Capítulo 18

Barbara acompañó a Trevor Ruddock para que le tomaran las huellas dactilares, y luego le condujo hasta una sala de interrogatorios de la comisaría. Le dio el paquete de cigarrillos que había pedido, así como una coca-cola, un cenicero y cerillas. Le dijo que pensara sin prisas sobre lo que había hecho el viernes por la noche, y quién, de entre su larga lista de amigos y conocidos, podría corroborar la coartada que presentaría a la policía. Cerró con llave la puerta nada más salir, para asegurarse de que no tuviera acceso a un teléfono, con vistas a pergeñar una coartada.

Averiguó, mediante la agente Warner, que Emily había traído también a un sospechoso.

– El aceituno de Clacton -le describió Belinda-. El de los mensajes telefónicos del hotel.

Kumhar, pensó Barbara. El agente enviado a Clacton había sido más eficaz de lo que pensaba.

Encontró a Emily ocupada en los preparativos de enviar las huellas de Kumhar a Londres. Entretanto, las mismas huellas serían enviadas también al laboratorio de patología de Peterborough, donde los agentes las compararían con las encontradas en el Nissan de Querashi. Barbara se encargó de que las de Trevor Ruddock se añadieran a las de Kumhar. De una forma u otra, daba la impresión de que se estaban acercando a la verdad.

– Su inglés es fatal -dijo lacónicamente Emily cuando volvieron a su despacho. Se secó la cara con una servilleta de papel que había sacado del bolsillo. La arrugó y tiró a la papelera-. Eso, o bien finge que su inglés es fatal. En Clacton no le sacamos nada, sólo un montón de jerigonza sobre sus papeles, como si fuéramos a escoltarle hasta el puerto más próximo para expulsarle.

– ¿Niega que conocía a Querashi?

– No sé lo que hace. Podría estar admitiendo, negando, mintiendo con descaro absoluto o recitando poesía. Es imposible saberlo, porque habla en su jerga.

– Hemos de conseguir algún traductor -dijo Barbara-. No debería ser muy difícil, ¿verdad? Quiero decir, con toda esa comunidad asiática y tal.

Emily lanzó una breve carcajada.

– No podríamos confiar en la fiabilidad de esa traducción. Maldita sea.

Barbara no pudo discutir el punto de vista de la inspectora. ¿Cómo podían confiar en que un miembro de la comunidad asiática tradujera con objetividad y precisión las palabras de Kumhar, teniendo en cuenta el clima racial de Balford-le-Nez?

– Podríamos traer a alguien de Londres. Uno de los agentes podía traer a ese tío de la universidad, el que tradujo la página del Corán. ¿Cómo se llama?

– Siddiqi.

– Exacto. Profesor Siddiqi. De hecho podría telefonear al Yard y pedir a uno de nuestros chicos que vaya a buscarle y le traiga aquí.

– Quizá sea la única alternativa -dijo Emily.

Entraron en su despacho, donde parecía hacer más calor que en el resto del edificio. El sol de la tarde daba de lleno en la funda de almohada que Emily había clavado con chinchetas sobre la ventana, y arrojaba sobre la habitación un resplandor acuoso que sugería vida en un acuario, al tiempo que no hacía nada por mejorar la apariencia personal.

– ¿Quieres que haga la llamada? -preguntó Barbara.

Emily se dejó caer en la silla que había detrás del escritorio.

– Aún no. Tengo a Kumhar encerrado, y me gustaría darle tiempo para que se entere de lo que se siente al estar encarcelado. Algo me dice que sólo necesita una generosa aplicación de aceite en la maquinaria de su predisposición a colaborar. Además, no lleva suficiente tiempo en Inglaterra para citarme la PPC de pe a pa. Yo controlo esta situación, y me gustaría hacerlo hasta las últimas consecuencias.

– Pero si no habla inglés, Em… -dijo Barbara, vacilante.

Emily dio la impresión de hacer caso omiso de lo que implicaban sus palabras: ¿acaso no estaban perdiendo el tiempo manteniéndole encerrado, si no hacían un esfuerzo por conseguir un intermediario imparcial que hablara su idioma?

– Yo diría que lo averiguaremos dentro de pocas horas.

Dedicó su atención a la agente Warner, que había entrado con una bolsa de pruebas sellada en la mano.

– Nos lo acaban de enviar -dijo Belinda Warner-. Es el contenido de la caja de seguridad de Querashi. La que tenía en el Barclays -añadió.

Emily extendió la mano. Belinda entregó la bolsa. Como si quisiera calmar las preocupaciones de Barbara, Emily dijo a la agente que telefoneara al profesor Siddiqi, de Londres, y le preguntara si estaría dispuesto a ejercer de intérprete para un sospechoso paquistaní, en caso necesario.

– Dile que esté preparado para cualquier eventualidad -ordenó Emily-. Si le necesitamos, tendrá que venir cagando leches.

Dedicó su atención al contenido de la bolsa, que consistía sobre todo en papeles. Había un fajo de documentos relacionados con la casa de la Primera Avenida, un segundo fajo que contenía sus papeles de inmigración, un contrato de renovación y construcción firmado por Gerry DeVitt, así como por Querashi y Akram Malik, y varios papeles sueltos. Uno de ellos había sido arrancado de un bloc de espiral y, mientras Emily cogía éste, Barbara eligió otro.

– Otra vez Oskarstrasse 15 -dijo Emily, al tiempo que levantaba la vista. Dio la vuelta al papel y lo examinó con detenimiento-. No consta la ciudad. Sin embargo, me juego el culo a que es Hamburgo. ¿Qué tienes tú?

Era un conocimiento de embarque, dijo Barbara. Procedía de una empresa llamada Eastern Imports.

– «Muebles, complementos y accesorios elegantes para el hogar» -leyó Barbara a Emily-. Importados de la India, Pakistán y Bangladesh.

– Sólo Dios sabe qué se puede importar de Bangladesh -comentó con sequedad Emily-. Parece que los tórtolos estaban a punto de amueblar su casa de la Primera Avenida.

Barbara no estaba tan segura.

– No consta ninguna lista en la factura, Em. Si la hija de Malik y Querashi hubieran comprado el lecho nupcial y todo lo demás, ¿no habría un recibo de sus compras? Pues no está. Sólo se trata de un conocimiento de embarque para la propia empresa.

Emily frunció el entrecejo.

– ¿Dónde está ese lugar? ¿En Hunslow? ¿En Oxford? ¿En la región central de Inglaterra?

Ambas sabían que eran los lugares que albergaban comunidades hindúes y paquistaníes importantes.

