Capítulo 23

– Vaya a tomar algo, señor Shaw. Yo me quedaré a la puerta de la unidad, como en cada turno. Si su estado experimenta algún cambio, oiré el pitido de las máquinas.

– Estoy bien, hermana. No necesito…

– No me contradiga, jovencito. Está pálido como un muerto. Ha pasado aquí la mitad de la noche, y no servirá de nada si no empieza a cuidarse.

Era la voz de la enfermera de día. Agatha la reconoció. No tuvo que abrir los ojos para saber quién estaba hablando con su nieto, lo cual ya le iba bien, porque pensaba que abrir los ojos le costaría un gran esfuerzo. Además, no quería mirar a nadie. No quería ver la compasión en sus rostros. Sabía muy bien lo que inspiraba dicha compasión: la visión de una mujer hecha polvo, un cadáver en ciernes, toda arrugada de un costado, la pierna izquierda inutilizada, la mano izquierda convertida en la garra de un ave muerta, la cabeza ladeada, la boca y un ojo imitando la misma inclinación, la desagradable secreción que brotaba de ambos.

– Muy bien, señora Jacobs -dijo Theo a la enfermera, y Agatha se dio cuenta de que su voz denotaba cansancio. Denotaba agotamiento y malestar. Al pensar en eso, sintió por un momento que el pánico estrujaba sus pulmones y dificultaba su respiración. ¿Qué sería de ella si algo le pasaba a Theo?, se preguntó empavorecida. Jamás se había detenido a pensar en la posibilidad, pero ¿qué pasaría si no se cuidaba? ¿Qué pasaría si caía enfermo, o sufría un accidente? ¿Qué sería de ella?

Sintió su cercanía gracias al olor: el olor limpio a jabón y el leve aroma a lima de la loción astringente que usaba. Sintió que el colchón de la cama se hundía un poco cuando se inclinó sobre ella.

– Abuela -susurró-. Voy a bajar a la cafetería, pero no te preocupes. No tardaré mucho.

– Tardará lo necesario para tomar una comida como Dios manda -cortó la hermana Jacobs-. Si vuelve aquí antes de una hora, le echaré de nuevo. Lo digo en serio.

– Menuda cancerbera, ¿eh, abuela? -dijo Theo con cierto sarcasmo. Agatha sintió que apretaba sus labios secos contra su frente-. Volveré dentro de una hora y un minuto. Que descanses.

¿Descansar?, se preguntó Agatha, incrédula. ¿Cómo iba a descansar? Cuando cerraba los ojos, lo único que podía ver en su mente era el lamentable espectáculo que estaba dando: una caricatura deforme de la mujer vital que había sido en otro tiempo, ahora desvalida, inmóvil, entubada, dependiente. Cuando intentó expulsar dicha visión, con el fin de imaginar el futuro, lo que imaginó fue lo que había visto y despreciado mil veces, cuando conducía por la Explanada, bajo las Avenidas de Balford, donde aquella hilera de residencias para ancianos miraba al mar. Allí, los ancianos desechados caminaban penosamente, aferrados a sus bastones, con la espalda encorvada como el signo de una interrogación que nadie tenía el valor de contestar. Arrastraban los pies sobre la acera, un ejército de enfermos olvidados. Había sido consciente de aquellas reliquias de la humanidad desde que era pequeña. Y desde que era pequeña se había jurado que pondría fin a su vida antes que verse obligada a engrosar su número.

Sólo que ahora no quería poner fin a su vida. Quería recuperarla, y sabía que necesitaba a Theo para ello.

– Vaya, vaya, querida, algo me dice que está despierta bajo esos párpados.

La hermana Jacobs estaba inclinada sobre la cama. Llevaba un penetrante desodorante de hombre, y cuando sudaba, copiosa y frecuentemente, su cuerpo proyectaba un olor a especias, como vapor expulsado por el agua al hervir. Su mano alisó el cabello de Agatha. Un peine lo acarició, se enredó, tiró con insistencia, abandonó el esfuerzo.

– Tiene un nieto encantador, señora Shaw. Es un amor. Tengo una hija a la que le gustaría conocer a su Theo. ¿Está comprometido? Debería decirle que viniera a tomar una taza de té cuando esté libre. Se entenderían bien, mi Donna y su Theo. ¿Qué le parece? ¿Le gustaría tener una estupenda nuera, señora Shaw? Mi Donna podría serle de gran utilidad para su recuperación.

De ninguna manera, pensó Agatha. Una puta descerebrada con sus garras clavadas en Theo era justo lo que no necesitaba. Lo que necesitaba era escapar de aquel lugar, además de la paz y la tranquilidad indispensables para recuperar las fuerzas, que le harían falta en vistas a la inminente batalla de la convalecencia. Paz y tranquilidad eran lujos escasos cuando una estaba postrada en la cama de un hospital. En una cama de hospital, una recibía análisis, pinchazos, pellizcos y compasión. Y no le gustaba nada de eso.

Lo peor era la compasión. Detestaba la compasión. No la sentía por nadie, y no quería que nadie la sintiera por ella. Prefería experimentar la aversión ajena, lo mismo que sentía por aquellas piltrafas humanas que se arrastraban por la Explanada, antes que descubrirse convertida en un pelele paralítico, la clase de persona a quien la gente parecía hablar como si no existiera cuando estaba en su presencia. La aversión implicaba miedo y terror, lo cual siempre podía ser útil. La compasión implicaba la superioridad del otro, algo a lo que Agatha nunca se había enfrentado en su vida. Y tampoco ahora, juró.

