Capítulo 12

Sahlah desplegó con sumo cuidado las herramientas de su labor. Levantó las bandejas de plástico transparente de su caja de metal verde y las alineó con pulcritud. Extrajo las pinzas, el taladro y el cortaalambres de sus fundas protectoras y los dejó a cada lado de la hilera de cordeles, cables y trozos de cadena dorada que utilizaba para crear los trabajados collares y anillos que Rachel y su madre habían tenido la bondad de aceptar para vender en su tienda.

– Son tan buenas como las demás piezas que hay en Racon -había declarado con lealtad Rachel-. Mamá querrá venderlas. Ya lo verás. Además, ¿qué cuesta probar? Si se venden, ganarás algún dinero. Si no, tendrás joyas nuevas, ¿de acuerdo?

Las palabras de Rachel contenían cierto grado de verdad, pero además del dinero (había dado a sus padres tres cuartas partes de sus ganancias, después de haber pagado el brazalete de Theo) lo que había motivado a Sahlah a diseñar y crear para ojos y bolsillos ajenos a la familia había sido la idea de hacer algo personal, algo que expresara sus inquietudes.

¿Había sido el primer paso?, se preguntó mientras extendía la mano hacia la bandeja de cuentas africanas y las dejaba caer poco apoco en su palma, como gotas de lluvia invernal, frías y suaves. ¿Fue cuando decidió entregarse a su creación solitaria que despertó a las posibilidades ofrecidas por un mundo que trascendía el círculo familiar? Y aquel acto de crear en la reclusión de su dormitorio algo tan sencillo como joyas, ¿había abierto la primera fisura en su resignación?

No, comprendió. Las cosas nunca eran tan sencillas. No había una relación causa-efecto primigenio a la que pudiera acusar, que explicara no sólo la inquietud de su espíritu, sino el dolor de un corazón solitario. Se trataba de la dualidad de una vida en la que sus pies intentaban avanzar a la vez sobre dos mundos en conflicto.

«Eres mi niña inglesa», le decía su padre casi cada día cuando cogía los libros del colegio por la mañana. Y notaba el orgullo en su voz. Había nacido en Inglaterra. Fue a la escuela primaria de la ciudad con niños ingleses. Hablaba inglés en virtud de su nacimiento y la convivencia con el idioma, no por haber tenido que aprenderlo de adulta. Por lo tanto, para su padre era inglesa, tan inglesa como cualquier niña de mejillas de porcelana, que enrojecían como melocotones después de jugar. De hecho, era tan inglesa como Akram deseaba ser en secreto.

Muhannad tenía razón en esto, comprendió Sahlah. Aunque su padre intentaba llevar dos trajes diferentes de ropa cultural, su verdadero amor estaba en los ternos y paraguas de su país de adopción, pese al compromiso debido al shalwargamis de su herencia. Desde el momento que nacieron sus hijos, había esperado que comprendieran y compartieran aquella dicotomía sorprendente. En casa debían ser cumplidores: Sahlah, dócil y obediente, dedicada a aprender labores domésticas para complacer a su futuro esposo; Muhannad, respetuoso y trabajador, preparándose para cargar con el peso del negocio familiar y, a la larga, engendrar hijos que cargarían a su vez con ese peso. Fuera de casa, no obstante, los dos niños debían ser ingleses hasta la médula. Su padre les aconsejó que se mezclaran con sus compañeros de clase, y entablaran amistades con el fin de ganarse respeto y afecto hacia el apellido de la familia y, en consecuencia, hacia el negocio de la familia. A este último fin, Malik controló sus años de escolaridad, en busca de señales de progreso social donde no podía esperar encontrarlas.

Sahlah había intentado engañarle. Como no podía soportar la idea de ser la causante de la decepción de su padre, se había escrito a sí misma felicitaciones de cumpleaños y tarjetas de San Valentín, y las había llevado a casa, firmadas con los nombres de sus compañeros de clase. Se había escrito notas alegres y prolijas que, en teoría, le habían pasado durante las clases de ciencias y matemáticas. Había encontrado fotos descartadas de compañeras de clase, y las había autografiado para ella, «con afecto». Cuando su padre se enteraba de que iba a celebrarse una fiesta de cumpleaños, allá que se iba donde nadie la había tenido en cuenta, cuando en realidad se escondía bajo un árbol situado al final del huerto, para no desilusionar a su padre.

Pero Muhannad no se preocupaba de convertir en realidad las fantasías de su padre. Ser de piel oscura en un mundo de caras blancas no le causaba el menor conflicto, y tampoco procuraba mitigar la consternación suscitada por la visión de un extranjero entre una población poco acostumbrada a las caras oscuras. Nacido en Inglaterra como ella, se consideraba tan inglés como a las vacas capaces de volar. De hecho, lo último que deseaba Muhannad era ser inglés. Despreciaba lo que pasaba por ser la cultura inglesa. Sólo albergaba desdén por las ceremonias y tradiciones que constituían los cimientos de la vida inglesa. Ridiculizaba los convencionalismos que la tradición exigía a los hombres que se autocalificaban de caballeros. Rechazaba por completo las máscaras que utilizaban los occidentales para ocultar sus prejuicios. Exhibía sus prejuicios y animosidades como el escudo de armas de la familia. Sin embargo, los demonios que le instigaban no eran, y nunca habían sido, los demonios de la raza, por más que intentara convencerse y convencer a los demás de que aquél era el caso.

Pero ahora no quería pensar en Muhannad, decidió Sahlah. Cogió sus pinzas, como si fingir trabajar pudiera ayudarla a dejar de pensar en su hermano. Acercó papeles para bosquejar el diseño de un collar, con la esperanza de que aplicar el lápiz al papel y alinear cuentas talladas borraría de su memoria el brillo que aparecía en los ojos de su hermano cuando estaba decidido a salirse con la suya, aquella vena de crueldad que siempre lograba ocultar a sus padres, y sobre todo, aquella ira que latía en sus brazos y estallaba en las puntas de sus dedos cuando Sahlah menos lo esperaba.

Sahlah oyó que Yumn llamaba a uno de sus hijos en la planta baja.

– Nene, nene precioso -cacareó-. Niño bonito. Ven con tu Ammi-gee, hombrecito.

