Capítulo 2

Rachel Winfield decidió cerrar la tienda diez minutos antes, y no sintió la menor punzada de culpabilidad. Su madre había marchado a las tres y media (era el día de su «lavar y marcar» semanal en Sea and Sun Unisex Hairstylist), y si bien había dejado firmes instrucciones sobre las obligaciones a cumplir, hacía más de media hora que ni un solo cliente o mirón había entrado.

Rachel tenía cosas más importantes que hacer que ver cómo el minutero del reloj de pared circunnavegaba lentamente la esfera. Después de comprobar que las vitrinas estaban cerradas con llave, cerró la puerta principal. Cambió el letrero de ABIERTO por el de CERRADO y fue al almacén. Sacó de su escondite, detrás de los cubos de basura, una caja envuelta que había procurado ocultar a los ojos de su madre. Se la puso bajo el brazo y salió a la callejuela, donde guardaba la bicicleta. Depositó con sumo cuidado la caja en la cesta. Después, llevó la bici hasta la fachada de la tienda y dedicó un momento a comprobar que la puerta estaba bien cerrada.

Se armaría un cirio si la pillaba marchándose antes. Su condenación sería eterna si, además de irse con antelación, lo hacía sin cerrar bien la tienda. El pestillo era viejo, y a veces se encallaba. La prudencia exigía una veloz comprobación. Bien, pensó Rachel, cuando la puerta no se movió. Estaba a salvo.

Aunque ya era tarde, el calor aún no había remitido. El habitual viento del mar del Norte, que convertía la ciudad de Balford-le-Nez en un lugar muy desagradable en pleno invierno, no soplaba aquella tarde. Hacía dos semanas que no soplaba. Ni siquiera suspiraba lo suficiente para agitar las banderas que colgaban flácidas a lo largo de la calle Mayor.

Rachel pedaleó con determinación en dirección sur bajo aquellos triángulos rojos y azules entrecruzados que proclamaban una alegría artificial. Se dirigía hacia la parte alta de la ciudad. No iba a casa. En ese caso, habría tomado la dirección contraria, a lo largo de la playa y dejando atrás la zona industrial, hasta llegar a las tres calles truncadas de casas adosadas donde su madre y ella vivían en una buena convivencia forzada. Lo cierto era que se dirigía a casa de su mejor, más antigua y única amiga, sobre cuya vida se había abatido recientemente la tragedia.

He de recordar que debo ser compasiva, se dijo con seriedad mientras pedaleaba. He de recordar no mencionar los Clifftop Snuggeries antes de decirles cuánto lo siento. Aunque no lo lamento tanto como debería, ¿verdad? Tengo la sensación de que una puerta se ha abierto de par en par, y quiero pasar por ella como una exhalación mientras pueda hacerlo.

Rachel se subió la falda por encima de las rodillas para pedalear con más soltura, y para impedir que la tela, fina y transparente, se enganchara en la grasienta cadena. Sabía que iría a ver a Sahlah Malik cuando se había vestido por la mañana, de forma que tal vez habría debido ponerse algo más adecuado para un largo paseo en bicicleta vespertino. Pero la longitud de la falda que había escogido realzaba sus mejores características (los tobillos), y Rachel era una joven consciente de que, como el Todopoderoso la había favorecido tan poco en la cuestión del aspecto, tenía que acentuar sus pocas facetas positivas. Por consiguiente, solía utilizar faldas y zapatos que destacaran sus tobillos, siempre con la esperanza de que las miradas ocasionales dirigidas a su figura pasaran por alto el desastre de su cara.

En sus veinte años de vida había escuchado toda clase de calificativos: fachosa, inmunda, malparida y grotesca eran los adjetivos habituales. Vaca, foca y adefesio eran los sustantivos adjuntos. En el colegio había sido blanco de bromas y burlas incesantes, y pronto había descubierto que, para la gente como ella, la vida presentaba tres claras alternativas: llorar, huir o aprender a plantar cara. Se había decantado por la tercera, y estaba decidida a seguir por la senda que le había granjeado la amistad de Sahlah Malik.

Mi mejor amiga, pensó. Para bien o para mal. Habían gozado de lo primero desde que tenían nueve años. Durante los dos últimos meses, habían conocido sólo lo segundo. Rachel estaba muy segura de ello.

Subió la pendiente de Church Road y pasó ante el cementerio de St. John, donde las flores rendían la cabeza por efecto del calor. Siguió la curva contigua a las paredes manchadas de hollín de la estación ferroviaria, e inició el ascenso de la cuesta pronunciada que conducía a los mejores barrios, con sus jardines ondulados y calles frondosas. Este distrito de la ciudad se llamaba las Avenidas, y la familia de Sahlah Malik vivía en la Segunda, un paseo de cinco minutos a pie desde el Greensward, aquella extensión de césped perfecto bajo el cual dos hileras de cabañas de playa colgaban sobre el mar.

La casa de los Malik era una de las residencias más impresionantes del barrio, con amplios parterres, jardines y una peraleda, donde Rachel y Sahlah habían compartido secretos infantiles. Era muy inglesa: con cubierta de tejas, muros de entramado de madera y cristales en forma de diamante, a la moda de otro siglo. Su desgastada puerta principal estaba remachada con tachones, sus múltiples chimeneas recordaban Hampton Court, y su garaje independiente, encajado en la parte posterior de la propiedad, parecía una fortaleza medieval. Al verla, nadie habría adivinado que tenía menos de diez años de antigüedad. Y si bien todo el mundo coincidiría en que sus habitantes se encontraban entre las personas más ricas de Balford, nadie habría adivinado que esos mismos habitantes eran de origen asiático, y venían de un país de mujahidin, mezquitas y figh.

La cara de Rachel estaba perlada de sudor cuando subió al bordillo y abrió la cancela. Exhaló un suspiro de puro placer al pasar bajo la frescura balsámica de un sauce. Se quedó allí un momento, mientras se decía que era para recobrar el aliento, pero a sabiendas de que era para planificar un poco. En sus veinte años nunca había ido a casa de alguien que hubiera perdido en fecha reciente a un ser querido y sobrellevara su aflicción como lo hacía su amiga. Debía concentrarse en lo que iba a decir, cómo decirlo, qué hacer y cómo actuar. Lo último que deseaba era meter la pata con Sahlah.

