RASTRO

Luego de comprar un diario, busqué un teléfono público para llamar a Jeremy. Contestó Peter, así que no necesité en realidad hablar con él. Le pedí a Peter que le dijera que estaba con Clay y que lo había convencido de que no era el momento de ir tras el asesino de Logan. En vez de eso, estábamos haciendo inventario del daño causado la noche anterior. Por supuesto que no dije que rastrearíamos al asesino de Logan luego. Era todo cuestión de interpretación. No estaba mintiendo. De veras.

Bear Valley tenía tres cafés, pero The Donut Hole era el único que importaba. Los otros dos estaban reservados a gente de fuera del pueblo, camioneros y cualquier otra persona que saliera de la carretera para reanimarse con un poco de cafeína y azúcar. Al entrar al Hole, sonó el cencerro sobre la puerta. Todos se dieron vuelta. Unas cuantas personas sonrieron desde el mostrador, una alzó la mano a modo de saludo. Yo podía resultarles vagamente conocida, pero a quien reconocieron fue a Clay. En un pueblo de ocho mil habitantes, un tipo con el aspecto de Clay tenía tantas chances de no hacerse notar como su Porsche Boxster en el estacionamiento local. Clay odiaba que le prestaran atención. Para él, la maldición era su rostro, no su sangre de licántropo. Clay no quería otra cosa que pasar inadvertido como un ser humano más. Creo que se habría deshecho del Boxster si hubiera podido, pero al igual que mi cuarto, era un regalo de Jeremy, el último de una serie de autos deportivos que fueron comprados para satisfacer el placer que le daba a Clay manejar rápido y tomar las curvas a toda velocidad.

Aun así, Clay tenía suerte en Bear Valley. Aunque su auto y su rostro hicieran volver las miradas, nadie lo molestaba como hubieran hecho en una ciudad. Estaba exento de la atención indebida de las mujeres por el anillo de oro que llevaba en el cuarto dedo de su mano izquierda, siendo Bear Valley un lugar donde un anillo de casamiento aún significaba que uno no está a disposición del sexo opuesto. El anillo tampoco era un engaño. Clay no se rebajaría a tal cosa. Su anillo era igual al que habíamos comprado para mí hacía diez años, antes de que la pequeña cuestión de una mordida en mi mano acabara con la felicidad marital para siempre. A Clay no le importaba el hecho de que no hubiera habido casamiento. La ceremonia en sí era irrelevante, un ritual humano sin sentido. Lo que le importaba era el compromiso de fondo, la idea de una compañera de por vida, algo que el lobo que había en él reconocía, llámese matrimonio o apareo o lo que se quiera. Así que llevaba el anillo. Eso lo podía soportar, lo consideraba otra fantasía de su cerebro dominado por las ilusiones. Fue cuando me presentó como su esposa que la cosa se puso fea.

The Donut Hole era un café típico, incluyendo los asientos de vinilo rojo rajado de los reservados y el persistente olor de la achicoria quemada. No había modo de escapar a la sección de fumadores:

aunque pudiera encontrar un reservado sin cenicero, el humo de las mesas cercanas le llegaba a una en segundos, ignorando el tiraje de un sistema de ventilación demasiado débil. Las meseras eran todas mujeres maduras, que probablemente ya habían criado una familia y que, habiendo decidido pasar sus años de nido desierto ganando un poco de dinero, descubrieron que ése era el único empleo para el que el mundo las consideraba calificadas. A esa hora del día, la mayoría de los clientes eran trabajadores, que venían en busca de una última copa antes de irse a casa o que se demoraban allí para evitar volver a casa más temprano de lo necesario.

Mientras yo buscaba un reservado, Clay fue al mostrador y vino con dos cafés y dos porciones de tarta de manzana casera. Hice a un lado la comida y abrí el Bear Valley Post sobre la fórmica de la mesa. El incidente en el boliche ocupaba parte de la primera plana. El diario hacía referencia a una gran fiesta privada llena de "actividades ilegales», lo que lo hacía aparecer como algo mucho más divertido de lo que era en realidad. Si bien el diario no lo decía explícitamente, insinuaba que la mayoría de los fiesteros eran de fuera de Bear Valley. Claro.

Los detalles respecto del «incidente» eran escasos, debido a una combinación de factores mitigantes, es decir, que la mayoría de los testigos estaban borrachos o drogados y que el criminal era un perro muerto, lo que lo hacía doblemente difícil de entrevistar. Los hechos se reducían a esto: un gran canino había masacrado a tres personas en una fiesta antes de que lo matara la policía. No era exactamente material como para llenar la primera plana, por lo que el reportero lo había inflado con suficiente especulación como para conseguir un trabajo en un diario sensacionalista. Se suponía que el canino muerto era un perro y todos parecían contentos con esa explicación, lo que significaba que las autoridades no tenían intención de llamar a expertos en vida salvaje o enviar los restos a un laboratorio caro de la ciudad. Lo que quedaba de Brandon ya había sido «eliminado", es decir, incinerado en la sociedad protectora de animales. Ni siquiera habían hecho pruebas para ver si tenía rabia, probablemente porque se consideraba que cualquiera que hubiese participado de la fiestita merecía soportar unas cuantas inyecciones antirrábicas, aunque más no fuera para que se avisparan un poco. Además, el reportero dio por supuesto que el perro muerto estuvo involucrado en el asesinato de la joven de la semana anterior, aunque la policía no descartaba la posibilidad de que hubiera más perros salvajes en el bosque, especialmente porque esos muchachos habían visto dos caninos la noche anterior. Finalmente, y más allá de tanta especulación, no había ninguna mención de que alguien hubiese visto a un hombre o a una mujer rubios que parecieran estar involucrados en el incidente. Tal como yo esperaba, Clay y yo no habíamos sido más que dos testigos en medio del caos.