Sahlah notó que su garganta se estrangulaba y su cabeza, daba vueltas, y las cuentas africanas se fundieron unas con otras sobre la mesa. Soltó las pinzas, cruzó los brazos sobre la mesa y apoyó la cabeza sobre ellos. ¿Cómo podía pensar en los pecados de su hermano, pensó Sahlah, cuando los suyos eran igual de atroces y capaces de herir a la familia de manera irreparable?

– Te he visto con él, ramera -había siseado Muhannad en su oído-. Te he visto con él. ¿Me has oído? Te he visto. Lo pagarás. Porque todas las putas pagan. Sobre todo las repugnantes sabandijas de los nombres blancos.

Pero ella no había intentado hacer ningún daño. Y menos aún, enamorarse.

Le habían permitido trabajar con Theo Shaw porque su padre le conocía de la Cooperativa de Caballeros, y porque Akram Malik tenía otra posibilidad de demostrar su solidaridad con la comunidad inglesa al aceptar la oferta de Theo Shaw y aprovechar su experiencia con ordenadores. Hacía poco que la fábrica de mostazas se había trasladado a su nuevo emplazamiento en la zona industrial de Oíd Hall Lane, y esta expansión necesitaba una puesta al día de los procedimientos comerciales.

– Ya es hora de que entremos en el siglo veinte -había anunciado Akram a su familia-. El negocio va bien. Las ventas aumentan. Los pedidos se han incrementado en un dieciocho por ciento. He hablado con los buenos caballeros de la Cooperativa sobre esto, y entre ellos hay un joven decente que desea ayudarnos a informatizar todos nuestros departamentos.

El hecho de que Akram considerara decente a Theo había facilitado su relación con Sahlah. Pese al afecto que sentía por ellos, Akram habría preferido que su hija no tuviera el menor contacto con hombres occidentales. Todo lo relativo a una hija asiática debía ser salvaguardado y administrado para un futuro marido: desde el moldeado de su mente hasta la protección de su castidad. De hecho, su castidad era casi tan importante como su dote, y ningún esfuerzo era excesivo para conseguir que una mujer fuera entregada virgen a su marido. Como los hombres occidentales no poseían estos mismos valores, de ellos debía proteger Akram a su hija desde el inicio de la pubertad. Pero dejó de lado todas sus preocupaciones en lo referente a Theo Shaw.

– Es de buena familia, una antigua familia de la ciudad -había explicado Akram, como si ese dato bastara para aceptarle-. Trabajará con nosotros para montar un sistema que modernizará todos los aspectos de la empresa. Tendremos procesadores de datos para la correspondencia, hojas de cálculo para la contabilidad, programas para márketing, y diseño moderno para publicidad y etiquetaje. Dice que ya lo ha hecho para el parque de atracciones, y afirma que dentro de seis meses veremos los resultados, tanto en horas-hombre acumuladas como en incremento de ventas.

Nadie había discutido la sensatez de aceptar la ayuda de Theo Shaw, ni siquiera Muhannad, el menos susceptible de dar la bienvenida a un inglés en su seno, si ese inglés iba a ocupar un puesto de responsabilidad, aunque fuera en algo tan misterioso como la informática. Theo Shaw diseñó los programas que iban a revolucionar los métodos comerciales de Mostazas Malik. Preparó al personal que iba a manejar esos programas. Y entre ese personal se encontraba Sahlah.

No había sido su intención enamorarse de él. Sabía lo que se esperaba de ella como hija asiática, pese a haber nacido en Inglaterra. Se casaría con un hombre escogido con todo cuidado por sus padres porque, como su principal preocupación eran los intereses de Sahlah y la conocían mejor que ella misma, sus padres podrían identificar las cualidades de un futuro marido que mejor se complementarían con las suyas.

– El matrimonio -le había dicho a menudo Wardah Malik- es como la unión de dos manos. Las palmas se encuentran -para demostrarlo juntó sus manos como si rezara- y los dedos se entrelazan. El parecido de tamaño, forma y textura consigue que esta unión sea grata y duradera.

Sahlah no podía alcanzar esta unión con Theo Shaw. Los padres asiáticos no elegían hombres occidentales para sus hijas. Tal elección sólo serviría para adulterar la cultura madre de la que nacían las hijas. Y eso era impensable.

Por consiguiente, sólo había pensado en Theo como en el joven (afable, atractivo y desenvuelto, como sólo los hombres occidentales podían ser desenvueltos con una mujer) que estaba haciendo un favor por amistad a Mostazas Malik. No había pensado en él hasta que dejó la piedra sobre su escritorio.

Ya al principio, Theo había admirado sus joyas, los collares y pendientes fabricados con monedas antiguas y botones Victorianos, cuentas africanas y tibetanas talladas a mano, incluso plumas y caparrosas que Rachel y ella recogían en el Nez.

– Es muy bonito ese collar que llevas -había dicho-. Muy original, ¿verdad?

Cuando Sahlah dijo que lo había hecho ella, el joven se quedó muy impresionado.

¿Había ido a alguna escuela de orfebrería?, quiso saber.

Difícil, pensó Sahlah. Para ello tendría que haber ido a Colchester o a regiones más remotas, lo cual la habría alejado de su familia, de la empresa donde la necesitaban. «No me está permitido», quiso decir, pero le dio una versión de la verdad. Me gusta aprender cosas por mí misma, le informó. Así es más divertido.

Al día siguiente, cuando llegó al trabajo, la piedra estaba sobre su escritorio. Pero no era una piedra, le explicó Theo. Era un fósil, la aleta de un pez holósteo del Triásico superior.

– Me gusta su forma, la manera en que los bordes parecen plumas. -Se ruborizó un poco-. He pensado que quizá podrías utilizarlo para un collar. A modo de pieza central, o como se llame…

– Serviría para un medallón estupendo. -Sahlah dio vueltas a la piedra en su mano-. Pero tendría que hacerle un agujero en el centro. ¿No te importará?;

Oh, la joya no era para él, se apresuró a decir. Quería que se hiciera un collar con el fósil. Él buscaba fósiles en el Nez, donde los acantilados se desmoronaban. Había buscado anoche entre sus posesiones. Se dio cuenta de que aquel fósil en particular tenía un aspecto y una forma susceptibles de ser utilizados con algún fin artístico. Si ella creía que podía hacer algo con él, bien… La invitaba a quedárselo.