Si permitía que alguien la dominara, caería derrotada. Una vez derrotada, sus planes sobre el futuro de Balford naufragarían. No quedaría nada de Agatha Shaw después de su muerte, salvo los recuerdos que su nieto, cuando llegara el momento adecuado, por supuesto, eligiera transmitir a las futuras generaciones. ¿Cómo podía confiar en la devoción de Theo a su memoria? El chico tenía otras responsabilidades. Por lo tanto, si era preciso afirmar su memoria, si había que dar sentido a su existencia antes de que la vida concluyera, tendría que hacerlo ella. Tendría que colocar los peones y los jugadores en su sitio. Y eso era lo que estaba haciendo cuando sobrevino el maldito ataque y dio al traste con sus planes.

Si no se andaba con cuidado, aquel monstruo de Malik, grasiento y sucio, llevaría a cabo su jugada. Ya lo había hecho cuando ocupó el puesto que ella había dejado vacante en el consejo municipal, como una serpiente de agua que se deslizara en un río. Era inimaginable lo que podía hacer, en cuanto se enterara de que otro ataque la había dejado fuera de juego.

Si Akram Malik disfrutaba de la oportunidad de sacar adelante sus planes, Balford vería algo más que el parque de Falak Dedar. Antes de que la ciudad se diera cuenta de lo que estaba pasando, habría un minarete en el mercado, una mezquita hortera en lugar de la querida St. John's Church, y malolientes restaurantes hindúes en todas las esquinas, desde Balford Road hasta el mismísimo mar. Y después, llegaría la invasión real: oleadas de paquistaníes con sus oleadas de niños piojosos, la mitad de ellos viviendo a costa de los servicios sociales, la otra mitad ilegales, y todos ellos contaminando la cultura y las tradiciones en cuyo seno habían elegido vivir.

«Quieren una vida mejor, abuela», sería la explicación de Theo, pero ella no necesitaba sus patéticas explicaciones para comprender lo que era evidente. Lo que querían era su vida. Querían la vida de todos los hombres, mujeres y niños ingleses. Y no desistirían ni descansarían hasta que lo hubieran logrado.

En especial Akram, pensó Agatha. Aquel repugnante, asqueroso y miserable Akram. Hablaba de una forma empalagosa sobre la amistad y la hermandad. Hasta se adjudicaba el papel de conciliador de la comunidad con su ridícula Cooperativa de Caballeros. Pero ni sus palabras ni sus actos engañaban a Agatha. Eran meros subterfugios, añagazas con las que imbecilizar todavía más al populacho cretino.

Pero ella le demostraría que no podía engañarla. Se levantaría de su cama de hospital como Lázaro, como una fuerza indomable a la que Akram Malik, con todos sus planes, no podía confiar en oponerse.

Agatha se dio cuenta de que la hermana Jacobs se había marchado. El olor a especias se había disipado, y en su lugar flotaba el aroma a medicamentos, tubos de plástico, secreciones corporales (las suyas) y la cera del suelo.

Abrió los ojos. Su colchón estaba levantado, de manera que yacía en un leve ángulo, en lugar de estar acostada de espaldas. Una notable mejora respecto a las horas inmediatamente posteriores al ataque. Después, su única visión consistió en las losas acústicas del techo, algo desdibujadas. Ahora, al menos, pese al hecho de que el sonido se había apagado y la hermana Jacobs había olvidado subirlo antes de marchar, podía ver la televisión. Estaban pasando una película, en la que un marido frenético, demasiado guapo para ser creíble, entraba en camilla a su enorme, pero todavía atractiva esposa (aún más guapa) en un quirófano para que diera a luz a su hijo. Debía ser una comedia, pensó Agatha, a juzgar por su comportamiento cómico y la expresión de sus rostros. Qué chorrada. Sabía que ninguna mujer podía considerar cómico el acto de dar a luz.

Consiguió ladear la cabeza unos centímetros con un gran esfuerzo, lo suficiente para ver la ventana. Un pedazo de cielo del color de una cola de cernícalo le reveló que el calor continuaba en pleno apogeo. No sentía los efectos de la temperatura exterior, pues el hospital era uno de los escasos edificios en treinta kilómetros a la redonda que tenía aire acondicionado. Habría celebrado el hecho de haber estado en el hospital para visitar a alguien, alguien merecedor de una desgracia, por ejemplo. Era capaz de nombrar a veinte personas más merecedoras de una desgracia que ella. Pensó en aquel punto. Empezó a nombrar a aquellas veinte personas. Se distrajo asignando a cada una su tormento particular.

Al principio, no se dio cuenta de que alguien había entrado en la habitación. Una tosecita anunció que tenía un visitante.

– No, no se mueva, señora Shaw -dijo una voz serena-. Permítame, por favor.

Unos pasos dieron la vuelta a la cama, y de repente se encontró cara a cara con su peor enemigo: Akram Malik.

Emitió un ruido inarticulado, cuyo significado era «¿Qué quiere? Lárguese. No quiero que venga a regocijarse de mi desgracia», pero sólo surgió un revoltijo de aullidos y gruñidos incomprensibles, debido a los mensajes confusos que su cerebro dañado enviaba a las cuerdas vocales.

Akram la miró con suma atención. Sin duda estaba haciendo inventario de su estado, calculando hasta qué punto debería importunarla para enviarla a la tumba, lo cual allanaría su camino y le permitiría llevar a la práctica sus insidiosos planes para Balford-le-Nez.

– No pienso morirme, señor Wog -dijo-, de manera que borre esa expresión hipócrita de su cara. Siente tanta compasión por mí como la que yo sentiría por usted en circunstancias similares.

Pero su boca sólo emitió una serie de sonidos indefinidos.

Akram miró alrededor y desapareció un momento de su vista. Invadida por el pánico, la señora Shaw pensó que intentaba desconectar las máquinas que zumbaban y emitían suaves pitidos detrás de su cabeza. Pero el hombre volvió con una silla, y se sentó.

Vio que llevaba un ramo de flores. Las dejó sobre la mesa contigua a la cama. Extrajo de su bolsillo un pequeño libro encuadernado en piel. Lo apoyó sobre su rodilla, pero no lo abrió. Agachó la cabeza y empezó a murmurar un torrente de palabras en su jerga paquistaní.

