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Cuando llegué a casa poco después de las once, saqué a pasear a Walter, mi labrador retriever. Con el tiempo había perdido interés en la nieve, como le ocurría a la gran mayoría de las criaturas, hombres o animales, que pasaban más de una semana en Maine en invierno, así que ahora se conformaba con olfatear un poco, sin gran entusiasmo, antes de hacer lo que tenía que hacer e indicar que prefería regresar a su canasto caliente dándose media vuelta y yendo derecho a casa. Había madurado mucho en el último año. Quizá se debía a que en la casa el silencio era ahora mayor que antes, y él se había acostumbrado en cierta medida al hecho de que Rachel y Sam ya no formaban parte de las rutinas del lugar, ni de las suyas. Me gustaba tenerlo en casa por muchas razones: la seguridad, la compañía, y quizá porque era un lazo con una vida familiar que había dejado de ser la mía. Ya había perdido a dos familias: Rachel y Sam por Vermont, y Susan y Jennifer a causa de un hombre que las destrozó, y a quien yo maté con mis propias manos. Pero también me sentía culpable por dejar a Walter tanto tiempo solo o con mis vecinos, los Johnson. Ellos cuidaban de él encantados cuando yo me iba de viaje, pero Bob Johnson ya no estaba para muchos trotes, y no se le podía pedir que ejercitara con regularidad a un perro brioso.

Eché el cerrojo, di unas palmadas a Walter y me acosté, pero cuando por fin me dormí, me asaltaron extraños sueños de Susan y Jennifer, sueños tan vividos que me desperté en la oscuridad convencido de que había oído una voz. Hacía muchos meses que no soñaba con ellas de esa manera.


¿Cómo las llamo? Incluso ahora, después de tantos años, ¿cómo lo digo? ¿Mi mujer asesinada? ¿Mi difunta hija? Murieron, pero yo conservé algo de ellas dentro de mí demasiado tiempo, y eso se manifestó en forma de fantasmas, ecos de la otra vida, y no fui capaz de llamar a esos vestigios por los nombres de aquellas a quienes amé. A veces pienso que nosotros mismos nos atormentamos; o mejor dicho, decidimos atormentarnos. Si hay un agujero en nuestras vidas, algo lo llenará. Lo invitamos a entrar, y ese algo acepta de buena gana.

Pero yo ya estaba en paz con ellas, o eso creía. Susan, mi mujer. Jennifer, mi hija. Amadas mías, y yo, amado por ellas.

En cierta ocasión me dijo Susan que si algo le ocurría a Jennifer, si moría antes de su hora, antes que su madre, yo no debía comunicárselo. No debía intentar explicarle que su hija ya no estaba. No debía hacerle eso. Si Jennifer moría, yo tenía que matar a Susan. Sin palabras, sin previo aviso, sin darle tiempo a mirarme ni entender por qué. Tenía que quitarle la vida, porque se consideraba incapaz de vivir con la pérdida de su hija. Para ella sería insufrible; no podría soportar semejante pena. Eso no la mataría, no en un primer momento, pero le arrancaría la vida igualmente, y sólo quedaría de ella un cascarón vacío, una mujer en cuyo interior resonaría el dolor.

Y me odiaría. Me odiaría por someterla a ese pesar, por no amarla lo suficiente para ahorrárselo. A sus ojos yo sería un cobarde.

– Prométemelo -dijo mientras yo la estrechaba entre mis brazos-. Prométeme que no permitirás que eso pase. No quiero oír nunca esas palabras. No quiero sufrir tanto. No lo resistiría. ¿Me oyes? Esto no es una broma, una hipótesis. Quiero que me prometas que nunca tendré que soportar ese dolor.

Y se lo prometí. Sabía que sería incapaz de hacer lo que me pedía, y quizás ella también lo sabía, pero se lo prometí de todos modos. Eso es lo que hacemos por los que amamos: mentimos para protegerlos. No todas las verdades son bien recibidas.

Pero lo que ella no explicó, lo que no contempló, fue lo que sucedería si me las arrebataban a las dos. ¿Debía quitarme la vida? ¿Debía ir detrás de ellas hasta ese lugar oscuro, seguirles los pasos a través del submundo hasta encontrarlas por fin, un sacrificio sin más utilidad que la negación de la pérdida? ¿O debía continuar adelante? Y si era así, ¿cómo? ¿Qué forma adoptaría mi vida? ¿Debía morir solo, rendir culto al santuario de su memoria, esperar a que el tiempo hiciera lo que yo no era capaz de hacer por mí mismo? ¿O acaso buscaría una manera de soportar su pérdida, de sobrevivir sin traicionar su recuerdo? ¿Cómo deben actuar aquellos que se quedan atrás para honrar la memoría de los difuntos, y hasta dónde pueden llegar antes de traicionar ese recuerdo?

Viví. Eso hice. A ellas se las llevaron, pero yo seguí aquí. Encontré al que las había matado y yo lo maté a él, pero no me produjo satisfacción alguna. No alivió el lancinante dolor. No por eso me fue más fácil sobrellevar la pérdida, y casi me costó el alma, si es que tengo alma. El Coleccionista, depositario de antiguos secretos, me dijo en cierta ocasión que no tenía, y a veces tiendo a creerle.

Aún siento su pérdida todos los días. Es lo que me define.

Soy la sombra proyectada por todo lo que existió en otro tiempo.

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