitirse el lujo de desperdiciar, si le ordenaba dar media vuelta y devolver al profesor a Balford para otra sesión con Kumhar. Y Taymullah Azhar estaba apostando a que ella no quería hacerlo.

Pensó en lo que había averiguado sobre él gracias al informe llegado de Londres. El SO11 consideraba que valía la pena vigilarle, pero los informes de Inteligencia no le acusaban de otra cosa que adulterio y abandono del hogar. No eran acciones de las que podía enorgullecerse, pero tampoco eran delictivas. En ese caso, cualquiera, desde el príncipe de Gales hasta los borrachos de St. Botolph, sería condenado a años de reclusión, lo mereciera o no. Además, como Barbara Havers había señalado el día anterior, Taymullah Azhar no estaba implicado en aquel asunto de una manera directa. Como remate, nada de lo que Emily había leído sobre él apuntaba a una hermandad con el submundo asiático que su primo representaba.

Y aunque no fuera el caso, ¿qué otra alternativa le quedaba, entre esperar a Siddiqi y tratar de descubrir la verdad ahora mismo? Ninguna, en su opinión. Alzó un dedo admonitorio y lo inmovilizó a escasos centímetros de la cara del asiático.

– Venga conmigo -dijo-, pero un solo movimiento en falso, señor Azhar, y le acusaré de cómplice del hecho.

– ¿Qué hecho? -preguntó el hombre sin inmutarse.

– Oh, creo que ya conoce la respuesta.

Las Avenidas estaban al otro lado de la ciudad respecto a donde se encontraba la fábrica de mostazas, hacia el campo de golf de Balford. Se podía elegir entre varias rutas para llegar allí, pero Barbara se decantó por la paralela al mar. Se llevó con ella a uno de los agentes más gigantescos que habían participado en el registro de la fábrica, un tipo llamado Reg Park, que se encargaba de conducir y tenía aspecto de poder sostener alegremente dos o tres asaltos con cualquiera que no bailara una jiga si él lo insinuaba. Barbara decidió que a Muhannad Malik no le haría ninguna gracia recibir su invitación a desplazarse hasta la comisaría de la ciudad para charlar con la inspectora Barlow. Pese a las horas que había pasado en el edificio durante los últimos días, no cabía duda de que sólo se aferraba a los ladrillos Victorianos de la comisaría de Balford cuando era idea suya. Por consiguiente, el agente Reg Park era la póliza de seguros que garantizaba la colaboración de Malik.

Mientras transitaban, no dejaba de vigilar por si veía el Thunderbird azul turquesa del asiático. No había hecho acto de aparición durante el registro de la fábrica, ni había telefoneado para comprobar cómo iban las cosas o informar de su paradero a alguien. Ian Armstrong no había considerado peculiar aquel comportamiento. Cuando Barbara le interrogó al respecto, explicó que Muhannad Malik, como director de ventas, solía ausentarse de la fábrica durante horas, cuando no días, en ocasiones. Debía asistir a conferencias, organizar exposiciones alimentarias, ocuparse de la publicidad y estimular las ventas. Su trabajo no estaba orientado hacia la producción, de manera que su presencia en la fábrica era menos esencial que sus esfuerzos orientados hacia el exterior.

Por eso Barbara le estaba buscando con la mirada, mientras el agente Park conducía a lo largo de la orilla. Era posible que se hubiera ausentado por motivos de negocios, en efecto. Pero también era posible que una llamada desde World Wide Tours o de Klaus Reuchlein le hubieran alejado de la fábrica.

Sin embargo, en ningún momento vio su coche. Cuando el agente Park disminuyó la velocidad ante la mansión de los Malik, al otro lado de la ciudad, el Thunderbird tampoco estaba aparcado en el camino particular. De todos modos, ordenó al agente que parara junto al bordillo. La ausencia del coche no implicaba que Muhannad Malik estuviera fuera de casa.

– Vamos a echar un vistazo -dijo a Park-, pero esté preparado para reducir a ese tío si está aquí, ¿de acuerdo?

La expresión del agente Park dio a entender que le encantaría rematar la tarde reduciendo a un sospechoso por la fuerza. Gruñó de una manera simiesca, que armonizaba con sus brazos excesivamente largos y su pecho de pugilista.

El agente la precedió por el camino, que se curvaba hacia arriba entre dos bordes herbáceos que, pese al calor y la prohibición de utilizar mangueras, florecían con lavanda, colleja y flox. Barbara sabía que, para mantener vivas las flores pese al calor opresivo y al sol, debían ser regadas a mano cada día.

Nadie se movía detrás de las ventanas, en ninguno de los dos pisos de la casa. Sin embargo, cuando Barbara llamó al timbre contiguo a la puerta de madera maciza, alguien abrió una especie de mirilla en la hoja de roble, una pequeña abertura cuadrada cubierta con una reja elegante. Era como visitar un convento, pensó Barbara, imagen que tomó más solidez en su mente cuando vislumbró una tenue figura al otro lado de la abertura. Era una mujer con velo.

– ¿Sí? -dijo.

Barbara sacó su identificación y la sostuvo a la altura de la abertura.

– Nos gustaría hablar con Muhannad Malik, por favor -dijo.

La abertura se cerró al instante. Alguien descorrió un cerrojo y la puerta se abrió. Se encontraron frente a una mujer de edad madura, refugiada en las sombras. Llevaba una falda larga, una túnica abotonada hasta el cuello y en las muñecas, y un pañuelo que la envolvía desde la frente hasta los hombros con metros de un azul intenso, tan azul que era casi negro a la luz mortecina de la entrada.

– ¿Qué quiere de mi hijo? -preguntó la mujer.

– ¿Es usted la señora Malik? -Barbara no esperó a la contestación-. ¿Podemos entrar, por favor?