Dejó la bici apoyada contra una jardinera rebosante de geranios, sacó el paquete de la cesta y avanzó hacia la puerta principal. Buscó con prudencia la mejor forma de romper el hielo. «Lo siento muchísimo… He venido en cuanto he podido… No quería telefonearte porque me parecía tan impersonal… Esto cambia todo de una forma horrible… Sé que tú le querías…»

Sólo que lo último era una mentira, ¿verdad? Sahlah Malik nunca había querido a su futuro esposo.

Bien, eso ya no importaba. Los muertos no podían volver para exigir a los vivos que rindieran cuentas, y era absurdo hacer hincapié en la falta de sentimientos de su amiga hacia el desconocido que le habían elegido como marido. Claro, ahora ya no sería su marido. Lo cual casi invitaba a pensar… Pero no. Rachel expulsó de su mente toda especulación. Con el paquete bajo el brazo, llamó a la puerta.

Se abrió bajo el impulso de sus nudillos. Al mismo tiempo, el inconfundible sonido de música de fondo cinematográfica se elevó sobre las voces que hablaban un idioma extranjero en la sala de estar. El idioma era urdu, adivinó Rachel. Y la película sería otra adquisición por catálogo de la cuñada de Sahlah, quien sin duda estaría sentada sobre un almohadón delante del vídeo en su postura habitual: con un cuenco de agua jabonosa sobre el regazo y docenas de ajorcas de oro dentro para que se limpiaran.

Rachel no iba muy errada. Dijo en voz alta, «¿Hola? ¿Sahlah?», y caminó hasta la puerta de la sala de estar. Allí encontró a Yumn, la joven esposa del hermano de Sahlah, que no estaba cuidando de sus numerosas joyas, sino remendando uno de sus muchos dupattas. Yumn estaba cosiendo laboriosamente el dobladillo del pañuelo, y su falta de experiencia saltaba a la vista.

Emitió un gritito cuando Rachel carraspeó. Alzó las manos, y aguja, hilo y pañuelo salieron volando en tres direcciones diferentes. Por algún motivo misterioso, llevaba un dedal en cada dedo de la mano izquierda. También salieron despedidos.

– ¡Qué susto me has dado! -exclamó-. Dios mío, Rachel Winfield. Y precisamente hoy, cuando nada debería perturbarme. El ciclo femenino es algo muy delicado. ¿No te lo ha dicho nadie?

Sahlah siempre se refería a su cuñada como nacida para la RADA [1] pero educada para nada. Esto último parecía ser la verdad. La entrada de Rachel no había sido subrepticia, pero Yumn parecía ansiosa por sacarle provecho hasta el máximo, con el fin de centrar la atención en su «ciclo femenino», como ella lo llamaba, y utilizó las manos para acunarse el estómago, por si Rachel no la había entendido. Lo cual era muy improbable. Si Yumn hablaba en alguna ocasión de algo que no fuera su intención de quedar embarazada por tercera vez (al cabo de treinta y siete meses de matrimonio y antes de que su segundo hijo hubiera cumplido dieciocho meses), Rachel lo ignoraba.

– Lo siento -dijo Rachel-. No quería asustarte.

– Menos mal.

Yumn buscó con la vista sus útiles de coser. Clavó la vista en el pañuelo, y para ello utilizó su ojo bueno, el derecho, y cerró el izquierdo, cuyos erráticos vagabundeos solía ocultar mediante un dupatta que arrojaba una sombra sobre él. Como parecía concentrada en reanudar su trabajo y hacer caso omiso de Rachel indefinidamente, ésta volvió a hablar.

– Yumn, he venido a ver a Sahlah. ¿Está en casa?

Yumn se encogió de hombros.

– Siempre está en casa esa chica. Aunque siempre que la llamo, parece sorda como una tapia. Necesita una buena paliza, pero nadie se anima a dársela.

– ¿Dónde está? -preguntó Rachel.

– «Pobre criatura», piensan -continuó Yumn-. «Déjala en paz. Está muy apenada.» Apenada, imagínate. Qué idea tan divertida.

Rachel se sintió alarmada al oír aquel comentario, pero por lealtad a Sahlah se esforzó en disimularlo.

– ¿Está aquí? -preguntó haciendo acopio de paciencia-. ¿Dónde está, Yumn?

– Ha ido arriba. -Cuando Rachel se dio la vuelta, Yumn añadió-: Estará postrada de dolor, sin duda.

Lanzó una risita maliciosa.

Rachel encontró a Sahlah en el dormitorio situado en la parte delantera de la casa, el cuarto habilitado para los dos niños de Yumn. Estaba de pie ante la tabla de planchar, y se dedicaba a doblar una montaña de pañales recién secos hasta formar cuadrados perfectos. Sus sobrinos, un niño de veintisiete meses y su hermano menor, descansaban en una sola cuna, cerca de la ventana abierta. Estaban dormidos.

Rachel no había visto a su amiga desde hacía quince días. Su último intercambio de pareceres no había sido agradable, de modo que a pesar de haber ensaya-. do comentarios encaminados a romper el hielo, se sentía torpe y desmañada. Sin embargo, esta sensación no sólo era debida al malentendido que se había producido entre ellas. Ni tampoco al hecho de que, al entrar en casa de los Malik, Rachel fuera consciente de penetrar en otra cultura. Se debía a su aguda percepción (reavivada cada vez que miraba a su amiga) de las diferencias físicas existentes entre ella y Sahlah.

Sahlah era adorable. En deferencia a su religión y a los deseos de sus padres, vestía el recatado shalwarquamis, pero ni los pantalones abolsados ni la blusa que colgaba por debajo de las caderas conseguían disminuir su belleza. Tenía la piel de color nuez moscada, y los ojos de un tono parecido al coco, con pestañas largas y espesas. Llevaba el cabello oscuro recogido en una sola y gruesa trenza que le colgaba hasta la cintura, y cuando Rachel la llamó por su nombre y levantó la cabeza, rizos finos como telarañas cayeron alrededor de su cara. La única imperfección que poseía era una marca de nacimiento. Era de color fresa y en forma de fresa, y destacaba sobre su pómulo como un tatuaje. Se oscureció de forma perceptible cuando sus ojos se encontraron con los de Rachel.

Ésta se sobresaltó al ver su cara. Su amiga parecía enferma, y ella olvidó al instante todas las fórmulas que había ensayado. Guiada por un impulso, extendió el regalo que había llevado.

– Es para ti -dijo-. Es un regalo, Sahlah.

De inmediato se sintió como una imbécil.

Sahlah alisó poco a poco las arrugas de un pañal. Lo dobló una vez y alineó las esquinas con intensa concentración.