Barbara meneó la cabeza, mientras tomaba nota de la dirección.

– Parkeston -dijo.

– ¿Parkeston? -preguntó Emily con incredulidad-. Pásamelo, Barb.

Barbara obedeció. Mientras Emily estudiaba el conocimiento de embarque, se levantó y fue a examinar el plano de la península de Tendring colgado en la pared y, a su lado, un plano ampliado de la costa. Por su parte, Barbara dedicó su atención a los tres fajos de documentos.

Los papeles de inmigración parecían estar en orden, por lo que ella sabía. También la documentación sobre la casa de la Primera Avenida. La firma de Akram Malik aparecía en casi todos estos documentos, pero era lógico si la casa formaba parte de la dote de Sahlah Malik. Barbara estaba echando un vistazo al contrato de la renovación, firmado por Gerry DeVitt, cuando otro papel se escurrió de entre las páginas.

Vio que era una página de una revista. Había sido arrancada con todo cuidado y doblada. Barbara la desdobló y extendió sobre su regazo.

Las dos caras de la página contenían anuncios de una sección de la revista llamada A Su Servicio. Abarcaban desde International Company Services, en la isla de Man, que al parecer se encargaba de la protección de propiedades y la evasión de impuestos de empresas extranjeras, hasta Electronics Discreet Surveillance, para patronos que dudaban de la lealtad de sus trabajadores, pasando por Spycatcher de Knightsbridge, que ofrecía lo último en aparatos de detección de micrófonos ocultos para «la absoluta protección del hombre de negocios serio». Había anuncios de empresas de alquiler de coches, apartamentos completamente equipados en Londres, y servicios de seguridad. Barbara los leyó todos. Cada vez la asombraba más que Querashi hubiera guardado aquel papel entre sus demás documentos, y pensó que debía ser un despiste, cuando un nombre conocido saltó hacia su vista. «World Wide Tours -leyó-. Agencia de viajes especializada en inmigración.»

Otra coincidencia extraña, pensó. Una de las llamadas de Querashi desde el hotel Burnt House había sido a la misma agencia, con una excepción. Querashi había telefoneado a la World Wide Tours de Karachi, mientras que ésta se encontraba en la calle Mayor de Harwich.

Barbara se acercó a Emily, que estaba contemplando la península en el plano de la costa, al norte de la bahía de Pennyhole. Como nunca había sido una estudiante de geografía entusiasta, Barbara no se hizo a la idea de que Harwich estaba al norte del Nez, en un plano longitudinal casi idéntico, hasta después de haber echado un buen vistazo al mapa. Estaba situado en la boca del río Stour, y comunicado con el resto del país mediante la vía férrea. Sin una intención consciente, Barbara siguió la línea del ferrocarril hacia el oeste. La primera parada, lo bastante cerca de Harwich para que no pudiera ser considerada una entidad separada, era Parkeston.

– Em -dijo Barbara, consciente de las continuas relaciones que se establecían y de que las piezas iban encajando-, tenía un anuncio de una agencia de viajes de Harwich, pero es el mismo nombre de la que llamó a Karachi.

Pero vio que Emily no relacionaba Karachi con Harwich, ni Harwich con Parkeston. Estaba contemplando una lista de información enmarcada, sobreimpuesta sobre el azul del mar, al este de Harwich. Barbara se inclinó para leerla.


Transbordador desde Harwich (muelle de Parkeston) a:

Cabo de Holanda – 6 a 8 horas.

Esbjerg – 20 horas.

Hamburgo – 18 horas.

Gotemburgo – 24 horas.


– Vaya, vaya, vaya -dijo Barbara.

– Interesante, ¿verdad?

Emily abandonó su inspección del plano. Ya en su escritorio, removió papeles, carpetas e informes, hasta encontrar la fotografía de Haytham Querashi. La extendió hacia Barbara.

– ¿Te apetece dar un paseo esta tarde? -preguntó.

– ¿Harwich y Parkeston?

– Si estuvo allí, alguien tuvo que verle -contestó Emily-. Y si alguien le vio, alguien podrá decirnos…

– Jefa.

Belinda Warner había aparecido una vez más en la puerta. Miró hacia atrás, como temerosa de que la siguieran.

– ¿Qué pasa? -preguntó Emily.

– Los asiáticos. El señor Malik y el señor Azhar. Están aquí.

– Mierda. -Emily consultó su reloj-. No estoy dispuesta a aguantar esto. Si creen que pueden aparecer cuando les plazca para otra de esas jodidas reuniones…

– No es eso, jefa -interrumpió Belinda-. Se ha enterado de lo del tío de Clacton.

Por un momento, Emily miró a la agente como si no entendiera sus palabras.

– Clacton -repitió.

– Exacto -dijo Belinda-. El señor Kumhar. Saben que está aquí. Quieren verle, y no se irán hasta que les permita hablar con él.

– Qué morro -comentó Emily.

Lo que no dijo fue lo que pensaba, y Barbara estaba segura de ello: era evidente que los asiáticos conocían el Acta de Pruebas Policíacas y Criminales mejor de lo que sospechaba la inspectora. Barbara comprendió que el conocimiento íntimo de la PPC sólo podía proceder de una fuente.


Agatha Shaw colgó el auricular y se permitió un graznido de triunfo. Si hubiera podido, habría bailado una jiga allí mismo, sobre la alfombra de la biblioteca, saltando y brincando hasta plantarse delante de los tres caballetes que sostenían, durante los dos días posterior res al fallido pleno municipal, los bocetos que el arquitecto y el artista habían trazado del futuro Balford-le-Nez. Después, habría abrazado cada caballete para estamparle un sonoro beso, como un precioso niño adorado por una madre amorosa.

– ¡Mary Ellis! ¡Mary Ellis! -gritó-. ¡Se te requiere en la biblioteca ahora!

Plantó su bastón de tres puntas entre sus piernas y se puso en pie.

El esfuerzo bañó su cuerpo en sudor. Aunque no parecía posible, descubrió que se había levantado con demasiada rapidez, pese al tiempo que había tardado. Sintió un intenso mareo.

– Upa -dijo, y lanzó una carcajada. Al fin y al cabo, había motivos para marearse, ¿no? Estaba mareada de entusiasmo, mareada de posibilidades, mareada de éxito, mareada de alegría. Maldita sea, tenía derecho a estar mareada.

– ¡Mary Ellis! ¡Maldita seas, muchacha! ¿Es que no me oyes?

El repiqueteo de sus zapatos le indicó que la chica venía por fin. Llegó a la biblioteca congestionada y sin aliento.

– Dios mío, señora Shaw. Me ha dado un buen susto. ¿Se encuentra bien?