La mujer meditó sobre la petición, pensando tal vez en si era conveniente, porque miró a Barbara y a su acompañante, en el que se demoró un rato.

– Muhannad no está aquí -dijo.

– El señor Armstrong dijo que había ido a comer a casa y aún no había vuelto.

– Estuvo aquí, sí, pero se marchó. Hace una hora. Tal vez más. -Enunció las dos últimas frases como si fueran preguntas.

– ¿No está segura de cuándo se marchó? ¿Sabe adonde fue? ¿Podemos entrar, por favor?

La mujer miró de nuevo al agente Park. Barbara cayó en la cuenta de que era muy improbable que la asiática hubiera recibido a un hombre occidental en su casa, si así se podía considerar una visita de la policía, sin que su marido estuviera presente.

– El agente Park se quedará en el jardín -dijo-. En cualquier caso, estaba admirando sus flores, ¿verdad,

Reg?

El agente soltó otro gruñido. Salió del porche y dijo:

– Déme un grito, ¿de acuerdo?

Movió la cabeza de forma significativa. Flexionó sus dedos, del tamaño de puros, y sin duda hubiera hecho crujir sus nudillos si Barbara no lo hubiera impedido con un «Gracias, agente», con un movimiento de cabeza en dirección a los macizos de flores que había detrás.

Una vez alejado el agente Park, la señora Malik retrocedió un paso. Barbara lo interpretó como una invitación a entrar, y se apresuró a cruzar el umbral antes de que la mujer se arrepintiera.

La señora Malik indicó con un gesto una habitación situada a su izquierda, la cual, por medio de una arcada, se abría al vestíbulo en que se encontraban. Era, sin duda, la sala de estar principal. Barbara se detuvo en el centro y se volvió hacia la señora Malik, erguida al otro lado de una alfombra con dibujos de flores. Observó con cierta sorpresa que no había cuadros en las paredes, sino que en ellas colgaban bordados llenos de inscripciones árabes, todos recamados y enmarcados en oro. Sobre la chimenea colgaba un cuadro de un edificio en forma de cubo, que se recortaba contra un cielo azul sembrado de nubes. Bajo el cuadro descansaban las únicas fotos de la sala, y Barbara se acercó a examinarlas.

Una plasmaba a Muhannad y a su embarazada esposa, cogidos de la cintura y con una cesta de picnic a sus pies. En otra, Sahlah y Haytham Querashi posaban en el porche delantero de otra casa con muros de entramado de madera. El resto eran de niños, dos chiquillos en diversas poses, solos o juntos, vestidos únicamente con pañales o abrigados hasta las cejas para protegerlos del frío.

– ¿Los nietos? -preguntó Barbara al tiempo que se daba la vuelta.

Vio que la señora Malik aún no había entrado en la sala. La estaba observando desde el vestíbulo, refugiada en las sombras de una forma que sugería reserva, sigilo o un ataque de nervios. Barbara recordó que la única garantía de que Muhannad no estaba en casa era la palabra de la señora Malik.

Sus sentidos se pusieron en estado de alerta.

– ¿Dónde está su hijo, señora Malik? -preguntó-. ¿Sigue aquí?

– No -contestó la mujer-. Ya se lo he dicho. No.

Como si un cambio de comportamiento reforzara su respuesta, se acercó a Barbara, mientras se cubría la cabeza y la garganta con el pañuelo.

Ahora que tenía mejor luz, Barbara vio que la mano con la que sujetaba el pañuelo contra la garganta estaba arañada y enrojecida. Alzó la vista hacia el rostro de la mujer y vio que también lo tenía arañado y magullado.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó-. ¿Alguien la ha maltratado?

– No, claro que no. Me caí en el jardín. Mi falda se enredó con algo.

Como si deseara demostrarlo, alzó entre los dedos un trozo de tela muy sucio, como si se hubiera caído y revolcado un poco por la tierra para disfrutar un rato de la sensación.

– Nadie se hace esas magulladuras cuando cae al suelo -observó Barbara.

– Pues yo sí -replicó la mujer-. Como ya he dicho antes, mi hijo no está en casa. Supongo que volverá antes de que los niños cenen. Siempre que puede, está presente cuando comen. Si quiere llamar entonces, Muhannad estará encantado…

– No hables en nombre de Muni -dijo otra voz de mujer.

Barbara giró en redondo y vio que la esposa de Muhannad había bajado la escalera. También tenía la cara magullada, y largos arañazos en la mejilla izquierda sugerían una pelea. Una pelea con otra mujer, concluyó Barbara, pues sabía demasiado bien que, cuando los hombres peleaban, utilizaban los puños. Dirigió otra mirada inquisitiva a las heridas de la señora Malik. Pensó que tal vez podría sacar provecho de la relación entre las dos mujeres.

– Sólo la mujer de Muhannad habla en nombre de Muhannad -proclamó la mujer más joven.

Y eso podía ser una bendición disfrazada, decidió Barbara al instante.


– Dice -informó Taymullah Azhar- que le robaron sus papeles. Ayer estaban en su cómoda. Afirma que la informó de esto cuando usted estuvo en su habitación. Cuando el agente le pidió los papeles esta tarde, fue a buscarlos al cajón, pero descubrió que habían desaparecido.

Esta vez Emily conducía el interrogatorio de pie, en el cubículo sin aire que pasaba por ser una de las dos salas de interrogatorios de la comisaría. La grabadora funcionaba sobre la mesa, y después de conectarla, se había plantado al lado de la puerta, desde donde podía observar a Fahd Kumhar desde su altura, lo cual servía para informar al hombre de quién ostentaba el poder y quién no.

Taymullah Azhar estaba sentado al extremo de la mesa, uno de los cuatro muebles de la habitación, y Kumhar se sentaba a su derecha, presidiendo el lado más alejado de la mesa. Hasta el momento, daba la impresión de que sólo comunicaba a su compatriota lo que Emily le permitía.