– No era mi intención -dijo Rachel-. Además, ¿qué sé yo sobre el amor? Precisamente yo. Y aún sé menos sobre el matrimonio, ¿verdad? Sobre todo, teniendo en cuenta mis circunstancias. Me refiero a que mi madre estuvo Casada diez minutos en una ocasión. Y según ella, lo hizo por amor. Ya ves.

Sahlah dobló dos veces más el pañal y lo depositó sobre la pila que crecía en el extremo de la tabla de planchar. Se acercó a la ventana y echó un vistazo a sus sobrinos. Parecía innecesario, pensó Rachel. Dormían como muertos.

Rachel se encogió ante aquella metáfora mental. Debía evitar, bajo todos los conceptos, utilizar o pensar siquiera en aquella palabra durante el tiempo que durara su visita en aquella casa.

– Lo siento, Sahlah -dijo.

– No hacía falta que trajeras un regalo -contestó Sahlah en voz baja.

– ¿Me perdonas? Di que me perdonas, por favor. No podría soportar que no me perdonaras.

– No hace falta que te disculpes por nada, Rachel.

– Eso significa que no me perdonas, ¿verdad?

Las cuentas de hueso, delicadamente talladas, de los pendientes de Sahlah. tintinearon cuando meneó la cabeza. Pero no dijo nada.

– ¿Aceptarás el regalo? -preguntó Rachel-. Cuando lo vi, pensé en ti. Ábrelo. Por favor.

Ardía en deseos de enterrar la aspereza que había teñido sus últimas conversaciones. Estaba desesperada por retirar sus palabras y acusaciones, porque deseaba recuperar la antigua relación con su amiga.

Tras un momento de reflexión, Sahlah exhaló un leve suspiro y cogió la caja. Examinó el papel de envolver antes de quitarlo, y Rachel se sintió complacida cuando observó que sonreía al ver los dibujos de garitos que hacían acrobacias con una madeja de lana. Acarició uno con la yema del dedo. Después, tiró de la cinta que ataba el paquete y deslizó el dedo bajo el celo. Una vez abierto el paquete, alzó la prenda y acarició con los dedos uno de sus hilos dorados.

Como ofrenda de paz, Rachel sabía que había escogido bien. La chaqueta sherwani era larga, de cuello alto. Respetaba tanto la cultura como la religión de Sahlah. Si la llevaba con pantalones, la cubriría por completo. Sus padres (cuya buena voluntad y comprensión eran esenciales para los planes de Rachel) darían su aprobación. Pero al mismo tiempo, la chaqueta subrayaba el valor que Rachel concedía a su amistad con Sahlah. Era de seda, entretejida con abundantes hebras doradas. Proclamaba su precio a voz en grito, y Rachel había gastado casi todos sus ahorros en la prenda, pero le daba igual si conseguía recuperar a Sahlah.

– Lo que me llamó la atención fue el color -dijo Rachel-. El siena tostado le sienta muy bien a tu piel. Póntela.

Lanzó una risita forzada cuando Sahlah vaciló, con la cabeza inclinada sobre la chaqueta y el dedo índice dando vueltas alrededor de uno de los botones. Son de cuerno auténtico, quiso decir Rachel, pero las palabras no le salieron. Estaba demasiado asustada.

– No seas tímida, Sahlah. Póntela. ¿No te gusta?

Sahlah dejó la chaqueta sobre la tabla de planchar y cruzó los brazos, con tanto cuidado como había doblado los pañales. Llevó la mano hacia uno de los adornos que colgaban de su collar, y lo sujetó como si fuera un talismán.

– Es demasiado, Rachel -dijo por fin-. No puedo aceptarlo. Lo siento.

Rachel notó que repentinas lágrimas acudían a sus ojos.

– Pero es que siempre… -dijo-. Somos amigas, ¿no?

– Sí.

– Entonces…

– No puedo corresponderte. No tengo dinero, y aunque lo tuviera…

Sahlah continuó doblando la prenda, y dejó la frase en suspenso.

Rachel terminó por ella. Conocía lo bastante a su amiga para saber lo que estaba pensando.

– Se lo darías a tus padres. No lo gastarías en mí.

– El dinero sí.

No añadió «es lo que solemos hacer». Lo había repetido con frecuencia durante sus once años de amistad, y también desde que había anunciado a Rachel su intención de casarse con un paquistaní desconocido elegido por sus padres, por lo cual era innecesario que se aferrara una vez más a la muletilla.

Antes de ir a la casa, Rachel no había considerado la posibilidad de que su visita a Sahlah intensificara el malestar que experimentaba desde las últimas semanas. Había contemplado el futuro como una especie de silogismo. El prometido de Sahlah había muerto. Sahlah estaba viva. Ergo, Sahlah podía volver a ser la mejor amiga de Rachel y la compañera más querida de su vida futura. Al parecer, no era así.

El estómago de Rachel se revolvió. Sintió que la cabeza le daba vueltas. Después de todo lo que había hecho, después de todo lo que había descubierto, después de todo lo que le habían confiado y había mantenido en secreto, porque las verdaderas amigas actuaban así…

– Quiero que te lo quedes. -Rachel se esforzó por encontrar el tono adecuado cuando se visitaba una casa en que la muerte había dejado ya su tarjeta-. Sólo he venido a decirte que lamento muchísimo…, bueno, tu… pérdida.

– Rachel -dijo Sahlah en voz baja-. Basta, por favor.

– Sé lo desdichada que debes sentirte. Aunque le conocías desde hacía muy poco tiempo, estoy segura de que habías llegado a quererle. Porque… -Notó que su voz se tensaba. Pronto temblaría de emoción-. Porque sé que no te casarías con alguien a quien no quisieras, Sahlah. Siempre dijiste que no lo harías. Por lo tanto, la lógica me dice que, en cuanto viste a Haytham, tu corazón voló hacia él. Y cuando él apoyó su mano sobre tu brazo, su mano húmeda y fría, supiste que era el elegido. Pasó así, ¿verdad? Por eso ahora estás tan afligida.

– Sé que te cuesta entender.

– Pero no pareces afligida. En relación a la muerte de Haytham. Me pregunto por qué. ¿Tu padre también se lo pregunta?

Estaba hablando más de la cuenta. Era como si su voz poseyera vida propia, y no podía hacer nada por controlarla.

– No sabes lo que está pasando en mi interior -afirmó en voz baja Sahlah, casi con furia-. Quieres juzgarme a tenor de tus criterios, y no puedes, porque son diferentes de los míos.

– Como yo soy diferente de ti -añadió Rachel, y las palabras le supieron amargas-. ¿No es cierto?

La voz de Sahlah se suavizó.

