ACOMODARSE

A la mañana siguiente me desperté sintiendo olor a panqueques y tocino. Miré el reloj. Casi las nueve. Philip normalmente se iba a las siete. Debió de haber decidido llegar tarde por una vez y preparar el desayuno. Siempre tan dulce.

Salí del cuarto y fui a la cocina. Clay estaba frente a la cocina, metiendo una espátula bajo una montaña de tocino. Se dio vuelta cuando entré. Sus ojos recorrieron mi camisón.

– ¿Qué carajo es eso? -preguntó.

– Un camisón.

– ¿Duermes con eso?

Si no sería un vestido, ¿verdad? -le ladré, inexplicablemente enojada de haberme equivocado respecto de quién estaba preparando mi desayuno.

A Clay le temblaron los labios, como si contuviera la risa.

– Es muy… dulce, cariño. Parece algo que te hubiera comprado Jeremy Ah, dicho sea de paso. Te mandó flores.

– ¿Jeremy?

Clay negó con la cabeza.

– Están junto a la puerta de entrada

Fui hasta la entrada y me encontré con una docena de rosas rojas en un florero plateado. La tarjeta decía: '”Te dejé dormir. Bienvenida a casa. Te extrañé. Philip”.

¿Ven? Nada había cambiado. Philip seguía tan atento como siempre. Tomé el florero con una sonrisa y pensé en dónde ponerlo. ¿La mesa del living? No, las flores eran demasiado altas. ¿En la mesita del recibidor? Demasiadas cosas. ¿La cocina? Abrí la puerta. No había lugar.

– El dormitorio -murmuré y retrocedí.

– Agua -me dijo Clay.

– ¿Qué?

– Necesitan agua.

– Lo sé.

– Y sol -agregó.

No contesté. Hubiera recordado que necesitaban agua y sol… eventualmente. Debo reconocer que nunca entendí demasiado la costumbre de enviar flores. Seguro, se ven lindas, pero no hacen nada. No es que no me gustaran. Sí que me gustan. Jeremy siempre cortaba flores del jardín y las ponía en mi cuarto y yo disfrutaba de ellas. Claro que si él no las ponía en un lugar soleado y no les ponía agua, yo no habría disfrutado de ellas por mucho tiempo. Soy mucho más apta para matar cosas que para tenerlas vivas. Qué bien que nunca haya pensado en tener chicos.

Luego de ponerles agua y colocar las rosas en el cuarto, volví a la cocina. Clay puso dos panqueques en mi plato y estaba por servirme un tercero.

– Así está bien -dije, retirando mi plato.

Enarcó ambas cejas.

– Por ahora- Por supuesto que comeré más después de terminar con éstos.

– Es todo lo que comes cuando él está aquí? Me sorprende que puedas llegar al trabajo sin desmayarte. No puedes comer así, Elena. Tu metabolismo necesita…

Retiré mi silla. Clay se detuvo y sirvió tocino, luego se sirvió en su plato y se senté.

– ¿A qué hora vas al trabajo? -preguntó.

– Llamé anoche y dije que estaría a las diez.

– Entonces mejor nos ponemos en marcha. ¿Cuánto tardas en caminar hasta allí? ¿Treinta, cuarenta minutos?

– Voy en el metro.

– ¿En metro? odias el metro. Toda esa gente metida en un vagón, con extraños que te empujan y el olor…

– Me acostumbré.

– ¿Para qué molestarse? Es una linda carminata por Bloor.

– La gente no va al trabajo caminando -dije-. Va en bicicleta, en patines, corre. No tengo una bicicleta ni patines y no puedo correr con una pollera.

– ¿Vas con pollera al trabajo? Odias las polleras.

Alejé mi plato y me levanté de la mesa.


Traté de convencer a Clay de que él podía caminar hasta mi trabajo y que yo tomaría el metro sola. Pero no aceptó. Por mi seguridad y de acuerdo con la voluntad expresa de su líder, soportaría la tortura del metro. Debo reconocer que me dio demasiado placer verlo sufrir los siete minutos que duró el viaje. No es que se retorciera. Cualquiera que lo observara habría visto a un hombre parado en un vagón atestado, vigilando con impaciencia el cartel donde se veía el avance del tren. Sólo lo delataba su mirada, y para eso había que conocerlo lo suficiente. En el fondo de su mirada se veía un animal enjaulado, claustrofobia con partes iguales de indignación y pánico inminente. Cada vez que alguien lo rozaba, aferraba un poco más fuerte la barra. Respiraba por la boca y mantenía la vista clavada en el mapa; sólo desviaba los ojos para verificar el nombre de cada estación cuando el tren se detenía. Una vez me miró a mí. Le sonreí y le mostré que estaba relajada. Con ira, volvió a mirar el cartel y me ignoró el resto del viaje.