Habían empezado el interrogatorio con otra ronda de balbuceos por parte de Kumhar. Cuando entraron, estaba sentado en el suelo de la habitación, acurrucado en un rincón como un ratón a la espera del zarpazo definitivo del gato. Había mirado más allá de Emily y Azhar, como si esperara la aparición de una tercera persona. Cuando quedó claro que sólo ellos iban a ser sus inquisidores, empezó a farfullar.

Emily había querido saber qué estaba diciendo.

Azhar escuchó con atención sin hacer comentarios durante unos treinta segundos antes de contestar.

– Está parafraseando fragmentos del Corán. Dice que entre las gentes de Al-Madinah hay hipócritas a los que Muhannad no conoce. Dice que serán castigados y condenados.

– Dígale que se deje de pamplinas -replicó Emily.

Azhar dijo algo con suavidad al hombre, pero Kumhar siguió en la misma vena.

– Otros han reconocido sus pecados. Aunque mezclaron una buena acción con otra mala, Alá aún podría ser benévolo con ellos. Porque Alá…

– Ayer ya nos largó este rollo -interrumpió Emily-. Hoy no vamos a jugar al juego de las oraciones. Diga al señor Kumhar que quiero saber qué está haciendo en este país sin los documentos pertinentes. ¿Sabía Querashi que estaba aquí ilegalmente?

Fue cuando Kumhar le dijo, por mediación de Azhar, que le habían robado los papeles entre la tarde de ayer, cuando lo habían trasladado a Clacton, y el día de hoy, cuando le habían devuelto a la pensión.

– Eso son gilipolleces -dijo Emily-. El agente Honigman me informó no hace ni cinco minutos de que los demás huéspedes de la señora Kersey son ingleses que no tienen la menor necesidad de sus papeles y menos interés aún en ellos. La puerta de la calle siempre está cerrada con llave, de día y de noche, y hay una distancia de tres metros y medio en caída libre desde la ventana del señor Kumhar hasta el jardín trasero, sin el menor medio de acceso a esa ventana. Con todo eso en mente, ¿quiere hacer el favor de explicar cómo le robaron los papeles, y por qué?

– No se explica lo ocurrido -dijo Azhar, después de escuchar durante un rato el dilatado comentario del otro hombre-. Dice que los documentos son objetos valiosos, porque pueden venderse en el mercado negro a almas desesperadas que desean beneficiarse de las oportunidades de empleo y mejoras que ofrece este país.

– Correcto -dijo despacio Emily, y entornó los ojos mientras examinaba al paquistaní desde el otro lado de la habitación. Vio que sus manos dejaban manchas de humedad visibles sobre la mesa cuando las movía-. Dígale que no debe preocuparse para nada por sus papeles. Londres le proporcionará gustosamente duplicados. Esto habría sido difícil hace años, pero desde la aparición de los ordenadores, el gobierno puede comprobar si entró en el país provisto del visado pertinente. Sería muy útil que nos dijera el aeropuerto de entrada. ¿Cuál fue? ¿Heathrow? ¿Gatwick?

Kumhar se humedeció los labios. Tragó saliva. Cuando Azhar tradujo las palabras de Emily, emitió una especie de maullido.

Emily persistió en sus argumentaciones.

– Hemos de saber, por supuesto, qué clase de visado le robaron. De lo contrario, no podremos conseguirle un duplicado, ¿verdad? Pregúntele bajo qué categoría le concedieron permiso de entrada en el país. ¿Es pariente de alguien? ¿Trabajador temporal? ¿Vino para trabajar de criado? ¿Es médico? ¿Alguna especie de pastor? Claro, también podría ser estudiante o el marido de alguien, ¿no? No, porque tiene mujer e hijos en Pakistán. Tal vez vino para someterse a un tratamiento médico privado. Pero no tiene aspecto de contar con los medios económicos necesarios para ello, ¿verdad?

Kumhar se retorció en su silla cuando oyó la traducción de Azhar. No respondió de una manera directa.

– «Alá promete el fuego del infierno a los hipócritas y los descreídos» -tradujo Azhar-. «Alá los maldice y los envía al tormento eterno.»

Más oraciones de mierda, pensó Emily. Si el pequeño bastardo creía que las oraciones le iban a salvar de su situación actual, iba listo.

– Señor Azhar, diga a este hombre que…

– ¿Puedo intentar algo? -la interrumpió Azhar. Estaba examinando a Kumhar a su manera plácida cuando Emily habló. La miró con ojos sinceros y serenos.

– ¿Qué? -preguntó Emily, suspicaz.

– Mi propia… oración, si quiere llamarla así.

– Siempre que me la traduzca.

– Por supuesto. -Se volvió hacia Kumhar. Habló, y después tradujo al inglés-. «Triunfantes son aquellos que se arrepienten ante Alá, aquellos que le sirven, aquellos que le rezan…, aquellos que abrazan el bien y destierran el mal.»

– Sí, vale -dijo Emily-. Ya basta de oraciones.

– ¿Puedo decirle una cosa más: es inútil esconderse en un laberinto de mentiras, porque es fácil extraviarse?

– Hágalo, pero añada esto también: el juego ha terminado. O dice la verdad, o embarcará en el primer avión para Karachi. El decide.

Azhar le transmitió dicha información. Las lágrimas anegaron los ojos de Kumhar. Se mordisqueó el labio superior. Y un torrente de palabras brotó de él.

– ¿Qué está diciendo? -preguntó Emily al ver que Azhar no traducía al instante.

Tuvo la impresión de que a Azhar le costaba volverse, pero al final lo hizo, muy lentamente.

– Dice que no quiere perder la vida. Solicita protección. En pocas palabras, está repitiendo lo que dijo ayer por la tarde: «No soy nadie. No soy nada. Protéjanme, por favor. No tengo amigos en este país. Y no quiero morir como el otro.»