– Somos amigas, Rachel. Siempre lo hemos sido, y siempre lo seremos.

La afirmación hirió a Rachel más que cualquier repudio. Porque no era más que una simple afirmación. Por cierta que fuera, no entrañaba una promesa.

Rachel rebuscó en el bolsillo de la blusa y extrajo el folleto arrugado que llevaba encima desde hacía más de dos meses. Lo había mirado tan a menudo que se sabía de memoria sus fotos y el texto de propaganda acompañante sobre los Clifftop Snuggeries, pisos de dos dormitorios en tres edificios de ladrillo. Como su nombre sugería, estaban situados en el paseo del Sur, suspendidos sobre el mar. Según el modelo elegido, los pisos tenían balcones o terrazas, pero en ambos casos contaban con vistas: el parque de atracciones de Balford al norte, o la infinita extensión de mar verdegrisáceo al este.

– Estos son los pisos.

Rachel desdobló el folleto. No se lo ofreció, porque intuía que Sahlah se negaría a aceptarlo.

– He ahorrado bastante dinero para la paga y señal. Yo la adelantaría.

– Rachel, ¿por qué no intentas comprender cómo son las cosas en mi mundo?

– Quiero hacerlo, en serio. Me ocuparé de que el nombre de las dos conste en la escritura. Sólo tendrías que pagar al mes…

– No puedo.

– Sí puedes -insistió Rachel-. Tu educación te impulsa a pensar que no, pero no has de vivir así durante el resto de tu vida. Nadie lo hace.

El niño mayor se agitó en la cuna y sollozó en sueños. Sahlah fue a verle. Ninguno de los niños estaba tapado, debido al calor que hacía en la habitación, de manera que fue un gesto innecesario. Sahlah acarició la frente del niño. Cambió de posición, dormido, con el trasero al aire.

– Rachel -dijo Sahlah, con la vista clavada en su sobrino-, Haytham ha muerto, pero eso no me exime de las obligaciones para con mi familia. Si mi padre me elige otro marido mañana, me casaré con él. Es mi deber.

– ¿Tu deber? Eso es una locura. Ni siquiera le conocías. Tampoco conocerás al siguiente. ¿Qué…?

– No. Es lo que quiero hacer.

Lo dijo en voz baja, pero la firmeza del tono era inapelable. Estaba decidido, «el pasado ha muerto», pero sin decirlo. No obstante, había olvidado un detalle. Haytham Querashi también había muerto.

Rachel se acercó a la tabla de planchar y terminó de doblar la chaqueta, con la misma precisión que Sahlah empleó con los pañales. La dobló por la mitad, haciendo coincidir la base con los hombros. Formó con los costados pequeñas cuñas que embutió en la cintura. Sahlah la observaba desde la cuna. Cuando hubo devuelto la chaqueta a la caja y ajustado la tapa, Rachel volvió a hablar.

– Siempre hablábamos de cómo sería.

– Éramos pequeñas entonces. Es fácil tener sueños cuando sólo eres una niña.

– Pensabas que no me acordaría.

– Pensaba que al hacerte mayor lo dejarías correr.

El comentario escoció, probablemente más de lo que Sahlah pretendía. Indicaba hasta qué punto había cambiado, hasta qué punto las circunstancias de su vida la habían cambiado. También indicaba hasta qué punto no había cambiado Rachel.

– ¿Cómo tú? -preguntó ésta.

Sahlah bajó la vista. Los dedos de una mano se cerraron alrededor de una barra de la cuna.

– Créeme, Rachel. Es lo que debo hacer.

Dio la impresión de que iba a seguir hablando, pero Rachel era incapaz de extraer deducciones. Intentó descifrar la expresión de Sahlah para comprender el sentimiento y el significado que contenía la frase, pero fracasó.

– ¿Por qué? ¿Porque son vuestras costumbres? ¿Porque tu padre insiste? ¿Porque te expulsarán de la familia si no les obedeces?

– Todo eso es cierto.

– Pero hay más, ¿verdad? ¿Verdad? -contraatacó Rachel-. Da igual que tu familia te expulse. Yo cuidaré de ti, Sahlah. Estaremos juntas. No permitiré que te suceda nada malo.

Sahlah emitió una risita irónica. Se volvió hacia la ventana y contempló el sol del atardecer, que caía sin piedad sobre el jardín, resecaba el suelo, quemaba la hierba, robaba la vida a las flores.

– Lo malo ya ha sucedido -dijo-. ¿Dónde estabas tú para impedirlo?

La pregunta heló la sangre de Rachel. Sugería que Sahlah había, intuido hasta dónde pensaba llegar Rachel con el fin de salvar su amistad. Su valentía vaciló, pero no podía marcharse de la casa sin saber la verdad. No quería enfrentarse a ella, porque si era la que pensaba, también debería enfrentarse a la certeza de que ella había sido la causa del fracaso de su amistad. Pero Rachel no veía otra alternativa. Había entrado por la fuerza donde no era bienvenida. Ahora, averiguaría el precio.

– Sahlah -dijo-, ¿Haytham…?

Titubeó. ¿Cómo formular la pregunta sin admitir hasta qué horrible punto había deseado traicionar a su amiga?

– ¿Qué? -preguntó Sahlah-. ¿A qué te refieres?

– ¿Te habló alguna vez de mí?

La pregunta pareció sorprender tanto a Sahlah, que no hizo falta respuesta. Rachel experimentó una oleada de alivio tan dulce, que notó el sabor del azúcar en la garganta. Haytham Querashi había muerto sin decir nada, comprendió. De momento, al menos, Rachel Winfield estaba a salvo.


Sahlah observó desde la ventana a su amiga, que se alejaba en la bicicleta. Se dirigía hacia el Greensward. Tenía la intención de volver a casa por la orilla del mar.

Pasaría delante de los Clifftop Snuggeries, donde había anclado sus sueños, pese a lo que Sahlah había dicho y hecho para ilustrar que habían tomado caminos diferentes.

En el fondo, Rachel no era diferente de la niña a la que había conocido en la escuela primaria. Se había sometido a cirugía estética para que le esculpieran unas facciones relativamente razonables en la desastrosa cara con que había nacido, pero bajo aquellos rasgos seguía siendo la misma niña: siempre esperanzada, ansiosa y llena de planes, por poco prácticos que fueran.

