PRÓDIGA

El avión aterrizó en Syracuse a las siete de la tarde. Intenté comunicarme con Jeremy pero nuevamente atendió el contestador. A esta altura estaba más enojada que preocupada. Al acortarse la distancia, comencé a recordar cómo era vivir en Stonehaven, la casa de campo de Jeremy. En particular recordé los hábitos para contestar el teléfono o más bien la falta de ellos. Vivían dos personas en Stonehaven, Jeremy y Clayton, su hijo adoptivo convertido en guardaespaldas. Había dos teléfonos en la casa de cinco dormitorios. El del cuarto de Clay estaba conectado al contestado; pero el teléfono mismo había perdido la campanilla hacía cuatro años, cuando Clay lo tiró al otro lado del cuarto, luego de que lo despertó dos noches consecutivas. También había un teléfono en el estudio, pero si Clay necesitaba usar la línea para su computadora portátil muchas veces olvidaba volver a enchufarlo, a veces por varios días. Aunque hubiera un teléfono funcionando en la casa, los dos hombres podían estar sentados a dos metros y no molestarse en atender. Y pensar que Philip creía que eran malos mis hábitos.

Cuanto más lo pensaba, más enojada estaba. Y cuanto más enojada, tanto más decidida a no salir del aeropuerto hasta que alguien contestara el maldito teléfono. Al fin de cuentas, si me convocaban, debían venir a buscarme. Ésa por lo menos era mi excusa. La verdad es que no quería dejar el movimiento del aeropuerto. Sí,.Suena loco. La mayoría de la gente juzga el éxito de un vuelo en avión por si fue largo o corto el tiempo que tuvo que pasar en el aeropuerto. Normalmente yo hubiera sentido lo mismo, pero sentada allí, absorbiendo lo que había para ver y oler y los sonidos que me rompían los tímpanos, disfruté de lo humano que era ello, el caos cotidiano y sin sentido de la vida humana. Allí, en el ¿aeropuerto, era un rostro anónimo en un mar de rostros igualmente anónimos. Me reconfortaba la sensación de ser parte algo mayor pero no estar en el centro de la cosa. Las cosas cambiarían en el instante en que saliera de allí y fuera al aislamiento físico y psicológico de Stonehaven.

Dos horas más tarde decidí que ya no podía postergar la cosa. Hice mi última llamada a Stonehaven y dejé un mensaje. Dos palabras. “Estoy yendo". Bastaría.

No fue fácil llegar a Stonehaven. Quedaba en una parte remota del norte del estado de Nueva York, cerca de un pueblo pequeño llamado Bear Valley. Cayó la noche mientras iba para allí y miré por la ventana del taxi, viendo cómo se iban reduciendo las luces de Syracuse hasta que se extinguieron. El silencio de la noche en el campo me tranquilizó, y me hizo relajar más de lo que podía en la ciudad. Los licántropos no se acomodan a la vida urbana. No hay a dónde correr y la multitud de gente muchas veces provoca más tentación de lo que ofrece el resguardo del anonimato. A veces pienso que elegí vivir en el centro de Toronto simplemente porque va en contra de mi naturaleza, otro instinto para combatir y derrotar.

Al mirar por la ventanilla calculé el tiempo viendo pasar los lugares conocidos. Con cada uno, mi estómago aleteaba más y más. Temor, me dije, no deseo de estar allí. Aunque había pasado casi diez años en Stonehaven no lo consideraba mi hogar. Para mí el concepto de hogar era difícil, una construcción etérea que emergía de sueños y cuentos y no de la experiencia real. Por supuesto que en un tiempo tuve un hogar, un buen hogar con una buena familia, pero no duró lo suficiente como para que dejara más que una mínima impresión en mi mente.

Mis padres murieron cuando yo tenía cinco años. Volvíamos a casa de una feria, por un camino secundario, porque mi madre quería mostrarme una potranca de pony diminuta que había visto en una granja por allí. Oía reír a mi padre en el asiento delantero, preguntándole a mi madre cómo esperaba que viera algo en un campo a medianoche. No recuerdo lo que sucedió, ni chillidos de ruedas, ni gritos, ninguna pérdida de control. Sólo la oscuridad.