Emily experimentó una oleada de triunfo.

– Entonces, sabe algo sobre la muerte de Querashi.

– Eso parece -admitió Azhar.


Barbara decidió que aquella regla de «divide y vencerás» podía ser lo que necesitaba. O la señora Malik no sabía dónde estaba su hijo, o se resistía a entregarlo a la policía. Por su parte, la esposa de Muhannad parecía tan interesada en demostrar que ella y su marido eran carne y uña, que igual podía proporcionarle algunas briznas de información interesante, y todo con el objetivo de demostrar su importancia para el hombre con el que se había casado. Pero para conseguir que hiciera esto, Barbara sabía que debía separar a las dos mujeres. Fue más fácil de lo que pensaba. La esposa de Muhannad sugirió que condujeran la entrevista a solas.

– Hay cosas entre maridos y mujeres -dijo con presunción a Barbara- que las suegras no deben escuchar. Y como yo soy la esposa de Muhannad y la madre de sus hijos…

– Sí, vale.

Lo último que deseaba Barbara era otra repetición del rollo que le había soltado la mujer el primer día que llegó a Balford. Tenía la impresión de que, pese a su religión, Yumn podía ser muy bíblica en lo tocante a las genealogías.

– ¿Dónde podemos hablar?

Hablarían arriba, dijo Yumn. Tenía que bañar a los hijos de Muhannad antes de la merienda, y la sargento podía hablar con ella mientras lo hacía. Ala sargento le gustaría presenciar aquella actividad. Los hijos de Muhannad desnudos constituían una visión que regocijaba el corazón.

Vale, pensó Barbara. Ardo en deseos.

– Pero, Yumn -dijo la señora Malik-, ¿no quieres que Sahlah los bañe hoy?

Habló con voz tan queda que alguien poco acostumbrado a las sutilezas habría podido pasar por alto el hecho de que su pregunta era mucho más incisiva que los anteriores comentarios de Yumn.

Barbara no se sorprendió cuando la respuesta de Yumn indicó que sólo un hachazo entre los ojos conseguiría atraer su atención. No sentiría un escalpelo entre sus costillas.

– Les leerá por la noche, Sus-jahn -dijo-. Si no están muy cansados, por supuesto. Y si el texto que elige no da más pesadillas a mi Anas. Acompáñeme -dijo a Barbara.

Barbara siguió al enorme trasero de la mujer escaleras arriba. Yumn canturreaba alegremente.

– La gente se engaña -le confió-. Mi suegra cree que es la vasija que contiene el corazón de mi esposo.

Qué desgracia, ¿verdad? Es su único hijo, sólo pudo tener dos hijos, mi Muni y su hermana, así que está demasiado unida a él para su propio bien.

– ¿De veras? -preguntó Barbara-. Pensaba que estaría más unida a Sahlah. Las dos son mujeres, ya sabe.

– ¿Sahlah? -se encrespó Yumn-. ¿Cómo podría estar alguien unido a esa criatura insignificante? Mis hijos están aquí.

Entró en un dormitorio donde dos niños estaban jugando en el suelo. El más pequeño sólo llevaba un pañal, que al colgar en dirección a sus rodillas demostraba que ya había cumplido su misión con creces, mientras el mayor iba completamente desnudo. Sus ropas (pañal, camiseta, pantalones cortos y sandalias) formaban una pila que servía de carrera de obstáculos para los camiones que su hermano y él hacían rodar por el suelo.

– Anas, Bishr. -Yumn canturreó los nombres-. Venid con ammi-gee. Es hora de bañarse.

Los niños continuaron jugando.

– Después habrá Twisters, queridos.

Consiguió atraer su atención. Dejaron a un lado sus juguetes y permitieron que su madre los cargara a hombros.

– Por aquí-dijo a Barbara, y transportó sus tesoros hasta el cuarto de baño. Llenó la bañera con unos tres centímetros de agua, depositó a las dos preciosidades, y tiró dentro de la bañera tres patos amarillos, dos veleros, una pelota y cuatro esponjas. Administró con generosidad jabón líquido sobre todos los juguetes y las esponjas, y entregó estas últimas a los niños para que jugaran-. El baño debería ser un juego divertido -informó a Barbara, mientras retrocedía para contemplar a los niños, que se aporreaban con las esponjas. Volaron burbujas por el aire-. Vuestra tía sólo os frota y restriega, ¿verdad? -preguntó Yumn a los chiquillos-. Un muermo, eso es vuestra tía. Pero vuestra ammi-gee consigue que el baño sea algo divertido. ¿Jugamos con los barcos? ¿Necesitamos más patitos? ¿Queréis a vuestra ammi-gee más que a nadie?

Los niños estaban demasiado ocupados pegándose con las esponjas en la cara para prestarle mucha atención. Les revolvió el cabello y, después de suspirar con gran satisfacción, habló a Barbara.

– Son mi orgullo. Y el de su padre también. Serán como él, hombres entre hombres.

– Vale -dijo Barbara-. Ya veo el parecido.

– ¿Sí? -Yumn se alejó de la bañera y examinó a sus hijos como si fueran obras de arte-. Sí. Bien, Anas tiene los ojos de su padre. Y Bishr… -Lanzó una risita-. ¿Podemos decir que, con el tiempo, Bishr también tendrá algo igual que su padre? ¿Algún día serás como un toro para tu mujer, Bishr?

Al principio, Barbara pensó que Yumn había dicho «loro», pero cuando la mujer introdujo la mano entre las piernas de su hijo y exhibió su pene (de un tamaño aproximado al del dedo pequeño del pie de Barbara), modificó su idea. Nada como empezar a quitarle los complejos desde pequeño, decidió.