Sahlah sabía que aceptar la piedra, por inocente que fuera la oferta, significaría cruzar una línea invisible en relación a Theo Shaw. Su parte asiática quería agachar la cabeza y empujar el pez prehistórico hacia el otro lado del escritorio, en un rechazo cortés del regalo. Pero su parte inglesa se impuso, y los dedos se cerraron alrededor del fósil.

– Gracias -dijo-. Me será de utilidad. Te enseñaré el collar cuando lo haya terminado, si quieres.

– Me gustaría mucho -dijo el joven.

Sonrió. Un intercambio mudo se había operado entre ellos. Las joyas de Sahlah serían la excusa para entablar conversación. La colección de fósiles de Theo justificaría sus encuentros.

Pero la gente no se enamoraba porque una piedra o mil pasaran de la mano de un hombre a la de una mujer. Y Sahlah Malik no se había enamorado de Theo Shaw a causa de la piedra. De hecho, hasta que su amor ya se había enraizado, no había sido consciente de que una sola palabra de cuatro letras explicaba la ternura que sentía en su corazón, el anhelo que experimentaba en las palmas de las manos, el calor que brotaba de su garganta y la ligereza de su cuerpo, como si fuera incorpórea, cuando Theo Shaw estaba presente o cuando oía su voz.

– Sabandija de hombre blanco -la había maldecido Muhannad, y Sahlah había oído el siseo, como el de una serpiente, en sus palabras-. Lo pagarás. Como todas las putas pagan.

Pero no quería pensar en eso, no quería, no quería.

Sahlah levantó la cabeza y miró el papel, el lápiz, las cuentas, el inicio de un bosquejo que no era un bosquejo, porque nada en su interior podía crear un diseño o combinar objetos de una forma equilibrada y que agradará a la vista. Estaba perdida. Estaba pagando el precio. Había despertado a un deseo inalcanzable dentro del estrecho margen de la vida a la que estaba condenada, y había empezado a pagar el precio de aquellos meses de deseo antes de que llegara Haytham.

Haytham la habría salvado. Le embargaba una preocupación por el prójimo que borraba todo egoísmo, y como era capaz de actos de generosidad incomprensibles para Sahlah, recibió la noticia de su embarazo con una pregunta que barrió a un lado la culpa y miedo de Sahlah.

– ¿Y has cargado estos dos meses con ese espantoso peso tú sola, Sahlah mía?

No había llorado hasta aquel momento. Estaban sentados en el huerto, en el banco de madera cuyas patas posteriores se hundían demasiado en la tierra. Sólo sus hombros se tocaban, hasta el momento de la confidencia. Había sido incapaz de mirarle mientras hablaba, consciente de que muchas cosas dependían de los siguientes minutos de conversación. No podía creer que fuera a tomarla por esposa tras saber que estaba embarazada de otro hombre. Del mismo modo, no podía casarse con él para luego tratar de fingir el nacimiento de un bebé normal, en lugar de uno que sería dos meses prematuro, como mínimo. Además, Haytham no tenía demasiada prisa por casarse, y sus padres habían visto en su sugerencia de que esperaran no una reticencia por su parte a cumplir el acuerdo matrimonial, sino la sabia decisión de un hombre de aprender a conocer a la mujer que sería su esposa…, antes de convertirse en su esposa. Pero Sahlah no tenía tiempo para ello.

Tenía que hablar. Y después tendría que esperar, pues su futuro y el honor de la familia dependían de un hombre al que conocía desde hacía menos de una semana.

– ¿Y has cargado estos dos meses con ese espantoso peso tú sola, Sahlah mía?

Cuando rodeó sus hombros con el brazo, Sahlah comprendió que estaba salvada.

Quiso preguntarle cómo podía aceptarla sin más: una mujer mancillada por otro, embarazada de otro, contaminada por el contacto de un hombre que nunca podría ser su marido. He pecado y he pagado el precio del pecado, quiso decir. Pero no dijo nada, lloró casi en silencio y esperó a que Haytham decidiera su suerte.

– Así que nos casaremos antes de lo que yo esperaba -dijo con tono pensativo-. A menos que… Sahlah, ¿no deseas casarte con el padre de tu hijo?

Ella había apretado los puños entre sus muslos. Habló con firmeza.

– No. No puedo.

– ¿Por tus padres?

– No puedo. Si se enteraran les destruiría. Me expulsarían…

El dolor y el miedo que la atenazaban, tanto tiempo contenidos, se liberaron de sus ataduras e impidieron que siguiera hablando.

Y Haytham no le pidió más explicaciones. Repitió su pregunta inicial: ¿Había cargado con el peso sola? En cuanto obtuvo la confirmación, sólo pensó en compartir el peso y consolarla.

O eso había deducido ella, pensó Sahlah. Haytham era musulmán. Tradicional y religioso de todo corazón, le habría ofendido profundamente la idea de que otro hombre había tocado a la mujer destinada a ser su esposa. Habría querido hablar con ese hombre, y en cuanto Rachel le alertó sobre la existencia de un brazalete de oro, un brazalete de oro muy especial, un regalo de amor…

Sahlah podía imaginar sin dificultades la entrevista entre ambos. Haytham la habría solicitado, Theo se habría apresurado a aceptar. «Dame tiempo», le había suplicado cuando dijo que iba a casarse con un paquistaní elegido por sus padres. «Por el amor de Dios, Sahlah, dame más tiempo.» Y habría sentido el impulso de comprar ese tiempo, mediante la eliminación del hombre que se interponía entre ambos, con el fin de impedir lo que no podía detener: el matrimonio.

Ahora, Sahlah tenía tiempo de sobra y no le quedaba ni un segundo. Tiempo de sobra, porque no había ningún hombre a la espera de rescatarla de su deshonor, de tal manera que no perdiera a su familia como resultado. No le quedaba ni un segundo, porque una nueva vida crecía en su cuerpo y prometía la destrucción de todo cuanto conocía y amaba. Si no actuaba con decisión y lo antes posible.