No sé cómo llegué a la banquina. Me habían sujetado con el cinturón de seguridad, pero debí arrastrarme hasta allí luego del accidento. Lo único que recuerdo es que estaba sentada en la grava junto a la cabeza de mi padre, mirando sus ojos que me observaban, rogándome que lo ayudara. Su cuerpo estaba a cinco metros. Recuerdo que empecé a sollozar, una niña de cinco años, en cuclillas junto al camino, mirando la cabeza decapitada de mi padre y sollozando porque estaba oscuro y nadie venía a ayudarme, sollozando porque mi madre estaba en el auto aplastado, sin moverse y el cuerpo de mi padre estaba tendido sobre la capota y su cabeza aquí en la tierra y estaba tan oscuro y frío y nadie venía a socorrerme. Si tenía más familiares, nunca lo supe. La única persona que trató de reclamarme cuando murieron mis padres fue la mejor amiga de mi madre y no me entregaron a ella porque no estaba casada. Sin embargo sólo pasé unas pocas semanas en el orfelinato antes de que me adoptara la primera pareja que me vio. Aún puedo verlos, arrodillados ante mí, diciendo con palabras de bebé lo linda que era. Tan chiquita, tan perfecta con mi pelo rubio casi albino y mis ojos azules. Dijeron que era una muñeca de porcelana. Se llevaron la muñeca a casa y comenzaron su vida perfecta. Pero no funcionó así. Su muñeca hermosa se quedaba sentada en una silla todo el día y no abría nunca la boca y por la noche -todas las noches- gritaba hasta el amanecer. Pasadas tres semanas me llevaron de nuevo. Así que pasé de una familia adoptiva a otra, y siempre me escogían por mi rostro pero eran incapaces de manejar mi psiquis trastornada.

Cuando llegué a la adolescencia, las parejas que me sacaban del orfanato eran distintas. Ya no era la esposa quien me elegía sino el marido, que se sentía atraído por mi belleza infantil y mi temor. Me convertí en la elección favorita de depredadores masculinos que buscaban una niña muy especial. Contradictoriamente, fueron esos monstruos los que me hicieron descubrir mi fuerza. Al crecer comencé a entender lo que eran. No cucos poderosos que se metían en mi cuarto de noche, sino criaturas débiles aterrorizadas de que las rechazara y denunciara. Al advertirlo, comencé a perder el temor. Podían tocarme, pero no podían tocarme a mi, no al yo que estaba más allá de mi cuerpo. Al disiparse el temor, también lo hizo la ira. Los despreciaba, lo mismo que a sus esposas igualmente débiles y ciegas, pero no eran dignos de mi ira. Al mismo tiempo descubrí otra fuente de poder: la fuerza de mi cuerpo. Crecí alta y delgada. Una profesora me inscribió en el programa de prácticas en la pista de deportes, pensando que me permitiría relacionarme con otros chicos. No fue así, pero aprendí a correr; descubrí el placer inigualado de lo físico, sentí mi fuerza y mi velocidad por primera vez. Para cuando promediaba la escuela secundaria hacía pesas y ejercicio todos los días. Mi padre adoptivo ya no me tocata Para entonces ya nadie me habría tomado por una víctima


– ¿Es aquí, señorita? -preguntó el chofer.

No sentí detenerse el auto, pero al mirar por la ventanilla vi que estábamos frente a la verja exterior de Stonehaven. Habla una figura sentada en el pasto, con los tobillos cruzados y apoyada en el muro de piedra. Clayton.


El chofer forzó la vista, tratando de adivinar la casa en la oscuridad, sin ver la placa de bronce ni el hombre esperando junto a la verja. La luna se había ocultado tras una nube y las luces de la entrada estaban apagadas.

– Aquí me bajo – Dije.

– No. No puede señorita. No es seguro. Hay algo allí.

Pensé que se refería a Clay. «Algo» era una buena descripción. Estaba por decir que, desgraciadamente, conocía a ese «algo», cuando el chofer dijo:

– Hemos tenido problemas en este bosque, señorita. Parece que hay perros salvajes. Una de las chicas del pueblo fue encontrada cerca de aquí. Masacrada por los perros. La encontró un amigo mío y dijo… bueno, que no era nada lindo de ver, señorita. Quédese sentada y yo abriré la puerta y la llevo al interior.

– ¿Perros salvajes? -repetí, segura de que había escuchado mal.

– Así es. Mi amigo encontró huellas. Enormes. Un tipo de la universidad dijo que las huellas eran de un solo animal, pero no puede ser. Tiene que ser una Jauría. Usted no ve… -La mirada del chofer fue hasta la ventana lateral y saltó. -¡Por Dios!

Clay había dejado su lugar junto al portón y se materializó junto a mi ventanilla. Estaba parado allí mirándome, con una sonrisa lenta iluminándole los ojos Tomó la manija de la puerta. El chofer se dio vuelta y puso el auto en cambio.

– Está bien -le dije, muy a pesar mío-, me espera a mí.

Se abrió la puerta. Clay metió la cabeza.

– ¿Vas a bajar o sólo lo estás pensando? -preguntó.

– Mire -dúo el chofer, volviéndose-. No se va a bajar. Si usted es lo suficientemente tonto como para andar por este bosque de noche es asunto suyo, pero no voy a dejar que esta señorita camine hasta la casa que está a no sé qué distancia. Si quiere que lo lleve, abra el portón y suba. Si no, cierre la puerta.