– Es una pérdida de tiempo -se quejó Clay. Había estado leyendo el artículo al revés. -No hay nada.

– Bien. Eso es lo que queríamos, así que no fue una pérdida de tiempo que nos aseguráramos.

Resopló y clavó su tenedor en la tarta, provocando una explosión de costra. Luego la alejó sin probarla.

– Estás seguro de que a quien olfateaste en Logan -inhalé para soportar la pena que me produjo pronunciar su nombre-fue a alguien que no reconociste.

– Si -los ojos de Clay se nublaron y luego chispearon de ira Un callejero. Un puto callejero. Dos en Bear Valley. De todos…

– No podemos ponemos a pensar en eso ahora. Olvida cómo y por qué. Concéntrate en quién.

– No reconocí el olor. Y ninguno de los otros lo reconoció. Lo que quiere decir que es un callejero con el que no nos hemos cruzado lo suficiente como para reconocerle el olor.

– O es nuevo. Igual que Brandon.

Clay frunció el entrecejo.

– ¿Dos callejeros nuevos? Uno ya es bastante raro, pero…

– Bueno, dejémoslo ahí. No lo reconociste. Veamos si podemos ofr a alguien hablar de lo de anoche.


Clay se quejó. Ignorándolo, me recosté en el respaldo para oír la conversación en derredor, mientras pretendía beber café. La experiencia era deprimente, no porque nadie hablara del «incidente», sino porque lo que la mayoría estaba discutiendo no daba una imagen demasiado positiva de la vida de la gente común. De todos los rincones del cuarto llegaban quejas de patrones injustos, compañeros de trabajo traidores, hijos desagradecidos, vecinos entrometidos, trabajo aburrido y matrimonios aún más aburridos. Nadie sonaba feliz. Quizá no fuera tan malo como parecía. Quizá las relaciones impersonales en los cafés de pueblo chico fueran perfectas para descargar las frustraciones triviales de la vida que la gente de las grandes ciudades llevaría a un terapeuta, invirtiendo mucho más que un dólar en café para descargarse.

Mientras escuchaba, comenzó a aflorar en mí una antigua ira y resentimiento. ¿Por qué la gente siempre se quejaba de sus empleos y cónyuges e hijos y demás parientes? ¿No se daban cuenta de que eran afortunados al tener esas cosas? Aun de niña odiaba oír a los chicos quejarse de sus padres y hermanos. Quería gritarles: si no les gusta su familia, me la dan a mí, yo me la quedo y nunca me quejaré de tener que ir temprano a la cama o de que me moleste mi hermana menor. Al crecer estuve rodeada de imágenes de familia. Parecían estar en cada libro, cada programa televisivo, cada película, cada publicidad. Madre, padre, hermano, hermana, abuelos, mascotas y hogar. Palabras tan familiares para cada niño de dos años que cualquier otro tipo de vida sería impensable. Impensable y equivocada, simplemente equivocada. Cuando superé la etapa de la autoconmiseración, advertí que haberme perdido estas cosas en la niñez no significaba que tenía que perdérmelas para siempre. Podía tener una familia cuando creciera. Ni siquiera tendría que ser el tradicional marido, tres chicos, perro y un lindo chalet. Cualquier variación sería buena. La cuestión era que tenía el poder de cambiar mi vida y conseguir todo lo que la vida me había negado. Y entonces, en el momento en que llegaba a ser adulta, me volví mujer lobo.

Mis planes para el futuro desaparecieron en una noche. Podía forjarme una vida en el mundo humano, pero nunca sería lo que había imaginado. No tendría marido. Vivir con alguien ya era bastante arriesgado, compartir la vida con alguien era imposible: había demasiado que no podría compartir. Nada de niños. No había antecedentes de una mujer lobo que diera a luz. Aunque estuviera dispuesta a correr el riesgo, no podía someter a un niño a la posibilidad de vivir como licántropo. Nada de marido ni hijos y, faltando eso, ninguna esperanza de formar una familia o tener un hogar. Todo eso se me había quitado, tan lejos de mi alcance como cuando era niña.

Clay me miraba, con los ojos llenos de preocupación.

– ¿Estás bien?