La puerta del cuarto se abrió a su espalda. Sahlah se volvió cuando su madre entraba en la habitación. Wardah llevaba la cabeza cubierta con recato. Pese al tenaz calor del día, iba tapada de pies a cabeza, excepto la cara y las manos. Había elegido una indumentaria negra, como de costumbre, como si llevara luto permanente por una muerte que nunca reconocía con palabras.

Cruzó la habitación y tocó el hombro de su hija. Apartó en silencio el dupatta de Sahlah y desanudó la trenza que recogía su largo pelo. Cogió un cepillo de la cómoda. Empezó a cepillar el cabello de su hija. Sahlah no veía la cara de su madre, pero sentía amor en sus dedos, y ternura cada vez que pasaba el cepillo.

– No has venido a la cocina -dijo Wardah-. Te he echado de menos. Al principio, pensé que aún no habías llegado a casa, pero Yumn te oyó entrar.

Y Yumn la habría informado, pensó Sahlah. Ansiosa por comunicar a su suegra todos los fallos de Sahlah.

– Quería unos minutos a solas -dijo Sahlah-. Lo siento, Ammi. ¿Has empezado a preparar la cena?

– Sólo las lentejas.

– I Quieres que…?

Wardah apretó con suavidad los hombros de su hija, antes de que ésta se levantara.

– Puedo preparar la cena con los ojos cerrados, Sahlah. Echaba de menos tu compañía, nada más. -Ensortijó un largo mechón de pelo alrededor de su mano mientras lo cepillaba. Lo dejó apoyado sobre la espalda de Sahlah y eligió otro:-. ¿Quieres que hablemos?

Sahlah sintió el dolor de la pregunta como si un puño estrujara su corazón. ¿Cuántas veces, desde que era pequeña, había formulado la misma pregunta Wardah a su hija? ¿Mil? ¿Cien mil? Era una invitación a compartir confidencias: secretos, sueños, cuestiones intrigantes, sentimientos heridos, esperanzas íntimas. Y la invitación siempre se extendía con la promesa implícita de que lo dicho entre madre e hija no saldría de ellas.

«Dime lo que pasa entre un hombre y una mujer.» Y Sahlah había escuchado, asustada y anonadada al mismo tiempo, mientras Wardah explicaba lo que pasaba cuando un hombre y una mujer se unían en matrimonio.

«Pero ¿cómo saben los padres qué persona es buena para casarse con uno de sus hijos?» Y Wardah describió con serenidad todas las maneras mediante las cuales los padres son capaces de conocer el corazón y la mente de sus hijos.

«¿Y tú, Ammi? ¿Estabas asustada de casarte con alguien a quien no conocías?» Más la había asustado ir a Inglaterra, dijo Wardah, pero había confiado en que Akram hiciera lo que era mejor para ella, como había confiado en que su padre eligiera un hombre que cuidaría de ella toda la vida.

«Pero ¿no te asustaste nunca? ¿No tuviste miedo de conocer a Abhy-jahn?» Naturalmente, dijo su madre, pero sabía cuál era su deber, y cuando le habían presentado a Akram Malik, juzgó que era un buen hombre, un hombre con el que podría construir una vida.

Es a lo que aspiramos como mujeres, le decía Wardah en aquellos momentos serenos, cuando su hija y ella estaban acostadas en la cama de Sahlah, a oscuras, antes de que Sahlah se durmiera. Nos realizamos plenamente como mujeres cuando atendemos a las necesidades de nuestros maridos e hijos, y cuando concertamos matrimonios para nuestros hijos con parejas adecuadas.

La verdadera satisfacción procede de la tradición, Sahlah. Y la tradición nos une como pueblo.

En aquellas conversaciones nocturnas con su madre, las sombras de la habitación impedían que se vieran la cara y les concedían libertad para hablar con plena sinceridad. Pero ahora… Sahlah se preguntó cómo podía hablar con su madre. Quería hacerlo. Anhelaba abrir su corazón a Wardah, recibir el consuelo y sentir la seguridad que la serena presencia de su madre siempre le habían proporcionado. Sin embargo, buscar aquel consuelo y seguridad ahora significaba decir una verdad que destruiría para siempre toda posibilidad de consuelo y seguridad.

Por lo tanto, dijo en voz baja lo único que podía decir.

– La policía ha venido hoy a la fábrica, Ammi.

– Tu padre me ha telefoneado -contestó Wardah.

– Han enviado a dos agentes detectives. Los agentes están hablando con todo el mundo, y graban las entrevistas. Están en la sala de conferencias y llaman a los trabajadores de uno en uno para interrogarlos. Los de la cocina, envíos, almacén, producción.

– ¿Y tú, Sahlah? ¿Han hablado también contigo esos agentes?

– No. Aún no. Pero lo harán. Pronto.

Wardah pareció captar algo en su voz, porque paró un momento de cepillarle el pelo.

– ¿Tienes miedo de la entrevista? ¿Sabes algo sobre la muerte de Haytham? ¿Algo que aún no has dicho?

– No.

Sahlah se dijo que no era una mentira. No sabía nada. Sólo sospechaba. Esperó a ver si su madre percibía una vacilación en sus palabras que la traicionara, o una inflexión desacostumbrada que revelara el tormento de un alma roída por la culpa, la pena, el miedo y la angustia.

– Pero estoy asustada -dijo. Al menos, era una verdad que podía compartir.

Wardah dejó el cepillo sobre la cómoda. Volvió con su hija y levantó la cara de Sahlah con los dedos apoyados bajo su barbilla. La miró a los ojos. Sahlah notó que su corazón se aceleraba, y supo que el color de su marca de nacimiento se había intensificado.

– No tienes motivos para temer -dijo Wardah-. Tu padre y tu hermano te protegerán, Sahlah. Yo también. El daño que alcanzó a Haytham no te alcanzará a ti. Antes que eso sucediera, tu padre sacrificaría su propia vida. Al igual que Muhannad. Lo sabes, ¿verdad?

– El daño ya nos ha alcanzado a todos -susurró Sahlah.

– Lo que sucedió a Haytham afecta a nuestras vidas -admitió Wardah-, pero no nos contaminará si nos oponemos. Y la única solución reside en la verdad. Sólo las mentiras pueden contaminarnos.

Eran palabras que Wardah ya había dicho en el pasado, pero ahora, su capacidad de herir asombró a su hija. No pudo reprimir las lágrimas antes de que su madre las viera.