Clay se volvió hacia el chofer; como si recién advirtiera su presencia. Estiró los labios y abrió la boca. Sabía que no iba a decir nada bonito. Antes de que Clay pudiera armar un escándalo, abrí la puerta del otro lado y me bajé. Cuando el chofer bajó su ventanilla para detenerme, dejé caer un billete de cincuenta en su falda y di la vuelta por atrás del taxi. Clay cerró la puerta con un golpe y se dirigió hacia el camino de entrada. El chofer vaciló y luego se fue a toda velocidad, lanzando una lluvia de grava en señal de disgusto por nuestra tontería juvenil.

Al acercarme, Clay dio un paso atrás para observarme. Pese al aire frío de la noche, sólo llevaba jeans descoloridos y una remera negra, que permitían apreciar sus caderas angostas, pecho amplio y bíceps perfectamente esculpido. No había cambiado nada en los diez años transcurridos desde que lo había conocido. Siempre esperaba ver alguna diferencia: unas cuantas arrugas, una cicatriz, cualquier cosa que afectara su aspecto de modelo y lo convirtiera en un mortal igual que todos los demás, pero siempre me veía desilusionada.

Al avanzar hacia él, inclinó la cabeza y sus ojos nunca dejaron de mirar los míos. Sus dientes blancos destellaron una sonrisa.

– Bienvenida a casa, cariño. -Su acento sureño deformó la palabra cariño y la hizo sonar como si cantara una canción country del oeste. Yo odiaba esa música.

– ¿Eres el comité de recepción? ¿O es que Jeremy por fin te ató a la verja, que es donde debes estar?

– Yo también te extrañé.

Extendió la mano para tomarme, pero lo esquivé y luego inicié la marcha de cuatrocientos metros hasta la casa. Clay me siguió. Una brisa de aire fresco nocturno alzó un mechón de pelo de mi nuca y me trajo una variedad de olores: cedro, el perfume leve de las flores de manzano y también el aroma de una cena devorada hacía rato. Cada olor aflojaba mi tensión, con recuerdos placenteros. Me sacudí, rechazando esa sensación y obligándome a mantener la vista en el camino, concentrada en no hacer nada, no hablar con Clay, no oler nada, sin mirar a izquierda o a derecha. No me atrevía a preguntarle a Clay qué pasaba. Eso significaría hacerlo hablar y sería indicativo de que quería conversar con él. Con Clay hasta el más mínimo intercambio era peligroso. Por más que estuviera ansiosa por saber qué pasaba, tendría que esperar a que me lo dijera Jeremy.

Cuando llegué a la casa me detuve en la puerta y miré hacia arriba. La casa de piedra de dos plantas parecía inclinarse hacia atrás, expectante. La bienvenida estaba ahí, pero muda, a la espera de que yo hiciera la primera movida. Tan parecida a su dueño. Toqué una de las piedras frescas y sentí una correntada de recuerdos. Retiré la mano, abrí la puerta, lancé mi bolsa al suelo y me dirigí al estudio, esperando encontrar a Jeremy leyendo junto a la chimenea. Siempre estaba allí cuando volvía, no esperando en el portón como Clay, pero esperándome sin embargo.

El cuarto estaba vacío. Había una copia del diario de Milán, el Ccorriere della Sera, junto a la silla de Jeremy. Sobre el sillón y el escritorio había pilas de revistas y publicaciones sobre antropología pertenecientes a Clay. El teléfono principal estaba en el escritorio y parecía intacto y enchufado.

– Llamé -dije-. ¿Por qué no atendió nadie?

– Estábamos aquí -dijo Clay-. Por aquí. Tendrías que haber dejado un mensaje.

Dejé uno. Hace dos horas.

Bueno, eso explica la cosa. Estuve junto al portón todo el día esperándote y sabes que Jer nunca escucha los mensajes.

No pregunté cómo sabía Clay que vendría hoy si no había dejado mensaje. Tampoco pregunté por qué se había pasado todo el día sentado junto al portón. La conducta de Clay no podía juzgarse de acuerdo con los estándares humanos de normalidad… ningún estándar de normalidad.

¿Entonces dónde está? --pregunté.

– No lo sé. No lo he visto desde que me trajo la cena hace unas horas. Debe haber salido.

No necesitaba ver si estaba el auto de Jeremy en el garage para saber que Clay no decía «salido" en el sentido usual. Las palabras humanas comunes adquieren nuevo sentido en Stonehaven. Significaba que había salido por ahí… y no a trotar.

¿Esperaba Jeremy que volara hasta aquí y luego me quedara esperando a que se dignara atenderme? Por supuesto. ¿Era el castigo por ignorar su llamado? En parte deseaba poder acusarlo de eso, pero Jeremy nunca se preocupaba por pequeñeces. Si había planeado salir esta noche, lo habría hecho, viniera yo o no. Me sentí dolida además de enojada, pero traté de ocultármelo. Estaba enojada, nada más. Podía jugar al mismo juego. Jeremy quería estar solo en su salida. ¿Qué haría yo? Invadiría su privacidad, por supuesto. A Jeremy pueden no importarle las cosas Pequeñas, pero a mí sí.

– ¿Salió? – dije-… Bueno, entonces tendré que encontrarlo.