Sahlah se había esforzado al máximo por explicar que el plan maestro de Rachel (comprar un piso y vivir juntas hasta la vejez, como las dos inadaptadas sociales que eran) era irrealizable. Su padre no permitiría que se independizara de esa manera, en compañía de otra mujer y lejos de la familia. Y, aunque en un arranque de locura decidiera permitir que su única hija adoptara un estilo de vida tan aberrante, Sahlah tampoco lo deseaba. En otra época, lo habría hecho. Pero ahora era demasiado tarde.

Era demasiado tarde a cada segundo que transcurría. En muchos aspectos, la muerte de Haytham significaba también la suya. Si él hubiera vivido, nada habría importado. Ahora que estaba muerto, todo tenía importancia.

Enlazó las manos bajo la barbilla y cerró los ojos, con el deseo de que un soplo de brisa marina refrescara su cuerpo y calmara su mente febril. Una vez, en una novela (que había ocultado celosamente a la vista de su padre, porque no la habría aprobado), había leído la expresión «su mente corría locamente», en relación a una heroína desesperada, y no había comprendido cómo podía una mente realizar aquella proeza inusual. Pero ahora lo sabía. Porque su mente se había puesto a correr como un rebaño de gacelas en cuanto supo que Haytham había muerto. Desde aquel momento, había pensado en todas las permutaciones de qué hacer, adónde ir, a quién ver, cómo actuar y qué decir. Como resultado, había quedado paralizada por completo. Ahora, era la encarnación de la espera. Sin embargo, no sabía qué esperaba. El rescate, tal vez. O recuperar la capacidad de rezar, algo que había hecho en otro tiempo cinco veces al día con perfecta devoción. La había perdido.

– ¿Ya se ha ido el gnomo?

Sahlah se volvió y vio a Yumn en el umbral, con un hombro apoyado sobre el quicio de la puerta.

– ¿Te refieres a Rachel? -preguntó Sahlah.

Su cuñada entró en la habitación, con los brazos levantados lánguidamente para trenzarse el pelo. La trenza que obtuvo era insustancial, con el grosor del dedo meñique de una mujer. El cuero cabelludo de Yumn asomaba en algunos puntos, de una forma muy poco atractiva.

– «¿Te refieres a Rachel?» -imitó Yumn-. ¿Por qué hablas siempre como una mujer con un palo metido en el culo?

Rió. Se quitó el habitual dupatta y, sin el pañuelo y con el cabello retirado de la cara, su ojo errático pareció más extraviado que nunca. Cuando rió, el ojo dio la impresión de resbalar de un lado a otro, como la yema de un huevo crudo.

– Frótame la espalda -pidió-. Esta noche quiero estar relajada para tu hermano.

Se acercó a la cama donde su hijo mayor pronto dormiría, se sacudió las sandalias y se tendió sobre el cobertor azul.

– ¿Has oído lo que he dicho, Sahlah? -dijo-. Frótame la espalda.

– No llames gnomo a Rachel. No puede cambiar su aspecto más que…

Sahlah se calló en el último instante. Las palabras «más que tú» llegarían a oídos de Muhannad, acompañadas de un considerable ataque de histeria. Y el hermano de Sahlah se encargaría de que pagara por el insulto lanzado contra la madre de sus hijos.

Yumn la observaba con una sonrisa astuta. Ardía en deseos de que Sahlah terminara la frase. Nada le gustaría más que oír el impacto de la palma de Muhannad contra la mejilla de su hermana menor. Pero Sahlah no le concedió ese placer. Se acercó a la cama y la miró, mientras Yumn se quitaba las prendas superiores.

– Quiero el aceite -ordenó-. El que huele a eucalipto. Y caliéntalo con las manos primero. No puedo soportarlo frío.

Sahlah se dispuso a obedecer, mientras Yumn se tendía de costado. Su cuerpo mostraba las huellas de los dos embarazos sucesivos. Sólo tenía veinticuatro años, pero sus pechos ya colgaban, y el segundo embarazo había dilatado su piel y añadido más peso a su cuerpo robusto. Dentro de otros cinco años, si persistía en su intención de producir crías anuales para el hermano de Sahlah, sería tan ancha como alta.

Sujetó la trenza sobre su cabeza con una horquilla que cogió de la mesilla de noche.

– Empieza -dijo.

Sahlah obedeció. Vertió el aceite en sus palmas y las frotó para entibiarlo. Detestaba la idea de tocar el cuerpo de la otra mujer, pero como esposa de su hermano mayor, Yumn podía exigir cosas a Sahlah y esperar que se llevaran a cabo sin la menor protesta.

El matrimonio de Sahlah habría abolido la tiranía de Yumn sobre ella, no sólo por el matrimonio en sí, sino porque el matrimonio habría rescatado a Sahlah de casa de su padre, y al mismo tiempo del yugo de Yumn. Y al contrario que Yumn, obligada a soportar y prestar obediencia a una suegra, pese a su carácter dominante, Sahlah habría vivido sola con Haytham, al menos hasta que empezara a traer parientes desde Pakistán. Todo eso estaba descartado. Era una prisionera, y todos los habitantes de la mansión de la Segunda Avenida, excepto sus dos sobrinos pequeños, eran sus carceleros.

– Eso es muy agradable -suspiró Yumn-. Quiero que mi piel brille. A tu hermano le gusta así, Sahlah. Le excita. Y cuando se excita… -Emitió una risita-. Hombres. Son como niños. Qué cosas exigen. Qué cosas desean. Nos pueden hacer tan desgraciadas, ¿verdad? Nos llenan de niños en un abrir y cerrar de ojos. Tenemos un hijo, y antes de que cumpla seis semanas, su padre ya nos está montando de nuevo para tener otro. Es una suerte que hayas escapado de ese sino miserable, bahin.

Sus labios se curvaron, como divertida por algo que sólo ella sabía.

Sahlah adivinó, como Yumn pretendía, que no sentía la menor pena por su suerte. Antes al contrario, alardeaba de su capacidad de reproducción y de cómo la utilizaba: para conseguir lo que deseaba, para hacer lo que le daba la gana, para manipular, engatusar, sonsacar y exigir. ¿Cómo era posible que sus padres hubieran elegido aquella esposa para su hijo único?, se preguntó Sahlah. Si bien era cierto que el padre de Yumn tenía dinero, y la generosa dote había contribuido a sufragar muchas mejoras en los negocios de la familia Malik, debía de haber otras mujeres más adecuadas disponibles cuando los Malik habían decidido que ya era hora de buscar esposa para Muhannad. ¿Cómo podía tocar Muhannad a aquella mujer? Su piel parecía pasta, y su olor era acre.