– Señora Malik -dijo-, he venido a buscar a su marido. ¿Puede decirme dónde está?

– ¿Qué demonios quiere de mi Muni? -La mujer se inclinó sobre la bañera y frotó con una esponja la espalda de Bishr-. ¿Ha dejado de pagar una multa por aparcamiento indebido?

– Sólo quería hacerle unas preguntas -dijo Barbara.

– ¿Preguntas? ¿Sobre qué? ¿Ha pasado algo?

Barbara frunció las cejas. La mujer no podía estar tan fuera de órbita.

– Haytham Querashi… -empezó.

– Ah, eso. No creo que quiera hablar con mi Munide Haytham Querashi. Apenas le conocía. Querrá hablar con Sahlah.

– ¿Sí?

Barbara contempló a Yumn mientras aplicaba jabón.

– Por supuesto. Sahlah estaba metida en algo feo. Haytham descubrió qué era, vaya a saber cómo, y se discutieron. La discusión condujo a… Es triste lo que provocan a veces las palabras, ¿no? Queridos, ¿hacemos flotar nuestros barcos sobre las olas?

Removió el agua. Los barcos cabecearon. Los niños rieron y golpearon el agua con los puños.

– ¿Qué era ese algo feo? -preguntó Barbara.

– Estaba muy ocupada por las noches. Cuando pensaba que todo el mundo dormía, nuestra pequeña Sahlah se ponía en acción. Salía de casa. Y más de una vez, alguien entraba. Alguien acudía a su habitación. Ella piensa que nadie lo sabe, por supuesto. Lo que no sabe es que cuando mi Muni sale por las noches, no duermo bien hasta que regresa a nuestra cama. Y tengo buen oído. Muy buen oído. ¿Verdad, queriditos? -Hundió los dedos en los estómagos de sus retoños. Lanzó una carcajada alegre y volvió a remover el agua-. La cama de la pequeña Sahlah hace ñigu-ñigu, ñigu-ñigu, ñigu-ñigu, ¿verdad, tesoros? -Más chapoteos-. Nuestra tía tiene el sueño inquieto. Ñigu-ñigu, ñigu-ñigu, ñigu-ñigu, ñigu-ñigu. Haytham descubrió lo de esos desagradables crujidos, ¿verdad, chicos? Nuestra Sahlah y él tuvieron algunas palabras.

Menuda cobra, pensó Barbara. Alguien debería darle con una cachiporra en la cabeza, y suponía que se presentaría más de un voluntario en la casa si los solicitaba. Bien, dos podían jugar a las adivinanzas.

– ¿Tiene usted un chador, señora Malik?

Las manos de Yumn vacilaron antes de crear más olas para los niños.

– ¿Un chador? -repitió-. Qué raro. ¿Por qué lo pregunta?

– Lleva un atuendo tradicional. Me intrigaba. Eso es todo. ¿Sale mucho? ¿Va a visitar a amigos por las noches? ¿Se deja caer por algún hotel para tomar el café de la noche? Sola, quiero decir. Cuando lo hace, ¿lleva chador? En Londres se ven muchos, pero no recuerdo haber visto ninguno en la costa.

Yumn cogió una jarra grande de plástico del suelo. Abrió el grifo de la bañera y llenó la jarra. Empezó a verter agua sobre los niños, que chillaron y se sacudieron como cachorrillos mojados. No contestó hasta que los niños estuvieron enjuagados por completo y envueltos en enormes toallas blancas. Se acomodó uno en cada cadera y se dispuso a salir del cuarto de baño.

– Acompáñeme -dijo a Barbara.

No volvió a la habitación de los niños, sino que se encaminó hacia el final del pasillo, hasta un dormitorio situado en la parte posterior de la casa. La puerta estaba cerrada, pero la abrió con aire autoritario e indicó con un gesto a Barbara que entrara.

Era una habitación pequeña, con una cama individual apoyada contra una pared, una cómoda y dos mesas juntadas. Su ventana estaba abierta y daba al jardín trasero. Al otro lado del jardín, había un muro de ladrillo con una cancela, que permitía el acceso a un huerto limpio de malas hierbas.

– Ésta es la cama -dijo Yumn, como si mostrara un lugar donde se sucedían las infamias-. Y Haytham sabía lo que pasaba en ella.

Barbara se volvió, pero no examinó el objeto en cuestión. Estaba a punto de decir, «Y las dos sabemos cómo se enteró de eso Haytham Querashi, ¿verdad, querida?», cuando observó que la mesa colocada en el lado opuesto de la cama parecía estar dedicada a alguna manualidad. Caminó hacia ella con curiosidad. Yumn prosiguió.

– Ya puede imaginarse cómo se puso Haytham cuando descubrió que su amada, cuyo padre la había presentado como casta, era poco más que una… Bien, quizá mi lenguaje es demasiado fuerte, pero no más que mis sentimientos.

– Hummm -dijo Barbara. Vio que tres cómodas de plástico en miniatura contenían cuentas, monedas, conchas, piedras, fragmentos de caparrosas verdes y otros pequeños adornos.

– Las mujeres transmiten nuestra cultura a través del tiempo -decía Yumn-. Nuestro papel no es sólo el de esposas y madres, sino el de símbolos de la virtud para las hijas que nos seguirán.

– Sí, vale -dijo Barbara. Al lado de las tres cómodas había un estante con pequeños útiles: diminutas llaves de tuercas, pinzas, una pistola de pegamento, tijeras y dos cortaalambres.

– Si una mujer fracasa en su papel, fracasa para sí misma, su marido y su familia, cae en desgracia. Sahlah lo sabía. Sabía lo que le esperaba en cuanto Haytham rompiera su compromiso y explicara los motivos de su decisión.

– Entiendo. Si -dijo Barbara. Y al lado del estante de herramientas había una hilera de bobinas grandes.