Me buscó, no con una mano conmiserativa ni con una palmada en la rodilla, ni nada tan obvio. En cambio, deslizó su pierna hacia delante hasta tocar la mía y siguió estudiándome el rostro. Me volví para mirarlo. Al encontrarse nuestras miradas, quería gritarle, decirle que no estaba bien, que nunca estaría bien, que él se había asegurado de que así fuera. Había robado todos mis sueños y toda esperanza de tener una familia en un gesto de egoísmo imperdonable. Retiré mi pierna bruscamente y desvié la mirada.

– ¿Elena? -dijo, inclinándose sobre la mesa-. ¿Estás bien?

– No. No estoy bien.

Me detuve. ¿De qué serviría decir algo más? Estábamos aquí para cazar al asesino de Logan, no para pelearnos por nuestros problemas personales. No era el momento. Y en el fondo sabía que nunca llegaría el momento. Si lo hablábamos, quizá pudiéramos solucionar la cosa. Era un riesgo que no estaba dispuesta a correr. No quería olvidar y no quería perdonarlo jamás. No me lo permitiría.

Arreglar las cosas con Clay significaría rendirme. Significaría darle la victoria, reconocer que morderme valió la pena. El tendría la compañera que deseaba, sería la concreción de sus sueños. Pero yo tenía mis propios sueños y Clay no tenía ningún lugar en ellos. Licántropo o no licántropo, no soportaba la idea de renunciar a ellos, especialmente ahora que había visto las posibilidades que se me abrían con Philip. Tenía un hombre bueno y decente, alguien que reconocía y alentaba mi potencial para ser buena y normal, cosas que Clay no veía, que ni siquiera le importaban y por cierto que nunca las alentaba. Tal vez el casamiento, los chicos y la casa en los suburbios no fueran nuestro destino pero, como dije, cualquier variante era buena. Con Philip podía imaginar una variante satisfactoria, con un compañero, un hogar, una familia. 'Todo lo que tenía que hacer era salir de este lío con la Jauría, volver a Toronto y aprovechar la oportunidad que se me brindaba.

– No -repetí-. No estoy bien. Logan está muerto y su asesino anda suelto y estoy en un estúpido café con… -Me tragué el resto. – Se supone que escuchemos los rumores, ¿recuerdas? Cállate y escucha.

Hice un esfuerzo por volver a concentrarme en las conversaciones en derredor. La gente seguía quejándose de sus vidas, pero lo ignoré y me concentré en tratar de escuchar lo que quería oír. Junto con la desesperanza general, aquí y allí los clientes comentaban los eventos de la noche anterior con ese tono cansino que dice "a dónde iremos a parar”, que la gente probablemente ha usado desde que los primeros hombres vieran a sus vecinos caminar en dos patas. Si bien la mayoría de la gente repetía lo que decía el artículo del diario, unos cuantos hacían nacer rumores que andarían por todo el pueblo para el anochecer. Una mujer en un rincón al fondo dijo que había escuchado que no se trataba de un animal salvaje, sino de un perro guardián de un pariente del alcalde que se había escapado, y que habían sobornado o amenazado a la policía para que dijera que había sido un perro salvaje. Algunos incluso pensaban que el perro no tuvo nada que ver. Sino que la gente enloquecida por las drogas los había matado. Se volvieron locos, se inició el pánico y los policías mataron a un pobre perro. La gente a veces puede ser muy creativa. Surgieron otras historias aquí y allá, aunque ninguna tan interesante como ésa. Pero lo cierto es que nadie hablaba de lobos demasiado grandes ni exigía una investigación para saber por qué la bestia actuó como lo hizo. 'Todos daban por supuesto que era perfectamente natural que un perro se descontrolara y masacrara a varias personas en un local atestado de gente. Mientras yo prestaba atención a la conversación, Clay hacía de cuenta que leía el diario. Digo "hacía de cuenta" porque yo sabia que no le importaba un carajo lo que sucediera en Bear Valley o en ningún otro lugar del mundo. Al igual que yo, trataba de pescar algún rumor; aunque no lo admitiera.

– ¿Podemos irnos ya? -preguntó finalmente.

Sorbí mi café frío. Me quedaban tres cuartos de la taza. Clay ni siquiera había probado el suyo. Y ninguno de los dos había tocado la tarta. Por una vez el hambre era una preocupación distante.

– -Supongo que podemos empezar --dije, mirando por la ventana-. Falta mucho para que oscurezca, pero probablemente nos lleve un tiempo encontrar un rastro. ¿Empezamos por el estacionamiento?

No podía decir «el estacionamiento donde encontramos a Logan», pero Clay sabía a cuál me refería. Asintió, poniéndose de pie y me abrió la puerta sin decir más.


Cuando íbamos acercándonos al estacionamiento del almacén, me detuve antes de doblar la esquina, para no ver el lugar donde habíamos encontrado a Logan. Mi corazón latía tan aprisa que tuve que concentrarme para poder respirar.

– Puedo hacerlo yo -dijo Clay, poniendo su mano en mi espalda-. Quédate aquí. Yo encontraré el rastro y veré a dónde conduce.

Me alejé de su mano.

– No puedes. El olor ya se había desvanecido mucho anoche. Será peor ahora. Necesitas de mi olfato.