Pasé junto a Clay en dirección a la puerta. Se me puso delante.

– Volverá pronto. Siéntate y…

Volví a esquivarlo camino del corredor trasero y abrí la puerta de atrás. Clay me siguió de cerca. Atravesé el jardín rodeado de muros hasta el camino que lleva al bosque. Las ramitas se quebraban bajo mis pies. Comenzaron a llegarme los aromas de la noche: hojas quemadas, ganado distante, el suelo mojado, una multitud de rastros; tentadores. En algún lugar lejano un ratón chilló perseguido por una lechuza.

Seguí caminando. A los quince metros la senda se volvía apenas una huella de pasto pisoteado y luego desaparecía. Me detuve y olfateé. Nada. Ningún rastro ni sonido ni seña de Jeremy. En ese momento advertí que no escuchaba ningún sonido, ni siquiera los pasos de Clay detrás de mí. Me volví y sólo vi. los árboles.

– ¡Clayton! --grité.

Me llegó la respuesta un instante más tarde al escuchar a alguien abrirse paso en la maleza en algún lugar lejano. Había ido a alertar a Jeremy. Golpeé el árbol más cercano con la palma de la mano. ¿Realmente esperaba que Clay me permitiera entrometerme en la privacidad de Jeremy con tanta facilidad? En ese aspecto había olvidado algunas cosas en el último año.

Pasé entre los árboles. Las ramitas golpeaban mi rostro y mis pies tropezaban con las enredaderas. Seguí adelante, con una sensación de ser inmensa, torpe y nada bienvenida aquí. El camino no era para personas. No tenía ninguna posibilidad de ganarle a Clay así. Por lo que busqué un claro y me preparé para el Cambio.

Mi Cambio fue apurado, por lo que resultó torpe y torturante y luego tuve que descansar, jadeando en el suelo, unos minutos. Al ponerme de pie, cerré los ojos y respiré hondo el aroma de Stonehaven. Sentí un temblor de placer que nacía en mis zarpas, subía por mis patas y sacudía todo mi cuerpo. Me dejó una mezcla indescriptible de excitación y calma que me dio ganas de lanzarme a través del bosque y dejarme caer en dulce paz al mismo tiempo. Estaba en casa. Siendo humana, podía negar que Stonehaven era mi hogar, que la gente aquí era mi Jauría, que el bosque fuera más que un poco de tierra ajena. Pero siendo loba en el bosque de Stonehaven, había un coro resonando en mi cabeza. El bosque era mío. Era territorio de la Jauría y por lo tanto mío. Mío para correr y cazar y jugar sin temor a adolescentes de juerga, cazadores demasiado ansiosos o zorros y mapaches rabiosos. No había sofás descartados que bloquearan mi camino, ni latas herrumbradas que me cortaran las zarpas, nada de bolsas de basura que llenaran el aire de porquerías o productos químicos que contaminaran el agua que yo tomaba. Este no era un grupito de árboles para una o dos horas. Eran quinientos acres de bosque, llenos de senderos familiares y cargados de conejos, ciervos y media docena más de animales para cazar, un bufé para mi placer. Mi placer. Tragué grandes bocanadas de aire. Mío. Salí a la senda. Mia. Me froté en un roble, sintiendo que la corteza me raspaba quitándome piel muerta. Mío. La tierra tembló con tres vibraciones leves: un conejo a mi izquierda. Mío. Mis piernas querían correr, redescubrir el mundo intrincado del bosque. Alguien en lo hondo de mi cerebro, una diminuta voz humana gritó: «No, no, no. Esto no es tuyo. Lo dejaste. No lo quieres". Ignoré esa voz.

Faltaba una sola cosa, una última cosa que diferenciaba este bosque de la barranca solitaria de Toronto. En el momento en que lo pensaba, un aullido atravesó la noche, no el canto musical de la noche, sino el llamado urgente de un lobo solitario, la sangre llamando a la sangre. Cerré los ojos y sentí vibrar en mí el sonido. Entonces lancé mi cabeza hacia atrás y respondí. La pequeña voz de alerta dejó de gritar invectivas y la ira se transformó en algo más parecido al terror. "No -susurró- eso no. Recupera el bosque. Reclama como tuyo el aire y los caminos y los árboles y los animales. Pero eso no.