Fui a almorzar con mis compañeras de trabajo. Al volver, vi una figura familiar sentada en un banco frente al edificio donde estaba frente donde estaba mi oficina. Inventé una excusa para no volver y fui hasta donde estaba Clay.

– ¿Qué pasa? -pregunté al acercarme por detrás. Se volvió y sonrió.

– Hola, cariño. ¿Fue un buen almuerzo?

– ¿Qué haces aquí?

– Te estoy cuidando, ¿recuerdas?

Me detuve.

– Por favor, no me digas que has estado sentado aquí toda la mañana.

– Por supuesto. Pensé que no me dejarían estar en tu oficina.

– No puedes quedarte sentado aquí.

– Por qué no? Déjame adivinar. La gente normal no se queda sentada en bancos de la calle todo el día. No te preocupes, cariño. Si vienen a arrestarme, me cambiaré de banco, al otro lado de la calle.

Miré hacia el edificio, para asegurarme de que no salía nadie.

– No trabajo en mi oficina todo el día, sabes. Tengo entrevista con un concejal esta tarde, luego tengo que cubrir un acto en…

– Iré contigo. A prudente distancia, para asegurarme de que no tengas que soportar el horror de asociarte en público conmigo.

– Quieres decir que me vas a vigilar

Clay sonrió.

– Una habilidad que siempre es bueno practicar para mejorarla.

– No puedes quedarte aquí.

– Y volvemos a lo mismo…

– Por lo menos haz algo. Lee un libro, un diario, una revista.

– Claro, y dejar que algún callejero se me pase mientras hago el crucigrama.

Alcé las manos y volví al edificio. Cinco minutos más tarde, salí hasta su banco.

– ¿Ya me estabas extrañando? Preguntó sin darse vuelta.

Dejé caer una revista por sobre su hombro en su falda. La tomó, miró la tapa y frunció el entrecejo.

¿Autos deportivos?

– Es una revista para tipos buenos -dije-, al menos haz que la lees.

Pagó unas páginas hasta detenerse en la foto de una pelirroja en bikini, tirada sobre la capota de un Corvefle Stingray. Miró el texto y examinó la foto.

– ¿Qué hace la mujer allí? -preguntó.

– Está tapando un raspón en la capota. Era más barato que arreglarlo.

Pasó unas páginas más de mujeres con poca ropa y autos clásicos.

– Nick tenía revistas como éstas cuando éramos chicos. Pero sin autos. -Giró una foto de costado. -Y sin trajes de baño.

– Haz de cuenta que lees. ¿está bien? -dije, volviendo hacia la puerta-. Nunca se sabe. Quizá yo tenga suerte y encuentres algo que te guste.

– Creí que te gustaba mi auto.

Empecé a alejarme.

– No me refería a los autos.


Después de la cena, Clay y yo nos quedamos en el departamento jugando a las cartas. Para cuando negó Philip a casa, yo le iba ganando treinta dólares y cincuenta centavos. Acababa de ganar mi cuarto juego seguido y estaba jactándome de eso del modo más inmaduro cuando llegó Philip. En cuanto Philip pidió jugar. Clay decidió que era hora de ir a bañarse nuevamente. A ese ritmo, iba a ser el tipo más limpio de Toronto. Philip y yo jugamos un par de vueltas, pero no era lo mismo. Philip no jugaba por dinero. Lo que es peor, quería que yo jugara de acuerdo con las reglas.


Esa noche Jeremy se contactó conmigo para ver si estábamos bien. Aunque había prohibido las llamadas, no significaba que no estuviéramos comunicados. Como ya dije, Jeremy tenía su propio modo de contactarse con nosotros, a través de una especie de conexión psíquica nocturna Todos los licántropos tenían cierto grado de poder psíquico. La mayoría lo ignoraba. Porque era algo un tanto demasiado místico para criaturas más acostumbradas a comunicarse con los dientes y los puños que con sus mentes.

Clay y yo compartíamos una especie de vinculo mental, quizá porque él fue quien me mordió. No era que pudiéramos leernos las mentes ni nada tan impactante, Era algo más parecido a ese mayor entendimiento del que hablan los mellizos, cosas pequeñas como sentir un pellizco cuando él se hiere o saber cuando está cerca aunque no pueda vedo ni oírlo ni olerlo. Todo eso me ponía incómoda, así que no era algo que cultivara o ni siquiera aceptara.