– Puedo intentarlo.

– No.

Di vuelta a la esquina, vacilé, casi me detuve, luego me impulsé hacia delante. Cuando vi el lugar dónde había estado estacionado el Explorer, desvié la mirada, pero fue demasiado tarde. Mi mente ya estaba reproduciendo la escena de anoche: yo corría hacia delante, Clay me llamaba y corría tras de mí. El advirtió lo sucedido antes que yo. Por eso intentaba detenerme. Ahora lo entendía, aunque su motivo no importaba ahora. Era sólo una distracción sin sentido que atravesaba mi mente, evitando que pensara en lo sucedido aquí la noche anterior.

De día, el estacionamiento parecía otro lugar. Había gente yendo de los autos a los negocios y viceversa. Al igual que el café, el estacionamiento estaba lleno de trabajadores, la mayoría en jeans, algunos en traje. Cargaban bolsas con la cena de la noche o leche o pan comprado de camino a casa. Nadie nos prestó atención cuando pasamos rumbo a un lugar cerca de la verja posterior. El lugar estaba vacío, quedaba demasiado lejos del negocio como para que lo usaran, salvo en los días en que había más clientes.

Me quedé del lado derecho, donde había estado la puerta del acompañante del Explorer. Cerré los ojos e inhalé. El olor de Logan me inundó el cerebro. Sentí que se me aflojaban las rodillas. Clay me tomó del codo. Me afirmé, luego volví a aspirar, tratando de bloquear el olor de Logan. No funcionó. Su rastro desplazaba todos los olores menos familiares. Con los ojos cerrados podía imaginármelo parado delante de mí, lo suficientemente cerca para tocarlo. Abrí los ojos. La luz del día hizo retroceder la fantasía hacia las sombras de mi mente.

– Yo… -traté de hablar-. Tengo problemas.

– Está aquí -dijo Clay-. Muy leve, pero registro algo. Espera un segundo y veré si puedo pescarlo.

Fue a la izquierda, se detuvo, sacudió la cabeza, luego volvió y se dirigió en otra dirección. En su segunda ronda de los cuatro puntos cardinales, volvió a mí.

– Lo tengo -dijo. -El rastro viene del este, pero el callejero salió por aquí

No había nada en un rastro que pudiera decirle siquiera al mejor rastreador si alguien venía o se iba. Clay sabia porque el rastro de acercamiento también traería el olor de Logan, aunque no lo dijo.

– Ven aquí e inténtalo -dijo.

Al alejarme del lugar comencé a tranquilizarme. Clay estaba parado cerca de una minivan. Fui junto a él y olfateé. Sí, aquí estaba el rastro. Un licántropo desconocido. El rastro me condujo a través del estacionamiento, alejándome del almacén hacia el negocio de artículos de caza y ferretería. De allí iba al Oeste por la vereda, luego volvía hacia la calle principal, donde lo seguimos hasta el centro. Si eso suena increíblemente rápido y fácil, no fue así. Caminando directo del punto A al B, hubiéramos tardado quince minutos. Pero nos llevó más de una hora, perdíamos a cada momento el rastro, retrocedíamos para descubrir dónde había doblado el callejero y vuelta a empezar. Una o dos veces perdí el rastro por completo. El rastreo como humana hacía el asunto aún más difícil, no sólo porque tenía menos olfato, sino porque no pedía poner la nariz contra el suelo para oler. Bueno, podía, pero la sociedad educada por lo general rechaza tales acciones y normalmente conducen a una visita al psiquiatra más cercano. Alguien que olfatea o anda en círculos ya provoca sorpresa. Así que debía ser discreta. Aunque pudiera convencer a Clay de esperar hasta medianoche, no podríamos Cambiarnos a lobos. Después de todo lo que había sucedido en Bear Valley, eso no sería un riesgo, sería suicida.

El centro de Bear Valley cerraba a las cinco, permitiéndoles a los empleados llegar a sus casas a tiempo para cenar e ignorando el hecho de que todos trabajaban hasta las cinco y necesitaban ir de compras después. Semejante descuido pedía ser la explicación de la cantidad de locales vacíos en el centro, lo que afectaba a un negocio, luego al siguiente y al siguiente, hasta que la cuadra entera se veía como un aviso gigante de la Inmobiliaria de Bear Valley. Para cuando llegamos allí, ya eran más de las siete y hasta el más dedicado de los clientes se había ido. Las calles estaban vacías. Todo el pueblo parecía haber cerrado. Pude disimular menos con el rastreo y avanzamos otros ochocientos metros en veinte minutos. El rastro llegaba a un Burger King que había sido separado de sus similares en el lado este del pueblo. Aparentemente el callejero se había detenido aquí para cargar combustible. Pasados otros veinte minutos de dar vueltas y avances y retrocesos volví a encontrar el rastro. Diez minutos más tarde estábamos parados en el estacionamiento del Big Bear Motor Lodge.

– Esto sí que no fue ninguna genialidad -murmuré mientras estudiábamos la colección de pick Up. y autos de cuatro puertas-. Hay dos hoteles. No era muy difícil encontrarlo.