¿Dónde estaba Theo?, pensó Agatha, desesperada. ¿Por qué no estaba con ella, para evitarle aquel sufrimiento? Akram Malik farfullaba en voz baja, pero su tono no iba a engañarla. Seguramente le estaba echando una maldición. Estaba practicando magia negra, vudú o cualquier otra cosa útil para derrotar a sus enemigos.

No iba a soportarlo.

– ¡Basta de cuchicheos! -dijo-. ¡Pare ahora mismo! ¡Salga de esta habitación inmediatamente!

Pero su forma de lenguaje era tan indescifrable para el hombre como la de él para ella, y su única respuesta fue apoyar una mano oscura sobre la cama, como si estuviera impartiendo una bendición que Agatha no necesitaba, ni mucho menos quería.

Por fin, alzó la cabeza de nuevo. Reemprendió su perorata, sólo que esta vez le entendió a la perfección. Y su voz era tan apremiante que no tuvo otro remedio que sostener su mirada. Los basiliscos son así, pensó, te empalan con sus ojos acerados. Pero no apartó la vista.

– Me he enterado esta mañana de su problema, señora Shaw -dijo Malik-. Lo siento muchísimo. Mi hija y yo deseamos presentarle nuestros respetos. Ella espera en el pasillo, mi Sahlah, porque nos avisaron de que sólo podía entrar uno de nosotros en la habitación. -Apartó la mano de la cama y la apoyó sobre el libro. Sonrió y prosiguió-. Pensé en leerle el libro sagrado. A veces, considero que mis palabras son inadecuadas para la oración, pero cuando la vi, las palabras fluyeron por sí solas sin el menor esfuerzo. En otro tiempo, me habría preguntado si esa circunstancia poseía un significado mayor, pero desde hace mucho tiempo me he resignado a aceptar que los caminos de Alá son, casi siempre, inescrutables.

¿De qué estaba hablando?, se preguntó Agatha. Le invadía una gran satisfacción, no cabía la menor duda al respecto, así que ¿por qué no iba al grano y terminaban de una vez?

– Su nieto Theo me ha sido de considerable ayuda durante este último año. Tal vez ya lo sepa. Durante algún tiempo, he pensado en la mejor manera de agradecerle su bondad hacia mi familia.

– ¿Theo? -dijo Agatha-. Theo no. Mi Theo. No haga daño a Theo, animal.

Por lo visto, el hombre interpretó su conglomerado de sonidos como una necesidad de aclaración.

– Condujo a Mostazas Malik hasta el presente y el futuro con sus ordenadores -dijo el hombre-. Fue el primero en apoyarme y comprometerse con la Cooperativa de Caballeros. Su nieto Theo tiene una visión de la vida no muy distinta de la mía. Teniendo en cuenta la desgracia que se ha abatido sobre usted, se me ha ocurrido una manera de corresponder a sus demostraciones de amistad.

«La desgracia que se ha abatido sobre usted», repitió Agatha. Comprendió sin la menor sombra de duda qué se proponía. Ahora era el momento en que se proponía asestar el golpe de gracia. Como un halcón, había elegido aquel momento, debido al daño que podía causar a la víctima. Y ella estaba totalmente indefensa.

Maldita sea su jactancia, pensó. Malditos sean sus modales untuosos y repugnantes. Y sobre todo,-maldita sea…

– Hace tiempo que estoy informado de su sueño de reurbanizar nuestra ciudad y devolverle su anterior esplendor. Tras haber sufrido un segundo ataque, debe temer que su sueño no se convierta en realidad.

Apoyó la mano sobre la cama una vez más, pero esta vez cubrió la mano de Agatha. La buena no, observó, porque habría podido retirarla, pero su otra mano, tan similar a una garra, era incapaz de moverse. Qué listo, pensó con amargura. Qué gran idea hacer hincapié en su invalidez antes de explicar los planes que la llevarían a la destrucción.

– Intento prestar todo mi apoyo a Theo, señora Shaw -dijo Malik-. La reurbanización de Balford-le-Nez se llevará a cabo tal como usted lo había planeado. Su nieto y yo conseguiremos que esta ciudad renazca de nuevo, fieles hasta el último detalle de su proyecto. Eso es lo que he venido a decirle. Descanse tranquila y concéntrese en sus esfuerzos por recobrar la salud, para que pueda vivir muchos años entre nosotros.

Y entonces, se inclinó y apoyó sus labios sobre la mano deforme, fea y tullida.

Como carecía de lenguaje para contestar, Agatha se preguntó cómo demonios iba a pedir a alguien que se la lavara.

Barbara intentaba por todos los medios centrar su mente en lo que importaba, es decir, la investigación, pero no paraba de desviarse en la dirección de Londres, más en concreto Chalk Farm y Eton Villas, y aún más en concreto hacia el piso de la planta baja de una casa eduardiana amarilla remozada. Al principio, se dijo que tenía que haber un error. O había dos Taymullah Azhar en Londres, o la información proporcionada por el SOll era incorrecta, incompleta o falsa. Pero los datos fundamentales sobre el asiático en cuestión, proporcionados por Inteligencia de Londres, se encontraban entre los datos que ya conocía sobre Azhar. Cuando leyó el informe, poco después de regresar al despacho de Emily con la inspectora, tuvo que admitir que la descripción facilitada por Londres era idéntica en muchos aspectos a la imagen que ya se había forjado. La dirección del sujeto era la misma; la edad de la niña era correcta; el hecho de que la madre de la niña no estuviera incluida en la imagen coincidía con lo que el informe decía. Azhar era identificado como profesor de microbiología, cosa que Barbara sabía, y su implicación con un grupo londinense llamado Orientación y Ayuda Legal Asiática era compatible con los conocimientos que el hombre había demostrado durante los últimos días. Por lo tanto, el Azhar del informe de Londres tenía que ser el mismo Azhar al que conocía. Pero el Azhar al que conocía no parecía el mismo Azhar al que creía conocer. Lo cual ponía en entredicho todas sus circunstancias, sobre todo su papel en la investigación.