Los arbustos a mis espaldas se agitaron, y giré para ver a Clay saltando. Me alcanzó de frente y me tiró de espaldas, luego se quedó parado sobre mí y mordisqueó la piel floja de mi cuello. Cuando le tiré un mordisco, se retiró. Gimió, tanteando mi cuello con su hocico, rogándome que jugara con él, diciéndome lo solo que había estado. Podía sentir la resistencia dentro de mí, en alguna parte, pero demasiado profunda y lejana. Tomé su pata delantera con mis dientes y lo hice caer. Me lancé sobre él. Nos revolcamos en la maleza, tirando mordiscones y pateando y luchando por colocarnos arriba del otro. Justo cuando estaba por inmovilizarme, me liberé y escapé. Corrimos en círculos. La cola de Clay me recorría el costado, acariciándome como una mano. Se acercó y frotó su flanco contra el mío… al dar la siguiente vuelta, puso una pierna delante de la mía para detenerme y hundió su hocico en mi cuello. Sentí su aliento cálido en mi piel y él absorbió mi olor. Luego me tomó del cuello y me tiró hacia atrás, con un grito de triunfo mientras yo caía. No pudo sostener su victoria más que un par de segundos. Luchamos un rato más, luego me liberé. Clay dio un paso atrás, se agachó, dejando en alto sus caderas. Tenía la boca abierta, la lengua colgando y las orejas hacia delante. Me agaché como preparándome para enfrentar su ataque. Cuando saltó, me hice a un lado y empecé a correr.

Clay me siguió a toda velocidad. Corrimos a través del bosque, acre tras acre. Entonces, justo cuando daba la vuelta para volver hacia la casa, sonó un disparo, quebrando la paz. Me detuve resbalando. ¿Un disparo? ¿Realmente había escuchado un disparo? Por supuesto que me había enfrentado con armas en el pasado, las armas y los cazadores eran un peligro que se podía llegar a enfrentar en un bosque extraño. Pero esto era Stonehaven. Era seguro.

Otro disparo perturbó la paz del bosque. Mis oídos se movían de un lado a otro. Los estallidos provenían del norte. Había árboles frutales hacia el norte. ¿Era que el granjero usaba esos aparatos que imitan disparos para asustar a los pájaros? Debía serlo. Era eso o alguien estaba cazando en los campos vecinos. El bosque de Stonehaven estaba claramente delimitado con alambre de púa y carteles. La gente local respetaba los límites. Siempre fue así. La reputación de Jeremy con la gente del lugar era perfecta. Podía no ser muy sociable, pero se lo respetaba.

Iba a dirigirme al norte, para aclarar el misterio. No había andado más de tres metros cuando Clay se interpuso. Gruñó. No era un gruñido juguetón. Lo miré, preguntándome si había malinterpretado el significado. Volvió a gruñir y ahí supe con certeza que me estaba cerrando el paso. Eché las orejas hacia atrás y le gruñí a mi vez. Me cerró el camino. Estreché los ojos y lo miré con ira. Obviamente había estado alejada demasiado tiempo si él creía que podía mandonearme como hacía con los demás. Si había olvidado quién era yo, estaba dispuesta a darle una lección para refrescarle la memoria. Estiré los labios y lancé un último gruñido de alerta. No retrocedió. Me lancé contra él. Pero chocó conmigo en el aire, dejándome sin aliento. Cuando recuperé el sentido, estaba tirada en el suelo con los dientes de Clay tomándome de la piel suelta de atrás de la cabeza. Estaba fuera de práctica.

Clay gruñó y me sacudió fuertemente, como si fuera una cachorra que se portara mal. Luego de hacerlo unas cuantas veces retrocedió. Me puse de pie con toda la dignidad que pude. Antes de que estuviera parada del todo, Clay me golpeó la cadera con el hocico. Me volví para dirigirle una mirada indignada. Me volvió a empujar en el sentido contrario al que quería ir. Le seguí el juego unos quinientos metros, luego me hice a un lado y traté de esquivarlo. En pocos segundos me alcanzó y sentí que lanzaba sus cien kilos sobre mi espalda y me tiraba sobre la tierra. Los dientes de Clay se hundieron en mi hombro, lo suficiente como para hacerme sangrar y que sintiera un fuerte dolor y conmoción. Esta vez no me dejó terminar de ponerme de pie que ya estaba arreándome de vuelta a la casa, mordiéndome las piernas traseras si daba señales de reducir la marcha.

Clay me llevó hasta el claro donde yo había Cambiado y Cambió al otro lado de la maleza. Mi Cambio fue más rápido que el primero. Pero Esta vez no necesitaba descansar. La furia me dio energía. Me puse la ropa, rasgándome la manga de la camisa. Luego salí del claro. Clay estaba allí, con los brazos cruzados, esperando. Por supuesto que estaba desnudo, su ropa abandonada en un claro más al interior del bosque. Desnudo, Clay era aún más perfecto que vestido, el sueño de un escultor griego hecho realidad. Viéndolo sentí el calor que recorría mi cuerpo, trayéndome recuerdos de otras corridas y su inevitable consecuencia. Maldije la traición de mi cuerpo y me acerqué a él.

– ¿Qué carajo estás haciendo? -grité

– ¿Yo? ¿Yo? Yo no soy el idiota que quiso correr hacia los hombres con armas. ¿En qué estás pensando Elena?

– No digas estupideces. Yo no saldría de nuestras tierras y tú lo sabes. Tenía curiosidad. No hace una hora que volví y ya estás poniéndome a prueba. Hasta qué punto puedes mandonearme, hasta qué punto puedes controlar…

– Esos cazadores estaban en nuestras tierras, Elena -la voz de Clay sonaba grave y sus ojos estaban clavados en los míos.