– Pues claro que me encuentro bien -replicó Agatha-. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no has venido cuando te he llamado? ¿Para qué te pago, si he de gritar como una loca cada vez que te necesito?

Mary se acercó a su lado.

– Quería que hoy cambiara de sitio los muebles de la sala de estar, señora Shaw. ¿No se acuerda? No le gustaba que el piano estuviera al lado de la chimenea, y dijo que los sofás se desteñían porque estaban cerca de las ventanas. Hasta quería que los cuadros…

– De acuerdo. De acuerdo. -Agatha intentó apartar la mano que Mary Ellis había apoyado sobre su brazo-. No me aprietes así, muchacha. No soy una inválida. Puedo andar sola, y lo sabes muy bien.

Mary la soltó.

– Sí, señora -dijo, y esperó instrucciones.

Agatha la miró. Se preguntó una vez más por qué se empeñaba en dar empleo a una criatura tan patética. Aparte de su falta de dones intelectuales, que la inutilizaban para conversaciones amenas, Mary Ellis estaba en la peor condición física que Agatha había visto en su vida. ¿Quién estaría sudando, falto de aliento y congestionado por el simple hecho de mover un piano y unos cuantos muebles de nada?

– ¿De qué me sirves, Mary, si no acudes al instante cuando te llamo? -preguntó Agatha.

Mary bajó la vista.

– No la oí, señora. Estaba subida en la escalera. Ya tenía preparado el cuadro de su abuelo para cambiarlo de sitio, y me costó bajarlo.

Agatha conocía el cuadro del que estaba hablando. Sobre la chimenea, casi de tamaño natural, con un antiguo marco dorado… Al pensar que la chica había conseguido mover de un lado a otro de la sala aquella pintura, Agatha contempló a Mary Ellis con algo parecido a respeto. No obstante, desechó el sentimiento con suma rapidez.

Agatha carraspeó.

– Tu primera y principal obligación en esta casa soy yo -dijo a la muchacha-. A ver si lo recuerdas de ahora en adelante.

– Sí, señora -dijo Mary con voz contrita.

– No me vengas con malas caras, muchacha. Agradezco que hayas cambiado los muebles de sitio, pero no exageremos. Bien, dame el brazo. Quiero ir a la pista de tenis.

– ¿A la pista de tenis? -preguntó con incredulidad Mary Ellis-. ¿Qué quiere hacer en la pista de tenis, señora Shaw?

– Quiero ver en qué estado se encuentra. Tengo la intención de volver a jugar.

– Pero si no puede…

Mary se tragó el resto de la frase cuando Agatha lanzó una mirada penetrante en su dirección.

– ¿No puedo jugar? -dijo Agatha-. Paparruchas. Puedo hacer lo que me dé la gana. Si soy capaz de conseguir por teléfono todos los votos necesarios del consejo municipal, sin que hayan visto los planos… -Agatha emitió una risita-. Puedo hacer cualquier cosa.

Mary Ellis no pidió aclaraciones sobre el asunto del consejo municipal, como su patrona hubiera deseado. Agatha se moría de ganas de contar a alguien su triunfo. Theo era la persona a la que hubiera querido hablar, pero últimamente Theo nunca estaba donde debería, de manera que no se había molestado en llamar a su despacho. Confiaba en que su insinuación era suficiente para que alguien, incluso con la limitada capacidad mental de Mary Ellis, captara el mensaje y le diera palique. Pero no fue así. Mary Ellis siguió muda.

– Maldita sea, muchacha -dijo Agatha-. ¿Tienes algo de cerebro dentro del cráneo? ¿Sí? ¿No? Bueno, da igual. Dame el brazo. Ayúdame a salir.

Salieron juntas de la biblioteca en dirección a la puerta principal. Como contaba con un público cautivado, Agatha se explayó.

Estaba hablando de los planes de reurbanización de Balford-le-Nez, dijo a su acompañante. Cuando Mary Ellis emitió suficientes ruiditos guturales para indicar que comprendía, Agatha continuó. La facilidad con que había atraído a su bando a Basil Treves el día anterior sugería que podía hacer lo mismo con los demás concejales, si invertía un tiempo equivalente en llamadas telefónicas.

– Salvo Akram Malik -dijo-. Es inútil intentar ponerle en vereda. Además… -emitió otra risita- quiero que el viejo Akram se encuentre con un fait accompli.

– ¿Ha dicho un feto? -preguntó Mary Ellis.

Dios, pensó Agatha, desazonada.

– Un feto no, idiota -dijo-. Un fait. Un fait accompli. ¿No sabes lo que significa? Da igual.

No quería apartarse del tema elegido. Treves había sido el más fácil de todos, confesó, sobre todo por sus sentimientos hacia los aceitunos. Anoche le había puesto contra las cuerdas. Pero los demás no se habían pasado a su bando con tanta rapidez.

– De todos modos, al final los engatusé -dijo-. Me refiero a todos aquellos cuyo voto necesitaba. Si algo he aprendido de los negocios en todos estos años, Mary, es que ningún hombre, o mujer, desprecia la idea de invertir dinero, si la inversión no le cuesta casi nada y los beneficios son sustanciosos. Y eso es lo que prometen nuestros planes. El consejo municipal invierte, la ciudad prospera, los amantes de la playa llegan y todo el mundo se beneficia.

En silencio, Mary daba la impresión de estar asimilando el plan de Agatha.

– He visto los planos -dijo-. Son los que están en la biblioteca, sobre estas cosas de artista.

– Y pronto -continuó Agatha-, verás que todos esos planos adquieren forma. Un centro de recreo, una calle Mayor reurbanizada, hoteles renovados, el paseo Marítimo y Princes Esplanade reconstruidos. Ya lo verás, Mary Ellis. Balford-le-Nez será la perla de la costa.

– A mí ya me gusta como es -dijo Mary.

Habían salido al camino particular. El sol lo había recalentado hasta tal punto que Agatha lo notó. Bajó la vista y se dio cuenta de que llevaba las zapatillas de estar por casa, en lugar de zapatos, y el calor de los guijarros se filtraba por las delgadas suelas. Entornó los ojos, incapaz de recordar la última vez que había salido de casa. El brillo de la luz era casi insoportable.

– ¿Cómo es?

Agatha arrastró del brazo a Mary Ellis hacia el rosal que había al norte de la casa. El césped describía una suave pendiente al otro lado de las flores, y al pie estaba la pista de tenis. Era una pista de tierra que Lewis había encargado construir para ella cuando había cumplido treinta y cinco años. Antes del ataque, jugaba tres veces por semana, no muy bien, pero siempre con la tozuda determinación de ganar.