– Dime, Sahlah -murmuró Yumn, y cerró los ojos complacida, mientras los dedos de Sahlah masajeaban sus músculos-, ¿estás contenta? Puedes decirme la verdad. No le contaré nada a Muhannad.

– ¿Contenta por qué?

Sahlah cogió más aceite y lo vertió en su palma.

– Por haber escapado a tu deber: dar hijos a un marido y nietos a tus padres.

– No he pensado en dar nietos a mis padres -dijo Sahlah-. Para eso ya estás tú.

Yumn lanzó una risita.

– No acabo de creer que hayan pasado tantos meses desde el nacimiento de Bishr sin haber concebido otro. Basta con que Muhannad me toque, y a la mañana siguiente ya estoy embarazada. Y qué hijos tenemos tu hermano y yo. Muhannad es un hombre como no hay otro.

Yumn se dio la vuelta. Sujetó y levantó sus pesados pechos. Sus pezones eran del tamaño de platillos, tan oscuros como las caparrosas que se recogían en el Nez.

– Contempla el efecto de un embarazo en el cuerpo de una mujer, bahin. Tienes la suerte de seguir delgada e intocada, de haber escapado a esto. -Hizo un ademán desganado-. Mírate. Ni varices, ni piel distendida, ni hinchazones, ni dolores. Tan virginal, Sahlah. Tu aspecto es tan encantador que me pregunto si deseabas casarte. Yo diría que no. No querías tener nada que ver con Haytham Querashi. ¿Me equivoco?

Sahlah se obligó a sostener la mirada de su cuñada. Su corazón latía como si enviara sangre a su cara.

– ¿Quieres que continúe con el aceite, o ya tienes suficiente? -preguntó.

Yumn sonrió con su acostumbrada lentitud.

– ¿Suficiente? -repitió-. Oh, no, bahin. Aún no.


Agatha Shaw vio desde la ventana de la biblioteca que su nieto bajaba del BMW. Consultó su reloj. Llegaba media hora tarde. Eso no le gustó. Los hombres de negocios debían ser puntuales, y si Theo quería que Balford-le-Nez le tomara en serio como sucesor de Agatha y Lewis Shaw y, en consecuencia, le considerara una persona digna de confianza, tendría que aprender la importancia de llevar reloj de pulsera en lugar de aquella ridícula pulsera. Una cursilada horripilante. Cuando ella tenía su edad, si un hombre de veintiséis años hubiera llevado un brazalete, se habría enfrentado a una denuncia en que la palabra «sodomita» se habría empleado con mucha más frecuencia de la deseable.

Agatha se puso al lado del alféizar de la ventana, con el fin de que las cortinas la ocultaran. Examinó a Theo mientras se acercaba. Había días en que el joven la ponía de los nervios, y aquél era uno de ellos. Se parecía demasiado a su madre. El mismo cabello rubio, la misma piel clara que se cubría de pecas en verano, la misma constitución atlética. Ella, gracias a Dios, había ido a recibir la recompensa que el Todopoderoso reservaba a los putones escandinavos que perdían el control de su coche y se mataban, liquidando de paso a su marido. No obstante, la presencia de Theo en la vida de su abuela servía siempre para recordarle que había perdido dos veces a su hijo menor y más querido: la primera vez por culpa de un matrimonio que le valió ser desheredado, y la segunda con el accidente de coche que la dejó a ella, Agatha, a cargo de dos chicos indisciplinados menores de diez años.

Mientras Theo se aproximaba a la casa, Agatha reflexionó sobre todos los aspectos del joven que merecían su desaprobación. Usaba ropas impropias de su posición. Prefería prendas holgadas y cómodas: chaquetas con hombreras, camisas sin cuello, pantalones fruncidos. Y siempre en tonos pastel, cervato o ante. Llevaba sandalias más que zapatos. Si se ponía calcetines era siempre una cuestión aleatoria. Por si esto no fuera suficiente para impedir que inversores en potencia le tomaran en serio, desde la noche de la muerte de su madre se había empeñado en llevar su execrable cadenita de oro con una cruz, uno de esos horribles y macabros adornos católicos con un diminuto cuerpo crucificado sobre ella. Justo el detalle que reclamaba a gritos la atención de un inversor, cuando en cambio intentaba convencerle de que invirtiera su dinero en la restauración, renovación y renacimiento de Balford-le-Nez.

Fue inútil decirle a Theo cómo debía vestir, cómo debía comportarse o cómo debía hablar cuando presentara el plan Shaw para la reurbanización de la ciudad. «La gente cree en el proyecto o no, abuela», fue la forma en que recibió sus sugerencias.

El hecho de que se hubiera visto forzada a hacer sugerencias también la ponía de los nervios. Era su proyecto. Era su sueño. Había sido elegida concejala del ayuntamiento de Baldford durante cuatro legislaturas consecutivas, impulsada por la fuerza de sus sueños de futuro, y era enfurecedor que ahora, debido a la ruptura de un solo e impertinente vaso sanguíneo de su cerebro, tuviera que retirarse para recuperar sus energías, permitiendo que el tonto y relamido de su nieto hablara por ella. Sólo pensar en ello era suficiente para provocar otro ataque, de modo que se esforzaba por evitarlo.

Oyó que la puerta principal se abría. Las sandalias de Theo resonaron sobre el parquet del suelo, y el ruido enmudeció cuando llegó a la primera alfombra persa. Intercambió unas palabras con alguien en la entrada. Mary Ellis, la chica de la limpieza, cuya monstruosa incompetencia hacía desear a Agatha haber nacido en una época en que se azotaba a la servidumbre de forma rutinaria.

– ¿En la biblioteca? -preguntó Theo, y tomó aquella dirección.

Agatha decidió estar en pie cuando su nieto se reuniera con ella. El servicio de té estaba dispuesto sobre la mesa, y lo había dejado con los emparedados curvándose hacia arriba en los extremos y una película de tono deslustrado formada en la superficie del líquido. Servirían para ilustrar el hecho de que Theo se había retrasado de nuevo. Agatha aferró el mango de su bastón con ambas manos y lo colocó delante de ella, para que las tres puntas aguantaran su peso. El esfuerzo de simular que estaba en pleno control de sus funciones físicas provocó que sus brazos temblaran, y se alegró de haberse puesto una rebeca pese al calor del día. Al menos, los delgados pliegues de lana ocultarían sus temblores.