– Esti es una estup… -me detuve y estudié su rostro--. ¿Hablas en serio, verdad? ¿Cazadores? ¿En las tierras de Jeremy? ¿Los años ya te están atrofiando el cerebro?

Acusó el golpe más de lo que yo esperaba. Apretó los labios. Su mirada se endureció. Había ira allí, al borde de la explosión. La ira no iba dirigida contra mí, sino contra quienes se habían atrevido a invadir su santuario. Cada fibra de Clay se rebelaba contra la idea de permitir que hubiera hombres armados en las tierras pertenecientes a la casa. Sólo había una cosa que podría impedirle cazarlos: Jeremy. De modo que Jeremy debía haberle prohibido ocuparse de los intrusos, no sólo matarlos, sino incluso utilizar sus infames técnicas para asustarlos. El método usual de Clay de echar a los intrusos humanos. Dos generaciones de adolescentes locales en busca de lugares para hacer fiestas habían crecido transmitiéndose el cuento de que los bosques de Stonehaven estaban embrujados. Mientras los cuentos tuvieran que ver con fantasmas y no se hablara de licántropos, Jeremy lo permitía, incluso lo alentaba. Al fin de cuentas, permitir que Clay asustara a la gente local era más seguro y mucho menos problemático que otra alternativa. ¿Entonces por qué no se lo permitía Jeremy ahora? ¿Qué había cambiado?

– Debe estar adentro ahora -dijo Clay-. Ve y habla con él.

Se volvió para ir en busca de su ropa.


Al ir hacia la casa pensé en lo que había dicho el chofer del taxi. Perros salvajes. No había perros salvajes aquí. Los perros no se acercarían al territorio de los licántropos. Y los perros tampoco andaban matando mujeres jóvenes y sanas. Las pisadas inmensas de perros en torno del cuerpo podían significar una sola cosa. Un licántropo. ¿Pero quién podría estar matando tan cerca de Stonehaven? La pregunta misma era tan increíble que no podía tener respuesta. Para un licántropo que no fuera de la Jauría sería suicida cruzar la frontera del estado de Nueva York. Los métodos de Clay para espantar a los intrusos eran tan conocidos que ninguno se había atrevido a acercarse a menos de ochenta kilómetros de Stonehaven en más de veinte años. Se cuenta que Clay desmembró al último licántropo intruso dedo a dedo, miembro por miembro, manteniéndolo vivo hasta el último momento posible, cuando le arranco la cabeza. En aquel entonces Clay tenía diecisiete años.

También era ridícula la idea de que Clay o Jeremy pudiesen ser responsables de semejante hecho. Jeremy no mataba. Eso no significa que no pudiera matar o que nunca sintiera el impulso de hacerlo, sino que simplemente entendía que canalizaba mejor su energía en otras cosas, así como un general debe renunciar al calor del combate y dedicarse a cuestiones de estrategia y conducción. Si había que matar a alguien, Jeremy ordenaba que otro lo hiciera. Incluso eso se hacía en casos extremos y rara vez se trataba de humanos. No importa cuál fuera la amenaza, Jeremy nunca ordenaría matar a un ser humano en su territorio. Y en cuanto a Clay, por más fallas que tuviera, matar a seres humanos por deporte no era una de ellas. Matarlos significaba tocarlos, caer en la indignidad de entrar en contacto físico con ellos, cosa que no hacía a menos que filera absolutamente necesaria.


Cuando volví a entrar en la casa, seguía en silencio. Fui de nuevo al estudio, el corazón de Stonehaven. Jeremy no estaba allí. Decidí esperar. Si estaba en la casa, me escucharía. Por una vez, él vendría a mí.

Jeremy gobernaba la Jauría con autoridad absoluta. Es la ley de los lobos salvajes, aunque no siempre fue la ley de la Jauría. A veces la historia de los Alfa de la Jauría hacía que parecieran civilizadas las batallas por la sucesión imperial en Roma. Un licántropo de la Jauría lograba tomar el mando, mantener su puesto de Alfa por unos meses, quizás incluso unos años, pero terminaba asesinado o ejecutado por uno de sus hermanos más ambiciosos, que ocuparía su lugar hasta que llegara su propio fin, generalmente no por muerte natural. Ser Alfa en la Jauría no tenía nada que ver con la capacidad de conducción, sino con el poder.

Para la segunda mitad del siglo veinte la Jauría se estaba desmembrando. El mundo posindustrial no trataba bien a los licántropos. Los bosques y las praderas cedían terreno a la extensión urbana. La gente en la sociedad moderna respetaba mucho menos que la de la Inglaterra feudal la privacidad de sus vecinos ricos que preferían vivir una vida retirada. La radio, la televisión y los diarios podían hacer correr por todo el mundo en pocas horas la noticia de que se había avistado un licántropo. Los nuevos métodos de trabajo de la policía permitían vincular asesinatos cometidos por un perro en Tallahasse con hechos similares sucedidos en Miami y Key West. El mundo comenzó a cercar a la Jauría. En vez de unirse para su mutua defensa, los miembros de la Jauría comenzaron a luchar entre sí, disputando cada vestigio de seguridad, incluso llegando a robar territorio a sus propios hermanos.