La capacidad de Jeremy era diferente. Podía comunicarse con nosotros mientras dormíamos. No era como escuchar voces en mi cerebro ni nada así de dramático. Al dormir soñaba que hablaba con él pero subconscientemente percibía que era más que un sueño y podía escuchar y responder racionalmente. Era bastante bueno, aunque nunca se lo diría a Jeremy.


Me desperté con el olor de los panqueques. Esta vez supe exactamente quién estaba preparando el desayuno y no me molestó. La comida era comida. Para mí no hay nada mejor que un desayuno listo para comer. Yo era incapaz de cocinar a la mañana Para cuando me levantaba, estaba demasiado hambrienta como para preparar algo. A veces hasta el tostador me resultaba demasiado lento. Y mejor aún que eso de que alguien me preparara el desayuno era poder salir de la cama e ir directo a la mesa, sin preocuparme por la ducha, la ropa, el pelo y el cepillo de dientes, las cosas necesarias para ser una compañía agradable en la mesa. A Clay no le importaba. Había visto cosas peores. Me enterré bajo las mantas. Cuando el desayuno estuviera listo, Clay me traería un café. Sólo tenía que esperar.

– Esto es maravilloso. No comemos panqueques muy seguido. A Elena no le interesa demasiado el desayuno. Por lo general se conforma con cereal frío y tostadas. No sé si ella va a comer esto, Pero yo sí.

Me senté de pronto. No era la voz de Clay.

– ¿Cómo llaman a esto en el sur? -continuó Philip-. ¿Flapjacks? ¿Johnny cakes? Nunca me acuerdo. ¿De ahí vienes verdad? Quiero decir, ahí naciste. Con ese acento. Supongo que serás de Georgia o quizá de Tennessee.

Clay gruñó. Salté de la cama y corrí hasta la puerta Entonces me vi en camisón en el espejo. Una bata. Necesitaba una bata.

– Tu hermano Jeremy no tiene acento -dijo Philip-. Al menos no lo noté cuando hablé con él por teléfono.

¡Mierda! Busqué en el ropero. ¿Dónde estaba la bata? ¿Tenía una bata?

– Mi hermanastro -dijo Clay.

– ¿Ah si? Ah, claro, tiene sentido.

Busqué ropa y me la puse a toda velocidad. Salí casi corriendo del cuarto y me detuve entre Clay y Philip.

– ¿Tienes hambre? -preguntó Clay, aún mirando la cocina.

Philip se inclinó para besarme en la mejilla y trató de alisarme el pelo enredado.

– No dejes de llamar a mamá esta mañana, dulce. No quería planear la despedida de Betsy sin ti. -Miró a Clay. -Mi familia adora a Elena. Si no me caso con ella pronto, querrán adoptarla.

Su mirada se quedó fija en Clay. Clay puso tres panqueques en una gran pila, se dio vuelta y los trajo a la mesa, sin ninguna expresión en el rostro. Philip frunció el entrecejo. Probablemente se había cansado de hablar sin que le contestara

– La manteca está en 1… -dijo Philip, pero Clay ya tenía abierta la puerta de la heladera-. Ah, y el jarabe de arce está sobre la cocina en el arma…

Clay sacó de la heladera un frasco de vidrio de jarabe de arce, del tipo que se compra en los negocios para turistas a precio de oro.

– Eso es nuevo -dije, sonriéndole a Philip- ¿Cuándo lo compraste?

– No, yo no fui.

Miré a Clay.

– Lo compré ayer -dijo.

– No estoy seguro de que a Elena le guste… -Philip se detuvo y su mirada fue de mí a Clay y viceversa-. Sí, bueno, muy amable de tu parte.

El timbre del teléfono me rescató del esfuerzo inútil por encontrar algo que decir.

– Yo atiendo -dijo Philip y se fue al living.

– Gracias -le dije a Clay entre dientes. Tenías que hacerlo, ¿verdad? Primero el desayuno, ahora el jarabe. Le demuestras que sabes lo que me gusta y lo haces quedar mal.

– Pero si yo no dije nada. Tú mencionaste el jarabe.

– ¿Y no habrías dicho nada?

– Por supuesto que no. ¿Para qué iba a hacerlo? Yo no estoy compitiendo, Elena. Vi cuando hice el desayuno ayer que no tenías jarabe del bueno. Sé cómo te quejas en esos casos, y entonces pensé que se te había acabado y compré.

– ¿Y el desayuno? Dime que no significa nada que me prepares el desayuno?

– Seguro que sí. Significa que estoy preocupado porque no comes bien y quise asegurarme de que al menos tuvieras una comida docente. Seguro que él piensa que estoy tratando de ayudar. Hice lo suficiente como para que hubiera para él también.

