22

Jimmy se había pasado al café, alegrándolo con una copa de coñac. Yo me limité al café solo, pero apenas lo toqué. Intenté determinar cómo me sentía, pero al principio sólo detecté dentro de mí un aturdimiento que poco a poco dio paso a una especie de tristeza y soledad. Pensé en todo lo que habían sobrellevado mis padres, en las mentiras y la traición de mi padre y el dolor de mi madre. De momento, sólo lamentaba que ya no estuvieran conmigo, que no me fuera posible acudir a ellos y decirles que lo entendía, que no pasaba nada. De haber vivido, me pregunté cuándo me habrían contado las circunstancias de mi nacimiento, o si lo habrían hecho, y comprendí que los detalles, viniendo de ellos, me habrían sido más difíciles de soportar, y mis reacciones más extremas. Sentado en la cocina de Jimmy Gallagher a la luz de las velas, viendo moverse sus labios manchados de vino, tuve la sensación de que escuchaba la historia de la vida de otro hombre, uno con quien yo compartía ciertas cualidades pero que, en última instancia, me resultaba ajeno.

A cada palabra que pronunciaba Jimmy, parecía relajarse un poco más, pero también daba la impresión de que envejecía, por más que yo supiese que era sólo un efecto de la luz. Durante muchos años había sido depositario de secretos; ahora, cuando por fin brotaban de él, parte de su fuerza vital se iba con ellos.

Tomó un sorbo de coñac.

– Como te he dicho, ya no queda mucho que contar.

No mucho que contar. Sólo la historia del último día de mi padre, de la sangre que derramó, y del porqué.

No mucho que contar. Sólo todo.


Jimmy y Will se mantuvieron alejados a partir del momento en que Will y Elaine regresaron de Maine con su nuevo hijo, y no le hablaron a nadie de lo que sabían. Pasado un tiempo, una noche de diciembre, Jimmy y Will se emborracharon en el Chumley's y el White Horse, y Will agradeció a Jimmy todo lo que había hecho, su lealtad y amistad, y le dio las gracias asimismo por haber matado a la mujer que le había quitado la vida a Caroline.

¿Te acuerdas de ella? -preguntó Jimmy.

¿De Caroline?

– Sí.

– A veces. Muchas veces.

¿La querías?

– No lo sé. Si entonces no la quise, ahora sí. ¿Tiene sentido?

– Tanto como cualquier otra cosa. ¿Has visitado alguna vez la tumba?

– Sólo un par de veces desde el entierro. Jimmy recordó el entierro, que se celebró en un rincón tranquilo del cementerio de Bayside. Caroline había dicho a Will que no disponía de mucho tiempo para la religión organizada. Su familia había sido protestante de alguna tendencia, así que buscaron a un pastor que dijese lo que había que decir mientras ella y el niño recibían sepultura. Will, Jimmy y el rabino Epstein eran los únicos asistentes. Epstein les había explicado que el niño procedía de uno de los hospitales de la ciudad. Su madre era yonqui, y el pequeño no había vivido más que un par de horas después de nacer. A la madre no le importaba que el niño hubiese muerto, o si le importaba, no lo exteriorizó. Más tarde sí lo lamentaría, pensó Jimmy. No concebía la posibilidad de que una mujer, por enferma o colocada que estuviese, se quedara indiferente ante la muerte de su hijo. A Elaine le habían provocado discretamente el parto durante su estancia en Maine. No se había celebrado un entierro formal. Después de tomar Elaine la decisión de quedarse con Will y proteger al niño extraído de Caroline Carr, Epstein había hablado con ella por teléfono y le había dejado muy claro lo importante que era que todo el mundo creyese que ella era la madre del hijo de Caroline. Le habían dejado un rato para llorar a su propio niño, para acunar en sus brazos al pequeño ser muerto, y luego lo habían apartado de ella.

– Iría más a menudo, pero Elaine no lo lleva bien -añadió Will.

«No me extraña», pensó Jimmy. No se explicaba cómo había sobrevivido el matrimonio y, por algún que otro comentario de Will, no estaba del todo claro que fuese a sobrevivir. Aun así, Jimmy respetaba más a Elaine Parker después de lo ocurrido. No conseguía imaginar siquiera qué sentía al mirar a su marido y al niño que criaba como si fuera suyo. Se preguntó si aún era capaz de distinguir el odio del amor.