– Ten un poco de visión, muchacha. La ciudad está al borde de la ruina. Las tiendas de High Street cierran, los restaurantes están vacíos, los hoteles, al menos en este momento, tienen más habitaciones libres que personas hay en la calle. Si alguien no se decide a hacer una transfusión a Balford, viviremos en el interior de un cuerpo podrido dentro de tres años. Esta ciudad tiene posibilidades, Mary Ellis. Sólo necesita que alguien con visión se dé cuenta.

Se internaron en el jardín de rosas. Agatha se detuvo. Descubrió que no respiraba con facilidad, gracias al maldito ataque, bufó, y utilizó la excusa de examinar los macizos para descansar un momento. Maldita sea, ¿cuándo recuperaría las fuerzas?

– ¡Maldición! -estalló-. ¿Por qué no han regado estas rosas? Fíjate, Mary. ¿Ves estas hojas? ¡Los pulgones se están alimentando a mis expensas, y nadie hace nada por evitarlo! ¿He de decirle al maldito jardinero cómo debe hacer su trabajo? Quiero que rieguen estas plantas, Mary Ellis. Hoy.

– Sí, señora -dijo Mary Ellis-. Telefonearé a Harry. No es propio de él descuidar las rosas, pero su hijo tuvo una apendicitis hace dos semanas y sé que Harry está preocupado, porque el chico aún no se ha puesto bien.

– Si deja que los pulgones arruinen mis rosas, tendrá otro motivo de preocupación, además de la apendicitis.

– Su hijo sólo tiene diez años, señora Shaw, y aún no han podido curarlo del todo. Harry dijo que ya le habían operado tres veces, y sigue hinchado. Creen…

– Mary, ¿tengo aspecto de querer enzarzarme en una discusión sobre pediatría? Todos tenemos problemas personales, pero seguimos asumiendo nuestras responsabilidades, a pesar de esos problemas. Si Harry es incapaz de hacerlo, le despediré.

Agatha dio media vuelta. Su bastón se había enredado en la tierra recién removida, al borde del macizo de rosas. Intentó liberarlo, pero descubrió que las fuerzas le fallaban.

– ¡Maldita sea! -Agitó el mango y estuvo a punto de perder el equilibrio. Mary la cogió del brazo-. ¡Deja de tratarme como a una niña! No necesito tus mimos. Santo Dios, ¿cuándo parará este calor?

– Señora Shaw, se está poniendo nerviosa.

Percibió cautela en la voz de Mary, aquel tono servil de los criados del siglo dieciocho, temerosos de recibir una azotaina. Escucharlo era aún peor que pelear con el miserable bastón.

– No estoy nerviosa -dijo Agatha con los dientes apretados. Dio un último tirón al bastón y lo liberó, pero el esfuerzo le robó el aliento una vez más.

No estaba dispuesta a permitir que algo tan básico como la respiración la derrotara. Indicó con un ademán la sección de jardín que se extendía al otro lado de las flores, y se puso a avanzar de nuevo con determinación.

– ¿No cree que debería descansar? -preguntó Mary-. Se ha puesto un poco colorada y…

– ¿Qué te esperabas con este calor? -preguntó Agatha-. No necesito descansar. Quiero ver mi pista de tenis y la veré ahora.

Andar por el césped era peor que andar entre los macizos de rosas, pero al menos allí podía seguir un sendero de guijarros. El terreno del césped era irregular, y la hierba quemada por el sol disimulaba esta característica. Agatha tropezaba y se enderezaba, tropezaba y se enderezaba. Se soltó de Mary y gritó cuando la muchacha dijo su nombre, solícita. Maldito sea el jardín, juró en silencio. ¿Cómo había olvidado el trazado de su propio jardín? ¿Se había desplazado con facilidad, antes de reparar en las perniciosas anomalías del terreno?

– Podemos descansar, si quiere -dijo Mary Ellis-. Iré a buscar un poco de agua.

Agatha siguió adelante. Su destino estaba a la vista, apenas a treinta metros de distancia. Se desplegaba como una manta de color ocre, con la red en su sitio y los límites marcados con tiza reciente, como a la espera de su próximo partido. La pista rielaba por obra del calor, y un curioso efecto de luz producía la sensación de que brotara vapor de ella.

Un reguero de sudor descendió desde la frente de Agatha hasta su ojo. Le siguió otro. Notó una opresión en el pecho, y sintió su cuerpo como si estuviera envuelto en un sudario de goma. Cada movimiento era una batalla, mientras a su lado, Mary Ellis se deslizaba como una pluma al viento. Maldita fuera su juventud. Maldita fuera su salud. Maldita fuera su ingenua suposición de que la juventud y la salud le conferían cierta hegemonía en la casa.

Agatha percibía la superioridad no verbalizada de la muchacha, incluso podía leer sus pensamientos: «vieja patética, foca acabada». Entraría en aquella pista de tenis y haría migas a sus contrincantes. Pondría en práctica su antiguo servicio de viento y fuego. Subiría a la red y devolvería las pelotas a la garganta de su víctima.

Ya le enseñaría a Mary Ellis lo que era bueno. Se lo enseñaría a todo el mundo. Nadie podía derrotar a Agatha Shaw. Doblegaría la voluntad del consejo municipal. Insuflaría nueva vida a Balford-le-Nez. Recobraría las energías y dotaría a su vida de un nuevo objetivo. Y haría lo mismo con su cuerpo despreciable.

– Señora Shaw… -El tono de Mary era cauteloso-. ¿No cree que un descanso…? Podemos sentarnos bajo aquel tilo. Le traeré algo de beber.

– ¡Tonterías! -Agatha descubrió que apenas podía pronunciar la palabra-. Quiero… ver… tenis.

– Por favor, señora Shaw. Tiene la cara como la raíz de una remolacha. Tengo miedo de que…

– ¡Bah! ¡Tienes miedo!

Agatha intentó reír, pero le salió una tos. ¿Por qué la pista de tenis parecía tan distante como la primera vez que la había visto? Tenía la impresión de que llevaban horas caminando, kilómetros, y su destino fluctuaba como un espejismo, ni un centímetro más cerca. ¿Cómo era posible? Se arrastraba hacia adelante, arrastraba su bastón, arrastraba su pierna, y tenía la sensación de que estaban tirando de ella primero hacia atrás, y luego hacia abajo, como un gran peso que se hundiera.

– Me estás… retrasando… -jadeó-. Maldita… muchacha. Me obligas a ir despacio, ¿verdad?