– Tú fuiste la que insistió en que empezáramos por el estacionamiento del almacén.

– No te oí proponer otra cosa.

– Eso se llama instinto de supervivencia, cariño. Sé cuando cerrar la boca.

– ¿Desde cuándo…? -me detuve, advirtiendo la presencia de una mujer junto a su puerta que no intentaba ocultar que escuchaba nuestra conversación. Siempre es lindo saber que se puede ofrecer entretenimiento cuando se terminan los teleteatros de la tarde.

Di la vuelta a una pick up y miré el edificio de dos plantas.

– ¿Cuántos cuartos hay?

– Treinta y ocho – dijo Clay sin un segundo de dilación-. Diecinueve en cada piso. Una puerta principal abajo. En la planta alta una entrada principal y una de emergencia.

– Si fuera yo, me conseguiría un cuarto en la planta baja -dije-. Acceso directo. Más fácil entrar y salir a cualquier hora.

– Pero el segundo piso tiene balcones, cariño. Y una gran vista.

Miré al otro lado del camino, a un lote vacío tapado de yuyos, bloques de cemento derruidos y suficiente basura como para tener a un grupo de niños exploradores ocupados todo un día.

– Planta baja -Dije- Yo empiezo. Ve a esconderte.

– -Si. Ya jugamos este juego. Yo me oculto. Tú nunca buscas. Soy lento pero empiezo a ver tu juego.

– Ve.

Clay sonrió, me tomó de la cintura y me besó, luego se escapó antes de que pudiera castigarlo. Si bien era bueno ver que estaba de mejor ánimo, sería aún mejor que no fuera la perspectiva de un asesinato lo que le produjera tal cosa. Yo también estaba de mejor ánimo. En las últimas dos horas de rastreo había olvidado el resentimiento que había salido a la superficie en el café. Eso pedía ser señal de que le escapaba al asunto o una disminución de la capacidad mental, pero en realidad era una técnica de supervivencia. Si me concentraba en mi ira contra Clay cada segundo que me veía obligada a pasar con él, me habría convertido en una bruja amargada muchos años atrás. Algunos por supuesto podrían sostener que había cruzado esa puerta hacía mucho tiempo, pero ésa no es la cuestión.

Mientras Clay iba en busca de un lugar adecuado para esperar, yo miré para ver si podía encontrar algo que justificara mi presencia Cerca de un Impala oxidado vi una hoja de papel. Era un recibo por un nuevo autoestéreo, que esperé que no se hubiera incorporado al Impala, porque si era así, el dueño había gastado más en el sistema de audio que en el auto. Quité una hoja mojada de la boleta, la alisé, luego la doblé por la mitad y me dirigí a la vereda a la que daban los pisos de la planta principal. Empecé desde la salida de emergencia y lentamente fui por la vereda, haciendo de cuenta que estudiaba la boleta y permitiéndome detenerme en forma prolongada delante de cada puerta a olfatear. La mujer chismosa había vuelto a su cuarto. Dos personas salieron de una pieza cerca del fondo, pero ignoraron a la joven que tenía tal dificultad para encontrar el número del cuarto escrito en su papel. La gente considera que las rubias tienen menos capacidad mental.

Cuando llegué al final, encontré el rastro del licántropo, que se dirigía a la recepción. Aquí el olor era fuerte, lo que indicaba que había pasado varias veces por este lugar. Un cuarto de la planta alta al que sólo se podía acceder por esta entrada. Quizá le gustara ver el amanecer sobre un lote vacío. Atravesé la playa de estacionamiento. Clay salió de atrás del edificio antes de que pudiera buscarlo.

– Arriba -dije.

– ¿Ves, cariño? Nunca nadie dijo que los callejeros tienen cerebro.

Tiré la boleta en medio de los arbustos y fuimos hacia la puerta principal. Al ingresar a la recepción, Clay me tomó de la cintura y empezó a quejarse de una cena imaginaria en un comedor local. Mientras él parloteaba, yo vi las escaleras a la izquierda del mostrador e hice que nos encamináramos hacia allí, asintiendo mientras Clay se quejaba de haber tenido que esperar la cuenta veinte minutos. El show no era necesario. El empleado ni siquiera alzó la vista cuando pasamos.

Arriba, el rastro llegaba a la tercera puerta de la izquierda. Clay tomó la manija y la rompió con un ruido apagado. Mientras yo vigilaba para anunciar la posible presencia de pasajeros del hotel, Clay esperó a ver si alguien dentro del cuarto respondía al sonido de la cerradura al romperse. No escuchó nada y abrió suavemente la puerta. Las cortinas estaban corridas y el cuarto a oscuras. Se abrió una puerta más allá por el corredor. Empujé a Clay hacia adelante y nos introdujimos en el cuarto antes de que pudieran vemos.

Clay miró en el baño para asegurarse de que el callejero no estuviera allí, luego sacó una moneda del bolsillo.

– Cara, nos quedamos a esperarlo, cruz lo buscamos.

– Debemos quedarnos aquí --dije-. Investigar, buscar pistas mientras esperamos.