– Ningún hombre la querría después de eso. Si no fuera expulsada de la familia por completo, quedaría prisionera de ella. Una esclava. A las órdenes de todo el mundo.

– Necesito hablar con su marido, señora Malik -dijo Barbara, y apoyó los dedos sobre la pieza que había descubierto.

Entre las bobinas de cadenilla, hilo y cuerda, destacaba una acusadora bobina de alambre muy fino. Más que apropiado para hacer caer a un hombre desprevenido desde lo alto del Nez.

Bingo, pensó. Puta mierda. Barlow la Bestia había estado en lo cierto desde el primer momento.

Emily tuvo que permitir que los dos fumaran. Parecía la única forma de que Kumhar se relajara lo suficiente para cantar a fondo. Con una sensación de opresión en el pecho, los ojos llorosos y la cabeza turbia, soportó el humo de los Benson & Hedges del paquistaní. Tardó tres cigarrillos en empezar a contar una versión aproximada de la verdad. Antes, intentó insistir en que había entrado por Heathrow. Después, se decantó por Gatwick. Luego, cuando no pudo recordar el número de vuelo, las líneas aéreas o la fecha de entrada en el país, no tuvo otro remedio que confesar la verdad. Azhar tradujo. Durante todo el rato, su rostro permaneció inexpresivo. Cabía reconocer que sus ojos transparentaban más pesar a medida que el interrogatorio continuaba. No obstante, a Emily se la sudaba aquel dolor. Conocía lo bastante bien a los asiáticos para saber que eran unos actores consumados.

Había personas que colaboraban, empezó Kumhar. Cuando alguien quería emigrar a Inglaterra, había personas en Pakistán que conocían los atajos. Podían acortar el tiempo de espera, soslayar los requisitos y proporcionar los documentos necesarios… Todo ello a cambio de un precio, por supuesto.

– ¿Cuál es su definición de «documentos necesarios»? -preguntó Emily.

Kumhar evitó la pregunta. Al principio, había abrigado la esperanza de entrar en este maravilloso país legalmente, afirmó. Buscó formas de hacerlo. Buscó patrocinadores. Incluso había intentado ofrecerse como marido a una familia que desconociera su estado civil, con el plan de celebrar un matrimonio bígamo. No habría sido una unión polígama, desde luego, porque la poligamia no sólo era legal, sino bien vista para un hombre que poseyera los medios de mantener a más de una esposa. No poseía los medios, pero ya los conseguiría. Algún día.

– Ahórreme los detalles culturales -dijo Emily.

Sí, por supuesto. Cuando sus planes no bastaron para conseguirle la entrada legal en Inglaterra, su suegro le había hablado de una agencia de Karachi especializada en…, bien, ellos lo llamaban asesoramiento en problemas de emigración. Había averiguado que tenían delegaciones por todo el mundo.

– En todos los puertos de entrada deseables -recalcó Emily, al recordar la lista confeccionada por Barbara de las ciudades donde World Wide Tours tenía delegaciones-. Y en todos los puertos de salida deseables.

Podía considerarse así, admitió Kumhar. Fue a la oficina de Karachi y expuso su problema, que fue resuelto a cambio de cierta suma.

– Le introdujeron ilegalmente en Inglaterra -dijo Emily. Bien, directamente en Inglaterra no. No tenía dinero para eso, si bien la entrada directa estaba al alcance de los que podían pagar cinco mil libras por un pasaporte británico, un permiso de conducir y una cartilla de la Seguridad Social. No obstante, ¿quién, excepto los muy afortunados, podía entregar semejante cantidad de dinero? Con lo poco que había logrado ahorrar durante cinco años, privándose de todo, consiguió comprar un pasaje desde Pakistán a Alemania.

– A Hamburgo -dijo Emily.

Una vez más, no respondió de una manera directa. En Alemania esperó, escondido en un alojamiento seguro, el pasaje a Inglaterra, donde, con el tiempo y numerosos esfuerzos por su parte, según le dijeron, recibiría los documentos que necesitaba para residir en el país.

– Entró por el puerto de Parkeston -concluyó Emily-. ¿Cómo?

Mediante el transbordador, en la parte posterior de un camión. Los inmigrantes se ocultaban entre los artículos que eran enviados desde el continente: fibra de neumáticos de coches, trigo, maíz, patatas, ropas, componentes de maquinaria. Daba igual. Bastaba con un conductor de camión que se ofreciera a correr el riesgo a cambio de una compensación considerable.

– ¿Y sus documentos?

Ahí fue cuando Kumhar empezó a gimotear, poco decidido a continuar su historia hasta el final. Azhar y él se enzarzaron en un veloz intercambio de palabras, que Emily se apresuró a interrumpir.

– Ya basta. Quiero la traducción. Ahora.

Azhar se volvió hacia ella con expresión seria.

– Es más de lo mismo. Tiene miedo de seguir hablando.

– Entonces, yo hablaré por él -dijo Emily-. Muhannad Malik está metido en esto hasta las cejas. Introduce en el país a inmigrantes ilegales, y retiene sus documentos falsificados. Tradúzcale esto, señor Azhar. -Como el hombre no habló enseguida, con los ojos nublados a cada acusación que recaía sobre su primo, Emily añadió con frialdad-: Traduzca. Usted quería participar en esto. Actúe en consecuencia. Traduzca lo que he dicho.

Azhar habló, pero su voz se había alterado, y destacaba algo en su tono que Emily fue incapaz de identificar, pero que debía ser preocupación. Por supuesto. Se moría de ganas por avisar a su repugnante primo. Aquella gente hacía pina como moscas sobre mierda de vaca, fuera cual fuera el delito. Pero no podría salir de la comisaría hasta que se enterara de cómo era el mundo real. Para ese momento, Muhannad ya estaría encerrado en una celda.