– Siempre llevo dos ramos de flores -prosiguió Will-. Uno para Caroline y otro para el niño que enterraron con ella. Epstein dijo que era importante. Tenía que dar la impresión de que lamentaba la muerte de los dos, por si acaso.

– Por si acaso ¿qué?

– Por si acaso vigilan -respondió Will.

– Ya no están en este mundo -dijo Jimmy-. Los viste morir a los dos.

– Epstein cree que puede haber otros. Peor aún…

Se interrumpió.

¿Qué podría ser peor? -preguntó Jimmy.

– Que, no sé cómo, sean capaces de volver.

¿Qué quieres decir con eso de «volver»?

– Da igual. Son fantasías del rabino.

– Dios mío. Por supuesto que son fantasías.

Jimmy levantó la mano para pedir otra ronda.

¿Y la mujer, la que maté? ¿Qué hicieron con ella?

– Incineraron el cuerpo y dispersaron las cenizas. ¿Sabes qué? Ahora pienso que me habría gustado disponer de un minuto con ella antes de su muerte.

– Para preguntarle por qué -dijo Jimmy.

– Sí.

– No te habría contado nada. Lo vi en sus ojos. Y…

– Sigue.

– Te parecerá extraño.

Will se echó a reír.

– Después de todo lo que hemos visto, ¿qué podría parecerme extraño?

– Nada, supongo.

¿Y entonces?

– Esa mujer no tenía miedo de morir.

– Era una fanática. Los fanáticos están tan locos que no conocen el miedo.

– No, era más que eso. Justo antes de disparar, tuve la impresión de que me sonreía, como si le diera igual si la mataba o no. Y aquello de estar «por encima de vuestra ley». Dios santo, esa mujer me puso la carne de gallina.

– Estaba segura de haber cumplido su misión -dijo Will-. Por lo que ella sabía, Caroline estaba muerta y el bebé también.

Jimmy arrugó la frente.

– Es posible -contestó, aunque no parecía creérselo, y pensó en lo que Epstein le había dicho a Will, que podían volver, pero no alcanzaba a entender qué había querido decir con eso, y Will no iba a aclarárselo.

En los años posteriores apenas hablaron del tema. Epstein no se puso en contacto con Will ni con Jimmy, aunque Will creía haber visto alguna vez al rabino cuando llevaba a su familia a la ciudad de compras, al cine o al teatro.

Epstein nunca reconoció su presencia en esas ocasiones, y Will no se acercó él, pero tenía la sensación de que Epstein, en persona y por mediación de otros, vigilaba a Will, a su mujer y, sobre todo, a su hijo.

Sólo rara vez le hablaba Will a Jimmy de cómo iban las cosas con su mujer. La relación nunca había llegado a recobrarse de su traición, y él sabía que eso nunca ocurriría, pero al menos seguían juntos. Sin embargo, había ocasiones en que su mujer estaba muy distante, tanto emocional como físicamente, semanas y semanas. Además, Elaine tenía dificultades para sobrellevar la presencia del niño; «Tu hijo», como echaba en cara a Will cuando sucumbía a la rabia y el dolor. Pero eso, lentamente, empezó a cambiar, ya que el niño no conocía a más madre que a ella. Will pensó que el punto de inflexión se produjo cuando Charlie, a los ocho años, fue atropellado por un coche cuando aprendía a montar su nueva bicicleta en el barrio. Elaine estaba en el jardín en ese momento, vio cómo el coche embestía la bicicleta y el niño salía volando y caía violentamente en la calle. Cuando echó a correr, lo oyó llamarla: a ella, no a su padre, a quien parecía acudir de manera natural para tantas cosas. Se había roto el brazo izquierdo -lo vio nada más acercarse a él- y la sangre le manaba de una herida en la cabeza. Hacía un gran esfuerzo para conservar el conocimiento, y Elaine se dio cuenta de que para él era importante estar a su lado, no cerrar los ojos. Ella repitió su nombre, una y otra vez, mientras cogía un abrigo que le tendió el conductor del coche y, con delicadeza, lo colocaba bajo la cabeza del niño. Elaine lloraba, y Charlie vio que lloraba.