Clay alzó la vista.

– Bueno -dije-.Tira la bendita moneda.

Cuando salió cara, le saqué la lengua. Intentó tomarme la lengua con los dedos pero la retiré a tiempo.

– La próxima vez seré más rápido -dijo, luego miró en derredor-. ¿Qué esperas encontrar?

– Cualquier cosa que explique por qué tuvimos dos licántropos nuevos en Bear Valley en una semana. ¿Eso no te preocupa ni despierta tu curiosidad?

– Por supuesto, corazón. Pero estoy dejando la preocupación y la curiosidad para otro momento. Habrá bastante tiempo para analizarlo cuando este callejero haya muerto. No voy a esperar a que este hijo de puta los ataque a ustedes mientras intento averiguar qué hace aquí.

– ¿Y tú crees que te estoy haciendo perder el tiempo?

– No, creo que tratas de usar el tiempo en forma eficiente. Eso está bien. Sólo digo que no esperes que me muestre demasiado dispuesto a rebuscar en los cajones del armario mientras el callejero anda por nuestras calles.

– Entonces ve a mirar por el balcón mientras busco.

Por supuesto que Clay no hizo eso. Me ayudó a buscar, después de dejar en claro que no lo entusiasmaba. A mí tampoco, pero sé que no hay que dejar pasar una oportunidad. Además, buscar entre las cosas del callejero me tenía ocupadas las manos y la mente, con lo que me quedaba poco tiempo para pensar en por qué rastreábamos a este callejero.

Clay empezó por el baño. Habían pasado unos diez minutos antes de que dijera:

Gran novedad. El tipo usa el champú y el jabón del hotel. No rompió el sello del inodoro. Hay una afeitadora descartable, no hay señales de cepillo de dientes, pasta dental o enjuague. Así que buscamos a un tipo con mal aliento. ¿Esto te sirve de algo, corazón?

Me resistí a contestar. Las paredes eran demasiado delgadas como para andar gritando. Además, yo tampoco había encontrado gran cosa. Encontré dos pares de jeans, tres camisas y varios pares de medias y ropa interior, todo usado y dejado en una silla para lavar. Había dibujado pentagramas y cruces invertidas en la Biblia sobre el velador. Maravilloso. Y demasiado poco original. Quiero decir que si uno quiere dibujar símbolos satánicos en una Biblia lo menos que se puede hacer es no dibujar cosas que se encuentran en cada edición del World Weekly News. Un licántropo poco creativo y obviamente desinformado. Se desilusionaría de saber que un licántropo probablemente conoce más la receta para hacer carne al horno que un rito satánico. En diez años, el diablo nunca había tomado contacto conmigo con instrucciones especiales o siquiera para saludar. Pero tampoco lo había hecho Dios. Quizás eso significa que no existen. Lo más probable era que ninguno de los dos quisiera hacerse responsable de mí.

– Dios, tendrías que ver lo que hay aquí, corazón -dijo Clay saliendo del baño-. Colonia y desodorante. Si no pudiéramos saber que el callejero era nuevo por su olor, lo sabríamos por la manera en que usa el olfato. Dicho de otro modo, ningún licántropo con experiencia usaría colonia, por lo menos no si le funciona el sistema olfativo. El olor de sí mismo ahogaría todo rastro, con lo que su nariz sería inútil. Yo ni siquiera uso jabón perfumado. Y no es tan fácil encontrar productos de toilette femenina sin perfume. La industria del cosmético parece obsesionada con hacer que las mujeres huelan distinto de lo que son. Y nos ponemos esas cosas sin siquiera tratar de producir un olor uniforme, mezclando el champú con olor a frutillas con el desodorante con olor a talco de bebé y jabón de lila, agregado a la última fragancia de Calvin Klein. Cuando tenía la desgracia de subir a un ascensor lleno por la mañana temprano, la mezcla de olores me dejaba con dolor de cabeza hasta el mediodía.

Luego de mirar por la ventana unos minutos, Clay se acercó a donde yo revolvía el tacho de basura junto a la cama.

– Te' ofrecería ayuda -dijo- pero pareces tener todo bajo control.

– Gracias.

– ¿Has mirado debajo de la cama?

– No puedo. El marco llega al piso. -Usé la lapicera del hotel para correr un pañuelo de papel usado. No diré para qué había sido usado, pero los licántropos no se resfrían ni sufren de gripe.

– Miraré debajo del colchón -dijo Clay.

Lo había olvidado. Los licántropos muchas veces usan identificación falsa y ocultan su documentación auténtica en algún lugar bajo el colchón.

– Nada de identificación -dijo Clay-. Sólo este cuaderno de recortes. Supongo que no te interesa.

Me levanté tan rápido que me golpeé con el brazo extensible de la lámpara. Clay sonrió y sostuvo un álbum azul lejos de mi alcance.

– Mío -dijo, con sonrisa más ancha. Teniéndolo fuera de mi alcance, pasó unas páginas, luego recogió los labios y cerró el libro. -Pensándolo bien, es todo tuyo. Que lo disfrutes, corazón. Yo me quedaré junto a la ventana. Luego me haces una síntesis.