– No, señora Shaw -dijo Mary, con voz más aguda y asustada-. Señora Shaw, no la tengo cogida de ningún sitio. ¿No quiere descansar, por favor? Iré a buscar una silla, y una sombrilla para protegerla del sol.

– Tonterías…

Agatha desechó sus ofrecimientos con un débil ademán. Reparó en que había dejado de moverse por completo. De hecho, daba la impresión de que era la tierra lo que se movía. La pista de tenis retrocedió en la distancia y pareció fundirse con el lejano Wade, que se extendía en forma de caballo encabritado verde al otro lado del canal de Balford.

Algo le dijo que Mary Ellis estaba hablando, pero no oía sus palabras. Descubrió que se le caía la cabeza, que el mareo experimentado antes en la biblioteca, después de levantarse, se estrellaba contra ella como una corriente. Y aunque quiso pedir ayuda, o al menos pronunciar el nombre de su acompañante, sólo un gruñido surgió de su boca. Un brazo y una pierna se habían transformado en anclas demasiado pesadas para arrastrarlas.

Oyó un grito procedente de alguna parte.

El sol la abrasaba sin piedad.

El cielo se tiñó de blanco.

– ¡Aggie! -gritó Lewis.

– ¿Mamá? -dijo Lawrence.

Su visión se redujo a la punta de un alfiler antes de desplomarse.


Trevor Ruddock había conseguido llenar la habitación del suficiente humo de cigarrillos para que Barbara casi no necesitara encender uno. Cuando se reunió con él, le vio a través de una neblina gris sentado a la mesa de metal negro, y un círculo de colillas rodeaba la silla. Le habían facilitado un cenicero, pero al parecer había necesitado dejar claro que le bastaba con el suelo para tirar las colillas y la ceniza.

– ¿Has tenido bastante tiempo para pensar? -le preguntó Barbara.

– Quiero hacer una llamada telefónica.

– ¿Para que venga un abogado? Una curiosa solicitud, viniendo de alguien que afirma no tener ninguna relación con el asesinato de Querashi.

– Quiero hacer la llamada.

– Bien. La harás en mi presencia, desde luego.

– No he de…

– Te equivocas.

No tenía ninguna intención de conceder a Trevor Ruddock la menor oportunidad de preparar una coartada. Como ya lo había probado con Rachel Winfíeld, su coeficiente de honestidad dejaba bastante que desear.

Trevor frunció el entrecejo.

– Admití que había robado en la fábrica, ¿no? Le dije que Querashi me despidió. Le conté todo lo que sabía sobre ese tipo. ¿Lo habría hecho, si me lo hubiera cargado?

– He estado pensando en eso -admitió Barbara.

Se sentó también a la mesa. La habitación carecía de ventilación, de modo que parecía una sauna, y el aire ardía cuando lo aspiró. El humo residual facilitado por Trevor no contribuía a mejorar la situación, por lo cual decidió que lo mejor era imitarle. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

– Esta mañana he hablado con Rachel.

– Lo sé -fue la respuesta de Trevor-. Si ha venido a por mí, es porque habló con ella. Le habrá dicho que nos separamos a las diez. De acuerdo. Nos separamos a las diez. Ahora ya lo sabe.

– Exacto. Lo sé. Pero me dijo otra cosa, que no he relacionado hasta que te negaste a decirme qué hiciste el viernes por la noche cuando ella se marchó. Y cuando relacioné lo que me dijo con lo que tú me contaste sobre Querashi, y combiné esos dos datos con tu actividad secreta del viernes por la noche, obtuve una sola posibilidad. De eso hemos de hablar, tú y yo.

– ¿De qué?

Parecía a la defensiva. Mordisqueó su índice y escupió un fragmento de piel.

– ¿Has mantenido relaciones sexuales con Rachel?

El joven alzó la barbilla, en parte desafiante, en parte avergonzado.

– Y si lo he hecho, ¿qué? ¿Dijo que se había negado, o algo por el estilo? Porque si dijo eso, mi memoria me dice algo diferente.

– Responde a la pregunta, Trevor. ¿Has mantenido relaciones sexuales con Rachel?

– Montones de veces. Cuando la llamo y digo qué día y a qué hora, acude corriendo. Y si esa noche tiene plan, lo cambia. Está muy colgada de mí. -Frunció el entrecejo afeitado-. ¿Le ha dicho otra cosa?

– Estoy hablando de relaciones sexuales sin ropa -aclaró Barbara, sin hacer caso de sus otros comentarios-. Mejor dicho, relaciones sexuales sin ropa interior.

Trevor mordisqueó el dedo de nuevo y la examinó.

– ¿De qué está hablando?

– Creo que ya lo sabes. ¿Has tenido relaciones vaginales con Rachel?

– Hay muchas formas de follar. No hay por qué hacerlo durar, como los pensionistas.

– De acuerdo, pero no has contestado exactamente a mi pregunta, ¿verdad? Lo que quiero saber es si has estado alguna vez dentro de la vagina de Rachel. Sentado, de pie, arrodillado o montado sobre un potro saltarín. Me da igual cómo. Sólo el acto en sí.

– Lo hemos hecho. Sí. Como usted ha dicho. Hemos hecho el acto. Ella disfruta lo suyo y yo lo mío.

– Con tu pene dentro de su vagina.

Trevor cogió el paquete de cigarrillos.

– Mierda. ¿Qué es esto? Ya se lo he dicho. ¿Le dijo que la había violado?

– No. Dijo algo un poco más intrigante. Dijo que en vuestras relaciones sexuales sólo disfrutaba uno. Tú no hacías nada, excepto dejar que Rachel te soplara la flauta. ¿Es eso cierto, Trevor?

– ¡Ya está bien!

Sus orejas se habían teñido de púrpura. Barbara observó que, cuando la sangre latía en su yugular, la araña tatuada en el cuello parecía cobrar vida.

– Tú limpiabas la escopeta cada vez que estabais juntos -siguió Barbara-, pero Rachel no sacaba nada en limpio. Ni siquiera un saludo de pasada a las entretelas, ya me entiendes.

Trevor no lo negó, pero sus dedos estrujaron el paquete de cigarrillos.

– Por lo tanto, he llegado a la siguiente conclusión -dijo Bárbara-. O eres un patán redomado en lo tocante a las mujeres, convencido de que meterle la polla en la boca a una tía es como enviarla de cabeza al paraíso, o no te gustan mucho las mujeres, lo cual explicaría por qué las relaciones sexuales entre Rachel y tú se limitan a mamadas. ¿Cuál de las dos, Trevor? ¿Eres un patán o un marica camuflado?

– ¡No lo soy!

– ¿Qué no eres?