– Mamá -dijo-. Mamá, lo siento.

– No -contestó ella-. Yo lo siento. No ha sido culpa tuya. Tú no has tenido la culpa de nada.

Y se quedó con él, arrodillada a su lado, susurrando su nombre, acariciándole la cara con la palma de la mano; y en la ambulancia se sentó junto a él; y mientras lo intervenían para darle unos puntos de sutura en el cuero cabelludo y reducirle la fractura del brazo, permaneció sentada frente al quirófano; y la suya fue la primera cara que él vio al volver en sí.

A partir de ese momento, las cosas mejoraron entre ellos.


– ¿Mi padre te contó todo eso?

– No -contestó Jimmy-. Me lo contó ella después de morir tu padre. Dijo que tú eras lo único que le quedaba de él. Pero ésa no era la razón por la que te quería. Te quería porque eras su hijo. Ella era la única madre que tú conocías, y tú eras el único hijo que ella tenía.

Dijo que a veces lo había olvidado, o que se había negado a creerlo, pero con el paso del tiempo tomó conciencia de que así era.

Se levantó para ir al cuarto de baño. Yo me quedé sentado pensando en mi madre y en sus últimos días de vida, tendida en la cama del hospital, tan transformada por la enfermedad que no la reconocí cuando entré por primera vez en su habitación, creyendo que la enfermera se había equivocado al darme las indicaciones. Pero de pronto, dormida, hizo un mínimo gesto, levantando la mano derecha, e incluso enferma la elegancia de sus movimientos me resultó familiar, y en ese momento supe que era ella. En los días posteriores, mientras yo esperaba su muerte, sólo tuvo unas pocas horas de lucidez. Casi no le quedaba voz, y parecía dolerle hablar, así que le leía trozos de mis libros de la universidad: poesía, cuentos, fragmentos del periódico que sabía que le interesarían. Su padre había venido de Maine y charlábamos mientras ella dormitaba entre nosotros.

¿Se planteó acaso, mientras sentía que la oscuridad le nublaba la conciencia como tinta propagándose en el agua, contarme todo lo que me había ocultado? Estoy seguro de que sí, pero ahora entiendo por qué no lo hizo. También es posible que disuadiera a mi abuelo de decírmelo, porque pensaba que si yo conocía la verdad, empezaría a indagar.

Y si empezaba a indagar, atraería a esa gente hacia mí.

Cuando Jimmy volvió del cuarto de baño, vi que se había remojado la cara, pero no se había secado bien y las gotas caían como lágrimas.

– Esa última noche… -empezó a decir.


Estaban en el Cal's, Jimmy y Will, celebrando el cumpleaños de Jimmy. En el Distrito Noveno habían cambiado algunas cosas, pero muchas seguían igual. Había galerías donde en otro tiempo hubo tugurios y edificios abandonados, y se proyectaban chocantes películas underground en locales vacíos empleados ahora como salas de arte y ensayo. Muchos de los antiguos establecimientos continuaban allí, aunque también tenían los días contados, y pronto las sombras envolverían su recuerdo. En el cruce de la Segunda Avenida con la calle Cinco, el Binibon servía aún una ensalada de pollo grasienta, pero ahora la gente veía el Binibon y recordaba que, en 1981, tenía por cliente a Jack Henry Abbott, escritor y ex presidiario apadrinado por Norman Mailer, quien hizo campaña por su puesta en libertad. Una noche Abbott entabló una discusión con un camarero, le pidió que saliera a la calle y lo mató de una puñalada. Jimmy y Will se encontraban entre los que intervinieron después del hecho, ambos, como el distrito donde trabajaban, cambiados y sin embargo iguales, con su aspecto alterado pero todavía de uniforme. Nunca habían llegado a sargento ni llegarían. Ese fue el precio que pagaron por lo ocurrido la noche que murió Caroline Carr.