Tomé el álbum y me senté en el borde de la cama. Era un álbum de fotos, del tipo que tiene una película transparente que se puede separar de las páginas y colocar debajo las fotos. En vez de fotos, el callejero había llenado ese álbum con recortes de diario. No recortes al azar. sino uno que seguía un tema específico: asesinos seriales. Pasé página tras página de artículos, viendo algunas caras conocidas -Berkowitz, Dahmer; Bundy- y otras que nunca había visto. Todos los recortes eran sobre asesinos en serie pero además contenían un elemento clave; algo que el callejero destacaba: la cantidad de gente asesinada. Incluso utilizaba distintos colores, resaltador amarillo para la cantidad de gente que el asesino decía haber asesinado, azul para la cantidad de cuerpos encontrados y rosa para la cantidad que las autoridades le atribuían. En los márgenes, el callejero había escrito notas, con los totales y comparaciones entre las cifras, como un fanático que recopilara estadísticas de algún evento deportivo macabro.

Los artículos llenaban la mitad del álbum. Estaba por cerrarlo, cuando advertí que había más recortes cerca del final. Pasé las páginas vacías y encontré otro artículo. A diferencia de los otros, éste no tenía que ver con las estadísticas. En realidad ni siquiera hablaba de un asesino. El artículo, fechado 18 de noviembre de 1995, del Chicago Tribune, simplemente decía que se había encontrado el cuerpo de una joven. El siguiente artículo daba más detalles, diciendo que había estado desaparecida una semana y que parecía haber estado cautiva, antes de que la estrangularan y la tiraran detrás de una escuela primaria. Pasé rápidamente las siguientes páginas. Se encontraron tres mujeres más, con el mismo patrón del crimen. Luego escapó una, que contó una historia horrorosa de una semana de violaciones y torturas mientras estaba cautiva en el sótano de una casa abandonada. La policía había ido a la casa y rastreó a un tal Thomas Le Blanc, técnico de laboratorio médico de treinta y tres años. Sin embargo, cuando llegó el momento de que la mujer identificara a Le Blanc, no pudo hacerlo. Su atacante sólo había estado con ella a oscuras y nunca le habló. Lo que es más, Le Blanc había estado filera de la ciudad por trabajo la semana que desapareció la tercera mujer. En una foto de diario Le Blanc podría haber pasado por el hermano mayor de Scott Brandon, no por ninguna similitud física sino por la total banalidad del rostro, bien arreglado, más o menos elegante y totalmente insignificante, el blanco anglosajón típico de Wall Street, libre de todo rasgo étnico o de interés. El rostro del amable asesino serial de su barrio.

Pese a una investigación extensa, la policía no pudo encontrar suficientes evidencias para enjuiciar a Le Blanc. En el último artículo del Tribune, Le Blanc había empacado y salido de Chicago. Aunque el sistema judicial no había podido condenar a Le Blanc, el pueblo de Illinois silo había hecho. Ése era el último artículo de Chicago, pero el álbum no terminaba allí Conté seis artículos más de los últimos años, que seguían el rastro de mujeres desaparecidas a través del medio oeste hasta California, para volver luego a la costa este. Thomas Le Blanc había estado moviéndose. El último recorte estaba fechado hacia ocho meses y era de Boston.

– Mierda -dijo Clay, haciéndome sobresaltar-. No puede ser, carajo. Deja el álbum, cariño. Tienes que ver esto.

Fui hasta la ventana. Clay corrió la cortina lo suficiente para que pudiera mirar. Cerca de la puerta de la entrada se había estacionado un Acura. Salían tres hombres de él. Cuando vi el rostro del hombre que salía del lado del conductor no me conmocionó ver la cara que aparecía en las fotos del Tribune: el alto Thomas Le Blanc, de cabello oscuro, que no se veía tan bien como en las fotos. Por supuesto que Clay no lo reconoció y ni siquiera sabía a esa distancia que era un licántropo. Los otros dos hombres fueron los que llamaron su atención. Karl Marsten y Zachary Cain, dos callejeros que ambos conocíamos muy bien.

– ¿Marsten y Cain? ¿Qué demonios hacen juntos? -dijo Clay.

– ¿Quién es el otro tipo? Debe ser el que buscamos.

– El asesino de Logan -dije-. Thomas Le Blanc. Tenemos que salir de aquí.

– Un momento -dijo Clay, manteniéndose firme cuando intenté arrastrarlo hacia la puerta-. No vamos a ninguna parte. Vinimos para esto, cariño.

– Vinimos a matar a un callejero. Un callejero sin experiencia. Tres contra dos ya es malo, pero…

– Podemos dominarlos.

– ¿Sin dormir ni comer en veinticuatro horas?

– Podríamos…

– Yo no puedo.

Clay se detuvo. Se quedó callado un momento.

– Si te quedas yo me quedo -agregué-. Pero no estoy en condiciones de pelear. Estoy exhausta y hambrienta y aún me duele el brazo por las mordidas del perro y de Brandon.