Cuando Azhar terminó la traducción, Fahd Kumhar se puso a llorar. Era cierto, dijo. Nada más llegar a Inglaterra, le habían trasladado a un almacén. Allí, un alemán y dos compatriotas le habían recibido a él y a sus compañeros de odisea.

– ¿Muhannad Malik era uno de ellos? -preguntó Emily-. ¿Quién era el otro?

No lo sabía. Nunca lo supo. Llevaba adornos de oro, relojes y anillos. Vestía bien. Hablaba urdu con fluidez. No iba mucho por el almacén, pero en esas ocasiones, los otros dos le trataban con deferencia.

– Rakin Khan -dijo Emily, casi sin aliento. La descripción encajaba como anillo al dedo.

. Al principio, Kumhar no supo el nombre de ninguno. Averiguó la identidad del señor Malik gracias a ellos (indicó con un gesto a Emily y Azhar), cuando le habían interrogado el día anterior. Antes, sólo conocía al señor Malik como el Amo.

– Un maravilloso sobrenombre -masculló Emily-. Seguro que se lo puso él mismo.

Kumhar continuó. Les dijeron que les habían encontrado trabajo hasta el momento en que reunieran dinero suficiente para comprar los documentos apropiados.

– ¿Qué clase de trabajo?

Algunos iban a granjas, otros a fábricas, otros a hilanderías. Iban a donde les necesitaban. Un camión iba a buscarles en plena noche. Les trasladaban a su lugar de trabajo. Les devolvían al almacén cuando la tarea finalizaba, a veces a la noche siguiente, a veces días más tarde. El señor Malik y los otros dos recogían sus salarios. Se quedaban una parte para la adquisición de los documentos. Cuando los documentos estuvieran pagados, serían entregados a los inmigrantes, que podrían marcharse.

Pero nadie se había ido durante los tres meses que Fahd Kumhar había trabajado para lavar su deuda. Al menos, con los papeles pertinentes. Ni una sola persona. Llegaron más inmigrantes, pero ninguno conseguía ganar lo suficiente para comprar su libertad. El trabajo aumentaba cuando se necesitaba recoger más fruta y recolectar más verduras, pero nada parecía suficiente para pagar sus deudas a las personas que habían arreglado su entrada en el país.

Un plan gangsteril, pensó Emily. Granjeros, propietarios de hilanderías y capataces de fábricas contrataban a los ilegales. Pagaban salarios más bajos de los que la ley permitía, y no los entregaban a los ilegales, sino a la persona que los facilitaba. Esta persona les esquilmaba tanto dinero como quería y daba a los trabajadores lo que le daba la gana. Los ilegales pensaban que el plan consistía en ayudarles a solucionar sus problemas de inmigración. Pero había otra palabra legal mucho más apropiada para la actividad: esclavitud.

Estaban atrapados, dijo Kumhar. Sólo tenían dos alternativas: seguir trabajando y confiar en que a la larga les entregaran los papeles, o escapar a Londres, con la esperanza de desaparecer en el seno de la comunidad asiática y evitar ser detenidos.

Emily ya había oído bastante. Había llegado a la conclusión de que todo el clan Malik, y hasta Haytham Querashi, estaban metidos en el ajo. Era un caso típico de codicia. Querashi descubrió la trama la noche del hotel Castle. Exigió una participación en los beneficios, aparte de la dote de Sahlah. Recibió una negativa, definitiva. No cabía duda de que había utilizado a Kumhar para chantajear a la familia. O disfrutaba de su parte del pastel, o enviaría a Kumhar a la policía para que cantara y estropeara el negocio. Una idea inteligente. Confiaba en que la codicia de la familia se impusiera a su resistencia. Su exigencia de una compensación tampoco era tan absurda. Al fin y al cabo, era un miembro de la familia. Merecía una parte de lo que ganaban los demás. Sobre todo, Muhannad.

Bien, Muhannad ya podía despedirse de su coche clásico, de su Rolex de oro, de sus botas de piel de serpiente, de su anillo de sello con un diamante, de sus cadenas de oro. No los necesitaría en el lugar adonde iría.

Lo cual también destruiría la posición social de Akram Malik en la comunidad. Destruiría a toda la población asiática. A fin de cuentas, la mayoría trabajaba para él. Cuando la fábrica cerrara como resultado de la investigación policial, tendrían que buscar empleo en otro sitio. Los legales, claro está.

Por lo tanto, no se había equivocado al ordenar el registro de la fábrica de mostazas. Sólo se había equivocado al buscar contrabando de bienes materiales en lugar de personas.

Había mucho que hacer. Habría que pedir la intervención del SOI, lanzar una investigación sobre los aspectos internacionales de la trama. Habría que informar al IND, preparar la deportación de los inmigrantes de Muhannad. Algunos serían necesarios para testificar contra él y su familia en el juicio. ¿Tal vez a cambio de asilo?, se preguntó. Era una posibilidad.

– Una cosa más -dijo a Azhar-. ¿Cómo conoció el señor Kumhar al señor Querashi?

Apareció en su lugar de trabajo, explicó Kumhar. Un día, cuando comían junto a un campo de fresas, había aparecido entre ellos. Buscaba a alguien para utilizarlo como medio de terminar con su esclavitud, dijo. Prometió seguridad y un nuevo inicio en este país. Kumhar era uno de los ocho hombres que se habían presentado voluntarios. Le eligieron y se marchó aquella misma tarde con el señor Querashi. Le había llevado a Clacton, instalado en casa de la señora Kersey y entregado un cheque para que lo enviara a su familia, como muestra de las buenas intenciones del señor Querashi hacia todos ellos.

Exacto, pensó Emily, con un bufido de desdén mental. Era otra forma de esclavismo en puertas, pues Kumhar sería la espada permanente que Querashi blandiría sobre Muhannad Malik y su familia. Kumhar era demasiado corto para darse cuenta.