Mierda, pensó. Necesitaba un cigarrillo. Lo necesitaba con desesperación. Mientras Emily se quejaba de que debía perder el tiempo llamando una vez más a su superintendente, Barbara se precipitó en el lavabo y encendió uno con ansia, chupándolo como un buceador necesitado de aire.

De repente, muchas cosas sobre TaymuUah Azhar y su hija empezaron a adquirir sentido. Entre las piezas del rompecabezas que comenzaban a definirse estaban la fiesta del octavo cumpleaños de Hadiyyah, de la que Barbara había sido la única invitada; una madre que, en teoría, había viajado a Ontario, pero que no revelaba su paradero a su única hija ni siquiera con una postal; un padre que nunca pronunciaba la palabra «esposa» y nunca hablaba de la madre de su hija, a menos que saliera el tema a colación; la ausencia de pruebas en el piso de la planta baja de que una mujer adulta había vivido recientemente en él. No se veía por parte alguna limas o esmalte de uñas, bolsos tirados al azar, útiles de coser o zurcir, ejemplares de Vogue o Elle, restos de alguna afición, como pintar acuarelas o disponer flores. ¿Había vivido alguna vez Angela Weston, la madre de Hadiyyah, en Eton Villas?, se preguntó Barbara. Y en tal caso, ¿hasta cuándo pensaba Taymullah Azhar mantener la farsa de una mamá en vacaciones, cuando la verdad era que se trataba de una mamá en fuga?

Barbara se acercó a la ventana del lavabo y echó un vistazo al pequeño aparcamiento. El agente Billy Honigman estaba acompañando a un Fahd Kumhar recién duchado, aseado y vestido con ropa limpia hasta un coche de la policía. Mientras miraba, Azhar les abordó. Habló con Kumhar. Honigman le advirtió que se alejara. El agente acomodó a su pasajero en el asiento trasero. Azhar caminó hasta su coche y, cuando Honigman arrancó, le siguió sin el menor disimulo. Tal como había prometido, iba a escoltar a Kumhar hasta su casa.

Un hombre de palabra, pensó Barbara. Un hombre de más de una palabra, de hecho.

Pensó en las respuestas que le había dado a preguntas sobre su cultura. Ahora, comprendió que eran pertinentes. Había sido expulsado de su familia, como le habría pasado a Querashi si su homosexualidad se hubiera descubierto. Estaba tan desconectado de su familia que hasta la existencia de su hija era ignorada. Ellos dos constituían una isla en medio del mar. No era de extrañar que comprendiera y explicara tan bien el significado de ser un desterrado.

Barbara procesó todo esto con una buena dosis de pensamiento racional, pero no estaba dispuesta a procesar lo que aquella información sobre el paquistaní significaba para ella como persona. Se dijo que no podía significar nada en absoluto. Al fin y al cabo, no sostenía ninguna relación personal con Taymullah Azhar. Interpretaba el papel de amiga en la vida de su hija, cierto, pero en lo tocante a definir el papel que interpretaba en la vida de él… No existía.

Por tanto, no entendía por qué, de alguna manera, se sentía traicionada al saber que había abandonado a una mujer y dos hijos. Llegó a la conclusión de que tal vez experimentaba la traición que Hadiyyah sentiría si alguna vez sabía la verdad.

Sí, pensó Barbara. Sin duda era eso.

La puerta se abrió y Emily entró como una exhalación, directa hacia uno de los lavabos. Barbara apagó a toda prisa el cigarrillo con la suela de su bamba, y tiró la colilla por la ventana.

La nariz de Emily se agitó.

– Joder, Barb -dijo-. ¿Aún sigues enganchada al tabaco, después de tantos años?

– No soy de las que hacen ascos a sus adicciones -confesó Barbara. Emily abrió el grifo y empapó una toalla de papel debajo del chorro. La aplicó a su nuca, indiferente a que el agua resbalara por su espalda y mojara el top.

– Ferguson -dijo, como si el nombre del súper fuera una imprecación-. Tiene la entrevista para el puesto de subjefe de policía dentro de tres días. Espera que se produzca un arresto en el caso de Querashi antes de presentarse ante el tribunal, muchas gracias. No es que haya movido ni un dedo para ayudar a que la investigación adelantara, a menos que se entienda por ayuda amenazarme con sustituirme por el jodido de Howard Presley y hacerme la zancadilla a cada paso que doy. No obstante, se sentirá muy contento de recibir los aplausos si detenemos a alguien sin más derramamientos de sangre públicos. Que le den por el culo. Desprecio a ese hombre.

Mojó una mano y se la pasó por el pelo. Se volvió hacia Barbara.

Había llegado el momento de peinar la fábrica de mostazas, anunció. Había solicitado una orden de registro al juez, y la había extendido en un tiempo récord. Al parecer, estaba tan ansioso como Ferguson de cerrar el caso sin que otra batalla campal estallara en las calles.

Pero existía otro detalle, sin relación alguna con la fábrica y la convicción de Emily de que algo ilegal se cocía dentro de sus muros, y Barbara quería investigarlo. No podían olvidar el hecho de que Sahlah Malik estaba embarazada, ni pasar por alto la importancia del hecho en el caso.

– ¿Podemos acercarnos a la dársena, Em?

Emily consultó su reloj.

– ¿Por qué? Ya sabemos que los Malik no tienen barco, si insistes en que el asesino llegó al Nez por mar.

– Pero Theo Shaw sí. Y Sahlah está embarazada. Y Sahlah regaló ese brazalete a Theo. El tío tiene un móvil, Em. Un móvil como un piano, con independencia de lo que Muhannad y sus compinches estén cociendo en Eastern Imports.