Jeremy cambió todo eso.

Aunque Jeremy nunca fue considerado el mejor luchador de la Jauría, poseía una fuerza que era aún más importante para la supervivencia y el éxito. Jeremy tenía absoluto autocontrol. El hecho de que pudiera dominar sus propios instintos e impulsos significaba que podía analizar racionalmente los problemas que enfrentaba la Jauría y manejarlos de modo racional, tomando decisiones que no respondieran a meros impulsos. A medida que las ciudades se fueron convirtiendo en tierras de humanos y cemento sin resquicios, mudó la Jauría al campo. Le enseñó a sus miembros a manejarse con los seres humanos, cómo ser parte del mundo y estar filera del mundo al mismo tiempo. Cuando las historias acerca de los licántropos comenzaron a difundirse cada vez más rápido y con mayor facilitad, ejerció su control no sólo sobre la Jauría, sino también sobre los licántropos que no eran miembros de ella. En el pasado se consideraba a los licántropos que no eran de la Jauría como ciudadanos de segunda. Bajo el reinado de Jeremy los licántropos que no eran de la Jauría no mejoraron su estatus, pero la Jauría descubrió que no podía darse el lujo de ignorarlos. Si un licántropo que no era de la Jauría creaba problemas en El Cairo, resonaba en Nueva York. La Jauría comenzó a llevar archivos de los licántropos que no eran miembros de ella, tomando conocimiento de sus hábitos y rastreándolos. Cuando un licántropo causaba problemas en cualquier lugar del mundo, la Jauría actuaba en forma rápida y concluyente. La pena por poner en peligro a la Jauría iba desde un llamado de atención, pasando por una golpiza, hasta una rápida ejecución. Bajo el reinado de Jeremy, la Jauría era más fuerte y estable que nunca nadie cuestionaba su liderazgo. Sabían que tenían algo bueno.

Dejé de pensar en eso y fue junto al escritorio, para mirar la pila de papeles que había allí. «Las excavaciones revelan nuevos elementos del fenómeno Chavín» era el título de un artículo. Debajo asomaba otro referido a los antiguos cultos del jaguar de Chavín de Huántar. «Que interesante», bostecé. Aunque a muchos los sorprendía, Clay era en realidad un tipo brillante, que había sacado un doctorado en antropología. Se especializaba en religiones antropomórficas. O dicho de otro modo, estudiaba simbolismo de hombres bestia en las culturas antiguas. Se había ganado su reputación a base de investigación, ya que no le gustaba tratar directamente con el mundo humano, pero cuando consideraba necesario tomar contacto con el mundo académico, daba cursos breves. Así lo conocí.

Nuevamente traté de dejar de lado tales pensamientos. Dando la espalda a los papeles de Clay, me hundí en el sillón. Mirando en derredor, advertí que el cuarto se veía exactamente como yo lo había dejado hacía catorce meses. Recordé cómo era el estudio antes, lo comparé con lo que veía y no encontré una sola diferencia. No era posible. Jeremy redecoraba ese cuarto -y la mayor parto de la casa- tan a menudo que se bromeaba acerca de que si uno pestañaba ya había algo diferente. Clay dijo una vez que los cambios tenían que ver con malos recuerdos, pero no agregó nada más. Pero después de que Clay me trajera aquí, Jeremy me reclutó como asistente decoradora. Recuerdo haber pasado noches enteras estudiando catálogos, moviendo muebles y mirando catálogos de pintura. Al mirar el techo junto al hogar vi montículos endurecidos de pegamento del empapelado, que databan de una vez en que, demasiado cansados ya a las cuatro de la madrugada como para seguir empapelando las paredes, Jeremy y yo nos trenzamos en una dura batalla, arrojándonos grumos de una punta a la otra del cuarto.

Recordaba haber mirado esos montículos la última vez que estuve en el cuarto. Jeremy estaba parado frente al hogar, dándome la espalda. Cuando yo le contaba lo que había hecho, deseaba ansiosamente que él se diera vuelta y me dijera que estaba bien. Pero yo sabía que no era así. Era algo totalmente equivocado. Aún así quería que me dijera algo, cualquier cosa que me hiciera sentir mejor. Como no lo hizo, me fui, jurando no volver. Miré nuevamente los grumos de pegamento. Otra batalla perdida.

– Así que volviste… por fin.