Necesitaba subir de nuevo a su despacho, para saber cómo iba la búsqueda de Muhannad. Al mismo tiempo, no podía permitir que Azhar abandonara la comisaría para avisar a sus parientes de que Emily iba a por ellos. Podía retenerle como cómplice, pero una sola palabra fuera de lugar que surgiera de su boca bastaría para precipitarle hacia un teléfono con el fin de solicitar un abogado. Lo mejor sería dejarle con Kumhar, convencido de que estaba obrando en favor de todos los implicados.

– Necesitaré una declaración escrita del señor Kumhar -dijo a Azhar-. ¿Le importa quedarse con él mientras la escribe, y luego me añade la traducción?

Tardarían sus buenas dos horas, calculó.

Kumhar habló atropelladamente. Sus manos temblaron cuando encendió otro cigarrillo.

– ¿Qué dice ahora? -preguntó Emily.

– Quiere saber si recibirá sus papeles, ahora que le ha contado la verdad.

La mirada de Azhar era todo un desafío. La irritó que apareciera sin el menor rubor en su cara oscura.

– Todo a su debido tiempo -contestó Emily, y les dejó para localizar a la sargento Havers.


Yumn llamó la atención de Barbara sobre la mesa del dormitorio de Sahlah.

– Sus joyas. Bien, ella lo llama así. Yo lo llamo su excusa para no cumplir su deber cuando se le exige.

Se acercó a la mesa y sacó cuatro cajones de las cómodas diminutas. Derramó monedas y cuentas sobre la superficie de la mesa y sentó a Anas sobre la silla de madera que había ante la mesa. Los artilugios de su tía fascinaron de inmediato al pequeño. Tiró de otro cajón y esparció su contenido entre las monedas y cuentas que su madre ya le había dado. Rió al ver los objetos de colores que rodaban y caían sobre la mesa. Hasta ese momento, habían estado ordenados con todo cuidado por tamaño, tono y composición. Ahora, cuando Anas añadió el contenido de otros dos cajones, se mezclaron entre sí sin remisión, con la promesa de que sería necesario un buen rato para volverlos a ordenar.

Yumn no hizo nada para impedir que siguiera vaciando más cajones. Sonrió con afecto y le revolvió el pelo.

– Te gustan los colores, ¿verdad, bonito? ¿Sabrías decir qué colores son a tu ammi-gee. Éste es rojo, Anas. ¿Sabes cuál es el rojo?

Barbara sí lo sabía, desde luego.

– Señora Malik -dijo-, hablemos de su marido. Me gustaría hablar con él. ¿Dónde puedo encontrarle?

– ¿Por qué quiere hablar con mi Muni? Ya le he dicho…

– Y tengo todas las palabras de los últimos cuarenta minutos grabadas en mi mente. He de aclarar un par de puntos con él respecto a la muerte del señor Querashi.

Yumn seguía jugando con el cabello de Anas. Se volvió hacia Barbara.

– Ya le he dicho que no tiene nada que ver con la muerte de Haytham. Debería hablar con Sahlah, no con su hermano.

– Sin embargo…

– No hay sin embargo que valga. -Yumn habló en voz más alta. Dos manchas de color aparecieron sobre sus mejillas. Había dejado caer la falsa máscara de esposa-y-madre. Una resolución de acero había aparecido en su lugar-. Ya le he dicho que Haytham y Sahlah discutieron. Ya le he dicho a qué se dedicaba por las noches. Supongo que, como policía, sabrá sumar dos más dos sin mi ayuda. Mi Muni -concluyó, como si necesitara aclarar la cuestión- es un hombre entre hombres. No hace falta que hable con él.

– De acuerdo -dijo Barbara-. Bien, gracias por su tiempo. Encontraré la salida sin ayuda.

La otra mujer captó el sentido de las palabras de Barbara.

– No hace falta que hable con él -insistió.

Barbara pasó a su lado. Salió al pasillo. La voz de Yumn la siguió.

– Se ha dejado engatusar por ella, ¿verdad? Como todo el mundo. Intercambia cinco palabras con la mala puta y sólo ve una chica preciosa. Tan serena. Tan afable. No mataría ni a una mosca. Así que la desecha. Y ella se sale con la suya.

Barbara empezó a bajar la escalera.

– Siempre se sale con la suya, la muy puta. Puta. Con él en su habitación, con él en su cama, fingiendo ser lo que nunca fue. Casta. Obediente. Piadosa. Buena.

Barbara ya estaba en la puerta. Extendió la mano hacia el pomo. Yumn gritó las palabras desde lo alto de la escalera.

– Él estaba conmigo.

La mano de Barbara se detuvo, pero continuó extendida un momento, mientras tomaba nota de lo que Yumn había dicho. Se volvió.

– ¿Qué?

Yumn bajó la escalera, cargada con su hijo menor. El color de su cara se había reducido a dos medallones rojos sobre cada mejilla. Su ojo errático le daba un aire salvaje, subrayado por las palabras que pronunció a continuación.

– Le estoy diciendo lo que Muhannad le confirmará. Le ahorro la molestia de tener que encontrarle. Estaba conmigo el viernes por la noche. Estaba en nuestra habitación. Estábamos juntos. Estábamos en la cama. Estaba conmigo.

– El viernes por la noche -aclaró Barbara-. Está segura. ¿No salió? ¿En ningún momento? ¿No le dijo, por ejemplo, que iba a ver a un amigo? ¿Incluso a cenar con un amigo?

– Sé cuándo mi marido está conmigo, ¿verdad? -replicó Yumn-. Estaba aquí. Conmigo. En esta casa. El viernes por la noche.

Brillante, pensó Barbara. No habría podido pedir una declaración más diáfana de la culpabilidad del asiático.

Загрузка...