La expresión de Wardah se suavizó y apoyó la cabeza de Sahlah contra su pecho.

– No te pasará nada, querida -dijo-. Te lo prometo.

Pero Sahlah sabía que la seguridad a que su madre se refería era tan insustancial como un trozo de gasa.


Barbara sufrió otra tanda de cuidados faciales a cargo de Emily por segunda vez aquel día. Antes de que fuera a entrevistarse con los paquistaníes, en su primera intervención como oficial de enlace de la policía, Emily la condujo al gimnasio y la colocó delante del espejo del lavabo para otra ronda de base para maquillaje, polvos cosméticos, máscara y colorete. Incluso aplicó lápiz de labios a la boca de Barbara.

– Silencio, sargento -dijo cuando Barbara protestó-. Quiero que salgas fresca como una rosa al combate. No subestimes el poder de la apariencia personal, sobre todo en nuestra profesión. Es una tontería pensar que no influye.

Mientras reparaba los estragos del calor, dio instrucciones para la inminente entrevista. Enumeró los detalles que Barbara debía revelar a los asiáticos, y reiteró los peligros del campo de minas que estaban atravesando.

– Lo último que me interesa es que Muhannad Malik utilice los resultados de la entrevista para enardecer a los suyos, ¿de acuerdo? No pierdas de vista a esos dos mientras habláis. Vigílalos en todo momento. Si me necesitas, estaré reunida en la sala de conferencias con el resto del equipo.

Barbara estaba decidida a no necesitarla, así como a justificar la fe de la inspectora en ella. Cuando se encaró con Muhannad Malik y Taymullah Azhar, sentados al otro lado de la mesa en el antiguo comedor de la casa victoriana, se reafirmó en su compromiso.

Los dos hombres llevaban esperando un cuarto de hora. Durante aquel rato, alguien les había proporcionado una jarra con agua, cuatro vasos y un plato de plástico azul con Oreos, pero daba la impresión de que no habían tocado nada. Cuando Barbara entró, los dos hombres estaban sentados. Azhar se levantó. Muhannad no.

– Lamento el retraso -dijo Barbara-. Unos detalles de última hora que hemos tenido que solucionar.

La expresión de Muhannad informó que no creía en sus palabras. Poseía suficiente inteligencia y experiencia para saber cuándo el adversario intentaba poner a prueba su poder. Por su parte, Azhar estudiaba a Barbara, como si tratara de ver debajo de su piel la verdad de su comentario. Cuando ella le devolvió el escrutinio, bajó la vista.

– Detalles que esperamos conocer -dijo Muhannad.

Barbara reconoció que había procurado iniciar la entrevista con cierta educación.

– Sí. Bien.

Abrió las carpetas que llevaba. Eran tres, y las había traído más para causar efecto que para otra cosa. Colocó sobre ellas el libro encuadernado en amarillo que había cogido de la habitación de Querashi. Acercó una silla, se sentó e indicó a Azhar que la imitara. Sacó los cigarrillos y encendió uno.

La habitación estaba uno o dos grados menos asfixiante que el despacho de Emily Barlow, pero a diferencia de éste, ningún ventilador agitaba el aire tibio. La frente de Muhannad brillaba. Como de costumbre, Azhar habría podido salir de una ducha helada un segundo antes de que Barbara entrara.

Barbara indicó el libro con el cigarrillo.

– Me gustaría empezar con esto. ¿Pueden decirme qué es?

Azhar extendió la mano. Dio la vuelta al libro con la contracubierta cara arriba y leyó lo que a Barbara le había parecido la última página.

– Es el Corán, sargento. ¿Dónde lo encontró?

– En la habitación de Querashi.

– Como era musulmán, no tiene nada de sorprendente -señaló Muhannad.

Barbara extendió la mano, y Azhar le entregó el libro. Lo abrió por la página que había observado la noche anterior, marcada con una cinta de raso. Dirigió la atención de Azhar al párrafo de la página encerrado entre paréntesis trazados con tinta azul.

– Como es obvio que lee el árabe, ¿quiere traducírmelo? Enviamos un fax a un individuo de la universidad de Londres para que lo descifrara, pero ganaremos tiempo si nos hace el favor ahora mismo.

Barbara vio que un destello de irritación cruzaba el rostro de Azhar. Al revelar que leía árabe, le había concedido sin querer a Barbara una ventaja que, de lo contrario, no habría tenido. Como le había dicho que ya había enviado la página a Londres, le había impedido inventar una traducción que no se ajustara a la verdad. Uno-cero, pensó Barbara con satisfacción. Al fin y al cabo, era importante que Taymullah Azhar se diera cuenta de que su amistad no iba a interponerse en el cometido profesional de la sargento Havers. También era importante que los dos hombres se dieran cuenta de que no estaban tratando con una imbécil.

Azhar leyó el párrafo. Permaneció en silencio un minuto, durante el cual Barbara oyó voces procedentes de la sala de conferencias del primer piso, cuando la puerta se abrió y cerró tras empezar la reunión de Emily con su equipo. Dirigió una mirada a Muhannad, pero no logró deducir si estaba aburrido, ansioso, hostil, acalorado o tenso. Tenía los ojos clavados en su primo. Sus dedos sostenían un lápiz, y daba golpecitos sobre la mesa con la goma de su extremo.

– Una traducción directa no es siempre posible -dijo por fin Azhar-. Los términos ingleses no siempre son precisos o equivalentes a los árabes.

– De acuerdo -dijo Barbara-. Tomo nota. Haga lo que pueda.

– El párrafo se refiere al deber de acudir en ayuda de aquellos que la necesitan -dijo Azhar-. Más o menos, dice: «Cómo no vas a luchar por la causa de Alá. de los hombres desvalidos, y de las mujeres y niños que claman: ¡Señor! ¡Sácanos de esta ciudad de opresores! ¡Concédenos un amigo protector por mediación de tu presencia!»

– Ah -dijo con sorna Barbara-. Más o menos, ha dicho. ¿Hay algo más?

– Naturalmente -contestó Azhar con delicada ironía-, pero sólo este párrafo está marcado.

– Creo que está muy claro por qué lo marcó Haytham -comentó Muhannad.

– ¿De veras?