Theo tampoco tenía coartada, mientras que Muhannad sí, quiso añadir, pero se mordió la lengua. Emily lo sabía, pese a su decisión de detener a Muhannad por el delito que fuera.

Emily frunció el entrecejo, mientras pensaba en la solicitud de Barbara.

– Sí. De acuerdo -dijo-. Lo comprobaremos.

Se fueron en uno de los Ford camuflados, doblaron por High Street, donde vieron a Rachel Winfield, que pedaleaba hacia la joyería Racon desde la dirección del mar. La chica tenía la cara congestionada. Daba la impresión de haber estado toda la mañana dale que dale en la bicicleta. Se detuvo para recuperar el aliento junto a un letrero que anunciaba la dársena de Balford hacia el norte. Saludó alegremente cuando el Ford la rebasó. Si era culpable de algo, no lo aparentaba.

La dársena de Balford se hallaba a unos dos kilómetros, por la carretera que corría perpendicular a la calle Mayor. Su extremo inferior abarcaba una cuarta parte de la plaza cuyo lado opuesto era Alfred Terrace, donde residían los Ruddock. Dejaba atrás Tide Lake, un aparcamiento de caravanas y, al final, la masa circular de Martello Tower, que había sido utilizada para defender la costa durante las guerras napoleónicas. La carretera terminaba en la propia dársena.

Consistía en una serie de ocho pontones, a los que estaban amarrados veleros y yates en las plácidas aguas de la bahía. En el extremo norte, una pequeña oficina se levantaba al lado de un edificio de ladrillo, que albergaba lavabos y duchas. Emily guió el coche en aquella dirección y aparcó al lado de una hilera de kayaks, sobre los cuales colgaba un letrero descolorido que anunciaba East Essex Boat Hire.

El propietario del negocio también ejercía las funciones de capitán de puerto, un empleo bastante limitado, teniendo en cuenta el tamaño relativamente pequeño del puerto en cuestión.

Emily y Barbara interrumpieron a Charlie Spencer en plena operación de examinar los programas de carreras de caballos de Newmarket.

– ¿Ya han cogido a alguien? -fueron sus primeras palabras cuando levantó la vista, vio la identificación de Emily y encajó su mordisqueado lápiz detrás de la oreja-. No puedo quedarme aquí todas las noches con una escopeta. ¿De qué sirven mis impuestos, si la policía local no me sirve de nada, eh? Dígamelo usted.

– Mejore su seguridad, señor Spencer -replicó Emily-. Supongo que no sale de casa sin cerrar la puerta con llave.

– Mi perro se ocupa de cuidar la casa -dijo el hombre.

– En ese caso, necesita otro que vigile su dársena.

– ¿Cuál de ésos es el de Shaw? -preguntó Barbara al hombre, e indicó las hileras de barcos amarrados, inmóviles en el puerto.

Había muy poca gente en las inmediaciones, pese a la hora del día y el calor que animaba a surcar el mar.

– El Figbting Lady -contestó el hombre-. El más grande, al final del pontón seis. Los Shaw no deberían tenerlo ahí, pero les conviene, pagan sin falta y siempre lo han hecho, así que ¿quién soy yo para quejarme, eh?

Cuando le preguntaron por qué el Figbting Lady no debía estar en la dársena de Balford, el hombre dijo:

– El problema es la marea.

Siguió explicando que lo mejor sería amarrar un barco tan grande en un lugar que no dependiera tanto de la marea. Con marea alta no había problema. Cantidad de agua para mantener a flote un barco. Pero cuando la marea se retiraba, el fondo del yate encallaba en el barro, lo cual no era bueno, puesto que la cabina y las máquinas del barco ejercían presión sobre la infraestructura.

– Acorta la vida del barco -explicó.

¿Y la marea del viernes por la noche?, le preguntó Barbara. ¿La marea de entre las diez y las doce de la noche, por ejemplo?

Charlie dejó a un lado sus programas de carreras para consultar un folleto que había al lado de la caja.

Baja, les dijo. El Fighting Lady, así como cualquier yate anclado en la dársena, no habría podido ir a ningún sitio el viernes por la noche.

– Necesitan sus buenos dos metros y medio de agua para maniobrar -explicó-. Ahora, en cuanto a mi reclamación, inspectora…

Empezó a hablar con Emily sobre la eficacia de adiestrar perros de vigilancia.

Barbara les dejó discutiendo. Salió y paseó en dirección al pontón seis. Era fácil distinguir el Fighting Lady, porque se trataba del barco más grande de la dársena. Su pintura blanca estaba reluciente, y su maderamen y accesorios de cromo estaban protegidos por una lona azul. Cuando vio el barco, Barbara comprendió que, aunque la marea hubiera sido alta, ni Theo Shaw ni nadie habría podido amarrar la embarcación cerca de la orilla. Amarrarla frente al Nez habría exigido nadar hasta la playa, y no parecía probable que alguien dispuesto a matar empezara su faena nocturna con una zambullida.

Volvió hacia la oficina, mientras examinaba las demás embarcaciones del puerto. Pese al tamaño de la dársena, servía de punto de anclaje para un poco de todo: lanchas motoras, barcos de pesca con motor diesel, e incluso un elegante Hawk 31, izado fuera del agua por medio de un cabrestante, que se llamaba el Sea Wizard y habría parecido más en su ambiente en la costa de Florida o en Mónaco.

En las cercanías de la oficina, Barbara vio las embarcaciones que Charlie alquilaba. Además de lanchas motoras y kayaks, que descansaban sobre armazones alineados, encima del pontón esperaban diez canoas y ocho Zodiac hinchables. Dos de estas últimas estaban ocupadas por gaviotas. Otras aves volaban en círculo y chillaban en el aire.