No obstante, aún eran buenos policías, y se contaban entre los pocos agentes municipales, guardias urbanos y vigilantes de los complejos de viviendas que hacían algo más que cumplir el expediente, resistiéndose a la apatía general que corrompía a las fuerzas del orden, en parte como consecuencia de la extendida creencia de que los altos mandos del Palacio del Puzzle, como se conocía One Police Plaza, la jefatura, no dejaban pasar ni una a los agentes de a pie. Eso no era del todo falso. Si uno realizaba demasiadas detenciones por drogas, atraía la atención de sus superiores por razones que no le convenían. Si uno atrapaba a demasiados delincuentes, debido a las horas extra necesarias para procesarlos y llevarlos ante los tribunales, lo acusaban de quitar el dinero del bolsillo a los otros policías. Más valía mantener la cabeza agachada y jubilarse anticipadamente al cumplir los veinte años de servicio. El resultado era que cada vez había menos policías de cierta edad para actuar como mentores de los reclutas nuevos. En virtud de sus años en el cuerpo, Jimmy y Will casi pasaban por los ancianos del lugar. Se habían incorporado a la Unidad Contra el Crimen como agentes de paisano, un puesto peligroso que implicaba patrullar en zonas con altos índices de delincuencia en busca de alguna señal de que algo estaba a punto de desencadenarse, normalmente un tiroteo. Por primera vez los dos hablaban de la jubilación anticipada.

Esa noche, en el Cal's, habían encontrado un rincón tranquilo lejos de los demás, aislados del resto por un estridente grupo de hombres y mujeres trajeados que celebraban un ascenso. Al día siguiente, Will Parker estaría muerto y Jimmy Gallagher ya nunca volvería a poner los pies en el Cal's. Tras la muerte de Will, descubrió que era incapaz de recordar los buenos tiempos allí vividos. Habían desaparecido extirpados de la memoria. Sólo quedaba Will, con una jarra fría junto al codo, la mano en alto para decir algo que quedaría por siempre inexpresado, demudándose su semblante cuando miró por encima del hombro de Jimmy y vio quién había entrado en el bar. Jimmy se volvió para ver qué miraba, pero Epstein ya estaba a su lado, y Jimmy supo que algo grave ocurría.

– Tiene que irse a casa -dijo Epstein a Will. Sonreía, pero sus palabras contradecían su sonrisa, y al hablar no miró a Will. Un observador ajeno habría pensado que simplemente examinaba las botellas detrás de la barra para elegir su bebida antes de sumarse al grupo. Llevaba una gabardina blanca abrochada hasta el cuello, y en la cabeza lucía un sombrero marrón con una pluma roja en la cinta. Había envejecido mucho desde la última vez que Jimmy lo vio en el entierro de Caroline Carr.

¿Qué pasa? -preguntó Will-. ¿Qué ha ocurrido?

– Aquí no -respondió Epstein a la vez que recibía un empujón de Perrson, un sueco enorme que representaba la figura central de la Unidad de Vigilancia de Locales Nocturnos. Era un jueves por la noche y el Cal's estaba hasta los topes. Perrson, más alto que cualquiera de los presentes, repartía copas por encima de las cabezas de quienes tenía detrás, bautizándolos de paso alguna que otra vez.

– Dios te bendiga, hijo mío -contestó a las quejas de alguien. Soltó una carcajada, riéndose de su propia broma, y de pronto reconoció a Jimmy.

¡Vaya! ¡El cumpleañero!

Pero Jimmy ya se alejaba de él, siguiendo a otro hombre, y Perrson creyó que se trataba de Will Parker, pero después, cuando lo interrogaron, declaró que se había equivocado, o había confundido la hora. Quizá fuera más tarde cuando vio a Jimmy, y Will no podía estar con él porque a esa hora iba ya de camino a Pearl River.


Fuera hacía frío. Los tres hombres tenían las manos hundidas en los bolsillos mientras se alejaban del Cal's, de la comisaría, de las caras familiares y las miradas especulativas, y no se detuvieron hasta llegar a la esquina de St. Mark's.

¿Se acuerda de Franklin? -dijo Epstein-. Era el director de la clínica de Gerritsen. Se jubiló hace dos años.

Will asintió. Recordó al hombre de semblante preocupado en el pequeño despacho, parte de una conspiración de silencio que aún no acababa de entender.

– Murió asesinado anoche en su casa. Alguien, usando una navaja, se ensañó, con él para obligarlo a hablar antes de morir.

¿Por qué cree que eso tiene que ver con nosotros? -preguntó Will.