Theo se detuvo en el umbral. Su cara brillaba de sudor y la camisa de hilo se pegaba a su torso, poniendo de relieve su cuerpo nervudo. No dijo nada, sino que se acercó a la bandeja de té y a las tres hileras de emparedados que había al lado. Se apoderó de tres bocadillos de huevo con ensalada y los devoró en rapidísima sucesión, sin dar importancia al hecho de que se habían resecado. Ni siquiera pareció caer en la cuenta de que el té, al que añadió un terrón de azúcar, se había enfriado veinte minutos antes.

– Si el verano sigue así, la temporada será excelente para el parque de atracciones del muelle -dijo Theo, pero sus palabras sonaron cautelosas, como si estuviera pensando en algo más que en el parque de atracciones. Las antenas de Agatha se izaron, pero no dijo nada-. Es una pena que no tengamos terminado el restaurante hasta agosto, porque lo amortizaríamos en un abrir y cerrar de ojos. Hablé con Gerry DeVitt sobre la fecha de terminación, pero cree que no hay muchas esperanzas de acelerar las obras. Ya conoces a Gerry. Hay que hacer las cosas bien. Sin reducir la calidad. -Theo cogió otro emparedado, esta vez de pepino-. Y sin reducir gastos, por supuesto.

– ¿Por eso has llegado tarde?

Agatha necesitaba sentarse (notaba que sus piernas habían empezado a temblar, al igual que los brazos), pero se negaba a permitir que su cuerpo se rebelara contra los dictados de su mente.

Theo negó con la cabeza. Se acercó a ella con la taza de té frío y depositó un seco beso en su mejilla.

– Hola -dijo-. Lamento mi falta de modales. No he comido. ¿No tienes calor con esta rebeca, abuela? ¿Quieres una taza de té?

– Deja de darme coba. No tengo ni un pie en la tumba, por más que tú lo desees.

– No digas tonterías, abuela. Siéntate. Tienes las mejillas coloradas y estás temblando. ¿No te das cuenta? Ven, siéntate.

La mujer rechazó su brazo.

– Deja de tratarme como si fuera subnormal. Me sentaré cuando me dé la gana. ¿Por qué te comportas de una forma tan rara? ¿Qué ha pasado en el pleno municipal?

Era donde ella tendría que haber estado, y habría acudido de no ser por el ataque sufrido diez meses antes. Calor o no, habría estado allí y doblegado a aquella pandilla de misóginos miopes con el poder de su voluntad. Había tardado siglos (por no mencionar una sustanciosa contribución a las arcas de sus campañas) en convencerles de que un pleno municipal extraordinario debía estudiar sus planes de reurbanización para la fachada marítima, y Theo, junto con su arquitecto y un planificador urbano importado de Newport (Rhode Island), había sido designado para encargarse de la presentación.

Theo se sentó y sostuvo la taza de té entre sus rodillas. Hizo girar el líquido, lo engulló de un solo trago y dejó la taza sobre la mesa contigua a su silla.

– ¿No te has enterado?

– ¿De qué?

– Fui a la reunión. Todos fuimos, como tú querías.

– Eso esperaba, desde luego.

– Pero las cosas se complicaron y no se habló de los planes de reurbanización.

Agatha obligó a sus piernas a dar los pasos requeridos sin flaquear. Se irguió ante él.

– ¿No se habló? ¿Por qué no? El único motivo de la reunión era la reurbanización.

– Sí -contestó Theo-, pero se produjo una… bien, supongo que tú lo llamarías una grave interrupción.

Theo pasó el pulgar sobre la superficie grabada del anillo de sello que llevaba (era el anillo de Spi padre). Parecía angustiado, y las sospechas de Agatha se despertaron de inmediato. A Theo no le gustaban los conflictos, y si en aquel momento estaba inquieto, tenía que ser porque le había fallado. Maldito fuera el muchacho. Sólo le había pedido que colaborara con una sencilla presentación, y había logrado estropearla con su ineptitud habitual.

– Un concejal se nos opone -dijo-. ¿Quién? ¿Malik? Sí, es Malik, ¿verdad? Ese advenedizo con cara de mulo aporta a la ciudad un pedazo de verde que él llama parque, y al que da el nombre de uno de sus salvajes parientes, y de repente decide que ha tenido una visión. Es Akram Malik, ¿no es así? Y el consejo municipal le apoya, en lugar de postrarse de hinojos y dar gracias a Dios porque yo tengo el dinero, los contactos y la decisión de que Balford vuelva a figurar en el mapa.

– No fue Akram -dijo Theo-. Y no fue a propósito de la reurbanización. -Por algún motivo, desvió la vista un momento antes de mirarla a los ojos. Era como si estuviera reuniendo fuerzas para continuar-. No puedo creer que no te hayas enterado. Toda la ciudad lo sabe. Fue por ese otro asunto, abuela. Lo de Nez.

– Oh, eso es ridículo.

Siempre surgía algo acerca de Nez, sobre todo preguntas relacionadas con el libre acceso a una parte de la línea costera cada vez más frágil. Pero siempre se suscitaban preguntas sobre el Nez, y el que un ecologista melenudo escogiera el pleno de la reurbanización (su pleno de la reurbanización, maldita sea) para soltar unas cuantas tonterías sobre aves en extinción u otras formas de vida salvaje, escapaba a su comprensión. Aquel pleno se había previsto varios meses antes. El arquitecto había robado dos días a sus demás proyectos para estar en Balford, y el planificador urbano había volado a Inglaterra pagando los gastos de su propio bolsillo. Su presentación había sido instruida, calculada, orquestada e ilustrada hasta el último detalle, y el hecho de que hubiera sido interrumpida por la preocupación de alguien sobre un promontorio de tierra que amenazaba derrumbarse, cuestión que habría podido discutirse en cualquier otra fecha, en cualquier otro lugar, en cualquier otra hora… Agatha notó que sus temblores empeoraban. Se encaminó hacia el sofá y se sentó.

– ¿Cómo permitiste que eso sucediera? -preguntó a su nieto-. ¿No protestaste?

– No pude hacerlo. Las circunstancias…

– ¿Qué circunstancias? El Nez seguirá en su sitio la semana que viene, el mes que viene y el año que viene, Theo. No entiendo por qué era tan perentoria una discusión sobre el Nez nada menos que hoy, precisamente.

– No fue por el Nez -dijo Theo-. Fue por esa muerte. La que ocurrió allí. Una delegación de la comunidad asiática vino a la reunión y exigió ser recibida. Cuando el consistorio intentó darles largas…

– ¿Por qué querían ser recibidos?

– Por ese hombre que murió en el Nez. Venga, abuela. La historia venía en primera plana del Standard. Tienes que haberla leído. Sé que Mary Ellis te habrá venido con habladurías.

– Yo no escucho habladurías.