Mientras observaba las Zodiac, Barbara recordó la lista de actividades delictivas que Belinda Warner había recopilado a partir del libro de registro. Antes, su atención se había centrado en las cabañas de playa forzadas y en lo que significaban para la coartada de Trevor Ruddock la noche de autos, pero ahora se dio cuenta de que las actividades delictivas tenían otro punto de interés.

Caminó sobre el estrecho pontón y examinó las Zodiac. Cada una iba equipada con un juego de remos, pero también podían funcionar a motor. Había un grupo de motores colocados sobre armazones, cerca del extremo del pontón. Sin embargo, una de las hinchables ya estaba en el agua con un motor sujeto, y cuando Barbara giró la llave, descubrió que el motor era eléctrico, no de gas, con lo cual prácticamente no hacía ruido. Examinó las hélices que se introducían en el agua. Se hundían menos de sesenta centímetros.

– Eso es -murmuró, una vez llevado a cabo su examen-. Eso es.

Alzó la vista cuando el pontón se movió. Emily estaba muy cerca de ella, y se protegía los ojos con la mano. A juzgar por su expresión, Barbara adivinó que la inspectora había llegado a la misma conclusión que ella.

– ¿Qué decía el libro de registro de la policía? -fue la retórica pregunta de Barbara.

De todos modos, Emily contestó.

– Le afanaron tres Zodiac sin que se enterara. Las tres fueron encontradas más tarde en los alrededores del Wade.

– ¿Habría sido muy difícil mangar una Zodiac por la noche y navegar por los bajíos, Em? Si el que lo hizo la devolvió antes del amanecer, nadie debió enterarse. Y parece que la seguridad de Charlie es poco menos que inexistente, ¿verdad?

– Ya lo creo. -Emily volvió la vista hacia el norte-. El Canal de Balford está al otro lado de esa lengua de tierra, Barb, donde está la cabaña de pescadores. Aun con marea baja, habría agua en el canal, y suficiente agua aquí, en el puerto, para poder entrar. No la suficiente para un barco grande, pero para una hinchable… Ningún problema.

– ¿Adonde conduce el canal? -preguntó Barbara.

– Corre paralelo al lado oeste del Nez.

– Por lo tanto, alguien pudo robar una Zodiac, subir por el canal y rodear la punta norte del Nez, para luego varar en cualquier punto del lado este y caminar hacia el sur, hasta la escalera.

Barbara siguió la dirección de la mirada de Emily. Al otro lado de la pequeña bahía que protegía la dársena, una serie de campos cultivados se alzaban hasta la parte posterior de una propiedad. Las chimeneas de los edificios principales se veían con nitidez. Un sendero transitado bordeaba el terreno de la propiedad a lo largo del perímetro norte de los campos. Corría hacia el este y desembocaba en la bahía, donde doblaba hacia el sur y seguía la línea de la costa.

– ¿Quién vive en esa casa, Em? -preguntó Barbara-. La grande, la de las chimeneas.

– Se llama Balford Oíd Hall -dijo Emily-. Ahí viven los Shaw.

– Bingo -murmuró Barbara.

Pero Emily rechazó aquella solución tan fácil a la ecuación móvil-medios-oportunidad.

– No estoy dispuesta a cargarles el mochuelo a ésos -dijo-. Vamos a la fábrica de mostazas antes de que alguien dé el soplo a Muhannad. Si es que herr Reuchalein no se nos ha adelantado -añadió.


Sahlah esperaba en el pasillo del hospital, vigilando la puerta de la habitación de la señora Shaw. La enfermera les había informado de que sólo una persona a la vez podía entrar en el cuarto de la paciente, y experimentó un gran alivio al saber que no tendría que ver a la abuela de Theo. Al mismo tiempo, sintió una enorme culpabilidad a causa de dicho alivio. La señora Shaw estaba enferma, y en un estado desesperado, a juzgar por las máquinas que había visto al asomarse a su habitación, y los principios de su religión la obligaban a atender a las necesidades de la mujer. Aquellos que creyeran y realizaran buenas obras, enseñaba el Corán, serían conducidos a los jardines bajo los cuales corrían ríos. ¿Y qué mejor obra que visitar a los enfermos, sobre todo cuando el enfermo tomaba la forma de un enemigo?

Theo nunca había revelado de una forma directa el hecho de que su abuela odiaba a la comunidad asiática en conjunto, y les deseaba lo peor individualmente, pero su aversión hacia los inmigrantes que habían invadido Balford-le-Nez siempre constituía la realidad no verbalizada entre Sahlah y el hombre al que amaba. Les había separado con tanta eficacia como las revelaciones de Sahlah acerca de los planes de sus padres para su futuro.

En el fondo, Sahlah sabía que el amor entre Theo y ella estaba ya condenado antes de nacer. Tradición, religión y cultura habían conspirado al unísono para destruirlo. Sin embargo, descargar sobre otra persona la culpa de que su vida con Theo era imposible era una tentación que había intentado seducirla desde el primer momento. Qué fácil era ahora manipular las palabras del Corán, hasta convertirlas en una justificación de lo que había sucedido a la abuela de Theo: Todo bien que te acaezca, oh, hombre, procede de Alá, y todo mal que te acaezca procede de ti.

Por consiguiente, podía proclamar en voz alta que el estado actual de la señora Shaw era el resultado directo del odio y los prejuicios que abrigaba en su interior y alentaba en los demás. Pero Sahlah sabía que también ella podía aplicarse aquellas palabras del Corán. Porque el mal se había abatido sobre ella como se había abatido sobre la abuela de Theo. Y ese mal era el resultado directo de su comportamiento egoísta y descarriado.

No quería pensar en ello, en cómo se había abatido sobre ella aquel mal y en lo que iba a hacer para erradicarlo. La verdad era que no sabía lo que iba a hacer. Ni siquiera sabía por dónde empezar, pese a que estaba sentada en el pasillo de un hospital, donde era muy probable que se llevaran a cabo en todo momento actividades eufemísticamente etiquetadas como Procedimientos Necesarios.