– Hiciste suficiente para todo el Edif… -Me detuve al advertir que sólo habla suficiente comida como para alimentar a tres personas normales.

– El resto está en el horno -dijo Clay-. Lo oculté cuando oí que él se despertaba. Te haré un paquete para que te lo lleves al trabajo. Si alguien te pregunta, puedes decir que no alcanzaste a desayunar en casa.

Traté de pensar qué decir y me salvó otra interrupción. Era Philip que volvía a la cocina

– Del trabajo -dijo, haciendo una mueca-. ¿Qué otra cosa podía ser? Si una mañana voy más tarde, llaman. No te preocupes, dulce. Dije que estoy desayunando contigo y llegaré más tarde. -Tomó una silla se sentó y se volvió hacia Clay.

– ¿Y cómo va esa búsqueda de trabajo?


Ese día había acordado encontrarme con Clay para almorzar en la esquina. Trajo un almuerzo de una casa cercana de comidas para llevar y fuimos al terreno de la universidad a comer. El lugar no fue elección mía. Yo ni siquiera advertí que íbamos allí hasta que llegamos. Aunque trabajaba a pocas cuadras de la Universidad de Toronto, no había visitado el lugar en los nueve meses que llevaba trabajando en la revista. Tampoco había ido allí en ninguna de mis visitas a Toronto durante los últimos diez años. Fue en la universidad donde conocí a Clay donde me enamoré de él, donde pasé el año más feliz de mi vida. También fue el lugar donde él me engañó, me mintió y me traicionó. Cuando advertí a dónde íbamos, me dio miedo. Pensé en una docena de excusas y en una docena de lugares para ir a comer que no fuera ése. Pero ninguno llegó a mi boca. Con el recuerdo fresco de lo que él me había dicho acerca de Stonehaven, me daba demasiada vergüenza reconocer que no quería ir a la universidad. Era sólo un lugar, un “montón de ladrillos y cemento”. Pero acaso fuera algo más que vergüenza. Tal vez no quería admitir cuánta resonancia emocional tenía esa pila de ladrillos y cemento para mí. Tal vez no quería que él supiese cuánto recordaba eso y cuánto me importaba. Así que no dije nada. Nos sentamos en un banco cerca de la entrada principal. Era época de exámenes y sólo un puñado de estudiantes daban vueltas por ahí; el apuro por llegar a las clases era un recuerdo que se desvanecía. Un grupo de jóvenes estaba jugando al fútbol, sus chaquetas de primavera y sus bolsos abandonados en una pila al costado. Mientras comíamos, Clay habló del trabajo que había escrito sobro el culto del jaguar en Sudamérica. Cuanto más hablaba, más retrocedía mi mente, recordando conversaciones del pasado en ese lugar y borrando los años transcurridos. Podía ver a Clay tantos años atrás, sentado en el banco, comiendo el almuerzo y hablando, tan centrado en nosotros que sobre su cabeza volaban discos y él ni siquiera lo notaba. Siempre se sentaba en la misma posición, con las piernas estiradas y sus pies enganchados

en los míos, los brazos sobre la mesa, las manos en continuo movimiento, poniendo énfasis, como si alguna parte de él tuviera que estar siempre en movimiento. Su voz sonaba igual, tan familiar ahora que yo podía seguir sus inflexiones, predecir cada cambio de tono, cada acentuación.

Incluso en aquel entonces, él quería saber qué pensaba y qué opinaba yo acerca de cada cosa. Ningún pensamiento de mi mente joven en demasiado trivial o aburrido para él. Con el tiempo le conté todo, de mi pasado, de mis aspiraciones, mis temores, mis esperanzas y mi inseguridad, cosas que nunca pensé que podría compartir con otra persona. Toda mi vida había temido abrirme a alguien. Quería ser una mujer fuerte e independiente, no una damita dañada con antecedentes dignos de un melodrama dickensiano. Tenía miedo de dar lástima de modo que mantenía a los amigos y a los novios a distancia. Todo eso cambió con Clay. Quise que supiera todo de mí, para que estuviese seguro de saber quién era yo y que aún así me amaba. Escuchó y se quedó. Lo que es más, fue recíproco. Me habló de su niñez, de que había perdido a sus padres en circunstancias traumáticas que no recordaba, que había sido adoptado, que no encajaba en el colegio, que hacía continuamente el ridículo y quedaba marginado, metido en problemas, y lo expulsaron tantas veces que parecía pasar por los colegios como yo cambiaba de familia adoptivas. Me contó tanto que estaba segura de que lo conocía, lo conocía por completo. Entonces descubrí lo equivocada que estaba. A veces la decepción duele mucho más que una mordedura.

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