La voz me hizo sobresaltar. Jeremy estaba en la puerta. Se había dejado una barba corta, cosa que sucedía cuando estaba demasiado concentrado en algo como para afeitarse y luego ya no quería arreglar el asunto. Lo hacía parecer mayor, aunque ni de lejos de su verdadera edad, cincuenta y un años. Como dije, envejecemos lentamente. Jeremy parecía promediar la treintena: su corte de pelo, que le llegaba hasta los hombros y estaba atado en la nuca, subrayaba esa ilusión de juventud. Era un estilo que había adoptado no por seguir la moda sino porque podía cortarse menos el pelo. Para Jeremy las idas al peluquero eran intolerables, de modo que Clay o yo se lo cortábamos, cosa que no soportaba más de unas cuantas veces al año. Cuando entró al cuarto, le cayó el pelo sobre los ojos, quitando toda austeridad a su rostro. Lo tiró hacia atrás, un gesto tan familiar que me hizo doler la garganta.

Miró en derredor.

– ¿Dónde está Clay?

Típico. Primero se enoja conmigo porque llegué tarde. Luego pregunta por Clay. Sentí dolor, pero lo rechacé. No es que esperara que me recibiera a los abrazos y a los besos. Ese no era el modo de ser de Jeremy, aunque hubiera estado bien que dijera «me alegro de verte o «¿qué tal el vuelo?"

– Escuchamos disparos en el bosque -dije. -Clay murmuró algo acerca de tumbas poco profundas y se fue.

– Estuve tres días tratando de contactarte.

– Estaba ocupada.

Hubo un tic en su mejilla. En Jeremy eso era el equivalente de un estallido emocional.

– Cuando te llamo, contéstame -dijo, con voz engañosamente suave-. No te llamaría si no fuera importante. Si llamo, contesta. Ese fije el arreglo.

– Correcto, ése fue el arreglo. Pasado. Nuestro arreglo terminó cuando dejé la Jauría.

– ¿Cuándo dejaste la Jauría? ¿Eso cuándo fue? Perdóname si me perdí algo pero no recuerdo haber hablado de tal cosa, Elena.

– Creí que nos entendíamos.

Clay entró al cuarto trayendo una bandeja con fiambres y queso. La dejó en el escritorio y me miró a mí y luego a Jeremy.

Jeremy continuó.

– ¿Así que ya no eres parte de la Jauría ahora?

– Correcto.

– ¿Entonces eres una de ellos, una piojosa?

– Por supuesto que no, Jer -dijo Clay, dejándose caer junto a mí en el sofá.

Me paré y fui junto a la chimenea.

– Bueno, ¿cómo es la cosa? -preguntó Jeremy atravesándome con la mirada-. ¿Jauría o no?

– Vamos, Jer -dijo Clay-. Sabes que no lo dijo en serio.

– Teníamos un arreglo Elena. No te contactaría si no te necesitara. Ahora te necesito y lloriqueas y te enojas porque tuve la desfachatez de recordarte tus responsabilidades.

– ¿Me necesitas para qué? ¿Para que me ocupe del callejero intruso? Ésa es tarea de Clay.

Jeremy sacudió la cabeza.

– No se usa dinamita para matar un ratón. Clay tiene sus puntos fuertes. La sutileza no es uno de ellos.

Clay me sonrió y se encogió de hombros. Yo desvié la mirada.

– ¿Entonces qué cosa tan importante hay para que me necesites? -pregunté.

Jeremy giró y fue hacia la puerta.

– Ya es tarde. Hablaremos por la mañana. Quizá estés menos agresiva después de dormir.

– ¡Un momento! dije, interponiéndome en su camino-. Dejé todo para venir aquí. Falté al trabajo, pagué un pasaje de avión y vine lo más rápido que pude porque nadie contestaba el maldito teléfono. Si te vas, no te prometo que vayas a encontrarme aquí por la mañana.

– Que así sea – Dijo Jeremy, su voz tan fría que me hizo tiritar-. Si decides irte, que Clay te lleve a Syracuse.

– Sí, seguro -dije -. Tendría más probabilidades de llegar al aeropuerto pidiendo que me llevara el psicópata local.

Clay sonrió.

– Te olvidas, querida, de que yo soy el psicópata local.

Murmuré que estaba de acuerdo. Jeremy no dijo nada, se quedó allí y esperó que me hiciera a un lado. Lo hice. Es difícil quebrar viejos hábitos. Jeremy salió del cuarto. Un minuto más tarde se cerró la puerta de su cuarto arriba.

– Hijo de puta arrogante -murmuré.

Clay se encogió de hombros. Estaba reclinado en su asiento, mirándome, con una sonrisa pensativa que me ponía nerviosa.

– ¿Qué carajo quieren? -dije

Su sonrisa se hizo más ancha con el destello de sus dientes blancos.

– A ti. ¿Qué otra cosa?

¿Dónde? ¿Aquí? ¿En el piso?

– No. Eso no. Aún no. Sólo lo mismo que quise siempre. Tú. Aquí. Para siempre.

Deseé que hubiera aceptado mi interpretación de sus palabras. Me miró nuevamente a los ojos.

– Me alegro de que volvieras, cariño. Te extrañé.

Casi me tropiezo al salir corriendo del cuarto.

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