– ¡Ninguna de las dos cosas! Me gustan las chicas y yo les gusto a ellas. Si Rachel le ha dicho algo diferente…

– No estoy tan segura de eso.

– Puedo hablarle de chicas -afirmó con vehemencia Trevor-. Puedo hablarle de docenas y docenas de chicas. Cientos de chicas. La primera fue a los diez años, y puedo asegurarle que le gustó. Sí, no me tiro a Rachel Winfield. Nunca lo he hecho y nunca lo haré. ¿Y qué? ¿Qué pasa? Es una foca repugnante, y sólo un ciego se la podría tirar. Y yo no lo soy, por si no se había dado cuenta.

Metió el dedo índice en el paquete y extrajo un cigarrillo. Al parecer, era el último, porque hizo una bola con el paquete y lo tiró a una esquina de la habitación.

– Sí. Bien -dijo Barbara-, estoy segura de que la autopista de tu vida está sembrada de víctimas sexuales y de que todos los cadáveres sonríen de oreja a oreja. Al menos en tus sueños. Pero no estamos hablando de sueños, Trevor. Estamos hablando de la realidad, y la realidad es el asesinato. Sólo cuento con tu palabra de que viste a Haytham Querashi ligando con un tío en el mercado de Clacton, y he llegado a la conclusión de que. existen grandes posibilidades de que lo estuviera haciendo contigo.

– ¡Eso es una mentira de mierda!

Se puso en pie con tanta rapidez que derribó la silla.

– ¿Sí? -preguntó con placidez Barbara-. Siéntate, por favor, o tendré que pedir ayuda a un agente. -Esperó a que Trevor enderezara la silla y se sentara. Había arrojado el cigarrillo sobre la mesa, y lo recuperó, para luego encender una cerilla en el borde de la uña del pulgar-. Ves la película, ¿verdad? Trabajabais juntos en la fábrica. Te despidió y la excusa fue que habías trincado algunos tarros de mostaza, un poco de chutney y de mermelada. Pero tal vez no te despidió por eso. Tal vez te despidió porque se iba a casar con Sahlah Malik y no quería verte rondar más por la fábrica, recordándole lo que era en realidad.

– Quiero hacer mi llamada -dijo Trevor-. No tengo nada más que hablar.

– Te das cuenta de que la cosa se está poniendo fea, ¿verdad? -Barbara apagó el cigarrillo, pero utilizó el cenicero en lugar del suelo-. Una declaración sobre la homosexualidad de Querashi, felaciones continuadas y nada más con Rachel…

– ¡Ya le he explicado eso!

– … y Querashi muere a la misma hora en que no tienes coartada. Dime, Trevor, ¿te sientes más inclinado a decir qué hiciste el viernes por la noche? Si no estabas asesinando a Haytham Querashi, claro está.

Trevor cerró la boca con fuerza. La miró desafiante.

– De acuerdo -dijo Barbara-. Haz lo que quieras, pero procura no hacer el tonto.

Dejó que se calmara y fue en busca de Emily. Oyó a la inspectora antes de verla. Su voz, así como la voz masculina preñada de animosidad, venía de la planta baja. Barbara se asomó por encima de la balaustrada curva y vio a Emily encarada con Muhannad Malik. Taymullah Azhar estaba detrás de su primo.

– No me explique la PPC -estaba diciendo Emily cuando Barbara bajó la escalera-. Conozco bien la ley. El señor Kumhar ha sido detenido por un delito concreto. Es mi obligación procurar que nada se entrometa con pruebas en potencia o ponga a alguien en peligro.

– El señor Kumhar es quien está en peligro -dijo Muhannad con expresión inflexible-. Si se niega a dejarnos verle, sólo puede existir una razón.

– ¿Le importaría explicarse?

– Quiero verificar su estado físico. Es inútil que finja no haber utilizado jamás la expresión «resistencia a la autoridad» para justificar las palizas que ha recibido alguien mientras estaba detenido en comisaría.

– Creo que ha visto demasiada televisión, señor Malik -dijo Emily, mientras Barbara se paraba a su lado-. No tengo la costumbre de maltratar a los sospechosos.

– Entonces, no se opondrá a que le veamos.

Azhar intervino antes de que Emily pudiera replicar.

– El Acta de Pruebas Policiales y Criminales también indica que un sospechoso tiene derecho a que se informe sin la menor dilación a un amigo, un pariente o cualquier otro conocido de que se encuentra detenido. ¿Puede decirnos el nombre de la persona a la que ha informado, inspectora Barlow?

Habló sin mirar a Barbara, pero incluso así estuvo segura de que él había captado su respingo interior. La PPC estaba muy bien, pero cuando los acontecimientos empezaban a desbordar a la policía, hasta un buen agente, más a menudo que menos, dejaba de ceñirse a la letra de la ley. Azhar suponía que había pasado esto. Barbara esperó a ver si Emily se sacaba un amigo o un pariente de Fahd Kumhar de un sombrero metafórico.

No se tomó la molestia.

– El señor Kumhar aún no ha precisado la persona que ha de ser notificada.

– ¿Sabe que tiene ese derecho? -preguntó Azhar con astucia.

– Señor Azhar, aún no hemos tenido la oportunidad de hablar con ese hombre el rato suficiente para informarle de sus derechos.

– Como de costumbre -observó Muhannad-. Le ha aislado porque es la única forma de ponerle nervioso y conseguir que colabore con ella.

Azhar no contradijo a su primo. Tampoco permitió que la tensión aumentara.

– ¿El señor Kumhar es nativo de este país, inspectora? -preguntó.

Barbara sabía que Emily debía estar maldiciendo el hecho de haber permitido a Kumhar farfullar sobre sus papeles. No podía negar que conocía su condición de inmigrante, sobre todo cuando la ley concretaba sus derechos en función de tal condición. Si Emily mentía, sólo para descubrir si Fahd Kumhar estaba implicado en la muerte de Haytham Querashi, corría el riesgo de que un tribunal rechazara su caso más adelante.

– En este momento nos gustaría interrogar al señor Kumhar sobre su relación con Haytham Querashi -dijo-. Le hemos traído a la comisaría porque se mostró reacio a contestar a nuestras preguntas en su alojamiento.

– Deje de tirar pelotas fuera -dijo Muhannad-. ¿Es o no ciudadano inglés?

– No parece ser el caso -contestó Emily, pero habló a Azhar en lugar de a Muhannad.

– Ah. -Azhar pareció tranquilizado por esta admisión. Barbara comprendió el motivo cuando hizo la siguiente pregunta-. ¿Habla bien el inglés?

– No le he sometido a un examen.