Lo estaba golpeando por debajo de la cintura, pero no me importaba. La expresión de Clay cambió, primero fue de incertidumbre y luego decidida.

– Bien -dijo-. Nos vamos. ¿Queda tiempo…?

– El balcón. Tendremos que bajar. Nada de saltar.

– ¿Tu brazo? -miró la herida cicatrizada. Nosotros nos curamos rápido y se veía bien, pero no iba a admitirlo. No ahora.

– No me voy a morir -dije.

Clay fue hasta la puerta del balcón, hizo a un lado las cortinas y abrió la puerta.

– Yo bajo primero y te atajo si no puedes sostenerte.

Él ya había bajado antes de que yo pudiera salir al balcón. Pasé una pierna sobre el borde, entonces miré hacia atrás y vi el álbum sobre la cama. Debí haberlo tomado. Habría más pistas para ayudarme a entender a Le Blanc y encontrar la manera de matarlo.

– Enseguida voy -le dije a Clay desde arriba.

– ¡No!

Ya había vuelto al cuarto. Tomé el álbum de la cama justo cuando sentí que metían una tarjeta en el cierre electrónico.

– No funciona -dijo una voz desconocida al otro lado de la puerta-. Tendría que encenderse la luz verde.

Me lancé de la cama al balcón, enredándome con un calzoncillo y saliendo disparada por la puerta. Cuando me lanzaba del balcón, alguien probó la puerta, descubrió que estaba abierta y la empujó. Yo me dejé caer. Clay no estaba allí para recibirme. Cuando me volví lo vi corriendo hacia la puerta de la recepción. Iba a gritar su nombre, lo pensé mejor y en vez de eso corrí y le hice un tacle. Caímos al suelo justo delante de la puerta del primer cuarto. El álbum escapó de mis manos y le dio bajo el mentón con fuerza.

– Up -dije-. Lo siento.

– Casi suena como si lo dijeras en serio -gruñó, con el álbum en una mano-. ¿Volviste por esto?

– Lo necesito.

Murmuró algo. No pude escuchar lo que dijo y probablemente tampoco quería hacerlo. Seguíamos despatarrados en la vereda, yo encima de él. Alcé la cabeza para escuchar. Alguien salió al balcón en el cuarto de Le Blanc. Escuché el crujido de la baranda cuando la persona se inclinó, mirando el estacionamiento. Pero nosotros estábamos ocultos a su mirada.

– -Shh-susurré.

– Ya sé -movió los labios en silencio.

Se movió debajo de mi, llevando sus manos a mi trasero. No era una posición incómoda -no es que quisiera estar allí- pero dadas las circunstancias… Ay; no importa.

– Me hiciste asustar -susurró.

Llevó una mano a mi cabeza, me empujó hacia él y me besó. Cerré los ojos y lo besé. Al fin de cuentas, si teníamos que estar acostados en la vereda frente a un hotel, al menos tendríamos que estar haciendo algo que pudiera explicarlo, ¿verdad? Pasado un minuto vi que sus ojos se movían hacia la derecha y se cerraban un poco. Me aparté, y él se deslizó de abajo y centró la mirada iracunda en una persona a mis espaldas. Miré sobre el hombro y me encontré con la mujer que nos vio discutir antes. Estaba de nuevo junto a su puerta, tomando una lata de Coca Diet, mirando el espectáculo.

– ¿Quiere pochoclo también? -dijo Clay, poniéndose de pie y sacudiendo su ropa.

– Es un país libre -contestó la mujer.

Clay tenía poca paciencia con los humanos en general, pero aún menos con los humanos que invadían su privacidad y no sabían como justificarse. Apretó los dientes y pasó junto a mí. Se detuvo de espaldas a mí, mirando a la mujer. Le llevó un segundo. Los ojos de la dama en cuestión se ensancharon, retrocedió y cerró la puerta de un golpe y con cerrojo. Clay no había dicho nada. Sólo le había dirigido su mirada de pura malevolencia que nunca deja de hacer huir a los humanos. Traté de perfeccionar la mirada una vez. Cuando creí que ya lo había logrado, la probé con un idiota que me molestaba siempre en un bar. En vez de asustarlo, los motores se le encendieron a pleno. Aprendí mi lección. Las mujeres no podemos con la malevolencia.

A esta altura el que había salido al balcón de Le Blanc ya no estaba allí. El paso siguiente podría ser que bajaran para mirar afuera, dado que Marsten y Cain podrían oler que Clay y yo habíamos estado en el cuarto de Le Blanc y probablemente supondrían que no nos habíamos ido hacía mucho. Empujé a Clay hacia delante y fuimos por la vereda, pegados al edificio. Crucé los dedos con la esperanza de que no salieran. No es que no pudiéramos escapar. Podíamos hacerlo. Pero Clay no lo haría. Si venían y lo veían, no iba a correr.

Por suerte dimos la vuelta al edificio y pudimos irnos sin que nos vieran. La vuelta hasta el auto fue rápida. En menos de veinte minutos íbamos de regreso a Stonehaven en busca de refuerzos.

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