– Un vecino vio a un hombre y una mujer abandonar la casa poco después de las once. Los dos eran jóvenes: veinte años como mucho. Iban en un Ford rojo. Esta mañana han entrado a robar en la consulta del doctor Anton Bergman en Pearl River. El doctor Bergman, según tengo entendido, es su médico de cabecera. Han visto aparcado cerca de allí un Ford rojo. Tenía matrícula de otro estado: Alabama. El doctor Bergman y su secretaria todavía no han confirmado qué se han llevado, pero los armarios de medicamentos estaban intactos. Sólo habían revuelto los historiales médicos. Entre los que han desaparecido se encuentran los de su familia. No sé cómo, han atado cabos. No escondimos el rastro tan bien como creíamos.

Will, aunque pálido, puso en duda sus palabras.

– Eso no tiene sentido. ¿Quiénes son esos chicos?

Epstein tardó un momento en contestar.

– Los mismos que fueron a por Caroline Carr hace dieciséis años.

– No -intervino Jimmy Gallagher-. Ni hablar. Esos están muertos. Al hombre lo aplastó un camión, a la mujer la maté yo de un tiro. Estaba presente cuando sacaron su cuerpo del riachuelo. Y aunque hubiesen sobrevivido, ahora tendrían cuarenta o cincuenta años. No serían críos.

Epstein se volvió hacia él.

¡No son críos! Son… -Recuperó la calma-. Hay algo dentro de ellos, algo mucho más viejo. Esos seres no mueren. No pueden morir. Se trasladan de un huésped a otro. Si el huésped muere, encuentran a otro. Renacen una y otra vez.

– Usted está loco -replicó Jimmy-. No está en su sano juicio.

Se volvió hacia su compañero en busca de apoyo, pero no lo obtuvo. Will parecía más bien asustado.

¿No irás a decirme que te crees una cosa así? -preguntó Jimmy-. No pueden ser los mismos. Sencillamente es imposible.

– Da igual -contestó Will-. Están aquí, quienesquiera que sean. Franklin les habrá dicho cómo se encubrió la muerte del bebé. Yo tengo un hijo de la misma edad del que supuestamente murió. Han atado cabos y los historiales médicos lo confirmarán. El rabino tiene razón: debo irme a casa.

– Enviaremos a gente a buscarlos -informó Epstein-. He hecho unas cuantas llamadas. Actuamos lo más deprisa posible, pero…

– Iré contigo -dijo Jimmy.

– No. Vuelve al Cal's.

¿Por qué?

Will agarró a Jimmy por los brazos y lo miró a la cara.

– Porque tengo que poner fin a esto -respondió-. ¿Lo entiendes? No quiero implicarte. Debes mantenerte al margen. Necesito que te mantengas al margen. -De pronto pareció recordar algo-. Tu sobrino, el hijo de Marie. Sigue con la policía de Orangetown, ¿verdad?

– Sí, allí está. Pero creo que no entra a trabajar hasta dentro de un rato.

¿Puedes telefonearlo? ¿Pedirle que vaya a mi casa y se quede con Elaine y Charlie un rato? No le digas por qué. Invéntate una excusa, algo sobre un antiguo caso, quizás un ex presidiario resentido. ¿Lo harás? ¿Crees que él se prestará?

– Sí.

Epstein entregó a Will un juego de llaves de un automóvil.

– Coja mi coche -ofreció, señalando un Chrysler viejo aparcado allí cerca. Will se lo agradeció con un gesto e hizo ademán de marcharse, pero Epstein lo sujetó por el brazo para retenerlo y añadió-: No intente matarlos. No a menos que no le quede más remedio.

Jimmy vio asentir a Will, pero éste tenía la mirada perdida. Jimmy supo lo que se proponía.

Epstein se alejó en dirección al metro. Jimmy telefoneó a su sobrino desde una cabina. Luego volvió al Cal's, donde bebió y charló aunque con la mente muy lejos de las acciones de su cuerpo y los labios moviéndose por cuenta propia; se quedó allí hasta que llegó la noticia de que Will Parker había matado a tiros a dos chicos en Pearl River, y lo habían encontrado después en el vestuario de la comisaría del Distrito Noveno con el rostro bañado en lágrimas, esperando a que fueran por él.

Y cuando le preguntaron por qué había regresado a la ciudad, sólo dijo que quería estar entre los suyos.

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