Barbara dio una bocanada a su cigarrillo y examinó al hombre. Había echado la silla hacia atrás mientras su primo leía. Su expresión era la de una persona cuyas sospechas acaban de confirmarse.

– Sargento, si alguna vez hubiera estado sentada a este lado de la mesa, lo sabría. «Sácanos de esta ciudad de opresores.» Está muy claro.

– He escuchado la traducción.

Muhannad se encrespó.

– ¿Sí? Pues déjeme preguntarle algo: ¿qué más necesita? ¿Un mensaje escrito con la sangre de Haytham? -Tiró el lápiz sobre la mesa. Se puso en pie y caminó hasta la ventana. Cuando volvió a hablar,, señaló la calle y (metafóricamente, por lo visto) la ciudad que se extendía al otro lado-. Haytham llevaba aquí el tiempo suficiente para experimentar lo que nunca había conocido: el acoso del racismo. ¿Qué cree que sentía?

– Carecemos de la menor indicación de que el señor Querashi…

– Si quiere alguna indicación, póngase mi piel un día. Haytham era de piel oscura, y en este país, eso significa indeseable. A Haytham le habría gustado subir al primer vuelo de regreso a Karachi, pero no podía, porque había adquirido un compromiso con mi familia que pretendía cumplir. Por lo tanto, leyó el Corán en busca de una respuesta, y vio escrito que podía luchar por la causa de su propia protección. Y eso es lo que hizo. Y por eso murió.

– No exactamente -repuso Barbara-. El señor Querashi tenía el cuello roto. Por eso murió. Temo que no hay ninguna indicación de que muriera luchando.

Muhannad se volvió hacia su primo y apretó los puños.

– Te lo dije, Azhar. Nos estaban dando largas desde el primer momento.

Azhar tenía las manos sobre la mesa. Juntó las yemas de los dedos.

– ¿Por qué no nos informaron enseguida? -preguntó.

– Porque la autopsia aún no se había practicado -contestó Barbara-. Nunca se avanza información antes de la autopsia. Es el procedimiento oficial.

Muhannad parecía incrédulo.

– ¿Nos está diciendo que en cuanto vieron el cadáver no supieron…?

– ¿Cómo ocurrió la muerte, exactamente? -preguntó Azhar, y lanzó una silenciosa mirada a su primo-. Un cuello se puede romper de muchas maneras.

– Ese punto aún no lo tenemos claro. -Barbara siguió la línea que Emily Barlow había trazado-, pero podemos afirmar con bastante certeza que se trata de un asesinato. Asesinato premeditado.

Muhannad se hundió en su asiento.

– Un cuello roto es un acto de violencia: el resultado de una pelea, producto de la ira, la rabia y el odio. Un cuello roto no es algo que se planee por adelantado.

– No se lo discutiría en circunstancias normales -dijo Barbara.

– Entonces…

– Pero en este caso las circunstancias indican que alguien sabía que Querashi iría al Nez, y este alguien llegó antes que él y puso en acción una serie de mecanismos que desembocaron en su muerte. Eso es asesinato premeditado, señor Malik. Por más que a usted le guste pensar lo contrario, el asesinato de Haytham Querashi no fue un crimen fortuito, producto de un incidente racial.

– ¿Qué sabe usted de incidentes raciales? ¿Qué puede decirnos de cómo empiezan? ¿Conoce la expresión de un rostro occidental, que indica a un hombre que debe cambiar de dirección cuando va por la calle, bajar los ojos cuando empuja unas monedas sobre un mostrador para pagar su periódico, hacer caso omiso de las miradas de otros clientes cuando entra en un restaurante y descubre que es el único rostro oscuro de la sala?

– Primo -dijo Azhar-. Esto no nos conduce a nada positivo.

– Ya lo creo que sí -insistió Muhannad-. ¿Cómo puede una policía de piel blanca investigar la muerte de un hombre cuya experiencia vital no puede ni empezar a comprender? La mente de esta gente está cerrada, Azhar. Sólo obtendremos justicia si la abrimos.

– ¿Es ése el objetivo de Jum'a? -preguntó Barbara.

– No estamos hablando del objetivo de Jum'a, sino de la muerte de Haytham.

– ¿Era miembro de Jum'a?

– No descansarán hasta colgarle el muerto a un asiático. Ésa es su intención.

– Responda a la pregunta.

– No, no era miembro de Jum'a. Si sospecha que le asesiné por eso, deténgame.

La expresión de su cara, tan tensa, tan llena de ira y odio, provocó que Barbara reflexionara unos instantes en Ghassan, el niño que había visto en la calle, al que habían arrojado una botella llena de orina. ¿Eran incidentes como aquél, repetidos a lo largo de la infancia y la adolescencia, los que inducían el tipo de animosidad que sentía en Muhannad Malik? Tenía razón en muchos aspectos, pensó. Pero se equivocaba en muchos otros.

– Señor Malik -dijo por fin, y dejó el cigarrillo en el cenicero-, quisiera aclararle algo antes de continuar. Sólo porque una persona nace con piel blanca, no es automático que pase el resto de su vida considerándose superior a los demás colores.

No esperó la respuesta. Explicó el curso que estaba tomando la investigación en aquel momento. Estaban siguiendo el rastro de la llave de una caja de seguridad, encontrada entre las pertenencias del muerto, hasta uno de los bancos de Balford y ciudades cercanas. Estaban investigando y corroborando el paradero, el viernes por la noche, de todas las personas relacionadas con Querashi. Estaban examinando los papeles encontrados entre las pertenencias de Querashi. Y seguían la pista de Fahd Kumhar.

– Ya saben su nombre, pues -observó Azhar-. ¿Podemos saber cómo lo averiguaron?

– Un golpe de suerte -dijo Barbara.

– ¿Porque han averiguado el nombre, o porque es asiático? -preguntó Muhannad.

Joder. Dame un respiro, quiso decir Barbara, pero en cambio dijo:

– Concédanos un poco de confianza, señor Malik. No podemos perder tiempo siguiendo a un tío para satisfacer nuestra necesidad de ponerle en un aprieto. Hemos de hablar con él sobre su relación con el señor Querashi.

– ¿Es un sospechoso? -preguntó Azhar.