Sólo había sentido alivio al ver a Rachel. En cuanto su amiga había dicho, «Ya lo he hecho», había sentido que se desprendía de un peso tan enorme que, por un momento, creyó que se pondría a volar. Sin embargo, cuando quedó claro que la frase se refería a la compra de un piso al que Sahlah nunca se mudaría, la desesperación la había invadido de nuevo. Rachel había sido su única esperanza de deshacerse de la marca del pecado contra su religión y su familia, en absoluto secreto y corriendo un riesgo mínimo. Ahora, sabía que debería arreglárselas sola. Ni siquiera era capaz de decidir cuál debía ser su primer movimiento.

– ¿Sahlah? ¿Sahlah?

Se sobresaltó al oír su nombre, pronunciado en el mismo tono cuchicheado que él empleaba en la peraleda las noches que se encontraban. Theo se erguía a su derecha, petrificado en el pasillo, con una lata de coca-cola perlada de humedad en una mano.

Llevó la mano sin darse cuenta hacia el colgante, tanto para ocultarlo a la vista de Theo como para sujetarlo como quien se acoge a lugar sagrado. Pero él había visto el fósil, y debió extraer sus propias conclusiones del hecho de que lo llevara, porque se sentó en el banco a su lado. Dejó la lata en el suelo. Ella observó sus movimientos. Después, clavó la vista en la parte superior de la lata.

– Rachel me lo dijo, Sahlah -empezó Theo-. Cree…

– Sé lo que cree -susurró Sahlah.

Quería decirle a Theo que se fuera o, al menos, que se quedara de pie al otro lado del pasillo y fingiera que únicamente le estaba expresando sus condolencias por el estado de su abuela, y que él le estaba agradeciendo su interés. Sin embargo, sólo su cercanía, después de las largas semanas de separación, era como una bebida embriagadora para ella. Su corazón anhelaba más y más, mientras su mente le decía que la única forma de sobrevivir era aceptar menos.

– ¿Cómo pudiste hacerlo? -preguntó Theo-. No he parado de repetirme esa pregunta desde que hablé con ella.

– Por favor, Theo. No sirve de nada hablar de eso.

– ¿Qué no sirve de nada? -formuló la pregunta con amargura-. Por mí, estupendo, porque me da igual que no sirva. Yo te quería, Sahlah. Tú dijiste que me querías.

La parte superior de la lata brillaba débilmente. Sahlah parpadeó varias veces y mantuvo la cabeza gacha. Alrededor, la actividad del hospital continuaba. Los asistentes se apresuraban con camillas delante de ellos, los médicos hacían rondas, las enfermeras llevaban pequeñas bandejas con medicamentos para sus pacientes. Pero Theo y ella estaban tan aislados del mundo como si estuvieran encerrados en una cabina de cristal.

– Lo que me he estado preguntando -siguió Theo-, es cuánto tardaste en decidir que amabas a Querashi en lugar de a mí. ¿Cuánto fue, un día? ¿Una semana? ¿Dos? O tal vez no sucedió, porque como me has dicho muchas veces, en las costumbres de tu pueblo el amor no cuenta a la hora de decidir un matrimonio. ¿No me lo explicabas así?

Sahlah sentía que la sangre latía con furia bajo la marca de nacimiento de su mejilla. No podía ayudarle a comprender, porque su exigencia de comprender implicaba una verdad que no estaba dispuesta a revelarle.

– También me he estado preguntando cómo pasó y dónde. Espero que me perdones, porque has de comprender que durante las seis últimas semanas no he estado pensando en otra cosa, salvo en cómo y cuándo no pasó entre los dos. Pudo ser, pero no ocurrió. Oh, llegamos muy cerca, ¿verdad? En Horsey Island. Incluso aquella vez en el huerto, cuando tu hermano…

– Theo -dijo Sahlah-. No nos hagas esto, por favor.

– No es cuestión de nosotros. Yo lo pensaba así. Incluso cuando Querashi apareció, como tú dijiste que sucedería, lo seguí pensando. Me puse aquel jodido brazalete…

La joven se encogió al oír el taco. Vio que ahora no llevaba el brazalete.

– … y seguí pensando. Ella sabe que no ha de casarse con él. Sabe que puede negarse al matrimonio, porque no hay forma de que su padre la obligue a casarse con alguien contra su voluntad. Sí, su padre es asiático, pero también es inglés. Tal vez más inglés que ella. Pero los días transcurrieron, se convirtieron en semanas, y Querashi se quedó. Se quedó y tu padre lo llevó a la Cooperativa y le presentó como a su hijo. «Dentro de unas semanas, se unirá a nuestra familia», me dijo. «Toma a nuestra Sahlah como esposa.» Y tuve que escucharlo y desearle todos mis parabienes y lo único que deseaba era…

– ¡No!

No podía soportar oír la admisión. Y si Theo pensaba que su negativa a escuchar significaba que ella ya no le quería, mejor aún.

– Eso era por las noches -dijo Theo. Sus palabras eran sucintas, pero transparentaban su amargura-. De día, era capaz de olvidar todo y trabajar hasta sumirme en una especie de letargo. Pero de noche, sólo podía pensar en ti. Aunque no dormía y casi no comía, podía aguantarlo porque pensaba que tú también estarías pensando en mí. Se lo dirá a su padre esta noche, me repetía. Querashi se irá. Y después, tendremos tiempo, Sahlah, tiempo y una oportunidad.

– Nunca tuvimos nada de eso. Intenté decírtelo. No quisiste creerme.

– ¿Y tú? ¿Qué querías tú, Sahlah? ¿Por qué venías a mi encuentro en el huerto, aquellas noches?

– No puedo explicarlo -susurró, desolada.