Theo se acercó a la mesita auxiliar y se sirvió otra taza de Darjeeling frío.

– Como quieras -dijo, dando a entender que no la había creído ni por un momento-. Cuando el consejo intentó sacudirse de encima a la delegación, invadieron el ayuntamiento.

– ¿Quiénes?

– Los asiáticos, abuela. Había más fuera, esperando una señal. Cuando la recibieron, empezaron a ejercer presión sobre nosotros. Gritaron, tiraron ladrillos. La cosa se puso fea. La policía tuvo que calmar a todo el mundo.

– Pero era nuestro pleno.

– Sí, lo era, pero se convirtió en el de otros. No hubo forma de evitarlo. Volveremos a convocarlo cuando la situación se calme.

– Deja de hablar como un papanatas.

Agatha golpeó el suelo alfombrado con el bastón. No hizo prácticamente ruido, lo cual la enfureció todavía más. Tenía ganas de lanzar cosas por los aires. Algunos platos rotos tampoco le sentarían nada mal.

– «¿Volveremos a convocarlo…?» ¿Dónde crees que esa clase de mentalidad te llevará en la vida, Theodore Michael? Este pleno se convocó para satisfacer nuestras necesidades. Nosotros lo solicitamos. Esperamos a que llegara el momento oportuno para ello. Y ahora me dices que un grupo plañidero de aceitunos analfabestias, que ni siquiera debieron tomarse la molestia de bañarse antes de hacer acto de aparición…

– Abuela. -La piel clara de Theo estaba enrojeciendo-. Los paquistaníes se bañan tanto como nosotros, y aunque no lo hicieran, lo que importa no es su higiene, ¿verdad?

– Tal vez puedas decirme qué es lo que importa.

Theo volvió a sentarse ante ella. Su taza tintineó en el platillo de una forma que le dio ganas de aullar.

¿Cuándo aprendería a comportarse como un Shaw, por el amor de Dios?

– Ese hombre se llamaba Haytham Querashi…

– Lo sé muy bien -interrumpió su abuela.

Theo enarcó una ceja.

– Ah -dijo. Dejó la taza con cuidado sobre la mesa y concentró su atención en ella, en lugar de en su abuela, mientras hablaba-. En ese caso, tal vez sepas también que iba a casarse con la hija de Akram Malik la semana que viene. Es evidente que la comunidad asiática no cree que la policía se está esforzando lo bastante para llegar al fondo del enigma. Trasladaron sus agravios al pleno municipal. Fueron especialmente duros… Bien, fueron duros con Akram. Intentó controlarlos. No le hicieron el menor caso. Sufrió una humillación en toda regla. Después de eso, no podía solicitar otra reunión. No habría sido justo.

Pese a la interrupción que había provocado en sus planes, aquella información no dejó de proporcionar cierta satisfacción a Agatha. Además de que el hombre había suscitado su ira por inmiscuirse de mala manera en su pasión especial -reurbanizar Balford-, no había perdonado a Akram Malik que hubiera ocupado su puesto en el consejo municipal. En realidad, no se había presentado contra ella, pero tampoco rechazó el nombramiento cuando se necesitó a alguien para ocupar su puesto hasta que se celebrara una elección complementaria. Y cuando esa elección complementaria se celebró y ella se encontraba demasiado enferma para presentarse, Malik sí se había presentado, con tanto entusiasmo como si estuviera compitiendo por un escaño en la Cámara de los Comunes. Por lo tanto, pensar que el hombre había sido maltratado por su propia comunidad la complacía.

– Imagina cómo se habrá puesto el viejo Akram, expuesto a la vergüenza de que sus queridos paquis le ridiculizaran en público. Ojalá hubiera estado allí. -Observó que Theo se encogía. El señor compasión. Siempre fingía ser un memo-. No me digas que no sientes lo mismo, jovencito. Eres un Shaw de pies a cabeza y lo sabes. Nosotros tenemos nuestras costumbres y ellos las suyas, y el mundo sería un lugar mejor si cada uno se atuviera a las suyas. -Golpeó la mesa con los nudillos para llamar su atención-. Intenta decirme que no estás de acuerdo. Tuviste más de una pelea con chicos de color cuando ibas al colegio.

– Abuela…

¿Qué notaba en la voz de Theo? ¿Impaciencia? ¿Ganas de congraciarse? ¿Condescendencia? Agatha miró a su nieto con los ojos entornados.

– ¿Qué? -preguntó.

Theo no contestó enseguida. Tocó el borde de su taza con aire meditabundo, como sumido en sus pensamientos.

– Eso no es todo -dijo-. Me dejé caer por el muelle. Después de lo sucedido en la reunión, pensé que sería una buena idea comprobar si todo iba bien en el parque de atracciones. Por eso he llegado tarde, a propósito.

– ¿Y?

– Menos mal que fui. Cinco tíos se estaban peleando en el parque, justo delante del salón recreativo.

– Bien, espero que los pusieras de patitas en la calle, fueran quienes fueran. Si el parque de atracciones coge fama de sitio donde los gamberros locales agreden a los turistas, ya podemos olvidarnos de la reurbanización.

– No eran gamberros -dijo Theo-. Tampoco eran turistas.

– Entonces ¿qué eran?

Se estaba poniendo nerviosa otra vez. Notó una ominosa afluencia de sangre en los oídos. Si su presión estaba subiendo, lo pagaría caro la siguiente vez que fuera al médico. Otros seis meses de forzada convalecencia, sin duda, que no creía poder soportar.

– Eran adolescentes -dijo Theo-. Chavales de la ciudad. Asiáticos e ingleses. Dos de ellos llevaban cuchillo.

– Justo de eso te estaba hablando. Cuando la gente no se ciñe a lo suyo, hay problemas. Si permitimos la entrada a inmigrantes de una cultura que no respeta la vida humana, no puede sorprendernos que representantes de esa cultura vayan por ahí armados con cuchillos. La verdad, Theo, tuviste suerte de que no llevaran cimitarras.

Theo se levantó con brusquedad. Caminó hasta los bocadillos. Cogió uno, y luego lo dejó. Cuadró los hombros.

– Abuela, eran los chicos ingleses los que llevaban cuchillos.

Ella se recuperó con suficiente rapidez para replicar con aspereza:

– Espero que se los quitaras.

– Lo hice, pero ésa no es la cuestión.

– Entonces, haz el favor de decirme cuál es la cuestión, Theo.

– Los ánimos se están caldeando. No va a ser agradable. Balford-le-Nez se va a encontrar con serios problemas.

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