– Pero eso carece de importancia, ¿verdad?

– Joder, Azhar. Si su inglés no es…

Azhar interrumpió el indignado comentario de su primo con un simple alzamiento de mano.

– Entonces -dijo-, debo pedirle que nos permita el acceso al señor Kumhar de inmediato, inspectora. No insultaré a su inteligencia o a su conocimiento de las leyes, fingiendo que ignora que los únicos sospechosos con derecho incondicional a las visitas son los extranjeros.

Juego, set y partido, pensó Barbara, con no poca admiración hacia el paquistaní. Puede que enseñar microbiología a estudiantes universitarios fuera el trabajo diario de Azhar, pero no era manco en lo tocante a defender los derechos de su pueblo. De pronto, comprendió que no habría debido preocuparse por las teóricas dificultades que el hombre iba a encontrar en Balford-le-Nez. Estaba muy claro que tenía la situación muy bien controlada, al menos a la hora de tratar con la policía.

Por su parte, Muhannad exhibía una expresión de triunfo en el rostro.

– Si hace el favor de guiarnos, inspectora Barlow… -dijo con marcada cortesía-. Nos gustaría informar a nuestro pueblo de que el señor Kumhar se encuentra perfectamente. Es comprensible que estén ansiosos por saber si le han tratado bien aquí.

No había mucho espacio para maniobras políticas. El mensaje enviado era muy claro. Muhannad Malik podía movilizar a su gente y organizar otra marcha, manifestación y disturbios. Le era tan fácil como aplacarla. La elección, así como la responsabilidad, recaía en la inspectora Barlow.

Barbara vio que la piel se tensaba alrededor de los ojos de Emily. Era lo más cercano a una reacción que iba a permitirse delante de dos hombres.

– Vengan conmigo -dijo.


Tenía la sensación de estar inmovilizada por grilletes.! No se trataba de grilletes que la sujetaran por los tobillos y las muñecas, sino grilletes que la rodeaban de pies a cabeza.

Lewis estaba hablando en el interior de su cabeza. No paraba de hablar de los hijos, de su negocio, de su amor abominable por aquel Morgan antiguo que nunca funcionaba como debía, pese al dinero que invertía en él. Después, Lawrence le sustituyó. Pero lo único que dijo fue la quiero, la quiero, ¿por qué no puedes entena de que la quiero, mamá, y que queremos vivir juntos? Y después, aparecía aquella puta sueca, con la jerga psicoanalítica que debía haber aprendido mientras jugaba a voleibol en alguna playa de California: el amor de Lawrence por mí no puede disminuir su amor por usted, señora Shaw. Se da cuenta, ¿verdad? ¿Quiere que sea feliz? Y después venía Stephen y decía, es mi vida, abuela.

No puedes vivirla por mí. Si no me aceptas como soy, he de darte la razón: lo mejor es que me marche.

Todos hablando sin parar. Necesitaba algo que borrara su cerebro. De momento, no podía hablarse de verdadero dolor. Sólo eran las voces, ininterrumpidas e insistentes.

Descubrió que tenía ganas de discutir con ellas, darles órdenes, doblegar su voluntad. Pero lo único que podía hacer era escucharlas, prisionera de su intromisión, su irracionalidad, su zumbido constante.

Quiso llevarse los puños al cráneo. Quiso descargarlos sobre la cabeza. Pero los grilletes paralizaban su cuerpo, y no podía mover los miembros.

Tomó conciencia de las luces. Gracias a ello, las voces disminuyeron de intensidad. No obstante, otras voces las reemplazaron. Agatha se esforzó por distinguir las palabras.

Al principio, se entremezclaban.

«No es muy diferente de lo que sucede con el corazón -decía una voz en tono razonable-. Pero esta vez es un ataque cerebral.»

¿Peroestavezesunataquecerebral? ¿Qué significaba aquello?, se preguntó Agatha. ¿Dónde estaba? ¿Por qué estaba acostada y tan inmóvil? Podría haber pensado que estaba muerta y que tenía una experiencia extracorporal, pero estaba, firme y definitivamente, dentro de su cuerpo, muy consciente de su presencia, de hecho.

«Oh Dios ¿es muy grave?» Era la voz de Theo, y Agatha se alegró. Theo, pensó. Theo estaba allí. Theo estaba con ella, en la habitación, cerca. La situación no podía ser tan grave como parecía.

Tanto alivio le aportó oír su voz, que durante los siguientes minutos sólo captó palabras sueltas. «Trombosis -oyó-. Depósitos de colesterol. Oclusión de la artería. Y hemiparesis derecha.»

Entonces, comprendió. Y en el instante de comprenderlo sintió una desesperación tan profunda que se vertió en su interior como un globo lleno de chillidos que no podía emitir, que amenazaban con matarla. Ojalá pudiera, pensó. Jesús bendito, ojalá pudiera.

Lewis había apelado a su comprensión. Lawrence había apelado a su comprensión. Pero testaruda como siempre, no les había hecho caso. Tenía cosas que hacer, sueños que materializar y puntos que aclarar antes de abandonar la vida. Cuando el ataque se había desencadenado y el coágulo de sangre había robado el oxígeno de su cerebro durante un tiempo indeterminado, la sustancia y el espíritu de Agatha Shaw se había defendida; con ferocidad. Y no había muerto.

Ahora, las palabras empezaban a entenderse mejor. La luz que llenaba su campo de visión empezó a transformarse en formas. De esas formas emergieron personas, pero al principio eran indistinguibles unas de otras.

– Es la arteria cerebral media izquierda la que ha sido afectada de nuevo. -Una voz de hombre, y ahora la reconoció. El doctor Fairclough, que la había tratado durante su último ataque-. Se ve por la tensión de los músculos faciales. Enfermera, utilice otra vez la aguja, por favor. ¿Lo ve? No hay reacción. Si le pinchamos el brazo, obtendremos el mismo resultado. -Se inclinó sobre la cama. Agatha le vio con claridad. Tenía la nariz larga, con los poros del tamaño de cabezas de alfiler. Llevaba gafas, con los cristales sucios. ¿Cómo era posible que viera algo con ellas?-. Agatha -la llamó-. ¿Me conoces, Agatha? ¿Sabes qué ha pasado?

Será estúpido, pensó Agatha. ¿Cómo no iba a saber lo que había pasado? Parpadeó con esfuerzo y se sintió agotada.

– Sí. Bien -dijo el doctor Fairclough-. Has sufrido otro ataque, querida, pero ahora estás bien. Theo está aquí.

– ¿Abuela?