– Todo el mundo que conocía a Querashi está siendo investigado. Si ese sujeto le conocía, se le considera un sospechoso.

– También conocía a ingleses -dijo Azhar, y añadió, con tal delicadeza que Barbara comprendió al instante que ya sabía la respuesta-: ¿Algún inglés se beneficia de su muerte?

Barbara no estaba dispuesta a empezar a caminar sobre terrenos resbaladizos, con Azhar o con quien fuera.

– Chicos, ¿podemos eliminar de nuestras entrevistas la dualidad asiáticos-ingleses? Esta investigación no se centra en una dualidad asiáticos-ingleses. Es una dualidad de inocencia-culpabilidad. Estamos buscando a un asesino, sea cual sea el color de su piel: un hombre o una mujer con motivos para cargarse a alguien.

– ¿Una mujer? -preguntó Azhar-. No estará diciendo que una mujer le rompió el cuello, ¿verdad?

– Estoy diciendo que tal vez haya una mujer implicada.

– ¿Está intentando implicar a mi hermana? -preguntó Muhannad.

– No he dicho eso.

– ¿Qué otras mujeres hay? ¿Las de la fábrica?

– No estamos seguros, de manera que no descartamos nada. Si el señor Querashi conocía a Fahd Kumhar, un hombre que no es de la fábrica, ¿verdad?, es muy posible que haya conocido a una mujer que no tuviera la menor relación con la fábrica.

– ¿Qué están haciendo para encontrar a esa mujer? -preguntó Azhar.

– Hacer preguntas, seguir pistas, buscar relaciones, investigar si Querashi tuvo un altercado con alguien en las semanas anteriores a su muerte. Es un trabajo de patearse las calles, es un trabajo lento y pesado, y hay que hacerlo.

Recogió sus carpetas y puso el ejemplar del Corán encima. Su cigarrillo se había consumido en el cenicero, pero aplastó la colilla, comunicando sin palabras que la entrevista había concluido. Se puso en pie.

– Espero que comunique todo esto a su gente -dijo a Muhannad Malik con deliberada cortesía-. No queremos que ninguna información tergiversada les agite sin necesidad.

Estaba claro que el hombre había comprendido el mensaje: si se filtraba cualquier información tergiversada a la comunidad asiática, sólo podría proceder de un único conducto. Muhannad también se levantó, y Barbara tuvo la impresión de que utilizaba su estatura (le pasaba veinte centímetros, como mínimo) para ilustrar el hecho de que, si la intimidación iba a ser un rasgo característico de aquellas entrevistas, él también la utilizaría.

– Si busca sospechosos asiáticos, sargento -dijo-, sepa que nosotros tenemos la intención de adelantarnos. Hombres o mujeres, niños o adultos. No vamos a permitir que interrogue a un paquistaní sin que haya una representación legal presente, una representación legal asiática.

Barbara le miró fijamente durante unos segundos antes de contestar. Muhannad necesitaba terminar la entrevista diciendo la última palabra, y casi tenía ganas de dejar que se saliera con la suya. Pero ese casi se debía a que estaba acalorada y cansada, ansiosa por tomar una ducha y una comida decente. Conocía la importancia de ganar la primera ronda de una contienda difícil.

– No puedo atarle las manos de momento, señor Malik, pero si se mete donde no le llaman, le aseguro que se encontrará en una celda por obstruir una investigación policial. -Cabeceó en dirección a la puerta-. ¿Sabrán encontrar la salida?

Los ojos de Muhannad se entornaron levemente.

– Una buena pregunta -contestó-. Tal vez quiera contestarla usted misma, sargento.


Emily estaba de pie junto a la pizarra cuando Barbara se sumó a la reunión que se celebraba en la sala de conferencias. Era la primera vez que veía a los detectives encargados de la investigación, y los observó con curiosidad. Catorce hombres y tres mujeres, apretujados en lo que debía de haber sido el salón del primer piso del caserón. Algunos tenían el trasero apoyado en el borde de la mesa, con los brazos cruzados y la corbata aflojada. Otros estaban sentados en sillas de plástico. Algunos repararon en la entrada de Barbara, pero el resto siguió concentrado en la inspectora.

Emily se erguía con el peso apoyado en un pie, el rotulador de la pizarra en una mano y una botella de Evian en la otra. Como todos los demás presentes en la sala, su piel brillaba a causa del sudor.

– Ah -dijo, y cabeceó en dirección a Barbara-. La sargento detective Havers acaba de llegar. Tendremos que darle las gracias a ella y a Scotland Yard si los paquistaníes empiezan a portarse bien. Lo cual nos permitirá a los demás conducir una investigación decente.

Todos los ojos se desviaron hacia Barbara. Intentó descifrarlos. Nadie parecía hostil a que hubiera invadido su territorio. Al menos, cuatro de los hombres encajaban con el tipo de detectives veteranos propensos a las burlas cuando trabajaban con una colega femenina. La miraron. Barbara se sintió torpe. Emily habló.

– ¿Algún problema, tíos?

Una vez recibido el mensaje, se volvieron hacia ella.

– De acuerdo. -La inspectora volvió la vista hacia la pizarra-. Continuemos. ¿Quién se ha encargado de los hospitales?

– Nada de utilidad -contestó un tío larguirucho cerca de la ventana-. Una mujer asiática murió en Clacton la semana pasada, pero tenía setenta y cinco años y le falló el corazón. No ha sido ingresada ninguna mujer con algo parecido a un aborto chapucero. He investigado en todos los hospitales, clínicas y consultorios médicos de la zona. Nada.

– De todos modos, si el tío era sarasa, como usted dijo, estamos en un callejón sin salida, ¿no, jefa?

La pregunta la había hecho un tipo mayor, que necesitaba un afeitado y un nuevo desodorante. Cercos de humedad descendían desde sus axilas hasta casi su cintura.

– Es demasiado pronto para decretar que algo carece de valor -dijo Emily-. Hasta que contemos con hechos sólidos, lo comprobaremos todo, aunque sea el evangelio. Phil, ¿qué más tienes sobre el Nez?

Phil se quitó un palillo de la boca.