– Es lo que pasa con los juegos. Nadie puede explicarlos.

– Yo no estaba jugando contigo. Lo que sentía era real. Yo era real.

– De acuerdo. Estupendo. Estoy seguro de que también era real para ti y para Haytham Querashi.

Theo hizo ademán de levantarse.

Ella le detuvo. Rodeó con su mano la piel desnuda de su brazo.

– Ayúdame -dijo, y le miró por fin.

Había olvidado el verde azulado exacto de sus ojos, el lunar junto a su boca, la inclinación de su cabello rubio y lacio. Su repentina proximidad la sobresaltó, y la reacción de su cuerpo a la simple sensación del tacto de su mano la asustó. Sabía que debía soltarle, pero no pudo. No le soltaría hasta que él se comprometiera. Era su única oportunidad.

– Rachel no quiere hacerlo, Theo. Ayúdame, por favor.

– ¿Te refieres a deshacerte del hijo de Querashi? ¿Por qué?

– Porque mis padres…

¿Cómo iba a explicárselo?

– ¿Qué pasa con ellos? Oh, es probable que tu padre se cabree cuando se entere de que estás embarazada, pero si el bebé es un chico, no tardará en aceptarlo. Dile que Querashi y tú estabais tan ansiosos que no pudisteis esperar hasta después de la ceremonia.

Pese a la injusticia de sus palabras, aunque nacidas de los sufrimientos de Theo, su brutalidad la obligó a soltar la verdad.

– El niño no es de Querashi -dijo. Soltó su brazo-. Ya estaba embarazada de dos meses cuando Haytham llegó a Balford.

Theo la miró, incrédulo. Después, Sahlah observó que intentaba averiguar toda la verdad a partir de su expresión torturada.

– ¿Qué cono…? -La pregunta murió antes de que la terminara. Se limitó a repetir la misma frase-. Sahlah, ¿qué cono…?

– Necesito tu ayuda -dijo la muchacha-. Suplico tu ayuda.

– ¿De quién es? -preguntó Theo-. Si no es de Haytham… Sahlah, ¿de quién es?

– Ayúdame a hacer lo que debo, por favor. ¿A quién puedo telefonear? ¿Hay una clínica? En Balford no puede ser. No puedo correr ese riesgo. Pero tal vez en Clacton… Tiene que haber algo en Clacton, alguien que me ayude, Theo. Lo más deprisa posible y en absoluto secreto, para que mis padres no se enteren. Porque si lo descubren, se morirán. Créeme. Se morirán, Theo. Y no sólo ellos.

– ¿Quién más?

– Por favor.

– Sahlah. -Cerró la mano con fuerza sobre su brazo. Era como si intuyera en su tono todo lo que ella no se atrevía a decir-. ¿Qué pasó aquella noche? Dímelo. ¿Qué pasó?

Vas a pagar, había dicho él, como todas las putas pagan.

– Yo me lo busqué -dijo Sahlah con voz entrecortada-, porque me daba igual lo que pensara. Porque le dije que te quería.

– Oh, Dios -susurró Theo, y su mano resbaló del brazo de Sahlah.


La puerta de la habitación de Agatha Shaw se abrió, y el padre de Sahlah salió. La cerró con cuidado a su espalda. Aparentó perplejidad al ver a su hija y a Theo Shaw enzarzados en una seria conversación, pero su rostro se iluminó un instante, tal vez con la certeza de que Sahlah se estaba ganando el jardín bajo el que corren los ríos.

– Ah, Theo -dijo-. Me alegro mucho de no haber abandonado el hospital sin verte. Acabo de hablar con tu abuela, y le he dado mi palabra, como amigo y concejal, de que sus planes para el renacimiento de Balford seguirán adelante sin cambios y sin obstáculos.

Theo se levantó. Sahlah le imitó. Agachó la cabeza con modestia y, al hacerlo, ocultó a su padre la reveladora marca de nacimiento, que estaba latiendo.

– Gracias, señor Malik -dijo Theo-. Es muy amable por su parte. Mi abuela agradecerá su consideración.

– Muy bien -dijo Akram-. Y ahora, Sahlah, querida, ¿seguimos nuestro camino?

Sahlah asintió. Dirigió a Theo una mirada fugaz. El joven estaba pálido bajo su bronceado, y paseaba la vista entre Akram y su hija, como si no supiera qué decir. Era la única esperanza de Sahlah, y como todas las demás esperanzas que alguna vez había albergado sobre la vida y el amor, se estaba alejando de ella.

– Ha sido un placer hablar de nuevo contigo, Theo -dijo-. Espero que tu abuela se recupere cuanto antes.

– Gracias -dijo Theo, rígido.

Sahlah sintió que su padre la cogía del brazo, y permitió que la guiara hasta el ascensor situado al final del pasillo. Cada paso parecía alejarla de la salvación. Y entonces, Theo habló.

– Señor Malik -dijo.

Akram se paró y dio media vuelta. Parecía muy atento. Theo se acercó a ellos.

– Me estaba preguntando -dijo Theo-, y perdone si me estoy propasando, porque no finjo saber qué es correcto en estas circunstancias, pero ¿le importaría que llevara a Sahlah a comer un día de la semana que viene? Hay una…, bien, una exposición de joyas, en Green Lodge, donde se celebran las carreras de verano, y como Sahlah hace joyas, he pensado que tal vez le gustaría verla.

Akram ladeó la cabeza y meditó sobre la petición. Miró a su hija, como para calibrar si estaba preparada para una aventura semejante.

– Eres un buen amigo de la familia, Theo -dijo-. No se me ocurre ninguna objeción, si Sahlah quiere ir. ¿Qué dices, Sahlah?

La joven levantó la cabeza.

– ¿Dónde está Green Lodge, Theo?

La respuesta de Theo fue tan serena como su expresión.

– En Clacton -dijo.

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