Parecía vacilante, como si ella se hubiera convertido en un cachorro abandonado al que intentara sacar de su escondite. Estaba demasiado lejos para verle con claridad, pero sólo distinguir su forma la consolaba, una señal de que tal vez todo podía ir bien de nuevo.

– ¿Por qué demonios intentaste ir a la pista de tenis? -preguntó Theo-. Caramba, abuela, si Mary no hubiera estado contigo… Ni siquiera telefoneó a una ambulancia. Te cogió y vino corriendo aquí. El doctor Fairclough cree que te salvó la vida.

¿Quién habría pensado que aquella vaca estúpida tenía presencia de ánimo?, se preguntó Agatha. Lo único que recordaba de Mary Ellis en una situación de emergencia era que lloraba a lágrima viva, parpadeaba y dejaba que los mocos le cayeran sobre el labio superior.

– No reacciona -dijo Theo, y Agatha vio que se había vuelto hacia el médico-. ¿Puede oírme?

– Agatha -dijo el médico-. ¿Puedes indicar a Theo que le oyes?

Poco a poco, y una vez más con un gran esfuerzo, Agatha parpadeó. Dio la impresión de que necesitaba toda su energía, y sintió la tensión del movimiento hasta en la garganta.

– Lo que estamos viendo -dijo el médico, con aquel maldito tono académico que ponía furiosa a Agatha- se llama afasia expresiva. El coágulo impidió el paso de la sangre, y por tanto del oxígeno, al lado izquierdo del cerebro. Como esa región es la responsable de la realidad racional orientada hacia la palabra, el lenguaje se ha visto afectado.

– Pero está peor que la última vez. En esa ocasión, dijo algunas palabras. ¿Por qué no las dices ahora? Abuela, ¿puedes decir mi nombre? ¿Puedes decir el tuyo?

Agatha obligó a su boca a que se abriera, pero el único sonido que logró emitir fue algo parecido a un «Aj». Lo intentó por segunda vez, después una tercera. Notó que el grito intentaba abrirse paso fuera de sus pulmones por segunda vez.

– Este ataque es más grave que el anterior -dijo el doctor Fairclough. Apoyó la mano sobre el hombro izquierdo de Agatha. La mujer notó su apretón cariñoso-. No hagas esfuerzos, Agatha. Descansa. Estás en excelentes manos. Theo está aquí, por si le necesitas.

Se alejaron de la cama y desaparecieron de su ángulo de visión, pero consiguió oír alguna de sus palabras susurradas.

– … no hay remedio alguno, por desgracia -estaba diciendo el médico-… hará falta una larga rehabilitación.

– … ¿terapia? -preguntó Theo.

– Física y de habla.

– … ¿hospital?

Agatha se esforzó por escuchar. Supo por intuición lo que su nieto estaba preguntando, porque era lo que más ansiaba saber: ¿cuál era el pronóstico en un caso como éste? ¿Tendría que quedarse hospitalizada, inmovilizada en una cama como una muñeca de trapo, hasta el día que muriera?

– De hecho, muy esperanzador -dijo el doctor Fairclough, y volvió junto a la cama para comunicarle la información. Palmeó su hombro y tocó su frente con las yemas de los dedos, como si la estuviera bendiciendo.

Médicos, pensó ella. Cuando no se creen que son el Papa, se creen que son Dios.

– Agatha, la parálisis que experimentas mejorará con el tiempo a base de terapia física. La afasia… Bien, la readquisición del lenguaje es más difícil de predecir, pero con cuidados, con una enfermera y, sobre todo, con la voluntad de recuperarse, podrás vivir muchos años. -El médico se volvió hacia Theo-. No obstante, ha de desear vivir. Y ha de tener una razón para vivir.

La tenía, pensó Agatha. Maldita sea mil veces, la tenía. Recrearía la ciudad a su imagen de lo que un centro de ocio estival debía ser. Lo haría desde la cama, lo haría desde su ataúd, lo haría desde la tumba. El nombre de Agatha Shaw significaría algo más que un matrimonio fracasado y concluido prematuramente, una maternidad fallida con hijos dispersos por el mundo o enterrados antes de tiempo, y una vida definida por las personas que había perdido. Tenía el deseo de vivir y perdurar. Lo tenía a espuertas.

El doctor continuó.

– Tiene una inmensa suerte en dos aspectos, y podemos confiar en ellos para su recuperación. En conjunto, su estado físico es excelente: corazón, pulmones, masa ósea, músculos. Tiene el cuerpo de una mujer de cincuenta años, y créame, eso contará mucho.

– Siempre ha sido muy activa -dijo Theo-. Tenis, navegación, equitación. Practicaba todo eso hasta el primer ataque.

– Humm. Sí. Puede agradecerlo. Pero la vida es algo más que mantener el cuerpo en forma. También hay que mantener en forma el corazón y el alma. Lo hará gracias a usted. No está sola en el mundo. Tiene una familia, y la familia proporciona a la gente una razón para seguir adelante. -El médico emitió una risita antes de formular sus últimas preguntas, tan seguro estaba de la contestación-. No estarás pensando en ir a alguna parte, ¿verdad, Theo? ¿No planearás una expedición a África, o un viaje a Marte?

Se hizo el silencio. Agatha oyó el pitido de los monitores a los que estaba conectada. Farfullaban y siseaban fuera de su vista, por encima de su cabeza.

Quería decir a Theo que se situara donde pudiera verle. Deseaba decirle cuánto le quería. Sabía que el amor era un disparate, una estupidez. Era una insensatez y una ilusión que sólo lograba herir y desgastar a la gente. De hecho, era una palabra que nunca había utilizado en su vida. Pero ahora, quería decirla.

Necesitaba tocarle y abrazarle. Sentía el deseo en sus brazos y en las yemas de los dedos. Siempre había pensado que el tacto servía para la disciplina. ¿Cómo no había entendido que servía para forjar vínculos?

El doctor lanzó otra risita, pero esta vez sonó forzada.

– Santo Dios, no pongas esa cara, Theo. No eres un experto en la materia y no tendrás que rehabilitar solo a tu abuela. Lo importante es tu presencia en su vida. Es la continuidad. Eso se lo puedes dar.

Theo se acercó lo suficiente para que lo viera. La miró a los ojos, y los suyos parecían nublados. De hecho estaban igual que cuando ella había llegado a aquel asilo para niños, impregnado de olor a orina, adonde Stephen y él habían sido conducidos después de la muerte de sus padres. «Vámonos», les había dicho y cuando tendió la mano a los dos, Stephen se alejó de ella, pero Theo la retuvo por el cinturón de su falda y dijo:

– Me quedaré a su lado. No me iré a ninguna parte.

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