– Volví a las casas que hay en lo alto del acantilado. -Echó un vistazo a la libretita encuadernada en negro-. Una pareja apellidada Sampson tenía una cita por la noche, y habían dejado a una canguro con los crios. La canguro, una chica llamada Lucy Angus, estaba con el novio, que le estaba haciendo compañía y algo más, pero cuando la animé a que le diera cuerda a su memoria, recordó que había oído un motor el viernes por la noche, alrededor de las diez y media.

Se oyeron murmullos esperanzados.

– ¿Cómo lograste que «diera cuerda a su memoria»? -preguntó Emily.

– No la hipnoticé, si se refiere a eso -dijo Phil con una sonrisa-. Había ido a la cocina para beber agua…

– Ya nos imaginamos qué le produjo esa sed -dijo en voz alta alguien.

– Silencio. -La orden de Emily fue brusca-. Continúa, Phil.

– Oyó un motor. Recuerda la hora porque el conductor metió mucho follón y miró fuera, pero no vio nada. Dijo que alguien estaba conduciendo sin luces.

– ¿Una barca? -preguntó Emily.

– Sí, a juzgar por la dirección del ruido. Dice que debía de ser una barca.

– Ponte al trabajo -dijo Emily-. Investiga en la dársena, investiga todos los puertos desde Harwich a Clacton, investiga las barcas alquiladas, y métete en el garaje, el cobertizo, el váter y el jardín trasero de todas las personas remotamente relacionadas con Querashi. Si alguien salió en barca aquella noche, alguien más tuvo que verla, oírla o intuirla. Frank, ¿qué sabes sobre la llave encontrada en la habitación de Querashi?

– Era del Barclays de Clacton. La cerradura de tiempo ya estaba en funcionamiento cuando llegué, de modo que sabremos lo que contiene mañana, en cuanto abran.

– Bien -dijo Emily, y sin permitirse ni una pausa asignó a los detectives las actividades del día siguiente. La principal consistía en encontrar a Fahd Kumhar-. Quiero que encontréis a este tipo, y deprisa, antes de que pueda escapar. ¿Entendido?

La segunda era procurar desmontar la coartada de Muhannad, y hubo varios murmullos de sorpresa cuando Emily introdujo la idea, pero no la conmovieron. Asignó a un agente detective llamado Doug Trotter la tarea de interrogar a los vecinos de Rakin Khan, a ver si alguno podía jurar que el asiático estaba con otra persona el viernes por la noche, además de Muhannad Malik.

Barbara la miró. Estaba claro que dirigir un equipo de aquella manera no era nada para Emily. Poseía una confianza inconmovible, que hablaba con elocuencia de cómo había accedido al cargo tan joven. Barbara pensó en su propia actuación durante el último caso. Se encogió al darse cuenta del contraste entre ella y la inspectora.

Después de responder a preguntas y escuchar sugerencias, Emily dio por concluida la reunión. Cuando los detectives se dispersaron, bebió de la botella y se acercó a Barbara.

– ¿Y bien? -dijo-. ¿Cómo te ha ido con los asiáticos?

– De momento Muhannad no ha proferido amenazas, pero no renuncia a la cuestión racial.

– Ha cantado la misma canción desde que le conozco.

– Sí, pero me intriga. ¿Y si tiene razón?

Contó a Emily el incidente con los dos niños que había presenciado cerca del parque de atracciones.

– No es muy probable -dijo Emily cuando terminó-. Piensa en el alambre, Barb.

– No me refiero a que sea un asesinato arbitrario de fondo racista -dijo Barbara-. ¿Podrían existir motivos raciales, aunque el asesinato fuera premeditado? ¿Es posible que hayan intervenido diferencias culturales, y todos los malentendidos que surgen de las diferencias culturales?

Emily pareció reflexionar sobre la posibilidad, con la atención puesta en la pizarra, pero sin que sus ojos se concentraran en las listas y los datos.

– ¿En quién estás pensando?

– Theo Shaw no lleva el brazalete por nada. Debía sostener relaciones con la hija de Malik. Si tal era el caso, ¿qué debía opinar de su matrimonio? Es un rasgo cultural, el matrimonio preacordado y todo eso. ¿Se resignó a hacer mutis por el foro sin más ni más? ¿Y qué me dices de Armstrong? Otro tío se quedó con su empleo. ¿Por qué? Porque lo tradicional es aupar a la familia. Si no merecía el despido, tal vez quiso enmendar el entuerto.

– La coartada de Armstrong es sólida. Los suegros la confirmaron. Yo misma hablé con ellos.

– De acuerdo, pero lo normal es que lo confirmaran, fuera cierto o no. Está casado con su hija. Es el sustento de la familia. ¿Van a decir algo que pudiera poner a su hija de patitas en la calle?

– Una confirmación es una confirmación.

– Pero no en el caso de Muhannad -protestó Barbara-. Él también tiene una coartada, y tú no la crees. ¿Verdad?

– ¿Debo aplicar el potro a los suegros de Armstrong?

Emily parecía impaciente.

– Son parientes, lo cual debilita la confirmación. Muhannad no es pariente de ese tal Rakin Khan, ¿verdad? ¿Por qué supones que Khan mintió? ¿Cuál sería su motivo?

– Se apoyan mutuamente. Es una cuestión de cultura.

La falta de lógica era patente.

– Si se apoyan mutuamente, ¿por qué iban a matar a otro?

Emily vació la botella de agua. La tiró a la papelera.

– Em -dijo Barbara, al ver que no contestaba-. No tiene ni pies ni cabeza. O se apoyan mutuamente, lo cual significa que hay pocas probabilidades de que un asiático se cargara a Querashi, o no se apoyan mutuamente, en cuyo caso es absurdo que Khan mienta por Muhannad Malik. O lo uno o lo otro. A mí me parece…

– Es intuición -interrumpió Emily-. Es olfato. Es la sensación básica de que algo apesta, y he de localizarlo. Si la pista conduce a la comunidad asiática, no puedo evitarlo, ¿verdad?

No era una cuestión de estar de acuerdo o no. Al fin y al cabo, Emily dirigía toda la investigación. Sin embargo, Barbara experimentó cierta inquietud ante la idea del instinto. Había participado en casos anteriores en que el «instinto» era una palabra que designaba otra cosa.

– Supongo -dijo, vacilante-. Tú eres la jefa.

Emily la miró.

– Exacto -dijo.

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